3. HITOS FUNDACIONALES DE LA HIPÓTESIS DEL RELATIVISMO LINGÜÍSTICO
En supossant les hommes abandonnés à leurs facultés naturelles, sont-ils en état d’inventer le langage? Et par quels moyens parviendront-ils d’eux-mêmes à cette invention?
Academia de Berlín, Competencia de 1769.
Citado por Sapir (1907: 65).
En una proclamación reminiscente de lo que fue el proceso de canonización de los pioneros de los estudios culturales (Raymond Williams, Richard Hoggart, E. P. Thompson) y pese a que sólo el último de la serie que sigue es americano de origen, Franz Boas, Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf son reputados en los textos de la metahistoria y la historiografía usual como los padres fundadores del relativismo lingüístico norteamericano. (18) No todo el mundo está de acuerdo en glorificarlos incondicionalmente, sin embargo. Aunque le admiraba, el propio Sapir tenía sus reservas relativas a Whorf, sobre quien expresó en una carta a Alfred Kroeber:
Whorf es un hombre pasmosamente bueno, que en gran medida se ha hecho a sí mismo, y posee un toque de genio. Algunas veces se inclina a salirse del problema central y cede al hábito de especulaciones marginales, pero eso sólo muestra la originalidad y calidad aventurera de su mente (Sapir a Kroeber, 30 de abril de 1936).
Boas, quien al igual que él no poseía grado ni posgrado en materia de lingüística, nunca encontró motivos para avalar, comentar o mencionar el trabajo de Whorf. (19) Mientras casi todos los especialistas contemplan la idea de Sapir-Whorf como una simbiosis inconsútil, algunos autores no ven más que contrastes: Oswald Werner (1977) contrapone a Whorf el ingenioso y sus estructuras sintácticas a Sapir el necio y sus elementos léxicos, mientras que para Ann Berthoff (1988; 1999) Whorf fue el Judas que traicionó los ideales de Sapir.
En el otro extremo del arco ideológico los tres pioneros son vistos más bien como la coronación de un proceso en el cual la antropología lingüística instaura una modalidad humanística de investigación derivada del idealismo neo- o pos-kantiano de la escuela de Baden, signada por un particularismo y un individualismo metodológico que se van acentuando con el tiempo (p. ej. Harris 1978: 218-296). Lejos de ser sólo una curiosidad histórica, esta escuela ha sentado las bases sobre las cuales se apoyan las modalidades hermenéuticas, posmodernas y culturalistas hoy dominantes en la antropología, en la arqueología interpretativa, en la historia cultural y en los estudios culturales, espacios todos ellos que difieren en muchos respectos, pero que comparten la idea y la ideología subyacente a la separación entre las ciencias de la naturaleza y los saberes relativos a la cultura.
Es en la puesta a punto de este perfil ideológico que desborda a la HRL en sentido estricto donde habrá que buscar la génesis del vaciamiento metodológico y de la metamorfosis del objeto de lo que alguna vez pretendió ser el cuarto campo de la ciencia antropológica, para la cual la lingüística constituía –como hemos visto que lo declaraba Lévi-Strauss– la disciplina más avanzada entre las ciencias humanas. Si el trabajo del relativismo se inscribe en la antropología lingüística (que es donde el propio Sapir intentó inscribirlo) hay que decir que en ese campo el concepto de cultura (que ya era vago y polimorfo en tiempos de Whorf) se ha desmaterializado y permanece sin articular hasta el día de hoy, excepto como una entidad auxiliar esencializada, un “mecanismo de imposición de significados” de accionar casi antropomórfico, cuyas propiedades se dan por sentadas o se modulan según se necesite (cf. Sahlins 1977). El vaciamiento del que hablé quedará descripto y corroborado al final de este libro, pues su periplo es coetáneo y connatural al desenvolvimiento histórico de la idea. Las raíces del proceso –como también hemos comenzado a entrever– se remontan hasta los orígenes del movimiento relativista, desde donde arranca una trayectoria que fluctúa y adquiere sentidos diversos según las lecturas que se hagan de ella pero que (pese a que Whorf suscribiera por momentos a una ideología contraria) ha estado signada por una perseverancia merecedora de una causa mejor.
El repliegue a una postura humanística, sumado a los cuestionamientos de gran resonancia pero en el fondo simplistas que han interpuesto autores como Geoffrey Pullum (1991) o Steven Pinker (2000), ha dado el pretexto para que los relativistas buscaran imponer como contrapartida una concepción de la historia de su propia doctrina que presume de revisionista, logrando las más de las veces que el lector quede convencido que los pioneros del movimiento no han dicho (o no han querido decir) lo que sus objetores se obstinan en imputarle, aunque esto sea –palabra más, palabra menos– algo muy parecido a lo que aquéllos han dicho alguna vez.
Prevalentemente en manos de lingüistas, filósofos y literatos, este capítulo de la historia de la HRL en el que confluye la tradición humboldtiana con la naciente antropología cultural y con la antropología psicológica norteamericana ha quedado distorsionado sin retorno, mucho más todavía (si cabe) que la etapa formativa anterior. Alcanza con leer un texto representativo como el de John Lucy (1992a) para corroborarlo. En él la reflexión antropológica en torno de la cultura que asomó con Franz Boas y los boasianos y antiboasianos de primera y segunda generación que apenas hablaron de otra cosa (Alfred Kroeber, Clyde Kluckhohn, Ruth Benedict, Margaret Mead, Robert Lowie, Paul Radin, Alexander Goldenweiser, Melville Herskovits, Ashley Montagu, Ralph Linton, Leslie Spier, Alexander Lesser, Regina [Gene] Weltfish, Ruth Bunzel, Esther Schiff Goldfrank, Ruth Landes) simplemente se ha desvanecido en el aire sin que nadie la haya echado de menos. Tras esta operación de limpieza, el campo quedaba expedito para que los interesados construyeran la narrativa que les dictara su ingenio. El despliegue de un discurso descontextualizado, despiezado y re-construido atribuido a un puñado de genios sin tacha que operan en un cronotopo sin atributos anudando al vuelo de la imaginación y en base a un puñado de ejemplos conceptos desprovistos de problematicidad (lenguaje, pensamiento, cultura, visión del mundo, sujeto, cognición) ha cristalizado como la historia oficial: una hagiografía sin contexto intelectual y sin complicaciones de fundamentación historiográfica, consistente apenas en el registro (pero mayormente en el comentario apologético) de lo que cada prócer objetivamente dijo o presuntamente pensó.
Ninguna de las partes en conflicto, en suma, ha elaborado una historia del movimiento que posea algún grado de sistematicidad o una pizca de verosimilitud y que pueda ser referida como de lectura apta para el recién llegado que quiera hacerse de una idea razonable. Es difícil comprender las razones por las que se llegó a esta apropiación del campo por parte de uno solo de los bandos en disputa, pero lo notable del caso es que ni siquiera resistencia hubo: mientras que los lingüistas asociados al relativismo y los etnolingüistas o bien cooptaban la antropología lingüística o se deshacían de su cadáver, los pocos cronistas potenciales que podrían haber sido partidarios de una antropología científica renunciaban a las tácticas que demandaban lectura de textos para ellos odiosos, sentido de perspectiva histórica y crítica de fuentes, cediendo al adversario la elaboración completa de este episodio de la historia disciplinar.
Se trató sin duda de una mala decisión. Tal como los relativistas la han articulado, esa historia nunca ha alcanzado entidad en sí misma sino que se presenta inexorablemente como prolegómeno de (literalmente) reinvenciones, repensamientos, avances, reconstrucciones críticas, regresos, reformulaciones, celebraciones de estado de arte y apoteosis hegelianas lideradas invariablemente por cada uno de los cronistas ocasionales que han venido a disipar las tinieblas y a poner las cosas en su lugar (cf. Hoijer 1954; Alford 1978; Friedrich 1979; Fishman 1982; Gumperz y Levinson 1991; 1996; Hill y Mannheim 1992; Lucy 1992a; 1992b; 1997; Hill 1995; Lee 1996; Gentner y Goldin-Meadow 2003: 1-14; Leavitt 2011; Carroll, Levinson y Lee 2012). A nadie pareció importarle mucho la irrealidad o la pequeñez de semejantes logros o que las crónicas parecieran estar menos escritas en la tercera persona del plural que en la primera persona del singular. A fin de cuentas, lo que muchos sostienen que hacen los antropólogos, como quería Clifford Geertz (1987: 28), es escribir ficción; y a juzgar por el tono complaciente de las críticas y comentarios corporativos los relativistas están más que satisfechos con la ficción que sus historiadores han urdido.
A esta altura de los tiempos, sin embargo, no hay por qué acatar tales consignas de conformismo. Por eso es que lejos de sumarme a la obediencia debida imperante en la etnolingüística o en la filosofía del lenguaje contemporánea, intentaré sustituir la historia amañada y soporífera que ya nos han contado demasiadas veces por otra que admita desde el vamos la intervención del autor en el texto que escribe pero que se aproxime un poco más a lo que en este momento podemos razonablemente sospechar que es verdad.
Franz Boas – Lingüística y antropología
Aunque nacido en Alemania y educado en Geografía, Franz Boas [1858-1942] ha sido, como se dijo tantas veces, el padre de la antropología profesional norteamericana. Dada la importancia de la influencia de Boas en las líneas principales de la teorización antropológica en los Estados Unidos y en sus derivaciones latinoamericanas, la revisión de la contribución de Boas a la HRL y la HSW no sólo tiene carácter informativo sino que clarifica en gran medida los lineamientos dominantes de lo que Ferruccio Rossi-Landi llamaba las ideologías de la relatividad lingüística, tópico que el semiólogo italiano abordó en sus textos seminales de una manera que dista de ser satisfactoria y que sigue siendo, creo yo, una asignatura pendiente en la lectura política de las hipótesis relativistas.
Figura 3.1 – Franz Boas en 1915.
Colección del Canadian Museum of Civilization, negativo 79-196.
http://culturalanthropology.duke.edu/uploads/media_items/franz-boas.original.jpg
John Lucy ha clasificado las variables posturas de Boas a propósito de la relación entre lenguaje y cultura. En tal sentido ha distinguido tres argumentos que nos servirán como punto de inflexión para ahondar en la caracterización propuesta y eventualmente modificarla de acuerdo con una revisión más exhaustiva de la obra publicada, de los papeles inéditos y de una extensa documentación colateral que hoy es plenamente localizable en la Web de dominio público y que es posible poner a disposición del lector (cf. Boas s/f; 1904; 1911a; 1911b; 1938; 1942). (20)
Por el momento conviene tomar los argumentos propuestos por Lucy tal como vienen; ellos son:
Las lenguas clasifican la experiencia. En esta tesitura Boas considera de interés el léxico de las lenguas, pero también da cabida (confusamente, a mi juicio) a elementos gramaticales. (21)
Diferentes lenguas clasifican la experiencia de manera distinta. Boas ilustra esta idea mediante varios ejemplos, el más famoso de los cuales se refiere a los nombres esquimales para la nieve, tema al que dedicaré un capítulo entero.
Los fenómenos lingüísticos son de carácter inconsciente y su producción llega a ser sumamente automática.
El primer problema con la tipificación de Lucy radica en que Boas no mantuvo las mismas ideas a lo largo del tiempo; los tres fundamentos propuestos tampoco poseen el mismo peso específico ni están elaborados en función de los mismos criterios, siendo el último de ellos, por ejemplo, de interés muy colateral en lo que atañe a las ideas características de la HRL. El segundo dilema radica en que el orden y la naturaleza de los argumentos tiene menos que ver con la evolución del pensamiento boasiano y con sus prioridades teoréticas o empíricas que con la agenda personal del propio Lucy. El tercer problema, mucho más importante, finca en que Lucy no contempla los diversos contextos institucionales, fuentes tradicionales de inspiración y coyunturas científicas en que las afirmaciones de Boas cobran sentido. Aquí optaré en consecuencia por revisar las posturas boasianas a propósito de la relación entre lenguaje y pensamiento siguiendo el curso de sus vaivenes doctrinarios con extrema concisión, en estricto orden cronológico y en relación con sus constreñimientos contextuales.
Después de haber estudiado y publicado infinidad de textos Ts’ets’å’ut, Tsimshian, Snanaimuq, Inuit, Bella Bella (hoy Heiltsuk), Bella Coola (hoy Nuxálk), , Salish, Kathlamet, Chinook, Kutenai y Kwakwaka’waku (alguna vez llamados Kwakiutl) que casi ningún relativista leyó y que inspiraron mucha antropología pero poca lingüística, el punto de partida en las elaboraciones boasianas sobre el lenguaje es su “Introducción” al Handbook of American Indian Languages (Boas 1911a). En ese texto Boas sostiene que subyacente al lenguaje hay una experiencia muy variada, y que en definitiva el lenguaje sirve para expresarla:
El número total de combinaciones posibles de elementos fonéticos es […] ilimitado; pero sólo un número limitado se utiliza para expresar ideas. Esto implica que el número total de ideas que se expresan mediante distintos grupos fonéticos es limitado en número. Dado que el rango total de la experiencia personal a la cual el lenguaje sirve para expresar es infinitamente variada, y toda su amplitud debe expresarse mediante un número limitado de grupos fonéticos, es obvio que una clasificación extendida de las experiencias debe ser subyacente a todo el lenguaje articulado (Boas 1911a: 24). (22)
Al mismo tiempo, es evidente para Boas que distintas lenguas poseen muy diferentes principios de organización, siendo algunas de ellas más elaboradas que otras a las que por motivos que ni siquiera se discuten se empeña en llamar primitivas:
[C]ada lengua, desde el punto de vista de otras lenguas, puede ser arbitraria en su clasificación; lo que aparece como una idea simple en una lengua puede caracterizarse mediante una serie de distintos grupos fonéticos en otra. La tendencia de una lengua a expresar una idea compleja mediante un solo término se ha llamado “holofrasis”, y tal parece en consecuencia que cada lengua puede ser holofrástica desde el punto de vista de otra lengua. Es dudoso que la holofrasis sea una característica fundamental de las lenguas primitivas (Boas 1911a: 26)
La variación entre distintas lenguas puede ser radical, dificultando por ende la comparación:
[M]uchas de las categorías que estamos inclinados a considerar esenciales pueden estar ausentes en lenguas extranjeras y […] otras categorías pueden ocurrir como sustitutas. […] Cada lengua posee una tendencia particular a seleccionar éste o aquel asp) ecto de la imagen mental que es comunicada [conveyed] por la expresión del pensamiento […] [E]n una discusión de las características de diversas lenguas se encontrarán diferentes categorías, y que en una comparación de diferentes lenguas será necesario comparar tanto las características del vocabulario y las de los conceptos gramaticales a fin de dar a cada lengua su lugar apropiado (Boas 1911a: 43).
Es notable que Boas haga referencia a una “imagen mental” pre-lingüística a partir de la cual cada lengua selecciona diferentes aspectos. Esta dualidad incidiría profundamente en la concepción del relativista moderado Dan Slobin que revisaremos más adelante (pág. 241 y ss.). En la visión boasiana las diferencias de organización entre las lenguas conviven también con la idea de la unidad psíquica de la humanidad en una argumentación que todavía guarda alguna tortuosa relación con los predicados del evolucionismo:
[H]ay casos que demuestran que la teoría de Max Müller de la influencia de la etimología sobre los conceptos religiosos explica algunos de los fenómenos religiosos aunque, por supuesto, se puede argumentar que eso se sostiene para una porción muy pequeña de ellos. Juzgando la importancia de los estudios lingüísticos desde este punto de vista, parece que vale la pena someter el rango completo de los conceptos lingüísticos a un análisis de búsqueda, y buscar en las peculiaridades de la agrupación de ideas en distintas lenguas una característica importante en la historia del desarrollo mental de las diversas ramas de la humanidad. Desde este punto de vista, la ocurrencia de los conceptos gramaticales más fundamentales en todas las lenguas debe considerarse como prueba de la unidad de los procesos psicológicos fundamentales (Boas 1911a: 71).
En las páginas que circundan a la cita anterior, Boas se muestra consciente de las diferencias en las capacidades de generalización de las distintas lenguas pero trata de imponer una visión igualadora, restando importancia a la incidencia del lenguaje en el pensamiento:
Parece muy cuestionable pensar que la restricción en el uso de ciertas formas gramaticales puede ser concebida como un inconveniente en la formulación de ideas generalizadas. Parece mucho más probable que la falta de estas formas se deba a su falta de necesidad. El hombre primitivo, cuando conversa con su compañero, no tiene el hábito de discutir ideas abstractas. Su interés se centra en las ocupaciones de su vida cotidiana. […] Parecería entonces que los obstáculos al pensamiento generalizado inherentes a la forma de una lengua sean sólo de menor importancia, y que presumiblemente la lengua por sí sola no impida a un pueblo el avance hacia formas más generalizadas de pensamiento si el estado general de su cultura requiriera expresión de tal pensamiento. […] No parecería entonces, por lo tanto, que hubiese ninguna relación directa entre la cultura de una tribu y la lengua que habla, excepto en la medida en que la forma de una lengua estaría moldeada por el estado de la cultura, pero no tanto como para que un cierto estado de la cultura esté condicionada por los rasgos morfológicos de la lengua (Boas 1911a: 67).
A ello agrega, atenuando (sin sospechar su origen) la idea humboldtiana de que “el pensamiento sin lenguaje es, sin más imposible” (Humboldt 1991: 12), que
Cuando tratamos de pensar con claridad, pensamos con palabras. […] Todos estos rasgos de pensamiento humano, aunque se sabe que influyen en la historia de la ciencia y que juegan un papel más o menos importante en la historia general de la civilización, ocurren con igual frecuencia en los pensamientos del hombre primitivo (Boas 1911a: 71-72).
Como se verá más adelante en este libro, no todo el pensamiento boasiano se engloba en esta afirmación extraordinariamente logocéntrica que Boas ha propuesto sin que le preocupara mucho su generalidad y una ausencia de fundamentación por completo extrañas a su preceptiva metodológica. Pero lo más extraordinario de la fase temprana de las ideas boasianas sobre lenguaje y pensamiento es su postura claramente antagónica a lo que luego llegaría a ser el caso en la formulación canónica de la HRL. Antes que pasara una década, sin embargo, Boas comenzaría a cambiar de opinión. Ya en 1920 pensaba que
Los conceptos generales subyacentes al lenguaje son en gran medida desconocidos para la mayor parte de la gente. Ellos no surgen en la conciencia hasta que comienza el estudio científico de la gramática. Sin embargo, las categorías del lenguaje nos compelen a ver el mundo arreglado en ciertos grupos conceptuales definidos, los cuales, debido a nuestra falta de conocimiento de los procesos lingüísticos, son tomados como categorías objetivas y los cuales, por lo tanto, se imponen sobre la forma de nuestros pensamientos. No se sabe cuál pueda ser el origen de esas categorías, pero parece bastante seguro que no tienen nada que ver con los fenómenos que son tema del estudio psicoanalítico (1920: 320).
Aunque a la distancia Boas y Sapir parezcan ser (a la luz de las categorías que impuso Marvin Harris) más o menos por igual “mentalistas”, Boas –geógrafo al fin y al cabo– era ajeno a la concepción psiquiátrica, caracterológica y eventualmente jungiana de su discípulo. A pesar de la tremenda estatura intelectual e institucional de Boas en la antropología profesional norteamericana, el proyecto de psicologización del concepto de cultura terminaría imponiéndose en los Patterns of Culture de Ruth Benedict (1934), en las tipificaciones psicologistas de Margaret Mead, en el proyecto de Cultura y Personalidad, en los estudios del Carácter Nacional de la segunda posguerra y en la hoy discontinuada antropología ultrafreudiana de Géza Róheim y Georges Dereveux (cf. Reynoso 1993; caps. 2, 5 y 6, en línea). Solamente en los últimos años de su vida Boas (muy antropólogo y un poco lingüista, pero en absoluto psicólogo) comenzó timidamente a intuir y tratar de precisar las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento:
La medida en que las categorías de la gramática y la clasificación general de la experiencia podrían controlar el pensamiento es una cuestión diferente. […] Las categorías obligatorias del lenguaje varían fundamentalmente de un idioma a otro. […] Es obvio que la forma de nuestra gramática nos compele a seleccionar unos pocos rasgos del pensamiento que queremos expresar y suprime muchos otros aspectos que el hablante tiene en mente y que el oyente suministra de acuerdo con su propia fantasía. […] En este sentido, podríamos decir que el lenguaje ejerce una influencia limitada sobre la cultura (Boas 1942: 181, 183]
La significación de la última frase sigue siendo ambigua debido a que en inglés “la lengua” (en el sentido de idioma) y “el lenguaje” se expresan de la misma manera [language, naturalmente], así como por el hecho de que la lengua, según buena parte de las definiciones antropológicas antiguas y contemporáneas, constituye una parte irreductible de la cultura. A esta vaguedad constitutiva me refiero cuando afirmo que desconociendo su propio sesgo idiomático y/o incapaz de determinar si en cada contexto textual se está hablando de una cosa o de la otra, y sin saber si los sobreentendidos que tiene en mente quien escribe son o no idénticos a los que presupone quien lo lee, cada teórico ha aplicado a los dichos de los fundadores (deliberada o inadvertidamente) la interpretación que sirve al momento. Como sea, John Lucy (p. 15) especula que el giro en el pensamiento de Boas tuvo que ver con la influencia que la HSW ya había ejercido en esos días. Puede que en alguna medida fuese así; pero de todas formas, ante semejante colección de ambigüedades cuesta trabajo entender cuál puede haber sido la magnitud, la naturaleza o la significación de dicho giro.
En los evangelios del relativismo se ha concedido a Boas, merecidamente, una estatura colosal como el gran impugnador del evolucionismo degradado que le precedió; haríamos mal, sin embargo, si dedujéramos de esta atribución que el anti-evolucionismo de Whorf es de la misma calidad, deriva de las mismas fuentes o se propone los mismos objetivos. Después de las concienzudas exploraciones de George Stocking, en efecto, la historia de las ideas antropológicas se piensa de manera más matizada y compleja. La historiografía contemporánea ha documentado que Boas ha sido anti-evolucionista en muchos respectos, pero que también fue siempre un ferviente admirador de Darwin y sus ideas, a las que estimaba relevantes incluso en el ámbito de la cultura. Su conferencia “The relation of Darwin to Anthropology”, sin ir más lejos, finaliza diciendo: “Espero haber podido presentarles, aunque fuera imperfectamente, las corrientes de pensamiento debidas al inmortal Darwin que han ayudado a hacer que la antropología sea lo que es en la actualidad” (Boas s/f [1909?]; Lewis 2001: 387).
Contradictorio o no, en la gran escala nadie niega el papel de fundador que jugó Boas no sólo en relación con la HRL sino con la antropología científica norteamericana. Muchos de los rasgos del pensamiento de Boas pasaron a formar parte del patrimonio de la disciplina en general y del movimiento relativista en particular: la visión de la cultura o la lengua “desde dentro”, la reticencia hacia la generalización, la fijación en los detalles cualquiera sea su irrelevancia y el recurso a la historia y a la singularidad de los acontecimientos como sustitutos de la explicación que está haciendo falta son acaso los factores más salientes. En el terreno de la lingüística es peculiarmente boasiana la consagración a la descripción intensiva (tanto mejor cuanto más colmada de texto indígena en alfabeto fonético) y la idea de que es suficiente aducir un par de excepciones (en una población de casi 7000 ejemplares) para impugnar una regla que se cumple en la inmensa mayoría de los casos.
Hay algo de estrechamente empirista en esa posición. Cuando entre 1925 y 1933 Edward Sapir proponía una representación abstracta de los patrones sonoros para establecer su concepto de fonema (como algo distinto de los sonidos del lenguaje) Boas argumentaba que esa metodología conducía a una pérdida irreparable de detalle fonético (Darnell 1998a: 362). Si bien hoy en día un puñado de relativistas pertinaces bajo el liderazgo de Stephen C. Levinson insiste en esa línea boasiana de razonamiento, sabemos que sin esa “pérdida” la lingüística jamás podría haber calificado (parafraseando a Boas) como la disciplina científica que llegó a ser.
Edward Sapir – Lengua y lenguaje
La crónica dominante asegura que Edward Sapir [1884-1939] y Benjamin Lee Whorf asimilaron a través de Boas las ideas del relativismo lingüístico derivadas de la lingüística alemana en general y humboldtiana en particular. Esa es la narrativa que John Joseph (1996) llama “la llave mágica”, según la cual el lenguaje se concibe como encarnando la mente nacional y desenvolviéndose conforme a la concepción hegeliana de la historia. Pero hay otra alternativa, llamada “basura metafísica” [metaphysical garbage] que concibe a la lengua desarrollándose en el interior de una visión evolucionaria de la historia e introduciendo obstáculos y constreñimientos al pensamiento lógico. Esta visión fue un lugar común en la filosofía analítica de Cambridge (Alfred North Whitehead y Bertrand Russell) y en el positivismo lógico vienés de Rudolph Carnap.
Según la concepción de Joseph el vínculo entre la tradición vienesa y la inglesa fue el lingüista y filósofo inglés Charles Kay Ogden, quien dirigió una serie de libros que incluía textos de los estudiosos de Cambridge y Viena y escribió con Ivor Armstrong Richards el famoso El significado del significado (1923) cuyo subtítulo reza algo así como “Una investigación acerca de la influencia del lenguaje sobre el pensamiento y de la ciencia simbólica”. Este libro clásico, menos leído y recordado hoy que hace unas décadas, incluye el memorable capítulo de Bronisław Malinowski sobre “El significado en las lenguas primitivas” en el que se acuñó la idea de la función fática y se puso la piedra fundamental de la vigorosa corriente funcionalista de la sociolingüística y la pragmática inglesa-australiana que habría de coronar M. A. K. Halliday.
Como quiera que haya sido la historia, en agosto de 1923 Sapir escribe y publica “An approach to symbolism”, que no es sino una crítica positiva del libro de Ogden y Richards, en el cual (entre paréntesis) no se le había tratado muy bien. De ahí en adelante –dice Joseph– Sapir adopta casi exclusivamente la postura de la “basura metafísica”, abandonando la concepción de la “llave mágica” que había mantenido en trabajos anteriores (p. ej. Sapir 1921). Joseph asegura que su alumno Whorf desarrollaría también su HRL desde 1931 en la línea Ogden-Richards-Sapir, a excepción de un vuelco hacia la variante humboldtiana un par de años antes de su muerte (y de la muerte de Sapir).
Figura 3.2 – Edward Sapir, ca 1910.
Sea cierta o no la trama pedagógica de la llave mágica y la basura metafísica, el hecho es que revisando los textos tempranos de Edward Sapir y las notas de sus editores se advierte que la historia de sus influencias y sus giros intelectuales ha quedado alborotada, abunda en afirmaciones unilaterales y necesita matizarse bastante. Algunas leyendas históricas consolidadas también demandan revisión. Regna Darnell (1990: 11), por citar un caso, aseguraba que en su tesis sobre el pensamiento lingüístico de Herder Sapir había aportado ejemplos concretos de lenguas aborígenes americanas que había conocido a través de Boas (Sapir 1907). Aunque en “Herder’s Ursprung der Sprache” hay algunas referencias a la elaborada maquinaria formal de los verbos en las lenguas americanas, a la complejidad del sistema verbal y a la conservación de rasgos arcaicos en la lengua esquimal (pp. 129, 130, 134) los ejemplos concretos brillan por su ausencia. Siguiendo el rastro del hipertexto que he armado en la bibliografía, el lector podrá comprobar que cuando Sapir menciona en su tesis unas cuantas lenguas americanas los datos se derivan de los casos que el propio Herder trajo a colación (basándose en la documentación colectada por jesuitas y viajeros) antes que de la influencia de los relevamientos de campaña realizados por Boas (cf. Hervás 1778-1787).
Ajeno a los debates internos de las corrientes relativistas, el metahistoriador de la lingüística Pierre Swiggers escribe en su Introducción a la tesis sapiriana:
Puede por ende ser históricamente incorrecto reclamar una gran cantidad de influencia boasiana en la tesis de maestría de Sapir. Tampoco el hecho de que Sapir muestre familiaridad con la corriente humboldtiana (Humboldt, Steinthal, Haym) constituye evidencia concluyente de una fuerte influencia boasiana: en cualquier análisis lingüístico y filosófico del texto de Herder de 1772 y de su recepción se debe hacer mención de la relación del texto de Herder con la obra de Humboldt sobre la naturaleza del lenguaje y la diversidad de las estructuras de las lenguas (Swiggers 2008: 58).
El estudio de Sapir sobre Herder no es por otra parte una de sus obras más creativas; por añadidura, sólo se refiere al tema de la diversidad y la diferencia entre las lenguas tangencialmente. Lo que sí es notable es que Sapir inicie su estudio haciendo mención de la competencia de la Academia de Berlín de 1769 cuya convocatoria he documentado en el epígrafe inicial de este capítulo. Quizá no fuese casualidad que el propio Abhandlung über den Ursprung der Sprache de Herder fuese el texto ganador de la competencia. Como hemos visto al inicio de este estudio, es en el concurso de 1757, y particularmente en la respuesta que a su pregunta ofreciera Michaelis (12 años anterior a la competencia citada por Sapir y 15 años antes de la publicación de Ursprung der Sprache) cuando se inicia cabalmente la trayectoria de la versión europea de la HRL. Pero no serán éstas las huellas seguidas por Sapir.
Lo primero que el lector lingüista advierte en su obra es que a excepción de unos cuantos pasajes eslabonados en “El estatuto de la lingüística como ciencia” (1929) (premonitorio de “La lingüística como una ciencia exacta” de Benjamin Lee Whorf [1940]), Sapir no ha elaborado explícitamente ninguna teoría sistemática sobre la HRL. A decir verdad no ha elaborado siquiera una teoría lingüística en la que la HRL juegue un papel de relieve. Aquí y allá ha hecho puntualizaciones técnicas importantes (a propósito de la distinción entre fonética y fonología, por ejemplo, o acaso definiendo alófono por primera vez) en un plano de refinamiento discursivo que su tutor Boas fue proverbialmente incapaz de seguir. Pero cualquiera haya sido la magnitud de la contribución de Sapir a la temprana lingüística profesional (y ella ha sido a mi juicio anárquica pero grandiosa) no hay en Sapir una obra metódica que sustente teoréticamente la HRL. Sapir carecía por empezar de un principio teórico singular que pudiera operar como heurística rectora. Estas líneas de sus anotadores en las obras completas, creo yo, le hacen justicia:
[É]l no era un relativista de cabo a rabo; él tenía su propia visión de lo que ahora podríamos llamar una gramática universal. Pero él sabía demasiado sobre diferentes lenguas y culturas, o sobre su diversidad de patterning (para usar uno de sus términos favoritos) como para comprometerse prematuramente con afirmaciones generales simplificadoras que, debe admitirse, son a menudo una precondición para el avance teórico. Por éstas y otras razones, en la historiografía de la lingüística Sapir es universalmente reconocido como un gran estudioso, un maestro inspirador y un descriptivista consumado capaz de brillantes e intuitivos destellos de insight, pero no un gran teorista, y menos todavía un gran teorético (Lyons 2008: 295).
Es difícil evaluar la importancia del pensamiento de Sapir en la teorización antropológica-lingüística en general y en el desarrollo de la HRL en particular. Se trata, sin duda, de un autor resbaloso. Richard Preston le ha dedicado estas palabras que suscribo:
La paradoja surge del hecho de que aunque la importancia y la habilidad de Sapir son ampliamente reconocidas, la discusión concreta de su escritura se limita a unos pocos antropólogos y unos pocos textos e involucra muy escasa atención crítica. Las referencias a la obra de Sapir consisten principalmente de instancias en las que un escritor refuerza su argumento por medio de una cita de Sapir en apoyo suyo, utilizándolo como autoridad con poca consideración de lo que él significa más allá de lo que es inmediatamente evidente en la cita aislada misma. La controversia profesional ha pasado por alto los escritos programáticos altamente originales de Sapir, los cuales son potencialmente muy controversiales. [George Peter] Murdock […] ha sugerido que “la elegancia intuitiva y la facilidad verbal” de Sapir ha producido relativamente pocas […] contribuciones permanentes a la teoría cultural. [Alfred] Kroeber […] ha dicho que Sapir, a través de su énfasis en la personalidad, hizo a la antropología más rica como arte pero no como ciencia (Preston 1966: 1105).
Las citas a través de las cuales organizaré las cambiantes y cualificadas posturas de Sapir sobre la relatividad y diversidad del lenguaje seguirán una vez más un orden cronológico. Estarán acompañadas de un comentario que subrayará sus sucesivos posicionamientos en el tema, antes que por intertextos a menudo contrarios al espíritu de las citas, como sucede en la crispada y confusa recensión de John Lucy (1992: 17-24). Las caracterizaciones de Lucy (u otras parecidas que pueblan la literatura) dudosamente puedan pintar el contexto con una mínima adecuación, dado que ni contemplan la totalidad de la obra de Sapir ni reconocen las ideas de predecesores como Humboldt, Herder, Ogden y Richards y otros autores simbolistas o neohumboldtianos; en materia de antropología tampoco documentan tener mayor idea del complejo contexto de la época o de la significación de Sapir para la disciplina.
Resulta fastidioso, en efecto, observar la forma en que los relativistas (mayoritariamente enrolados en la lingüística) comentan la complejidad de las relaciones trazadas por Sapir entre el lenguaje y la cultura cuando los antropólogos sabemos desde el vamos que Sapir alimentaba una concepción “psiquiátrica” en la cual lo cultural no tenía cabida sistemática. La “cultura” de Sapir es, como la de Ruth Benedict, simplemente la personalidad writ large. Sabido es que a mediados de los cuarenta cundía en antropología un grito de alarma, afirmando algunos que la influencia de Sapir estaba sustituyendo el interés disciplinario hacia la cultura por un interés hacia la personalidad (Meggers 1946: 176 y ss.). La mismísima Ruth Benedict llegó a decir que Sapir se encontraba merecidamente aislado de la corriente principal de la antropología “por su deseo de probar que la cultura no importaba” en una era en que se creía que “en importancia explicativa y en generalidad de aplicación [el concepto de cultura] es comparable a categorías tales como la gravedad en la física, la enfermedad en medicina y la evolución en biología” (Kroeber y Kluckhohn 1953: 3; Mead 1959: 201).
Esto dicho, proporcionaré una serie lo más escueta y relevante posible de los conceptos sapirianos sobre la relación entre pensamiento y lenguaje, que es donde radica lo fundamental del aporte de Sapir a la HRL. Se podrá percibir que dichos conceptos son mutables y difusos, pero al mismo tiempo ambiciosos y asertivos. Con todo, la HRL no surgió de golpe. Notablemente, en su libro Language: An introduction to the study of speech (1921), Sapir todavía no se decide en cuanto a la relación de prioridad entre pensamiento y lenguaje y señala al mismo tiempo su universalidad y su diversidad portentosa:
Muchas veces se ha planteado la cuestión de si sería posible el pensamiento sin el habla y también la cuestión de si el habla y el pensamiento no serán otra cosa que dos facetas del mismo proceso psíquico. La cuestión es tanto más difícil cuanto que se la ha rodeado de un seto espinoso de equívocos. […]
Es muy probable […] que el lenguaje sea un instrumento destinado originalmente a empleos inferiores al plano conceptual, y que el pensamiento no haya surgido sino más tarde, como una interpretación refinada de su contenido. En otras palabras, el producto va creciendo al mismo tiempo que el instrumento, y quizás, en su génesis y en su práctica cotidiana, el pensamiento no sea concebible sin el lenguaje, de la misma manera que el razonamiento matemático no es practicable sin la palanca de un simbolismo matemático adecuado. […] Por lo que a él toca, el autor de este libro rechaza decididamente, como algo ilusorio, esa sensación que tantas personas creen experimentar, de que pueden pensar, y hasta razonar, sin necesidad de palabras. […] El pensamiento podrá ser un dominio natural, separado del dominio artificial del habla, pero en todo caso el habla viene a ser el único camino conocido para llegar hasta el pensamiento. […]
Entre los hechos generales relativos al lenguaje, no hay uno que nos impresione tanto como su universalidad. Podrá haber discusiones en cuanto a que si las actividades que se realizan en una tribu determinada son merecedoras del nombre de religión o de arte, pero no tenemos noticias de un solo pueblo que carezca de lenguaje bien desarrollado. […] Muchas lenguas primitivas poseen una riqueza de formas, una latente exuberancia de expresión que eclipsan cuantos recursos poseen los idiomas de la civilización moderna. […] La increíble diversidad del habla es un hecho casi tan impresionante como su universalidad (Sapir 1954 [1921]: 20, 22, 30).
La crítica profesional, incluso la que se planteó desde estrategias teóricas muy diferentes, recibió a Language con alborozo. Leonard Bloomfield, el futuro padre de la lingüística conductista que escribiría más tarde un libro clásico por completo distinto pero que lleva el mismo título, reconoció al texto de Sapir como representativo de las más nuevas tendencias de su época, deplorando solamente su dependencia de la psicología. La lingüística, como cualquier otra ciencia, –expresa Bloomfield– debe estudiar su objeto de estudio en y por sí mismo, elaborando sus propios supuestos de trabajo; debemos estudiar, en otras palabras, dice, los hábitos lingüísticos de la gente sin preocuparnos por los presuntos procesos mentales que podemos concebir que subyacen o acompañan a esos hábitos. Y agrega Bloomfield con aspereza: “Como el resto de nosotros, el Dr. Sapir todavía paga tributo a la especulación apriorística que nos llega bajo la guisa de la psicología; dado que su propia estrategia es científica, estas falsas generalizaciones se destacan del resto de la discusión” (Bloomfield 1922: 143). Es notable, a todo esto, y es signo de una bella concordancia, que un lingüista de pura cepa reproche a Sapir el mismo psicologismo en su tratamiento del lenguaje que el que los antropólogos encuentran pernicioso en su concepción de la cultura.
Pasado ese momento de indefinición ecléctica característico de los abordajes primerizos y de las obras de divulgación, uno de los componentes ideacionales que se fija más tempranamente en el modelo sapiriano es el de la relatividad y la inconmensurabilidad; la idea está plasmada en un texto de 1924, “The grammarian and his language”, unos pocos años anterior a los contactos formales entre Sapir y Whorf:
Sería posible proseguir indefinidamente con tales análisis inconmensurables de la experiencia en diferentes lenguas. El resultado de todo eso sería tornar real para nosotros una clase de relatividad que generalmente está oculta para nosotros debido a nuestra aceptación ingenua de los hábitos fijos de habla como guías para una comprensión objetiva de la naturaleza de la experiencia. Ésta es la relatividad de los conceptos o, como se la podría llamar, la relatividad de la forma del pensamiento. No es tan difícil de captar como la relatividad física de Einstein ni es tan perturbadora para nuestra seguridad como la relatividad psicológica de Jung, la cual apenas está comenzando a entenderse; pero quizá es más elusiva que éstas (Sapir 1924: p. 176 de Collected Works).
Se ha discutido inconcluyentemente si Whorf tomó su idea de relatividad a partir de este ensayo de Sapir o si la sacó directamente de Albert Einstein, como hace unos años se ha llegado a especular (Alford 1981; Heynick 1983; Koerner 2000: 17). No existiendo un registro confiable más allá de la deslucida biografía de Sapir escrita por Regna Darnell (1990) ésta no es una discusión destinada a resolverse taxativamente. Por el momento el único indicio disponible al respecto es la falta de toda mención por parte de Sapir o de Whorf de la literatura especializada cuya lectura se requiere para la comprensión seria y cabal de las teorías físicas implicadas más allá de los estereotipos de divulgación (cf. Sapir 2008: 176; Whorf 1956: 257).
Una vez fijada la idea de la relatividad y la incomparabilidad de las lenguas (correlato de la idea boasiana de que cada cultura debe estudiarse en sus propios términos), el manifiesto relativista fundamental de Sapir es, por supuesto, “El estatuto de la lingüística como ciencia” (1929) donde se lee:
El lenguaje es una guía a la “realidad social”. Los seres humanos no viven solos en el mundo objetivo, ni tampoco están solos en el mundo de la actividad social. Dependen mucho de la lengua particular que se ha convertido en medio de expresión de su sociedad. Es una ilusión pensar que uno se ajusta a la realidad sin la utilización del lenguaje y que el lenguaje no es más que un medio incidental para solucionar problemas específicos de comunicación o reflexión. La realidad es que el “mundo real” está amplia e inconscientemente conformado según los hábitos lingüísticos de un grupo determinado. Ningunas dos lenguas son suficientemente similares para considerar que representan la misma realidad social. Los mundos en los que viven diferentes sociedades son mundos distintos, y no meramente el mismo mundo con diferentes etiquetas agregadas. […] Vemos, escuchamos y obtenemos experiencia como lo hacemos, principalmente porque los hábitos lingüísticos de nuestra comunidad nos predisponen hacia ciertas clases de interpretación. […] Desde este punto de vista podemos pensar que el lenguaje es la vía simbólica a la cultura (Sapir 1929: p. 129 de Collected works).
Los intelectuales del pensamiento débil, en particular, encuentran punto menos que genial que Sapir haya encomillado el “mundo real”, un gesto insólito en la década de 1920, hay que admitirlo. Los antropólogos Jane Hill y Bruce Mannheim (desde la perspectiva poco común de los relativistas posmodernos y en un estilo reminiscente del name dropping propio del Dada Engine o el Postmodern Generator) sostienen que así encomillada la frase es un recordatorio irónico de que el mundo naturalizado de la experiencia cotidiana no está menos culturalmente mediado que el de cualquier otra cultura. (23) La idea sapiriana de que ese mundo “está amplia e inconscientemente conformado según los hábitos lingüísticos de un grupo determinado” –prosiguen– prefigura la caracterización del lenguaje que ha hecho Raymond Williams en Marxismo y Literatura como “una práctica material constitutiva” (Hill y Mannheim 1992: 385; Williams 1997: 32-58). Puede que algo de eso haya, pero lo de “material” ni tiene fundamento en los dichos de Sapir no cuaja demasiado bien con el hecho de que el mundo al que Sapir se refiere se encuentra “inconscientemente conformado”. Ni falta hace decir que el “lenguaje” sobre el que se ha ocupado Raymond Williams es el lenguaje en el sentido usual en castellano (cercano a la langue saussureana) y no el idioma que los relativistas tienen en mente by default cuando en el dialecto relativista del inglés se habla de language.
Como sea, Benjamin Lee Whorf citaría largamente ese mismo texto sapiriano, el cual encapsula buena parte de su propia ideología, en su artículo “La relación del pensamiento y el comportamiento habitual con el lenguaje” de 1939. Otro aspecto fuertemente relativista se manifiesta unos pocos años más tarde, cuando Sapir reafirma la inconmensurabilidad de las lenguas en un párrafo que John Lucy (1992: 18) y otros relativistas con él han mutilado afanosamente, silenciando sus frases esenciales para mantener el mito de que la versión fuerte de la HRL no existe más que en la imaginación de sus detractores. El pasaje completo reza así:
[L]a lengua es en gran medida como un sistema matemático el cual, también, registra la experiencia, en el verdadero sentido de la palabra, sólo en sus comienzos más crudos pero, a medida que pasa el tiempo, deviene elaborado en un sistema conceptual auto-contenido que predibuja toda posible experiencia de acuerdo con ciertas limitaciones formales aceptadas. Tales categorías, como número, género, caso, tiempo, modo, voz, “aspecto” y un montón de otras, muchas de las cuales no se reconocen sistemáticamente en nuestras lenguas indoeuropeas, son, desde ya, derivadas de la experiencia en último análisis, pero, una vez abstraídas de la experiencia, son sistemáticamente elaboradas en el lenguaje y no son tanto descubiertas en la experiencia como impuestas sobre ella debido a la coacción tiránica que la forma lingüística posee sobre nuestra orientación en el mundo. En la medida en que las lenguas difieren muy ampliamente en su sistematización de los conceptos fundamentales, ellos tienden a ser sólo débilmente equivalentes entre sí como dispositivos simbólicos, y son, de hecho, inconmensurables en el sentido en el cual dos sistemas de puntos en un plano son, en su totalidad, inconmensurables a cada otro si ellos son trazados con referencia a diferentes sistemas de coordenadas (1931: pág. 498 de Collected works).
Hasta aquí entonces, ordenadas, sin énfasis añadidos y sin censura, las referencias a la parte que le tocó jugar a Sapir en la gestación de la HSW. En contraste con la postura más “materialista” y pragmática de Whorf, se ve claramente ahora que en Sapir ha tenido mucho peso su instancia “psiquiátrica”. Después de todo, fue él quien introdujo en la antropología norteamericana nada menos que el psicoanálisis bajo la guisa de la tipología psicológica jungiana; lo hizo en un momento en que tenía un peso excesivo el conductismo, promotor de exigencias observacionales que prohibían hablar siquiera de la conciencia, del pensamiento, de la memoria o de la mente humana. Aunque el conductismo se originó en la psicología, la lingüística conductista de cuño bloomfieldiano llegó a prohibir incluso las explicaciones psicológicas tout court, las conductistas inclusive. Por eso es que hoy en día se encuentran juicios como éstos en la ciencia cognitiva y hasta en la neurociencia del lenguaje:
Mientras que nadie negaba el brillo soberbio de Sapir como lingüista, tanto en calidad de teórico como de analista, muchos de sus colegas en ese tiempo consideraban el aspecto “mentalista” de su pensamiento una excentricidad, incluso una aberración, algo que debía más excusarse que ser imitado. Después de todo, la lingüística estaba en su camino de alcanzar un estatuto genuino como ciencia precisamente adoptando el conductismo del día, poniendo el foco en métodos puramente mecánicos para recolectar y ordenar los datos lingüísticos para llegar a un análisis puramente externo de la conducta lingüística, eludiendo toda charla metafísica sobre la “mente” y otros inobservables parecidos. […] Con el correr del tiempo, sin embargo, el campo de la lingüística ha llegado a la misma conclusión a la que llegó Sapir, siguiendo su propio camino y haciendo muy poco uso del insight que él tenía para ofrecer (Anderson y Lightfoot 2004: 5).
En cuanto a lo que mi propio juicio crítico respecta, poco a poco he encontrado un posicionamiento que me permite percibir las zonas umbrosas en las ideas de Sapir y al mismo tiempo (y sobre todo en contraste con las concepciones relativistas que sobrevendrían más tarde y que reclamarían –por ejemplo– abandonar el fonema y retornar a la escala nanoscópica y al empirismo de la fonética) reconocer su estatura de pensador.
Benjamin Lee Whorf – Lenguaje y pensamiento
Todavía no existe una biografía canónica que documente los hechos relevantes y aclare las oscuridades que subsisten sobre la actividad académica e investigativa de Benjamin Lee Whorf [1897-1941], de quien, pensándolo bien, se sabe casi tan poco como de Carlos Castaneda, de Allan Coult o de otros heterodoxos igual de legendarios. Tampoco hay a la mano un resumen sucinto que establezca qué es lo que Whorf verdaderamente dijo sin pasarlo por el tamiz de una lectura epigonal casi siempre sesgada y menos interesada en desentrañar la obra de Whorf que en posicionar al biógrafo de turno. La mejor forma de sintetizar el pensamiento de Whorf es, creo, siguiendo el trámite de sus publicaciones por orden cronológico e invitando a que nos centremos más en el meollo de sus textos que en las bordaduras de las exégesis que se me puedan ocurrir o que otros han dado a la imprenta.
Esta alternativa permite distinguir al menos dos grandes fases claramente distintas en el desarrollo de su pensamiento:
La primera fase está dominada por una búsqueda de principios escondidos y claves ocultas, con una fuerte influencia de las ideas del dramaturgo, místico y ocultista francés Antoine Fabre d’Olivet [1768-1825], quien pretendió descubrir los fundamentos de articulación de la lengua hebrea y los sentidos ocultos de la Biblia en función de una complicada hermenéutica de las letras con que se escribe el idioma, las cuales estaban vinculadas, según él creía, con los jeroglíficos egipcios y con los orígenes del lenguaje mismo (cf. d’Olivet 1821, en línea). Pese a que el descrédito de la interpretación de d’Olivet se remonta al desciframiento de la Piedra de Roseta hacia 1822, Whorf estudió bajo su influjo un puñado de lenguas mexicanas y hasta publicó una monografía sobre la interpretación de los jeroglíficos mayas en 1933. Mientras que todos los especialistas pensaban que estos jeroglíficos eran ideográficos, Whorf (1933a; 1935; 1940a) fue quizá el primero que insistió en que los signos denotaban sonidos; (24) se equivocó por poco, pues no eran alfabéticos como él creía sino más bien en parte logogramáticos y en parte silábicos, pero una concepción como la suya tal vez ayudó a que el lingüista y etnógrafo ucraniano Yuri Knórozov [1922-1999] realizara los primeros desciframientos cabales, todavía discutidos por algunos especialistas en la cultura Maya (cf. Knórozov 1955). (25) A pesar de los reclamos de sus partidarios la contribución criptográfica de Whorf ha sido muy modesta; el apellido del autor ya no se encuentra en los registros contemporáneos de la historia grande del desciframiento (p. ej. Bricker 1995; ver sin embargo Coe 1997: 186 y ss., 191, 199, 206, 211, 221, 225, 230, 254, 267, 313, 361, etc). El principal problema con el trabajo de Whorf es que su derivación de ciertos sonidos a partir de signos específicos resultaba tan fantasiosa y especulativa que el arqueólogo y etnohistoriador Sir John Eric Sidney Thompson, basándose él mismo en una teoría errónea, fue capaz de refutarla con entera facilidad (Thompson 1950: 311-313, en línea). Al margen de los estudios de epigrafía, característicos de esta primera fase son conceptos tales como el del agrupamiento binario, la oligosíntesis y los criptotipos (o ‘tipos escondidos’), basados en supuestos improbables que no han perdurado en el análisis técnico de la lingüística.
La segunda fase arranca con la inscripción de Whorf en los cursos dictados por Sapir sobre lingüística indoamericana en Yale a partir de 1931. Compañeros de Whorf en estos cursos fueron lingüistas ulteriormente bien conocidos tales como George Trager, Charles Voegelin, Mary Haas, Walter Dyk y Morris Swadesh, el futuro inventor (hacia 1953) de la hoy desacreditada glotocronología. Apenas después de tomar contacto con algo más que los rudimentos de la lingüística profesional, en esta fase Whorf abandona discretamente las extrañas teorías de talante oscurantista y las ideas de criptotipos, el agrupamiento binario y la oligosíntesis y desarrolla los tópicos fundamentales de lo que luego sería la HSW, al lado de otros aportes creativos pero algo más convencionales. Algunos de los trabajos whorfianos de la segunda etapa, sin embargo, y en particular su último ensayo resueltamente ocultista sobre “Lenguaje, mente y realidad” se publican en revistas de inclinación teosófica apenas fallecido Sapir (Whorf 1942).
Figura 3.3 – Benjamin Lee Whorf.
Fuente: Manuscripts & Archives, Yale University Library.
Antes de revisar los textos en que se hace plenamente manifiesto el Whorf del segundo tipo hay al menos dos ensayos tempranos que por distintas razones merecen atención. El primero es “Sobre la psicología”, de publicación póstuma y escrito hacia 1927. El segundo se titula “Consideración lingüística del pensamiento en las comunidades primitivas”, también inédito en vida de Whorf y cuya escritura se atribuye a la segunda mitad de 1936. Aquél es de interés porque Whorf documenta que en la búsqueda de una ciencia que se ocupe de “la mente o el alma humana normal” y de “las leyes [o] la topografía de la vida interior o mental” no se encontrará una disciplina que resulte útil. La vieja escuela de la psicología experimental –asevera– nada nos dice de la mente sino que se consagra a la fisiología; el conductismo, a su turno, se ocupa sólo del comportamiento observable y no va mucho más allá del sentido común; la psicología de la Gestalt, mientras tanto, no posee los conocimientos lingüísticos requeridos para penetrar en ese campo; en cuanto al psicoanálisis, Whorf parecería estar hablando de sus propias hipótesis cuando dice, sorprendentemente, que
[e]stá demasiado marcado por la firma de su fundador, Freud, un genio errático con una gran facilidad para percibir las verdades profundas, pero oscuras, y además se encuentra demasiado desordenado a causa de sus dogmas sobrenaturales. Puede servir durante un tiempo como herramienta empírica para la clínica, pero no veo la posibilidad de que sea significativo para el cuidadoso escrutinio científico de la mente normal (Whorf 1971: 57).
Encuentro útiles estas anotaciones para tomar conciencia de que el primer Whorf, al menos, no reposaba en ningún saber disciplinar que otorgara forma y sistematicidad a lo que él quería significar con “pensamiento”. La segunda publicación, “Consideración lingüística…” es significativa por tres razones. La primera es que en su búsqueda de un modelo para responder a preguntas tales como “¿Qué piensan…?” O “¿Cómo piensan?” las culturas primitivas vivientes [sic] Whorf encuentra en el camino a Carl Gustav Jung, cuyas obras conociera quizá por influencia de Sapir, quien es a su vez mencionado elogiosamente (junto a Boas) promediando el artículo.
Whorf alega que Jung distingue “cuatro funciones psíquicas básicas: sensación, percepción [Gefühl], pensamiento e intuición”, y que una de ellas, el pensamiento, “contiene un amplio elemento lingüístico”. La segunda razón que establece la importancia de este artículo es que en él se plantea la posibilidad del pensamiento SILENCIOSO, o sea el pensamiento sin expresión hablada. Whorf, sin embargo, dilapida esta intuición trayendo a colación “un elemento lingüístico existente en el pensamiento silencioso” y casi refrendando la idea (que hemos visto manifestarse en Boas) de que “el pensamiento es completamente lingüístico” (1971: 83).
La tercera y última razón que signa la representatividad del ensayo es la caracterización de la noción de criptotipo, “un significado sumergido, sutil y elusivo” cuya creación atribuye al místico francés Antoine Fabre d’Olivet, mencionado a pocas páginas de distancia de Boas y Sapir, quienes nunca habrían aceptado en sus desarrollos lingüísticos los simbolismos semánticos conjeturales en los que Whorf, místico confeso él mismo, creyó toda su vida con total convencimiento. Whorf admite en algún punto que quizá “no todo lector está preparado a aceptar todos los puntos de vista de Jung” y que “Fabre d’Olivet avanza con absoluta claridad por entre el maremágnum cabalístico y numerológico que recargaba la antigua tradición judaica del hebreo” (pp. 82, 92) pero aun así acepta esa rara fundamentación psicológica y semántica, imagino que a faute de mieux. Whorf poseía una chispeante percepción sintáctica, sin duda; pero fuera de ese simbolismo destemplado –nos damos cuenta ahora– nunca dispuso de una semántica de sistematicidad comparable (cf. Whorf 1936; 1938).
La noción de criptotipo guarda alguna relación con el concepto de clases encubiertas [COVERT classes], una definición lo suficientemente “sutil y elusiva” como para que sólo se pueda dar idea de ella mediante la cita (y la traducción) directa. Dice Whorf:
Una clasificación lingüística tal como la del género en inglés, que no tiene una marca abierta [overt] que se actualice junto con las palabras de la clase sino que opera a través de un “intercambio central” invisible de vínculos de ligadura de tal manera que determina a ciertas otras palabras que marcan la clase, lo llamo una clase ENCUBIERTA [COVERT] en contraste con una clase ABIERTA, tal como el género en latín (Whorf 1956: 69).
Para Whorf lo opuesto del criptotipo es el fenotipo (Op.cit.: 72); más de un whorfiano ha preferido oponer fenotipo y genotipo como si fueran nociones nativas de Whorf, pero no he sido capaz de encontrar esta segunda expresión en su obra publicada o inédita. Que Whorf use criptotipo en vez de genotipo, enrareciendo su propia semántica, se comprende perfectamente a la luz de su afinidad con el ocultismo y de su hostilidad hacia los conceptos evolucionarios (cf. Whorf 1925b).
El primer texto en que se presenta la formulación whorfiana del segundo tipo es sin duda “Un modelo indio-americano del universo”, un ensayo breve escrito hacia 1936, tras cinco años de conversar con su informante Hopi en Nueva York pero dos años antes de la primera y única y breve visita de Whorf a una reserva Hopi de Arizona; es un texto que permaneció inédito y que el lingüista George Trager hizo publicar póstumamente en 1950 (1971: 73-80). El modelo de referencia se refiere, por supuesto, a la concepción Hopi del tiempo. Hoy en día el tema es inseparable de las refutaciones y re-estudios que inspiró, por lo que lo he tratado aparte (ver pág. 205 y ss.). Sea o no fidedigna la descripción whorfiana, lo interesante del caso es que, en contraste con ulteriores modelos de déficit, el autor encontró la forma la caracterizar una concepción distinta sin estimarla ni inferior ni superior, sólo diferente:
Al igual que es posible tener cualquier número de geometrías diferentes a la euclidiana, que den una información igualmente perfecta sobre las configuracio-nes del espacio, también es posible encontrar descripciones del universo, todas ellas igualmente válidas, que no contengan nuestros contrastes familiares de espacio y tiempo. El punto de vista de la relatividad, perteneciente a la física moderna, es uno de esos puntos concebidos en términos matemáticos, y la concepción universal del Hopi es otra bastante diferente, no matemática y sí lingüística.
Así pues, la lengua y la cultura Hopi conciben una METAFÍSICA, como la que nosotros poseemos del espacio y del tiempo y la que posee la teoría de la relatividad; sin embargo se trata de una metafísica distinta de cualquiera de las dos. Para describir la estructura del universo de acuerdo con el pensamiento Hopi es necesario intentar –hasta el punto en que sea posible– hacer explícita esa metafísica, que en realidad sólo se puede describir en la lengua Hopi, mediante significados de aproximación expresados en nuestra propia lengua que, aunque son en cierto modo inadecuados, nos permitirán entrar en una consonancia relativa con el sistema que subraya el punto de vista Hopi del universo (1971: 73-74).
A esta caracterización le sigue una complicada descripción de formas verbales inceptivas, subjetivas, pasivas, espectativas, objetivas, etc., que en la medida en que intentan reflejar la concepción Hopi de las cosas acaso incurren en lo que Max Black llamará más tarde “la falacia del lingüista”, una sobre-interpretación que, sin faltar necesariamente a la plausibilidad desde el punto de vista de la etimología, difícilmente posea realidad psicológica y sea percibida conscientemente por el hablante (cf. más abajo, pág. 142 y Black 1959: 230).
Esta hermenéutica de lo escondido presenta un serio problema. Los relativistas, de hecho, glorifican la Concepción del Mundo del Nativo o del Otro y exaltan el portento de la diversidad y del punto de vista emic, pero lo único que el lector encuentra en sus textos es la interpretación suministrada por el estudioso, o lo que éste dice que es la interpretación de palabras de informantes que no se sabe quiénes son sobre expresiones que se ignora en qué contextos ocurren y cuyo sentido profundo está por definición oculto más allá de la conciencia de los actores. A lo que voy es a que no hay etnografía en la obra de Whorf, ni siquiera rudimentaria, ni tampoco un relevamiento del plano pragmático, o una cabal etnografía del habla o de la comunicación, o una descripción del pensamiento del Otro que no sea monológica, o una autoría de veras reflexiva y compartida; habrá que esperar hasta los estudios del universalista Ekkehart Malotki (1983) para que alguien se digne a documentar, aunque más no fuere, el nombre, el perfil, la palabra y la visión genuina de sus informantes.
La semblanza whorfiana del pensamiento temporal de los Hopi se complementa con una observación respecto de que “la mayor parte de las palabras metafísicas del Hopi son verbos, y no nombres, como ocurre en las lenguas indoeuropeas. […] El Hopi, con su preferencia por los verbos, en contraste con nuestra propia preferencia por los nombres, convierte perpetuamente nuestras proposiciones sobre las cosas en proposiciones sobre los acontecimientos” (1971: 78, 79).
El problema con esta interpretación yace en que no todas las lenguas indoeuropeas o las lingüísticas desarrolladas en torno de ellas privilegian los nombres por encima de los verbos. En la antigua lingüística india de Śākatāyana (del siglo VIII aC), por ejemplo, se aseguraba que la categoría primaria son los verbos y que los sustantivos derivan etimológicamente de las acciones; un siglo más tarde, el etimólogo Yāska afirmará que el significado es inherente a la frase y que el sentido de las palabras se deriva de su uso en la oración (Matilal 1990). Paradójicamente fue la vertiente sapiriana desarrollada en torno de la HRL, con su énfasis en el léxico antes que en la gramática, la corriente lingüística que más contribuiría a mantener el interés de los relativistas en torno de los nombres, casi siempre impropiamente identificados con “palabras” (para las unidades de tiempo, los lugares del espacio, los colores, los parientes, los números, los dedos, los tipos de nieve…), en detrimento de los elementos del lenguaje de carácter más estructural.
Otro de los textos fundamentales en la elaboración de la forma más clásica de la HSW se encuentra en “The relation of habitual thought and behavior to language” de 1939, publicado en un volumen dedicado a la memoria de Edward Sapir, quien acababa de fallecer (Whorf 1971: 155-183). Por empezar, el ensayo lleva por epígrafe la frase de Sapir que dice que el “mundo real” está amplia e inconscientemente conformado según los hábitos lingüísticos del grupo, y que “[v]emos, escuchamos y obtenemos experiencia como lo hacemos, principalmente porque los hábitos lingüísticos de nuestra comunidad nos predisponen hacia ciertas clases de interpretación” (ver más arriba, pág. 74).
La primera argumentación del artículo alega que existe “un acuerdo general sobre la proposición de que a menudo un modelo aceptado de utilización de las palabras es anterior a ciertas líneas de pensamiento y formas de comportamiento” (1971 [1939]: 155). A partir de estas premisas, Whorf desarrolla el cuerpo del artículo en dos secciones implícita pero claramente delimitadas. En la primera desarrolla su famoso ejemplo de los carteles en la gasolinera, en el que queda de manifiesto su experiencia como trabajador en el área de seguros en general y seguros contra incendios en particular, buscando demostrar (como reza el subtítulo de la sección) que el nombre de una situación es un factor que afecta al comportamiento.
En la segunda sección Whorf traza un detallado paralelismo del contraste entre la lengua Hopi y las lenguas que propone llamar SAE, acrónimo de Standard Average European (p. 160). Whorf subraya la diferencia del trabajo implicado en ambas secciones, diciendo que en el primer caso se ha analizado el impacto de simples palabras sueltas sobre el comportamiento, mientras que en el segundo se trata de estudiar el efecto de “categorías gramaticales a gran escala, tales como pluralidad, género y clasificaciones similares (animado, inanimado, etc.) tiempos, voces y otras formas verbales”, preguntándose si “una experiencia dada viene indicada por un morfema unitario, la inflexión de una palabra, o una combinación sintáctica” (p. 159). Este análisis se lleva adelante mucho mejor, dice, si se contrasta una lengua familiar con otra que no lo es tanto.
En la ejecución de ese contraste, Whorf niega al menos en un par de ocasiones (pero de manera un tanto confusa por la rara terminología) que exista una correlación entre el lenguaje y la cultura, o entre el pensamiento y la conducta. Escribe Whorf:
¿Están dados nuestros conceptos de tiempo, espacio y materia de la misma forma mediante la experiencia a todos los hombres o están en parte condicionados por la estructura de lenguas en particular? ¿Existen afinidades susceptibles de ser trazables entre (a) normas culturales y conductuales y (b) patrones lingüísticos en gran escala? (Yo sería el último en pretender que existe algo tan definido como ‘una correlación’ entre cultura y lenguaje, y especialmente entre rúbricas etnolingüísticas tales como ‘agrícola’, ‘cazador’, etc. y otras lingüísticas tales como ‘flexivo’, ‘sintético’ o ‘aislante’) (1956 [1939]: 138-139).
En la nota al pie que corresponde al párrafo se lee:
Tenemos un montón de evidencia de que éste no es el caso. Consideremos sólo el Hopi y el Ute con lenguas que a nivel morfológico y léxico son tan similares como, digamos, el inglés y el alemán. La idea de ‘correlación’ entre lengua y cultura, en el sentido aceptado de la idea de correlación, está por cierto equivocada (1956 [1939]: 139).
Algunos autores (Beek 2006: 14) tratan de conciliar esta contradicción con sus más caros supuestos reinterpretando de un modo conveniente la palabra “correlación”. Dejando de lado la liviandad argumentativa que implica responder a dos preguntas con una sola respuesta que deja una de aquéllas sin contestar, o la pobre redacción del razonamiento que sigue a “Consideremos…”, a menos que el marco whorfiano sea por completo inconsistente (probabilidad que no aconsejaría descartar del todo) yo creo en cambio que la clave de la explicación de este aparente contrasentido finca en qué es lo que Whorf quiere decir cuando se refiere a “la gran escala”.
A diferencia de lo que es el caso con Wilhelm von Humboldt, quien poseía un agudo sentido de la relación entre lo particular y lo general, o entre lo universal y lo relativo, en la argumentación whorfiana la negación de las correlaciones entre lengua y pensamiento se debe a una postura tan fuertemente sesgada hacia el particularismo que ella le inhibe la generalización de sus propios preceptos. Contradiciendo su propia concepción de “La lingüística como una ciencia exacta”, sucede como si a Whorf no le interesara tampoco la búsqueda de un principio de regularidad capaz de imponer alguna apariencia de orden (así fuere circunstancial) al azaroso caudal de un anecdotario desbordante (cf. Whorf 1956: 220-232, en línea; ver más arriba, pág. 90). Sospecho que en esta convicción hay algo más que un eco de las ideas de Franz Boas y de la ideología conservadora de la Escuela de Baden (cf. Boas 1911b: 154; Whorf 1956 [1939]: 139).
Asentada su extraña posición, Whorf procede a ejecutar un conjunto de contrastes entre la lengua Hopi y las lenguas SAE a propósito de las respectivas concepciones del número y el tiempo. En este contexto, Whorf llama la atención sobre el hecho de que en nuestras lenguas el plural y la cardinalidad se aplican tanto a objetos reales como a entidades más inaprensibles y abstractas. Decimos, por ejemplo, tanto “diez botellas” como “diez días”, y “diez” significa lo mismo en ambos casos. En la lengua Hopi, en cambio, no existen los plurales imaginarios. Nuestra “longitud de tiempo” no es considerada como una longitud, sino como una relación entre dos acontecimientos.
En las lenguas SAE, por otro lado, existen dos clases de nombres que indican cosas físicas: los nombres individuales (un árbol, un palo, un hombre, una colina) y los nombres masivos, que no se indican mediante un artículo y que requieren que se especifique un recipiente o contenedor (un vaso de agua, una copa de leche, un balde de arena). (26)
En Hopi, según Whorf, la situación es diferente; el nombre indica por sí mismo un recipiente adecuado:
No se dice un «vaso de agua», sino kð-yi «un agua»; ni un «estanque de agua», sino pa-hð; ni «un plato de harina de maíz» sino Nðmni, «una (cantidad de) harina de maíz»; ni un «trozo de carne», sino sikwi «una carne». La lengua no tiene necesidad de analogías sobre las que construir el concepto de existencia como una dualidad de concepto amorfo y forma. Cuando se trata de conceptos amorfos utiliza otros símbolos, ajenos a los nombres (pp. 163-164).
En lo que al tiempo concierne, en idioma Hopi los términos que designan a las fases (como ‘verano’, ‘mañana’, etcétera) no son nombres, sino algo que se parece más bien a adverbios. Son una parte especial del lenguaje distinta de los nombres, de los verbos, e incluso de los adverbios en sentido estricto. No hay una objetivación (como si fuera una ‘región’, una ‘magnitud’ o una ‘cantidad’) de la sensación subjetiva de duración; y por tanto no existe base para una concepción informal que corresponda a nuestro ‘tiempo’ (p. 165). En Hopi tampoco se utilizan metáforas espaciales (“adelante en el tiempo”, “atrás en el tiempo”) para hacer referencia a posiciones o coordenadas temporales (pp. 168-169).
Una observación interesante desarrollada por Whorf se refiere al hecho de que todas las lenguas necesitan expresar duraciones, intensidades y tendencias y que las lenguas SAE y quizá muchos otros tipos de lenguas se caracterizan por expresarlas metafóricamente:
Las metáforas [referidas al tiempo] son las que corresponden a extensión espacial, o sea tamaño, número (pluralidad), posición, forma y movimiento. Expresamos la duración con palabras tales como «largo, corto, enorme, mucho, rápido, despacio», etc.; la intensidad con «grande, mucho, pesado, luz, alto, bajo, agudo», etc.; la tendencia con «más, aumento, crecimiento, aproximación, ir, venir, aumentar, caer, detener, rápido, despacio», etc. Esta lista de metáforas podría hacerse interminable; sin embargo, difícilmente las reconocemos como tales, ya que son virtualmente los únicos medios lingüísticos disponibles. Los términos no metafóricos existentes en este campo, como «pronto, tarde, intenso, mucho, tendencia» no son más que un puñado, bastante inadecuado para las necesidades (Whorf 1971 [1939]: 167-168).
Aunque luego Whorf, forzado por la intención de trazar un contraste, se vea llevado a negar la existencia en la lengua Hopi de metáforas espaciales para expresar el tiempo y esa negación haya demostrado ser errónea, es difícil desestimar la originalidad y el filo de estas observaciones. La carrera de importantes filósofos del lenguaje más tardíos como George Lakoff y Mark Johnson, autores de best sellers tales como Metáforas de la vida cotidiana (Lakoff y Johnson 1986 [1980]) o Mujeres, fuego y cosas peligrosas: Qué revelan nuestras categorías sobre nuestra mente (Lakoff 1987), se basa en gran medida en estas intuiciones (re)imaginadas por Whorf en su soledad, sin conocimientos cabales de un número suficiente de otras lenguas, sin grandes recursos académicos y con más de cuarenta años de anticipación. No soy yo quien lo dice. Lakoff y Johnson, whorfianos reconocidos y exitosos aunque no integrados dogmáticamente a la escuela, admitirían largamente haberse fundado en estas inspiraciones que en los textos originales de Whorf apenas se destacan como una observación colateral (cf. Lakoff y Johnson 1986: 36; Lakoff 1987: cap. 18).
La elaboración subsiguiente de Whorf, sin embargo, va adquiriendo textura dogmática a medida que pretende reforzar a través suyo dos subtextos fundamentales: la determinación en última instancia del pensamiento por el lenguaje (matizada de mil maneras, pero indisimulable) y la diferencia taxativa entre la concepción Hopi del espacio y el tiempo y la filosofía desarrollada al respecto en las lenguas SAE. Ambos subtextos se demostrarían discutible el primero y francamente inexacto el segundo (Voegelin y Voegelin 1957; Gipper 1972; 1977; Malotki 1983; Hopi Dictionary Project 1998; McWorther 2008a). Cualquiera sea el valor que las variadas lecturas ulteriores o contemporáneas hayan asignado a los elementos de juicio aducidos por Whorf, el hecho es que él corona uno de sus textos más creativos y todavía hoy interesantes con observaciones de marcado determinismo:
¿Qué apareció primero: los modelos del lenguaje o las normas culturales? Básicamente, ambos aspectos crecieron juntos, influyéndose constante y mutuamente. Pero en este emparentamiento, la naturaleza del lenguaje es el factor que limita la libre plasticidad y se muestra inflexible, de la forma más autocrática, con el desarrollo de los canales. Y esto es así porque la lengua es un sistema y no un simple ensamblaje de normas. Los grandes esquemas sistemáticos pueden cambiar hacia algo realmente nuevo, pero sólo muy lentamente, mientras que en comparación otras innovaciones culturales se hacen con una gran rapidez. […]
Resumiendo así la cuestión, la primera cuestión que planteamos al comenzar el artículo […] queda contestada así: los conceptos de «tiempo» y «materia» no vienen dados sustancialmente en la misma forma por la experiencia, sino que dependen de la naturaleza del lenguaje o de las lenguas a través de las cuales se han desarrollado. No dependen tanto de UN SISTEMA incluido en la gramática (por ejemplo tiempo, o nombres) como de las formas de analizar e informar la experiencia que ha quedado fijada en el lenguaje como «forma de hablar» integrada y que cruza las clasificaciones gramaticales típicas (1971 [1939]: 180-181)
Una vez eliminado el texto circunstancial que los separa hay una contradicción no precisamente leve, por cierto, en la importancia que Whorf concede a la idea de sistema como factor crucial en el primero y en el segundo párrafo. Cuando SISTEMA aparece escrito en mayúsculas, paradójicamente, es cuando Whorf menos relieve le otorga.
Por más que haya mucho material para discutir las ideas de Whorf en éste y otros textos (y yo las he discutido por décadas) una cosa es cierta: pese a que sus referencias a la cultura carecen de fundamentación etnográfica, de aparato erudito, de un diseño investigativo robusto y de un desarrollo discursivo en profundidad, hay una diferencia abismal entre el tratamiento whorfiano del asunto y el que los relativistas contemporáneos desplegarán sesenta o setenta años después con todos los recursos a su favor (ver p. ej. Everett 2005 y más adelante, pág. 341 y ss.). La diferencia de calidad, por si no queda claro, favorece netamente a Whorf y engrandece, si cabe, al menos en términos relativos, su talla intelectual: habiendo trabajado con antropólogos en la cuna misma de la antropología profesional norteamericana, Whorf conocía el arte de llevar adelante una comparación cualitativa sin caer en el subrayado de desigualdades; los relativistas epigonales (enclaustrados en una sola y tenebrosa modalidad de inferencia estadística) siguen ignorando hasta la fecha cómo es que dicha operación se lleva a cabo.
El tratamiento del ensayo no estaría completo si no dedicara un breve párrafo a la categorización de las lenguas SAE. No hay un listado completo de estas lenguas y sus características estructurales hay que inferirlas de párrafos dispersos aquí y de allá, pero en principio comprenderían todas las lenguas europeas “con la posible (aunque dudosa) excepción del balto-eslavo y de las no-indoeuropeas” (Whorf 1956: 200). Algunos autores han elaborado el inventario y sistematizado los rasgos comunes de las lenguas SAE. Inesperadamente, y aunque Whorf detestaba en principio la sola idea de una lengua artificial, el fundador de la Interlingua, Alexander Gode [1906-1970], documentaba en el Manifiesto de la nueva lengua la inspiración que él recibió del pensamiento whorfiano. Nada mejor que reproducir ese párrafo del Manifiesto en Interlingua misma:
Il es generalmente cognoscite, e non debe esser explicate in detalio in iste contexto, in qual senso interlingua ha le ambition de funger como lingua commun del communitate lingual del occidente. Le notion que interlingua es un realitate historic, un entitate latente que require nulle construction sed solmente un visualisation, ha essite describite in varie locos in varie terminos. Le plus efficace maniera de formular iste conception ha essite, usque nunc, le tentativa de identificar interlingua con lo que le philologo american Benjamin Lee Whorf ha appellate le europeo medie standard (Standard Average European). Secundo Whorf le linguas europee es pauco plus que dialectos de un standard commun que es representate per illos omnes. Super iste base interlingua se presenta como le producto del effortio de extraher ab le varie dialectos le standard inherente in illos omnes e de effectuar iste extraction sin ulle addition o violation subjective (Gode 1959).
La visión que Whorf tenía de las lenguas SAE no era precisamente apreciativa. Nada mejor entonces que esta caprichosa derivación del pensamiento whorfiano para documentar los extremos contradictorios de valoración a los que sus palabras pueden dar lugar. A fin de cuentas, la Interlingua no es sino una de las muchas lenguas artificiales de las que se dice que la HSW les prestó inspiración. En un espacio digital en el que unas cuantas lenguas ficticias (como el Klingon) (27) han sido desciptas más exhaustiva y rigurosamente que algunas lenguas reales, muchos autores sostienen (aunque no en base a pruebas categóricas) que otras lenguas más, reales o imaginarias, (como el Babel-17 de Samuel R. Delany, el Iţkuîl de John Quijada, el Láadan de Suzette Haden Elgin, el Loglan de James Cooke Brown, el Lojban del Logical Language Group, la Newspeak de George Orwell, el Pravic de la hija de Alfred Kroeber [Ursula K. Le Guin], el Toki Pona de Sonja Elen Kisa y otras muchas) se fundan en ideas whorfianas.
Otro texto whorfiano que es relevante para la comprensión de su concepción de la HRL es “Ciencia y Lingüística” publicado en 1940. Es un texto fundamental por dos razones: en primer lugar, en él se desliza la sugerencia de que la lengua Hopi habría sido quizá más apropiada para expresar teorías que requieren concepciones del tiempo y el espacio diferentes a las que articulan las lenguas SAE; en segundo orden, en él aparece, mezclada con otros ejemplos más o menos anecdóticos, la luego famosa afirmación de que los esquimales poseen un cierto número de palabras para la nieve mientras que nosotros [sic] poseemos una sola. Por importantes que hayan llegado a ser, ambos elementos son periféricos respecto de la idea matriz que gobierna la estructura del ensayo y que se refiere, una vez más, al carácter determinante del lenguaje:
Allí donde en los asuntos humanos se llega a un acuerdo o asentimiento, ya estén presentes o no como parte del procedimiento las matemáticas o cualquier otra clase de simbolismo especializado, ESTE ACUERDO SE CONSIGUE MEDIANTE PROCESOS LINGÜÍSTICOS Y NO DE OTRA FORMA. […]
[…] [E]l sistema lingüístico de fondo de experiencia (en otras palabras, la gramática) de cada lengua, no es simplemente un instrumento que reproduce las ideas, sino que es más bien en sí mismo el verdadero formador de las ideas, el programa y guía de la actividad mental del individuo que es utilizado para el análisis de sus impresiones y para la síntesis de todo el almacenamiento mental con el que trabaja. La formulación de las ideas no es un proceso independiente, estrictamente racional en el antiguo sentido, sino que forma parte de una gramática particular y difiere, desde muy poco a mucho, entre las diferentes gramáticas. Diseccionamos la naturaleza siguiendo líneas que nos vienen indicadas por nuestras lenguas nativas. No encontramos allí las categorías y tipos que aislamos del mundo de los fenómenos porque cada observador las tenga delante de sí mismo; por el contrario, el mundo es presentado en un flujo caleidoscópico de impresiones que tiene que ser organizado por nuestras mentes –y esto significa que tiene que ser organizado en nuestras mentes por los sistemas lingüísticos. Nosotros dividimos la naturaleza, la organizamos en conceptos, y adscribimos significados, principalmente porque hemos llegado al acuerdo de hacerlo así, un acuerdo que se mantiene a través de la comunidad que habla nuestra lengua y que está codificado en los modelos de nuestro lenguaje. Naturalmente este acuerdo es implícito y no queda expresado, PERO SUS TÉRMINOS SON ABSOLUTAMENTE OBLIGATORIOS; no podemos hablar sin adscribirnos a la organización y clasificación de información que determina el acuerdo (1971 [1940]: 240, 241).
Luego de plasmar estas observaciones que implican un cierto retroceso en relación con las ideas saussureanas de arbitrariedad y de privilegiar concepciones que remiten a conceptos decimonónicos de acuerdo y convencionalidad, sobreviene el momento en que como parte de la ilustración de lo que hoy llamaríamos más serenamente la arbitrariedad del signo lingüístico Whorf subraya las diferencias de organización gramatical de las distintas lenguas:
En la lengua Hopi son verbos «ola, llama, meteoro, nube de humo, pulsación», los acontecimientos de una duración necesariamente breves no pueden ser más que verbos. […] La lengua Hopi posee un nombre que abarca toda cosa o ser que vuela, con la excepción de los pájaros. […] De este modo, el Hopi llama insecto, avión y aviador mediante la misma palabra, y no siente ninguna dificultad en hacerlo así. Naturalmente, la situación decide cualquier posible confusión entre los miembros tan diversos de una amplia clase lingüística. […] Esta clase nos parece demasiado grande e inclusiva, pero lo mismo le parecería al esquimal nuestra clase «nieve». (28) Utilizamos la misma palabra para la nieve que cae, la nieve que está en el suelo y la nieve endurecida como hielo, cualquiera sea la situación. Para un esquimal sería casi inconcebible esta palabra que lo incluye todo; el diría que la nieve que cae, la nieve que está en el suelo, etc., son algo diferente desde el punto de vista sensitivo y operacional, que son cosas diferentes con las que porfiar; utiliza clases diferentes de palabras para ellas, así como para otras clases de nieve (1971 [1940]: 244-245).
Muchos años más tarde quedará en evidencia la infinita problematicidad que desencadena tratar en los mismos términos casos que se originan en la experiencia personal con la lengua Hopi y otros que provienen de estudios de los cuales ni siquiera se proporcionan las referencias bibliográficas esenciales. También se revelará problemático hablar de “palabras” (un concepto que no es una expresión técnica, que es analíticamente muy grosera y que carece de sentido en la descripción de una lengua polisintética), que se hable de “esquimales” (que no es un grupo étnico que hable una lengua homogénea) y que se presuponga que existe (en forma recursivamente contradictoria con las propias ideas que se van desenvolviendo) algo así como una “nieve” distintiva y objetivamente dada “cualquiera sea la situación”. Valdrá la pena, lo aseguro, que dediquemos a estos aparentes detalles un capítulo específico (cf. cap. 10, pág. 267 y ss.).
El último artículo whorfiano que contiene proposiciones de interés de cara a la HRL es “Lengua y lógica”, publicado en Technological Review en 1941. Después de unos preliminares en que Whorf especula (con el apoyo de los inevitables dibujos y de las insólitas traducciones palabra por palabra) sobre la distinta forma en que se conciben las cosas dependiendo de la lengua, se llega a una frase a la que muchos whorfianos no han prestado casi atención pero que preanuncia los desarrollos contemporáneos relativos al llamado “Mito de los universales lingüísticos” (Evans y Levinson 2009a). Cuesta creer que en estos desarrollos recientes que todo el mundo lee como entrañablemente “whorfianos” no se haya hecho ninguna referencia escrita a nuestro autor (véase más abajo, pág. 422). Escribe Whorf:
¡Puede incluso que no exista lo que concebimos como Lenguaje (con L mayúscula)! La exposición de que “el pensamiento es una cuestión de LENGUAJE” es una generalización incorrecta de la idea, más correctamente expresada de que “el pensamiento es una cuestión de lenguas diversas”. Las diferentes lenguas son el verdadero fenómeno y puede que no deban ser generalizadas con una idea universal tal como “Lenguaje”, sino por algo mejor –llamado “sublingüístico” o “superlingüístico” – y no desigual por completo, aun que sí bastante diferente a lo que nosotros llamamos ahora “mental” (1971: 270). (29)
Luego de este párrafo sorprendente y premonitorio de los excesos a los que llegará la HRL en la actualidad y al mismo tiempo que afirma que distintas lenguas segmentan la naturaleza de manera diferente, Whorf proporciona contundentes pruebas de estar sosteniendo una concepción del lenguaje que no sólo no ha superado la prueba del tiempo sino que ya era filosóficamente pobre y anacrónica en la década de 1940:
La segmentación de la naturaleza es un aspecto de la gramática, y se trata de un aspecto que hasta ahora ha sido poco estudiado por los gramáticos. Cortamos y organizamos la riada y flujo de acontecimientos como lo hacemos principalmente porque a través de nuestras lenguas maternas formamos parte de un “acuerdo” para continuar haciéndolo así, y no precisamente porque la naturaleza esté segmentada exactamente de la forma en que nosotros la dividimos. Las lenguas no solamente difieren en la forma de construir sus oraciones, sino también en cómo separan la naturaleza para asegurarse los elementos a colocar en tales oraciones (1971: 270-271).
Los tres elementos de juicio más llamativos y a la vez curiosos, esencialistas y avejentados de esta concepción son, primero, que la tarea de recortar los flujos de la naturaleza [sic] cae sobre los hombros de la gramática; segundo, la idea de que existe un “acuerdo” entre no se sabe quiénes (pero que nos involucra) para asegurarse de poner nombres a las cosas de modo tal que los hablantes ulteriores de nuestra lengua puedan seguir hablando de la naturaleza, pues en apariencia es sólo de ella que se puede hablar; y tercero, y al igual que en los años de William Dwight Whitney, una concepción del lenguaje como el catálogo nomenclatorio surgido de esos acuerdos.
Con un grano de sal, ante esta apoteosis de pedagogismo antropomórfico me viene a la mente un cónclave de funcionarios egipcios preguntándose algo así como “¿qué nombre les parece que le pongamos al vidrio?”; o mejor todavía, emprendiendo un acuerdo de tercerización para que la gramática se haga cargo de la tarea; o quizá no pudiendo llamar vidrio al vidrio porque el objeto cultural a nombrar no forma parte de una naturaleza segmentable ni constituye un acontecimiento. Ni duda me cabe, finalmente, que Sapir, fallecido un año antes que este texto póstumo se escribiera, nunca habría avalado la publicación de semejante lluvia de metáforas. Si Richard Rorty (1979) –el posmoderno autor de La Filosofía y el Espejo de la Naturaleza– no hubiera sido él mismo tan fervientemente whorfiano, es seguro que se habría hecho un festín.
En el momento de concluir la presentación inicial de las ideas de Whorf en este libro advertimos que no existe una biografía o un análisis sólido, imparcial y detallado de su obra. Seleccionando uno u otro párrafo, diversos autores le atribuyen ideas muy variadas y contrapuestas a propósito de las relaciones entre lenguaje, pensamiento, cultura y realidad, que parecerían ser los factores primordiales que están en juego. No importa cuan determinista o excesiva sea una expresión whorfiana, el acólito siempre tendrá a mano (como en la exégesis bíblica) una formulación más benigna e igual de representativa capaz de compensarla, y también viceversa. A esto se agrega el hecho de que el sentido que cada quien le asigna a cada uno de dichos términos ya ha dejado de ser, con seguridad, el que Whorf le atribuía.
Si bien el registro cuidadoso de las cambiantes concepciones de Whorf a propósito de cada dominio está todavía por escribirse, me ha parecido de interés reproducir la opinión de un relativista contemporáneo, John Lucy, sobre la imprecisión radical de las ideas whorfianas a propósito del pensamiento, la psicología y la lógica. Si bien argumentativamente Lucy ha dado sin duda con un buen punto, el carácter apremiante de un estilo demasiado sentencioso y atiborrado de anáforas logra fatigar a los lectores mejor predispuestos y no acaba de aportar el esclarecimiento que el autor nos había prometido. En la confusión han desaparecido nada menos que la cultura y el contexto, que sólo sobreviven como contenidos lingüísticos denotativos o como los lugares donde se recogen los datos. Este breve párrafo, elocuente como pocos, ilustra al mismo tiempo las perplejidades de una escritura whorfiana en particular y las arbitrariedades de la lectura epigonal más característica:
Whorf a veces se refiere a que el pensamiento es influenciado por el lenguaje cuando él sólo se quiere referir a la importancia del significado lingüístico o de la configuración lingüística [patternment] y al acuerdo sobre el tema [subject matter] en la formación de nuestras categorías de pensamiento. […] [Whorf] se refiere a ciertas ideas diciendo que son más racionales, queriendo decir que utilizan discriminaciones de realidad que están más cerca de los «hechos naturales», esto es, que están relativamente no influenciadas por el lenguaje o con una influencia del lenguaje que sólo es evidente mediante la comparación lingüística. […] Y él se refiere a la lógica cuando en realidad quiere referirse a problemas engendrados por diferentes premisas o postulados subyacentes a la lógica o discriminaciones acerca de lo que constituye un objeto en lógica. […] En unas pocas ocasiones Whorf se refiere concretamente a procesos de pensamiento, pero siempre en un contexto en el que está enfatizando la importancia de los contenidos culturales y lingüísticos en el pensamiento (Lucy 1992a: 43).
Mezclados como están aquí sentido y referencia, no siempre es fácil entender qué es lo que pretende expresar este neo-whorfiano que siempre está seguro de saber (por razones que nunca quedan claras) qué es lo que Whorf quiere decir cuando en realidad dice otra cosa.
Pero tampoco los contrincantes de Whorf actualmente activos le han hecho justicia. Casi ninguno de los lingüistas y antropólogos que adoptaron posturas anti-whorfianas ha tenido la paciencia necesaria para examinar las ideas de Whorf situándolas en la escena de su época y teniendo en cuenta el estado de las disciplinas en aquel entonces. Por más que en antropología se celebren de la boca para afuera el anti-academicismo, la originalidad, la transgresión y la descontractura como valores positivos, la incierta posición institucional de Whorf ha servido también para que sus adversarios la usen como indicador de su posible incompetencia. Incluso para partidarios acérrimos como Roch Duval de la Universidad de Montréal la escritura de Whorf es difícil de justificar en el plano científico:
La laxitud del vocabulario y de las formulaciones de Whorf cooperan con la dificultad de comprender el tenor de su teoría que es de hecho una especie de pidgin. Su apego a las teorías de Carl Jung, su devoción por la práctica del Zen y su simpatía hacia el movimiento teosófico no son seguramente del todo extraños al carácter sibilino de los escritos teóricos. Un comentarista [Kay González Vilbazo] no tiene empacho en decir que “Whorf schreibt unklar und verworren” (“Whorf escribe de manera confusa y embrollada”) (Duval 2001: 33, n. 21)
El lector se preguntará qué queda entonces para la escritura medrosa, tensa y enredada de los whorfianos tardíos, las de John Lucy o Lera Boroditsky en primer lugar.
La mejor de las críticas generales de la obra de Whorf es, por lejos, la del filósofo Hugo Bedau [1926-2012] de la Universidad de Princeton, publicada como reacción inmediata frente a la edición canónica de los textos whorfianos por John Carroll (Bedau 1957). Más adelante (cf. pág. 192) examinaré algunas de sus observaciones más agudas. Pero Bedau, por desdicha, no hizo escuela. Aunque la imagen de Whorf como un gran incomprendido es sin duda una exageración, el campo de la crítica negativa está poblado de estudiosos que no siempre se valen de buenas razones y que se fundan en las habladurías que circulan sobre Whorf como persona para evaluar las ideas que él propone.
Dado que muchas de las obras de Whorf se publicaron en revistas tales como Technology Review (editada por alumnos de pregrado del MIT sin mucha intervención de comités supervisados por adultos) o en The Theosophist, órgano del oscurantismo, Stephen Murray (1994: 192) ha aprovechado para deslizar la insinuación de que esas revistas “no son precisamente publicaciones científicas con referato”, como si el peer reviewing (que medio siglo más tarde avaló las teorías etnocéntricas de Alfred Bloom y en nuestros días habilitó la edición de un espantoso libelo discriminatorio en la revista insignia de nuestra profesión) fuese garantía de alto valor intelectual. (30)
Pero esa es apenas la punta del iceberg: muchos de mis colegas lingüistas y antropólogos, relativistas o de los otros, no tienen noticia de lo hondo que caló la teosofía en el pensamiento de Whorf. Él era un teósofo convencido que llevaba a su familia a los campamentos teosóficos de verano cada vez que asomaba la posibilidad; fue miembro de la Sociedad Teosófica propiamente dicha en Hartford, Connecticut, y frecuentó el círculo de Fritz Kunz [1888-1972], con quien Whorf lanzó en sus últimos años una revista teosófica llamada Main Currents in Modern Thought (Lee 1996: 21-22; Hutton y Joseph 1996; Capra 1972; Algeo 2001; Joseph 2002: 91, 93, 100).
Kunz se mantuvo siempre en la periferia de los círculos áulicos de la teosofía, pero ha pasado a la historia por haber sido amigo íntimo del genial Ananda Coomaraswamy y esposo de Dora Van Gelder [1904-1999], presidenta de la Asociación Teosófica Americana, sanadora por imposición de manos, autora de una muchedumbre de libros y artículos sobre el aura, la personalidad de las piedras, las hadas, los ángeles y los espíritus de la naturaleza y buena amiga de Whorf y de Charles Webster Leadbeater [1854-1934], bien conocido éste como orientalista, promotor entusiasta de la masturbación infantil insistentemente acusado de pedofilia e historiador de la Atlántida, a cuyo conocimiento profundo dijo haber llegado merced a la clarividencia astral.
Igual que Madame Helena Petrovna Blavatsky (la fundadora de la Teosofía) Whorf creía que América había sido poblada por una “cuarta raza” salida –precisamente– de la Atlántida. El padre de Benjamin Lee, Harry Church Whorf [1873-1934], teósofo también, instó a su hijo a explorar los jeroglíficos mayas creyendo que en ellos se hallaba la clave de la presencia de Atlantes en el Nuevo Mundo. La carta que le envió pidiéndole que investigara eso se encuentra disponible para los estudiosos en la Biblioteca de la Universidad de Yale donde pude leerla en fotocopia y transcribirla a mano: (31)
Al trabajar con estas diapositivas [que te envío] me ha sorprendido fuertemente la aparente similitud entre estos glifos Mayas, con sus líneas exteriores circulares o elípticas, y las así llamadas piedras pintadas de la remota cultura Aziliense.
De acuerdo con [H. G.] Wells en “Outline of History”, los Azilienses (llamados así por la cueva de Mas d’Azil en la península Ibérica donde primero se encontraron tales reliquias) ocuparon el sudoeste de Europa hacia comienzos de la era Neolítica. […]
He estado pensando que si tú, con tu familiaridad con los caracteres fonéticos Mayas, pudieras hallar una semejanza real en las piedras Azilienses, eso podría probar la posibilidad de una Atlántida, o por lo menos una migración a través del Atlántico hacia América.
Me temo que esto no es más que un sueño salvaje, pero desearía que tú lo investigaras un poco…
En cuanto a las impresentables ideas de Whorf (hijo) sobre los Atlantes, ellas aparecen al menos en un documento almacenado en las cercanías de otros que se llaman “Preguntas sin respuestas de Tiempos Antiguos”, “La Trinidad Universal en la Unidad” y “Por qué he descartado la evolución”. Reflejando vivamente la influencia de Charles Leadbeater y de William Scott-Elliot (1896; 1904), el texto en cuestión se ha titulado misteriosamente “La América Antigua y la evolución de la Raza Futura” y en él se pronuncian frases como éstas:
En este punto algunos de ustedes se preguntarán dónde entra la Atlántida en esta historia. Los Indios y los Mongoloides Asiáticos a los que ellos en cierto modo se asemejan son sobrevivientes diferenciados y un poco mezclados de la cuarta gran raza. La evolución de las razas es un asunto muy lento, y la marea alta de la cuarta clase de hombres sobrevino hace unos 40.000 años y ocupó miles de años de ese período, y se dice que ha tenido lugar principalmente en la Atlántida, un continente o una isla bastante grande en el Océano Atlántico que desde hace mucho permanece sumergida. […]
Esta es la antigua enseñanza de la Ciencia Oculta, tal como lo representa la Teosofía. No ha sido confirmada aun por la ciencia moderna. Sin embargo, nada se sabe en la ciencia que la contravenga directamente, y la distribución actual de los protomongoloides, los Cuartos Hombres, es a grandes rasgos coincidente con este esquema. (32)
La cronología fantástica de Whorf es idéntica a la de Scott-Elliot, quien en su Historia de la Lemuria Perdida se las ingenia para anudar su tipología lingüístico-racial a la del relativista precursor Wilhelm von Humboldt:
En la clasificación de las lenguas de Humboldt, el chino, como sabemos, es llamado aislante en contraste con el más altamente evolucionado aglutinante y el todavía más altamente elaborado flexivo. Los lectores de La Historia de la Atlantis pueden recordar que muchas lenguas distintas se desarrollaron en ese continente, pero todas pertenecían al aglutinante o, como Max Müller prefería llamarlo, al tipo combinatorio, mientras que el desarrollo todavía más elevado del flexivo, en las lenguas Aria y Semítica, estaba reservado a nuestra propia era de la Quinta Raza Raíz (Scott-Elliot 1904: 31).
Tanto el estudioso y crítico de la lingüística nazi Christopher Hutton como su colega John Joseph suponen que el impacto de la teosofía en las teorías whorfianas es más que tangible y sospechan que la idea de profundizar en la cultura Maya, de imaginar una conciliación entre la ciencia y la mística y de concebir valores escondidos en la lengua le llegó a Whorf por ese lado (Hutton 2005; Hutton y Joseph 1998; Joseph 1996). Después de todo, y tal como lo expresa esta frase que nuestro autor debió conocer, los teósofos sostenían desde siempre que las lenguas y culturas que luego escogería Whorf para su estudio poseían una especial afinidad con la Atlántida:
Los Toltecas de México se remontan ellos mismos a un punto de partida llamado Atlan o Aztlan; los Aztecas también afirman provenir de Aztlan (ver Native Races de [Hubert Howe] Bancroft, vol. v, pp. 221 y 321). El Popol Vuh (p. 294) habla de una visita que hicieron tres hijos del Rey de los Quichés a una tierra “en el este de las playas del mar de donde sus padres venían” y desde las cuales trajeron, entre otras cosas, “un sistema de escritura” (Scott-Elliot 1896: 14).
Casi nadie parece haber prestado atención al hecho de que la compilación magna de artículos whorfianos, Lenguaje, pensamiento y realidad (Whorf 1956, en línea) culmina con un ensayo teosófico, “Lenguaje, mente y realidad”, abiertamente despreciativo de la ciencia ortodoxa, publicado en su origen en la revista Theosophist. Este ensayo vacilante, tortuoso y superpoblado de jerga sánskrita parvularia culmina con esta frase asombrosa en la que Whorf relativiza y decreta ilusoria la lógica que él mismo implementa todo el tiempo, y en este razonamiento inclusive:
[L]a ciencia no puede comprender la lógica trascendental de este estado de cosas, ya que todavía no se ha liberado de las ilusorias necesidades de la lógica común que sólo son necesidades en la base de los modelos gramaticales utilizados por la gramática aria occidental; necesidades de sustancias, que sólo son necesidades de sustantivos en ciertas posiciones de la oración; necesidades de fuerza, atracciones, etc., que solamente son necesidades para los verbos en ciertas otras posiciones, etc. Si la ciencia sobrevive a la amenazadora oscuridad, tomará en consideración los principios lingüísticos y se liberará a sí misma de estas necesidades lingüísticas ilusorias, mantenidas durante demasiado tiempo como la sustancia de la Razón misma (Whorf 1956: 269-270; 1971: 301).
Estas ideas no pueden sostenerse ni siquiera en base a las premisas teosóficas que las alientan, ya que, como bien se sabe, el sánskrito del cual Whorf toma todos sus conceptos trascendentales, casi siempre impropiamente escritos e inconsistentemente declinados (arūpa, nāma-rūpa, maya, manas, mantram, etc.), es acaso el paradigma culminante de la familia lingüística que él deplora, el idioma que posee una estructura posicional más parecida a la del inglés y la matriz de origen, para colmo de males, de la misma palabra ‘aria’ [ārya, ] que él utiliza peyorativamente para denostar a las SAE.
O bien Whorf ocultaba piadosamente a sus amigos teósofos que el sánskrito que ellos tenían en tan alta estima era el idioma ancestro por antonomasia de las lenguas SAE, o bien él mismo poseía apenas un conocimiento rudimentario del asunto. No hay que andar leyendo mucho para darse cuenta, por añadidura, que las ciencias formales contemporáneas se basan mayormente en lógicas simbólicas, matemáticas o algebraicas abstractas, que como tales carecen de “sustantivos”, “verbos” y “atributos”. Dichas simbologías se originan en elementos que provienen de una constelación de culturas (India, China, Grecia, Persia, el Islām) y que han sido articulados expresamente para liberar los sistemas lógicos de las “necesidades” y “oscuridades amenazadoras” que se manifiestan no sólo en “la gramática aria occidental” sino en buena parte de las lenguas “naturales” (Hopi inclusive) cuando de formalizar la inferencia se trata. En la época de Whorf se desconocía mayormente todo cuanto se refiriera a los aspectos cognitivos y formales que rigen la historia inherentemente multicultural de las notaciones lógicas y matemáticas (cf. Cajori 1993; Maddox 2002; Chrisomalis 2010; Holme 2010); pero por más simpatía que nos despierte la figura de Whorf, hoy en día es mucho lo que se ha esclarecido y ya no es posible conformarse con los errores de hecho, las vaguedades dichas al pasar y las consignas esotéricas que dominan las teorías whorfianas a este respecto.
Más todavía, en su examen (inspirado en Whorf) sobre las relaciones entre la lengua y la filosofía china, el sinólogo galés Angus Charles Graham [1919-1991] sostiene que es el chino clásico (y no una lengua SAE) el idioma que mejor armoniza con la notación de la lógica simbólica, la cual fue diseñada precisamente debido a la discordancia entre las estructuras básicas de la inferencia y las gramáticas europeas de la lengua natural:
El chino clásico, con sus palabras invariantes organizadas sólo por la sintaxis, posee una bella estructura lógica, ciertamente deformada por la lengua, aunque quizá más cercana a la lógica simbólica que cualquier otra lengua. Pero la lógica como disciplina se desarrollaría sólo una vez que se ha ganado conciencia de lo que es pensar ilógicamente. ¿Acaso es posible que las lenguas indoeuropeas (que aprisionan el pensamiento en una camisa de fuerza, imponiendo un sujeto, un número y un tiempo incluso cuando lógicamente no debería haber ninguno) nos recuerden a través de su propia irracionalidad lo que la lógica es? (Graham 1989: 403). (33)
Dado que Whorf escribió al menos una carta flagrantemente creacionista (“Purpose versus evolution”) sosteniendo la existencia de “una Providencia sabia que ha creado con propósito” (1925a: 89), de un tiempo a esta parte los creacionistas científicos reclaman a Whorf como uno de los suyos o directamente como un precursor de la idea de diseño inteligente (Bergman 2011). Por razones o sinrazones como éstas, las reseñas biográficas que señalan primero que Whorf era un aficionado o un místico y luego insinúan que hay que tener esto en cuenta para comprender sus limitaciones se han consolidado como un género literario establecido (v. gr. Hutton y Joseph 1998; Pinker 2000: 63). De acuerdo con Stephen Murray (1994: 196), Einar Haugen (1973) –respetado lingüista norteamericano y pionero de la sociolingüística– cuestionaba a Whorf pretextando la insuficiencia de sus “credenciales científicas”. No es el único que lo ha hecho; escribiendo libros, intercambiando habladurías, impartiendo clases o pronunciando conferencias, yo mismo he estado en el filo de caer en esas tentaciones del discurso academicista alguna que otra vez.
Aunque los deslizamientos hacia lo fantástico y lo fraudulento en la escritura de Whorf (que provocaran el escozor justificable de no pocos lingüistas de primera magnitud) impliquen un golpe muy duro a la autoimagen whorfiana y arrojen dudas sobre la calidad de los preciosismos metodológicos de muchos fundamentalistas epigonales del relativismo, en este libro no avalaré que aquella tesitura discursiva determine el conjunto de los juicios de valor. Mi convicción es que tanto en el trabajo científico o en la creación artística no prevalece nada que se parezca a una ley de Gresham o a lo que podríamos llamar el principio de la manzana podrida; por el contrario, las malas ideas (y Whorf fue pródigo en ellas) no siempre neutralizan o contaminan a las que son dignas de aprecio.
Todos experimentamos nuestras siestas de Homero. Hay además ideas que son mucho peores que las meramente mediocres, triviales o vacías. En tal sentido y a diferencia de lo que fue el caso en el relativismo europeo, el innegable oscurantismo de Whorf, por extremo que haya llegado a ser, dista mucho de haber alimentado alegaciones racistas o etnocéntricas como las que se permitieron rubricar otros estudiosos académicamente más disciplinados. Y cualquiera haya sido la cifra de sus pensamientos ineptos, el lector que se asome a los textos completos de Whorf (1956) (que no sólo por eso he puesto en línea) comprobará muy fácilmente que sus intuiciones iluminadoras fueron legión. (34)
En último análisis, y por más que resulte trivialmente fácil comprobar que las obras inéditas de Whorf permanecen sin publicar por ser intrínsecamente impublicables, o que Whorf promovió concepciones del mundo anti-evolucionistas, teosóficas, creacionistas, místicas, new age o lo que fuere, o que no supo subrayar la diferencia política entre su lectura de la teosofía y la que alimentó al arianismo emergente, o que muchos otros precursores o discípulos relativistas se han inclinado o todavía se inclinan hacia posturas ideológicamente abominables, me parece más bien ahora que (sin perjuicio de interrogar también los contextos y de poner bajo sospecha las connotaciones que sea menester) las ideas científicas merecen ser juzgadas una por una, tanto por las cualidades que contengan en sí mismas como por las búsquedas más o menos fructuosas que puedan inspirar.
18. Sorprende la frecuencia con que los padres fundadores [sic] de algunas de las líneas de pensamiento más importantes tienden a sumar tres: Marx-Weber-Durkheim en sociología, Darwin-Spencer-Wallace en el evolucionismo, Freud-Adler-Jung en el psicoanálisis, Merton-Malinowski-Radcliffe-Brown en el funcionalismo, Watson-Hull-Skinner en el conductismo, Césaire-Senghor-Damas en el movimiento de la négritude, Li Chih-tsao, Hsü Kuang-ch’i y Yang T’ing-yün como los Tres Pilares de la Misión Católica en China, los ya mencionados Williams-Hoggart-Thompson en los estudios culturales, Boas-Sapir-Whorf en la HLR y (aunque la segunda es mujer) Bhabha-Chakravorty-Saïd en el poscolonialismo. Más que una realidad empírica o histórica, estas coincidencias encubren, creo yo, necesidades y constreñimientos de retórica, economía y pregnancia narrativa que la metateoría posmoderna olvidó interrogar.
19. Boas y Whorf, sin embargo, intercambiaron alguna correspondencia que los biógrafos de ambos olvidaron consignar. Fueron ocho cartas de Boas a Whorf y once de Whorf a Boas entre el 30 de setiembre de 1931 y el 23 de octubre de 1939 (cf. Franz Boas Papers, American Philosophical Society, Mss.B.B61inventory14, http://www.amphilsoc.org/mole/view?docId=ead/Mss.B.B61.inventory14-ead.xml (visitado en abril de 2014).
20. Véanse además los infinitos Franz Boas Papers compilados en la American Philosophical Society y puestos en línea en http://www.amphilsoc.org/mole/view?docId=ead/Mss.B.B61-ead.xml. Recién ahora se los está digitalizando, por lo que el acceso a los documentos estará restringido hasta fines de 2014.
21. En la fluctuante terminología relativista, desde Whorf hasta Levinson, las “categorías gramaticales” han devenido sinónimas de la totalidad de las estructuras, aspectos y entidades del lenguaje a excepción del léxico.
22. Si se la toma al pie de la letra y se la sitúa en contraste con el modelo de la comunicación de Roman Jakobson y con otras elaboraciones funcionales del siglo XX, la idea de que el lenguaje sirve primariamente para expresar la experiencia personal configura una visión sesgada y fragmentaria. La definición boasiana (que Sapir y Whorf harán suya) restringe el lenguaje a lo que Jakobson llamaba las funciones emotiva y referencial, obviando las funciones conativas, metalingüísticas, fáticas y poéticas que (con las diferencias nomenclatorias de cada caso) toda la lingüística ulterior considera constitutivas de su objeto de estudio (cf. Jakobson 1974 [1960]; Halliday 1994; van Dalin 2003)
23. Véase mi página “Portal de la Retórica Posmoderna y Cientificista” (http://carlosreynoso.com.ar/portal-de-la-retorica-posmoderna/). Visitada en febrero de 2014). Aunque Hill y Mannheim se esfuerzan bastante, la estudiosa relativista que se encuentra estilísticamente más próxima a las formas de escritura características de los generadores automáticos de texto es sin duda la antropóloga pos-feminista Elizabeth Povinelli (2001).
24. En mis años de estudiante los sistemas de escritura se dividían sin más en ‘alfabéticos’ e ‘ideográficos’ (o jeroglíficos). Actualmente las tipologías gramatológicas son más ricas, distinguiéndose entre sistemas (1) jeroglíficos, divididos en pictográficos e ideográficos; (2) logográficos, con glifos que representan palabras o morfemas; (3) silabarios, con grafemas que representan sílabas o moras; (4) abjads o consonantarios, con grafemas que representan consonantes; (5) alfabetos propiamente dichos, con letras para las consonantes y las vocales; (6) alfasilabarios o ’äbugidas [del Ge’ez ], con vocales representadas como marcas diacríticas en las consonantes (Daniels 1990; Coulmas 1996; 2003; Rogers 2005). Incidentalmente y al contrario de lo que dice la mitología de la cultura popular o en ocasiones el propio Whorf, las escrituras de Egipto, la Maya y la china no son en puridad ideográficas. La clasificación de esta última siempre ha sido complicada; hoy se reconoce que la escritura china es, a grandes rasgos, logosilábica, y está compuesta por glifos cuyos componentes pueden representar objetos o nociones abstractas conforme a seis principios conocidos como pictografías, ideografías, agregados lógicos, complejos fonéticos, transferencias y préstamos. En síntesis (y émicamente hablando) unos pocos caracteres derivan de pictogramas [, xiàngxíng] y unos cuantos son de origen ideográfico [, ], pero la vasta mayoría proviene de compuestos fono-semánticos [, xíngshēng]. Estos principios se han sistematizado desde antes de la publicación del Shuōwén Jiězì [] de Xu Shen en el siglo II dC (disponible en línea) ( cf. además Boltz 1994).
25. Para estar al tanto del estado de avance y de los problemas pendientes en el desciframiento de la escritura Maya es imprescindible consultar la revista Estudios de Cultura Maya del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. La colección se encuentra accesible en http://www.iifilologicas.unam.mx/estculmaya/index.php?page=default_templates (visitado en diciembre de 2013).
26. Malogrando lo que podría haber sido una distinción interesante, en su estudio de los nombres en Papago (hoy Tohono O’odham), una lengua Uto-Azteca, la whorfiana Madeleine Mathiot distinguirá más adelante tres clases de nombres: nombres masivos, nombres agregados y nombres individuales, junto a dos clases mixtas de nombres agregado-individuales y varias sub-clases (Mathiot 1962). Se diría que los whorfianos creen que esta clase de distinciones fue inventada ex nihilo por el propio Whorf o por algún panegirista suyo, pero en realidad no ha sido así. Hasta donde pude averiguar tal parece que fue Otto Jespersen (1924: 198-201) quien introdujo el contraste entre nombres contables y nombres masivos, contraste que Whorf reproduce sin reconocer su carácter derivativo. Llamo la atención sobre este hecho debido a que muchas de las contribuciones que pasan por ser whorfianas (comenzando por la misma HRL) se remontan en realidad a trabajos de autores precedentes. Hablar –decía Borges– es incurrir en tautologías.
27. Véanse http://en.wikipedia.org/wiki/Klingon_language y las imperdibles páginas del Klingon Language Institute (http://www.kli.org/) (visitado en febrero de 2014).
28. Invito al lector a no sentirse demasiado incluido en el “nuestro” o el “nosotros” a los que se refiere cada tanto Whorf. Whorf distaba de ser políglota, no leía ni siquiera francés, alemán o español y la única lengua SAE que dominaba con un fundamento nunca excesivo era, tristemente, el inglés norteamericano contemporáneo.
29. Salvando las diferencias, ha habido quien encuentra algún aire de familia entre la idea whorfiana y el dictum lacaniano que establece que el inconsciente está estructurado como un lenguaje (Lacan 1966). Aunque no creo que valga la pena abrir una polémica a este respecto, considero que ni la mente whorfiana ni el inconsciente lacaniano aparecen cabalmente estructurados como lenguajes –respectivamente– en la obra de Whorf o de Lacan.
30. Véase más adelante el capítulo sobre Dan Everett (2005) y los Pirahã, pp. 341 y ss. En cuanto a Alfred Bloom y sus especulaciones relativistas (que también revisaremos más tarde) es penoso que hayan sido los eruditos de la sinología y no los antropólogos-lingüistas los que manifestaron encontrarlas incursas en racismo (cf. Wardy 2000: 19, 25-29, 62-63).
31. Benjamin Lee Whorf Papers, Serie 1, Correspondencia, Rollo de Microfilm 1, cuadros 343-344. Carta fechada 2 de diciembre de 1933. Ver http://drs.library.yale.edu.
32. Serie 2, escritos inéditos, rollo de microfilm 3, cuadros 555-577. Escribía Helena Blavatsky: “Las razas Âryas, por ejemplo, que ahora varían del marrón oscuro, casi negro, pasando por el rojo-marrón-amarillo, hasta el color crema más blanco, es toda de uno y el mismo stock, la Quinta Raza Raíz, y viene de un solo progenitor, [...] de quien se dice que ha vivido hace unos 18.000.000 años, y también 850.000 años atrás, en la época del hundimiento de los últimos remanentes del gran continente de la Atlántida” (La Doctrina Secreta [1888], vol. 2, p. 249, en línea). Sobre la inspiración que la teosofía ofreció al esoterismo nazi (confusión entre lengua y raza, hiperbóreos, atlantes, dolicocéfalos, símbolo de la svastika y arianismo incluidos) véase Rodrick-Clarke (1985; 1992; 2004); sobre una crítica neonazi y darwinista social al relativismo antropológico y al boasianismo (por las razones equivocadas) véase The Culture of Critique de Kevin McDonald (2002: cap. 2: “The Boasian School of Anthropology and the Decline of Darwinism in the Social Sciences”, en línea), un panfleto execrable al que la antropología debería confrontar con la firmeza que el asunto reclama.
33. Aparte de algunos sistemas impregnados de una fuerte semanticidad tales como los de las lógicas temporales, modales, deónticas, doxásticas y afines, no todos los lenguajes y simbolismos lógicos se aferran a (o están constreñidos por) secuencias sintácticas y asociaciones in absentia similares a las del habla natural en general o a las que prevalecen en las lenguas SAE en particular. Cuanto más estándar es una lógica más tenue es su semántica y menos “lingüística” se presenta su configuración. Si se observan las cláusulas de cálculo de predicados del primer orden que he ilustrado más adelante (pág. 297) se advertirá también que la notación polaca asociada a este cálculo invierte el orden sintáctico dominante, al extremo que si deseamos expresar verbalmente la interpretación de cada cláusula debemos leerlas “al revés”: de derecha a izquierda, de la conclusión a las premisas.
34. Tal parece que Whorf nunca tomó contacto con la literatura neohumboldtiana abiertamente nazi publicada en Alemania en la década de 1930 que hemos revisado en el capítulo anterior. En los archivos whorfianos de Yale la única mención a este capítulo de la historia procede de una tarjeta postal que le envió a Whorf el lingüista Reinhold E. Saleski el 21 de noviembre de 1940 y en la que preguntaba: “¿Conoces a Leo Weisgerber? Tiene un montón de buenas ideas” (cf. Falk y Joseph 1996: 217; Joseph 2002: 101; Yale University Library, B. L. Whorf Papers, rollo de microfilm 1, cuadros 1196 y 1197). Aunque revisé los archivos cuadro por cuadro no he podido localizar la respuesta de Whorf, ni ratificar si ella efectivamente existió, ni determinar si Whorf realmente pensaba que las ideas del Sonderführer eran tan espléndidas como aseguraba Saleski.