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Balcells esperó que el público terminase de cantar el himno de Riego, y bajó el telón entre los últimos aplausos de la noche y los saludos de los actores con el puño en alto. Mientras se vaciaba el teatro, se apresuró a recoger el decorado del segundo acto y dejar la tramoya preparada para el día siguiente. Por suerte, el Español sólo programaba una función al día, con lo que todo el trabajo lo podía hacer una única persona en pocos minutos. Otros teatros, como el Cómico, el Principal Palace, el Tívoli y el Victoria, representaban dos e incluso tres obras distintas un mismo día.

Balcells apagó las baterías y cerró con llave los cajones de la utilería pequeña. A lo lejos podía oír los murmullos de los últimos espectadores al salir. Desde la ofensiva del Ebro se había notado un aumento de la afluencia de público, que ya no se reducía a los heridos de guerra que entraban gratis con los pases de transporte público. El Consell había ordenado hacía tiempo la representación de obras patrióticas, musicales o comedias que animasen a la población, pero la gente no empezó a acudir al teatro hasta que llegaron las buenas noticias del frente del Ebro. Con todo, el ambiente que se respiraba en el interior del teatro era apático. Desde el 36 estaban suprimidas la contaduría, la reventa y la claque. Se habían prohibido también las propinas, aunque más tarde hubo que readmitirlas ante las protestas de los empleados. Además, como en la mayoría de las industrias, se habían igualado los sueldos de todos los trabajadores, por lo que el primer actor pasó a cobrar lo mismo que el último figurante. Ello provocó un aluvión de indisposiciones de los protagonistas, por lo que los repartos tuvieron que ser remodelados a última hora con actores jóvenes y algún que otro aficionado.

Balcells recogió la gorra del vestuario. Apuntó en la tablilla el número de bombillas que encontró fundidas, saludó al portero y salió del teatro por la puerta de los artistas. En la esquina, dentro de la camioneta, encontró al individuo de barba y pelo negro rizado con el que se había reunido en el aseo antes del intervalo. El hombre que había dicho llamarse Urquiza.

* * *

—¿Te ha gustado la obra? —le preguntó Balcells a Urquiza.

—No he prestado atención.

Balcells introdujo la llave en el contacto y arrancó la camioneta. El motor emitió un carraspeó seco y echó a andar a trompicones. El agente fascista agarró con fuerza el asidero que había sobre su portezuela.

—¿Llegaremos a salvo en este cachivache?

—No vamos lejos —aseguró Balcells—. Este vehículo es del teatro. Tengo que dejarlo en el garaje y después estaré libre.

Balcells dejó atrás Layret y condujo en dirección norte. La habitualmente densa circulación de las calles barcelonesas había cesado casi por completo a aquellas horas de la noche.

—Abre tu ventanilla y presta atención —dijo Balcells—. Yo no oigo muy bien.

—¿A qué tengo que prestar atención?.

—A las alarmas antiaéreas. Si suenan, hay que apagar los faros y dejar la camioneta inmediatamente. El Ayuntamiento ha prohibido la circulación de vehículos durante las alarmas, y si nos pillan se nos cae el pelo.

Urquiza accionó la manivela y apoyó el codo en la ventanilla.

—¿Estás tú solo en esto? —preguntó a Balcells—. Me refiero a lo de Negrín.

—No. Hay otros dos camaradas, aparte del guardia de asalto que conociste antes. En total somos cuatro.

—Me gustaría conocerles.

—Hay una imprenta en Muntaner, sesenta, a la altura de Aragón. Mañana por la mañana nos reuniremos todos allí.

El viaje no duró mucho. Al principio de la calle del Hospital, Balcells se detuvo frente a un portón doble y, sin apagar el motor, bajó para abrir. A continuación, introdujo la camioneta dentro del garaje. Urquiza lo esperó en la acera. El militante del POUM se reunió con él, y juntos caminaron por las calles medio desiertas del barrio chino.

—Dime, ¿eres rico? —preguntó Balcells a bocajarro.

—¿Rico? ¿Qué te hace pensar que yo soy rico?

—Estás ayudando a los capitalistas y los terratenientes a hacerse con el control de España. ¿Eres tú uno de ellos? —Balcells esperó una respuesta, pero ésta no llegó—. ¿O es que no sabes por qué se lucha? ¿No sabes que en España…?

Urquiza lo paró en seco.

—Oye, pongamos las cosas en claro desde el principio —dijo—. He venido aquí a trabajar, no a que me sermonee un jodido rojo. Así que hazme el favor de ahorrarme toda esa basura marxista.

Balcells miró fijamente al agente fascista.

—Ya, claro, has venido a trabajar. Has venido a por Negrín.

—Exacto. He venido a por Negrín. Y me importan un cuerno tus opiniones políticas, tus peleas con los comunistas y tu vida en general. Lo único que yo necesito saber es si de verdad estáis dispuestos a acabar con Negrín. En caso afirmativo, os ayudaré a hacerlo y me largaré de aquí. Eso es todo.

Balcells reanudó la marcha.

—¿Y los pasaportes? —preguntó—. Necesitaremos cuatro.

—Ya os dijeron que llegarán si la operación se lleva a cabo con éxito. No antes. Y, como te digo, aún no sé si todo esto va en serio —respondió Urquiza.

—Te demostraré ahora mismo lo serio que es.

—¿Adónde vamos?

—Vamos a ver a Juan Negrín.

Los dos hombres cruzaron la Rambla a la altura del Liceo y entraron en el barrio Gótico.

—Negrín está separado de su mujer —explicó el del POUM—. Así que a menudo se desahoga con una prostituta.

—¿En un burdel? Creía que en Barcelona los anarquistas los habían clausurado.

—Lo hicieron, pero pronto tuvieron que volver a abrirlos. De todas formas, Negrín no va a ningún prostíbulo. Visita a una mujer en su domicilio, y nosotros conocemos los días, las horas y el lugar.

—¿Y cómo sabéis todo eso? —inquirió el agente nacional.

Balcells no respondió. Antes de doblar una esquina, detuvo a Urquiza poniéndole la mano en el pecho.

—Es ahí detrás. En el número seis, al otro lado de la calle. A la izquierda.

Urquiza se asomó con cautela. Era una vía de un solo sentido y con dos aceras estrechas a ambos lados. No había ni un alma en la calle.

—¿El número seis es el portal que está justo detrás de la farola?

—Ese mismo. —Balcells miró el reloj—. Dentro de unos diez minutos verás aparecer al mismísimo presidente del Gobierno de la República. Lo reconocerás porque lleva sombrero. En nuestra zona sólo Negrín y Azaña lo llevan. ¿A que no sabías eso?

—¿Y cómo viene hasta aquí? —preguntó Urquiza sin dejar de asomarse.

—En un auto negro.

El agente nacional registró mentalmente todos los detalles de la calle.

—¿Y qué escolta lleva?

—El conductor y otro hombre más.

El agente fascista se volvió hacia Balcells.

—¿Cómo sabéis vosotros todo eso? —preguntó—. ¿De dónde obtenéis la información?

—Qué más da. Lo importante es que sea cierto, ¿no?

Urquiza volvió a asomarse.

—Demos la vuelta a la manzana —dijo—. La circulación va de derecha a izquierda, así que desde el otro lado podré verlo venir de frente.

Los dos hombres volvieron sobre sus pasos para acceder desde la calle paralela a la vía donde se encontraba la vivienda de la prostituta. Balcells echó un vistazo. Las farolas ya estaban encendidas y la calle se veía despejada, sin vehículos aparcados en ninguno de los dos lados.

Pasaron unos minutos en silencio. Se oyó entonces el ruido de un motor que se acercaba. Un coche giró por la derecha y aminoró la velocidad. Balcells se acercó a Urquiza para hablarle al oído.

—Ahí está Negrín.

Los dos hombres, parapetados tras la esquina, vieron cómo el vehículo presidencial se detenía justo delante del portal número 6. Un hombre salió por la parte del copiloto y abrió la portezuela de atrás.

—Ya sale —dijo Balcells.

El militante del POUM se apretó contra el hombro de Urquiza tratando de mejorar su ángulo de visión. Finalmente, el hombre que había bajado de la parte trasera del coche se situó bajo el cerco de luz de la farola y quedó perfectamente reconocible. Era algo rechoncho, llevaba anteojos y vestía traje con corbata y sombrero.

—¿Lo ves? —preguntó Balcells en un susurro.

—Sí. Es él. Es Negrín.

El presidente del Gobierno se entretuvo unos segundos para decirle algo a su guardaespaldas antes de acceder al inmueble. Balcells volvió a hablar al oído de Urquiza:

—¿Por qué no te acercas y le pegas dos tiros? ¿Por qué no lo matas ahora?

Urquiza no respondió. Seguía agazapado tras el muro con la vista clavada en Negrín.

—Vamos, puedes hacerlo —continuó Balcells—. Tienes al presidente del Gobierno de la República a menos de treinta metros y una pistola cargada que te hemos dado nosotros. ¿Por qué no terminas de una vez con esta maldita guerra?

El agente fascista siguió mudo.

—Ahorrarías miles de vidas —insistió el del POUM—. Vamos, hazlo. Serás un héroe. Pasarás a la historia. Franco te pondrá una calle en todas las ciudades de España.

Urquiza resopló impaciente y se volvió hacia Balcells.

—Aunque quisiera, no podría —dijo malhumorado—. Me deshice de vuestra pistola antes de salir del motel.

El guardaespaldas de Negrín abrió el portal y el presidente se perdió dentro. Balcells agarró del brazo a Urquiza y lo atrajo hacia sí.

—¿Qué has dicho? ¿Que has tirado el arma?

—Eso mismo.

—¡Serás cabrón! ¿Sabes lo difícil que es conseguir una pistola en Barcelona? Era una de las últimas armas del partido —se indignó Balcells.

—¡Cállate! Nos van a oír. Vámonos de aquí.

Urquiza se deslizó fuera del alcance del militante del POUM y volvió sobre sus pasos hacia la Rambla. Balcells apretó el paso para ponerse a su altura.

—Has cometido una estupidez —dijo—. Esa pistola podía serte útil. No sólo a ti, a todos.

—¿Ah, sí? ¿Acaso era ése tu plan? ¿Darme un arma para que me suicidase intentando pegar un tiro a Negrín? Estás loco.

Balcells negaba con la cabeza mientras caminaba a buen paso.

—¿Suicidio? No había nada más fácil que dejar seco a ese asesino allí mismo.

—Bah, no sabes lo que dices —dijo Urquiza con desdén.

Balcells subió la Rambla con Urquiza. Antes de llegar a la plaza de Cataluña, el agente fascista giró a la izquierda por Pelayo.

—Eh, ¿adónde vas ahora? — preguntó Balcells.

—A dormir. Estoy cansado. Nos veremos mañana en la imprenta. A las once.

Urquiza entró en el portal.

—Espera —dijo Balcells—. Creo que merezco una explicación. ¡Eh! ¡No te vayas!

Pero el agente fascista ya no dijo nada más. Lo último que vio Balcells fue cómo la oscuridad del interior del inmueble engullía al hombre que se hacía llamar Urquiza.