#entrevistas
Alaska, 28-1-2008
Estoy solo en el despacho, porque mi compañera, trabajadora social, tiene un día personal.
Bueno, solo no, con una señora a la que entrevistaba que tenía unos brazos de Terminator que si me suelta una hostia me mata. La cosa es que esta señora siempre que se va se despide con un:
—”Siempre ayudáis a los moros y a los negros. Que sí, que yo conozco a uno que le pagáis tó y bla, bla,bla, ¡porque primero es ayudar a los de aquí!”.
Me cago en tó (me digo). Ya está. Se acabó. Es la séptima entrevista. Estoy cansado, es lunes, tengo frío, las sienes me van a reventar. Pero no, no voy a matarla, solo le digo:
—”Eso, señora, es mentira. Una mentira como una catedral y, si sigue usted mintiendo, no voy a poder atenderla”.
¡Funciona! Es lo que pienso hacer desde ahora, en una situación así. Dejaré de tragar, ¡leche, ya! Una cosa es que la gente se exprese y me explique lo que le dé la gana y otra que lo que me digan no tenga ninguna consecuencia. Y yo, al menos, no hago discriminación positiva con nadie. Eso sí, lo diré con mucha educación, que yo respeto a los usuarios de este servicio por encima de todo.
Lo haré por ellos y por mí. Por ella también.
#reflexiones
Alaska, 30-1-2008
Aquí en “Alaska” hace un frío de perros, pero eso no parece detener a más de una y más de uno. Hoy, paseando por esta ciudad, una señora que conozco, llamémosle XXL, me para para decirme algo de su yerno. Cuando yo creía que ya se había ido, la señora, que tiene un palique que pa qué, me grita a distancia no sé qué de que se cayó por la escalera y, así, sin cortarse ni un pelo, se levanta la falda, el refajo, y no sé qué más, para enseñarme el moratón en su muslo izquierdo. ¡A grito pelao, y con su buen muslamen al pairo! Yo, que soy de natural vergonzoso, le he dicho que vale, que ya hablaremos, y he tirado por la calle de en medio a esconderme detrás de un reno de estos que andan por aquí.
No sé si os pasa a vosotros, pero es que atiendo a algunas personas con una querencia al destape que está empezando a preocuparme. De repente maridos que se levantan la camisa para enseñarme sus peritonitis, o madres que abren la boca de sus hijas demostrándome que la niña necesita un dentista urgentemente. Sí, sí, me lo creo señora, no hace falta que lo ilustre tanto, oiga.
En fin, yo no les doy pie, lo juro. Al contrario. No me hace ni pizca de gracia. Son ellos, que no tienen pudor, y se me desnudan ahí en medio como si nada.
Hoy he visto también por la calle a L. Nos hemos saludado. Es marroquí y hace unos años me planteó un serio problema. Ella tenía que casarse en Marruecos, pero había perdido la virginidad en España y eso podía ser un problema para ella. No sé al final cómo lo solucionó. Se fue y le perdí el rastro durante un año.
La chica era de aquí, pero también quería ser de allí. Ahora todo le va bien.
Me he acordado de su caso porque hoy precisamente leía que en Bélgica muchas musulmanas reparan su himen con cirugía, contando con ayudas públicas. De esta forma “recomponen su honra”. El tema está originando defensores y detractores de la medida entre los ginecólogos del país.
No seamos ilusos, el problema también se da en Marruecos (mantenerse virgen hasta el matrimonio cuesta lo suyo). Las jóvenes que llevan más tiempo aquí saben más o menos cómo manejar el tema. La boda, si su intención es volver a España, no es más que un trámite que han de salvar. Pero para muchas otras mujeres musulmanas (o de familia musulmana) resulta un problema muy angustioso. Y no solo preocupa a las mujeres, también a los profesionales que tienen que debatirse entre respetar la voluntad del paciente o negarse a realizar una himenoplastia, que no deja de ser un ataque a la libertad sexual de la mujer y a su integridad física.
No tengo respuestas. Son las cuatro. Por hoy cierro la parada.
#entrevistas
Alaska, 8-2-2008
Hoy he tenido una reunión en el instituto. Yo cada vez que entro por la puerta de un insti y veo esa jauría de adolescentes que me miran por encima del hombro, porque hay que ver cómo crecen los cabrones, admiro más a los profes. Me veo yo, con 14 años, cuando iba al instituto, con todos mis vaciles y mis inseguridades a cuestas, haciéndole la vida imposible al profe de Historia, que no había quien me aguantara.
Bueno, pues resulta que he hablado con P. que es la psicopedagoga, una tipa muy lista y muy profesional. Pero tampoco ella está libre de algunos tópicos. Total, que me habla de Marouan, de 12 años, y me dice que le preocupa porque se rumorea que “está mucho por la calle”.
Yo no sé si os pasa a vosotros/as pero esto de que sea un problema que un niño “esté mucho en la calle” lo voy a empezar a poner en cuarentena.
Es verdad, desde que han venido los Marouan, los Mohamed y las Rebeca Fernanda, las plazas de Alaska están más llenas que nunca de niños y niñas que juegan. Pero no veo yo el problema por ningún lado. Bueno sí, que nos habíamos acostumbrado a socializar y estructurar tanto TODOS los espacios (que si talleres, que si centro abierto, que si cursos, que si ludotecas, que si patatín que si patatán), que hemos convertido un problema en algo que no lo es. La calle, pues es eso, la calle. Igual es que soy un nostálgico y tengo querencia por mis tiempos, cuando mi madre me decía: “sube ya pa casa, que te gusta muxo la calle, sinvergüenza”.
Sí, sí, ya sé que me vais a decir que a lo mejor es que Marouan está más colgao que una percha y por eso hay que buscarle algo, a ver si se integra de una vez, el joio. Pero no es el caso, os lo aseguro. Que esto es un pueblo de Alaska, joder, no una favela de Río.
En fin, luego hemos tomado un café, la P. y yo, de esos tan cagamandurrias de las máquinas, y nos hemos reído un rato con chismes de aquí y de allá. Yo es que las relaciones las cuido mucho. Creo que es imprescindible si uno quiere trabajar ¿cómo se dice ahora? En red, eso. Trabajar en red. Pues yo para trabajar en red, primero entretejo una buena relación. Eso sí, luego trabajamos más que Spiderman ¿eh? que lo cortés no quita lo valiente.
Pues nada. Es viernes y sanseacabó.
¡Hasta el lunes!
#entrevistas
Alaska, 9-2-2008
—... Que no Luisito... no puedes jugar con este ordenador. Porque este ordenador es para trabajar y ahora no puedes jugar... estoy hablando con tu madre... que no... mira, puedes jugar con esto si quieres... que no... con esto sí, pero el ordenador no... que no... porque.... Luisito tiene seis años y viene con su madre. Luisito es un bicho que no para quieto. Yo siempre tengo preparados algunos juguetes en el despacho y cosas para pintar para los críos cuando vienen con sus padres, pero Luisito es otro cantar. El problema es que la madre de Luisito le ríe las gracias mientras él intenta jugar con mi ordenador, o romper mis informes, o pintar en la pared. Ella reconoce que Luisito le gana por goleada:
—Quique —me dice—, es que si no se le dejas, mira cómo se pone.
—Uf, Ana, malo si te gana ya con seis años.
Le pido a Ana, una madre muy muy joven, que no haga absolutamente nada, y lo dejamos ahí, revolcándose en el suelo como un poseso, pataleando y retorciéndose como la niña del exorcista. Todo porque no le dejo tocar mi ordenador cuando a él le da la gana. Los gritos de Luisito deben oírse en el pueblo de al lado, pero es igual, yo le digo a Ana que aguante la presión y que levante un poco la voz que no la oigo. Seguimos hablando como si nada del refuerzo escolar de su hijo, mientras el del despacho de al lado, que es el técnico de deportes, se asoma a ver si es que estoy matando a alguien. Es lo que le pasa a Ana cuando Luisito se pone como una fiera en el super para que le compre un Kinder de chocolate. Ana es una excelente persona y madre, con mucho miedo a que la cajera se piense que está maltratando a su hijo, esos gritos que da la fiera, y le compra el Kinder y lo que haga falta.
Al cabo de quince minutos Luisito solloza todavía, le cuelgan algunos mocos y algunas babas, está colorao como un tomate, pero se va calmando. Poco a poco se levanta, más persona que hace un cuarto de hora, coge el lápiz, dice un tímido “gracias” y se pone tranquilamente a dibujar. Eso sí, en un rincón y todo serio. Ha perdido, pero aún le queda su orgullo. Faltaría más, campeón.
Hoy ha salido bien. El próximo día, ya veremos. Ana me guiña un ojo
A las 13 h, de vuelta de hacer un café, he visto a Patricia, que es una joven de 17 años, con una niña de un año. Nos saludamos. Hace un año nadie daba un duro por ella, pero se está cuidando magníficamente de su hija. Suerte que los profesionales nos equivocamos en nuestras predicciones, me digo. Otro día, con más tiempo y ganas (que es lunes y Luisito me ha dejado para el arrastre), os hablaré de ella, que es todo un ejemplo de resiliencia aquí en Alaska.
#entrevistas
Alaska, 11-2-2008
Hoy Teresiña, ya la conocen, mi compañera trabajadora social, ha traído Febreze Classic, que es un ambientador milagroso. Se tira en la ropa y deja un olor a suavizante estupendo. Es que el bar donde vamos a tomar el café y a comer el bocata nos deja a veces un olor a fritanga en la ropa que no hay quien se lo quite en todo el día.
Así, oliendo a limones del Caribe, hemos hecho un par de domicilios (en nuestra jerga, para quien no lo sepa, hacer domicilios es ir a ver a algún usuario a su casa).
Teresiña está muy a favor de esta clase de visitas, porque dice que se extrae mucha información de la familia. Yo no lo dudo. En el fondo creo que tiene razón. Pero de las cosas que tengo que hacer en mi trabajo es la que me da más pudor. Yo es que respeto mucho la vida privada de la gente y siempre me ha parecido una pequeña violación de la intimidad. Que no me gusta, vaya.
Teresiña, con según qué familia con serios problemas de, digamos, organización, es partidaria de presentarse a saco, sin avisar. Pero en eso sí que le he ganado. Sí, sí, ya sé que si avisamos antes tendrán la casa como una patena. Pues mejor. Porque uno tiene derecho a dejar los gallumbos por ahí sueltos si quiere, ¿no?
La última visita de hoy es a una familia magrebí que vive en el quinto pino. Y aquí en Alaska el quinto pino quiere decir curvas sinuosas y calles mal indicadas.
Total, que hemos llegado y la señora Fátima, con la tele a toda pastilla con una especie de machacón Operación Triunfo del Rif y la habitual amabilidad de las familias marroquíes, venga a ofrecernos té con menta –”gracias Fátima, pero no”–, unas pastas –”no Fátima, gracias”– un cuscús –”que no, no se moleste, de verdad”–, un Granini... Bueno, va, el Granini sí. Y es que, bueno, ya sabemos que no estamos en nuestra casa, no debemos abusar y, además, debemos tener siempre presente (no con las familias marroquíes sino con todas las familias) que el nuestro es un vínculo profesional con el Otro. Un vínculo, además, muy frágil. Pero bueno, tampoco es cuestión de pasarse y ser descortés.
Para esto de las visitas a domicilio hay que tener una mirada muy atenta. Teresiña se ha hecho una composición de algunas cosas que le interesaban. Yo, ni idea. Medio tímido, porque siempre pienso que estoy importunando a la familia, me concentro en mi Granini y en lo bonitas que son las alfombras y se me va el santo al cielo.
De todas formas, la visita a Fátima siempre es agradable.
Anoto en mi agenda: Quique, mejorar esto de la observación.
#entrevistas
Alaska, 12-2-2008
Aurora tiene hoy verborrea. Paciencia, que es la madre de la ciencia. Primero que se desfogue. Luego vuelvo a insistir en la pregunta. No me contesta, solo la rodea. Vuelve a explicarme que no encuentra trabajo, un tema importante pero colateral. Insisto. Después de hacer la pregunta la miro. Nos miramos. Muy bien, por primera vez se produce el silencio. Silencio. Aguántalo –me digo–, no vayas a cagarla ahora. Me mira. Baja la cabeza. Se pone a llorar. Le doy un pañuelo. Tranquila, no pasa nada. Silencio, está pensando. Los silencios van cargados de información. ¡Ahora no se te ocurra decir nada, coño de educador! Coge un caramelo. Lo deja. Lo coge. Despliega poco a poco el envoltorio. Respira, suspira. Coge aire. Comienza a hablar.
Bien, hoy vamos a ir al fondo de las (sus) cosas.
La entrevista es una de las herramientas más poderosas de nuestro trabajo, pero tengo la impresión de que a veces nos la tomamos demasiado a la ligera. Tanto informe, tanta derivación a otros servicios, vamos despachando entrevistas alegremente. Sí, vale, no siempre puedes planificarla como querrías, pero no debes dejar pasar por alto que es el momento más importante de tu relación con el Otro. Y en muchos casos, uno de los únicos momentos del Otro para poder expresarse y comunicarse con libertad.
Creo que la universidad nos preparó poco para esta herramienta esencial de nuestro trabajo y que, por eso mismo, vale la pena formarse después. No se trata solo de dominar ciertas técnicas que uno aprende en cursillos. Es algo más sutil, que empieza bastante antes de que la persona entre por la puerta. La preparación anterior (qué objetivos tenemos, qué queremos saber, qué queremos preguntar), la manera de saludar, la preparación del “escenario” (¿tienes caramelos en la mesa? ¿Están preparados los pañuelos? ¿Cómo se sentarán las personas?), el dominio del “tempo” (por ejemplo, cuándo viene a cuento soltar alguna gracia que nos relaje a todos, cuándo dejar que hable la persona, cuándo interrumpirla), saber qué información queremos transmitir y los límites de absorción de esa información que tiene la persona, etc.
El tema de los silencios es muy importante. Teresiña los lleva fatal. En alguna entrevista con ella a veces encuentra excesivos determinados silencios, que cortan como cuchillos. Los silencios dicen mucho. Se producen casi siempre cuando se ha tocado algo que había que tocarse. Los silencios nos incomodan y enseguida queremos rellenarlos con nuestras respuestas, que no son las suyas: “quieres decir esto, ¿no?” “estás mal ¿no?”, “esto es muy duro para ti ¿verdad?”. “Si no dices nada, será porque...”. Aprender a callarse es uno de los grandes secretos de entrevistar a alguien.
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Alaska, 14-2-2008
Hay amores que matan.
Felisa falta mucho al cole. Mucho es dos días por semana. Es una familia monoparental que vive desde hace un mes en Alaska. La clase de familias que va pululando por los pueblos y que, a la que servicios sociales les empieza a presionar, cogen la maleta y se van.
Miro el expediente que me han enviado desde “Nebraska” y todo tiene muy mala pinta. Teresiña y yo nos miramos...uf...vaya “casarro” (ahora no sé si hemos dicho casarro o marrón, tanto da).
La entrevista con la madre, que viene puntual al servicio, no nos coge desprevenidos. Hay familias que delante de la evidencia se cabrean y lo niegan todo (paradójicamente, suelen ser las más “sanas”) pero ¿qué dice?, si mi niña no falta a la escuela. Pero Manoli, que Carlos falta todos los lunes, que es cuando hay mercadillo. Otras son como corderitos: sí, sí, qué le vamos a hacer, es mi hijo que no quiere ir. Pero oiga, que su hijo tiene seis años, que es usted la que tiene que decirle que vaya, etc., etc.
Pero la madre de Felisa es diferente. Se agarra como un clavo ardiendo a que la niña es muy enfermiza y si no va a la clase es porque está malita. Y de ahí no la saques. Te presenta toda una carpeta de informes de médicos y pediatras que te confirman que, efectivamente, a la niña no le pasa nada, pero está todo el día en el médico.
No es una madre negligente, ¡Qué va!, al contrario, ¡pero si está todo el día (pre)ocupada en su hija!
He trabajado en seis o siete casos parecidos y os aseguro que son de los más difíciles de abordar en servicios sociales. ¿Estamos ante un síndrome de Manchaussen? Quizás, quizás, quizás. Entre los servicios de salud mental saturados, y una familia itinerante, nunca se ha podido hacer un buen diagnóstico. Otra hipótesis, complementaria a la anterior, es que la madre, una madre aparentemente frágil y desvalida, necesite a su hija a su lado, y Felisa asume esta necesidad somatizando hasta el punto de alcanzar unas décimas de fiebre, suficientes para que mami le diga: quédate, hoy no vayas.
Bueno, más que hipótesis es una evidencia.
Los casos de malos tratos físicos son más “fáciles” de abordar. No, fácil no es la palabra. Más evidentes. Eso. Más evidentes. El niño aparece con el ojo morado o la señal de la correa en la espalda y se inicia todo un dispositivo de protección. Pero estos casos, esta negligencia, este maltrato mezclado con problemas mentales. En fin, un “casarro” (¿o era un marrón?).
Por de pronto hoy es una entrevista de información y de acogida. Nos haremos una idea de la situación, una buena coordinación con la pediatra, la escuela, etc.
#entrevistas
Alaska, 17-2-2008
Día de entrevistas. Teresiña está en su despacho, atendiendo las suyas.
9 h. Fatima Marouan. —Tú ayúdame, porque aquí mucho paro, mucho niños, poco dinero, mucho niños, tú ayúdame.
El mismo tiempo que invierto en desmentir a los autóctonos (de que no es verdad que ayudemos más a los “moros”), lo gasto ahora en decirle a Fátima que tiene razón, que así son las cosas, que si pensaba que esto era jauja se equivoca, y que ya me parece bien que se esté haciendo una casa en Marruecos, pero que la excursión de Mohamed la tiene que pagar igual.
10 h. Pedro cuando se va deja un olor poderoso a ¡O, de cabra! que nos obliga a abrir las ventanas de par en par y a utilizar el Febreze Classic con fruición. Pedro vive en las montañas de Alaska, como el abuelo de Heidi. Yo creo que nació ya con esos calcetines.
11 h. Itziar, de 3 años, entra cantando —una sola palabra… la, la, la. ¿Quieres dibujar mientras yo hablo con tu madre? ¿Quieres que cuelgue tu dibujo aquí? Mira, Itziar. Ahora siempre que vengas estará tu dibujo aquí colgado. Por el pasillo: —Una sola palabra.... Itziar, la triunfito.
11.30 h. Viene Gertrudis —¿Cómoestálomío? ¡Lotuyoyatelohedichomilvecesquenosalehastamarzo, ¡Pesááááá!
12 h. Manoli y Carlos, neorurales: —Pues en Villabotijo, una pedanía de Wisconsin, el alcalde nos pagaba todo: la guardería, los libros, la comida... ¡Pues vuélvanse a Villabotijo! (me dan ganas de decirles), pero solo me sale un educador: ya, ya...sí, sí.
12.30 h. —Quique, —dice Ana, paranoica perdida—, que es que a Rafa me lo han expulsado porque la tutora le tiene manía. Hoy es la tutora, ayer fue el entrenador de fútbol. Miro a Rafaelito, que me mira de soslayo con esa cara de cabroncete. Como se te ocurra tocarme el ordenador te corto la mano, niñato. Sí, sí, Ana, seguro que la tutora le tiene manía, no lo dudo.
—¿Qué tal si me lo traes la semana que viene y hablo con él...a solas?
13 h. Jorge, 16 años, cara de frontón:
—¿Y a ti que te gusta hacer?
—A mi ná.
—Pero algo te gustará ¿no?
—Psss.
—Deporte, música, algo.
—No sé.
—¿Te gustaría trabajar en algo?
—Psss... bueno.
Bueno, bueno, bueno, me agarro a ese bueno como náufrago del Titanic.
13.20 h. —¿Cómo estás Manu? Bueno, tranquilo, es normal que hayas vuelto a recaer. No pasa nada. “Lo importante es reconocer que tienes un problema”. Esa frase repetida cientos de veces. Gastada.
#reflexiones
Alaska, 25-2-2008
—¿Servicios sociales de Kansas? Hola, soy Quique, de los servicios sociales de Alaska, tengo un caso que ha aparecido esta semana... sí... de un menor que está en mi territorio, acogido por un familiar, pero quería saber sí...
—Ya, ya, Quique, pero nosotros ya enviamos el informe a Infancia de Kansas, deberías hablar con ellos. Es que si llamamos nosotros nos van a oír...
—¿Infancia de Kansas? Soy Quique, de los servicios sociales de Alaska, tengo un caso de un menor (...)
—Sí, sí, lo conocemos, pero ya lo derivamos a tu territorio, deberían ser ellos los que...
—¿Infancia de Alaska? Hola, soy Quique, de los servicios sociales de Alaska, tengo un caso de un menor (...)
—Sí, es cierto, lo tenemos aquí, pero no sabemos nada más, deberías llamar a los servicios sociales de Kansas...
—Ya llamé.
—Bueno… ya... ya..., te entiendo... pero es que son los de Infancia de Kansas los que han de...
—Ya he hablado con ellos, me han dicho que os llame a vosotros.
—¡Que cara! ¡Pues no! Son los de Infancia de Kansas los que conocen a la familia y pueden decirte si hay riesgo o no. Mira, si quieres llamamos nosotros, pero ahora aquí no hay nadie y...
—¿Infancia de Kansas? Soy Quique, educador social de Alaska, mira es que es un tema urgente, porque el niño está en la escuela, y la madre se va a presentar y yo no sé si...
—Ya, ya, bueno, tienes razón. ¡Qué cara tienen los de Infancia de Alaska! Pero nosotros no... Es que en este caso es el juez el que no... ¿Podrías enviarnos un informe y ya veremos lo que...?
—¿Fiscalía de Menores? Hola, soy Quique, educador social de Alaska. Verá...
—Pero eso es una cosa vuestra, social, ¿no? Ahora el caso está aquí, pues es de Infancia de Alaska, ¿no?... ¡Ah! bueno, quieres decir que falta una resolución administrativa... ya... ya… El señor juez no está.
—¿Es la directora? Si, Hola Carmen, soy Quique. No, no, espera. Todavía no. Sí, sí, ya sé que tienes el marrón tú. Te vuelvo a llamar en un minuto.
—¿Unidad de urgencia? Sí, mire, soy Quique...
—Sí, debería ir a los servicios sociales.
—¿Cómo?
—¿Qué debería ir a los servicios sociales?
—¡Yo soy los servicios sociales, joder! Cuelgo.
¿Yo soy los servicios sociales? ¿Te has oído Quique? Como Klint Eastwood: ¡Yo soy la justicia! Anda, tira, tira.
#reflexiones
Alaska, 3-3-2008
Reunión con la escuela:
Directora: —Raúl Jiménez nos está faltando mucho. Esta semana ya no ha aparecido y no hay manera de hablar con sus padres. ¿Enchufamos el protocolo de absentismo Quique?
Yo: —Enchufémoslo pues.
Iniciar el protocolo de absentismo en Alaska es más que palabras y formularios, y mucho más que pasarnos la pelota bajo el epígrafe de derivación, que es la palabra mágica con la que alguien te pasa un muerto. Significa poner una maquinaria bien engrasada en marcha. La maquinaria es toda la red social significativa para Raúl Jiménez: la escuela, los servicios sociales, los recursos de tiempo libre, el pediatra, sus padres, la policía local, el círculo de amigos, las asociaciones deportivas, etc. Ponernos en marcha significa un trabajo bien coordinado, aunar esfuerzos. Significa que no estoy solo ante el peligro y que es un problema de todos. Significa que vamos a poner todo nuestro empeño, buscando la complicidad de los padres lo primero, para que Raúl vaya a la escuela como Dios manda.
No tenemos una fórmula mágica, pero lo que es cierto es que cuando en esa red trabajamos todos a una, con el mismo objetivo, que es no privar a un menor del saber, conseguimos resultados espléndidos.
Claro que en esa red hay agujeros tremendos. Uno de ellos es que la misma ley que obliga a la escolarización de los menores no prevé ninguna sanción para los padres que no la cumplan (algunos alcaldes o jueces sancionan a los padres, pero son excepciones hechas a título muy personal).
Hecha la ley, hecha la trampa, nunca mejor dicho.
Sí, sí, vale, yo también soy partidario de métodos socioeducativos, con los padres y con los niños, agotar las oportunidades, utilizar la mediación, la seducción, las entrevistas a altas horas de la noche con un padre que llega cansado de trabajar, pagarle un donut al niño para que vaya al cole si hace falta, es decir, agotar todas las posibilidades. Pero reconoceréis que, aun así, hay padres cafres, o pasotas, o agotados, o asqueados o maltratados o ignorantes o lo que sea, que no llevan a sus hijos al cole y que solo entienden y atienden cuando se les toca el bolsillo y algún juez les da una buena colleja.
No sé en vuestros municipios, pero aquí, en Alaska, la fiscalía de menores y los jueces se suelen lavar las manos delante del absentismo escolar y te pasan la pelota diciendo que eso es un tema social. Como si no hubiéramos recurrido a ellos como la última de las oportunidades. No la última de las oportunidades que nos queda a los profesionales, no, que va, la última que le queda al menor.
#técnicas
Alaska, 7-3-2008
Discrepo con un comentario del educador de Cristina, una niña que hace una semana ingresó en un centro residencial de menores.
Él opina que Eva, la madre de Cristina, no es una buena madre, pero su razonamiento no se basa en los antecedentes del caso, sino en que Eva ha reaccionado con demasiada tranquilidad a la retirada de su hija. Es muy “pasota”, dice.
A ver, como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes. Es verdad que Eva tiene problemas muy serios, el principal de ellos con la bebida, y que ha sido negligente en muchas ocasiones con su hija, si no su hija no estaría ahora donde está. Obvio. Pero también lo es que ha entendido que Cristina necesita ahora estar en un centro, que es lo mejor para la niña y que es una oportunidad para cuidarse ella misma y, quizás, poder recuperarla de aquí a un tiempo.
Sí, ya sé, ya sé, este comportamiento no es el habitual ni el esperable. El sentido común esperaría de una buena madre que, cuando vengan los equipos de Infancia a buscar a sus hijos, se tire histérica por el suelo, patalee, se niegue en redondo y predisponga a sus hijos en contra del centro. Pero Eva ha sabido ir preparando a su hija y le ha hablado del “colegio” donde va a ir mientras la mamá se cura.
Y Cristina asiente y lo explica con naturalidad. No es que esté contenta como unas pascuas, no es eso, pero entiende la situación de mamá.
El sentido común, por definición el habitual, el del vecino de enfrente, tiende a decir: “mírala qué fresca”. Pero a nosotros nos pagan para algo más que para utilizar el sentido común, y los lugares comunes, y las frases hechas. Yo sé que, ante lo inevitable, Eva ha preparado a su hija para que tenga una buena entrada al centro y no se enfrente con los educadores.
Ha pensado más en su hija que en su dolor y su rabia. Luego nos pone verdes, eso sí, pero delante de su hija es consecuente y tengo que felicitarla por ello.
A veces Eva cogía una de sus cogorzas y echaba a su hija a la calle, para que fuera a casa de una amiga. Lo que el sentido común (el vecindario) valoraba como un acto despiadado: “desgraciada, echa a su propia hija a la calle”, nosotros lo entendíamos como un elemento de protección. Eva protegía a su hija de ella misma, del espectáculo de su borrachera descontrolada.
No me pagan para ser Quique, al menos no solo por eso, me pagan para ser educador social, para que ponga mi bagaje técnico y mi experiencia al servicio de los ciudadanos.
Bagaje que cuelgo del armario todos los viernes, a las 14.30 h y no vuelvo a abrir hasta el lunes siguiente.
Porque fuera de mi trabajo, yo soy Quique, el vecino de enfrente.
#entrevistas
Alaska, 11-3-2008
¿Por qué Rosario, por lo demás un encanto, me trae siempre los informes llenos de manchitas de aceite? Hay un tipo de familias que guardan los informes hiperordenados y otros que te los traen arrugados y con sus respectivos goterones de grasa ¿Tendrá algo que ver con la organización familiar?
Estudiar el tema.
XXL, aquella señora sesentaytantos, de aspecto un tanto orondo, que se me medio desnuda siempre en la entrevista para enseñarme sus cicatrices (¿recuerdan?) ha pasado a saludarme, con no sé qué pretexto. Es la cuarta vez en cinco días. ¿Se estará enamorando de mí? Ojo Quique, controla tu sex appeal que mira lo que pasa.
Pedro y Mohamed, 17 años. —Quique, ¿el taller de DJ ¿es de rap o de hip-hop? El respeto que les producen mis canas es inversamente proporcional a mi dominio de su mundo.
—Pues yo cuando no me hace caso le pego un chaquetazo. —¿Que quieres decir con chaquetazo? —Quique, pues un... ¡mira!, —y me lo demuestra, y le pega al niño un cachete en el brazo sin venir a cuento. —Vale, vale Antonia, no hace falta que sigas. No me lo mates ahora.
—Pero nunca le pego en la cabeza ¿eh?
—Ah, bueno, siendo así... si no es en la cabeza.
Me encanta el saber popular que preserva el cerebro de un niño de agresiones externas. Libro de notas: ¿chaquetazo es una variante de cachete? ¿Irá Antonia a la escuela de padres?
—Quique, el domingo os voté a vosotros. Me dice Manuel, antes de decirme que le pague tres meses de alquiler, porque si no lo echan a la calle. Será pelota.
¿Vosotros? Claro, vosotros es el ayuntamiento, y yo su apéndice.
—Pero Rosario, ya entiendo que se ha portado mal, pero no puedes castigar a tu hijo sin cenar.
—Pero Quique, ¿tú has visto lo gordo que está?
María, al final de una larga entrevista hablando de su hijo:
—Sí, Quique...tienes razón...lo cortés no quita lo bailao...
A veces esta profesión es impagable.
#técnicas
Alaska, 15-3-2008
Reunión con la escuela. Teresiña me acompaña. Qué le vamos a hacer, nos gusta ir a bloque. Vamos un poco contracorriente y es que se tiende, cada vez más, a la especialización del trabajo: los educadores sociales con los niños y la trabajadora social con el resto. Más o menos. Es un criterio que a veces se intenta justificar técnicamente, desde una mal entendida optimización, aunque la mayoría de veces se trata de una cuestión de falta de profesionales y tiempo.
Nosotros vamos a contracorriente, como ya digo. Conservamos la idea del trabajo en equipo. Pensamos y defendemos que somos dos profesionales con perspectivas diferentes que podemos aportar mucho más a un caso que si trabajamos a solas. Es decir, los planes de trabajo con las familias los intentamos hacer en equipo, solemos hacer bastantes entrevistas conjuntas, etc. Nuestra responsabilidad individual no se diluye, pero se hace más llevadera.
Se suele confundir el trabajo en equipo con el mero traspaso de información (lo que hemos hecho hoy en la escuela) o el cumplimiento de un protocolo de derivación, pongamos por caso. Pero es mucho más que eso.
El equipo es el lugar donde cada uno pone sobre la mesa su saber específico para mejorar las estrategias, los objetivos, los contenidos, etc.
Trabajar en equipo es mucho más difícil que hacerlo solo porque implica ponerse de acuerdo con el Otro, aceptar o discutir sus apreciaciones, acercar posiciones, que el Otro te pueda ver en un momento de debilidad, etc. También significa que tienes que justificar de alguna forma tus acciones, y eso, qué quieren que les diga, cuesta. Hoy todo quisqui te dice eso de “no hace falta que te justifiques”. ¿Cómo que no hace falta? ¡Déjame que me justifique, hombre!
Los educadores sabemos bastante de eso, nos puede la acción antes que la reflexión y a veces justificamos poco lo que hacemos. Como ya hacemos el BIEN, así con mayúsculas, y somos tan chachipirulis, pues qué vamos a tener que explicar nosotros.
El trabajo en equipo, aunque sea en un pequeño equipo como el nuestro, tiene muchos beneficios, para nosotros y para las personas que atendemos. Entre otras cosas es una buena protección contra el bornout. Los marrones se relativizan y no te los comes solos, y las alegrías, que haberlas haylas, tampoco.
Trabajar en equipo es un arte de la comunicación, ya se ve.
Muchos trabajadores sociales, psicólogos, médicos, etc. con los que he trabajado comparten esta visión de equipo de la que os hablo. Para algunas profesionales de atención primaria es el último resquicio que les queda de trabajo social y educativo con la familia, enterradas como están en tareas cada vez más burocráticas.
Paradójicamente, trabajar solo es mucho más fácil. En mi opinión se trabaja peor, pero lo haces en tu particular reino de Taifas y no tienes a nadie que te dé la murga. Es decir, puedes hacer y deshacer a tu antojo, lo que también quiere decir que puedes equivocarte y meter la pata sin que nadie te moleste ni te controle.
Para algunos profesionales, y entre ellos no pocos educadores, es un engorro tener que decidir entre dos (y no digamos entre tres). Prefieren comérselo y bebérselo ellos solitos y no dar demasiadas explicaciones. Lobos solitarios. Inseguros todavía, prefieren no mostrarse demasiado a la manada. Algunos son terribles para las familias a las que atienden, porque no hay quien controle sus dentelladas.
Otros son muy buenos, excelentes diría yo, pero no tienen forma de saberlo.
#entrevistas
Alaska, 20-3-2008
Entrevista con la madre de Luisito. Luisito tiene seis años y es el primer niño de Alaska que hace absentismo escolar debido a la crisis inmobiliaria.
No os mováis de ahí, si queréis os lo explico. Es como un cuento.
Érase una vez, en Alaska, vivía un niño que se llamaba Luisito, cuyo padre era paleta, oficial de primera, para ser más exactos. Luisito vivía en un país donde se construían casas por doquier. A pesar de que el precio de las casas era cada vez más alto, la gente las seguía comprando y se endeudaba hasta las cejas.
Así que, como el negocio le iba tan bien, el padre de Luisito, junto con su señora y dos hijos más, se compró una casa en una urbanización, lejos del pueblo. La casa era muy grande, con piscina y todo. La urbanización no es que fuera gran cosa, porque carecía de los servicios mínimos, pero daba igual porque en aquella época prosperar significaba tener una casa más y más grande, aunque la casa estuviera en un desierto.
Pero el precio de las casas subió tanto y tanto que al final los habitantes de ese país de las mil y una noches no pudieron comprar más casas y el padre de Luisito se quedó sin trabajo. Ahora la familia de Luisito tiene una hipoteca de más de 1000 euros que no puede pagar, ni puede pagar las letras del coche que se compró, ni la gasolina, ni la luz, ni el comedor del colegio de Luisito. Porque resulta que aquella gran casa con piscina estaba tan lejos del cole, que Luisito tenía que quedarse en el comedor escolar a la fuerza. Y para colmo, en ese país de nunca jamás, las becas de comedor disminuyeron por la crisis. Así que Luisito ha dejado de ir al colegio.
Y colorín colorado…
La crisis hace tiempo que se instaló en Alaska. El Estado, que cada vez lo es menos, se ha despreocupado de lo público y ha dejado los bienes de primera necesidad, como la alimentación y la vivienda, en manos del mercado libre. Esta irresponsabilidad nos ha convertido a todos en especuladores a la fuerza (porque a ver quién es el guapo que vende su vivienda por debajo del precio de mercado). El problema de Alaska es que los precios de TODO, de lo útil y de lo inútil, se han puesto a nivel europeo, por las nubes, pero los sueldos y las prestaciones sociales están como siempre, por los suelos.
La consecuencia es que la pobreza, una pobreza desesperada y hasta el cuello, ya está llamando a las puertas de los servicios sociales como hace muchos años que no llamaba.
#entrevistas
Alaska, 22-3-2008
El padre tiene los ojos hinchados y enrojecidos. Hace poco que han llegado a Alaska. La madre está más entera. Dice cosas terribles pero las dice con un aplomo que sorprende.
—Nuestra hija Tania insulta a los profesores. A mí también. Me llama hija de puta, me amenaza. Un día amenazó con un cuchillo a su hermana. Tengo miedo cuando se pone así. Ya la hemos denunciado un montón de veces. Tiene atemorizada a su hermana. Y a nosotros. No podemos más. A su padre le grita y no le hace caso. No dormimos por miedo a que nos haga algo. No comemos. Tira los platos, no quiere hacer nada. La queremos, pero no podemos más. Esto no es vivir.
—¿Desde cuándo pasa esto?
—Desde que la adoptamos, cuando tenía cuatro años —dice el padre.
—¿Cuantos tiene ahora?
—Catorce.
José y Lucia tienen una hija mayor que ya no vive en casa. A Tania la adoptaron hace diez años. La historia de la familia biológica de Tania me asusta hasta a mí que no me asusto fácilmente.
Mira el expediente de este caso, querido lector, lo tengo sobre la mesa. Diez años de psicólogos, psiquiatras, educadores, médicos, trabajadores sociales, profesores. Diez años de sufrimiento ininterrumpido. Ni un diagnóstico concluyente para una familia, por lo demás, colaboradora con los servicios. Un caramelo, vaya.
En los últimos informes de los equipos de infancia se leen recomendaciones que resultan patéticas. Léete esto: “Los padres deben trabajar los límites” “...que tengan paciencia...” “...seguir las indicaciones del psicólogo...”. Correctísimos, sin duda, correctísimos, si no fuera porque se repiten durante diez largos años. Más de lo mismo. Reconocerás que diez años de profesionales y un cuchillo en la garganta es un exiguo botín.
Pero vayamos al grano. En este oficio lo importante son las preguntas: Pregúntales qué esperan de ti.
¿Qué esperan ustedes de mí? (¿acaso soy su última esperanza blanca?, ¿cumplen el expediente?, ¿es la costumbre?, ¿por qué han venido?, ¿han tocado fondo justo ahora?).
En todo caso, son ellos los que han venido y eso me servirá para ayudarles pero también para ser exigente con ellos. Ya veremos, de momento hoy necesitan mimitos y yo se los doy encantado.
Sí, sí, ya sé, yo no tengo recetas, ni varitas mágicas, y bla, bla, bla. Eso ya estoy cansado de decirlo. Pero no quiero ofrecer a esta familia más de lo mismo. No quiero descartar nada y nada quiere decir nada. Quizás lo mejor para Tania sea descansar en un centro y que la cuiden y la mimen. O quizás no, no adelantemos acontecimientos. Aquí hay trabajo por un tubo, y me veo coordinándome con todo el mundo, pero no puedo permitirme trabajar como si partiera de cero, con objetivos a largo plazo, o mejor dicho, alargando la cosa hasta que Tania cumpla los dieciocho y nos deje en paz a todos.
¿Puedo aportar algo diferente a esta familia hiperatendida? ¿O me declaro incompetente para trabajar con ellos?
El martes veo a Tania. A la tirana de Tania, que atemoriza y sufre a partes iguales.
Vuelvo a hincar los codos en el expediente. Lo leo y lo releo. Una pregunta me obsesiona: ¿Por qué no te has escapado nunca de casa, niña? Nada, ni un intento, ni una pequeña fuga, esta fiera que tiene arrestos para plantarle cara a todo adulto que respire. Adolescentes menos quemadas que ella lo hacen a diario, aunque luego vuelvan arrepentidas de casa de la amiga, o del novio, o hambrientas o las traiga la policía. O no vuelvan.
Pero Tania nunca. Al contrario, a veces atranca con una silla la habitación y no sale en dos días.
¿Por qué no se escapa? ¿Qué encuentra aún en este infierno que ella ha ayudado a crear? Tranquilo, no voy a darle ideas. No sé por qué no se ha escapado nunca, pero me pienso agarrar a sus respuestas como a una tabla en medio del océano.
#entrevistas
Alaska, 23-3-2008
9 h. Se llama Antonia. Parece un tanque. Nariz de Toro Sentado y brazos de Hércules. Si me da una hostia la cabeza me da más vueltas que a la niña del exorcista. Viene con una cara de mala leche que asusta. Y yo en el despacho, más solo que la una. Venga, va, listillo, dile lo que tenías que decirle, anda valiente, di que su hijo falta mucho al cole. Espera idiota ¿no ves que podría matarte si quisiera? ¿Qué vas a decir ahora? ¿Y si te manda a sus hermanos, que parecen los chunguitos, a que te rajen? ¿No cuentan esas cosas de los gitanos por la tele?
—Bueno Antonia ¿le pasa algo conmigo?
—A mí qué me va a pasar.
—Es que la veo a usted muy seria, como enfadada y todavía no le he dicho nada.
—Na, hijo, que no, que es mi cara, es que tengo eso que tenemos las mujeres y estoy cansá. Y se pega una carcajada que le cambia la cara y manda a tomar por saco mis prejuicios.
Punto para mí. Se relaja, yo le suelto la munición y ella, aunque parezca mentira, me jura por sus muertos que el niño no va a faltar ningún día más, que es que a veces le gusta irse a por chatarra con el padre, pero que ella ya pondrá al padre en verea. Esto de la entrevista es como torear, solo que en vez de capote, es la risa la que amansa a la fiera.
10 h. —Esto de la ley de la independencia, Quique, es una mierda, con perdón.
—Querrá decir la ley de la dependencia, señor Juan.
—Eso. Pues no vale nada. Mi madre se va a morir antes de que se la den. Ya hace un año que hizo la solicitud y ná de ná, me cago en tó.
—Pues tiene razón, señor Juan, tiene razón (yo cuando los usuarios tienen la razón se la doy, y es que a mí no me pagan para defender lo indefendible).
10:30 h. —¿Y no pagan nada de las gafas Quique?
—No, lo siento, eso no lo cubre ninguna ayuda, señora Ana.
—Pero sí yo tengo el ojo que se me está secando.
—No sé, no sé... ¿qué es lo que te ha dicho el médico?
—Que tenía mal la resina.
—La retina, te diría. Si fuera resina lo tendrías pegao.
—Ja, ja, ja, Quique, mira que eres cachondo.
—Gracias Ana, le acepto el cumplido.
#reflexiones
Alaska, 25-3-2008
Explicar una historia que ocurrió hace años tiene sus riesgos. Uno de ellos es que acabes rellenando con la imaginación los agujeros negros de la memoria, o que te acabes inventando cosas para mejorarla, con lo cual conviertes una historia verdadera en una ficción.
Puedo asegurar, sin embargo, que recuerdo perfectamente mi primera experiencia notable en unos juzgados, hace cinco años.
Yo acompañaba a X, una mujer marroquí, que había sido maltratada por su marido. Tuvimos que esperar de pie a que le hicieran la declaración en un pasillo atiborrado de gente. En el pasillo solo había un banco de madera, a todas luces insuficiente para la envergadura de aquel juzgado. Todo en el pasillo era tremendamente triste y oscuro, cuartelero: las paredes mal pintadas de gris, la poca luz, las puertas antiguas y rotas.
X me pidió que la acompañara en su declaración. El cuartucho donde hicieron hablar a X era mucho peor que el pasillo. Cuatro personas trabajaban en sus mesas, hundidas, atiborradas de montañas de papel. Todo era gris y feo. Los expedientes, las mesas, la luz, los muebles antiguos y desconchados. Olía a rancio.
La señorita que preguntaba a X lo hacía con una frialdad mecánica, impertinente, todo muy acorde con el espacio donde trabajaba. La confidencialidad, allí, era una broma de mal gusto, y X iba relatando sus miserias mientras las otras tres trabajadoras de la sala se la miraban desde sus mesas, haciendo comentarios, y bufando.
X me había dicho meses antes que estaba contenta de estar viviendo en un país más moderno que el suyo, donde todo funcionaba bien, y a mí se me iba cayendo la cara de vergüenza al recordarlo.
Volvimos al triste pasillo. Un póster colgaba de la pared. Hacía recomendaciones sobre el trato amable y correcto que debían recibir las mujeres víctimas de violencia en las dependencias policiales o en los juzgados. A mí me entró la risa floja.
Una hora después, la jueza, porque era una jueza, asomó su cara por la puerta de su cuchitril, este sí un poco más grande que el otro, pero igual de antiguo, como si la justicia necesitara esa pátina de fealdad para hacerse respetar, y allí mismo, en un pasillo atiborrado de gente, pegó un grito. ¿Usted es X? Pero, a ver (ese, a ver, autoritario y barriobajero, no hacía más que reflejar el ambiente donde trabajaba), entonces, ¿está usted segura de pedir la orden de alejamiento? El problema no era la pertinencia o no de la pregunta, el problema era la desidia de aquella porquería de juzgado, que acababa impregnándolo todo, y convertía a una jueza en una vulgar verdulera. Tanto que a mí se me quitó de repente ese miedo que tengo a las togas y le pedí, armándome de valor, porque yo no soy ningún héroe, que hiciera el favor de entrevistar a X en privado, que la gente que había en el pasillo no tenía que enterarse de todo.
Mientras que otras administraciones españolas se han modernizado, la mayoría de juzgados españoles, perdón, de Alaska, dan pena. A ello ha contribuido, sin duda, la judicalización de la vida cotidiana (hoy medio mundo denuncia al otro medio), la falta de una informatización adecuada, la falta de personal, etc. Todo ello puede solucionarse, si se quiere. Pero hay algo que costará un poco más. La desidia de los juzgados ha envilecido a algunos trabajadores y jueces, que seguro que entraron en ellos con ilusión y ganas y que se han ido acostumbrando, poco a poco, a trabajar en esas cloacas de papel. La luz sepia, los muebles rotos, las carpetas a punto de explotar, los armarios oxidados, los pasillos rebosantes acaban sacando la bilis a cualquiera y hace que personas que parecen responsables puedan echarse sus risitas mientras entrevistan a una mujer como X.
Pasó hace cinco años. Pero el juzgado sigue ahí, igual de triste y oscuro.
#reflexiones
Alaska, 13-4-2008
El mundo profesional se divide entre aquellos a los que les gusta tratar con máquinas y aquellos a los que les gusta tratar con personas. Los primeros (informáticos, operarios, dentistas) suelen mirarme con cara de conmiseración y dicen, acerca de mi trabajo: “uf...yo no podría”. Yo los miro, y me los imagino encorvados, casi ciegos, con los dedos deformes de tanto darle a un botón.
También podría contestarles con un sincero, “yo casi tampoco puedo”, pero mi trabajo me gusta. Si cobrara un poco más sería fantástico. Es cierto que escuchar cansa, pero también es cierto que tengo un trabajo que me permite conocer a tipos como Pedro, un padre que ya murió, que cuando le entrevistaba era capaz de rellenar diez folios de estadísticas, garabatos, diagramas y esquemas para demostrarme lo buen padre que era. O Antonia, que había llegado a tener treinta perros en su casa y que me decía que ella entendía a sus perros “porque las personas son como los perros” (y yo me guardaba de corregirla porque creo que ella quería decir lo que decía y viceversa), o a Francisco, que se bebía todo lo que encontraba, cuya coletilla favorita era que él no hacía esto ni aquello “...ni harto de vino”. O a Mohamed, que llegó sin nada, escondido en los bajos de un camión, y ahora es un excelente y próspero paleta, o a Juani, que después de pasar por un centro de protección y por una familia que era un desastre, prepara ahora las pruebas de acceso a la universidad.
Sí, es cierto que nuestro trabajo a veces es desagradable. Cuenta el periodista Enric González en su libro Historias de Nueva York, que había un tipo en Manhattan, allá por el año 1800, cuya especialidad consistía en decapitar ratas con los dientes a cambio de unos centavos. “Cuando mi trabajo me parece desagradable, pienso en el suyo”, dice Enric. En nuestro trabajo el riesgo es diferente. Oye uno, al cabo de los años, tantas vidas destruidas que hay un cierto riesgo de relativizar la propia y decir siempre un conformista “pues, visto lo visto, tampoco estoy tan mal”. Así que tiene uno que hacer el esfuerzo en pensar que eso que oye no suelen ser historias cerradas, que su trabajo consiste en conocer solo un instante, que suele ser el peor, en la vida de mucha gente. Somos educadores de paréntesis.
En fin, decidir si se quiere trabajar con las máquinas o con los hombres no es un asunto baladí. Un problema que se encuentra uno en la vida cotidiana es que hay excelentes comunicadores, condenados al silencio de un trozo de hierro y otros, que serían felices dándole a un teclado o a un botón, que se sientan detrás de mostradores o de mesas, condenados a oír las historias de la gente.
#técnicas
Alaska, 7-5-2008
El poder de la palabra escrita. Tania, una adolescente con problemas graves, no quería verme ni en pintura. No es que me conociera, con lo cual todo estaría más que justificado, es solo que desprecia a todo adulto que se mueva. Su padre le dijo que el educador quería hablar con ella y yo me la imaginaba diciendo: vaya, otro gilipollas que me quiere comer el tarro. Y no iba muy desencaminada. Intenté hablar con ella por teléfono. Nada. Me la imaginé en su habitación llena de posters, con su emepetrés a todo trapo: “este, además de gilipollas, es pesao”.
Así que le escribí. No una citación fría y neutra como suelo hacer, no. Una carta en toda regla, cercana, pero sin remilgos, que es adolescente pero no imbécil. Hola, soy Quique, educador (...) me gustaría saber tu opinión de (...) por eso quisiera conocerte y hablar tranquilamente (...) Espero tu contestación.
Le dije a su padre que dejara la carta en la mesa de su habitación. Tania, el educador nos ha dado esto para ti. Si la rompe, que la rompa. Pero lo dudo. La curiosidad mata. ¿Quién no abriría una carta cerrada, en tu mesa, única y exclusiva? Vamos, Tania, abre esa carta a ver qué te dice ese gilipollas.
Hoy hemos hablado tranquilamente en mi despacho. Es más alta de lo que pensaba y parece menos fiera. Hasta ahora era solo un montón de letras impresas en informes. Yo, fijo que la he decepcionado, me esperaba mucho más gilipollas de lo que soy. Creo que nos entenderemos.
Una carta cerrada, en una mesa. Tan frágil, capaz de abrir puertas selladas de acero.
#reflexiones
Alaska, 10-5-2008
¿Quién dijo que la gente no cambia? ¿Qué iba a hacer yo en esto si la gente no cambiara? Otra cosa es que lo haga cuando le apetezca, o al ritmo que le vaya bien, o que no cambie porque no le dé la gana, o porque no pueda, o que cambie a peor, que esa es otra.
La gente no solo cambia, sino que te sorprende.
Antonio, por ejemplo. Tiene dos hijos pequeños y su mujer se murió en un accidente de tráfico. Antes del accidente, Antonio parecía Forrest Gump, el Forrest Gump con la gorra calada hasta las cejas, sucio y melenudo, que corría sin rumbo por las carreteras de América. Antonio apenas hablaba, y como no hablaba no le preguntábamos nada, ¿pa qué? si parecía un cero a la izquierda (padre ausente, en lenguaje técnico). No era eso, ¡qué va!, era un pasado turbulento y una mujer que era un torrente verbal, una fuerza de la naturaleza, y con mujeres así al lado más vale no decir ni pío.
Cuando Elena murió, todo el mundo: profesores, pediatra, vecinos, policía, yo mismo, empezamos a correr como locos ¿Qué va a pasar con esos niños? ¿Cómo se va a cuidar Antonio de ellos? Porque Antonio no se va a poner las pilas ¿Qué pilas va a ponerse si no tiene?
Pero Antonio no cumplió con ninguno de nuestros malos augurios: se peló, se afeitó, mentiría si dijera que se ducha cada día, pero ha incorporado la colonia a su neceser. Lleva a sus hijos al cole, se ha volcado en ellos y, además, habla. Habla como un descosido. Habla de su dolor, de Elena, a la que quería con locura, habla de sus hijos, habla de él. Es coherente con todo lo que dice y todo lo que hace. Son sus hijos, ¡coño! ¿Qué esperábamos que hiciera?
Antonio es un padre y una lección. Antonio es el Robert de Niro de Taxi Driver, que ha sobrevivido al infierno y vuelve a conducir su taxi, con dos enanos en el asiento trasero. A veces el taxi necesita un empujoncito, pero funciona.
Llevar muchos años en esta profesión tiene sus peligros. Si vas de sobrado te equivocas. Uno puede creerse que lo ha visto todo, como aquellos reporteros de guerra con tanta muerte en sus ojos que les cuesta adaptarse a la vida civil. ¿Qué me vas a contar Flánagan? yo estuve allí: sé que uno más uno son dos, que si el padre es tal y la madre es cual, entonces pasa esto, que con fulanito no te esfuerces que no vale la pena, que menganita no hará esto, que te lo digo yo, que llevo mucha mili.
En fin, el único consejo que intento darme a mí mismo es: Quique, aprende cada día, haz bien tu trabajo y deja que la gente te sorprenda.
#reflexiones
Alaska, 13-5-2008
Hace unos años me llamó la escuela,
—Quique, tenemos sospechas de que a Fatoumata, una niña senegalesa, le van a hacer la ablación de clítoris.
El protocolo nos lo inventamos sobre la marcha, porque en esos años aún no existía, aunque acabó pareciéndose mucho al que luego, con los años, se haría oficial. Entrevisté con urgencia al padre que, ingenuo él, no negó nada. Era un buen hombre, educado en la superstición. Bueno, sí, Quique, ja, ja, ja, tranquilo, se le hace a todas las niñas de mi familia, es un rito, pero a la niña no le pasa nada. Sí que pasa, y tanto que pasa. No había manera de convencerlo con ningún argumento. El viaje era inmediato y en este caso no daba tiempo a conversaciones antropológicas o trabajos con la comunidad. Una jueza, días después, lo convenció mucho mejor que yo. Hizo firmar un compromiso al padre para que, a la vuelta de Senegal, la niña pasara por el pediatra y le avisó de que practicar la ablación de clítoris a su hija era, además de una aberración, un delito de consecuencias graves (también en su país). La familia se fue, regresó, y el pediatra comprobó que la niña estaba bien.
Hoy el trabajo educativo de muchos profesionales y mediadores con las comunidades de Senegal y otros países africanos, junto a la contundencia de la justicia, ha hecho disminuir estos casos.
Hace unos días, en una conversación con amigos y conocidos. Se habla de las culturas y, ¿cómo no?, pasamos del sempiterno velo a la ablación del clítoris. Palabras mayores.
—La ablación es un tema cultural —dice uno— no es que lo defienda, pero se les ha de respetar. Eso de denunciar, no lo veo.
—Ya serán ellos los que cambien —dice otra— los occidentales siempre nos creemos mejores. Ha de ser una cosa poco a poco, pero no tenemos derecho a inmiscuirnos.
Sospecho que con actitudes como estas, hoy Fatoumata podría estar mutilada para toda la vida. Yo también defiendo el diálogo, obviamente, pero siempre y cuando se cumplan las leyes y que mientras dialoguemos no se nos cuelen abusos por la puerta de atrás. Hoy en Alaska nadie defiende la ablación, pero sí la no injerencia en los asuntos de otros, que es casi como defenderla. Es curioso, lo de la no injerencia entre países lo defienden algunos con la misma facilidad que dicen estar en contra de las fronteras. Se olvidan de que nos podríamos haber ahorrado muchos años de Franco si Europa se hubiera decidido a inmiscuirse en nuestras cosas. Son los mismos “progres” que, delante de las caricaturas de Mahoma, defienden antes a Mahoma que a la libertad de expresión. El relativismo cultural es muy peligroso. Se empieza defendiendo el respeto a una religión o a un símbolo antes que a las personas y se acaba justificando que pongan el nombre de uno en una diana.
#reflexiones
Alaska, 17-5-2008
“Chocho, cuando llegues a casa te vas a enterar”. Juro por Alaska que eso es lo que ponía, a boli, en el reverso del recibo del banco que nos dejó Luis hace un tiempo (el suficiente para que ni él mismo se acuerde). Teresiña y yo nos miramos. Primero, cierto rubor culpable por entrar en la intimidad de una pareja. Luego risas. Después dudas: ¿cuando llegue a casa te vas a enterar? Ummm. Nada, nada. A secas podría parecer hasta una amenaza, pero ese chocho lo convierte en una promesa de amor.
Asisto a una conferencia de Jacques Lecomte, que sabe un rato de resiliencia y de muchas otras cosas. En nuestro servicio atendemos a muchos padres e hijos afectados por los modelos educativos que él explica.
El modelo de la permisividad, donde el vínculo afectivo entre padres e hijos es muy alto, pero no existe la menor disciplina, produce Kevins en cadena. ¿No os he hablado de Kevin? Es un quinceañero que amenaza a sus padres con no volver al instituto si no le compran la moto.
El modelo del autoritarismo (solo límites, normas y rigidez, pero nada de afecto) produce, entre otras cosas, jóvenes sumisos y poco autónomos como Carlos, o rebeldes como Miriam, capaz de pegar a su profe si hace falta.
El modelo de la negligencia (ni vínculo ni límites) suele acabar con los niños en un centro de protección o, como Kris, que busca en la coca el referente adulto que no ha tenido.
En el término medio está la virtud, decía Aristóteles. No sé yo si este principio puede aplicarse a todo, pero funciona bastante en educación. El cuarto modelo, al que J. Lecomte llama, pura y simplemente educación, se basaría entonces en un vínculo afectivo fuerte pero sin renunciar a los límites y la disciplina. Algo que vale para padres, pero también para profes o educadores sociales. Al fin y al cabo, como decía Fernando Savater en El Valor de educar, los hijos acaban obedeciendo, si es que por fin lo hacen, por amor.
Gracias Jacques por tus claras exposiciones y tu entusiasmo y gracias Luis por esa lección de vínculo que nos dejaste sin querer y que sin duda agradeció en su día tu misteriosa y amada “chocho”.
#técnicas
Alaska, 18-5-2008
Las hay de tres euros y son capaces de salvar una reunión. Una caja de galletas surtidas Cuétara de un piso. Uno trabaja un montón de años en esto para aprender qué es lo importante. Hay que cuidar los detalles. Desde que yo pongo las galletas (cuando me toca) y ellos el café con leche y los zumos varios, nuestras reuniones de servicios sociales, pediatría y escuela van como la seda. A ver quién se va a enfadar mientras despliega un bombón de choco, envuelto como si fuera un caramelo.
Lo de menos es la marca. Aunque las Artiach son menos glamurosas. Tampoco se trata del hambre. Es algo ancestral. Hace miles de años que los hombres se reúnen alrededor de algo que se coma, se beba, o se fume para platicar. Las Cuétaras son, en ese sentido, las pipas, el té a la menta, el café, el mate, el vino, o la pipa de la paz.
No hace falta que los profesionales con los que trabajas sean tus amigos, pero es difícil entenderse con alguien con el que no tomarías ni un café. Es también un guiño: ten, toma, te invito a esto, te reconozco y, ahora, hablemos. Y hablamos: de malos tratos, de absentismo, de Pedro que ha mejorado mucho, de María que no paga el material de su hijo, y discrepamos, y disentimos, y le hago a la tutora un par de sugerencias. Hace un año quizás me hubiera matado, yo era un joven soberbio y sabelotodo. Ya no soy tan joven, pero ella asiente interesada mientras saborea un capricho de coco. La última de las buenas.
#técnicas
Alaska, 28-5-2008
Llevan sin aguantarse mucho tiempo, y cada vez están más agresivos el uno con el otro. Así que Teresiña y yo pasamos al plan B.
—Ana, ahora usted siéntese donde está su hijo, y tú, Jan, siéntate donde está tu madre.
Ana podría ser una señora, digamos, adorable, pequeñita como es, con sus rizos dorados y su semblante tristón, si no fuera por su incontinencia verbal. Jan es un joven que parece un oso; grande, peludo, con un tatuaje que sale de su camiseta y trepa hasta una oreja cargada de chatarra.
—Muy bien, Ana, ahora es usted Jan, a ver si todos podemos entender qué es lo que le molesta de su hijo.
Ana nos mira como diciendo ¿se han vuelto majaretas? Pero la propuesta parece divertirle.
Ver a una señora de casi sesenta años diciendo cosas a su hijo como:
—Joder mamá, no me ralles, déjame en paz, vete a la puta mierda, esta comida es una mierda, etc. tiene su miga. Y no sobreactúa.
—Jan, ahora, tú, eres tu madre.
Y Jan se acerca a la oreja de su madre, sin cortarse ni un pelo, y empieza a “rallarla”:
—¿Has recogido la habitación? Nunca me cuentas nada, siempre con los cascos puestos, y bla, bla, bla.
Ríen, lloran. Se dicen cosas terribles, pero también algunas preciosas. Les pedimos un abrazo final y se lo dan. Todo un logro para una familia que no se permite nunca una palabra amable o una caricia.
En los días siguientes, Ana y Jan vienen con otra cara. No se han solucionado todos sus desencuentros, claro está, pero creo que se entienden más. Cuando vuelven a las andadas, Jan mira a su madre y se ríen. Saben que se están parodiando. Y, lo que es mejor, han entendido que todo cambio empieza por uno mismo.
Hay que ver lo que dan de sí un par de sillas.
#reflexiones
Alaska, 2-6-2008
El trabajo de educador en servicios sociales es, para el que quiera aprovecharlo, un máster en relaciones públicas. En pocos como este te relacionas en un mismo día con tanta gente, y tan distinta: profesores, políticos, vecinos, médicos, niños, alcaldes, policías. Aprende uno, si se sabe aprender también de los errores, a manejarse en muchas situaciones; no perder la calma, conseguir lo mejor del otro, convencer y a la vez cuidar la relación, escuchar sin interrumpir, manejar una reunión, etc.
Aun así, a pesar del savoir faire acumulado con los años, hay factores externos que escapan al control y que influyen en tu trabajo. Por ejemplo, hoy mismo: “El efecto mosquito”, una variante del conocido “efecto mariposa”. “El efecto mosquito” dice así: “El zumbido de un mosquito a las cuatro de la madrugada, puede producir un cabreo enorme a la una de la tarde del mismo día”. Y es que a esa hora, después de no haber pegado ojo por culpa del maldito díptero, he acabado de mala manera una entrevista que parecía chupada.
A las dos voy con Teresiña a un domicilio. Me ha pedido que la acompañe porque es la casa de un tío muy raro, más bien agresivo, que vive con un perro más raro todavía.
Por el camino hablamos del tema del miedo en el trabajo, un tema de actualidad. En los últimos meses, algunos energúmenos le han pegado una paliza a un médico y a una profe de Alaska.
Yo he pasado miedo dos veces en todos estos años. Un miedo físico, real. Una coincidió con una retirada de menores. La segunda vez fue la amenaza del exmarido y maltratador de una mujer a la que yo atendía.
Teresiña y yo nos aconsejamos. Coincidimos en que son situaciones excepcionales. Lo más importante es intentar prever estos casos y poder estar en guardia. En ningún caso hacerse el valiente, es preferible buscar siempre la complicidad del compañero de equipo y dejar nuestros conocimientos de tai-jitsu para el tatami. No afrontar el miedo solo, pedir que atienda otro profesional a ese usuario que nos incomoda, o reclamar la presencia y la ayuda de la policía local cuando no lo acabemos de tener claro, son también otras posibilidades. En fin, todo no se puede prever, claro está, miren si no lo que puede provocar un mosquito, pero por lo menos tenemos claro que la integridad del compañero y de uno mismo está por encima de todo.
#reflexiones
Alaska, 4-6-2008
Son como el Zipi y Zape de un mundo cada vez más pequeño. Los dos son marroquíes, los dos tienen quince años. Son compañeros de expulsiones del instituto. Y de otras cosas. Roban bicis, que hacen desaparecer misteriosamente, o aparecen en su casa con balones de fútbol del Real Madrid, que cuentan que se encontraron en el río.
Zipi vive con su tío. Sus padres, bereberes que viven en Tetuán, lo mandaron, sin papeles y sin nada de nada, a buscar un futuro mejor en la rica España. Ahora el tío, harto de su sobrino, no quiere llevarlo a Marruecos, entre otras cosas para no reconocer su propio fracaso delante de la familia.
Zape vive con sus padres. Un padre que juega a las máquinas, que pega a su mujer y que no sabe cómo controlar a su hijo. Cuando voy a su casa, la madre me ofrece té a la menta, y el padre de Zape culpa a Occidente de los males de su hijo, porque allá en Marruecos el niño no haría lo que hace aquí, porque aquí están los niños muy libres, que si patatín que si patatán. Quizás tenga algo de razón, pero la historia de Occidente le sirve para mirar a otro lado y no ver cómo su familia se derrumba.
Sin embargo, aunque ya comienzan a ser conocidos en Alaska, como lo eran los dos hombres (y un destino) Butch Cassidy y Sundance Kid, el futuro posiblemente les depara cosas diferentes.
Zipi es muy listo, más listo que el hambre. Sin las ataduras de los padres y con un tío que trabaja todo el día, se lo está pasando en grande. Está jugando, el muy cabroncete. Es Pinocho en la Isla del Placer. Pero eso tiene fecha de caducidad para él. Justo el tiempo en que las orejas comiencen a crecerle en forma de asno. Funciona excelentemente en las actividades extraescolares que le he buscado, es amable, se sabe buscar la vida y cae bien a todo el mundo, aunque sea un pájaro de cuidado. En definitiva, es un crack. Cuando le arreglemos la documentación, será un excelente lo que sea.
Pero Zape es otro cantar. Fuma, bebe, se emborracha. Es débil e infantil. Se deja llevar por el primero que le propone tirarse en un pozo. Es el que se queda colgado y con la mercancía, cuando los otros corren a esconderse. Tiene unos padres, sí, pero él busca desesperado la inseguridad de la calle antes que el infierno que tiene en su casa. En cierto modo, está infinitamente más solo que Zipi.
Cuando Zape viene a verme y charlamos tranquilamente, me pide que busque rap marroquí en internet. Espero que el trabajo que podamos hacer con sus padres, y con él, y la escuela taller que le espera, y el fútbol, y el seguimiento, y el plan de trabajo, y las mediaciones, y los objetivos educativos, y la metodología, y la evaluación, y los protocolos, y el trabajo en red, y el cariño, y qué sé yo, lo que haga falta, puedan con él.
#entrevistas
Alaska, 13-6-2008
9 h. Mi nieto tiene la cabeza abollada porque siempre duerme de un lado.
—Jonathan, enséñale el bollo al señor.
Hay mañanas que prometen.
11 h. Mis tripas empiezan a sonar escandalosas y libres, reclamando su botín mini de jamón y café con leche. Pero antes viene Pablo con sus cuatro hijos. Tiene tantos frentes abiertos: la luz que se la cortan, que si los libros, que si las actividades extraescolares, que no me voy a ir a desayunar hasta las 12 h. Pero me salva su hijo. El pequeño, Blai, de cinco años, que parece un sioux después de haberse pintado la cara de amarillo con el Pelikan que le he dejado. Mira que les digo que pinten en los folios que les doy, pero ni caso. Todos los niños de cinco años son unos graffiteros que la madre que los parió. Bueno, pues Blai me mira, se medio ríe, y dice: —me he tirado un pedo. Y yo aprovecho para decirle a su padre que, antes de que nos asfixiemos, porque en las cuatro horas que llevo en el despacho sin moverme hay una acumulación de metano que vamos a estallar todos, pues que quedemos para otro día.
Desayuno con La Vanguardia, a falta de otra cosa. Los camiones ya circulan. Bueno, podré comprar huevos, aunque vuelvan los atascos para ir a casa. Manda ídem.
13 h. A la una viene una familia hipomileurista. La cuarta de esta semana. Los hipo son los que pagan una hipoteca de más de mil euros. Nada de problemas sociales. Pobreza pura y dura, sin conservantes. Con un solo sueldo y una hipoteca euriborizada, así no hay quien viva.
14 h. A las dos viene Yolanda. Le estoy echando una mano con su hijo adolescente. Le digo que le dejaré un libro que le ayudará y asiente encantada. Me alegra acabar el día así.
¿No te sueltan los médicos, así, de sopetón, si usted fuma o no fuma? Pues un educador como Dios manda tendría que preguntar, por orden facultativo, si usted lee o no lee. Y venga, luego a recetar uno. Sin pasarse, para ir aumentando la dosis poco a poco, que luego engancha.
Para usuarios poco lectores, algunos libros de autoayuda pueden ir muy bien. Y para los muy lectores también. Podemos atrevernos con algunos libros de ensayo, cuentos, alguna novela. De entrada, abstenerse aconsejar a Kafka o a Bukowski. Reconozco que es una práctica que uso poco, pero creo que voy a inaugurar en el despacho un recetario con libros recomendables a la carta.
#reflexiones
Alaska, 16-6-2008
Ana es caótica. A veces se duerme y sus niños no van al cole, otras deja de ir al psicólogo infantil, o va cuando no toca. Aparece por los servicios sin hora concertada. Es servicial con la escuela cuando no debería serlo, y se enfada y grita cuando más le valdría callarse.
Pero el gran problema de Ana no es Ana. El problema de Ana es que los servicios que trabajamos con y para ella estamos siendo más caóticos todavía. Profesores, psicopedagogos, psicólogos, pediatras, servicios sociales, servicios de infancia. Lo voy escribiendo y veo que Ana es un lujo para un sistema de bienestar tan raquítico como el nuestro. ¡Qué derroche de profesionales y qué magros resultados!
Ana tiene que llevar a una hija suya a dos psicólogos distintos. Además debería ir a una escuela de padres, llevar a su hijo pequeño a refuerzo escolar y, ¿por qué no? como le viene de paso, pues que vaya a un servicio terapéutico para ella. Para una madre con cierta tendencia a la dispersión, no está nada mal. Y tiene que ir a tanto servicio porque cada profesional con quien se cruza le recomienda lo primero que se le pasa por la cabeza. Eso sí, con la mejor de las intenciones, por supuesto. El Bien, en nuestra profesión, se presupone.
Se da entonces la profecía autocumplidora: Ana acaba fallando, y el profesional de turno ve cómo se cumple su predicción: ¿Ves? Ana es un desastre.
No creáis que no hacemos reuniones para ponernos de acuerdo. Por reuniones que no quede. Pero da lo mismo, es uno de esos casos que producen angustia, y frente a la angustia y la urgencia no hay nada que hacer. Si la semana siguiente a la reunión la hija de Ana ha mordido a algún niño, se arma la de San Quintín, y ya tenemos a todo cristo corriendo y tomando decisiones.
Pero, ¡coño!, ¿no habíamos decidido que al neurólogo no tenía que ir?
Si Ana no lleva a su niña al psicólogo, malo (es mala madre), si la lleva, peor (sí Quique, que ingenuo eres, solo la lleva para que nos callemos, pero no colabora), si no viene a hablar con la escuela, malo (no le interesan sus hijos), si viene a hablar, peor (solo viene para meter cizaña). Si no va al pediatra, palo, si va, es que algo malo ha pasado en casa. Más palo todavía.
Ana, que no es ninguna santita, no vayan ustedes a creerse, es la tuerta en el mundo de ciegos caóticos profesionales.
Es difícil no contagiarse. Yo me he encontrado diciendo que esta madre es un desastre, aclamado por una multitud de expertos reunidos en torno a una mesa, aunque a veces no sabría decir en qué.
Apuntes al natural: (escrito a boli rojo en el expediente, con letra ya cansada): “Replantear el caso. Poner el foco en los servicios. Clarificar, demasiados profesionales, falta definir objetivos, cosas positivas de Ana, pedir reunión urgente, que Ana solo tenga un referente, reforzar lo positivo”.
Más tarde:
Cuando la marabunta de personas, telefonazos y emails de un día cualquiera parece haber terminado, cuando me desparramo en la silla, dispuesto a no hacer nada más en la última media hora, cuando siento la benefactora sensación del deber cumplido y me relajo satisfecho, dispuesto a echar el cerrojo al negocio, aparece Él.
Un transeúnte, o un vagabundo, no sabría decir cuál de los dos es el eufemismo. Como buen vagabundo, aparece cuando quiere, o cuando puede, y pide lo que quiere o lo que puede. Suele ser un bocata y un billete de autobús para el próximo pueblo. Parece fácil. Si supiera todo el protocolo que hay que poner en marcha para diez míseros euros, que además no verá en metálico, no vaya a ser que se los gaste en vino, a lo mejor desistía.
Un transeúnte siempre es sospechoso de algo. Todo lo que tiene de diferente, de emigrante de sí mismo, nos intimida. Alaska no es la India, y él tampoco es un sadhu.
Espera paciente, educado. Cuando me explica su vida de marinero errante en tierra de nadie, sin que yo se lo pida, me siento una especie de reportero de “Callejeros”. Tengo ganas de decirle que no hace falta, que no tiene que pagar ningún peaje, pero el hombre tiene ganas de explicarse. Dice que viene de Jaén, y antes estuvo en Navarra, y en Portugal, hasta llegar a este pueblo de Alaska. Me siento a escuchar esta historia de un hombre, como el que escucha un cuento. Un regalo inesperado al filo del día.
Lo miro como si mirara a una especie de héroe que se enfrenta cada día a lo desconocido, sin un rumbo fijo. Un héroe trágico, derrotado, pero héroe.
Los vagabundos y los transeúntes explican sus peripecias con un cierto orgullo. Explican lo que quieren, claro. Siempre hay grandes saltos geográficos y temporales en su narración. Toda narración es una selección.
Hay hombres que vagan por los pueblos, a cargo de un bocata municipal y quizás alguna cama en un albergue. Yo sé muy poco de ellos. Lo que me cuentan en apenas diez minutos. Quijotes solitarios. Kung Fus, con sus macutos a cuestas.
Su forma de vida, antítesis de las que conocemos, no parece tener ni rastro de placidez o seguridad. O quizás sí.
Lo que me desconcierta no es su aspecto. Lo que me desconcierta es que pida un billete de autobús, sin especificar a dónde.
Acabando el día,
16 h. Hombre, treinta y tantos. Usuario de Teresiña, que está de vacaciones, la muy sinvergüenza. Se sienta en la silla y se tumba en la mesa. Es del estilo chulito, desacomplejado. Pero tiene su gracia.
—Así que tú eres Quique. Debes de tener money, money con estos ordenadores.
—Si tú supieras—
—Oye, pero la ayuda esa ¿me la vais a dar o no? Venga, enrollaros, que aquí en el ayuntamiento hay money, money.
“Teresiña, baja y llévate a este”.
17 h. Raúl, 17 cabreados años. Tiene que hacer recuperación en la piscina de un pueblo cercano. Pero tiene un problema. Va en una silla de ruedas. Y en este país si vas en silla de ruedas la has jodido. Los autobuses no sacan sus rampas, los trenes te dejan colgado, los coches paran en los pasos de peatones y hay bordillos que son Everests urbanos. —Te entiendo, le digo. Cuando se va, su silla sale a duras penas por la puerta de mi despacho y choca un par de veces con el marco.
“Tú qué vas a entender”.
18 h. —Vengo a por la beca de comedor, —dice la doble de Belén Esteban.
—Hace un mes y medio que acabó el plazo, —le digo.
—Es que —me dice con cara de pena— he estado muy constipada.
Quique, me digo, luego bajas al lavabo y te miras en el espejo. Fijo que hoy tienes cara de gilipollas.
#ciencia
Alaska, 18-6-2008
Mientras hablo con su madre, Darío, de 8 años, sale y entra del despacho. Se para, parece decidido a dibujar en la hoja que le he dado, pero arremete otra vez contra su madre y le pega una patada. Ella me mira, derrotada. Hace lo que puede, igual que yo, o que el psicólogo del niño.
En el siglo XIX, Phineas Gage estaba trabajando en el ferrocarril. Utilizaba un pincho de un metro de largo para apisonar pólvora en un agujero, cuando un accidente hizo prender la pólvora. El pincho le entró a toda velocidad por el pómulo, atravesó su cerebro y salió por la parte superior del cráneo. Lo milagroso no es que Phineas Gage sobreviviera al accidente con todas sus facultades intactas, sino lo que sucedió después.
Phineas Gage era un hombre educado y trabajador, pero después de que el hierro le atravesara el cerebro (para ser exactos, la corteza prefrontal ventromedial) pasó a ser un hombre holgazán y maleducado. Como decían los que le conocían, “Gage ya no era Gage”.
La experiencia del trabajador del ferrocarril dio pistas a la neurociencia cognitiva para intentar demostrar que lo que conocemos como el “yo” es solo una red de sistemas cerebrales.
Miro a Darío, que se ha tomado una tregua. ¿Cuánto de innato y cuánto de aprendido hay en su conducta? Bajo una cierta omnipotencia de la educación y la psicología, ¿cuántas veces habremos señalado, injustamente, a unos padres como responsables de la conducta de un menor? Si reconocemos que la conducta tiene que ver con lo innato y con lo aprendido, ¿cuánto de madre y cuánto de genes hay en la agresividad de Darío? ¿O es lo mismo?
¿Cuánto puede la educación?
Nada, nada, que estoy leyendo La tabla Rasa, de Steven Pinker. Un libro con un subtítulo que interpela directamente a cualquier educador: “La negación moderna de la naturaleza humana”.
#técnicas
Alaska, 21-7-2008
Hace tanto calor que la gente no se acerca a nuestro chiringuito ni para pedirnos un helado. Bueno, no hay mal que por bien no venga (como decía un personaje del TBO que ahora no recuerdo), así tengo más tiempo para atender a Rocío, una joven de 16 años. Ella y su hermano pequeño viven con un familiar porque sus padres ya no tienen la guarda y custodia.
Las entrevistas con Rocío son muy interesantes. Ella es todo un ejemplo de resiliencia y estoy seguro de que saldrá adelante.
Dice Teresiña que tengo buena mano para los jóvenes y que es asombroso que quieran volver a verme, con lo serio que soy (me lo dice cariñosamente, mientras nos zampamos el preceptivo bocata de jamón y el quinto sin alcohol).
Espero que eso de tener buena mano no quiera decir que soy un educador enrollao, algo de lo que he huido siempre. No sé si tengo buena mano. Hay de todo, aunque la experiencia ayuda. En todo caso, en relación con los jóvenes, hay algunos preceptos que no me salto:
Hay algunos jóvenes que no me hacen ni caso, lo cual es estupendo y un síntoma de salud. Otros vuelven y reclaman mi ayuda profesional, lo cual es estupendo y un síntoma de salud. Pero si esperan que dé una voltereta doble al son de su música, solo por agradarles, que esperen sentados. Ellos y sus padres.
#reflexiones
Alaska, 2-9-2008
Por lógica, el año debería empezar en septiembre, con la vuelta al cole. En realidad empieza así, digan lo que digan los calendarios. Un año es, en realidad, dos, y comprende de septiembre de uno a junio del otro. Como cualquier familia sabe, julio y agosto no existen, son antimateria, agujeros negros en el almanaque.
La escuela es una institución muy complicada que se debate siempre entre utilizar unos métodos u otros. El sistema educativo español, en particular, practica sin disimulo el darwinismo social (algo de lo que abominaba Darwin y que poco tiene que ver con su teoría de la evolución), por eso cita cada año sus porcentajes de fracaso escolar sin sonrojarse. No hay que engañarse, los sucesivos Gobiernos de España, centrales o autonómicos, de derechas o de izquierdas, nunca han apostado de verdad por la escuela pública. Siempre que estemos de acuerdo en que apostar signifique también poner dinero sobre la mesa y no llenarse la boca de intenciones.
En la escuela española el que vale, vale y el que no sigue el curso lo tiene muy mal desde el primer día. Si ese mal estudiante es, además, revoltoso y pertenece a una familia desestructurada (que nadie sabe bien lo que quiere decir, pero que todo el mundo usa con una alegría pasmosa) pues pelotas fuera: al psicólogo que vas, o peor, al educador social, a ver si pone firmes al niño ese y a su familia.
Estoy siendo injusto. Pues claro. Hay excelentes profesores que ponen su esfuerzo en que todos sus alumnos aprendan. Son muchos. A veces consiguen resultados asombrosos. Pero, en la mayoría de casos, se dan de bruces con el sistema, con sus exiguos medios y su filosofía.
Pocas escuelas españolas comienzan con el objetivo del fracaso escolar cero y ponen en ello todo su empeño. Y poner todo su empeño nos debería incluir a todos: profesores, psicólogos, educadores sociales y otros agentes de la comunidad. Pero nunca he empezado un curso en que el objetivo fuera ese. En realidad las diferentes instituciones públicas (sociales, educativas, culturales, sanitarias), por muchos protocolos que escribamos, siguen estando cerradas e impermeables y eso es un sinónimo de fracaso. A lo sumo conseguimos pasarnos el problema de unos a otros. Derivación, le llamamos.
La cooperación entre la escuela y los agentes sociales es en España una quimera. Se reduce a valiosos proyectos aislados de profesionales con ganas. Pero nunca ha penetrado de verdad en escuelas e institutos, cambiando del derecho al revés el modelo educativo. Más que cooperación, los esfuerzos se gastan en poner líneas divisorias claras (misión imposible, por otro lado): estos son tus alumnos, estos los míos, estos mis problemas, estos los tuyos.
No hay más que ver a educadores sociales e integradores sociales contratados por institutos de secundaria. Salvo honrosas excepciones, ¿participan de verdad en un cambio de modelo de la institución?, ¿se los creen con seriedad directores y profesores a la hora de tratar el conflicto en sus institutos?, ¿participan en el diseño curricular, o los contratan como apagafuegos?
Otras escuelas y otros modelos educativos son posibles. Richard Dawkins nos lo recuerda en su excelente libro, El capellán del diablo, cuando resalta esta cita de la biografía del gran director de escuela Sanderson de Oundle, escrita por H.G. Wells:
“...los esfuerzos más tenaces de Sanderson eran en beneficio del alumno medio y, especialmente, de los “lerdos”. Él jamás admitía esa palabra: si un estudiante era lerdo se debía a que se le estaba forzando en una dirección equivocada y hacía interminables experimentos para descubrir cómo captar su interés... conocía a cada muchacho por su nombre y tenía un cuadro mental de sus capacidades y su carácter... No era suficiente que a la mayoría le fuese bien. “Nunca me gusta fracasar con un muchacho”.
Lo fantástico de este director era que ese esfuerzo no iba en detrimento de los alumnos más dotados, al contrario, la escuela Oundle era líder en cuanto a resultados académicos.
El éxito de la escuela es una cuestión de recursos y de modelo. Cada fracaso escolar es un fracaso de todos.
Este curso empiezo un proyecto ilusionante con un nuevo instituto de secundaria. La dirección es joven, con experiencia y muchas ganas de hacer algo diferente. Saben que no pueden hacerlo solos, y por eso están recabando todos los medios con los que pueden contar, internos y externos: técnicos de cultura y juventud, servicios sociales, entidades de la comunidad, etc.
No somos Finlandia. No tenemos quince alumnos por clase, ni los libros de texto son gratis. No tenemos, por desgracia, su política educativa, pero no por eso debemos tirar la toalla. El objetivo es, y debería ser siempre, sacar el máximo de potencial que cada alumno tiene, con su nombre y apellido. Sí, hasta el último y más cabroncete de la clase. Hacer “interminables experimentos para descubrir cómo captar su interés”, como hacía el profesor Sanderson. Porque la educación es la única que puede cambiar el destino de las personas que parten con más desventajas sociales.
Si puedo aportar mi granito de arena para que el modelo de este nuevo instituto público sea un modelo de excelencia, me daré con un canto en los dientes.
P.D.: Albert Einstein no aprendió a hablar hasta los tres años y suspendió los exámenes de acceso a los estudios superiores en un primer intento. Charles Darwin tampoco tuvo unos comienzos académicos brillantes. Su padre le decía: “de lo único que te preocupas es de andar dando gritos, de los perros y de cazar ratas, y serás una desgracia para ti y para toda tu familia”. No estaría de más recordarlo cada vez que alguien se atreva a hacer cábalas con el destino de algún renacuajo.
#reflexiones
Alaska, 6-9-2008
Hace unos años, aquí en Alaska, trabajé con el concejal de servicios sociales más impresentable de la historia. Era un tránsfuga empedernido e interesado. Transfugaba tanto que cuentan que un día, al llegar a casa, su mujer lo confundió con otro. Era tan obtuso que pensaba que el concepto de “servicio público” era una marca de embutidos.
Era, entre otras cosas, un racista acabado. Lo primero que preguntaba cuando le presentabas cualquier informe social era si se trataba de un ciudadano de “aquí” o “forastero”. Lo decía así, “forastero”, con un gesto de asco, como si fuera el sheriff corrupto y feo de un pueblo del Oeste.
No es que en la política municipal abunden más los ineptos que en cualquier otra ocupación, lo que pasa es que tienen mucha trascendencia. Sus gracias las pagan durante algunos años cientos o miles de ciudadanos. En la política nacional también abundan, claro, lo que pasa es que hay un poco más de “filtro” (bueno, tampoco tanto, para qué nos vamos a engañar). Muchos personajillos que no llegarían ni a presidente de escalera, aunque les toque, se presentan a las listas electorales del pueblo, como si el pueblo fuera su cortijo. A ver si, con un poco de suerte, el pueblo los catapulta a algún sitio lejos de su mediocridad.
Vayamos por partes. Para ser concejal de servicios sociales tienes que ser un poco especial. Porque tampoco es una concejalía que dé muchas alegrías. Una de dos. O te va la marcha y te interesan los temas sociales, o te toca porque eres el último de la lista, o el más pringado, y te dan lo que quedaba; la pedrea, la más fea, la que nadie quiere.
Con los primeros, los vocacionales, se suele trabajar muy bien, los profesionales lo agradecen y los ciudadanos lo disfrutan. Entre los segundos suele haber de todo. Está aquel que, pese a encontrarse con un marrón entre las manos, se va espabilando, se lo toma en serio y confía en sus profesionales a la vez que les exige. Luego están los otros, los chupópteros, los inútiles, los impresentables, los cantamañanas como el que yo tuve hace unos años. A estos, sus ciudadanos les importan tanto como le importan a una mosca las tragedias de Shakespeare.
Con estos últimos no he tenido nunca muy buena relación. No los trago. Trabajo con ellos, a sus órdenes, faltaba más, para eso han sido elegidos por el pueblo soberano y ¿sabio? A responsable en el trabajo no me gana nadie. Pero no los trago. Como intenten pisarme o insulten a los usuarios del servicio con su chulería barriobajera, me lanzo a la yugular. No me provocan ni un minúsculo ápice de indulgencia y celebro cuando, por fin, el pueblo les da una patada en el culo.
P.D.: Un investigador canadiense, David Skillicorn, está desarrollando un programa informático para detectar las falsedades y manipulaciones que inundan los discursos de los líderes políticos. A ver si lo patenta y nos podemos ahorrar a unos cuantos.
#técnicas
Alaska, 10-10-2008
Confidencialidad, imparcialidad, parafraseo, el acta inicial, que no se me olvide el acta inicial, la han de firmar, ¡ah, sí!, lo de la pensión, que no puede.... vale, vale, controlado, esto ya...¡joder, está quemando!...
¡Ostras! Perdonadme. No sabía que estabais ahí, leyéndome a estas horas. Nada, nada. No me he vuelto loco, no más de lo que estoy. Solo estaba hablando en voz alta. Lo que pasa es que me han llamado para hacer una mediación familiar y aquí estoy, en casa, en pantuflas y con un café, repasando conceptos. Por si no os lo había comentado antes, soy también mediador, pero como me llaman para hacer una mediación familiar de higos a brevas, pues es cuestión de poner mis neuronas y otras herramientas a punto.
Tiene la mediación esa cosa mágica que parece que no haces nada, pero sí que haces, o así parece.
Ummm, qué espeso estoy hoy.
Hemos quedado el viernes por la tarde. Primero la llamé a ella y después a él. Tonos de móvil. Respiré hondo: “Hola, soy Quique, el mediador familiar que os han asignado”. Algo así dije, pero mejor, creo, y de repente entré en sus vidas casi sin llamar.
Iniciar una mediación familiar es un ejercicio profesional y humano apasionante. Dos personas, en un momento de sus vidas que querrán olvidar cuanto antes (un proceso de divorcio), sentadas delante de un desconocido (yo), al que también querrán olvidar.
Está la técnica, sí, pero también la curiosidad animal, la de ellos y la mía: ¿cómo será(n)? ¿Se mostrarán escépticos, previsores, ilusionados? ¿Preferiría(n) que hubiera sido una mujer? ¿Seré muy joven para ellos, o muy viejo?
Y esa cosa de medir los tiempos, las miradas, de ser ecuánime y, por lo mismo, poco espontáneo, pero a la vez no parecer estirado, serio sí, pero cercano, cercano sí, pero ojo, sin pasarte de listo.
Llegarán. Un apretón de manos. Nos tantearemos como animales en un rito millones de veces repetido. El pudor, al principio. Quizás no, pero será lo más probable. Porque sin cámaras de televisión la intimidad sigue siendo la intimidad y no ese negocio infame.
Luego hablarán, porque todo el mundo necesita ser escuchado, y más por alguien que no les va a juzgar. Aunque eso no lo sabrán todavía.
Quizás ella, o él, piense; “está muy delgado” o “qué serio es”, o “no sé por qué he venido aquí”, o simplemente se fije en el cuadro que cuelga del despacho.
Carraspearemos, seguro.
Luego, una risa amable (yo), cálida. Darles lo mejor de mí.
¿Empezamos?
#reflexiones
Alaska, 5-10-2008
—¿Este es tu despacho? Es un poco frío, ¿no?, —me dice Jessica, una joven de 17 años.
¿Frío? Una pocilga, eso es lo que es. No se lo digo. Lo voy pensando, con una mezcla de indignación, rabia y vergüenza ajena.
Resulta que hoy he ido a trabajar a un pequeño ayuntamiento de Alaska, para sustituir durante un par de semanas a un compañero. Total, que me he encontrado con el despacho más cutre en el que he trabajado en mi vida. X ya me lo había comentado, pero se había quedado corto. Paredes sucias, desconchones, sillas rotas, sin teléfono, sin sala de espera, cables colgando como telarañas, barreras arquitectónicas por todos lados, sin ventilación. El único teléfono está en un sórdido pasillo atiborrado de gente. Aquí la confidencialidad es una utopía. En una palabra: asqueroso. Un insulto a las personas que vienen al servicio y a mí mismo. Y no es que estén de obras, ¡qué va!, ni que el ayuntamiento sea así de tercermundista, ¡quita! Es solo que se trata de servicios sociales, amigos.
Estoy de muy mala leche, ¡para qué lo voy a negar. Si no hubiera sido porque tenía a la gente esperando y la agenda llena de visitas, llamo al alcalde y le digo que por qué no viene a trabajar él en este cuchitril. No así, ¿eh?, con más diplomacia, que yo soy muy diplomático cuando me pongo. Le hubiera llevado un catálogo de Ikea, para que se entere de que tampoco cuesta tanto, ni es ningún lujo, atender a sus ciudadanos como Dios manda.
Pues sí, soy intransigente con este asunto, aunque, por fortuna, estas situaciones comienzan a ser muy excepcionales. Y es que ya me imagino a algún político enteradillo de este ayuntamiento diciendo: “Va ¿los de servicios sociales? Ponles ahí mismo. Total, si atienden a los pobres, ¿qué más da?”, mientras diseña el loft del arquitecto municipal. Pues me van a oír.
No, si una parte de culpa la tenemos nosotros, los educadores, con tanta tontería que tenemos a veces, que vamos de agentes de cambio y no nos atrevemos ni a pedir que pongan papel en el wáter. Y es que algunos no se han enterado de que estamos en el siglo XXI y que la imagen que se ofrece es importante si quieres que el Otro te haga un mínimo de caso. Hasta los niños se dan cuenta de que eres un pringao trabajando en estas condiciones. Algunos no entienden que para ofrecer una atención de calidad hace falta empezar por unas condiciones mínimas de trabajo. Otros, con espíritu misionero, defienden la “autenticidad” de trabajar bajo mínimos, a ver si jugando a ser pobres les viene la inspiración.
En fin, se trata sobre todo de una cuestión de respeto a las personas que vienen a hablar contigo. Muchas de ellas están jodidas y merecen que las recibas en el salón de casa y no en el trastero.
Esto vale para despachos, y para cualquier otro espacio en el que se atienda a las personas: centros abiertos, cerrados, residencias, cárceles o lo que sea.
Hace unos años vi la obra de teatro La comedia de los errores. La escenografía del espectáculo era apabullante, con una serie de plataformas hidráulicas que hacían aparecer y desaparecer a los actores. Sin embargo, tamaña complejidad lastraba la obra. La hacía lenta y con poca gracia.
Meses después pude ver la misma obra, representada por la misma compañía, pero en un teatro cuyas dimensiones no permitían montar el mismo escenario. Se trataba de un espacio mucho más sobrio y en apariencia menos vistoso. Paradójicamente, la comedia de Shakespeare se había vuelto trepidante, divertida, y los actores brillaban. En el primer caso la escenografía iba en contra de los actores, en el segundo iba a su favor.
El espacio escénico produce sus efectos, como señala el gran director teatral Peter Brook, aunque se trate de los espacios minimalistas y casi vacíos de sus últimas obras.
El teatro imita a la vida y viceversa. Cualquiera que haya hecho una entrevista o un trabajo en grupo sabe que no es lo mismo trabajar en una mesa redonda que hacerlo en una rectangular, o trabajar en un espacio sin mesa, o hacerlo con las sillas distribuidas de una u otra manera. Por no hablar de las diferencias entre comunicarse en un espacio cerrado o hacerlo en otro al aire libre.
Por otra parte, la psicología y la sociología se han ocupado exhaustivamente de la influencia del espacio en el estado de ánimo y la conducta de las personas. La publicidad, la arquitectura o el diseño han tomado nota. No hay más que darse una vuelta por la ciudad con los ojos bien abiertos: supermercados, parques, callejones. Desde el despacho del director (no suelen ser tan grandes porque el director necesite tanto espacio, sino porque sabe que te intimida sin necesidad de abrir la boca), hasta la consulta del dentista (que pinta su consulta en color pastel, pone música new age, y cuelga cuadros de mares transparentes para que te relajes y no salgas corriendo, antes de abrirte las encías en canal).
En servicios sociales el tema de los espacios da para largo y tendido. Respecto a los espacios descuidados o simplemente inadecuados (por fortuna, cada vez más inusuales), efectivamente producen sus efectos. Uno de ellos es la confirmación de un prejuicio. La de que los servicios sociales continúan siendo un lugar puramente asistencial y residual (donde se tratan “los residuos”), que no merece más atención. De ahí el descuido y la desidia.
El otro efecto se produce sobre las personas que utilizan ese espacio. Por un lado el profesional, al que se le está diciendo, implícitamente, el bajo estatus que ocupa en la organización, cualquiera que esta sea.
Los efectos que pueden causar en el usuario pueden ser muy variados. Unos aceptan no merecer mejor trato que el que se les dispensa al ser recibidos en un sitio feo y en tan malas condiciones. Trato que les recuerda el lugar que se merecen y que, desde luego, no ayuda a reforzar la autoestima de nadie.
Otros usuarios ven confirmados sus prejuicios respecto a los servicios sociales, y se apresuran en declararse “clientes ocasionales” del mismo. “Yo nunca hubiera venido si...”. Lógico, es difícil que puedan ver, en un local en ruinas, un sitio fiable y de calidad donde puedan ofrecerles otra cosa que ayudas económicas o limosna. Por mucho que el profesional se esfuerce en demostrarles lo contrario. Faltaría enumerar los inconvenientes y las distracciones para hacer una buena entrevista o trabajo grupal en un “escenografía” adversa (el frío, la falta de luz, los malos olores, el ruido, etc.). Pero eso daría para otro capítulo y es tarde.
#entrevistas
Alaska, 7-10-2008
10.30 h. Teresiña, mi compañera trabajadora social, y yo salimos a desayunar. Yo, bocata de queso. Ella, café y donut.
—¿Sabes lo que me ha dicho la Paqui hoy?
—No, —digo yo. ¿Qué te ha dicho? Teresiña se parte de risa y casi se le atraganta el donut:
—Dice que no tiene un duro y que está encrisá.
Encrisá. ¡Viva la sabiduría popular! Porque la Paqui no escribe un blog, que si no su encrisá, que viene de crisis, se convierte en un meme y lo dice mañana medio país.
12 h. Julián, dos metros de largo por dos de ancho.
—Pero si yo lo entiendo a usted. Lo que pasa es que si el instituto lo expulsa se va a estar en la calle. Si es que no le gusta estudiar.
—A ver Julián, que no le hablo de los estudios, que a su hijo lo expulsan una semana por su comportamiento.
—Y qué quiere que haga yo, si ni su madre ni yo podemos con él.
—Julián, pero, vamos a ver, ¿me va a decir que un pedazo de hombre como usted no puede controlar a un niño de 12 años?
Las regañinas casi nunca funcionan. A algunas personas mejor recordarles lo buenos padres que podrían llegar ser, si se esfuerzan. Una inyección de autoestima y de refuerzo positivo.
A Julián mejor ponerle un reto, que igual va y lo cumple.
13 h. —Nada Quique, que quería daros las gracias. El Iker está funcionando muy bien en la escuela taller y estamos muy contentos. ¿Ves? Con lo desastre que era en el instituto. Pero es muy trabajador.
Me alegro. Iker ha encontrado por fin un lugar en el mundo.
13.30 h. Ella: —Es que si no le pagáis los libros no va a ir al cole.
Yo: —Es que viene usted ahora con prisas y hace tres semanas que ha empezado la escuela.
Ella: —Pues la niña no va a ir al cole.
Yo: —Pues es su hija y su responsabilidad. Usted verá.
Ella: —Pues a los moros y a los de fuera sí que...
14 h. —¿Es usted el educador social? Mire, nos han dicho en el instituto que vengamos...nuestra hija ¿sabe?...En fin... su madre le miró un día la cartera, porque no se fiaba... ¿sabe? ...bueno ya la habíamos visto llegar alguna vez mal a casa...está siempre agresiva...nos insulta... y sus ojos...
La droga. Felicidad inmediata. Sufrimiento a corto plazo. La química en un cerebro adolescente es una bomba.
Algunas explotan.
#entrevistas
Alaska, 28-8-2008
—Mire Quique, que yo siempre que me llamáis vengo. Pero estoy hartita ya de ir daquípallá por el niño. Que qué paciencia que tenéis que tener con la juventud como es ahora. Anda que yo iba a poder. ¿Usted tiene hijos? A ver, que si se tiene que intentar, se intenta, pero es que yo estoy hartita ya. Ya le habrán dicho en la escuela, ¿no? Que ya lo llevé al psicólogo cuando era chiquitito. Pero él, por aquí le entra y por aquí le sale. Y no es que sea tonto, no, es que no quiere. Es más listo que usted y que yo. Que cualquier día lo estampo contra la pared. Que soy su madre ¿eh? Que lo quiero con locura. Pero es que te pone loca. Pero si luego parece un angelito. Ya verá, que parece que no ha matao a una mosca. Engaña a todo el mundo.
Mira, que no quiera estudiar, pues que no estudie, allá él. Ya sabe lo que le va a tocar, que él ya me ha visto fregando suelos, que a mí no se me caen los anillos. Pero que le falte el respeto a los profesores, ¿eh? Eso nanai. ¿Sí o no? Pero ¿dónde aprenden eso? Porque en casa no. En los institutos. Si los profes son muy buenos, pero es que ahora hay tíos ya con los huevos negros. ¿O no? ¡Que hay cada pieza! Son las compañías, Quique. Que su padre le dice que como lo vea con el Jónatan lo mata. ¿Usted sabe quién es el Jónatan? Claro, no me lo vas a decir. Pero yo sí le tengo echao el ojo. Y luego que tiene la cara de decirle a su padre que le compre la moto, que aprobará el curso... Primero que estudie. ¿Sí o no? Las ganas que tengo de que cumpla los dieciséis y su padre se lo lleve a trabajar. Mira, es que cuando lo veo llegar a casa, con los pantalones caídos, que se le ven tos los calzoncillos y na más que con los cascos, que parece que lo único que le guste es la música, to el día chin chin, y chin chin y chin chin. Pero niño, ¿te quieres subir los pantalones, que vas enseñando el culo? Me pone negra, que me dan unas ganas de pegarle un galletón a ver si se espabila ya. Que ni yo ni su padre le hemos puesto nunca la mano encima, ¿eh?, que es una forma de hablar, pero es que me va a volver loca. Pero es que yo veo eso feísimo, que parece que vaya cagao. ¿Sí o no?
#entrevistas
Alaska, 15-11-2008
Madre: —¿Y si nuestra hija no quiere venir a la entrevista?
Quique: —Entonces vengan ustedes.
Padre: —Pero... ¿de qué servirá? Es ella la que tiene el problema.
Quique: —Yo no diría exactamente eso. El comportamiento de su hija, su agresividad, está afectando a toda la familia, ¿no?
Padre: —Sí, pero si venimos nosotros y ella no, ¿qué conseguiremos?
Quique: —No lo sé. Su hija no está aquí, así que es difícil saber lo que ella piensa y mucho menos predecir qué hará o qué no. Pero esperar a que cambie solo porque se lo pidamos es pedir un imposible. Mire... Díganle a su hija que si no quiere venir a la entrevista, que no venga. Que a ustedes les gustaría, pero que no pasa nada. No se enfaden con ella. Pero díganle que ustedes sí que van a venir, que necesitan ayuda para saber cómo comunicarse con ella, ayuda para entenderla mejor. ¿Comprenden?
Padre: —¿Y eso de qué servirá?
Quique: —Bueno, no lo sabemos todavía. Pero ella verá que ustedes están dispuestos a hacer esfuerzos por ella.
Madre: —Ya, pero ella no reconoce que tenga ningún problema. Dice que soy yo, que me obsesiono con que toma drogas, y que no entiendo nada.
Quique: —Bueno, ella lo vive así. Hay que escucharla. Su hija no percibe su conducta como problema. Vamos a intentar cambiar eso.
Madre: —¿Cómo?
Quique: —Empezando por reconocer que ustedes también lo tienen, y que por eso están dispuestos a hacer esfuerzos para solucionarlo. A veces los padres, y los profesionales, identificamos a los hijos como el problema, los enviamos al psicólogo, o al médico, pero nosotros no estamos dispuestos a cambiar nada.
Madre: —Ella ya fue al psicólogo, pero no quiere volver. Dice que no está loca.
Quique: —Es evidente que no está loca. Pero también lo es que tiene un problema.
Madre: —Sí, pero ella dice que no es una drogadicta.
Padre: —La verdad es que tampoco sabemos si consume mucho o poco, ni si son porros o cocaína. Ese tema se nos escapa.
Quique: —No estaba pensando en la droga. Su hija, de momento, tiene un problema familiar. Es evidente que su conducta produce dolor.
Madre: —Sí, pero ella no se da cuenta. Al contrario, dice que paso de ella, que la ignoro.
Quique: —Pues es fundamental que ella vea el dolor que produce. Sea como sea, tenemos que hacérselo saber. Tenemos que buscar espacios tranquilos para poder comunicarnos. Estoy seguro de que ella también está sufriendo.
Madre: —Me cuesta llorar. A mí me cuesta exteriorizar mis sentimientos.
Quique: —No hace falta llorar si no quiere. Estoy hablando del dolor que les provoca su hija con ese comportamiento. De los sentimientos: pena, rabia, miedo. También de pensar en todo lo bueno que les provoca. Estoy seguro de que su hija tiene muchas cosas buenas.
Madre: —Sí, claro... aunque es tan difícil...
Padre: —¿Y si no sirve para nada?
Quique: —Podemos quedarnos sin hacer nada, o seguir probando cosas que no han funcionado. Pero yo creo que vale la pena intentar algo diferente. Lo que les estoy proponiendo es que ella vea que ustedes se movilizan.
Padre: —Hemos venido aquí, ¿no?
Quique: —En efecto. Y yo les felicito.
Padre: —¿Y si nosotros hacemos todo eso, pero ella no hace nada?
Quique: —Umm. Puede ser, pero no lo creo. Mire, no podemos controlar lo que hará el otro, pero sí lo que hacemos nosotros. Nuestros cambios obligan a la otra persona a posicionarse de otra manera. Cuando su hija vea que ustedes reaccionan de forma diferente a sus insultos, que ponen unos límites claros, que van a hablar con el educador, con el psicólogo, se asesoran sobre las adicciones, etc., no podrá hacer lo mismo que siempre hace. Además, el amor, el amor a su hija, es un potentísimo motor de cambio. Cambiamos por amor.
Madre: —Eso espero...
Quique: —Yo espero que venga a la entrevista.
Padre: —Quizás tenga razón. Nosotros vamos a intentarlo... Pero todo esto son palabras.
Quique: —Es cierto. Son solo palabras. Ni más ni menos.
#ciencia
Alaska, 18-12-2008
Decía Carl Sagan en El mundo y sus demonios que ignorar los conocimientos científicos en un mundo que depende profundamente de la ciencia y la tecnología es una garantía de desastre.
En las profesiones dedicadas a temas sociales, las ciencias naturales están desterradas. Díganme uno, solo un congreso, curso, formación, jornada, charla, etc. de educación o trabajo social en el que uno (solo uno) de los ponentes sea un biólogo, un físico o un experto en genética, pongamos por caso. A lo sumo algún psiquiatra, sí, siempre y cuando haya abrazado alguna terapia alternativa o ponga incienso y música new age en su consulta.
En nuestras profesiones trabajamos para cambiar conductas sociales, pero ignoramos o despreciamos el peso de la naturaleza. Solemos explicar todo por la influencia de la cultura y el ambiente y actuamos según la máxima de que cualquier conducta es aprendida.
Pensemos en las adicciones, por ejemplo. ¿Cuántas veces habremos culpabilizado a una familia por la conducta adictiva de un hijo? Si era pobre, porque se trataba de una familia desestructurada. Si no lo era, porque algo hubo en el entramado de relaciones familiares que llevó al hijo, inexorablemente, al consumo.
Pensemos en las conductas violentas. Como dice Steven Pinker, “Los padres agresivos a menudo tienen hijos agresivos, pero quienes concluyen que la agresividad se aprende de los padres en un «ciclo de violencia» nunca contemplan la posibilidad de que las tendencias violentas se puedan heredar, como se pueden aprender”.
El conocimiento de la naturaleza humana no es una invitación a no hacer nada. Ni tampoco alude a ninguna clase de determinismo total. Pero nos puede ayudar a mejorar nuestras intervenciones. Desde la consulta de un humilde educador social, hasta el diseño de las políticas sociales.
Un ejemplo para la reflexión. Cuando pensamos en un niño superdotado que no se adapta en una escuela normal, todos coincidimos en que lo que necesita ese niño es una escuela adaptada a sus necesidades. Claro que se trata de una “anomalía” con cierto prestigio social (observen a sus amigos y familiares. La mayoría de padres ven características de niño superdotado en sus hijos... al menos hasta que llegan las primeras notas del cole). Sin embargo, cuando hablamos de un trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH), ummm, la cosa cambia.
¿Una invitación a no hacer nada? Ni mucho menos. Una invitación a hacer otras cosas. Si la heredabilidad del TDAH es de aproximadamente el 60% y el ambiente familiar influye muy poco, quizás es hora de que afinemos nuestra puntería. Para entendernos, si un alumno con estas características no aguanta más de media hora sentado en una clase ¿quién tiene que cambiar? ¿La familia, el niño, o la escuela?
#ciencia
Alaska, 20-11-2008,
Steven Pinker dedica el capítulo 17 de su libro, La tabla rasa, a la violencia. Todo un ejemplo de cómo el conocimiento científico de la naturaleza humana puede contribuir, junto con otras disciplinas, al diseño de las acciones sociales y educativas.
En primer lugar Pinker hace una reformulación interesantísima del problema. Dado que la violencia no es literalmente una enfermedad ni un deterioro, sino que forma parte de cómo somos, y dado que desde el punto de vista personal o evolutivo, a veces la violencia puede resultar hasta rentable, hace falta saber “no por qué se produce la violencia, sino por qué se evita”.
En el mismo capítulo, a modo de prefacio, se dedica a derribar algunos mitos muy arraigados. Uno de ellos es el mito según el cual la violencia en los medios de comunicación explica el aumento de la delincuencia violenta. Según el psicólogo Jonathan Freedman, que ha investigado los estudios que se han hecho sobre este tema, la conclusión que se puede extraer es que la exposición a la violencia de los medios de comunicación tiene poco efecto, o ninguno, en el comportamiento violento del ser humano. Lo mismo ocurre con muchos otros indicadores de “riesgo” que presuntamente provocan comportamientos violentos (como los videojuegos ). Es decir, que no están corroborados por los datos. En algunos casos, incluso, los datos los contradicen.
No es un asunto baladí. Muchos programas o campañas que tienen un coste económico muy alto se justifican en la creencia de que la violencia es una conducta aprendida, y por tanto, hay que prevenirla. Supongo que lo que desea cualquier contribuyente es que, como mínimo, sean efectivos o estén basados en argumentos comprobados.
¿Una invitación a no hacer nada? No, una invitación a hacer cosas distintas. Steven Pinker, basándose en los últimos conocimientos sobre diferentes disciplinas (biología evolutiva y psicología social entre ellas), explica la violencia basándose en tres parámetros: la competencia, la inseguridad y la gloria.
Obviamente, he resumido los argumentos de Pinker sobre este tema, explicados exhaustivamente en su artículo.
Los conocimientos científicos son un importante complemento a las ideas sobre la condición humana que otras disciplinas tienen (filosofía, pedagogía, arte). Ni las agotan, ni son el enemigo. Puede causar decepción e incluso rechazo saber la pasta de la que estamos hechos. La evolución no es un cuento de hadas. Pero saber una parte de cómo somos, y de dónde venimos es una buena manera de conocernos y de saber cómo evitar comportamientos indeseables.
Contrariamente a lo que se piensa, muchas de las propuestas que plantea la psicología evolucionista no defienden nada que se parezca al determinismo, ni tampoco aluden a la falta de responsabilidad del individuo. Al contrario, algunas de sus ideas nutren los manuales de mediadores y pacificadores internacionales. Se trata también de opciones educativas, solo que basadas en datos empíricos y comprobados, lo cual permite afinar la puntería. De hecho, también contrariamente a lo que se piensa, las sociedades de hoy en día, juventud incluida, son mucho menos violentas que las de siglos pasados. Eso quiere decir que, frente al mito del “buen salvaje”, que propugna que es la sociedad la que corrompe al hombre, parece que la sociedad, educación social incluida, está haciendo cosas razonablemente bien y está consiguiendo apaciguar, al menos en parte, los instintos violentos del ser humano.
La mayoría de las ideas que plantea Pinker son muy complejas y exigirían la argumentación completa del autor, pero valgan como ejemplo de que la ciencia no siempre propone soluciones farmacéuticas a los problemas humanos:
P.D.: “Negar la lógica de la violencia propicia que se olvide fácilmente que esta puede estallar, e ignorar las partes de la mente que activan la violencia propicia que se olviden las partes que la pueden sofocar. Con la violencia, como con otras muchas preocupaciones, el problema es la naturaleza humana, pero, al mismo tiempo, la naturaleza humana es la solución”. (Steven Pinker, La tabla rasa)
#técnicas
Alaska, 25-11-2008
Hace un tiempo tuve la oportunidad de hacer una mediación entre dos alumnas de un instituto de secundaria. Me llamó la directora. Las alumnas Paula y Joana se agredían y se insultaban. Una de ellas parecía encabezar un grupo de chicas adolescentes a punto de descontrolarse. Tenían 15 años.
Años atrás quizás hubiera insistido en hacer entrevistas individuales, o trabajar con el grupo apelando a los valores, o hubiera llamado a los padres. Pero en aquel momento ya conocía y dominaba una herramienta muy poderosa: la mediación. Propuse al instituto una mediación fuera de las aulas. Los profesores y las dos alumnas aceptaron. Así que un profesor acompañaba a las alumnas a mi despacho todos los miércoles, y hacíamos una sesión de mediación.
Los primeros tanteos podrían haber desanimado a cualquier profano, dada la cantidad de mala leche que se respiraba entre ellas. Pero me sirvieron para tener una información valiosísima del conflicto. Lo más sorprendente eran los motivos por los cuales las dos alumnas se odiaban a muerte: una no soportaba que la otra la mirase. La otra, en apariencia la más débil, no estaba dispuesta a dejar de mirar lo que le viniera en gana. En definitiva, dos adolescentes en competencia, rebosando hormonas, marcando territorio, dispuestas a matarse por una estupidez.
La mediación permite algo que no tienen otras técnicas: permite escuchar al otro y replicar y contrarreplicar las veces que haga falta, con la seguridad de que nadie va a partirte la cara a mitad de tu argumentación. Permite también conocer al otro como nunca antes lo habías conocido, aceptar la equivalencia de sus intereses, reconocer que quizás esa persona que llora, Joana, lo hace por cosas parecidas a las que a ti te hacen llorar. Quizás es un ser humano y no un saco de carne al que hay que dar patadas en la cara hasta que reviente.
La mediación fue un éxito. Firmaron un pacto de no agresión y se dieron la mano. El resultado me asombró a mí, que no suelo tirar cohetes fácilmente y siempre pongo un “pero” escéptico a cualquier cosa con pretensiones de panacea.
Paula y Joana, desde ese momento y en los cursos siguientes, levantaron el hacha de guerra. No fueron nunca amigas, que yo sepa, pero no volvieron a agredirse, ni lo hicieron con otras compañeras, al menos con la violencia que habían demostrado hasta ese momento.
¿Un milagro? Ni mucho menos. Algo más modesto que un milagro, aunque más difícil de conseguir: Paula y Joana habían dejado de ser unas desconocidas. La mediación las presentó. Se habían reído y habían llorado juntas. En definitiva, habían intimado. Estoy seguro de que eso es lo que hacía que la mirada de Joana ya no fuera desafiante. Al menos había dejado de serlo para Paula. Cuando Joana la miraba, se disparaba en su mente un reconocimiento hacia su persona que contrarrestaba el deseo de agredirla. Algo mucho más fuerte que el pacto firmado, que al fin y al cabo solo pretendía dar formalidad al acuerdo. Un pacto, además, que les ofrecía la oportunidad de presentarse a sus grupos respectivos con la cara bien alta y con prestigio. Las dos eran ganadoras.
También creo que fue un acierto hacer la mediación fuera del instituto. Mi despacho ofrecía una tierra de nadie, neutral, fuera del alcance intimidatorio e inquisidor del resto del grupo que siempre es exigente a la hora de pedir al líder que demuestre su poder.
El filósofo Peter Singer habla de la existencia de círculos morales (formados por los miembros de un mismo clan). Dentro del círculo, nuestros semejantes son blanco de la comprensión. Fuera de él se les trata como a una cosa inhumana, una roca o un pedazo de carne.
Sin lugar a dudas, Paula y Joana habían ensanchado sus círculos morales un poquito más.