3. HITOS FUNDACIONALES DE LA HIPÓTESIS DEL RELATIVISMO LINGÜÍSTICO

En supossant les hommes abandonnés à leurs fa­cul­tés naturelles, sont-ils en état d’inventer le lan­­gage? Et par quels moyens parviendront-ils d’eux-mêmes à cette invention?

Academia de Berlín, Competencia de 1769.
Citado por Sapir (1907: 65).

En una proclamación reminiscente de lo que fue el proceso de canonización de los pio­ne­ros de los estudios cultu­ra­les (Ray­mond Williams, Richard Hoggart, E. P. Thomp­son) y pese a que sólo el último de la serie que sigue es americano de origen, Franz Boas, Ed­ward Sa­pir y Benjamin Lee Whorf son re­putados en los textos de la metahistoria y la histo­riografía usual como los padres fun­da­do­res del relativismo lin­güís­ti­co nortea­meri­ca­no. (18) No todo el mundo está de acuer­do en glorificarlos incondicionalmente, sin em­bar­­go. Aunque le ad­miraba, el pro­pio Sapir tenía sus reservas relativas a Whorf, sobre quien expresó en una carta a Alfred Kroe­ber:

Whorf es un hombre pasmosamente bueno, que en gran medida se ha hecho a sí mismo, y posee un toque de genio. Algunas veces se inclina a salirse del problema central y cede al há­bito de especulaciones marginales, pero eso sólo muestra la originalidad y calidad a­ven­turera de su mente (Sapir a Kroeber, 30 de abril de 1936).

Boas, quien al igual que él no poseía grado ni posgrado en materia de lingüística, nunca encontró motivos para avalar, comentar o mencionar el trabajo de Whorf. (19) Mientras casi todos los especialistas contemplan la idea de Sapir-Whorf como una simbiosis in­con­­sú­til, algu­nos autores no ven más que contrastes: Oswald Werner (1977) contra­pone a Whorf el ingenioso y sus estructuras sintácticas a Sapir el necio y sus elementos léxi­cos, mientras que para Ann Bert­hoff (1988; 1999) Whorf fue el Judas que traicionó los idea­les de Sapir.

En el otro extremo del arco ideológico los tres pioneros son vistos más bien como la co­ro­na­ción de un proceso en el cual la antropología lingüística instaura una modalidad hu­ma­nís­tica de investigación derivada del idealismo neo- o pos-kantiano de la escuela de Ba­den, sig­nada por un particularismo y un indi­vidua­lis­mo metodológico que se van a­cen­tuan­do con el tiempo (p. ej. Harris 1978: 218-296). Lejos de ser sólo una curiosidad his­tó­ri­ca, esta es­cue­la ha sentado las bases sobre las cuales se apoyan las modalidades her­me­néu­ticas, pos­modernas y culturalistas hoy dominantes en la antropología, en la ar­queo­lo­gía in­ter­pretativa, en la historia cultural y en los estudios culturales, espacios to­dos ellos que difieren en muchos respectos, pero que com­parten la idea y la ideología sub­ya­cente a la separación entre las ciencias de la na­tura­leza y los saberes relativos a la cultura.

Es en la puesta a punto de este perfil ideológico que desborda a la HRL en sentido es­tric­to donde habrá que bus­car la génesis del vaciamiento metodológico y de la meta­mor­fo­sis del objeto de lo que al­guna vez pretendió ser el cuarto campo de la ciencia an­tro­po­ló­gi­ca, para la cual la lin­güística constituía –como hemos visto que lo declaraba Lévi-Strauss– la disci­pli­na más avanzada entre las cien­cias hu­manas. Si el trabajo del relati­vis­mo se inscribe en la an­tro­pología lingüística (que es donde el propio Sapir intentó inscribirlo) hay que decir que en ese campo el concepto de cultura (que ya era vago y polimorfo en tiempos de Whorf) se ha desmate­ria­li­za­do y permanece sin ar­ti­cular hasta el día de hoy, excepto como una enti­dad auxiliar esencializada, un “mecanismo de im­po­sición de significados” de accionar casi antro­po­mórfico, cu­yas pro­pie­dades se dan por sen­ta­das o se modulan según se necesite (cf. Sahlins 1977). El va­cia­miento del que ha­blé quedará des­cripto y corro­borado al final de este li­bro, pues su periplo es coe­tá­neo y connatural al desenvolvimiento histórico de la idea. Las raí­ces del pro­ce­so –como tam­bién hemos co­men­zado a en­trever– se re­mon­tan hasta los orí­ge­nes del mo­vi­miento rela­ti­vista, desde don­de a­rran­ca una trayec­to­ria que fluctúa y ad­quiere sentidos diversos se­gún las lecturas que se ha­gan de ella pe­ro que (pese a que Whorf suscribiera por mo­mentos a una ideo­lo­­gía contraria) ha estado sig­na­da por una perseverancia merece­dora de una causa me­jor.

El repliegue a una postura humanística, su­ma­do a los cuestionamientos de gran reso­nan­cia pero en el fondo simplistas que han interpuesto au­to­res como Geoffrey Pullum (1991) o Steven Pinker (2000), ha dado el pre­texto para que los rela­ti­vistas buscaran im­poner como contra­par­ti­da una con­cepción de la his­toria de su propia doc­trina que pre­su­me de revi­sio­nista, logrando las más de las ve­ces que el lector que­de con­ven­cido que los pio­neros del movimiento no han di­cho (o no han que­rido decir) lo que sus ob­je­tores se obs­tinan en imputarle, aunque esto sea –pa­la­bra más, palabra me­nos– algo muy pa­re­cido a lo que aquéllos han di­cho alguna vez.

Prevalentemente en manos de lingüistas, filósofos y literatos, este capítulo de la historia de la HRL en el que confluye la tradición humboldtiana con la naciente antropología cul­tural y con la antropología psicológica norteamericana ha quedado distorsionado sin retorno, mucho más todavía (si cabe) que la etapa formativa anterior. Alcanza con leer un texto representativo como el de John Lucy (1992a) para corroborarlo. En él la refle­xión an­tro­poló­gi­ca en torno de la cultura que asomó con Franz Boas y los boasianos y antiboasianos de primera y segunda generación que apenas hablaron de otra cosa (Al­fred Kroeber, Clyde Kluckhohn, Ruth Benedict, Mar­garet Mead, Robert Lowie, Paul Ra­din, Alexander Gol­denweiser, Melville Hers­ko­vits, Ashley Montagu, Ralph Lin­ton, Leslie Spier, Ale­xan­der Lesser, Regina [Gene] Weltfish, Ruth Bunzel, Esther Schiff Gold­frank, Ruth Lan­des) simplemente se ha des­va­ne­cido en el aire sin que na­die la haya echado de me­nos. Tras esta operación de limpieza, el campo quedaba expedito para que los interesados construyeran la narrativa que les dictara su ingenio. El des­plie­gue de un dis­curso des­con­tex­tua­liza­do, des­pie­za­do y re-cons­trui­do atri­bui­do a un puñado de ge­nios sin ta­cha que o­pe­ran en un cro­no­to­po sin atributos anudan­do al vuelo de la ima­gi­na­ción y en base a un pu­ña­do de ejem­plos con­cep­tos des­pro­vis­tos de pro­ble­ma­ti­ci­dad (len­gua­je, pen­samiento, cul­tu­ra, visión del mun­do, sujeto, cog­ni­ción) ha cris­ta­li­za­do co­mo la his­toria ofi­cial: una ha­giografía sin con­tex­to intelectual y sin compli­ca­cio­nes de fun­damentación his­to­rio­grá­fica, con­sis­tente a­pe­­nas en el registro (pe­­ro ma­yor­men­te en el co­men­tario apolo­gé­ti­co) de lo que ca­da pró­cer ob­je­ti­vamente di­­jo o pre­sun­ta­mente pensó.

Ninguna de las partes en conflicto, en suma, ha elaborado una historia del movimiento que posea algún grado de siste­ma­ti­cidad o una pizca de verosimilitud y que pueda ser re­ferida como de lectura apta para el recién llegado que quiera hacerse de una idea razo­na­ble. Es difícil comprender las razones por las que se llegó a esta apropiación del cam­po por parte de uno solo de los bandos en disputa, pero lo notable del caso es que ni si­quie­ra re­sis­ten­cia hubo: mientras que los lingüistas asociados al re­lativismo y los et­no­lin­güis­tas o bien coop­ta­ban la an­tropo­lo­gía lin­güís­tica o se deshacían de su cadáver, los po­cos cro­nistas potenciales que podrían haber sido par­ti­da­rios de una an­tro­po­lo­gía cien­tífica re­nun­cia­ban a las tácti­cas que de­mandaban lectura de textos para ellos o­dio­sos, sen­ti­do de perspectiva histórica y crí­ti­ca de fuen­tes, cediendo al adver­sa­rio la e­la­bora­ción com­pleta de este episodio de la historia dis­ci­plinar.

Se trató sin duda de una mala decisión. Tal como los relativistas la han articulado, esa historia nunca ha alcanzado entidad en sí misma sino que se presenta inexo­ra­blemente como pro­le­gó­me­no de (li­te­ral­mente) reinvenciones, repen­sa­mien­tos, avan­ces, recons­truc­cio­nes crí­ti­cas, regresos, refor­mu­la­ciones, celebraciones de estado de arte y apo­teo­sis hege­­lia­nas lideradas in­va­riablemente por cada uno de los cronistas ocasionales que han venido a disipar las tinieblas y a poner las co­sas en su lugar (cf. Hoijer 1954; Al­ford 1978; Friedrich 1979; Fishman 1982; Gum­perz y Le­vinson 1991; 1996; Hill y Mannheim 1992; Lucy 1992a; 1992b; 1997; Hill 1995; Lee 1996; Gentner y Gol­din-Meadow 2003: 1-14; Lea­vitt 2011; Ca­rroll, Levinson y Lee 2012). A nadie pa­re­ció im­por­tarle mu­cho la irrea­li­dad o la pe­que­ñez de se­me­jantes lo­gros o que las crónicas pa­re­cieran estar menos es­critas en la ter­ce­ra per­sona del plural que en la pri­mera persona del singular. A fin de cuen­­­tas, lo que mu­chos sos­tienen que hacen los an­tro­pó­lo­gos, co­mo que­ría Clifford Geertz (1987: 28), es es­cri­bir ficción; y a juzgar por el tono com­pla­cien­te de las críticas y comentarios corporativos los rela­ti­vis­tas están más que sa­tis­fe­chos con la fic­ción que sus historia­do­res han urdido.

A esta altura de los tiem­pos, sin embargo, no hay por qué acatar tales con­sig­nas de con­formismo. Por eso es que lejos de su­mar­me a la obe­diencia debida im­pe­ran­te en la et­no­lin­güística o en la fi­lo­sofía del len­guaje con­tem­po­ránea, inten­taré sus­ti­tuir la his­to­ria a­ma­ñada y soporífera que ya nos han con­ta­do dema­sia­das ve­ces por o­tra que ad­mita des­de el vamos la intervención del autor en el texto que escribe pero que se apro­xi­me un po­co más a lo que en este mo­mento po­demos razona­ble­mente sos­pechar que es ver­dad.

Franz Boas – Lingüística y antropología

Aunque nacido en Alemania y educado en Geografía, Franz Boas [1858-1942] ha sido, como se dijo tantas veces, el padre de la antropología profesional norteamericana. Dada la im­por­tancia de la influencia de Boas en las líneas principales de la teorización antro­po­ló­gica en los Estados Unidos y en sus derivaciones latinoamericanas, la revisión de la con­tribución de Boas a la HRL y la HSW no sólo tiene carácter informativo sino que cla­rifica en gran medida los lineamientos dominantes de lo que Fe­rruccio Rossi-Landi lla­maba las ideologías de la relatividad lingüística, tópico que el semiólogo italiano a­bor­dó en sus textos seminales de una manera que dista de ser satisfactoria y que sigue siendo, creo yo, una asignatura pendiente en la lectura política de las hipótesis relati­vis­tas.

Figura 3.1 – Franz Boas en 1915.
Colección del Canadian Museum of Civilization, negativo 79-196.
http://culturalanthropology.duke.edu/uploads/media_items/franz-boas.original.jpg

John Lucy ha clasificado las variables posturas de Boas a propósito de la re­la­ción entre lenguaje y cultura. En tal sentido ha distinguido tres argumentos que nos ser­virán como punto de inflexión para ahondar en la caracterización propuesta y even­tual­mente modi­fi­car­la de acuerdo con una revisión más exhaustiva de la obra publicada, de los papeles iné­ditos y de una extensa documentación colateral que hoy es plenamente localizable en la Web de do­minio público y que es posible poner a disposición del lector (cf. Boas s/f; 1904; 1911a; 1911b; 1938; 1942). (20)

Por el momento con­vie­ne tomar los argumentos propuestos por Lucy tal como vienen; ellos son:

El primer problema con la tipificación de Lucy radica en que Boas no mantuvo las mis­mas ideas a lo largo del tiempo; los tres fundamentos propuestos tampoco poseen el mis­mo peso específico ni están elaborados en función de los mismos criterios, siendo el úl­timo de ellos, por ejemplo, de interés muy colateral en lo que atañe a las ideas ca­rac­te­rís­ticas de la HRL. El segundo dilema radica en que el orden y la naturaleza de los ar­gu­mentos tiene menos que ver con la evolución del pensamiento boasiano y con sus prio­ri­da­des teoréticas o empíricas que con la agenda personal del propio Lucy. El tercer pro­blema, mu­cho más im­por­tante, finca en que Lucy no con­templa los diversos contextos ins­titu­cio­na­les, fuentes tra­dicionales de inspiración y co­yun­turas científicas en que las afir­ma­cio­nes de Boas cobran sentido. Aquí optaré en conse­cuencia por revisar las pos­tu­ras boa­sia­nas a pro­pósito de la relación entre len­gua­je y pensamiento siguiendo el cur­so de sus vai­venes doctrinarios con extrema concisión, en estricto orden cro­nológico y en rela­ción con sus cons­tre­ñi­mien­tos con­textuales.

Después de haber estudiado y publicado infinidad de textos Ts’ets’å’ut, Tsimshian, Sna­nai­muq, Inuit, Bella Bella (hoy Heiltsuk), Bella Coola (hoy Nuxálk), , Sa­lish, Kathlamet, Chinook, Ku­te­nai y Kwakwaka’waku (alguna vez llamados Kwakiutl) que casi ningún relativista leyó y que inspiraron mucha antro­po­logía pero poca lin­güís­tica, el punto de partida en las ela­bo­ra­cio­nes boasianas sobre el len­­gua­je es su “Intro­duc­ción” al Hand­book of American Indian Languages (Boas 1911a). En ese tex­to Boas sos­­tiene que sub­yacente al lenguaje hay una expe­rien­cia muy variada, y que en defini­ti­va el lenguaje sir­ve para expre­sarla:

El número total de combinaciones posibles de elementos fonéticos es […] ilimitado; pero sólo un número limitado se utiliza para expresar ideas. Esto implica que el número total de ideas que se expresan mediante distintos grupos fonéticos es limitado en número. Da­do que el rango total de la experiencia personal a la cual el lenguaje sirve para expresar es infinitamente variada, y toda su amplitud debe expresarse mediante un número limi­ta­do de grupos fonéticos, es obvio que una clasificación extendida de las experiencias debe ser subyacente a todo el lenguaje articulado (Boas 1911a: 24). (22)

Al mismo tiempo, es evidente para Boas que distintas lenguas poseen muy diferentes prin­cipios de organización, siendo algunas de ellas más elaboradas que otras a las que por motivos que ni siquiera se discuten se empeña en llamar primitivas:

[C]ada lengua, desde el punto de vista de otras lenguas, puede ser arbitraria en su clasi­fi­ca­ción; lo que aparece como una idea simple en una lengua puede caracterizarse mediante una serie de distintos grupos fonéticos en otra. La tendencia de una lengua a expresar una idea compleja mediante un solo término se ha llamado “holofrasis”, y tal parece en con­se­cuencia que cada lengua puede ser holofrástica desde el punto de vista de otra lengua. Es du­doso que la holofrasis sea una característica fundamental de las lenguas primitivas (Boas 1911a: 26)

La variación entre distintas lenguas puede ser radical, dificultando por ende la compa­ra­ción:

[M]uchas de las categorías que estamos inclinados a considerar esenciales pueden estar au­sentes en lenguas extranjeras y […] otras categorías pueden ocurrir como sustitutas. […] Cada lengua posee una tendencia particular a seleccionar éste o aquel asp) ecto de la ima­gen mental que es comunicada [conveyed] por la expresión del pensamiento […] [E]n una discusión de las características de diversas lenguas se encontrarán diferentes cate­go­rías, y que en una comparación de diferentes lenguas será necesario comparar tanto las ca­racterísticas del vocabulario y las de los conceptos gramaticales a fin de dar a cada len­gua su lugar apropiado (Boas 1911a: 43).

Es notable que Boas haga referencia a una “imagen mental” pre-lingüística a partir de la cual cada lengua selecciona diferentes aspectos. Esta dualidad incidiría profundamente en la concepción del relativista moderado Dan Slobin que revisaremos más adelante (pág. 241 y ss.). En la visión boasiana las diferencias de organización entre las lenguas conviven también con la idea de la uni­dad psíquica de la humanidad en una ar­gu­men­ta­ción que todavía guarda alguna tortuosa relación con los predicados del evo­lu­cionismo:

[H]ay casos que demuestran que la teoría de Max Müller de la influencia de la etimo­lo­gía sobre los conceptos religiosos explica algunos de los fenómenos religiosos aunque, por supuesto, se puede argumentar que eso se sostiene para una porción muy pequeña de e­llos. Juzgando la importancia de los estudios lingüísticos desde este punto de vista, pa­re­ce que vale la pena someter el rango completo de los conceptos lingüísticos a un análisis de búsqueda, y buscar en las peculiaridades de la agrupación de ideas en distintas lenguas una característica importante en la historia del desarrollo mental de las diversas ramas de la humanidad. Desde este punto de vista, la ocurrencia de los conceptos gramaticales más fundamentales en todas las lenguas debe considerarse como prueba de la unidad de los pro­cesos psicológicos fundamentales (Boas 1911a: 71).

En las páginas que circundan a la cita anterior, Boas se muestra consciente de las dife­rencias en las capacidades de ge­neralización de las distintas lenguas pero trata de im­po­ner una visión igualadora, res­tando importancia a la incidencia del lenguaje en el pen­sa­miento:

Parece muy cuestionable pensar que la restricción en el uso de ciertas formas grama­ti­ca­les puede ser concebida como un inconveniente en la formulación de ideas generalizadas. Parece mucho más probable que la falta de estas formas se deba a su falta de necesidad. El hombre primitivo, cuando conversa con su compañero, no tiene el hábito de discutir ideas abstractas. Su interés se centra en las ocupaciones de su vida cotidiana. […] Pa­re­ce­ría entonces que los obstáculos al pensamiento generalizado inherentes a la forma de una len­gua sean sólo de menor importancia, y que presumiblemente la lengua por sí sola no impida a un pueblo el avance hacia formas más generalizadas de pensamiento si el es­tado general de su cultura requiriera expresión de tal pensamiento. […] No parecería en­ton­ces, por lo tanto, que hubiese ninguna relación directa entre la cultura de una tribu y la lengua que habla, excepto en la medida en que la forma de una lengua estaría moldeada por el es­tado de la cultura, pero no tanto como para que un cierto estado de la cultura esté con­di­cio­nada por los rasgos morfológicos de la lengua (Boas 1911a: 67).

A ello agrega, atenuando (sin sospechar su origen) la idea humboldtiana de que “el pen­sa­mien­to sin lenguaje es, sin más imposible” (Humboldt 1991: 12), que

Cuando tratamos de pensar con claridad, pensamos con palabras. […] Todos estos rasgos de pensamiento humano, aunque se sabe que influyen en la historia de la ciencia y que jue­gan un papel más o menos importante en la historia general de la civilización, ocurren con igual frecuencia en los pensamientos del hombre primitivo (Boas 1911a: 71-72).

Como se verá más adelante en este libro, no todo el pensamiento boasiano se engloba en esta afir­ma­ción extraordinariamente logocéntrica que Boas ha propuesto sin que le preo­cupara mucho su generalidad y una ausencia de funda­men­ta­ción por completo extrañas a su preceptiva me­todológica. Pero lo más extraordinario de la fase tem­prana de las ideas boasianas so­bre len­gua­je y pensamiento es su postura claramente an­tagó­ni­ca a lo que luego llegaría a ser el caso en la formulación canónica de la HRL. An­tes que pasara una década, sin embargo, Boas comenzaría a cambiar de opinión. Ya en 1920 pen­saba que

Los conceptos generales subyacentes al lenguaje son en gran medida desconocidos para la mayor parte de la gente. Ellos no surgen en la conciencia hasta que comienza el estudio científico de la gramática. Sin embargo, las categorías del lenguaje nos compelen a ver el mundo arreglado en ciertos grupos conceptuales definidos, los cuales, debido a nuestra fal­ta de conocimiento de los procesos lingüísticos, son tomados como categorías objetivas y los cuales, por lo tanto, se imponen sobre la forma de nuestros pensamientos. No se sa­be cuál pueda ser el origen de esas categorías, pero parece bastante seguro que no tie­nen nada que ver con los fenómenos que son tema del estudio psicoanalítico (1920: 320).

Aunque a la distancia Boas y Sapir parezcan ser (a la luz de las categorías que impuso Marvin Harris) más o menos por igual “mentalistas”, Boas –geógrafo al fin y al cabo– era ajeno a la concepción psi­quiátrica, caracterológica y eventualmente jungiana de su dis­cípulo. A pesar de la tremenda estatura intelectual e institucional de Boas en la an­tro­pología profesional norteamericana, el proyecto de psicologización del concepto de cul­tu­ra terminaría imponiéndose en los Patterns of Culture de Ruth Benedict (1934), en las tipificaciones psicologistas de Margaret Mead, en el pro­­yec­to de Cultura y Persona­li­dad, en los estudios del Carácter Nacional de la segunda posguerra y en la hoy dis­­con­tinuada antropología ultra­freu­diana de Géza Róheim y Georges Dereveux (cf. Rey­noso 1993; caps. 2, 5 y 6, en línea). Sola­men­te en los últimos años de su vida Boas (muy an­tro­­pó­lo­go y un poco lingüista, pero en absoluto psicólogo) comenzó ti­mi­damente a in­­tuir y tratar de precisar las rela­cio­nes entre el lenguaje y el pensa­mien­to:

La medida en que las categorías de la gramática y la clasificación general de la expe­rien­cia podrían controlar el pensamiento es una cuestión diferente. […] Las categorías obli­ga­to­rias del lenguaje varían fundamentalmente de un idioma a otro. […] Es obvio que la for­ma de nuestra gramática nos compele a seleccionar unos pocos rasgos del pensamiento que queremos expresar y suprime muchos otros aspectos que el hablante tiene en mente y que el oyente suministra de acuerdo con su propia fantasía. […] En este sentido, po­dría­mos decir que el lenguaje ejerce una influencia limitada sobre la cultura (Boas 1942: 181, 183]

La significación de la última frase sigue siendo ambigua debido a que en inglés “la len­gua” (en el sentido de idioma) y “el lenguaje” se expresan de la misma manera [lan­gua­ge, naturalmente], así como por el hecho de que la lengua, según buena parte de las de­fi­niciones antropológicas antiguas y contemporáneas, constituye una parte irreductible de la cultura. A esta vaguedad constitutiva me refiero cuando afirmo que desconociendo su propio sesgo idiomático y/o incapaz de determinar si en cada contexto textual se está hablando de una cosa o de la otra, y sin saber si los sobreentendidos que tiene en mente quien escribe son o no idénticos a los que presupone quien lo lee, cada teórico ha apli­ca­do a los dichos de los fun­da­dores (deliberada o inadvertidamente) la interpre­ta­ción que sirve al momento. Co­mo sea, John Lucy (p. 15) es­pe­cula que el gi­ro en el pen­sa­mien­to de Boas tu­vo que ver con la in­fluen­cia que la HSW ya ha­bía ejer­cido en esos días. Puede que en alguna medida fuese así; pero de todas for­mas, an­te se­me­jante co­lec­ción de am­bi­güe­dades cuesta trabajo en­tender cuál puede ha­ber sido la mag­nitud, la naturaleza o la sig­­ni­fi­cación de dicho giro.

En los evangelios del relativismo se ha concedido a Boas, merecidamente, una estatura co­losal como el gran impugnador del evolucionismo degradado que le precedió; haría­mos mal, sin embargo, si de­dujéramos de esta atribución que el anti-evolucionismo de Whorf es de la misma calidad, deriva de las mismas fuentes o se propone los mismos ob­­jetivos. Después de las con­cien­zu­das explo­raciones de George Stocking, en efecto, la historia de las ideas antropológicas se pien­sa de manera más ma­ti­zada y compleja. La his­toriografía contemporánea ha do­cu­mentado que Boas ha sido an­ti-evo­lu­cionista en mu­chos res­pectos, pero que también fue siempre un ferviente ad­mi­rador de Darwin y sus ideas, a las que es­ti­maba relevantes incluso en el ámbito de la cultura. Su con­fe­ren­cia “The re­la­tion of Dar­win to Anthro­po­logy”, sin ir más lejos, finaliza diciendo: “Es­pero haber podido pre­sentarles, aun­que fue­ra imper­fecta­mente, las corrientes de pen­sa­miento de­bi­das al in­mortal Dar­win que han ayudado a ha­cer que la antropología sea lo que es en la ac­tua­li­dad” (Boas s/f [1909?]; Le­wis 2001: 387).

Contradictorio o no, en la gran escala nadie niega el papel de fundador que jugó Boas no sólo en relación con la HRL sino con la antropología científica norteamericana. Mu­chos de los rasgos del pensamiento de Boas pasaron a formar parte del patrimonio de la dis­ciplina en ge­ne­ral y del movimiento relativista en particular: la vi­sión de la cultura o la lengua “desde dentro”, la reticencia hacia la ge­ne­ralización, la fijación en los de­ta­lles cualquiera sea su irrelevancia y el recurso a la historia y a la singularidad de los acon­te­cimientos como sustitutos de la explicación que está ha­cien­do falta son acaso los fac­to­res más salientes. En el te­rre­no de la lingüís­tica es pe­cu­liar­mente boasiana la con­sa­gra­ción a la descripción in­ten­siva (tanto mejor cuanto más colmada de texto indígena en al­fabeto fonético) y la idea de que es suficiente a­ducir un par de excep­ciones (en una po­blación de casi 7000 ejempla­res) para impugnar una re­gla que se cumple en la inmensa mayoría de los casos.

Hay algo de estrechamente empirista en esa posición. Cuan­do entre 1925 y 1933 Ed­ward Sa­pir pro­po­nía una representación abstracta de los pa­trones sonoros para esta­ble­cer su con­cep­to de fo­nema (como algo distinto de los so­ni­dos del lenguaje) Boas argu­men­taba que esa me­todología conducía a una pérdida irre­pa­ra­ble de detalle fonético (Dar­nell 1998a: 362). Si bien hoy en día un puñado de relativistas pertinaces bajo el li­de­raz­go de Ste­phen C. Levinson insiste en esa línea boasiana de ra­zo­namiento, sabemos que sin esa “pérdida” la lingüística jamás podría haber calificado (parafraseando a Boas) co­mo la disciplina científica que llegó a ser.

Edward Sapir – Lengua y lenguaje

La crónica dominante asegura que Edward Sapir [1884-1939] y Benjamin Lee Whorf asimilaron a través de Boas las ideas del relativismo lingüístico derivadas de la lin­güís­tica alemana en general y hum­bold­tiana en particular. Esa es la narrativa que John Jo­seph (1996) llama “la llave mágica”, se­gún la cual el lenguaje se concibe como en­­car­nan­do la mente nacional y desen­vol­vién­dose conforme a la concepción hegeliana de la historia. Pero hay otra alternativa, lla­mada “basura metafísica” [metaphysical gar­ba­ge] que concibe a la lengua desarrollándose en el interior de una visión evolu­cio­na­ria de la historia e introdu­ciendo obs­táculos y constreñimientos al pensamiento lógico. Esta vi­sión fue un lugar común en la filosofía analítica de Cambridge (Alfred North White­head y Bertrand Russell) y en el po­sitivismo lógico vie­nés de Rudolph Carnap.

Según la concepción de Joseph el vínculo entre la tradición vienesa y la inglesa fue el lin­güista y filósofo inglés Char­les Kay Og­den, quien dirigió una serie de libros que in­cluía textos de los estudiosos de Cambridge y Viena y escribió con Ivor Armstrong Ri­chards el famoso El signi­fi­ca­do del significado (1923) cuyo subtítulo reza algo así como “Una investigación acerca de la influencia del lenguaje sobre el pensa­mien­to y de la cien­cia simbólica”. Este libro clásico, menos leído y recordado hoy que hace unas dé­cadas, incluye el memorable capítulo de Bronisław Mali­nowski sobre “El sig­ni­fi­cado en las lenguas primi­ti­vas” en el que se acuñó la idea de la función fática y se puso la pie­dra fundamental de la vigorosa corriente funcionalista de la socio­lin­güís­ti­ca y la prag­mática inglesa-australiana que habría de coronar M. A. K. Halliday.

Como quiera que haya sido la historia, en agosto de 1923 Sapir escribe y publica “An approach to symbolism”, que no es sino una crítica positiva del libro de Ogden y Ri­chards, en el cual (entre paréntesis) no se le había tratado muy bien. De ahí en ade­lante –di­ce Joseph– Sapir adopta ca­si exclusi­va­mente la postura de la “basura meta­fí­si­ca”, abandonando la concepción de la “llave má­gica” que había mantenido en trabajos ante­rio­res (p. ej. Sapir 1921). Joseph asegura que su alumno Whorf desarrollaría tam­bién su HRL desde 1931 en la línea Og­den-Richards-Sapir, a excepción de un vuelco ha­­cia la va­riante hum­bold­tiana un par de años antes de su muer­te (y de la muerte de Sapir).

Figura 3.2 – Edward Sapir, ca 1910.

Sea cierta o no la trama pedagógica de la llave mágica y la basura metafísica, el hecho es que re­vi­san­do los textos tempranos de Edward Sapir y las notas de sus editores se ad­vierte que la historia de sus influencias y sus giros intelectuales ha quedado alborotada, abunda en afir­ma­ciones unilaterales y necesita matizarse bastante. Al­gunas le­yen­das his­­tóricas con­so­lidadas también demandan revisión. Regna Dar­nell (1990: 11), por citar un caso, a­se­guraba que en su tesis sobre el pensamiento lingüístico de Herder Sapir ha­bía aportado ejemplos con­cre­tos de len­guas aborígenes a­me­ri­ca­nas que ha­bía conocido a través de Boas (Sapir 1907). Aunque en “Herder’s Ursprung der Sprache” hay al­gu­nas re­fe­ren­cias a la elaborada maquinaria formal de los verbos en las lenguas a­me­ri­ca­nas, a la com­plejidad del sistema verbal y a la conservación de rasgos ar­cai­cos en la len­gua es­quimal (pp. 129, 130, 134) los ejemplos concretos brillan por su au­sencia. Si­­guien­do el rastro del hipertexto que he armado en la bibliografía, el lector podrá com­pro­bar que cuan­do Sapir menciona en su tesis unas cuantas len­guas americanas los da­tos se derivan de los casos que el propio Herder trajo a co­lación (basándose en la do­cu­men­ta­ción colectada por jesuitas y viajeros) an­tes que de la in­fluen­cia de los releva­mien­­tos de campaña realizados por Boas (cf. Her­vás 1778-1787).

Ajeno a los deba­tes internos de las co­rrientes relativistas, el metahistoriador de la lin­güística Pierre Swiggers escribe en su Intro­duc­ción a la te­sis sapiriana:

Puede por ende ser históricamente incorrecto reclamar una gran cantidad de influencia boa­siana en la tesis de maestría de Sapir. Tampoco el hecho de que Sapir muestre fami­lia­ridad con la corriente humboldtiana (Humboldt, Steinthal, Haym) constituye evidencia con­cluyente de una fuerte influencia boasiana: en cualquier análisis lingüístico y filo­sófi­co del texto de Herder de 1772 y de su recepción se debe hacer mención de la relación del texto de Herder con la obra de Humboldt sobre la naturaleza del lenguaje y la di­ver­si­dad de las estructuras de las lenguas (Swiggers 2008: 58).

El estudio de Sapir sobre Herder no es por otra parte una de sus obras más creativas; por aña­di­dura, sólo se refiere al te­ma de la diversidad y la diferencia entre las lenguas tan­gen­cial­mente. Lo que sí es no­table es que Sapir inicie su estudio haciendo mención de la com­pe­tencia de la Acade­mia de Berlín de 1769 cuya convocatoria he documentado en el epí­grafe inicial de este capí­tulo. Quizá no fuese casualidad que el propio Abhand­lung über den Ur­sprung der Spra­che de Herder fuese el texto ganador de la compe­ten­cia. Co­mo hemos vis­to al ini­cio de este estudio, es en el concurso de 1757, y particu­lar­men­­te en la res­pues­ta que a su pre­gunta ofreciera Michaelis (12 años an­te­rior a la com­petencia citada por Sapir y 15 años antes de la publicación de Ursprung der Sprache) cuando se inicia ca­bal­mente la trayec­to­ria de la versión europea de la HRL. Pero no se­rán éstas las hue­llas seguidas por Sa­pir.

Lo primero que el lector lingüista advierte en su obra es que a excepción de unos cuan­tos pasajes eslabonados en “El estatuto de la lingüística como ciencia” (1929) (pre­mo­ni­to­rio de “La lingüística como una ciencia exacta” de Benjamin Lee Whorf [1940]), Sa­pir no ha elaborado explícitamente ninguna teoría sistemática so­bre la HRL. A decir ver­dad no ha elaborado siquiera una teoría lingüística en la que la HRL juegue un papel de relieve. Aquí y a­llá ha hecho puntua­liza­ciones técnicas importantes (a propósito de la distinción entre fo­né­tica y fono­lo­gía, por ejemplo, o acaso definiendo alófono por pri­me­ra vez) en un plano de refi­na­miento dis­cur­sivo que su tutor Boas fue pro­ver­bial­mente incapaz de seguir. Pero cualquiera haya sido la magnitud de la contribución de Sapir a la temprana lingüística profesional (y ella ha sido a mi juicio anárquica pero grandiosa) no hay en Sapir una obra metódica que sus­ten­te teoré­ti­ca­mente la HRL. Sapir carecía por em­pezar de un prin­ci­pio teórico singular que pudiera o­pe­rar co­mo heurística rectora. Es­tas lí­neas de sus ano­ta­dores en las obras com­pletas, creo yo, le ha­cen justicia:

[É]l no era un relativista de cabo a rabo; él tenía su propia visión de lo que ahora po­dría­mos lla­mar una gramática universal. Pero él sabía demasiado sobre diferentes lenguas y cul­turas, o sobre su diversidad de patterning (para usar uno de sus términos favoritos) co­mo pa­ra comprometerse prematuramente con afirmaciones generales simplificadoras que, debe admitirse, son a menudo una precondición para el avance teórico. Por éstas y o­tras razones, en la historiografía de la lingüística Sapir es universalmente reconocido co­mo un gran estudioso, un maestro inspirador y un descriptivista consumado capaz de bri­­­llan­tes e intuitivos destellos de insight, pero no un gran teorista, y menos todavía un gran teo­réti­co (Lyons 2008: 295).

Es difícil evaluar la importancia del pensamiento de Sapir en la teorización antropoló­gi­ca-lingüística en general y en el desarrollo de la HRL en particular. Se trata, sin duda, de un autor res­ba­loso. Richard Preston le ha dedicado estas palabras que suscribo:

La paradoja surge del hecho de que aunque la importancia y la habilidad de Sapir son am­pliamente reconocidas, la discusión concreta de su escritura se limita a unos pocos antro­pó­logos y unos pocos textos e involucra muy escasa atención crítica. Las referencias a la o­bra de Sapir consisten principalmente de instancias en las que un escritor refuerza su argumento por medio de una cita de Sapir en apoyo suyo, utilizándolo como autoridad con poca consideración de lo que él significa más allá de lo que es inmediatamente evi­dente en la cita aislada misma. La controversia profesional ha pasado por alto los escritos pro­gramáticos altamente originales de Sapir, los cuales son potencialmente muy con­tro­ver­sia­les. [George Peter] Murdock […] ha sugerido que “la elegancia intuitiva y la faci­li­dad ver­bal” de Sapir ha producido relativamente pocas […] contribu­ciones permanentes a la teo­ría cultural. [Alfred] Kroeber […] ha dicho que Sapir, a través de su énfasis en la per­so­nalidad, hizo a la antropología más rica como arte pero no como ciencia (Preston 1966: 1105).

Las citas a través de las cuales organizaré las cambiantes y cualificadas posturas de Sa­pir sobre la relatividad y diversidad del lenguaje seguirán una vez más un orden cro­no­ló­gico. Estarán acompañadas de un comentario que subrayará sus sucesivos posicio­na­mientos en el tema, antes que por intertextos a menudo contrarios al espíritu de las ci­tas, como sucede en la crispada y confusa recensión de John Lucy (1992: 17-24). Las ca­rac­te­rizaciones de Lucy (u otras parecidas que pueblan la literatura) du­do­sa­men­te pue­dan pin­tar el contexto con una mínima adecuación, dado que ni con­tem­plan la to­ta­li­dad de la o­bra de Sapir ni reconocen las ideas de predecesores como Hum­boldt, Her­der, Og­den y Ri­chards y otros autores simbolistas o neohumboldtianos; en materia de antro­po­logía tampoco docu­men­tan tener mayor idea del complejo contexto de la época o de la signi­fi­cación de Sapir para la disciplina.

Resulta fastidioso, en efecto, observar la forma en que los relativistas (mayoritaria­mente en­rolados en la lingüística) comentan la complejidad de las relaciones trazadas por Sapir entre el lenguaje y la cultura cuando los antropólogos sabemos desde el vamos que Sa­pir alimentaba una concepción “psiquiátrica” en la cual lo cultural no tenía cabi­da sis­te­má­tica. La “cultura” de Sapir es, como la de Ruth Benedict, simplemente la per­so­na­li­dad writ large. Sabido es que a mediados de los cuarenta cundía en antropología un gri­to de a­lar­ma, a­fir­mando algunos que la influencia de Sapir estaba sustituyendo el interés dis­ci­pli­nario hacia la cultura por un interés hacia la personalidad (Meggers 1946: 176 y ss.). La mis­mí­sima Ruth Benedict llegó a decir que Sapir se encontraba merecida­men­te aislado de la co­rrien­te prin­cipal de la antropología “por su deseo de probar que la cul­tu­ra no im­portaba” en una era en que se creía que “en importancia explicativa y en gene­ra­lidad de aplica­ción [el con­cepto de cultura] es comparable a categorías tales co­mo la gravedad en la fí­sica, la en­fer­medad en medicina y la evolución en biología” (Kroeber y Kluck­hohn 1953: 3; Mead 1959: 201).

Esto dicho, proporcionaré una serie lo más escueta y relevante posible de los concep­tos sapirianos sobre la relación entre pensamiento y lenguaje, que es donde radica lo fun­da­men­tal del aporte de Sapir a la HRL. Se podrá percibir que dichos conceptos son muta­bles y difusos, pero al mis­mo tiempo ambiciosos y asertivos. Con todo, la HRL no sur­gió de golpe. Notablemente, en su libro Language: An introduction to the study of speech (1921), Sapir todavía no se decide en cuanto a la relación de prioridad entre pen­samiento y lenguaje y señala al mismo tiempo su universalidad y su diversidad por­ten­tosa:

Muchas veces se ha planteado la cuestión de si sería posible el pensamiento sin el habla y también la cuestión de si el habla y el pensamiento no serán otra cosa que dos facetas del mismo proceso psíquico. La cuestión es tanto más difícil cuanto que se la ha rodeado de un seto espinoso de equívocos. […]

Es muy probable […] que el lenguaje sea un instrumento destinado originalmente a em­pleos inferiores al plano conceptual, y que el pensamiento no haya surgido sino más tar­de, como una interpretación refinada de su contenido. En otras palabras, el producto va cre­ciendo al mismo tiempo que el instrumento, y quizás, en su génesis y en su práctica co­tidiana, el pensamiento no sea concebible sin el lenguaje, de la misma manera que el ra­zonamiento matemático no es practicable sin la palanca de un simbolismo matemático adecuado. […] Por lo que a él toca, el autor de este libro rechaza decididamente, como algo ilusorio, esa sensación que tantas personas creen experimentar, de que pueden pen­sar, y hasta razonar, sin necesidad de palabras. […] El pensamiento podrá ser un dominio natural, separado del dominio artificial del habla, pero en todo caso el habla viene a ser el único camino conocido para llegar hasta el pensamiento. […]

Entre los hechos generales relativos al lenguaje, no hay uno que nos impresione tanto como su universalidad. Podrá haber discusiones en cuanto a que si las actividades que se realizan en una tribu determinada son merecedoras del nombre de religión o de arte, pero no tenemos noticias de un solo pueblo que carezca de lenguaje bien desarrollado. […] Mu­chas lenguas primitivas poseen una riqueza de formas, una latente exuberancia de expresión que eclipsan cuantos recursos poseen los idiomas de la civilización moderna. […] La increíble diversidad del habla es un hecho casi tan impresionante como su uni­ver­sa­lidad (Sapir 1954 [1921]: 20, 22, 30).

La crítica profesional, incluso la que se planteó desde estrategias teóricas muy diferen­tes, recibió a Language con alborozo. Leonard Bloomfield, el futuro padre de la lin­güís­ti­ca con­ductista que escribiría más tarde un libro clásico por completo distinto pero que lle­va el mismo título, re­cono­ció al texto de Sapir como repre­sen­ta­tivo de las más nuevas ten­dencias de su época, deplorando so­lamente su dependencia de la psi­co­logía. La lin­güís­tica, como cual­quier otra ciencia, –ex­pre­sa Bloomfield– debe estudiar su ob­jeto de es­tu­dio en y por sí mismo, elaborando sus propios supuestos de trabajo; de­be­mos estu­diar, en otras pa­labras, dice, los hábitos lin­güísticos de la gente sin preocuparnos por los pre­suntos pro­cesos mentales que po­de­mos concebir que subyacen o acompañan a esos há­bi­tos. Y agrega Bloomfield con aspereza: “Co­mo el resto de nosotros, el Dr. Sapir to­da­vía paga tributo a la especulación aprio­­rís­ti­ca que nos llega bajo la gui­sa de la psico­lo­­gía; dado que su propia estrategia es cien­tífi­ca, estas falsas genera­li­za­ciones se des­ta­can del resto de la discusión” (Bloom­field 1922: 143). Es notable, a todo esto, y es sig­no de una bella concordancia, que un lin­güis­ta de pura cepa reproche a Sapir el mis­mo psicologismo en su tra­tamiento del lenguaje que el que los antropólogos encuentran per­ni­cioso en su concepción de la cultura.

Pasado ese momento de indefinición ecléctica característico de los abordajes prime­ri­zos y de las obras de divulgación, uno de los componentes ideacionales que se fija más tem­pra­namente en el modelo sapiriano es el de la relatividad y la in­conmensurabilidad; la idea está plasmada en un texto de 1924, “The grammarian and his language”, unos po­cos años anterior a los contactos formales entre Sapir y Whorf:

Sería posible proseguir indefinidamente con tales análisis inconmensurables de la expe­riencia en diferentes lenguas. El resultado de todo eso sería tornar real para nosotros una cla­se de relatividad que generalmente está oculta para nosotros debido a nuestra acep­ta­ción ingenua de los hábitos fijos de habla como guías para una comprensión objetiva de la na­turaleza de la experiencia. Ésta es la relatividad de los conceptos o, como se la podría llamar, la relatividad de la forma del pensamiento. No es tan difícil de captar como la re­la­tividad física de Einstein ni es tan perturbadora para nuestra seguridad como la rela­ti­vi­dad psicológica de Jung, la cual apenas está comenzando a entenderse; pero quizá es más elusiva que éstas (Sapir 1924: p. 176 de Collected Works).

Se ha discutido inconcluyentemente si Whorf tomó su idea de relatividad a partir de este ensayo de Sapir o si la sacó directamente de Albert Einstein, como hace unos años se ha lle­ga­do a especular (Alford 1981; Heynick 1983; Koerner 2000: 17). No existiendo un registro confiable más allá de la deslucida biografía de Sapir escrita por Regna Darnell (1990) ésta no es una discusión destinada a resolverse taxativamente. Por el momento el único in­di­cio dis­ponible al respecto es la falta de toda mención por parte de Sapir o de Whorf de la literatura especializada cuya lectura se requiere para la com­pren­sión se­ria y cabal de las teorías físicas implicadas más allá de los estereotipos de divulgación (cf. Sapir 2008: 176; Whorf 1956: 257).

Una vez fijada la idea de la relatividad y la incomparabilidad de las lenguas (correlato de la idea boasiana de que cada cultura debe es­tudiarse en sus propios términos), el ma­ni­fiesto relativista fun­damental de Sapir es, por su­pues­to, “El estatuto de la lingüística como ciencia” (1929) donde se lee:

El lenguaje es una guía a la “realidad social”. Los seres humanos no viven solos en el mun­do objetivo, ni tampoco están solos en el mun­do de la actividad social. Dependen mu­cho de la lengua particular que se ha con­ver­ti­do en medio de expresión de su sociedad. Es una ilusión pensar que uno se ajusta a la rea­lidad sin la utilización del lenguaje y que el lenguaje no es más que un medio in­ci­dental para solucionar problemas específicos de co­mu­ni­ca­ción o reflexión. La realidad es que el “mun­do real” está amplia e incons­cien­te­men­te conformado según los hábitos lin­güísticos de un grupo determinado. Ningunas dos lenguas son suficientemente similares para considerar que representan la misma realidad social. Los mundos en los que viven diferentes sociedades son mundos distintos, y no me­ra­mente el mismo mundo con diferentes etiquetas agregadas. […] Ve­mos, escuchamos y obtenemos experiencia como lo ha­ce­mos, principalmente porque los hábitos lingüís­ti­cos de nuestra comunidad nos pre­dis­po­nen hacia cier­tas clases de interpretación. […] Des­de este punto de vista podemos pensar que el lenguaje es la vía simbólica a la cultura (Sapir 1929: p. 129 de Collected works).

Los intelectuales del pensamiento débil, en particular, encuentran punto menos que ge­nial que Sapir haya encomillado el “mundo real”, un gesto insólito en la década de 1920, hay que admitirlo. Los antropólogos Jane Hill y Bruce Mannheim (desde la pers­pectiva poco común de los rela­ti­vistas posmodernos y en un estilo reminiscente del name dropping propio del Dada Engine o el Postmodern Generator) sostienen que así encomillada la fra­se es un recor­da­to­rio iró­ni­co de que el mundo naturalizado de la expe­riencia coti­dia­na no está menos cul­tural­men­te me­diado que el de cualquier otra cul­tu­ra. (23) La idea sapi­ria­na de que ese mundo “está am­­plia e in­cons­cientemente conformado se­­gún los há­bitos lingüísticos de un gru­po de­ter­­mi­nado” –prosiguen– prefigura la ca­rac­te­ri­zación del len­guaje que ha hecho Ray­mond Williams en Marxismo y Literatura co­mo “una práctica material cons­titu­tiva” (Hill y Mannheim 1992: 385; Williams 1997: 32-58). Pue­de que algo de eso haya, pero lo de “ma­terial” ni tiene fun­da­mento en los di­chos de Sa­pir no cua­­ja de­ma­sia­do bien con el hecho de que el mundo al que Sapir se re­fiere se en­cuentra “in­cons­cien­temente confor­ma­do”. Ni falta hace decir que el “len­gua­je” sobre el que se ha ocu­pado Ray­mond Williams es el lenguaje en el sentido usual en castellano (cercano a la lan­gue saussu­­reana) y no el idioma que los relativistas tienen en mente by default cuan­do en el dialecto relativista del in­glés se habla de language.

Como sea, Benjamin Lee Whorf citaría largamente ese mismo texto sapiriano, el cual encapsula buena parte de su propia ideología, en su artículo “La relación del pensa­mien­to y el com­portamiento habitual con el lenguaje” de 1939. Otro aspecto fuertemente re­la­tivista se ma­nifiesta unos pocos a­ños más tarde, cuando Sapir reafirma la inconmen­sura­bi­li­dad de las len­guas en un pá­rrafo que John Lucy (1992: 18) y otros relativistas con él han mu­tilado afa­no­sa­mente, silenciando sus frases esenciales para man­tener el mito de que la versión fuerte de la HRL no existe más que en la imagi­na­ción de sus de­tracto­res. El pasaje completo reza así:

[L]a lengua es en gran medida como un sistema matemático el cual, también, registra la experiencia, en el verdadero sentido de la palabra, sólo en sus comienzos más crudos pe­ro, a medida que pasa el tiempo, deviene elaborado en un sistema conceptual auto-con­te­ni­do que predibuja toda posible experiencia de acuerdo con ciertas limitaciones for­males aceptadas. Tales categorías, como número, género, caso, tiempo, modo, voz, “aspecto” y un montón de otras, muchas de las cuales no se reconocen sistemáticamente en nuestras len­guas indoeuropeas, son, desde ya, derivadas de la experiencia en último análisis, pero, una vez abstraídas de la experiencia, son sistemáticamente elaboradas en el lenguaje y no son tanto descubiertas en la experiencia como impuestas sobre ella debido a la coacción tiránica que la forma lingüística posee sobre nuestra orientación en el mundo. En la me­di­da en que las lenguas difieren muy ampliamente en su sistematización de los conceptos fundamentales, ellos tienden a ser sólo débilmente equivalentes entre sí como dispositivos simbólicos, y son, de hecho, inconmensurables en el sentido en el cual dos sistemas de puntos en un plano son, en su totalidad, inconmensurables a cada otro si ellos son tra­za­dos con referencia a diferentes sistemas de coordenadas (1931: pág. 498 de Collected works).

Hasta aquí entonces, ordenadas, sin énfasis añadidos y sin censura, las referencias a la parte que le tocó jugar a Sapir en la gestación de la HSW. En contraste con la postura más “materialista” y pragmática de Whorf, se ve claramente ahora que en Sapir ha te­ni­do mucho peso su instancia “psiquiátrica”. Después de todo, fue él quien introdujo en la an­tro­pología norteamericana nada menos que el psicoanálisis bajo la guisa de la ti­po­lo­gía psicológica jungiana; lo hizo en un momento en que tenía un peso excesivo el con­­duc­tismo, promotor de exigencias observacionales que prohibían hablar siquiera de la con­ciencia, del pensamiento, de la memoria o de la men­te huma­na. Aunque el conduc­tis­mo se originó en la psicología, la lingüística conductista de cuño bloomfieldiano llegó a prohibir incluso las explicaciones psicológicas tout court, las conductistas inclusive. Por eso es que hoy en día se encuen­tran juicios como éstos en la ciencia cognitiva y hasta en la neuro­cien­cia del lenguaje:

Mientras que nadie negaba el brillo soberbio de Sapir como lingüista, tanto en calidad de teórico como de analista, muchos de sus colegas en ese tiempo consideraban el aspecto “mentalista” de su pensamiento una excentricidad, incluso una aberración, algo que debía más excusarse que ser imitado. Después de todo, la lingüística estaba en su camino de al­can­zar un estatuto genuino como ciencia precisamente adoptando el conductismo del día, poniendo el foco en métodos puramente mecánicos para recolectar y ordenar los da­tos lin­güísticos para llegar a un análisis puramente externo de la conducta lingüística, elu­dien­do toda charla metafísica sobre la “mente” y otros inobservables parecidos. […] Con el correr del tiempo, sin embargo, el campo de la lingüística ha llegado a la misma con­clusión a la que llegó Sapir, siguiendo su propio camino y haciendo muy poco uso del in­sight que él tenía para ofrecer (Anderson y Lightfoot 2004: 5).

En cuanto a lo que mi propio juicio crítico respecta, poco a poco he encontrado un posi­cio­namiento que me permite percibir las zonas umbrosas en las ideas de Sapir y al mis­mo tiempo (y sobre todo en contraste con las concepciones relativistas que sobre­ven­drían más tarde y que reclamarían –por ejemplo– abandonar el fonema y retornar a la escala nanoscópica y al em­pi­ris­mo de la foné­ti­ca) re­conocer su estatura de pensador.

Benjamin Lee Whorf – Lenguaje y pensamiento

Todavía no existe una biografía canónica que documente los hechos relevantes y aclare las oscuridades que subsisten sobre la actividad académica e investigativa de Ben­jamin Lee Whorf [1897-1941], de quien, pensándolo bien, se sabe casi tan poco como de Car­los Cas­taneda, de Allan Coult o de otros heterodoxos igual de legendarios. Tampoco hay a la ma­no un resumen sucinto que establezca qué es lo que Whorf verda­de­ra­mente dijo sin pasarlo por el tamiz de una lectura epigo­nal casi siempre ses­ga­da y me­nos inte­re­sada en desentrañar la obra de Whorf que en posi­cionar al biógrafo de tur­no. La mejor forma de sintetizar el pensamiento de Whorf es, creo, si­guien­do el trá­mite de sus publi­ca­­cio­nes por orden cronológico e invitando a que nos centremos más en el meollo de sus textos que en las bordaduras de las exégesis que se me puedan ocurrir o que otros han dado a la imprenta.

Esta alternativa permite distinguir al menos dos grandes fases claramente distintas en el desarrollo de su pen­samiento:

Figura 3.3 – Benjamin Lee Whorf.
Fuente: Manuscripts & Archives, Yale University Library.

Antes de revisar los textos en que se hace plenamente manifiesto el Whorf del segundo tipo hay al menos dos ensayos tempranos que por distintas razones merecen aten­ción. El primero es “Sobre la psicología”, de publicación póstuma y escrito hacia 1927. El se­gun­do se titula “Consideración lingüística del pensamiento en las comunidades pri­mi­tivas”, también inédito en vida de Whorf y cuya escritura se atribuye a la segunda mitad de 1936. Aquél es de interés porque Whorf documenta que en la búsqueda de una cien­cia que se ocupe de “la mente o el alma humana normal” y de “las leyes [o] la to­po­grafía de la vida in­terior o mental” no se encontrará una disciplina que resulte útil. La vieja escuela de la psi­cología experimental –asevera– nada nos dice de la mente sino que se con­sa­gra a la fisiología; el conductismo, a su turno, se ocupa sólo del com­por­ta­miento observable y no va mu­cho más allá del sentido común; la psicología de la Ges­talt, mientras tanto, no posee los conocimientos lingüísticos requeridos para penetrar en ese campo; en cuanto al psico­aná­lisis, Whorf parecería estar hablando de sus propias hipótesis cuando dice, sorprendentemente, que

[e]stá demasiado marcado por la firma de su fundador, Freud, un genio errático con una gran facilidad para percibir las verdades profundas, pero oscuras, y además se encuentra de­masiado desordenado a causa de sus dogmas sobrenaturales. Puede servir durante un tiempo como herramienta empírica para la clínica, pero no veo la posibilidad de que sea significativo para el cuidadoso escrutinio científico de la mente normal (Whorf 1971: 57).

Encuentro útiles estas anotaciones para tomar conciencia de que el primer Whorf, al me­nos, no reposaba en ningún saber disciplinar que otorgara forma y sistematicidad a lo que él quería significar con “pensamiento”. La segunda publicación, “Consideración lin­güística…” es significativa por tres razones. La primera es que en su búsqueda de un mo­delo para responder a preguntas tales como “¿Qué piensan…?” O “¿Cómo piensan?” las culturas primitivas vivientes [sic] Whorf encuentra en el camino a Carl Gustav Jung, cuyas obras conociera quizá por influencia de Sapir, quien es a su vez mencionado elo­gio­sa­men­te (junto a Boas) promediando el artículo.

Whorf alega que Jung distingue “cua­tro fun­ciones psí­quicas básicas: sensación, percep­ción [Gefühl], pensamiento e in­tui­ción”, y que una de ellas, el pensamiento, “contiene un amplio elemento lingüístico”. La se­gun­da razón que establece la importancia de este ar­tículo es que en él se plantea la po­si­bi­li­dad del pen­sa­miento SILENCIOSO, o sea el pen­samiento sin expresión hablada. Whorf, sin embargo, dilapida esta intuición trayen­do a colación “un elemento lin­güís­ti­co exis­ten­te en el pen­samiento silencioso” y casi refrendando la idea (que hemos visto mani­fes­tarse en Boas) de que “el pensamiento es completamente lingüístico” (1971: 83).

La tercera y última ra­zón que signa la represen­ta­ti­vi­dad del ensayo es la caracterización de la noción de criptotipo, “un significado su­mergido, sutil y elusivo” cuya creación atri­bu­ye al místico francés An­toine Fabre d’Oli­vet, men­cio­nado a pocas páginas de dis­tancia de Boas y Sapir, quie­nes nunca ha­brían aceptado en sus desarrollos lingüís­ti­cos los sim­bo­lis­mos semánticos conjeturales en los que Whorf, místico confeso él mis­mo, creyó toda su vida con total conven­ci­mien­to. Whorf admite en algún punto que qui­zá “no to­do lector está pre­parado a aceptar to­dos los pun­tos de vista de Jung” y que “Fa­bre d’Oli­vet avanza con ab­soluta claridad por en­tre el ma­remágnum cabalístico y nume­ro­lógico que recargaba la antigua tradición ju­dai­ca del hebreo” (pp. 82, 92) pero aun así acepta esa rara fun­da­men­tación psico­ló­gi­ca y se­mán­ti­ca, imagino que a faute de mieux. Whorf poseía una chispeante percep­ción sin­táctica, sin du­da; pero fuera de ese sim­bo­lismo destemplado –nos damos cuenta aho­ra– nunca dis­pu­so de una se­mán­tica de siste­ma­ticidad comparable (cf. Whorf 1936; 1938).

La noción de criptotipo guarda alguna relación con el concepto de clases encubiertas [CO­VERT classes], una definición lo suficientemente “sutil y elusiva” como para que sólo se pueda dar idea de ella mediante la cita (y la traducción) directa. Dice Whorf:

Una clasificación lingüística tal como la del género en inglés, que no tiene una marca a­bierta [overt] que se actualice junto con las palabras de la clase sino que opera a través de un “intercambio central” invisible de vínculos de ligadura de tal manera que determina a ciertas otras palabras que marcan la clase, lo llamo una clase ENCUBIERTA [COVERT] en contraste con una clase ABIERTA, tal como el género en latín (Whorf 1956: 69).

Para Whorf lo opuesto del criptotipo es el fenotipo (Op.cit.: 72); más de un whorfiano ha preferido oponer feno­ti­po y genotipo como si fueran nociones nativas de Whorf, pero no he sido capaz de encontrar esta segunda expresión en su obra publicada o inédita. Que Whorf use criptotipo en vez de genotipo, enrareciendo su propia semántica, se comprende per­fec­ta­mente a la luz de su afinidad con el ocultismo y de su hostilidad hacia los con­ceptos evolucionarios (cf. Whorf 1925b).

El primer texto en que se presenta la formulación whorfiana del segundo tipo es sin du­da “Un modelo indio-americano del universo”, un ensayo breve escrito hacia 1936, tras cinco años de conversar con su informante Hopi en Nueva York pero dos años antes de la primera y única y breve visita de Whorf a una reserva Hopi de Arizona; es un texto que per­ma­neció iné­di­to y que el lingüista George Trager hizo publicar póstumamente en 1950 (1971: 73-80). El modelo de referencia se refiere, por supuesto, a la concepción Hopi del tiempo. Hoy en día el tema es inseparable de las refutaciones y re-estudios que ins­pi­ró, por lo que lo he tratado aparte (ver pág. 205 y ss.). Sea o no fidedigna la des­crip­ción whorfiana, lo inte­resante del caso es que, en contraste con ulteriores modelos de déficit, el autor en­contró la forma la caracterizar una concepción distinta sin esti­marla ni inferior ni su­pe­rior, sólo diferente:

Al igual que es posible tener cualquier número de geometrías diferentes a la euclidiana, que den una información igualmente perfecta sobre las configuracio-nes del espacio, tam­bién es posible encontrar descripciones del universo, todas ellas igualmente válidas, que no contengan nuestros contrastes familiares de espacio y tiempo. El punto de vista de la relatividad, perteneciente a la física moderna, es uno de esos puntos concebidos en tér­mi­nos matemáticos, y la concepción universal del Hopi es otra bastante diferente, no mate­mática y sí lingüística.

Así pues, la lengua y la cultura Hopi conciben una METAFÍSICA, como la que nosotros po­seemos del espacio y del tiempo y la que posee la teoría de la relatividad; sin embargo se trata de una metafísica distinta de cualquiera de las dos. Para describir la estructura del universo de acuerdo con el pensamiento Hopi es necesario intentar –hasta el punto en que sea posible– hacer explícita esa metafísica, que en realidad sólo se puede describir en la len­gua Hopi, mediante significados de aproximación expresados en nuestra propia lengua que, aunque son en cierto modo inadecuados, nos permitirán entrar en una consonancia relativa con el sistema que subraya el punto de vista Hopi del universo (1971: 73-74).

A esta caracterización le sigue una complicada descripción de formas verbales incep­ti­vas, subjetivas, pasivas, espectativas, objetivas, etc., que en la medida en que in­ten­tan re­flejar la concepción Hopi de las cosas acaso incurren en lo que Max Black llamará más tarde “la falacia del lingüista”, una sobre-interpretación que, sin faltar nece­sa­ria­mente a la plausibilidad desde el punto de vista de la etimología, difícilmente posea realidad psi­co­lógi­ca y sea percibida conscientemente por el hablante (cf. más abajo, pág. 142 y Black 1959: 230).

Esta hermenéutica de lo escondido presenta un serio problema. Los relativistas, de he­cho, glorifican la Con­cepción del Mundo del Nativo o del Otro y exaltan el portento de la diversidad y del punto de vista emic, pero lo único que el lector encuentra en sus tex­tos es la inter­preta­ción suminis­tra­da por el es­tu­­dioso, o lo que éste dice que es la in­ter­pretación de palabras de informantes que no se sabe quiénes son so­bre expre­siones que se ignora en qué con­textos ocurren y cuyo sentido pro­fun­do está por definición oculto más allá de la con­ciencia de los actores. A lo que voy es a que no hay etno­gra­fía en la obra de Whorf, ni siquiera rudimentaria, ni tampoco un rele­va­miento del pla­no prag­má­tico, o una cabal etnografía del habla o de la comuni­ca­ción, o una des­crip­ción del pen­sa­miento del Otro que no sea monológica, o una autoría de veras refle­xi­va y compartida; habrá que es­perar hasta los es­tu­dios del uni­ver­sa­lis­ta Ekkehart Ma­­lotki (1983) para que alguien se dig­ne a docu­men­­tar, aun­que más no fue­re, el nom­bre, el per­fil, la pa­labra y la vi­sión ge­nuina de sus in­for­­man­­tes.

La semblanza whorfiana del pensamiento temporal de los Hopi se complementa con una ob­serva­ción respecto de que “la mayor parte de las palabras metafísicas del Hopi son ver­bos, y no nombres, como ocurre en las lenguas indoeuropeas. […] El Hopi, con su preferencia por los verbos, en contraste con nuestra propia preferencia por los nombres, convierte perpetuamente nuestras proposiciones sobre las cosas en proposiciones sobre los acon­tecimientos” (1971: 78, 79).

El problema con esta interpretación yace en que no todas las lenguas indoeuropeas o las lingüísticas desarrolladas en torno de ellas pri­vile­gian los nombres por encima de los verbos. En la an­ti­gua lin­güística in­dia de Śā­ka­tā­ya­na (del siglo VIII aC), por ejemplo, se ase­gu­raba que la cate­go­ría prima­ria son los ver­bos y que los sus­tan­ti­vos de­ri­van etimo­ló­­gica­men­te de las ac­cio­nes; un si­glo más tar­de, el etimó­lo­go Yās­ka a­fir­mará que el sig­ni­fi­cado es in­he­ren­te a la fra­se y que el sen­ti­do de las pa­la­bras se de­riva de su uso en la ora­ción (Ma­tilal 1990). Paradójicamente fue la ver­tiente sapiriana desarrollada en torno de la HRL, con su énfasis en el léxico antes que en la gra­mática, la corriente lingüística que más contribuiría a mantener el interés de los re­la­tivistas en torno de los nombres, casi siempre impropiamente identificados con “pa­la­bras” (para las unidades de tiempo, los lugares del es­pa­cio, los colores, los parientes, los números, los dedos, los tipos de nieve…), en detrimento de los ele­men­tos del lenguaje de carácter más es­tructural.

Otro de los textos fundamentales en la elaboración de la forma más clásica de la HSW se encuentra en “The relation of habitual thought and behavior to language” de 1939, pu­bli­cado en un volumen dedicado a la memoria de Edward Sapir, quien aca­baba de fa­llecer (Whorf 1971: 155-183). Por empezar, el ensayo lleva por epígrafe la fra­se de Sa­pir que dice que el “mundo real” está amplia e inconscientemente con­for­ma­do según los há­bitos lingüísticos del grupo, y que “[v]emos, escuchamos y obtenemos experiencia co­mo lo hacemos, principalmente porque los hábitos lingüísticos de nuestra comunidad nos predisponen hacia ciertas clases de interpretación” (ver más arriba, pág. 74).

La primera argumentación del artículo alega que existe “un acuerdo general sobre la pro­po­sición de que a menudo un modelo aceptado de utilización de las palabras es an­te­rior a ciertas líneas de pensamiento y formas de comportamiento” (1971 [1939]: 155). A partir de estas premisas, Whorf desarrolla el cuerpo del artículo en dos secciones implí­cita pe­ro claramente delimitadas. En la primera desarrolla su famoso ejemplo de los car­te­les en la gasolinera, en el que queda de manifiesto su experiencia como tra­ba­jador en el área de seguros en general y seguros contra incendios en particular, buscando de­mos­trar (co­mo reza el subtítulo de la sección) que el nombre de una situación es un fac­tor que afec­ta al com­por­tamiento.

En la segunda sección Whorf traza un detallado pa­ra­le­lismo del con­traste entre la len­gua Hopi y las lenguas que propone llamar SAE, acró­nimo de Stan­dard Ave­rage Euro­pean (p. 160). Whorf subraya la diferencia del trabajo im­plicado en ambas secciones, di­ciendo que en el primer caso se ha analizado el im­pac­to de simples pala­bras sueltas so­bre el comportamiento, mientras que en el se­gun­do se trata de estu­diar el efecto de “ca­te­gorías gramaticales a gran escala, tales como pluralidad, género y cla­sifica­cio­nes si­mi­la­res (animado, inanimado, etc.) tiempos, voces y otras for­mas ver­ba­les”, pre­gun­tán­dose si “una experiencia dada viene indicada por un morfema unitario, la in­flexión de una pa­labra, o una combinación sintáctica” (p. 159). Este aná­li­sis se lle­va adelante mucho mejor, dice, si se contrasta una lengua familiar con otra que no lo es tanto.

En la ejecución de ese contraste, Whorf niega al menos en un par de ocasiones (pero de manera un tanto confusa por la rara terminología) que exis­ta una correlación entre el lenguaje y la cultura, o en­tre el pensamiento y la con­ducta. Escribe Whorf:

¿Están dados nuestros conceptos de tiempo, espacio y materia de la misma forma me­dian­te la experiencia a todos los hombres o están en parte condicionados por la es­truc­tu­ra de lenguas en particular? ¿Existen afinidades susceptibles de ser trazables entre (a) nor­mas culturales y conductuales y (b) patrones lingüísticos en gran escala? (Yo sería el úl­timo en pretender que existe algo tan definido como ‘una correlación’ entre cultura y len­­guaje, y especialmente entre rúbricas etnolingüísticas tales como ‘agrícola’, ‘caza­dor’, etc. y o­tras lingüísticas tales como ‘flexivo’, ‘sintético’ o ‘aislante’) (1956 [1939]: 138-139).

En la nota al pie que corresponde al párrafo se lee:

Tenemos un montón de evidencia de que éste no es el caso. Consideremos sólo el Hopi y el Ute con lenguas que a nivel morfológico y léxico son tan similares como, diga­mos, el inglés y el alemán. La idea de ‘correlación’ entre lengua y cultura, en el sentido a­cep­ta­do de la idea de correlación, está por cierto equivocada (1956 [1939]: 139).

Algunos autores (Beek 2006: 14) tratan de conciliar esta contradicción con sus más ca­ros supuestos reinterpretando de un modo conveniente la pa­la­bra “correlación”. Dejan­do de lado la liviandad argumentativa que implica respon­der a dos preguntas con una so­la respuesta que deja una de aquéllas sin contestar, o la pobre redacción del razona­mien­to que si­gue a “Consideremos…”, a menos que el marco whorfiano sea por com­pleto in­con­sis­tente (probabilidad que no a­con­sejaría descartar del todo) yo creo en cam­bio que la cla­ve de la explicación de este aparente contrasentido finca en qué es lo que Whorf quiere decir cuando se refiere a “la gran escala”.

A diferencia de lo que es el caso con Wilhelm von Hum­boldt, quien poseía un agudo sentido de la relación entre lo particular y lo ge­ne­ral, o entre lo universal y lo relativo, en la argumentación whorfiana la negación de las co­rre­la­cio­nes entre len­gua y pen­sa­miento se debe a una postura tan fuertemente sesgada ha­cia el par­ticu­la­rismo que ella le inhibe la genera­li­za­ción de sus propios preceptos. Contradiciendo su propia con­cep­ción de “La lingüística como una ciencia exacta”, sucede como si a Whorf no le in­te­resara tam­poco la búsqueda de un prin­cipio de regularidad capaz de im­poner alguna apa­riencia de orden (así fuere circunstancial) al azaroso cau­dal de un a­nec­do­ta­rio des­bor­­dante (cf. Whorf 1956: 220-232, en línea; ver más arri­ba, pág. 90). Sospecho que en es­ta convic­ción hay algo más que un eco de las ideas de Franz Boas y de la ideología conservadora de la Escuela de Baden (cf. Boas 1911b: 154; Whorf 1956 [1939]: 139).

Asentada su extraña posición, Whorf procede a ejecutar un conjunto de contrastes entre la lengua Hopi y las lenguas SAE a propósito de las respectivas concepciones del núme­ro y el tiempo. En este contexto, Whorf llama la atención sobre el hecho de que en nues­tras lenguas el plural y la cardinalidad se aplican tanto a objetos reales como a en­ti­dades más inapren­si­bles y abstractas. Decimos, por ejemplo, tanto “diez botellas” como “diez días”, y “diez” significa lo mismo en ambos casos. En la lengua Hopi, en cambio, no existen los plu­rales imaginarios. Nuestra “longitud de tiempo” no es con­si­de­rada como una longitud, sino como una relación entre dos acontecimientos.

En las lenguas SAE, por otro lado, existen dos clases de nombres que indican cosas fí­si­cas: los nombres individuales (un árbol, un palo, un hombre, una colina) y los nom­bres masivos, que no se indican mediante un artículo y que requieren que se especifique un re­ci­piente o contenedor (un vaso de agua, una copa de leche, un balde de arena). (26)

En Ho­pi, según Whorf, la situación es diferente; el nombre indica por sí mismo un reci­pien­te adecuado:

No se dice un «vaso de agua», sino kð-yi «un agua»; ni un «estanque de agua», sino pa-hð; ni «un plato de harina de maíz» sino Nðmni, «una (cantidad de) harina de maíz»; ni un «trozo de carne», sino sikwi «una carne». La lengua no tiene necesidad de analogías sobre las que construir el concepto de existencia como una dualidad de concepto amorfo y forma. Cuando se trata de conceptos amorfos utiliza otros símbolos, ajenos a los nom­bres (pp. 163-164).

En lo que al tiempo concierne, en idioma Hopi los términos que designan a las fases (co­mo ‘verano’, ‘mañana’, etcétera) no son nombres, sino algo que se parece más bien a adverbios. Son una parte especial del lenguaje distinta de los nombres, de los verbos, e incluso de los adverbios en sentido estricto. No hay una objetivación (como si fuera una ‘re­gión’, una ‘magnitud’ o una ‘cantidad’) de la sensación subjetiva de duración; y por tanto no existe base para una concepción informal que corresponda a nuestro ‘tiempo’ (p. 165). En Hopi tam­poco se utilizan metáforas espaciales (“adelante en el tiempo”, “atrás en el tiem­po”) para hacer referencia a posiciones o coordenadas temporales (pp. 168-169).

Una observación interesante desarrollada por Whorf se refiere al hecho de que todas las lenguas necesitan expresar duraciones, intensidades y tendencias y que las lenguas SAE y quizá muchos otros tipos de lenguas se caracterizan por expresarlas metafó­rica­mente:

Las metáforas [referidas al tiempo] son las que corresponden a extensión espacial, o sea ta­maño, número (pluralidad), posición, forma y movimiento. Expresamos la duración con palabras tales como «largo, corto, enorme, mucho, rápido, despacio», etc.; la intensidad con «grande, mucho, pesado, luz, alto, bajo, agudo», etc.; la tendencia con «más, aumen­to, crecimiento, aproximación, ir, venir, aumentar, caer, detener, rápido, despacio», etc. Es­ta lista de metáforas podría hacerse interminable; sin embargo, difícilmente las recono­cemos como tales, ya que son virtualmente los únicos medios lingüísticos disponibles. Los términos no metafóricos existentes en este campo, como «pronto, tarde, intenso, mu­cho, tendencia» no son más que un puñado, bastante inadecuado para las necesidades (Whorf 1971 [1939]: 167-168).

Aunque luego Whorf, forzado por la intención de trazar un contraste, se vea llevado a ne­gar la existencia en la lengua Hopi de metáforas espaciales para expresar el tiempo y esa negación haya demostrado ser errónea, es difícil desestimar la originalidad y el filo de estas observaciones. La carrera de impor­tan­tes fi­ló­sofos del lenguaje más tardíos co­mo George Lakoff y Mark Johnson, autores de best sellers tales como Me­tá­foras de la vi­da cotidiana (Lakoff y Johnson 1986 [1980]) o Mu­jeres, fuego y cosas peligrosas: Qué re­velan nuestras categorías sobre nues­tra men­te (Lakoff 1987), se basa en gran me­dida en estas intuiciones (re)imaginadas por Whorf en su soledad, sin conocimientos ca­ba­les de un número suficiente de otras lenguas, sin gran­des recursos aca­dé­mi­cos y con más de cuarenta años de anticipa­ción. No soy yo quien lo dice. Lakoff y John­son, whor­­fia­nos reconocidos y exitosos aun­que no integrados dog­má­ticamente a la es­cue­la, ad­mi­ti­rían largamente ha­ber­se fun­da­do en estas ins­pira­ciones que en los textos ori­gina­les de Whorf apenas se des­tacan co­mo una observa­ción cola­te­ral (cf. Lakoff y John­son 1986: 36; La­koff 1987: cap. 18).

La elaboración subsiguiente de Whorf, sin embargo, va adquiriendo textura dogmática a medida que pretende reforzar a través suyo dos subtextos fundamentales: la deter­mi­nación en última instancia del pensamiento por el lenguaje (matizada de mil ma­neras, pero indisimulable) y la diferencia taxativa entre la concepción Hopi del espacio y el tiem­po y la filosofía desarrollada al respecto en las lenguas SAE. Ambos subtextos se demostrarían discutible el primero y francamente inexacto el segundo (Voegelin y Voe­ge­lin 1957; Gipper 1972; 1977; Malotki 1983; Hopi Dictionary Project 1998; Mc­Wor­ther 2008a). Cualquiera sea el va­lor que las variadas lecturas ulteriores o contem­po­rá­neas hayan asignado a los e­le­men­tos de juicio a­du­ci­dos por Whorf, el hecho es que él corona uno de sus textos más crea­ti­vos y todavía hoy interesantes con observaciones de marcado determinismo:

¿Qué apareció primero: los modelos del lenguaje o las normas culturales? Básicamente, ambos aspectos crecieron juntos, influyéndose constante y mutuamente. Pero en este em­pa­rentamiento, la naturaleza del lenguaje es el factor que limita la libre plasticidad y se muestra inflexible, de la forma más autocrática, con el desarrollo de los canales. Y esto es así porque la lengua es un sistema y no un simple ensamblaje de normas. Los grandes es­quemas sistemáticos pueden cambiar hacia algo realmente nuevo, pero sólo muy len­ta­men­te, mientras que en comparación otras innovaciones culturales se hacen con una gran ra­pidez. […]

Resumiendo así la cuestión, la primera cuestión que planteamos al comenzar el artículo […] queda contestada así: los conceptos de «tiempo» y «materia» no vienen dados sus­tan­cialmente en la misma forma por la experiencia, sino que dependen de la naturaleza del lenguaje o de las lenguas a través de las cuales se han desarrollado. No dependen tanto de UN SISTEMA incluido en la gramática (por ejemplo tiempo, o nombres) como de las formas de analizar e informar la experiencia que ha quedado fijada en el lenguaje co­mo «forma de hablar» integrada y que cruza las clasificaciones gramaticales típicas (1971 [1939]: 180-181)

Una vez eliminado el texto circunstancial que los separa hay una contradicción no pre­ci­samente leve, por cierto, en la importancia que Whorf concede a la idea de sistema co­mo factor crucial en el primero y en el segundo párrafo. Cuando SISTEMA aparece es­crito en mayúsculas, paradójicamente, es cuando Whorf menos relieve le otorga.

Por más que haya mucho material para discutir las ideas de Whorf en éste y otros textos (y yo las he discutido por décadas) una cosa es cierta: pese a que sus referencias a la cul­tura carecen de fundamentación etnográfica, de aparato eru­dito, de un diseño in­ves­ti­ga­tivo robusto y de un desa­rro­llo discursivo en profun­di­dad, hay una diferencia abis­mal en­tre el tratamiento whor­fiano del asunto y el que los re­lati­vistas contem­po­ráneos des­ple­garán sesenta o setenta años después con todos los re­cur­sos a su favor (ver p. ej. Eve­rett 2005 y más adelante, pág. 341 y ss.). La diferencia de calidad, por si no queda claro, favorece neta­mente a Whorf y engrandece, si cabe, al menos en términos rela­ti­vos, su talla intelectual: habiendo trabajado con antropólogos en la cuna misma de la antro­polo­gía profesional nor­te­ame­ricana, Whorf conocía el arte de llevar adelante una com­pa­ra­ción cualitativa sin caer en el sub­­ra­yado de de­sigualdades; los relativistas epi­go­nales (en­claus­trados en una sola y te­ne­brosa mo­da­li­dad de inferencia estadística) si­guen igno­ran­do hasta la fe­cha có­mo es que dicha o­pe­ración se lleva a cabo.

El tratamiento del ensayo no estaría completo si no dedicara un breve párrafo a la ca­te­go­rización de las lenguas SAE. No hay un listado completo de estas lenguas y sus ca­rac­terísticas estructurales hay que inferirlas de párrafos dispersos aquí y de allá, pero en prin­cipio com­pren­derían todas las lenguas europeas “con la posible (aunque dudosa) excep­ción del balto-eslavo y de las no-indoeuropeas” (Whorf 1956: 200). Algunos au­tores han elabo­rado el inventario y sistematizado los rasgos comunes de las lenguas SAE. Inespera­da­mente, y aunque Whorf detestaba en principio la sola idea de una len­gua artificial, el fun­dador de la Interlingua, Alexander Gode [1906-1970], documentaba en el Manifiesto de la nueva lengua la inspiración que él recibió del pensamiento whor­fiano. Nada mejor que reproducir ese párrafo del Manifiesto en Interlingua misma:

Il es generalmente cognoscite, e non debe esser explicate in detalio in iste contexto, in qual senso interlingua ha le ambition de funger como lingua commun del communitate lingual del occidente. Le notion que interlingua es un realitate historic, un entitate latente que require nulle construction sed solmente un visualisation, ha essite describite in varie locos in varie terminos. Le plus efficace maniera de formular iste conception ha essite, us­que nunc, le tentativa de identificar interlingua con lo que le philologo american Benja­min Lee Whorf ha appellate le europeo medie standard (Standard Average European). Se­cundo Whorf le linguas europee es pauco plus que dialectos de un standard commun que es representate per illos omnes. Super iste base interlingua se presenta como le producto del effortio de extraher ab le varie dialectos le standard inherente in illos omnes e de effectuar iste extraction sin ulle addition o violation subjective (Gode 1959).

La visión que Whorf tenía de las lenguas SAE no era precisamente apreciativa. Nada me­jor entonces que esta caprichosa derivación del pensamiento whorfiano para docu­men­tar los extremos contradictorios de valoración a los que sus palabras pueden dar lugar. A fin de cuentas, la In­ter­lingua no es sino una de las muchas lenguas artificiales de las que se di­ce que la HSW les prestó ins­piración. En un espacio digital en el que unas cuantas len­guas fic­ticias (como el Klingon) (27) han sido desciptas más exhaustiva y rigurosamente que al­gu­nas lenguas reales, muchos auto­res sostienen (aunque no en base a pruebas ca­te­gó­ri­cas) que otras len­guas más, reales o imaginarias, (co­mo el Babel-17 de Samuel R. De­lany, el Iţkuîl de John Quijada, el Láadan de Su­zette Haden Elgin, el Loglan de James Coo­ke Brown, el Lojban del Logical Lan­guage Group, la Newspeak de George Orwell, el Pravic de la hija de Alfred Kroeber [Ursula K. Le Guin], el Toki Pona de Son­ja Elen Kisa y otras mu­chas) se fundan en ideas whorfianas.

Otro texto whorfiano que es relevante para la comprensión de su concepción de la HRL es “Ciencia y Lingüística” publicado en 1940. Es un texto fundamental por dos razones: en primer lugar, en él se desliza la sugerencia de que la lengua Hopi habría si­do quizá más apropiada para expresar teorías que requieren concepciones del tiempo y el espacio diferentes a las que articulan las lenguas SAE; en segundo orden, en él apa­rece, mez­cla­da con otros ejemplos más o menos anecdóticos, la luego famosa afir­ma­ción de que los esquimales poseen un cierto número de palabras para la nieve mien­tras que nosotros [sic] po­seemos una sola. Por importantes que hayan llegado a ser, ambos ele­mentos son peri­fé­ricos respecto de la idea matriz que gobierna la estructura del en­sayo y que se refiere, una vez más, al carácter determinante del lenguaje:

Allí donde en los asuntos humanos se llega a un acuerdo o asentimiento, ya estén pre­sen­tes o no como parte del procedimiento las matemáticas o cualquier otra clase de sim­bolismo especializado, ESTE ACUERDO SE CONSIGUE MEDIANTE PROCESOS LINGÜÍSTICOS Y NO DE OTRA FORMA. […]

[…] [E]l sistema lingüístico de fondo de experiencia (en otras palabras, la gramática) de cada lengua, no es simplemente un instrumento que reproduce las ideas, sino que es más bien en sí mismo el verdadero formador de las ideas, el programa y guía de la actividad mental del individuo que es utilizado para el análisis de sus impresiones y para la síntesis de todo el almacenamiento mental con el que trabaja. La formulación de las ideas no es un proceso independiente, estrictamente racional en el antiguo sentido, sino que forma parte de una gramática particular y difiere, desde muy poco a mucho, entre las diferentes gramáticas. Diseccionamos la naturaleza siguiendo líneas que nos vienen indicadas por nues­tras lenguas nativas. No encontramos allí las categorías y tipos que aislamos del mun­do de los fenómenos porque cada observador las tenga delante de sí mismo; por el contrario, el mundo es presentado en un flujo caleidoscópico de impresiones que tiene que ser organizado por nuestras mentes –y esto significa que tiene que ser organizado en nuestras mentes por los sistemas lingüísticos. Nosotros dividimos la naturaleza, la orga­ni­zamos en conceptos, y adscribimos significados, principalmente porque hemos llegado al acuerdo de hacerlo así, un acuerdo que se mantiene a través de la comunidad que habla nuestra lengua y que está codificado en los modelos de nuestro lenguaje. Naturalmente este acuerdo es implícito y no queda expresado, PERO SUS TÉRMINOS SON ABSO­LU­TAMENTE OBLIGATORIOS; no podemos hablar sin adscribirnos a la organización y clasificación de información que determina el acuerdo (1971 [1940]: 240, 241).

Luego de plasmar estas observaciones que implican un cierto retroceso en relación con las ideas saussureanas de arbitrariedad y de privilegiar concepciones que remiten a con­cep­tos de­ci­mo­nónicos de acuerdo y convencionalidad, sobreviene el momento en que como parte de la ilustración de lo que hoy llamaríamos más serenamente la arbitrariedad del signo lin­güístico Whorf subraya las diferencias de organización gramatical de las dis­­tintas len­guas:

En la lengua Hopi son verbos «ola, llama, meteoro, nube de humo, pulsación», los acon­te­cimientos de una duración necesariamente breves no pueden ser más que verbos. […] La lengua Hopi posee un nombre que abarca toda cosa o ser que vuela, con la excepción de los pájaros. […] De este modo, el Hopi llama insecto, avión y aviador mediante la mis­ma palabra, y no siente ninguna dificultad en hacerlo así. Naturalmente, la situación de­ci­de cualquier posible confusión entre los miembros tan diversos de una amplia clase lin­güís­tica. […] Esta clase nos parece demasiado grande e inclusiva, pero lo mismo le pa­re­ce­ría al esquimal nuestra clase «nieve». (28) Utilizamos la misma palabra para la nieve que cae, la nieve que está en el suelo y la nieve endurecida como hielo, cual­quiera sea la si­tua­ción. Pa­ra un esquimal sería casi inconcebible esta palabra que lo in­clu­ye todo; el diría que la nieve que cae, la nieve que está en el suelo, etc., son algo diferente desde el punto de vista sensitivo y operacional, que son cosas diferentes con las que porfiar; utiliza cla­ses dife­rentes de palabras para ellas, así como para otras clases de nieve (1971 [1940]: 244-245).

Muchos años más tarde quedará en evidencia la infinita problematicidad que desenca­dena tratar en los mismos términos casos que se originan en la experiencia personal con la lengua Hopi y otros que provienen de estudios de los cuales ni siquiera se propor­cio­nan las referencias bibliográficas esenciales. También se revelará problemático hablar de “palabras” (un concepto que no es una expresión técnica, que es analíticamente muy gro­sera y que carece de sentido en la descripción de una lengua polisintética), que se ha­ble de “es­qui­ma­les” (que no es un grupo étnico que hable una lengua homogénea) y que se pre­su­pon­ga que exis­te (en forma recursivamente contradictoria con las propias ideas que se van desenvolviendo) algo así como una “nieve” dis­tin­tiva y objetivamente dada “cual­­quiera sea la situación”. Valdrá la pena, lo aseguro, que dediquemos a estos apa­ren­tes de­­talles un capítulo espe­cífico (cf. cap. 10, pág. 267 y ss.).

El último artículo whorfiano que contiene proposiciones de interés de cara a la HRL es “Lengua y lógica”, publicado en Technological Review en 1941. Después de unos pre­li­mi­nares en que Whorf especula (con el apoyo de los inevitables dibujos y de las insóli­tas traducciones palabra por palabra) sobre la distinta forma en que se conciben las co­sas dependiendo de la lengua, se llega a una fra­se a la que muchos whorfianos no han pres­tado casi atención pero que preanuncia los de­sarrollos contemporáneos relativos al lla­mado “Mito de los universales lingüísticos” (Evans y Levinson 2009a). Cuesta creer que en estos desarrollos recientes que todo el mundo lee como entrañablemente “whor­fia­nos” no se haya hecho ninguna referencia escrita a nuestro autor (véase más abajo, pág. 422). Es­cribe Whorf:

¡Puede incluso que no exista lo que concebimos como Lenguaje (con L mayúscula)! La exposición de que “el pensamiento es una cuestión de LENGUAJE” es una genera­liza­ción incorrecta de la idea, más correctamente expresada de que “el pensamiento es una cues­tión de lenguas diversas”. Las diferentes lenguas son el verdadero fenómeno y puede que no deban ser generalizadas con una idea universal tal como “Lenguaje”, sino por algo me­jor –llamado “sublingüístico” o “superlingüístico” – y no desigual por completo, aun que sí bastante diferente a lo que nosotros llamamos ahora “mental” (1971: 270). (29)

Luego de este párrafo sorprendente y premonitorio de los excesos a los que llegará la HRL en la actualidad y al mismo tiempo que afirma que distintas lenguas segmentan la na­turaleza de manera diferente, Whorf proporciona contundentes pruebas de estar soste­nien­do una concepción del lenguaje que no sólo no ha superado la prueba del tiempo sino que ya era filosó­fi­ca­mente pobre y anacrónica en la década de 1940:

La segmentación de la naturaleza es un aspecto de la gramática, y se trata de un aspecto que hasta ahora ha sido poco estudiado por los gramáticos. Cortamos y organizamos la ria­da y flujo de acontecimientos como lo hacemos principalmente porque a través de nues­tras lenguas maternas formamos parte de un “acuerdo” para continuar haciéndolo así, y no precisamente porque la naturaleza esté segmentada exactamente de la forma en que nosotros la dividimos. Las lenguas no solamente difieren en la forma de construir sus oraciones, sino también en cómo separan la naturaleza para asegurarse los elementos a co­locar en tales oraciones (1971: 270-271).

Los tres elementos de juicio más llamativos y a la vez curiosos, esencialistas y ave­jen­ta­dos de esta con­cepción son, pri­me­ro, que la tarea de recortar los flujos de la naturaleza [sic] cae so­bre los hom­bros de la gramática; se­gundo, la idea de que existe un “acuerdo” entre no se sabe quié­nes (pero que nos involucra) para asegurarse de poner nom­bres a las cosas de modo tal que los hablan­tes ulteriores de nuestra lengua puedan seguir ha­blan­do de la na­turaleza, pues en apariencia es sólo de ella que se puede hablar; y ter­ce­ro, y al igual que en los años de William Dwight Whitney, una concep­ción del len­guaje co­mo el catálogo no­men­cla­torio surgido de esos acuerdos.

Con un grano de sal, ante esta apoteosis de pedagogismo antropomórfico me viene a la mente un cón­cla­ve de funciona­rios e­gip­cios preguntándose algo así como “¿qué nom­bre les pa­re­ce que le pongamos al vi­drio?”; o mejor todavía, emprendiendo un acuer­do de tercerización pa­ra que la gra­má­tica se haga cargo de la tarea; o quizá no pudiendo lla­mar vidrio al vidrio porque el objeto cultural a nombrar no forma parte de una natu­ra­le­za segmen­ta­ble ni constituye un acontecimiento. Ni du­da me cabe, fi­nal­men­te, que Sa­pir, fa­llecido un año antes que es­te texto pós­tu­mo se es­cri­­bie­ra, nun­ca ha­bría avalado la publi­ca­ción de se­mejante lluvia de metáforas. Si Ri­chard Rorty (1979) –el pos­mo­derno autor de La Filosofía y el Espejo de la Naturaleza– no hubiera sido él mismo tan fer­vien­te­men­te whor­fiano, es seguro que se habría hecho un festín.

En el momento de concluir la presentación inicial de las ideas de Whorf en este libro advertimos que no existe una biografía o un análisis sólido, imparcial y detallado de su obra. Seleccionando uno u otro párrafo, diversos autores le atribuyen ideas muy varia­das y contrapuestas a propósito de las relaciones entre lenguaje, pensamiento, cultura y realidad, que parecerían ser los factores primordiales que están en juego. No importa cuan determinista o excesiva sea una expresión whorfiana, el acólito siempre tendrá a mano (como en la exégesis bíblica) una formulación más benigna e igual de represen­ta­tiva capaz de com­pensarla, y también viceversa. A esto se a­gre­ga el hecho de que el sen­tido que cada quien le asigna a ca­da uno de dichos términos ya ha dejado de ser, con seguridad, el que Whorf le atribuía.

Si bien el registro cuidadoso de las cam­biantes concepciones de Whorf a propósito de cada dominio está todavía por escribirse, me ha parecido de interés re­pro­ducir la opi­nión de un relativista con­tem­po­rá­neo, John Lucy, sobre la imprecisión radical de las ideas whor­fianas a propósito del pen­sa­miento, la psi­cología y la lógica. Si bien argu­men­tativamente Lucy ha dado sin duda con un buen punto, el ca­rácter apremiante de un estilo demasiado sentencioso y atiborrado de anáforas logra fatigar a los lec­to­res mejor predispuestos y no acaba de aportar el esclarecimiento que el autor nos ha­bía prometido. En la confusión han desaparecido nada menos que la cultura y el con­texto, que sólo so­bre­viven como contenidos lingüísticos denotativos o como los lugares donde se recogen los datos. Este breve pá­rrafo, elocuente como pocos, ilus­tra al mismo tiempo las per­ple­ji­dades de una escritura whorfiana en particular y las arbi­tra­rie­dades de la lectura epi­gonal más característica:

Whorf a veces se refiere a que el pensamiento es influenciado por el lenguaje cuando él sólo se quiere referir a la importancia del significado lingüístico o de la configuración lin­güística [patternment] y al acuerdo sobre el tema [subject matter] en la formación de nues­tras categorías de pensamiento. […] [Whorf] se refiere a ciertas ideas diciendo que son más ra­cionales, queriendo decir que utilizan discriminaciones de realidad que están más cerca de los «hechos naturales», esto es, que están relativamente no influenciadas por el lenguaje o con una influencia del lenguaje que sólo es evidente mediante la com­para­ción lingüística. […] Y él se refiere a la lógica cuando en realidad quiere referirse a pro­blemas engendrados por diferentes premisas o postulados subyacentes a la lógica o dis­cri­minaciones acerca de lo que constituye un objeto en lógica. […] En unas pocas oca­siones Whorf se refiere concretamente a procesos de pensamiento, pero siempre en un con­texto en el que está enfatizando la importancia de los contenidos culturales y lin­güís­ti­cos en el pen­samiento (Lucy 1992a: 43).

Mezclados como están aquí sentido y referencia, no siempre es fácil entender qué es lo que pretende expresar este neo-whorfiano que siempre es­tá seguro de saber (por razones que nunca quedan claras) qué es lo que Whorf quie­­re decir cuan­do en realidad dice otra cosa.

Pero tampoco los contrincantes de Whorf actualmente activos le han hecho jus­ticia. Ca­si ninguno de los lin­güistas y antropólogos que adoptaron posturas anti-whor­fianas ha tenido la paciencia necesaria para examinar las ideas de Whorf situándolas en la escena de su épo­­ca y teniendo en cuenta el estado de las disciplinas en aquel entonces. Por más que en antropología se celebren de la boca para afuera el anti-academicismo, la origina­li­dad, la trans­gresión y la des­con­tractura como valores positivos, la incierta posi­ción ins­titucional de Whorf ha servido también para que sus adversarios la usen como indi­ca­dor de su po­sible incom­pe­tencia. In­cluso para partidarios acérrimos como Roch Du­val de la Uni­ver­sidad de Montréal la escritura de Whorf es difícil de justificar en el pla­no cien­­tí­fico:

La laxitud del vocabulario y de las formulaciones de Whorf cooperan con la dificultad de comprender el tenor de su teoría que es de hecho una especie de pidgin. Su apego a las teorías de Carl Jung, su devoción por la práctica del Zen y su simpatía hacia el movi­mien­to teosófico no son seguramente del todo extraños al carácter sibilino de los escritos teó­ri­cos. Un co­mentarista [Kay González Vilbazo] no tiene empacho en decir que “Whorf schreibt unklar und verworren” (“Whorf escribe de manera confusa y em­brollada”) (Du­val 2001: 33, n. 21)

El lector se preguntará qué queda entonces para la escritura medrosa, tensa y enredada de los whorfianos tardíos, las de John Lucy o Lera Boroditsky en primer lugar.

La mejor de las críticas generales de la obra de Whorf es, por lejos, la del filósofo Hu­go Bedau [1926-2012] de la Universidad de Princeton, publicada como reac­ción inmediata fren­te a la edición canónica de los textos whorfianos por John Carroll (Bedau 1957). Más adelante (cf. pág. 192) examinaré algunas de sus ob­ser­va­ciones más agudas. Pero Bedau, por des­di­cha, no hizo escuela. Aunque la ima­gen de Whorf como un gran in­comprendido es sin duda una exageración, el campo de la crítica nega­ti­va está poblado de estudiosos que no siempre se valen de bue­nas ra­zo­nes y que se fundan en las ha­bla­du­rías que circulan sobre Whorf como persona para evaluar las ideas que él propone.

Dado que muchas de las obras de Whorf se publi­ca­ron en revistas tales co­mo Techno­lo­gy Review (editada por alum­nos de pregrado del MIT sin mucha intervención de co­mi­tés supervisados por adultos) o en The Theo­sophist, órgano del oscuran­tis­mo, Ste­phen Murray (1994: 192) ha a­pro­vechado pa­ra deslizar la in­si­nuación de que e­sas re­vistas “no son pre­ci­sa­mente pu­bli­ca­ciones cien­tí­ficas con re­fe­ra­to”, como si el peer re­viewing (que medio siglo más tarde avaló las teo­rías etno­cén­tricas de Alfred Bloom y en nues­tros días habilitó la edición de un espantoso libelo dis­­cri­mi­na­to­rio en la revista insignia de nuestra profesión) fue­se ga­ran­tía de alto va­lor inte­lec­tual. (30)

Pero esa es apenas la punta del iceberg: muchos de mis colegas lingüistas y antro­pó­lo­gos, re­la­tivistas o de los otros, no tienen noticia de lo hondo que caló la teo­sofía en el pensa­mien­to de Whorf. Él era un teósofo convencido que lle­va­ba a su familia a los cam­pa­mentos teosóficos de verano cada vez que asomaba la posibi­li­dad; fue miembro de la Sociedad Teosófica propiamente dicha en Hartford, Connecticut, y fre­cuen­tó el círculo de Fritz Kunz [1888-1972], con quien Whorf lanzó en sus últimos años una revista teo­só­fica llamada Main Cu­rrents in Modern Thought (Lee 1996: 21-22; Hut­ton y Jo­seph 1996; Capra 1972; Algeo 2001; Joseph 2002: 91, 93, 100).

Kunz se man­tu­vo siempre en la peri­feria de los cír­culos áulicos de la teosofía, pero ha pa­sado a la his­toria por haber si­do ami­go íntimo del genial Ananda Coomaraswamy y es­­poso de Dora Van Gelder [1904-1999], presi­denta de la Asociación Teosófica Ame­ri­ca­­na, sana­do­ra por im­­po­si­ción de manos, auto­ra de una muchedumbre de libros y artí­cu­los sobre el aura, la perso­na­li­dad de las pie­dras, las hadas, los án­geles y los espíritus de la na­tu­ra­le­za y bue­na ami­ga de Whorf y de Char­les Webster Leadbeater [1854-1934], bien co­no­ci­do éste co­mo orientalista, pro­motor en­tusiasta de la mas­turbación infantil in­sistente­men­te acu­sa­do de pedofilia e his­to­ria­dor de la Atlántida, a cuyo conocimiento profundo dijo ha­ber lle­gado merced a la cla­ri­vi­den­cia astral.

Igual que Madame Helena Petrovna Blavatsky (la fun­da­dora de la Teo­so­fía) Whorf creía que A­mé­rica había si­do po­blada por una “cuarta raza” sa­li­da –precisamente– de la Atlán­tida. El pa­dre de Benjamin Lee, Harry Church Whorf [1873-1934], teósofo tam­bién, instó a su hijo a explorar los je­ro­glíficos ma­yas cre­yen­do que en ellos se ha­llaba la clave de la presencia de Atlantes en el Nuevo Mun­do. La carta que le envió pi­diéndole que in­ves­tigara eso se encuentra dis­ponible pa­ra los estu­dio­sos en la Bi­blio­teca de la Uni­­ver­si­dad de Yale donde pude leerla en fotocopia y transcribirla a mano: (31)

Al trabajar con estas diapositivas [que te envío] me ha sorprendido fuertemente la apa­ren­te similitud entre estos glifos Mayas, con sus líneas exteriores circulares o elíp­ti­cas, y las así llamadas piedras pintadas de la remota cultura Aziliense.

De acuerdo con [H. G.] Wells en “Outline of History”, los Azilienses (llamados así por la cueva de Mas d’Azil en la península Ibérica donde primero se encontraron tales reliquias) ocuparon el sudoeste de Europa hacia comienzos de la era Neolítica. […]

He estado pensando que si tú, con tu familiaridad con los caracteres fonéticos Mayas, pu­dieras hallar una semejanza real en las piedras Azilienses, eso podría probar la posibi­li­dad de una Atlántida, o por lo menos una migración a través del Atlántico hacia América.

Me temo que esto no es más que un sueño salvaje, pero desearía que tú lo investigaras un poco…

En cuanto a las impresentables ideas de Whorf (hijo) sobre los Atlantes, ellas aparecen al me­nos en un do­cumento almacenado en las cercanías de otros que se llaman “Pre­gun­tas sin res­pues­tas de Tiem­pos Antiguos”, “La Trinidad Universal en la Unidad” y “Por qué he des­car­tado la e­vo­lu­ción”. Reflejando vivamente la influencia de Charles Lead­bea­ter y de William Scott-Elliot (1896; 1904), el texto en cues­tión se ha titulado miste­rio­samente “La Amé­rica Antigua y la e­volución de la Raza Fu­tura” y en él se pro­nun­cian frases como éstas:

En este punto algunos de ustedes se preguntarán dónde entra la Atlántida en esta historia. Los Indios y los Mongoloides Asiáticos a los que ellos en cierto modo se asemejan son so­brevivientes diferenciados y un poco mezclados de la cuarta gran raza. La evolución de las razas es un asunto muy lento, y la marea alta de la cuarta clase de hombres sobrevino ha­ce unos 40.000 años y ocupó miles de años de ese período, y se dice que ha tenido lu­gar principalmente en la Atlántida, un continente o una isla bastante grande en el Océano Atlántico que desde hace mucho permanece sumergida. […]

Esta es la antigua enseñanza de la Ciencia Oculta, tal como lo representa la Teosofía. No ha sido confirmada aun por la ciencia moderna. Sin embargo, nada se sabe en la ciencia que la contravenga directamente, y la distribución actual de los protomongoloides, los Cuartos Hombres, es a grandes rasgos coincidente con este esquema. (32)

La cronología fantástica de Whorf es idéntica a la de Scott-Elliot, quien en su Historia de la Lemuria Perdida se las ingenia para anudar su tipología lingüístico-racial a la del rela­ti­vista precursor Wilhelm von Humboldt:

En la clasificación de las lenguas de Humboldt, el chino, como sabemos, es llamado ais­lante en contraste con el más altamente evolucionado aglutinante y el todavía más alta­men­te elaborado flexivo. Los lectores de La Historia de la Atlantis pueden recordar que muchas lenguas distintas se desarrollaron en ese continente, pero todas pertenecían al a­glutinante o, como Max Müller prefería llamarlo, al tipo combinatorio, mientras que el desarrollo todavía más elevado del flexivo, en las lenguas Aria y Semítica, estaba reser­va­do a nuestra propia era de la Quinta Raza Raíz (Scott-Elliot 1904: 31).

Tanto el estudioso y crítico de la lingüística nazi Christopher Hutton como su colega John Joseph suponen que el impacto de la teosofía en las teorías whorfianas es más que tangible y sos­pechan que la idea de profundizar en la cultura Maya, de imaginar una conciliación en­tre la ciencia y la mística y de concebir valores escondidos en la lengua le llegó a Whorf por ese lado (Hutton 2005; Hutton y Joseph 1998; Joseph 1996). Des­pués de todo, y tal como lo expresa esta frase que nuestro autor debió conocer, los teó­so­fos sostenían desde siempre que las len­guas y culturas que luego escogería Whorf pa­ra su estudio poseían una es­pe­cial afinidad con la Atlántida:

Los Toltecas de México se remontan ellos mismos a un punto de partida llamado Atlan o Aztlan; los Aztecas también afirman provenir de Aztlan (ver Native Races de [Hubert Howe] Bancroft, vol. v, pp. 221 y 321). El Popol Vuh (p. 294) habla de una visita que hicieron tres hijos del Rey de los Quichés a una tierra “en el este de las playas del mar de donde sus padres venían” y desde las cuales trajeron, entre otras cosas, “un sistema de escritura” (Scott-Elliot 1896: 14).

Casi nadie parece haber prestado atención al hecho de que la compilación magna de ar­tí­culos whor­fianos, Lenguaje, pensamiento y realidad (Whorf 1956, en línea) culmi­na con un en­sa­yo teosófico, “Lenguaje, mente y realidad”, abiertamente despreciativo de la ciencia or­todoxa, publicado en su origen en la revista Theosophist. Este en­sa­yo vaci­lan­te, tor­tuo­so y superpoblado de jerga sánskrita parvularia culmina con esta frase asom­bro­sa en la que Whorf relativiza y decreta ilusoria la lógica que él mismo im­ple­menta todo el tiem­po, y en este razonamiento inclusive:

[L]a ciencia no puede comprender la lógica trascendental de este estado de cosas, ya que todavía no se ha liberado de las ilusorias necesidades de la lógica común que sólo son ne­ce­sidades en la base de los modelos gramaticales utilizados por la gramática aria occi­den­tal; necesidades de sustancias, que sólo son necesidades de sustantivos en ciertas po­si­cio­nes de la oración; necesidades de fuerza, atracciones, etc., que solamente son nece­si­dades para los verbos en ciertas otras posiciones, etc. Si la ciencia sobrevive a la ame­na­zadora oscuridad, tomará en consideración los principios lingüísticos y se liberará a sí mis­ma de estas necesidades lingüísticas ilusorias, mantenidas durante demasiado tiempo como la sus­tancia de la Razón misma (Whorf 1956: 269-270; 1971: 301).

Estas ideas no pueden sostenerse ni siquiera en base a las premisas teosóficas que las a­lien­tan, ya que, como bien se sabe, el sánskrito del cual Whorf toma todos sus con­cep­tos trascendentales, casi siempre impropiamente escritos e inconsistentemente declina­dos (arūpa, nā­ma-rūpa, maya, manas, mantram, etc.), es acaso el paradigma culminante de la fa­mi­lia lingüística que él deplora, el idioma que posee una estructura posicional más pa­re­ci­da a la del inglés y la matriz de origen, pa­ra colmo de males, de la misma pa­la­bra ‘aria’ [ārya, ] que él uti­li­za peyorativamente para denostar a las SAE.

O bien Whorf o­cultaba piadosamente a sus amigos teósofos que el sánskrito que ellos te­nían en tan alta estima era el idioma ancestro por antonomasia de las lenguas SAE, o bien él mismo po­­seía apenas un conocimiento rudimentario del asunto. No hay que an­dar leyendo mu­cho para dar­se cuenta, por aña­di­dura, que las ciencias formales contem­po­ráneas se ba­san ma­yor­men­te en ló­gicas sim­bó­licas, matemáticas o alge­brai­cas abs­trac­tas, que como ta­les carecen de “sus­tan­ti­vos”, “ver­bos” y “atributos”. Dichas sim­bo­lo­gías se originan en elementos que pro­vie­nen de una cons­te­la­ción de culturas (In­dia, Chi­na, Grecia, Persia, el Is­lām) y que han sido arti­culados expresa­men­te pa­ra li­be­rar­ los sis­temas lógicos de las “necesidades” y “os­curidades amenazadoras” que se manifiestan no sólo en “la gra­má­ti­ca aria occi­den­tal” si­no en buena par­te de las lenguas “na­turales” (Hopi inclusive) cuando de for­ma­li­zar la in­­feren­cia se trata. En la época de Whorf se des­co­nocía ma­yor­mente todo cuanto se re­firiera a los aspectos cog­ni­tivos y formales que ri­gen la historia inherentemente mul­­ti­cul­tural de las notacio­nes lógicas y mate­má­ti­cas (cf. Ca­jori 1993; Mad­dox 2002; Chri­­so­malis 2010; Holme 2010); pero por más sim­patía que nos despierte la figura de Whorf, hoy en día es mucho lo que se ha esclarecido y ya no es posible conformarse con los errores de hecho, las vaguedades dichas al pasar y las con­sig­nas esoté­ri­cas que do­minan las teo­rías whorfianas a este res­pecto.

Más todavía, en su examen (ins­pi­rado en Whorf) sobre las relaciones entre la lengua y la filosofía china, el sinólogo galés Angus Char­les Gra­ham [1919-1991] sostiene que es el chino clásico (y no una lengua SAE) el idioma que mejor armoniza con la notación de la lógi­ca simbólica, la cual fue diseñada precisamente debido a la discordancia entre las es­truc­turas básicas de la infe­rencia y las gramáticas europeas de la lengua natural:

El chino clásico, con sus palabras invariantes organizadas sólo por la sintaxis, posee una bella estructura lógica, ciertamente deformada por la lengua, aunque quizá más cercana a la lógica simbólica que cualquier otra lengua. Pero la lógica como disciplina se desa­rro­llaría sólo una vez que se ha ganado conciencia de lo que es pensar ilógicamente. ¿Acaso es posible que las len­guas indoeuropeas (que aprisionan el pensamiento en una camisa de fuer­za, imponiendo un sujeto, un número y un tiempo incluso cuando lógicamente no de­be­ría ha­b­er ninguno) nos recuerden a través de su pro­pia irracionalidad lo que la lógica es? (Gra­ham 1989: 403). (33)

Dado que Whorf escribió al menos una carta flagrantemente creacionista (“Purpose ver­sus evo­lu­tion”) soste­nien­do la existencia de “una Providencia sabia que ha creado con propósito” (1925a: 89), de un tiempo a esta parte los creacionistas científicos reclaman a Whorf co­mo uno de los su­yos o directamente como un precursor de la idea de diseño in­te­ligente (Bergman 2011). Por razones o sinrazones como éstas, las re­se­ñas bio­grá­ficas que se­ñalan pri­mero que Whorf era un aficionado o un místico y luego insinúan que hay que tener es­to en cuenta pa­ra comprender sus limitaciones se han consolidado como un género li­te­rario es­ta­blecido (v. gr. Hut­ton y Joseph 1998; Pin­ker 2000: 63). De a­cuer­do con Ste­phen Mu­rray (1994: 196), Einar Hau­gen (1973) –res­pe­ta­do lin­güis­ta nor­te­ameri­ca­no y pio­ne­ro de la socio­lin­güís­tica– cues­tionaba a Whorf pretextando la insuficiencia de sus “cre­den­cia­les cien­tífi­cas”. No es el único que lo ha he­cho; es­cri­bien­do li­bros, in­ter­cambiando habladurías, impartiendo cla­ses o pro­­nun­cian­do confe­ren­cias, yo mis­mo he estado en el filo de caer en esas ten­ta­cio­nes del discurso aca­demicista al­guna que otra vez.

Aunque los deslizamientos hacia lo fantástico y lo fraudulento en la escritura de Whorf (que provocaran el escozor justificable de no pocos lingüistas de primera magnitud) im­pliquen un golpe muy duro a la au­to­imagen whor­fia­na y arrojen dudas sobre la calidad de los pre­cio­sismos metodoló­gi­cos de mu­chos fun­da­mentalistas epigonales del re­lati­vis­mo, en este libro no avalaré que aquella te­si­tu­ra dis­cur­siva de­ter­mi­ne el conjunto de los juicios de va­lor. Mi convicción es que tanto en el trabajo científico o en la creación ar­tís­tica no pre­va­le­ce nada que se parezca a una ley de Gresham o a lo que podríamos lla­mar el principio de la man­zana po­drida; por el con­tra­rio, las malas ideas (y Whorf fue pró­digo en e­llas) no siempre neu­­tralizan o con­ta­minan a las que son dig­nas de aprecio.

Todos experimentamos nuestras siestas de Homero. Hay a­de­más ideas que son mu­cho peores que las me­ra­mente mediocres, tri­via­les o va­cías. En tal sen­tido y a di­fe­rencia de lo que fue el ca­so en el relati­vis­mo euro­peo, el in­ne­gable os­­curan­tis­mo de Whorf, por extre­mo que ha­ya lle­gado a ser, dista mu­cho de ha­ber ali­men­tado ale­­ga­cio­nes ra­cis­tas o etno­céntricas como las que se per­mi­tieron rubri­car otros estu­dio­sos académicamente más disciplinados. Y cual­­quiera haya sido la cifra de sus pensa­mien­tos ineptos, el lector que se asome a los textos completos de Whorf (1956) (que no sólo por eso he puesto en línea) com­probará muy fácilmente que sus in­tui­­cio­nes ilu­mi­nadoras fueron legión. (34)

En último análisis, y por más que resulte tri­vial­mente fácil com­probar que las obras iné­di­tas de Whorf permanecen sin pu­blicar por ser in­trín­se­ca­mente impu­bli­ca­bles, o que Whorf promovió con­cepciones del mundo an­ti-e­vo­lu­cio­nis­tas, teo­só­fi­cas, creacionistas, místicas, new age o lo que fue­re, o que no supo subrayar la diferencia política entre su lec­tura de la teo­­sofía y la que alimentó al arianismo emergente, o que mu­­chos o­tros pre­cursores o dis­­­cípulos re­la­ti­vistas se han in­clinado o to­da­vía se in­clinan ha­cia pos­tu­ras ideo­­ló­gi­ca­men­te abominables, me parece más bien aho­ra que (sin per­jui­cio de in­te­rrogar tam­bién los con­tex­tos y de poner bajo sospecha las con­no­ta­cio­nes que sea me­nes­ter) las ideas cien­­­­tíficas me­recen ser juzgadas una por una, tan­to por las cua­li­da­des que conten­gan en sí mis­mas co­mo por las bús­que­das más o menos fructuosas que pue­dan ins­pirar.

18. Sorprende la frecuencia con que los padres fundadores [sic] de algunas de las líneas de pensamiento más im­portantes tienden a sumar tres: Marx-Weber-Durkheim en sociología, Darwin-Spencer-Wallace en el evo­lu­cio­nismo, Freud-Adler-Jung en el psicoanálisis, Mer­ton-Malinowski-Radcliffe-Brown en el fun­cio­na­lis­mo, Watson-Hull-Skinner en el conductismo, Césaire-Senghor-Damas en el movimiento de la né­gri­tude, Li Chih-tsao, Hsü Kuang-ch’i y Yang T’ing-yün como los Tres Pilares de la Misión Católica en China, los ya men­­cionados Williams-Hoggart-Thompson en los estu­dios culturales, Boas-Sapir-Whorf en la HLR y (aunque la segunda es mujer) Bha­bha-Chakra­vor­ty-Saïd en el poscolo­nialismo. Más que una rea­lidad empírica o histórica, estas coincidencias encu­bren, creo yo, necesidades y constre­ñi­mien­tos de retórica, economía y preg­nan­cia narrativa que la me­ta­teo­ría posmoderna olvidó interrogar.

19. Boas y Whorf, sin embargo, intercambiaron alguna correspondencia que los biógrafos de ambos olvida­ron con­signar. Fueron ocho cartas de Boas a Whorf y once de Whorf a Boas entre el 30 de setiembre de 1931 y el 23 de octubre de 1939 (cf. Franz Boas Papers, American Philosophical Society, Mss.B.B61in­ven­tory14, http://www.amphilsoc.org/mole/view?docId=ead/Mss.B.B61.inventory14-ead.xml (visitado en abril de 2014).

20. Véanse además los infinitos Franz Boas Papers compilados en la American Philosophical Society y pues­tos en línea en http://www.amphilsoc.org/mole/view?docId=ead/Mss.B.B61-ead.xml. Recién ahora se los está digitalizando, por lo que el acceso a los documentos estará restringido hasta fines de 2014.

21. En la fluctuante terminología relativista, desde Whorf hasta Levinson, las “categorías gramaticales” han de­ve­nido si­nó­nimas de la totalidad de las estructuras, aspectos y entidades del lenguaje a excep­ción del léxico.

22. Si se la toma al pie de la letra y se la sitúa en con­tras­te con el modelo de la comunicación de Roman Ja­kob­son y con otras ela­bo­­raciones funcionales del si­glo XX, la idea de que el lenguaje sirve primaria­men­te para expresar la expe­rien­cia personal configura una visión sesgada y fragmentaria. La definición boa­­sia­na (que Sa­pir y Whorf harán suya) res­trin­ge el lenguaje a lo que Jakob­son lla­ma­ba las funciones emo­tiva y referencial, ob­vian­do las funciones conativas, metalingüísticas, fá­ticas y poé­ticas que (con las dife­ren­cias nomenclatorias de cada caso) toda la lin­güís­ti­ca ulterior considera constitutivas de su objeto de estudio (cf. Jakobson 1974 [1960]; Halliday 1994; van Dalin 2003)

23. Véase mi página “Portal de la Retórica Posmoderna y Cientificista” (http://carlosreynoso.com.ar/portal-de-la-retorica-posmoderna/). Visitada en febrero de 2014). Aunque Hill y Mannheim se esfuerzan bas­tan­te, la estudiosa relativista que se encuentra estilísti­ca­mente más próxima a las formas de escritura ca­rac­te­rís­ti­cas de los generadores automáticos de texto es sin duda la antropóloga pos-feminista Elizabeth Po­vi­nelli (2001).

24. En mis años de estudiante los sistemas de escritura se dividían sin más en ‘alfabéticos’ e ‘ideográficos’ (o jeroglíficos). Actualmente las tipologías gramatológicas son más ricas, distinguiéndose entre sistemas (1) jeroglíficos, divididos en pictográficos e ideográficos; (2) logográficos, con glifos que representan pa­la­bras o morfemas; (3) silabarios, con grafemas que representan sílabas o moras; (4) abjads o conso­nan­tarios, con gra­femas que representan consonantes; (5) alfabetos propiamente dichos, con letras para las consonantes y las vocales; (6) al­fa­si­labarios o ’äbugidas [del Ge’ez ], con vocales representadas co­mo mar­cas diacríticas en las consonantes (Da­niels 1990; Coul­mas 1996; 2003; Rogers 2005). Inci­den­tal­mente y al contrario de lo que di­ce la mitología de la cultura popular o en ocasio­nes el propio Whorf, las es­crituras de Egipto, la Maya y la china no son en puridad ideo­grá­ficas. La cla­si­fi­ca­ción de es­ta última siempre ha sido complicada; hoy se reconoce que la escritura china es, a grandes ras­gos, logosilábica, y está com­pues­ta por glifos cuyos componentes pue­den repre­sen­tar objetos o no­cio­nes abs­trac­tas conforme a seis principios conocidos como pictografías, ideo­­­gra­fías, a­gre­gados ló­gi­cos, complejos fonéticos, trans­ferencias y préstamos. En síntesis (y émica­men­te hablando) unos pocos ca­rac­te­res de­ri­van de pic­­­to­gramas [, xiàngxíng] y unos cuantos son de ori­gen ideográ­fi­co [, ], pero la vas­ta ma­yo­­ría pro­vie­ne de com­pues­tos fono-semánticos [, xíng­shēng]. Es­tos princi­pios se han sis­te­ma­­ti­zado des­­de antes de la publi­ca­ción del Shuō­wén Jiězì [] de Xu Shen en el siglo II dC (disponible en lí­nea) ( cf. ade­más Boltz 1994).

25. Para estar al tanto del estado de avance y de los problemas pendientes en el desciframiento de la es­cri­tura Maya es imprescindible consultar la revista Estudios de Cultura Maya del Instituto de In­ves­tiga­cio­nes Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. La colección se encuentra accesible en http://www.iifilologicas.unam.mx/estculmaya/index.php?page=default_templates (visitado en diciem­bre de 2013).

26. Malogrando lo que podría haber sido una distinción interesante, en su estudio de los nombres en Papa­go (hoy Tohono O’odham), una lengua Uto-Azteca, la whorfiana Madeleine Mathiot distin­gui­rá más ade­lan­te tres clases de nombres: nombres masivos, nombres agregados y nombres individuales, junto a dos cla­ses mixtas de nombres a­gre­gado-individuales y varias sub-clases (Mathiot 1962). Se diría que los whor­fianos creen que esta clase de distinciones fue inventada ex nihilo por el propio Whorf o por algún pa­negirista suyo, pero en realidad no ha sido así. Has­ta don­de pude averiguar tal parece que fue Otto Jes­persen (1924: 198-201) quien in­tro­du­jo el con­tras­te en­tre nombres contables y nombres masivos, con­tras­te que Whorf reproduce sin re­co­no­cer su carác­ter de­ri­va­ti­vo. Llamo la atención sobre este hecho de­bido a que muchas de las con­tri­bu­ciones que pasan por ser whor­fianas (comenzando por la misma HRL) se re­montan en realidad a trabajos de autores precedentes. Hablar –decía Borges– es incurrir en tautologías.

27. Véanse http://en.wikipedia.org/wiki/Klingon_language y las imperdibles páginas del Klingon Language Institute (http://www.kli.org/) (visitado en febrero de 2014).

28. Invito al lector a no sentirse demasiado incluido en el “nuestro” o el “nosotros” a los que se refiere cada tanto Whorf. Whorf distaba de ser políglota, no leía ni siquiera francés, alemán o español y la única len­gua SAE que dominaba con un funda­men­to nunca excesivo era, triste­men­te, el inglés norteamericano con­tem­po­ráneo.

29. Salvando las diferencias, ha habido quien en­cuentra algún aire de familia en­tre la idea whorfiana y el dictum lacaniano que esta­blece que el inconsciente es­tá es­truc­tu­rado co­mo un lenguaje (Lacan 1966). Aunque no creo que valga la pena abrir una polémica a este respecto, considero que ni la mente whor­fiana ni el inconsciente la­ca­niano aparecen cabalmente estruc­tu­rados como lenguajes –respectivamente– en la obra de Whorf o de Lacan.

30. Véase más adelante el capítulo sobre Dan Everett (2005) y los Pirahã, pp. 341 y ss. En cuan­to a Alfred Bloom y sus especulaciones relativistas (que también revisaremos más tarde) es penoso que hayan sido los eruditos de la sinología y no los antropólogos-lingüistas los que manifestaron en­con­trarlas incursas en racismo (cf. Wardy 2000: 19, 25-29, 62-63).

31. Benjamin Lee Whorf Papers, Serie 1, Correspondencia, Rollo de Microfilm 1, cuadros 343-344. Carta fechada 2 de diciembre de 1933. Ver http://drs.library.yale.edu.

32. Se­rie 2, escritos inéditos, rollo de microfilm 3, cuadros 555-577. Escribía Helena Blavatsky: “Las razas Âryas, por ejemplo, que ahora varían del marrón oscuro, casi negro, pasando por el rojo-ma­rrón-amarillo, hasta el color crema más blanco, es toda de uno y el mismo stock, la Quinta Raza Raíz, y vie­ne de un solo progenitor, [...] de quien se dice que ha vivido hace unos 18.000.000 años, y también 850.000 años atrás, en la época del hundimiento de los últimos remanentes del gran continente de la A­tlán­tida” (La Doctrina Secreta [1888], vol. 2, p. 249, en línea). Sobre la inspiración que la teosofía ofreció al esoterismo nazi (con­fusión entre lengua y raza, hiperbóreos, atlantes, dolicocéfalos, símbolo de la svastika y aria­nis­mo in­cluidos) véase Ro­­drick-Clarke (1985; 1992; 2004); sobre una crítica neonazi y darwinista so­cial al re­la­ti­vismo antro­po­ló­gico y al boasianismo (por las razones equivocadas) véase The Cul­ture of Critique de Ke­vin McDonald (2002: cap. 2: “The Boasian School of Anthropology and the De­cline of Darwinism in the Social Scien­ces”, en línea), un panfleto execrable al que la antropología debería con­frontar con la fir­meza que el asunto reclama.

33. Aparte de algunos sistemas impregnados de una fuerte semanticidad tales como los de las lógicas tem­po­­ra­les, modales, deónticas, doxásticas y afines, no todos los lenguajes y simbolismos lógicos se aferran a (o están constreñidos por) secuencias sin­tácticas y asociaciones in absentia simi­la­res a las del ha­bla natu­ral en general o a las que pre­va­lecen en las lenguas SAE en par­ti­cu­lar. Cuanto más estándar es una lógica más tenue es su semántica y menos “lin­güística” se presenta su configuración. Si se observan las cláu­su­las de cálculo de pre­di­cados del primer or­den que he ilus­trado más adelante (pág. 297) se advertirá tam­bién que la notación po­laca asociada a este cálculo in­vier­te el or­den sintáctico dominante, al extremo que si de­seamos expresar ver­bal­mente la in­ter­pre­tación de cada cláusula debemos leerlas “al revés”: de dere­cha a iz­quierda, de la conclusión a las pre­misas.

34. Tal parece que Whorf nunca tomó contacto con la literatura neohumboldtiana abiertamente nazi publi­ca­da en Ale­ma­nia en la década de 1930 que hemos revisado en el capítulo anterior. En los archivos whor­fia­nos de Yale la única mención a este capítulo de la historia procede de una tarjeta postal que le envió a Whorf el lin­güis­­ta Rein­hold E. Saleski el 21 de noviembre de 1940 y en la que pre­gun­taba: “¿Conoces a Leo Weis­ger­ber? Tie­ne un montón de buenas ideas” (cf. Falk y Joseph 1996: 217; Joseph 2002: 101; Yale Uni­ver­sity Li­­brary, B. L. Whorf Papers, rollo de microfilm 1, cuadros 1196 y 1197). Aunque revisé los archivos cuadro por cuadro no he podido loca­lizar la res­puesta de Whorf, ni ratificar si ella efectivamente existió, ni determinar si Whorf realmente pen­saba que las ideas del Sonderführer eran tan espléndidas como ase­gu­raba Saleski.