Corporación comunicativa

Amanece en «Gran Corporación»

Empieza el día y el sol penetra a través de la ventana del despacho del presidente de «Gran Corporación» iluminando las páginas de la prensa económica que este hojea mientras espera la entrada en su despacho del director de comunicación. «“Jeff Bezos compra The Washington Post... “¿Pero este tío no tenía una tienda?”».

Confuso, desvía su atención a otra noticia que habla del último lanzamiento comercial de su competencia, a media página. Abre el resumen de prensa escrita que descansa sobre su mesa y confirma lo que el día anterior ya se podía leer en internet.

Alguien golpea la puerta. Es su director de comunicación que, temeroso, avanza hacia la mano que le muestra fotocopias de hojas recortadas de periódicos con el nombre de su más duro competidor escrito en letra capital. «¿Y por qué no aparecemos nosotros en estas informaciones?, ¿Por qué no nos hemos adelantado a ellos?», pregunta el máximo directivo.

«Te envié la vigésimo quinta versión del comunicado, ya revisado y comentado por los responsables de los siete departamentos implicados, para que dieras tu visto bueno hace dos días, pero no me respondiste», se excusa el comunicador.

«Ahí lo tienes», dice señalando un papel que asoma bajo una montaña de carpetas identificadas con etiquetas: Finanzas y Contabilidad, Recursos Humanos, Marketing... y, al final, Comunicación.

Contrariado, el máximo responsable de la compañía pregunta: «¿Y ahora qué?, ¿Qué tenemos para comunicar? Llevamos tiempo sin aparecer en la prensa». «Bueno –se defiende el comunicador– es que, con la crisis que tienen encima cada vez es más difícil aparecer: hay menos medios y las redacciones se están despoblando de periodistas. Pero en internet tenemos buena presencia y creo que estamos aprovechando bien nuestras acciones en redes sociales». Incrédulo, el presidente, le espeta: «¿Redes sociales?, ¿internet?, ¿Estamos locos o qué?».

«Bueno, podríamos retomar el lanzamiento que teníamos previsto... Si lo hacemos rápido, podríamos presentarlo como una guerra en el mercado. Además, creo que deberíamos hacer un comunicado oficial sobre los 250 despidos porque ya se empiezan a leer comentarios en internet y me parece peligroso no decir nad...». «¿Cómo? –interrumpe con un grito el presidente–. ¡De ninguna manera! Ese asunto hay que tratarlo con total discreción para que no se entere nadie. Ya está la cosa bastante mal como para que, encima, vayamos nosotros contándolo por ahí, así que silencio hasta que pase».

Inquieto, el presidente se levanta de su silla y empieza a dar vueltas por su despacho. Distraídamente, coge un palo de golf que descansa en un rincón y, con gesto reflexivo, golpea una pelota imaginaria. Un rayo de sol reflejado en la superficie pulida del palo ilumina su rostro y la sonrisa que, poco a poco, se va dibujando en él.

«¡Ya lo tengo!», dice mientras se vuelve hacia el director de comunicación que aprovechaba el ensimismamiento de su jefe para leer, en su smartphone, los titulares del día. «¡El golf! –exclama el presidente con aire triunfal–. Hace mucho que no concedo una entrevista y podrías buscarme algo más informal, más original, un reportaje de los que sacan de vez en cuando con un perfil personal y profesional de los grandes directivos de las compañías del país. Algo grande, he mejorado mi swing y se tiene que notar», explica entre risas el presidente.

«Pero te van a preguntar sobre los malos resultados del último trimestre, sobre nuestro retraso en responder a la competencia, quizás sobre los despidos...», empieza a objetar un aturdido comunicador.

«Eres un cenizo –corta el presidente–. Elige uno de los periódicos en los que estamos metiendo más anuncios y, si es necesario, le dices al director de publicidad que hable con sus comerciales para que avisen al redactor de que no sería conveniente que hurgara en ciertas heridas. Es fácil, ¿no? Ve hablando con el medio y me cuentas. Puede quedar muy bien, ¿no dicen que hay que mostrar el lado humano de las empresas?».

Horas después, el jefe de prensa de la compañía marca el número de teléfono de Julián Gutiérrez, un veterano periodista de su sector que sobrevive, a duras penas, al tsunami digital que está barriendo todas las redacciones. «¿Qué tal va la cosa?», saluda. «Pues si quieres te digo bien o si quieres te cuento», responde el periodista.

«Si olvidamos que ya llevamos tres rondas de despidos en la redacción, que me he quedado solo para llenar todas las páginas de mi sección cobrando menos pasta, que solo me falta pasar la fregona por el suelo de las oficinas, que me ha bajado el número de followers en Twitter, que cada vez vendemos menos papel, que la web no acaba de dar dinero, que mi blog no lo lee nadie y que las empresas no ponéis un duro... Si olvidamos todo eso, y que llevo lustros sin dar una noticia en condiciones, pues entonces estoy bien, no me puedo quejar».

Al otro lado de la línea, el jefe de prensa mira al techo y toma aire antes de empezar a explicar al periodista el motivo de su llamada. «O sea, que no me sueltas ni una palabra sobre la mierda de resultados que estáis teniendo, ni sobre esos rumores de despidos que ya me han llegado de varios sitios... y me ofreces una entrevista sobre golf con tu jefe. ¡Grandioso!», suelta Julián, sarcástico.

«Mira –añade–, no te mando a donde tú ya sabes porque somos amigos y aquí está la cosa muy mal, así que no es el mejor momento para enfadarse con un anunciante. Pero, la verdad, es que lo que me dices parece una broma. De todas formas, déjame que lo hable con mis jefes y te digo algo».

Días después la entrevista tiene lugar y el presidente puede ejecutar su swing frente al periodista que toma, con su móvil, las fotografías que ilustrarán el intercambio de preguntas y respuestas. «¿Nos pasarás el texto de la entrevista antes de publicarla?», pregunta el director de comunicación. «No sé si me dará tiempo, pero haré lo posible. Si no, mañana la verás», responde el periodista con una sonrisa extraña.

El día siguiente amanece nublado. En el suelo del despacho del presidente, la página de un periódico y, en ella, una fotografía que le muestra mirando a la cámara, sonriente, mientras lanza un approach. Sobre ella, el siguiente texto:

250 EMPLEADOS, AL HOYO

Madrid, Julián Gutiérrez

Malos tiempos para «Gran Corporación». Su incapacidad para responder con agilidad al órdago reciente lanzado por su competencia es la enésima muestra de las razones que han llevado a la compañía a su mala situación actual. Su valor en bolsa sigue cayendo por una pendiente que parece no tener fondo y los despidos son el último intento desesperado por revertir una situación generada por la gestión errática de los últimos años. Según ha podido confirmar este periódico, la compañía ha despedido en los últimos días a 250 personas. Mientras el presidente de la compañía afina sus habilidades con el golf en una de las más exclusivas instalaciones de la ciudad, cientos de familias temen por su futuro más inmediato.

En la redacción del periódico, Julián disfruta de la repercusión que su artículo ha tenido en internet, puede suponer un nuevo impulso a su declinante carrera. El contador de visitas de la web no deja de aumentar y múltiples comentarios de lectores indignados ya circulan con profusión por las redes y el texto es trending topic mundial.

Tecleando «Gran Corporación» en Google aparece como primer resultado. Orgulloso, busca la información en la home de la edición online de su periódico. Es fastidioso tener que esperar a que desaparezca la intrusiva publicidad que inunda la página antes de poder empezar la lectura pero, qué caramba, no están las cosas para quejarse de la fuerte inversión que, días antes, decidió realizar en el medio... el principal competidor de «Gran Corporación».

Comunicación, sexo y amor

A las empresas se nos ha quedado pequeño el modelo de comunicación basado en hacer oír nuestra voz en medio del griterío. El juego ahora va mucho más allá de conseguir captar la atención de la chica o el chico desde la pista de baile abarrotada para intercambiar teléfonos y tener sexo rápido, con dinero de por medio. Algo frío, mecánico, una transacción satisfactoria pero sin rastro de amor. Simple promiscuidad consumista en la cama destartalada del capitalismo.

En la sociedad conectada, el sexo de una noche, de un solo acto comercial, ya no colma nuestros apetitos. Queremos que nuestra relación vaya más allá, que los lazos de unión sean algo menos efímeros. Deseamos continuidad en la relación con el cliente, que se enamore de nosotros. Incluso que nos recomiende a otros planteando una relación abierta, sí, pero apuntalada en los sentimientos.

Aspiramos a una relación más plena, apoyada en la fidelidad (la de los otros, eso sí), que nos permita hallar cobijo en un entorno difícil, de incertidumbre creciente. La sobreabundante oferta de sexo más barato –incluso gratis– está poniendo en peligro añejos modelos de negocio basados en el frío pero lucrativo intercambio carnal.

Por eso ahora buscamos parejas estables, alguien a nuestro lado para superar estos momentos de zozobra, manos a las que agarrarnos en la tormenta.

Así que nos ponemos guapas, afilamos nuestras habilidades de comunicación y paseamos nuestra figura por todos los lugares de reunión más populares de la ciudad: La plazoleta Twitter, el bar Facebook, la gran discoteca Google...

Arregladas pero informales, serias y eficaces, tradicionales, cada empresa opta por una personalidad, por una apariencia –quizás un disfraz– que puede aumentar sus posibilidades de éxito en este laberinto de pasiones. Ah, pero las frustrantes experiencias previas han hecho que las parejas potenciales se hayan vuelto muy exigentes y suspicaces.

Es el del amor un trabajo muy cansado y más si no establecemos un método en nuestra búsqueda. Perdimos la vieja agenda en no se sabe qué lugar y las modernas bases de datos resultan poco glamurosas para nosotras, viejas conquistadoras acostumbradas a coronar cada noche con éxito con solo un chasquido de dedos.

A la hora del té, las más jóvenes hablan de cómo manejar con provecho estos datos pero, a poco de empezar la conversación, nuestro rostro se dirige, con gesto melancólico, hacia la ventana. ¿Big data? ¡Qué lata!

Así que, para ahorrarnos paseos y copas, recurrimos a soluciones que faciliten la promoción de nuestros encantos. Buscamos sujetos influyentes que quizás mejoren las posibilidades de éxito en nuestro anhelo romántico. Pero ¡qué difícil resulta encontrar amor después de tanto tiempo entregadas al sexo de pago!

Los viejos hostales de paredes empapeladas han mutado en agencias de contactos online, y las pícaras alcahuetas parecen haber perdido su lugar en las oscuras esquinas. De hecho, apenas hay ya esquinas en sombra pues una moderna iluminación de blancura líquida inunda las calles.

En nuestra aventura descubrimos, sin embargo, que, a pesar de la menguante oscuridad, las viejas celestinas siguen teniendo predicamento. Aún se muestran hábiles para que su voz –si bien con menos fuerza por los estragos de la edad– se siga escuchando con interés.

Desencadenan conversaciones y chismorreos en tradicionales corralas y tabernas, pero también en los centros de reunión de la modernidad. En la línea del tiempo hacia el futuro se solapan distintas épocas y en nuestra búsqueda del amor no podemos despreciar nada, ni siquiera los más tradicionales usos de cortejo.

En cuanto a los nuevos casamenteros, nos resultan extraños, no sabemos muy bien cómo lograr su colaboración. Nuestra relación con ellos es más reciente y se está construyendo desde la desconfianza. No hay tradición que sirva para dibujar el campo de juego, ni reglas dictadas por la fuerza de la costumbre.

Conscientes de nuestras necesidades, se muestran esquivos y volátiles como inocentes angelitos armados de flechas del amor. Mas, con frecuencia y pasado cierto tiempo, descubrimos que su pose de Cupido se torna en diabólico gesto, y sus manos dejan de dibujar corazones con los dedos para contar monedas en la puerta de la mancebía. Quizá se muestran inmorales porque los preceptos de una nueva moral, que podrían hacer suya, aún están emergiendo.

Y entonces nos damos cuenta de que no están los tiempos ni nuestras carnes para desaprovechar oportunidades en nuestra búsqueda amorosa. Viejas alcahuetas y nuevos celestinos nos pueden resultar útiles, pero también debemos ampliar nuestro círculo social sin la intermediación de estos correveidiles.

Valientes, nos zambullimos en entornos de conversación callejeros en los que tratamos de resultar originales y lanzamos nuevos temas de conversación con la esperanza de que resulten interesantes y aumenten nuestro atractivo a ojos de potenciales amantes. A veces no hay mejor maquillaje para ocultar las arrugas que una charla subyugante.

Hemos cambiado, ya no somos esas jovenzuelas alocadas que hollaban cada noche un nuevo colchón. Nuestra recién estrenada madurez debe acompañarse de un discurso sereno y constructivo. De repente, nos hemos hecho responsables y eso sorprende y atrae a nuestros interlocutores.

Nos sentimos importantes, influyentes incluso y, poco a poco, conversación tras conversación, adivinamos un destello de complicidad en los ojos que nos observan. ¿Será solo deseo o, por fin, será amor eso que flota en el ambiente?

Con esa esperanza continuamos hablando porque, aunque no lo queremos reconocer, el amor es ya casi el único asidero firme al que nos podemos agarrar para que no nos arrastre la ciclogénesis explosiva cotidiana. Quizá, la única estrategia de supervivencia posible en estos tiempos salvajes.

Comunicaución frente a Comunicación

Comunicaución (Del lat. communicatı˘o/cautı˘o-o¯nis): Comunicación prevenida, cautelosa, a la defensiva. El foso de cocodrilos que rodea el fortín.

Es la palabra que se me ha ocurrido para identificar buena parte de la acción comunicativa que surge de nuestras instituciones y empresas, en tiempos en los que se prodiga un uso –¿cínico? – de la hermosa palabra «transparencia».

La digitalización pop y el brand journalism

Todo hijo de vecino oculta taras inconfesables que trata de mantener alejadas de las arañas de búsqueda de Google, no vaya a ser que baje en picado la puntuación de Klout. En mi caso, una de las más vergonzantes es mi consideración de la película «Una vez al año ser hippy no hace daño» como una de las cumbres cinematográficas patrias.

En esta cinta de los años 60, el grupo musical «Flor de Lis y Los Dos del Orinoco» recorren los pueblos de España cantando viejas melodías que entonan con voz afectada ante un público que, cada vez en mayor número, les da la espalda. La música «yé-yé» ha llegado y su ritmo frenético arrasa con boleros, pasodobles y cuplés.

Este cambio en el gusto popular obliga a nuestro grupo a adaptarse a los nuevos tiempos bautizándose como «Los Hippy-Loyas», nombre que es toda una declaración de escepticismo hacia esa corriente pop, tan revolucionaria por democratizadora de la práctica musical.

Viene esto a cuento porque Leblanc, Velasco, Landa y Gómez Bur me recuerdan a ese periodismo añejo que, aferrado a su micrófono, sigue repitiendo los grandes éxitos de siempre ante un patio de butacas cada vez más vacío.

La digitalización pop ha llegado y los viejos cantantes contemplan aturdidos como buena parte del público, en vez de desfilar por el pasillo, se atreve a subir al escenario para interpretar nuevos ritmos, para contar historias en primera persona superando la experiencia vicaria que supone sentir en voz ajena.

Como en la película, algunos viejos cantantes de éxito se reciclan forzados por los acontecimientos, mientras que otros se resignan a caer en el olvido. El escenario lo ocupan ya nuevas voces que cantan sus historias a una audiencia potencialmente planetaria, generando un ruido que, si bien en ocasiones puede resultar molesto, abona el terreno para el nacimiento de un nuevo lenguaje musical que definiremos entre todos.

A pesar de los gritos indignados –a menudo se trata de una indignación postiza, entre cínica y corporativista– que surgen de las filas del periodismo tradicional ante la invasión de lo que siempre fue su escenario y el ultraje de sus éxitos en machaconas versiones «mix», el «beat» –o mejor el bit– ha llegado para quedarse.

Blogueros, redes sociales, periodistas ciudadanos o el brand journalism están llenando los espacios de vacío informativo dejados por una profesión periodística que se enfrenta a una reconversión sin vuelta atrás.

Por su capacidad para elevar el volumen de su voz en muchos decibelios utilizando amplificadores de gran potencia, el llamado periodismo de marca surge como un enemigo especialmente poderoso e inquietante para los viejos cantantes, si bien se trata de un fenómeno que, en mi opinión, no supone nada especialmente nuevo.

El periodismo siempre se ha desarrollado bajo una marca (cabecera, canal, emisora, programa, firma...) financiada por unos accionistas cuya actividad natural, con frecuencia, nada tiene que ver con la información.

Inversores que utilizan el periodismo para transmitir unavisión interesada de la realidad que beneficie a sus objetivos comerciales, políticos, etc. Este afán de influir, que está en la propia esencia del periodismo y no tiene por qué ser negativo, se puede comprobar cada mañana al abrir las páginas de cualquier diario.

Dicho esto, lo que se ha dado en llamar «periodismo de marca» se extenderá debido, principalmente, a la profunda crisis que atraviesan los intermediarios tradicionales utilizados por las compañías para difundir sus mensajes. Crisis que es fruto de su pérdida de credibilidad, la caída de la inversión publicitaria y, sobre todo, la dificultad para adaptarse al entorno digital y a la sobreabundancia de información que este ofrece.

Y dado que el periodismo está perdiendo su voz, las compañías se ven abocadas a cantar ellas mismas, asumiendo un papel nuevo, lleno de incertidumbres, sin partituras escritas.

La entonación adecuada para aproximarse a esta actividad sin dejarse las cuerdas vocales en el intento dependerá de diversos factores, como la posición en el mercado de cada marca, la flexibilidad de los códigos alrededor de los cuales se ha construido o su ámbito de actividad.

Me parece que, en general, es más inteligente posicionarse como un medio de comunicación, un soporte generalista o de nicho, con contenidos construidos alrededor de valores y objetivos asociados a la marca, pero no centrados exclusivamente en ella.

Siempre que sea posible, hay que tratar de evitar la identificación excesiva de los contenidos con la marca ya que se pierden posibles audiencias interesantes y se corre el peligro de caer en un lenguaje muy corporativo y falto de interés. Y si no hay interés, no hay audiencia, con lo que el esfuerzo será inútil.

Si cantamos al objeto individual de nuestro amor, nuestra balada tendrá más posibilidades de éxito si lo hacemos de tal manera que el protagonista pueda servir de proyección metafórica de un sentimiento amoroso universal.

Cuando sea posible, los contenidos deben ser parte de un ecosistema de marca cuya elaboración precisará de cierta sutileza y capacidad de innovación para distinguirlos en lo posible del lenguaje publicitario. Este tiene distintas intenciones y formas de expresión que convivirán y complementarán al llamado «periodismo de marca».

Cada uno de los elementos de comunicación deberá tener sentido en el marco general de los objetivos definidos por cada compañía, que definirán el hilo argumental general en una suerte de disco conceptual, tan común en el rock progresivo de los 70, que tratará de contar una historia a través de distintas canciones, de elementos informativos complementarios.

Es un reto de gran complejidad para compañías poco habituadas a cantar sus propias composiciones y, por ello, esta tendencia desintermediadora ofrece nuevas e interesantes posibilidades de desarrollo a periodistas y comunicadores, profesionales especializados en captar audiencias mediante la generación de contenidos relevantes. También expertos en ofrecer como información lo que, con frecuencia, es pura persuasión; en hacer pasar por bucólica sinfonía una marcha militar.

Como en el periodismo convencional –que, dicho sea de paso, espero que conviva con este otro modelo–, la generación de audiencias relevantes dependerá, en gran medida, de la credibilidad de sus mensajes, lo cual exigirá cierto nivel de independencia o, para ser más exactos, apariencia de independencia, sensación de objetividad. Si hay que elegir, mejor que parezca un accidente y no un crimen con la verdad como víctima.

No conviene olvidar, de todas formas, que cuando hablamos de periodismo convencional metemos en un mismo saco productos informativos muy diversos: desde la información de un corresponsal de guerra que se juega la vida para mostrarnos las miserias del mundo en el que vivimos, a la entrevista en el lujoso despacho del máximo ejecutivo del principal anunciante de una revista de nicho.

De la misma forma que hay diversos grados de intensidad periodística en los variados productos informativos que identificamos con el periodismo, habrá distintos grados de intensidad periodística en el «periodismo de marca». Y serán las audiencias las que elijan a qué soportes acudir para informarse, y ellas serán las que decidan si esta tendencia tiene o no futuro y cuáles serán los modelos de éxito que figuren en el fugaz hit parade de cada instante.

Para concluir, volvamos a «Flor de Lis y Los Dos del Orinoco», que apostaron su futuro a la apariencia impostada de modernidad y solo les sirvió para divertirse a ratos y, finalmente, fracasar en su aventura.

Si las marcas no quieren correr la misma suerte, mejor que guarden cuidadosamente los viejos discos de vinilo en un armario, y los escuchen de vez en cuando para no olvidar a los clásicos, de los que siempre se puede aprender. Pero no hay que olvidar que son tiempos de Spotify y urge ocupar un lugar destacado en el nuevo escenario digital, entre tanto nuevo cantautor, aunque sea a codazos. Que no hay tiempo que perder en nostalgias y formalismos.

Payasos, equilibristas, magos... comunicadores

En esta realidad tan circense que nos rodea, comentar mi vieja vinculación al circo ya no resulta tan exótico como hace años. Hoy, todo hijo de vecino se ha acostumbrado a hacer equilibrios con sus gastos, volatines para confundir a sus acreedores o malabares con las tarjetas de crédito.

Las televisiones iluminan el centro de la pista donde involuntarios payasos realizan chuscas gracietas que causan tristeza entre un público cada vez más indignado ante tan lamentable espectáculo.

Pero no nos pongamos melancólicos que es momento de adornarse con rutilantes colores para compartir reflexiones y alguna sonrisa en el centro de la pista.

Hace años, mi familia y yo hicimos nuestros pinitos en el circo, una disciplina artística, educativa y deportiva que defiendo desde entonces a capa y espada o, mejor dicho, a bocinazo y zapatón. De las gentes que conocí entonces guardo un inmejorable recuerdo cimentado en experiencias que no compartiré en este texto, en el que sí hablaré de su impacto sobre mi personalidad como comunicador.

Y es que, bajo la carpa, pude confirmar e interiorizar, a través de una actividad ajena a la comunicación corporativa, pequeñas certezas que configuran mi manera de entender esta profesión.

En fin, lanzo las mazas al aire y espero que ninguna caiga al suelo:

1. Ante todo mucha calma. La mayor parte de las «grandes crisis» de comunicación de hoy son el papel que envolverá el bocadillo de un niño mañana. Aprendamos a relativizar el alcance de nuestra labor, importante sí; pero que no se la juega con cada titular que corona un breve en el periódico del día siguiente. En funambulismo y comunicación, mejor fijar la vista en un punto lejano y avanzar con serenidad en esa dirección. Si centramos toda nuestra atención en cada pequeño paso que damos como si fuera el último, lo será. Además, ningún jefe enmarca un breve para decorar el despacho, reservan las alcayatas para las entrevistas a toda página.

2. La sonrisa no está reñida con la profesionalidad. Las sonrisas transmiten seguridad al entorno y generan confianza entre los miembros del equipo, lo que sirve para reducir las posibilidades de error.

Ya sé que nuestra disciplina siempre parece que debe justificarse por aquello de los intangibles y nos tenemos que poner muy solemnes para que nos tomen en serio y tal. Pero pensemos en lo que hicieron con la economía mundial personas de voz engolada que enarbolaban tangibles certezas escritas en hojas de cálculo. Pensemos en sus rostros solemnes y lancemos una carcajada, si es que nos sale. No viene mal ser algo payasos, aunque sea manteniendo esa compostura de los clowns de cara blanca, autoritarios unas veces y maliciosos otras.

3. Solo no puedo; con amigos, sí. El diálogo abierto entre los miembros de una torre humana permite distribuir fuerzas y equilibrios para elevarla hasta el cielo, reduciendo los riesgos de que se venga abajo. Y si esta circunstancia se produce, no hay reproches porque todos aportaron lo que podían ofrecer a una estructura diseñada y aceptada por el grupo. En su versión posmoderna y más fría, esta frase de «La Bola de Cristal» encuentra su traducción en la fea palabra«transversalidad».

4. Mejor improvisar como Gila: nunca. No hay nada más triste que un gag improvisado que solo provoca toses y murmullos en el patio de butacas. Sobre el escenario, nada se improvisa: si quieres tragar sables, repite el ejercicio hasta la extenuación; si quieres contar chistes, hazlo durante días delante del espejo y luego frente a tus familiares y amigos.

Por muy bueno que seas, tienes que mecanizar los movimientos, los gestos, las palabras. Una respuesta incorrecta en una conversación telefónica con un periodista, por ejemplo, puede echar por tierra meses de trabajo de tus compañeros o variar el curso de la acción en Bolsa.

Y da lo mismo que ese día hayas discutido con tu pareja o que arrastres un terrible dolor de cabeza por los excesos de la noche anterior.

Pensemos en ese gran payaso triste que fue Gila: siempre contaba los mismos chistes y de manera casi idéntica y, sin embargo, nunca fallaba. En su caso, la genialidad de sus ideas daba paso a una mecanización para asegurar la eficacia en la ejecución. ¿El resultado?: Ja, ja, ja.

Y si aun así hay que improvisar, mejor que ese momento nos pille entrenados y con los deberes hechos.

5. El público no es sagrado. Ya casi nada lo es, así que no creo que los stakeholders –internos o externos– lo sean, aunque alguno se lo pueda creer. Si nosotros somos algo más que «los chicos de la prensa», ellos son bastante menos que dioses. Así que no hay que tener complejos a la hora de expresar propuestas atrevidas, que no siempre se amoldan al gusto general de los públicos, pero que surgen de la formación, la creatividad y la experiencia de un profesional de la comunicación.

Para el número del tartazo en la cara siempre hay tiempo, pero recordemos que Chaplin revolucionó el cine cuando dejó de tropezar y lanzar pasteles en las comedias de Mack Sennett.

6. Ojo con la colchoneta. Como hemos visto en el punto anterior, el riesgo puede convertir un espectáculo interesante en inolvidable, así que hay momentos en los que la mejor opción es jugarse el físico. Hay que atreverse, pero eso no significa estar dispuesto a suicidarse. Si tienes un plan «A» arriesgado, guarda otros planes, tantos como letras hay en el abecedario, con distintos grados de peligro. Y nunca, nunca olvidemos poner la colchoneta debajo del trapecio.

Aunque lo habitual no sea bañarse en sangre cada mañana, creo que la comunicación es siempre de crisis, pues es obligación del profesional anticiparse al peor escenario posible. El ejemplo más extremo de crisis es la guerra y, por eso, en circunstancias críticas, siempre recuerdo un diálogo entre unos soldados que descendían en helicóptero tras las líneas enemigas, en la película «Apocalypse Now»:

¿Para qué os ponéis los cascos en el culo?
Para evitar que nos vuelen las pelotas
.

Pues eso: asumamos riesgos, ya que en muchas ocasiones no existe otra opción, pero evitemos poner en peligro nuestras partes más sensibles o las de la organización para la que trabajamos.

7. La cuarta pared está para echarla abajo. El diálogo con los espectadores hace que surjan elementos imprevistos que enriquecen el show. En su butaca, el público puede estar retorciéndose de ganas por demostrar su ingenio. Alentemos esa situación, permitamos que aflore ese talento generando un entorno de confianza. A veces debemos limitarnos a ser el hilo conductor del espectáculo de otros. Si todo va bien, es mucho trabajo el que nos podemos ahorrar mediante estrategias de desintermediación. Sí, me refiero al Social Media (zzZZZZ).

8. Los buenos magos se guardan los trucos. Y los públicos agradecen que eso sea así para mantener la fascinación del momento en el que la paloma surge del sombrero o la cuchilla corta el pescuezo de la bella asistente. Sobre la translucidez frente a la transparencia ya hablé en relación a eso que llaman marca personal y yo prefiero denominar marco y me parece aplicable también a las compañías. Mi apuesta aquí es sencilla: translucidez inteligente, honesta y constructiva. Que no se rompa la magia y que no se ponga en peligro nuestro negocio o nómina.

9. Emocionante, que no emocional. A ver, que no hemos inventado nada, que lo del storytelling es tan viejo como el fuego con el que se encendían las hogueras en las cuevas prehistóricas. Y como entonces, la clave se halla en captar la atención, con la diferencia de que ahora todo está lleno de personas portando antorchas para encender un fuego alrededor del cual contar sus propias historias. El reto es hacerse un hueco en un entorno en el que la abundancia de información genera pobreza en la atención.

Esta circunstancia obliga a plantear nuevas estrategias de comunicación y, en ellas, la emoción desempeña un papelesencial. Y cuando digo emoción me refiero a emocionante, no a emocional.

Será la platea la que ría o llore al escuchar nuestra historia y la eficacia de esta será mayor si se teje con hilos de racionalidad, utilizando redobles de tambor o presentaciones grandilocuentes, pero siempre respetando la inteligencia del público. Pocas cosas tan ridículas como la emoción impostada que provoca carcajadas involuntarias en el público.

...Y allá va el último punto, que viene al pelo para no fastidiar la redondez de la decena.

10. Las pistas múltiples no deben comprometer la unidad del espectáculo. Hay que decidir bien dónde situar a los malabaristas, en qué momento aparecerán los payasos o cuándo escupirá fuego el faquir. Utilicemos todos los recursos a nuestro alcance para satisfacer las expectativas de los públicos y las necesidades de nuestra organización, pero de forma ordenada para no aturdir. Somos nosotros los que tenemos que marcar los puntos de atención en cada momento.

Movamos con sentido los focos porque lo transmediático no es una opción en estos tiempos confusos. Web, papel, móvil, tableta, palomas mensajeras, cartas, correo electrónico, televisión, radio, señales de humo, avionetas... No descartemos nada y aprovechemos todo, sin perder de vista nuestros objetivos.

Incluso podemos sentarnos en una cafetería y conversar con una persona de carne y hueso, aunque esta ya sería una opción a la desesperada. Que para eso somos avatares.

¿Una edad de oro de los comunicadores?

La tecnología ofrece excepcionales posibilidades de comunicación a las compañías para hacer llegar sus mensajes a públicos de interés. Nuevas estrategias que se convierten en casi una obligación teniendo en cuenta la crisis de modelo de negocio y también de credibilidad en la que se hallan inmersos los tradicionales intermediarios en la comunicación de las empresas.

La respuesta a esta crisis de los medios, desde el ámbito de la comunicación externa que no toca aspectos relacionados con el márketing o el contacto directo con los clientes, creo que no está solo en las redes sociales. Estas son excelentes herramientas de amplificación de la voz, pero antes de hablar en ellas se debe tener algo que decir.

Digo esto porque, llevados por el entusiasmo de lo social digital, a veces se confunde el medio con el mensaje. Y no olvidemos que la reputación de las compañías –la buena reputación que incide en la cuenta de resultados– no se mide en número de followers.

Además, no olvidemos que los medios sociales planteanaún más incertidumbres en un entorno en el que estas abundan, con reglas de juego que van evolucionando al albur del capricho de sus dueños.

Imaginemos, por ejemplo, una situación en la que herramientas como Facebook o Twitter, en las que las empresas invierten hoy dinero y esfuerzos para desarrollar una estrategia de comunicación consistente en medios sociales, pasen a ser de pago para sus clientes.

La evolución de la comunicación corporativa se encuentra hoy en una fase intermedia entre el Plan de Comunicación y el Plan de Conversación (que a duras penas va definiendo), y debería prepararse ya para afrontar el siguiente paso: El Plan Editorial.

Por supuesto, ninguna de estas evoluciones en la labor del comunicador sustituye a la anterior, sino que deben combinarse de manera inteligente para dar respuesta a los distintos retos que nos plantea la construcción activa del futuro, no solo de la comunicación, sino de las relaciones de las empresas con su entorno.

Y dado que el futuro es imprevisible, mejor contar con la amplia batería de soluciones para afrontarlo.

Lo que estoy diciendo es que las compañías, sea cual sea su actividad, deberían comportarse cada vez más como empresas periodísticas –con las que con frecuencia ya comparten accionistas e intereses–, con una línea editorial que vendría definida por sus objetivos en los mercados y con unos contenidos asociados a su actividad y cimentados en sus valores de marca.

El difícil reto de este nuevo ámbito de actividad de las compañías, que las asemeja –que no iguala– en la producción de contenidos de interés a las empresas que tradicionalmente les han servido de altavoces frente a sus públicos, pasa por la generación de audiencias relevantes.

Es este un desafío difícil ya que el mensaje corporativo es recibido hoy con un alto grado de desinterés y escepticismo, tanto por prejuicios arraigados en años de intermediación como por las propias carencias en la definición de su contenido.

En la generación de audiencias y la redefinición de mensajes corporativos creo fundamental la participación de los periodistas, que pueden aprovecharse de nuevas oportunidades laborales en tiempos caracterizados por cierres de medios de información y despidos. Estos profesionales cuentan con las habilidades precisas para extraer de las empresas mensajes de interés que ellas mismas pueden desconocer.

Contenidos interesantes para las audiencias que pueden surgir de yacimientos hasta ahora poco explotados. Pensemos, por ejemplo, que muchos de los mayores expertos en importantes aspectos de nuestra realidad se encuentran en el seno de las empresas. El hecho de que no tengan voz más allá de los muros donde desarrollan su actividad es un lujo que, creo, nuestra sociedad no se debería permitir.

Más que nunca, vivimos tiempos en los que se precisan nuevas voces para enriquecer los discursos y buscar soluciones a la interrogante del futuro.

Junto a los profesionales de la comunicación y de la información creo, por tanto, que deberían adquirir más protagonismo los empleados de las empresas. Algunas empiezan a involucrarles en la labor de comunicación para «viralizar» sus mensajes en las redes, asumiendo funciones de Embajadores de Marca. Sin embargo, su papel podría ir más allá de la difusión de mensajes, colaborando activamente en su construcción.

En esta nueva etapa evolutiva, el actual Director de Comunicación (DIRCOM) pasaría a cumplir las funciones de Director de Contenidos (DIRCON), algo que siempre ha formado parte de su actividad, pero ahora lo haría con sentido pleno.

Esta evolución se podría dar con cierta naturalidad ya que si hay una función transversal en las empresas es la del DIRCOM, con responsabilidades en Comunicación Interna, Patrocinios, RR.PP., Publicidad y, en general, en todos los «puntos de fricción» con clientes y grupos de interés.

Su nuevo rol como coordinador en la generación de contenidos y el desarrollo de plataformas para su difusión enriquecería sus funciones, en especial en el ámbito de la Comunicación Externa tradicional, enfocada a las relaciones con los Medios de Información, que hoy ha perdido peso frente a otras funciones como la Publicidad, el Márketing o la Comunicación Interna.

Estas áreas de actividad se han revalorizado por el efecto de la crisis económica. Las empresas buscan en la comunicación soluciones para sofocar la creciente conflictividad laboral y generar ingresos tangibles, tan necesarios. En este contexto, lo que no se puede encerrar en la celda de una tabla de Excel pierde valor a los ojos de aquellos cuyo horizonte se limita al corto plazo de la presentación trimestral de resultados.

Por eso, el DIRCOM, a menudo incomprendido por el elevado peso que en su labor tienen los llamados «intangibles», podría hallar en esta nueva función nuevas oportunidades para reforzar su aportación a la empresa. Una aportación clave en esta Sociedad de la (sobre) Información.

Sé que las posibilidades de cambio que esbozo plantean un serio desafío a las empresas en un entorno de gran incertidumbre en el que los riesgos deben ser muy medidos. Sin embargo, solo se trata de cumplir con la promesa recurrente sobre innovación en las compañías, con frecuencia un simple eslogan comercial, convirtiéndola en realidad.

Una realidad que rompa con viejas inercias y prejuicios, zarandeando jerarquías y aproximando a las empresas a sus públicos, profundizando en la transparencia de la comunicación, transformando la conversación en un elemento de productividad más y la información en un factor esencial de diferenciación en el mercado. Se trata, en definitiva, de hacer de la comunicación un elemento decisivo en la búsqueda de una salida a la difícil situación en la que nos hallamos.

Dicho esto, puede que todo esto sea un camino hacia ninguna parte, que el miedo de las corporaciones a los procesos de desintermediación esté justificado y que estas hipótesis sobre los nuevos roles de la comunicación empresarial no merezcan ser materializadas. ¿Pero existe alguna alternativa mejor?

Desde el punto de vista del comunicador, creo que debe superar su papel como «bombero», al que con frecuencia se ve abocado. En vez de apagar fuegos, debe avivarlos para quemar las malas hierbas y preparar el terreno para una cosecha más próspera.

Desaparecer, tendencia en comunicación

Entendedme, soy un comunicador de formación y deformación periodística, o sea, que pierdo la cabeza por un titular con gancho. En realidad, el verbo correcto para encabezar este texto sería «innovar» pero es que, de tanto usarlo en conferencias, sesiones de coaching y saraos varios regados con gin-tonics, ese verbo está perdiendo significado.

Más allá de mi tendencia al sensacionalismo, creo que deberíamos empezar a dar por muerta una forma de comunicación que, si bien tardará en desaparecer, hoy es como esa estrella que, aun después de colapsada, sigue brillando en el cielo. Vamos, algo así como la prensa tradicional, que ya ha desaparecido aunque sesudos tertulianos se pregunten qué hacer para salvarla. Porque lo que fue ya no es, y para comprobarlo basta con echar un vistazo a la red o tirar de hemeroteca.

Y es que ahí está la clave: los usos habituales en los departamentos de comunicación corporativa siguen –en su inmensa mayoría– respondiendo a una realidad mediática que tiende a la extinción. Como las ovejas en las cañadas reales, el peso de la historia nos empuja a un pasto que se secó bajo el nuevo asfalto de un paisaje mutante.

El viejo DIRCOM –el del jamón serrano y copa de vino español como estrategia de comunicación con la prensa, de papel y de la capital del reino– se rasca la calva contando losdías para su jubilación. Mientras, el júbilo de otros profesionales ante los cambios que se están produciendo es irrefrenable porque suponen una oportunidad para salvarse de la progresiva irrelevancia. Ahora sí, la nueva comunicación se presenta como un terreno fértil para el talento y la creatividad.

Dos virtudes que, con independencia de los soportes de difusión, propios o ajenos, digitales o analógicos, son esenciales para captar la atención en un entorno sobresaturado de información, en el que la competencia entre empresas mediáticas y medios de empresas se endurecerá. Una batalla que se librará, cada vez más, en escenarios multipantalla y en movilidad.

En ese entorno, los comunicadores deberán dar respuesta a la necesidad de información de sus audiencias, que son tantas como personalidades virtuales tengan cada uno de sus miembros que progresivamente se irán agrupando en plataformas sociales de nicho.

Porque el target ya no son solo las personas, sino las personalidades múltiples que cada una de ellas tengan en el espacio digital. Y a esta nueva multiplicidad de receptores corresponderán distintos mensajes, soportes, tiempos de comunicación, etc. En definitiva, la narrativa transmedia como lenguaje de la modernidad.

Son malos tiempos para los medidores de intangibles, ya que por mor de la complejidad creciente de la realidad digital, la comunicación se desliza hacia una suerte de mecánica cuántica social en la que un mismo objeto puede ocupar simultáneamente dos o más lugares en distintos planos del espacio –analógico o virtual– presentando, además, diferentes cualidades.

Por si fuera poco, las reacciones que se pueden producircomo resultado del entrelazamiento social de distintos receptores en distintos planos tiende a lo imprevisible, con lo que los resultados obtenidos en las mediciones de la KPI responden más a la definición de estos que a la realidad del acto de comunicar. Vamos, el principio de Heisenberg aplicado a nuestro día a día.

La profundización en el Big Data puede acudir en ayuda del comunicador para paliar la incertidumbre, ya que facilitaría estrategias de comunicación de precisión, mezclando mensajes de muy variada naturaleza en un entorno hiperconectado.

En la definición de dichas estrategias digo yo que algo tendrán que añadir los comunicadores a lo que puedan decir científicos sociales, expertos en estadística, etc.

Aunque es cierto que, si bien el Big Data ya fue muy importante en las pasadas campañas políticas del innovador presidente Obama, aquí tenemos empresas y partidos que saltan de alegría cuando consiguen un #TT aunque el hashtag diseñado para la ocasión haya sido utilizado para ponerles como chupa de dómine.

Pero, con ciertas carencias propias de estos tiempos confusos y de la idiosincrasia local, parece que avanzamos hacia una sociedad en red que evoluciona al ritmo que marca la tecnología, en la que el talento interno de las organizaciones deberá ganar espacio en el discurso colectivo.

Hablo también de presencia de empleados de primer nivel directivo, acostumbrados a exponerse en público en entornos controlados por sus departamentos de comunicación, que aquí hallarán un nuevo e interesante campo de actividad alejado de sus habituales zonas de confort.

Y es que hacen falta voces para construir la sociedad del futuro y algunas de las más cualificadas se hallan en las empresas. ¿Un nuevo objetivo que cumplir en el marco de las acciones de Responsabilidad Social Corporativa?

En fin, por ir concluyendo: toca abrirse bien de orejas porque si el pasado de nuestra profesión fue divertido, el futuro lo será aún más: La Comunicación Corporativa ha muerto, ¡viva la nueva Comunicación Corporativa!

Lehman Brothers y la colombofilia

El que esto escribe se dedica a la comunicación desde la época en que se mandaban las notas de prensa por fax, copia a copia (los faxes programables con múltiples destinos eran un lujo aún), y se desconocía el resultado de cada acción hasta que no amanecía un nuevo día.

Recuerdo que, a la mañana siguiente del lanzamiento de un comunicado, me levantaba temprano para adelantarme al director de una oficina bancaria con el que competía por el único ejemplar de Expansión que vendía el quiosco de mi barrio. Con el corazón en un puño, abría las páginas salmón del diario tratando de hallar ese breve que justificaba unos honorarios siempre escasos.

«Oiga usted, mire si le salimos rentables que si tradujera a espacio publicitario la superficie ocupada en papel por esta información su gasto total hubiera sido de...». Este argumento se podía hacer todo lo complejo que se quisiera hasta llegar al punto de sumar, no ya las informaciones completas dedicadas a una empresa, sino las menciones a ella dentro de una información global del sector. O sea, que si el artículo ocupaba un área de x centímetros y la mención a la marca del cliente x/150, la cantidad a sumar era...Puf, ¿qué lío, no?

Y luego llegó internet y la dificultad para medir se hizo aún mayor: ¿asignamos a cada información el valor de un banner?, ¿es lo mismo una información de agencia reproducida en una web que una noticia redactada originalmente por un medio?, ¿cuántas veces contabilizamos el teletipo de la agencia replicado en distintos soportes?

Quizás esto suene ridículo pero siempre ha sido una de las mayores cuitas del comunicador: tratar de definir con criterios contables su labor con intangibles. Porque nosotros hemos sido siempre tan honestos –o tan tontos, que vaya usted a saber– que hemos reconocido ante clientes externos o internos el carácter difícilmente medible de los resultados de nuestra actividad. Hablamos de reputación, credibilidad, afinidad, simpatía, imagen, valores... Conceptos muy etéreos para un mundo regido por esas nuevas tablas de la ley en formato Excel, y más en estos tiempos de estrecheces presupuestarias y fugaz digitalismo.

Y es precisamente esta etapa de crisis económica global la que acude en ayuda del pobre comunicador, a menudo balbuceante a la hora de justificar sus ingresos. Hasta que Lehman Brothers cayó, cual primera ficha de dominó, sobre el cúmulo de frágiles relaciones financieras basadas en la mentira que tejían nuestro sistema económico, pensamos que los chicos de las finanzas eran infalibles.

Hasta entonces, estos profesionales, a menudo formados en las más prestigiosas escuelas de negocio internacionales, nos parecían gente muy seria ante la que debíamos doblar nuestro frágil espinazo formado por vértebras de percepciones. 2+2=4 y no había nada más que hablar.

Pero hete aquí que la realidad es compleja y tan poco sólida como las propias estructuras subatómicas que le dan forma. Nuestro mundo, diseñado por los apóstoles del Plan General de Contabilidad, se muestra hoy más sujeto a las leyes de la física cuántica que al ordenado universo imaginado por Newton o Einstein. Y es el manejo eficiente de situaciones caóticas, impregnadas de incertidumbre, una de las grandes características que distingue al buen profesional de la comunicación.

Por ello, creo que la crisis abre nuevas oportunidades a los comunicadores, especialistas en definir lo impreciso, en confinar lo evanescente. Colombófilos expertos en hacer llegar, a un destino apenas insinuado en un mapa, a palomas mensajeras con un mensaje de futuro en su pico. Una rama de olivo que anuncie el fin del chaparrón.

En sus torres de cristal, otros seguirán elaborando gráficos de barras para apuntalar estructuras al borde del derribo, pero los comunicadores debemos seguir esculpiendo sueños en un mundo necesitado de ellos. Es nuestro momento. Al fin y al cabo, por mucho que nos equivoquemos, no creo que podamos hacerlo más que los que nunca yerran. Los que siguen arando una tierra que ya no es tierra, sino mar.

Las marcas y las redes sociales

Vivimos un tiempo definido por la palabra crisis. Allá donde miremos nos encontraremos con ella: en los medios de información, en los comercios, en las tertulias de amigos, en las familias, en los discursos políticos. La crisis se ha adueñado del discurso tiznando con una sombra de pesimismo toda actividad humana.

Los nuevos gurús hablan del supuesto significado que este término tiene en chino: peligro y oportunidad. El diccionario de la Real Academia Española también ofrece distintas acepciones de la palabra más allá de la que hace referencia a un momento de dificultad: cambio, mutación, momento decisivo. Dado que la influencia oriental es cada vez más palpable en nuestras sociedades, mezclemos significados y quedémonos con la esperanzadora idea de crisis como oportunidad para cambiar, para progresar.

Y es que la afirmación unamuniana de que el progreso consiste en el cambio, se ve refrendada como nunca a causa del desarrollo tecnológico y la globalización cultural, social y económica. Lo líquido inunda la realidad, las certezas del pasado –y el pasado es ya– penden del fino hilo del azar. La estática contemplación del vértigo ajeno ha dejado de ser una opción.

En este entorno mutable, las empresas se aferran a sus marcas como náufragos al mascarón de proa que identificaba a los antiguos navíos y que, a juzgar por los viejos relatos de piratas, contaba con buenas condiciones de flotabilidad.

Las marcas que generan lazos más fuertes con los consumidores son las que mejor protegen a las compañías de los vaivenes de la economía y los cambios de tendencia. De ahí la obsesión por ganarse el cariño de los consumidores, por hacer que estos comprendan sus valores y los compartan, por convertirse en elemento imprescindible de su experiencia vital, por lograr el liderazgo reputacional.

En un entorno donde los indicadores de confianza de los consumidores se muestran declinantes ante las malas expectativas económicas, las marcas que más están sufriendo son las que disfrutaban de una cómoda situación en la zona media de la tabla. Los líderes de cada segmento y también las marcas blancas o low cost parecen, en general, las más beneficiadas de la situación.

El propio concepto de marca se enfrenta a un momento de incertidumbre derivado del auge del uso de internet y los medios sociales. Los viejos consumidores han dado paso a los «prosumidores», sujetos activos que participan del mismo proceso de la construcción de la marca a través del diálogo abierto con otros consumidores y con las propias compañías.

El número de emisores y receptores –esta misma distinción empieza a ser obsoleta y quizás habría que hablar de «emitores»– se ha multiplicado de forma torrencial en la llamada web 2.0 y las viejas inercias de comunicación han saltado por los aires.

Sorprendidas por el auge de lo social, las empresas más audaces se han apresurado a abrir perfiles en todas las plataformas posibles si bien es cierto que, en la mayoría de los casos, sin definir claramente el objetivo de sus presencia 2.0. Han sido valientes a la hora de lanzarse al agua, pero nadan cerca de la orilla.

Es este un territorio vasto y en buena parte desconocido que ha surgido al margen de las marcas, en el que los protagonistas son los usuarios y las reglas del juego se imponen casi a mano alzada. La aproximación es cautelosa porque la viralidad de los medios sociales y la blogosfera hacen que cualquier desliz o desafortunada improvisación pueda afectar a la cuenta de resultados. Observar, aprender, atreverse, rectificar son cuatro verbos esenciales en el actual modelo de construcción de marca.

Sin embargo, muchas organizaciones han captado que plataformas como Facebook, Tuenti o Twitter les ofrecen la posibilidad de difundir sus mensajes corporativos y promocionales de forma sencilla y con un coste mínimo, así que se aprestan a asegurar su presencia en ellas.

Estrategias comerciales pretéritas se recuperan ahora para afrontar la complejidad creciente del proceso de comunicación de la marca.

En los años setenta, era muy familiar la figura del vendedor de enciclopedias que se sentaba en el sillón de muchos hogares españoles para intentar convencerles de que debían adquirir gruesos compendios de sabiduría en cómodos plazos mensuales. Para ello, el vendedor apelaba al gran prestigio de la editorial, se armaba de lujosos catálogos y, sobre todo, de su propia capacidad de diálogo y convicción. Escuchaba a las familias y detectaba sus necesidades de conocimiento enciclopédico.

La eclosión de los medios sociales obliga ahora a las organizaciones a llamar a la puerta de cada consumidor potencial y ofrecerse para el diálogo abierto. La gran diferencia es que esta conversación se desarrolla en un hogar sin paredes y puede ser compartida con muchos otros interlocutores de forma instantánea, dejando poco espacio para la ocultación o la mentira.

La transparencia nos obliga a todos –no solo a las empresas, sino también a los individuos que adoptan nuevos modelos de privacidad más abiertos– a ser honestos.

El sentido del poder –también de la comunicación de marcas– siempre ha sido uno: el vertical. Modificar la inercia generada por años y años de flujo unidireccional de los mensajes cuesta mucho esfuerzo y más en una situación de perentoria necesidad de reducir costes o mitigar pérdidas. Las desalentadoras cifras macroeconómicas generan miedo y el miedo paraliza.

Además, los ejecutivos se enfrentan a importantes dificultades a la hora de definir variables que permitan comprender el impacto real de las conversaciones en la red sobre la imagen de la marca. Impacto que, por otra parte, no se cuestiona de forma tan estricta cuando se habla de soportes tradicionales.

Es curioso que, en un momento caracterizado por lo mutable, por lo fugaz, por lo azaroso incluso; las organizaciones busquen en internet lo que a duras penas se puede encontrar en la realidad analógica.

Pero es que la inmersión de las marcas en los medios sociales también implica importantes cambios en la filosofía y estructura de las compañías. La lista de conceptos que manejar para procurar la rentabilidad de la empresa se ha hecho mucho más extensa y, aunque aún no figuren entre las variables económicas manejadas por los directores financieros, su impacto sobre las cifras reflejadas en ellas crece día a día.

Departamentos que hasta hace poco podían desarrollar su actividad de forma aislada, se ven forzados a colaborar. Todo comunica: la publicidad, la información lanzada a los medios, la actividad de las áreas de atención al cliente, la gestión de los recursos humanos, la propia comunicación interna que, en grandes corporaciones, es difícil de distinguir de la externa, las acciones de Responsabilidad Social Corporativa, los propios soportes de comunicación, la calidad real del producto o servicio, etc.

Oficios relacionados con la construcción de la imagen externa de la compañía se están modificando y, al mismo tiempo que surgen nuevas profesiones (Community Manager, Social Media Analyst, Social Media SEO, etc.), hay otras que entran en una fase de necesaria reinvención.

Pensemos por un instante en la complejidad creciente de la actividad de comunicación corporativa dirigida a medios de información en un momento en el que el papel de estos se ve a menudo suplantado por internautas con una audiencia y capacidad de influencia mayor.

Es cierto que en la red se siguen generando nodos que concentran el mayor número de conversaciones y que, a menudo, estos nodos tienen relación con las organizaciones que protagonizan la realidad informativa off line. También es cierto que nodos nacidos en internet, usurpando a veces el papel desempeñado por la prensa, empiezan a ser más previsibles y manejables.

Pero lo fascinante de la red es que estas nuevas estructuras de flujos de información que se empiezan a configurar pueden desaparecer en cualquier momento, aplastadas por la leve presión de un dedo sobre el teclado.

Por todo ello, más allá de las dificultades e incertidumbres, el debate sobre si hay las empresas deben tener o no una presencia activa en los medios sociales carece ya de sentido. La revolución ya se ha producido y, con independencia de cuálsea su resultado final, las organizaciones y sus marcas deberían salir a la calle virtual a experimentar, a equivocarse, a fracasar, a triunfar. Siquiera hasta la siguiente revolución.

La apuesta sensata por estos nuevos soportes, la involucración de toda la organización y el atrevimiento parecen proporcionar mayor número de experiencias de éxito que la inactividad, las acciones aisladas o la resistencia al cambio.