LA PROPAGANDA Y EL CINE NORTEAMERICANO

El estudioso del cine Thomas Doherty, en su libro Projections of war. Hollywood, American Culture and World War II, plantea la cuestión de la existencia o no de propaganda en el cine norteamericano. Sin embargo, más que la existencia, lo que plantea es la dificultad que han tenido siempre los norteamericanos para utilizar este término aplicado a sus producciones.
Incluso en momentos como una guerra, en que parecería obvio que se practicara y se utilizara la palabra propaganda sin muchas dificultades, los norteamericanos se han mostrado reticentes a ello.
Doherty consigna una anécdota atribuida al director de cine John Ford. El director, como otros cineastas de Hollywood durante la Segunda Guerra Mundial, realizó varios documentales destinados a los soldados. Algunos eran de tipo informativo, sobre cuestiones prácticas relacionadas con la guerra –sobre higiene sexual, sobre tácticas para el interrogatorio de los enemigos, sobre el funcionamiento del armamento bélico, etc.–, pero otros apuntaban directamente a cuestiones de tipo propagandístico. En estos se presentaban las excelencias de un sistema político, de una manera de vivir, y se destacaban el valor y el coraje de un ejército y una población civil, buscando referentes históricos que sirvieran para cohesionar la población, mientras se desprestigiaba y se ponía en evidencia a los enemigos en todos estos puntos.
Una de estas películas era The Battle of Midway (1942), que Ford realizó sobre la batalla en las islas Midway entre norteamericanos y japoneses. Doherty explica que Robert Parrish, uno de los colaboradores de Ford que trabajaba como montador, preguntó al director si tenía en mente realizar una película de propaganda. «Ford me miró un rato largo –dice Parrish–, miró por encima de mí y volvió a mirarme. Entonces encendió su pipa, acción que le tomaba normalmente dos minutos y que a mí me parecieron dos horas, y finalmente dijo: "¿Qué palabra has usado?". Yo la repetí y él dijo: "No vuelvas a utilizar nunca más esta palabra mientras estés bajo mi mando".»
Todo film tiene un carácter social, es reflejo de la sociedad en la que se inserta y es, también, promotor de comportamientos. Bajo esta premisa, el cine norteamericano, el cine de Hollywood, desde sus momentos fundacionales hasta la actualidad, ha reflejado una sociedad –la norteamericana– y ha promovido y exportado, con éxito, unos comportamientos, unos valores, un modelo de vida.
Ahora bien, los valores ideológicos, inherentes a todo film, pueden ofrecerse de forma más o menos explícita, y si en la mayor parte de la producción convencional se puede considerar que adoptan formas implícitas, en determinados casos –y la guerra es uno de los más significativos– lo que es ideológico se vuelve evidente. En estos casos, la obra cinematográfica toma conciencia de su papel ideológico. Es decir: se hace, conscientemente, propaganda.
Y a pesar de esto, citando de nuevo a Doherty, los directores norteamericanos que realizaron estos filmes durante la Segunda Guerra Mundial pensaron que estaban haciendo «un trabajo», otro trabajo, en cierto sentido parecido a las películas de ficción que habían hecho durante los años previos a la guerra, y nada que tuviera que ver con política o propaganda.
Varias razones explican este hecho. Una es que el gobierno de EE.UU., a diferencia de los gobiernos de países bajo regímenes dictatoriales, solo pudo establecer un control relativo sobre la producción cinematográfica durante la guerra.
Durante las tensas y convulsas primeras décadas del siglo xx, se instauraron regímenes políticos dictatoriales en Rusia (después Unión Soviética), Alemania, Italia y España. Los gobiernos de la Unión Soviética y Alemania sometieron a sus respectivos países a una estatalización radical, lo que afectó también a sus cinematografías, que pasaron a depender de organismos gubernamentales. Lo mismo sucedió en Italia y España, aunque, posiblemente, con menos eficacia.
Frente a este modelo, en el que se impuso una ideología desde el gobierno, el sistema político de los países democráticos –Gran Bretaña, Francia, EE.UU.– siguió permitiendo el juego ideológico y la libertad de empresa. Pero la guerra comportó que también las democracias empezaran a realizar propaganda política directa a través del cine. Se crearon organismos de control y censura y se establecieron directrices. Pero a pesar de ello, la producción independiente prosiguió y, de hecho, en algunas ocasiones la producción cinematográfica norteamericana de la Segunda Guerra Mundial se ha descrito como la convergencia de dos poderes: el político, de Washington, y el cinematográfico, de Hollywood.
Es inconcebible, por ejemplo, que en Alemania o en la Unión Soviética los dirigentes políticos vieran cuestionados los contenidos de sus productos cinematográficos, mientras que el presidente demócrata Franklin D. Roosevelt tuvo que soportar las críticas de la oposición republicana e, incluso, la cancelación de algunos programas cinematográficos, bajo la acusación de realizar propaganda partidista. También es inconcebible que en Alemania o en la Unión Soviética los filmes producidos desde los respectivos ministerios de propaganda tuvieran dificultades para ser distribuidos, mientras que las producciones cinematográficas gubernamentales norteamericanas chocaron con el rechazo de los productores y distribuidores, recelosos de la competencia frente a sus productos comerciales, y a menudo tuvieron que conformarse con su exhibición a través de circuitos paralelos.
Este escenario podría explicar, en parte, la sensación o creencia de los realizadores norteamericanos de que, pese a la urgencia y a las imposiciones del momento, seguían trabajando con libertad; en cualquier caso, con mucha más libertad que los realizadores de los países dictatoriales, que serían, en definitiva, los que producirían propaganda. Porque, y este es otro punto importante que debe destacarse, los norteamericanos asocian la palabra propaganda a la falsedad, a todo lo que implica manipulación y es propio, según ellos, de sistemas políticos como las dictaduras y no de las democracias.
Lo que aquí se plantea es, en realidad, la lucha entre la verdad y la mentira y, por extensión, la capacidad de establecer de modo convincente quién tiene la verdad y quién no. La propaganda es, básicamente, el arte de lograr hacer creer que la verdad está del lado de quien la ha producido. Y se trata de un objetivo compartido por cualquier tipo de sistema político.
Pero el caso norteamericano presenta unas características singulares. El concepto de verdad es consustancial al país. Para buena parte de los norteamericanos, EE.UU. es una nación que se ha forjado, precisamente, sobre este concepto. Estados Unidos, un país joven si se compara con las naciones europeas, sería depositario de una verdad legada por Dios: todos los seres humanos nacen iguales a sus ojos. Y, siguiendo este razonamiento, EE.UU. se ha convertido, a lo largo de su historia, en el espacio físico donde esta «verdad» se ha vuelto real. El país se ha dotado de un sistema político –la democracia– que ha permitido preservar y desarrollar este legado divino; un sistema político que, entre otras cosas, ha de permitir que en plena guerra mundial se cuestione la labor del gobierno o puedan seguirse defendiendo, dentro de ciertos límites, los negocios privados, incluso a expensas del interés general.
Esta «verdad» primera y este sistema político que la ha hecho realidad han acabado dando, como fruto, un modelo de vida conocido con el apelativo de american way of life. Se trata de una manera de vivir que ha hecho realidad el «sueño americano». Y será, precisamente, este modelo de vida, con toda su complejidad, con sus claroscuros, lo que el cine de Hollywood –implícitamente– exportará por doquier a lo largo del siglo xx.
Sin embargo, cuando las circunstancias dictan que este trasfondo ideológico no tenga que ser implícito sino, claramente, explícito, es cuando los encargados de hacerlo explícito –los directores de cine a las órdenes del ejército, en este caso– vivirán la operación sin contradicciones aparentes, convencidos de que la verdad está de su lado –su sistema social y político así lo confirma a diario– y, por lo tanto, con la capacidad de rechazar el concepto de propaganda, y todo lo que supone de mentira, falsedad y manipulación, porque lo consideran ajeno a su sistema de vida, directamente opuesto a su propia esencia, como individuos, como país y como organización social.
La cuestión no es tan simple, es evidente, pero algo hay de ello en las respuestas, aparentemente, tan viscerales de directores como John Ford.
Aun así, es indiscutible que los norteamericanos hicieron cine de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial. Y, en este sentido, el libro que tenéis en las manos resigue la producción de esta propaganda fílmica a partir de tres conflictos bélicos en los que se implicó EE.UU.
En efecto, la Segunda Guerra Mundial podría considerarse un punto álgido en el desarrollo de la guerra psicológica y, por consiguiente, como una cierta culminación de las tácticas propagandísticas asociadas al cine. Pero antes de implicarse en este conflicto de alcance mundial, EE.UU. se había implicado en otros dos conflictos: la guerra de Cuba, en 1898, y la Primera Guerra Mundial, a partir de 1914.
Este libro, pues, explora estos tres conflictos armados y describe las estrategias ideológicas y propagandísticas que desarrollaron los dirigentes de EE.UU. Unas estrategias que, buscando justificar la intervención de EE.UU. en estas guerras, se basaron en el concepto de país que, como se ha descrito unas líneas más arriba, tenían la mayoría de norteamericanos. De forma repetitiva, y sin apenas variaciones, la principal motivación de su implicación fue el compromiso que parecían habían subscrito con la libertad desde que empezaron a existir como país. Un compromiso que, como se explicará más adelante, les obligaba a defender esta libertad también más allá de sus fronteras.
En la tarea de hacer evidente y sólida esta justificación, además de otros argumentos, el cine desempeñó un papel cada vez más importante. Este texto analiza y describe la función que tuvo el cine, desde el punto de vista de la propaganda, en cada uno de estos tres conflictos.
El análisis y la descripción se lleva a cabo teniendo en cuenta tres centros de producción de películas de contenido marcadamente ideológico. Por un lado, la industria de Hollywood, es decir, la iniciativa privada, que produjo películas que se ceñían sin muchas variaciones al discurso oficial. Por otro lado, el gobierno norteamericano, que centralizaba y coordinaba la información y la propaganda en torno al conflicto bélico pero que también producía películas con finalidades propagandísticas. Y el último centro era el ejército, que se implicó cada vez más en la formación psicológica e ideológica de los soldados a través de películas de formación y propaganda.
De hecho, la asociación entre Washington, el ejército norteamericano y Hollywood, lejos de concluir al final de la Segunda Guerra Mundial, ha seguido manteniéndose a remolque de los conflictos en los que se ha visto envuelto el país a lo largo del siglo xx y principios del xxi. Esta asociación ha acabado fructificando en lo que Jean-Michel Valantin ha denominado «cine de seguridad nacional».
Este libro, pues, ofrece de forma sintética la descripción de los primeros momentos, a finales del siglo xix, en que se produjo esta asociación entre los tres poderes –el político, el militar y el cinematográfico–, y finaliza cuando esta asociación llegó a un punto álgido durante la Segunda Guerra Mundial, el último conflicto antes de la implantación masiva de la televisión.