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Mahoma en La Meca
El nacimiento de Mahoma
Mahoma, según la tradición musulmana, nació en el año 570 e.c., el mismo año en que Abraha, el gobernador abisinio cristiano del Yemen, atacó La Meca con sus elefantes, dispuesto a destruir la Kaaba y convertir la iglesia de Saná en el nuevo centro religioso de la península arábiga.
En una sociedad sin calendario establecido, el Año del Elefante, como se dio en llamarlo, no solo fue la fecha más importante en la memoria reciente, sino que se convirtió en el comienzo de una nueva cronología árabe. Por eso los primeros biógrafos dataron el nacimiento de Mahoma en el año 570, para que coincidiera con otra fecha destacada. Pero 570 no es el año exacto del nacimiento del Profeta, ni el del ataque abisinio a La Meca; según estudios modernos, ese memorable acontecimiento tuvo lugar alrededor del año 552 e.c.
El hecho es que hoy día nadie sabe cuándo nació Mahoma, como nadie lo sabía tampoco en aquellos tiempos, porque en la sociedad árabe preislámica la fecha de nacimiento no era necesariamente un dato importante. Puede que ni el propio Mahoma supiera en qué año nació. En todo caso nadie habría mostrado el menor interés por la fecha de nacimiento de Mahoma hasta mucho después de reconocérselo como profeta, quizá ni siquiera hasta mucho después de su muerte. Seguramente solo entonces se propusieron sus seguidores determinar el año de su nacimiento a fin de instituir una cronología islámica sólida. ¿Y qué año podían elegir más apropiado que el Año del Elefante? Para bien o para mal, con nuestros métodos históricos modernos solo podemos determinar que Mahoma nació en algún momento hacia finales del siglo VI e.c.
El joven Mahoma
Mahoma, en su tierna infancia, quedó al cuidado de una nodriza beduina, una tradición común entre los árabes de sociedades sedentarias, que querían que sus hijos se criaran en el desierto conforme a las antiguas costumbres de sus antepasados. Y fue en el desierto, como correspondía, donde Mahoma tuvo su primera experiencia profética.
Según la tradición, mientras apacentaba un rebaño de ovejas, se le acercaron dos hombres con vestiduras blancas y un recipiente de oro lleno de nieve. Los dos se echaron sobre él y lo inmovilizaron en el suelo. Le hundieron la mano en el pecho y le sacaron el corazón. Después de extraer del corazón una gota de líquido negro, lo lavaron en la nieve y volvieron a colocárselo cuidadosamente en el pecho antes de desaparecer.
Cuando Mahoma contaba seis años, su madre murió (su padre había muerto antes de su nacimiento), y lo mandaron a vivir con su abuelo Abdel Muttalib, quien desempeñaba una de las funciones paganas más influyentes en la sociedad de La Meca: era el encargado de proporcionar a los peregrinos agua de un pozo cercano llamado Zamzam. Dos años más tarde Abdel Muttalib también murió, y Mahoma, huérfano, quedó a cargo de otro pariente, esta vez su poderoso tío Abu Talib. Compadeciéndose de Mahoma, Abu Talib le dio trabajo en su lucrativo negocio de caravanas. Fue durante una de estas misiones comerciales, camino de Siria, cuando por fin se reveló la identidad profética de Mahoma.
Abu Talib había preparado una gran expedición comercial a Siria, y en el último momento decidió llevarse a Mahoma. Mientras la caravana avanzaba lentamente por aquel paisaje calcinado, un monje cristiano, Bahira, la vio pasar cerca de su monasterio, en Basora.
Bahira poseía un libro secreto de profecías transmitido de generación en generación por los monjes de su orden. Había estudiado muy detenidamente el antiguo manuscrito y descubierto en sus ajadas páginas el advenimiento de un nuevo profeta. Por esta razón decidió dar el alto a la caravana. Bahira advirtió que mientras el convoy avanzaba por el tenue horizonte gris, una pequeña nube permanecía suspendida en todo momento sobre un miembro del grupo, protegiéndolo solo a él del calor de aquel sol implacable. Cuando esa persona se detuvo, la nube se detuvo también; y cuando desmontó de su camello para descansar bajo un árbol, la nube la siguió, envolviendo la escasa sombra del árbol con la suya propia hasta que este inclinó sus finas ramas para ofrecer mayor cobijo a esa persona.
Consciente de la interpretación de estos signos, Bahira envió a los jefes de la caravana un mensaje urgente donde se leía: «He preparado alimentos para vosotros. Me gustaría que vinierais todos, los jóvenes y los viejos, esclavos y libres».
Los miembros de la caravana se sorprendieron. Habían pasado muchas veces ante el monasterio de camino a Siria, y Bahira nunca antes se había fijado en ellos. Con todo, decidieron interrumpir su viaje durante esa tarde y reunirse con el viejo monje. Mientras comían, Bahira advirtió que la persona que él había visto a lo lejos, la que recibía las atenciones de las nubes y los árboles, no se hallaba entre ellos. Preguntó a los hombres si estaban presentes todos los miembros de la caravana. «Que ninguno de vosotros se quede atrás y deje de asistir a mi banquete.»
Los hombres contestaron que estaban presentes cuantos debían estar, excepto, naturalmente, el muchacho, Mahoma, a quien habían dejado vigilando el equipaje. Bahira, jubiloso, insistió en que el muchacho los acompañara también. Cuando Mahoma entró en el monasterio, el monje lo examinó por un momento y declaró ante todos los circunstantes que ese era el Mensajero del Señor de los Mundos. Mahoma contaba entonces nueve años.
Si los relatos sobre la niñez de Mahoma resultan familiares, es porque son un topos profético, como lo llaman los estudiosos: un tema literario convencional que puede encontrarse en la mayoría de las mitologías. Al igual que las narraciones de infancia de los Evangelios, estos relatos no pretenden narrar acontecimientos históricos, sino arrojar luz sobre el misterio de la experiencia profética. Responden a las preguntas: ¿Qué significa ser profeta? ¿Uno se convierte en profeta repentinamente, o la condición de profeta es un estado de existencia establecido antes del nacimiento, y de hecho antes del origen de los tiempos? Si es esto último, debe de haber signos que anuncien la llegada del profeta: una concepción milagrosa, quizás, o alguna predicción de la identidad y la misión del profeta.
Así y todo, cuando combinamos estos relatos con lo que sabemos de la sociedad árabe preislámica, podemos extraer de ellos importante información histórica. Por ejemplo, hay razones para concluir que Mahoma era de La Meca y huérfano; que trabajó para la caravana de su tío desde muy joven; que esta caravana realizaba viajes frecuentes por la región y que debía encontrarse con tribus cristianas, zoroastrianas y judías, todas ellas con hondas raíces en la sociedad árabe; y, por último, que Mahoma debía de estar familiarizado con la religión y la ideología del hanifismo, movimiento que se hallaba muy difundido en La Meca y que probablemente creó el marco para el desafío del propio Mahoma a las autoridades paganas que controlaban la ciudad santa.
Mahoma en la sociedad de La Meca
La concentración de riqueza en manos de unas pocas familias influyentes en La Meca no solo había alterado el paisaje social y económico de la ciudad, sino que de hecho había acabado con la ética tribal y erradicado los ideales tribales de igualitarismo social. No existía ya la menor preocupación por los pobres y los marginados; la tribu ya no era tan fuerte solo como sus miembros más débiles. Los jeques coraichitas ahora estaban mucho más interesados en acumular riqueza personal y mantener el aparato del comercio que en velar por los desposeídos.
Con la desaparición de la ética tribal, la sociedad mequí pasó a ser rigurosamente estratificada. Ocupaban la posición más elevada los jefes de las familias coraichitas influyentes. Si uno tenía la suerte de adquirir capital suficiente para iniciar un pequeño negocio, podía aprovechar plenamente el sistema religioso-económico de la ciudad. Pero para la mayoría de los habitantes de La Meca eso sencillamente no era posible. Para aquellos despojados de protección formal —como los huérfanos y las viudas, que no tenían acceso a herencia—, la única opción era pedir dinero prestado a los ricos a unos tipos de interés exorbitantes, lo cual inevitablemente llevaba al endeudamiento, lo cual a su vez llevaba a una pobreza opresiva y, en último extremo, a la esclavitud.
Mahoma, como huérfano, comprendía la difícil situación de quienes quedaban excluidos del sistema religioso-econonómico de La Meca. Por suerte para él, su tío y nuevo custodio, Abu Talib era también el jeque del Banu Hashim, los hachemíes, un pequeño clan, no muy rico pero prestigioso, perteneciente a la poderosa tribu de los coraichitas. Fue Abu Talib quien impidió que Mahoma se endeudara y acabara en la esclavitud, el destino de muchos huérfanos de La Meca, proporcionándole una casa y la oportunidad de ganarse la vida trabajando en su caravana.
No cabe duda que Mahoma hacía bien su trabajo. Las tradiciones conceden gran importancia a su éxito como hábil mercader, capaz de cerrar un trato lucrativo. A pesar de su baja posición social en La Meca, era muy conocido en toda la ciudad como hombre recto y devoto. Su apodo era Al Amin, «Digno de Confianza», y alguna que otra vez lo eligieron para actuar como hakam en disputas menores.
Por honrado o apto que fuese, a principios del siglo VII era un hombre de veinticinco años todavía soltero, sin capital ni negocio propio, que dependía por completo de la generosidad de su tío para disfrutar de un empleo y una vivienda. De hecho, sus perspectivas de futuro eran tan deprimentes que cuando pidió la mano a Umm Hani, la hija de su tío, ella lo rechazó rotundamente y optó por un pretendiente más próspero.
La situación de Mahoma cambió en cuanto atrajo la atención de una distinguida viuda de cuarenta años llamada Jadiya. Mercader rica y respetada en una sociedad que trataba a las mujeres como esclavas y les prohibía heredar las propiedades de sus maridos, Jadiya consiguió convertirse en uno de los miembros más estimados de la sociedad de La Meca. Era dueña de un floreciente negocio de caravanas y la pretendían muchos hombres, quienes en su mayoría habrían echado mano a su dinero de buena gana.
Según el historiador Ibn Hisham, Jadiya conoció a Mahoma cuando lo contrató para guiar una de sus caravanas. Había oído hablar de su «sinceridad, fiabilidad y nobleza de carácter» y decidió confiarle una expedición especial a Siria. Mahoma regresó de ese viaje casi con el doble de los beneficios que Jadiya esperaba, y ella lo recompensó con una propuesta de matrimonio.
El enlace con Jadiya allanó el camino de Mahoma para ser aceptado en los niveles más altos de la sociedad de La Meca y lo introdujo de pleno en el sistema religioso-económico de la ciudad. A decir de todos, dirigió el negocio de su esposa con gran éxito, mejorando de posición social y enriqueciéndose hasta pertenecer no a la élite gobernante, pero sí a lo que anacrónicamente podría considerarse «la clase media».
Las primeras revelaciones de Mahoma
A pesar de su éxito, Mahoma vivía de manera muy conflictiva el desdoblamiento de su posición en la sociedad de La Meca. Por un lado, era conocido por su generosidad y la imparcialidad con que dirigía su negocio. Aunque ahora era un mercader respetado y relativamente próspero, a menudo realizaba retiros solitarios de «autojustificación», la práctica pagana conocida como tahanuz, en las montañas y cañadas próximas al valle de La Meca, y donaba asiduamente dinero y alimentos a los pobres en un ritual de caridad religioso vinculado al culto de la Kaaba. Por otro lado, era al parecer muy consciente de su complicidad con el sistema religioso-económico de La Meca, que explotaba a las masas desprotegidas de la ciudad a fin de preservar la riqueza y el poder de la élite. Durante quince años luchó con esa incoherencia entre su forma de vida y sus creencias; a los cuarenta años, era un hombre profundamente atribulado.
Una noche del año 610 e.c., mientras meditaba en el monte Hira durante uno de sus retiros religiosos, tuvo un encuentro que cambiaría el mundo.
Estaba solo en una cueva, abstraído en la meditación, y de pronto una presencia invisible lo estrechó entre sus brazos. Forcejeó para zafarse, pero no pudo moverse. Se sumió en una oscuridad sobrecogedora. La presión en su pecho aumentó hasta cortarle la respiración. Se sintió morir. Cuando exhalaba su último aliento, oyó una voz aterradora y lo envolvió una luz «como si rayara el alba».
—¡Recita! —ordenó la voz.
—¿Qué debo recitar? —preguntó Mahoma entrecortadamente.
La presencia invisible lo estrechó aún más.
—¡Recita!
—¿Qué debo recitar? —volvió a preguntar Mahoma a la vez que notaba cómo se le hundía el pecho.
La presencia lo estrechó aún más y la voz repitió su orden. Finalmente, cuando creía que ya no resistiría más, cesó la presión en su pecho. Entonces, en el silencio que reinaba en la cueva, Mahoma sintió que estas palabras quedaban grabadas en su corazón:
¡Lee en el nombre de tu Sustentador, que ha creado,
ha creado al hombre de una célula embrionaria!
¡Lee, que tu Sustentador es el Más Generoso!
Ha enseñado [al hombre] el uso de la pluma,
enseñó al hombre lo que no sabía (96:1-5).
Ese fue el arbusto en llamas de Mahoma: el momento en que dejó de ser un comerciante de La Meca preocupado por los males que aquejaban a la sociedad y se convirtió en lo que en la tradición abrahámica se llama profeta. Sin embargo, Mahoma, como sus grandes predecesores proféticos —Abraham, Moisés, David y Jesús—, sería algo más.
Los musulmanes creen en la continua autorrevelación de Dios, desde Adán hasta todos los profetas que han existido en todas las religiones. En árabe se llama a estos profetas nabí, personas que han decidido transmitir el mensaje divino de Dios a toda la humanidad. Pero a veces un nabí debe sobrellevar la carga extra de divulgar textos sagrados: Moisés, que reveló la Torá; David, que compuso los Salmos; Jesús, cuyas palabras inspiraron los Evangelios. Un individuo así es más que un simple profeta; es un Mensajero de Dios: un rasul. Así, Mahoma el mercader de La Meca, quien en el transcurso de los siguientes veintitrés años recitaría el texto completo del Corán (que significa, literalmente, «la Recitación»), pasaría a ser conocido en adelante como Rasul Allah: «el Mensajero de Dios».
Es difícil describir cómo debió de ser para Mahoma esa primera experiencia de Revelación. Las fuentes son imprecisas, a veces contradictorias. Ibn Hisham afirma que Mahoma estaba dormido cuando la Revelación llegó a él en forma de sueño. Al Tabari, en cambio, sostiene que el profeta estaba de pie cuando la Revelación lo obligó a postrarse de rodillas; le temblaron los hombros e intentó alejarse a rastras. La orden (iqra) que Mahoma oyó en la cueva se entiende mejor como «recita» en la biografía de Al Tabari, pero sin duda quiere decir «lee» en la de Ibn Hisham. De hecho, según una de las tradiciones de Ibn Hisham, la primera recitación en realidad fue escrita en un brocado mágico y colocada ante Mahoma para que la leyera.
La tradición musulmana se centra en la definición de iqra («recita») ofrecida por Al Tabari, sobre todo para poner de relieve la idea de que el profeta era analfabeto, lo cual, dicen algunos, queda validado por el epíteto que se da a Mahoma en el Corán: an nabí al ummi, cuyo significado se interpreta tradicionalmente como «el Profeta iletrado». Pero si bien el analfabetismo de Mahoma puede dar realce al milagro del Corán, carece de justificación histórica. Como han demostrado muchos estudiosos, an nabí al ummi debería interpretarse más bien como «el Profeta para los iletrados» (es decir, sin Escrituras), traducción que coincide tanto con la gramática de la frase como con la opinión de Mahoma de que el Corán es la Revelación para un pueblo sin libro sagrado: «no les hemos dado [a los árabes] otras revelaciones que puedan citar, ni les hemos enviado ningún advertidor antes de ti» (34:44).
La realidad es que sería sumamente improbable que un mercader con éxito como Mahoma no supiera leer y escribir los documentos de su propio negocio. Obviamente no era un escriba ni un estudioso, y en modo alguno poseía la destreza verbal de un poeta. Pero debía de saber leer y escribir un árabe básico —nombres, fechas, mercancías, servicios— y, habida cuenta de que muchos de sus clientes eran judíos, incluso es posible que tuviera conocimientos rudimentarios de arameo.
En las tradiciones también se observan discrepancias sobre la edad de Mahoma cuando le llegó la Revelación: algunos cronistas dicen que tenía cuarenta años; otros sostienen que contaba cuarenta y tres. Aunque no es posible saberlo de manera concluyente, el estudioso Lawrence Conrad señala que entre los antiguos árabes se creía comúnmente que «un hombre solo llega a la culminación de sus facultades físicas e intelectuales a los cuarenta años».
El Corán confirma esta creencia atribuyendo la madurez del hombre a los cuarenta años de vida (46:15). En otras palabras, puede que los biógrafos antiguos estuvieran extrayendo conjeturas al intentar calcular la edad de Mahoma en el monte Hira, como probablemente también conjeturaron el año de su nacimiento.
Existe gran confusión asimismo acerca de la fecha exacta de esa primera experiencia reveladora. Se dice que ocurrió el día 14, 17, 18 o 24 del mes de Ramadán. En el seno de la comunidad en sus primeros tiempos se discutía incluso cuál fue exactamente la primera recitación: algunos cronistas afirman que la primera orden de Dios no fue «recita» ni «lee», sino «¡levántate y advierte!»
Quizá la razón por la que las tradiciones son tan imprecisas y contradictorias sea que no hubo un único acontecimiento revelador trascendental que diera inicio a la condición profética de Mahoma, sino más bien una serie de experiencias sobrenaturales indescriptibles menores que llegaron a su culminación en un último encuentro violento con el Divino. Aisha, que se convertiría en el compañero más cercano y más querido del Profeta, afirmó que los primeros signos de su condición de profeta tuvieron lugar mucho antes de la experiencia del monte Hira. Estos signos se presentaron en forma de visiones que asaltaban a Mahoma en sus sueños, y eran tan perturbadoras que lo inducían a buscar cada vez más la soledad. «Nada le agradaba tanto como estar solo», recordaba Aisha.
Según parece, las perturbadoras visiones de Mahoma iban acompañadas de percepciones auditivas. Ibn Hisham deja constancia de que cuando el profeta partía rumbo a las «cañadas de La Meca» en busca de soledad, las piedras y los árboles del camino, a su paso, decían: «La paz sea contigo, oh, Apóstol de Alá». Cuando esto ocurría, Mahoma «se volvía a derecha e izquierda y miraba atrás, sin ver nada más que árboles y piedras». Estas alucinaciones auditivas y visuales siguieron produciéndose hasta que oyó la llamada de Dios en el monte Hira.
Casi con toda seguridad Mahoma, como todos los profetas antes que él, no quería saber nada de la llamada de Dios. Tan abatido quedó tras la experiencia que su primera idea fue quitarse la vida.
A juicio de Mahoma, solo los kahin, a quienes despreciaba por considerarlos charlatanes censurables, recibían mensajes de los cielos. Si su experiencia en el monte Hira significaba que estaba convirtiéndose en kahin y que sus colegas de La Meca iban a considerarlo ahora como tal, prefería la muerte.
Mahoma no iba desencaminado al temer que pudieran compararlo con un kahin. Un aspecto de esos primeros versículos de la Revelación que se pierde en todas las traducciones es su exquisita calidad poética. La recitación inicial y aquellas inmediatamente posteriores fueron dictadas en pareados muy similares a las alocuciones extáticas de los kahin. Esto no debía de causar extrañeza; al fin y al cabo, los árabes estaban acostumbrados a oír hablar a los dioses en verso, ya que la poesía elevaba su lenguaje al reino de lo divino. Pero mucho después, cuando el mensaje de Mahoma empezó a entrar en conflicto con la élite mequí, sus enemigos se aferrarían a las similitudes entre los oráculos de los kahin y las recitaciones de Mahoma, preguntando con sorna: «¿Vamos a dejar a nuestras deidades porque lo diga un poeta loco?» (37:36).
El hecho de que en el Corán haya docenas de versículos en los que se refuta la acusación de que Mohama era un kahin indica hasta qué punto era importante esa cuestión para la comunidad musulmana en sus orígenes. A medida que el movimiento mahometano se propagaba por toda la región, la Revelación era cada vez más prosaica y abandonaba el estilo oracular de los versículos iniciales. Sin embargo, al principio, Mahoma sabía exactamente qué dirían de él, y la idea de que sus contemporáneos lo consideraran un kahin bastó para llevarlo al borde del suicidio.
Con el tiempo, Dios alivió la ansiedad de Mahoma asegurándole que era un hombre cuerdo. Pero podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que, a no ser por Jadiya, quizá Mahoma habría llevado a término su plan, y la historia habría acabado siendo muy distinta.
«Por medio de ella, Dios aligeró la carga de Su profeta —escribe Ibn Hisham en alusión a la singular Jadiya—. ¡Que Dios Todopoderoso tenga piedad de ella!»
Todavía asustado y tembloroso por su experiencia en la cueva, Mahoma se encaminó de regreso a casa, donde se acercó a su esposa y exclamó: «¡Abrázame! ¡Abrázame!»
Jadiya lo envolvió de inmediato con su manto y lo estrechó entre sus brazos hasta que cesaron los temblores y las convulsiones. Mahoma, en cuanto se calmó, intentó explicar lo ocurrido llorando sin reservas.
—Jadiya —dijo—, creo que me he vuelto loco.
—Eso no puede ser, querido mío —contestó ella, acariciándole el pelo—. Dios no te trataría así, porque conoce tu sinceridad, tu integridad, tu buen carácter y tu bondad.
Pero Jadiya, como Mahoma seguía inconsolable, se atavió con sus prendas y fue en busca de la única persona que sabría qué le pasaba a su marido: Uaraqa, su primo cristiano, el mismo que había formado parte de los hanif originales antes de convertirse al cristianismo. Uaraqa conocía las escrituras lo suficiente para identificar la experiencia de Mahoma.
«Es un profeta de este pueblo —aseguró Uaraqa a su prima después de oírla—. Dile que se mantenga firme.»
Aun así, Mahoma no sabía bien qué debía hacer ahora que Dios lo había llamado. Para complicar aún más las cosas, cuando Mahoma más necesitaba unas palabras tranquilizadoras, Dios enmudeció. A esa primera experiencia reveladora en el monte Hira siguió un largo período de silencio, hasta el punto de que pasado un tiempo incluso Jadiya, que jamás había dudado de que la experiencia de Mahoma era verdad, empezó a poner en duda su significado.
Finalmente, cuando Mahoma estaba en su punto más bajo, el cielo le envió los segundos versículos con tan dolorosa violencia como los primeros, estos para asegurarle que, le gustara o no, ahora era el Mensajero de Dios:
¡Tú no eres, por la gracia de tu Sustentador, un loco!
Y, realmente, recibirás una recompensa incesante,
pues, ciertamente, observas en verdad un modo de vida sublime; y [un día] tú verás, y verán esos [que ahora se burlan de ti], quién de vosotros estaba falto de juicio (68:1-5).
Ahora Mahoma ya no tenía más opción que aceptar su llamada.
Los versículos iniciales que Mahoma reveló a los habitantes de La Meca pueden dividirse en dos temas principales, el religioso y el social, aunque empleó el mismo lenguaje para ambos. En primer lugar, Mahoma ensalzó el poder y la gloria del Dios gracias a quien «hendimos profundamente la tierra [con nuevos brotes], tras lo cual hacemos que crezca en ella el grano, vides y hortalizas; y olivos, palmeras y frondosos jardines; y frutas y herbaje» (80:26-31). Este no era el mismo Dios supremo, poderoso y distante, que ya conocía la mayoría de la gente en La Meca. Este era un Dios bueno, que amaba profundamente la creación. Este Dios era al Rahman, «el más misericordioso» (55:1), al Akram, «el más generoso» (96:3). Como tal, este era un Dios digno de gratitud y veneración.
En estos versículos iniciales del Corán sobre el poder y la bondad de Dios, también brilla por su ausencia una declaración firme de monoteísmo o una crítica concluyente del politeísmo. Al principio, Mahoma parecía más interesado en revelar qué clase de Dios era Alá que en cuántos dioses había. Quizás esto se debió, como ya hemos mencionado antes, a que Mahoma se dirigía a una comunidad donde se daban ya ciertas tendencias monoteístas, o como mínimo henoteístas. Los coraichitas no necesitaban oír que existía solo un Dios; ese mensaje les había llegado ya muchas veces antes de los judíos, los cristianos y los hanif, y no discrepaban forzosamente. Mahoma, en este punto de su ministerio, tenía un mensaje mucho más apremiante.
Ese mensaje —el segundo tema presente en la mayor parte de las recitaciones iniciales de Mahoma— tenía que ver casi exclusivamente con la desaparición de la ética tribal en La Meca. Mahoma, en términos muy enérgicos, condenó los malos tratos y la explotación padecidos por los débiles y los desprotegidos. Exigió el fin de los contratos falsos y la práctica de la usura, que había llevado a los pobres a la esclavitud. Habló de los derechos de los desfavorecidos y los oprimidos y, para asombro de todos, afirmó que era el deber de los ricos y los poderosos atender las necesidades de los desvalidos. «No seas, pues, injusto con el huérfano, y al que busca [tu] ayuda no le rechaces» (93:9-10).
Eso no era un consejo amistoso; era una advertencia. Dios había visto la codicia y la maldad de los coraichitas y no seguiría tolerándola.
¡Ay de todo aquel que difama, que critica!
¡[Ay de aquel] que amasa riqueza y la considera como salvaguardia, creyendo que su riqueza le hará vivir eternamente!
¡Qué va! ¡Ciertamente, [en la Otra Vida] será arrojado a un tormento demoledor!
¿Y qué puede hacerte concebir lo que será ese tormento demoledor?
Un fuego encendido por Dios (104:1-6).
Mahoma se consideraba, por encima de todas las cosas, alguien que advertía y llevaba un mensaje a aquellos de su comunidad que continuaban maltratando a los huérfanos, que no inducían a los demás a dar de comer a los necesitados, que rezaban a los dioses a la vez que permanecían ajenos a sus obligaciones morales, y que privaban al prójimo de cosas de uso común (107:1-7). Su mensaje era sencillo: el Día del Juicio se acercaba, «cuando el cielo se resquebraje, en obediencia a su Sustentador, como debe; y cuando la tierra sea aplanada» (84:1-3), y a aquellos que no liberaran «a un ser humano de la esclavitud» o no alimentaran «en tiempos de escasez a un pariente huérfano», los envolvería el fuego (90:13-20).
Este era un mensaje radical, un mensaje que nunca se había oído en La Meca. Mahoma todavía no estaba estableciendo una religión nueva; solo reivindicaba una contundente reforma social. Todavía no predicaba el monoteísmo; exigía justicia económica. Y por este mensaje revolucionario y profundamente innovador despertó relativa indiferencia.
Los primeros seguidores
Según todas las tradiciones, Mahoma en un principio restringió la Revelación a sus amigos íntimos y familiares. La primera persona que aceptó su mensaje fue obviamente Jadiya, quien, desde el momento en que lo conoció hasta su muerte, permaneció al lado de su marido, sobre todo en las épocas de mayor desaliento. Si bien existe mucho debate sectario entre los musulmanes acerca de quién fue la segunda persona que aceptó el mensaje, cabe suponer sin temor a equivocarse que fue el primo de Mahoma, Alí, quien, como hijo de Abu Talib, se había criado en la misma casa que el Profeta y era la persona más cercana a él después de su esposa.
Para Mahoma, la aceptación de Alí representó un gran alivio, porque no solo era su primo, sino también su más estrecho aliado: el hombre a quien el Profeta se refirió repetidamente como «hermano». Con el tiempo, Alí maduraría hasta convertirse en el guerrero más respetado del islam. Contraería matrimonio con Fátima, la querida hija de Mahoma, y proporcionaría al Profeta sus legendarios nietos Hasán y Husain. Considerado iniciador del conocimiento esotérico y padre de la metafísica islámica, Alí sería un día el inspirador de una secta totalmente nueva en el islam. Sin embargo, en el momento en que se erigió como el primero entre los Banu Hashim en responder a la llamada del Profeta contaba solo trece años.
A la conversión de Alí siguió de inmediato la del esclavo de Mahoma, Zaid, a quien naturalmente liberó. Poco después Abu Bakr, querido amigo de Mahoma y rico mercader coraichita, se convirtió en seguidor. Hombre profundamente leal y fervorosamente devoto, su primera acción tras aceptar el mensaje de Mahoma fue dedicar su riqueza a comprar y liberar a esclavos de otros mercaderes hasta quedarse casi sin nada. Por mediación de Abu Bakr, el mensaje se propagó por toda la ciudad, porque, como atestigua Ibn Hisham, no era hombre que se guardara esas cosas para él solo, sino que «demostraba su fe abiertamente y llamaba a los demás para que se acercaran a Dios y su apóstol».
El movimiento de Mahoma en La Meca tiene varios aspectos dignos de mención. Si bien su mensaje al final llegó a casi todos los sectores de la sociedad —desde los débiles y los desprotegidos cuyos derechos defendía hasta la élite contra la que predicaba—, el rasgo más sorprendente de su movimiento durante esos primeros años es que entre sus seguidores se contaban principalmente individuos pertenecientes a lo que el estudioso Montgomery Watt ha llamado «las familias más influyentes de las clases más influyentes». Estos eran hombres jóvenes, en su mayoría menores de treinta años, que compartían con Mahoma el descontento ante la sociedad mequí. Y, sin embargo, no todos eran hombres: muchos de los primeros seguidores de Mahoma eran mujeres, quienes a menudo arriesgaban sus vidas al rechazar las tradiciones de sus padres, maridos y hermanos para unirse al movimiento.
No obstante, debido a la reticencia de Mahoma, durante esos primeros años este grupo no pasó de treinta o cuarenta personas, que se presentaban como «compañeros» de Mahoma, ya que por entonces eso eran. Por lo que a los demás ciudadanos de La Meca se refería, era mejor pasar por alto el mensaje de Mahoma y sus compañeros.
El impacto de «Solo hay un Dios»
En 613, tres años después de iniciarse la Revelación, el mensaje de Mahoma experimentó una transformación espectacular, que puede resumirse en la doble profesión de fe, o shahadá, que en adelante definiría tanto la misión como los principios del movimiento: solo hay un Dios, y Mahoma es el Mensajero de Dios.
A partir de este punto en el ministerio de Mahoma el monoteísmo implícito en las primeras recitaciones pasó a ser la teología dominante detrás de lo que hasta ese momento había sido un mensaje en esencia social. «Así pues, proclama abiertamente todo lo que se te he ordenado [decir], y aléjate de aquellos que atribuyen divinidad a algo junto con Dios» (15:94).
Aunque por lo común se da por supuesto que fue este nuevo monoteísmo inflexible lo que en último extremo concitó las iras de los coraichitas contra Mahoma y su pequeño grupo de seguidores, este punto de vista no tiene en cuenta las profundas consecuencias sociales y económicas implícitas en esa simple declaración de fe.
No debemos olvidar que los coraichitas poseían una concepción muy desarrollada de la religión. Al fin y al cabo, era su medio de vida. Politeísmo, henoteísmo, monoteísmo, cristianismo, judaísmo, zoroastrismo, hanifismo, paganismo en todas sus formas…, los coraichitas lo habían visto todo. Cuesta creer que los conmocionaran los postulados monoteístas de Mahoma. No solo los hanif venían predicando eso mismo desde hacía años, sino que además las tradiciones enumeran unas cuantas figuras proféticas bien conocidas que vivían en distintas partes del Hiyaz y también predicaban el monoteísmo. De hecho, los primeros musulmanes veneraban a dos de estos «profetas» —Suwayd y Luqman— como predecesores de Mahoma. Luqman incluso tiene su propio capítulo en el Corán (31), donde se lo describe como un hombre a quien Dios había otorgado gran sabiduría. Por tanto, desde una perspectiva teológica, la declaración de Mahoma, «solo hay un Dios», no habría sido ni escandalosa ni, de hecho, original en La Meca.
Aun así, existen dos factores importantes que distinguían a Mahoma del resto de sus contemporáneos, factores que debieron de encolerizar a los coraichitas mucho más que sus creencias monoteístas.
En primer lugar, a diferencia de Luqman y los hanif, Mahoma no hablaba de su propia autoridad. Por el contrario, era un caso único porque se presentaba como Mensajero de Dios. Incluso llegó al punto de identificarse repetidamente con los profetas y mensajeros judíos y cristianos que lo habían precedido, en especial con Abraham, a quien todos los habitantes de La Meca —paganos o no— consideraban un profeta de inspiración divina. En pocas palabras, la diferencia entre Mahoma y los hanif era que aquel no solo predicaba «la religión de Abraham», sino que era el nuevo Abraham (6:83-86; 21:51-93) y fue precisamente esta imagen de sí mismo lo que causó tan gran alteración entre los coraichitas. Proclamándose Mensajero de Dios, Mahoma transgredía manifiestamente el proceso árabe tradicional por el que se confería el poder. Esa no era una autoridad que se le hubiese concedido a Mahoma como «primero entre iguales». Mahoma no tenía iguales.
En segundo lugar, como ya se ha mencionado, es posible que los predicadores hanif atacaran el politeísmo y la codicia de sus conciudadanos, pero mantuvieron un profundo respeto por la Kaaba y aquellos miembros de la comunidad que actuaban como Guardianes de las Llaves. Eso explicaría por qué los hanif eran al parecer tolerados en La Meca, y por qué nunca se convirtieron multitudinariamente al movimiento de Mahoma. Pero este, como hombre de negocios y mercader, entendía algo que escapaba a la comprensión de los hanif: la única manera de provocar una reforma social y económica radical en La Meca era derrocar el sistema religioso-económico en el que se fundaba la ciudad; y la única manera de lograrlo era atacar la raíz misma de la riqueza y el prestigio coraichita, la Kaaba.
«Solo hay un Dios» era, para Mahoma, mucho más que una profesión de fe. Esta declaración era un ataque consciente e intencionado contra la Kaaba y también contra el derecho sagrado de los coraichitas a administrarla. Y como en La Meca la vida religiosa y la vida económica estaban inextricablemente entrelazadas, cualquier ataque contra lo uno era por fuerza un ataque contra lo otro.
Ciertamente la shahadá contenía una importante innovación teológica, pero esa innovación no era el monoteísmo. Con esta simple profesión de fe, Mahoma declaraba a La Meca que el Dios de los cielos y de la tierra no requería intermediarios de ningún tipo, pero cualquiera podía acceder a él. Así, los ídolos del santuario, y de hecho el propio santuario como depositario de los dioses, era totalmente inútil. Y si la Kaaba no servía de nada, no existía ya razón alguna para que La Meca conservara la supremacía como centro religioso o económico del Hiyaz.
Los coraichitas no podían pasar por alto este mensaje, sobre todo porque se avecinaba la temporada de peregrinación. Procuraron por todos los medios acallar la voz de Mahoma y sus compañeros. Acudieron en busca de ayuda a Abu Talib, pero el jeque de los hachemíes, pese a que personalmente nunca aceptaría el mensaje de Mahoma, se negó a retirar la protección a su sobrino. Manifestaron su desprecio por Mahoma e insultaron a aquellos de sus compañeros que no tenían la suerte de gozar de la protección de un jeque. Incluso ofrecieron a Mahoma toda la libertad, el apoyo, el poder y el dinero que deseara para proseguir con su movimiento en paz, siempre y cuando dejara de ofender a sus antepasados, burlarse de sus costumbres, dividir a sus familias y, sobre todo, maldecir a los otros dioses del santuario. Pero Mahoma no accedió, y cuando llegó la hora de que los peregrinos se reunieran una vez más en La Meca con sus plegarias y sus mercancías, la ansiedad de los coraichitas alcanzó grados extremos.
Los coraichitas sabían que Mahoma se proponía acudir a la Kaaba y pronunciar su mensaje en persona ante los peregrinos allí reunidos, llegados de todos los rincones de la península. Y aunque quizás esa no fuera la primera vez que un predicador condenaba a los coraichitas y sus prácticas, sí era sin duda la primera vez que esa condena partía de un comerciante coraichita próspero y muy conocido; es decir, «uno de los suyos». Conscientes de que eso representaba una amenaza que no podía tolerarse, los coraichitas pusieron en práctica una estrategia para prevenir los planes de Mahoma: se sentaron «en los caminos que los hombres toman cuando vienen a la feria» y advirtieron a cuantos pasaban por allí de que los esperaba en la Kaaba «un hechicero, portador de un mensaje destinado a separar a un hombre de su padre, o de su hermano, o de su esposa, o de su familia», y no debían prestarle atención.
Los coraichitas en realidad no creían que Mahoma fuese un hechicero; reconocían sin reservas que pronunciaba sus recitaciones «sin escupitajos ni nudos», rituales asociados por lo visto con la hechicería. Pero sí tenían la absoluta convicción de que dividía a las familias de La Meca. La conversión al movimiento de Mahoma no solo implicaba cambiar de fe, sino, además, apartarse de las actividades de la tribu o, en esencia, autoexcluirse.
Esto preocupaba mucho a los coraichitas, cuya principal queja contra Mahoma (al menos en público) no era ni su llamamiento a la reforma social y económica ni su monoteísmo radical. De hecho, no hay en todo el Corán una sola defensa coraichita del politeísmo basada en la convicción de que era la verdad. Por el contrario, como indicaban sus advertencias a los peregrinos, los coraichitas parecían más molestos por el insistente rechazo de Mahoma a los rituales y los valores tradicionales de sus antepasados, tradiciones sobre las que se asentaban los cimientos sociales, religiosos y económicos de la ciudad, que por su mensaje monoteísta.
En todo caso, como era de prever, la advertencia de que no debía prestarse atención al «hechicero» presente en la Kaaba no hizo más que aumentar el interés en el mensaje de Mahoma; tanto fue así que cuando el ciclo de peregrinación y las ferias en el desierto terminaron y los peregrinos se marcharon a sus casas, Mahoma —el hombre que tanto había asustado a los intocables coraichitas— era el tema de conversación en toda Arabia.
Después del fallido intento de acallar a Mahoma durante la feria de la peregrinación, los coraichitas decidieron tomar ejemplo del Profeta y atacarlo de la misma manera que él los había atacado a ellos: económicamente. Se sometió a un boicot no solo a Mahoma y sus compañeros, sino, a la manera tribal, a todo el clan de Mahoma. En adelante no se permitió a nadie en La Meca casarse con ningún miembro de los Banu Hashim, ni comprarles o venderles mercancía alguna (incluidas la comida y el agua) al margen de que fueran seguidores o no de Mahoma.
Con este boicot, los coraichitas no pretendían matar de hambre a los compañeros de Mahoma para expulsarlos de La Meca; era solo una manera de mostrar las consecuencias de excluirse de la tribu. Si Mahoma y sus compañeros deseaban separarse de las actividades sociales y religiosas de La Meca, debían estar dispuestos a separarse de su economía. Al fin y al cabo, si en La Meca la religión y el comercio eran indivisibles, nadie podía negar lo uno tan descaradamente y a la vez esperar participar en lo otro.
Como se preveía, el boicot fue devastador para los compañeros, la mayoría de los cuales, incluido Mahoma, vivían aún del comercio. De hecho, el boicot resultó tan destructivo que fue objeto de las protestas de algunos destacados coraichitas que habían rechazado a Mahoma, pero ya no podían soportar «comer alimentos, tomar bebida y vestir ropa mientras los Banu Hashim perecían». Pasados unos meses se levantó el boicot y se autorizó de nuevo a los Banu Hashim a intervenir en el comercio de la ciudad. Pero justo cuando parecía que Mahoma se afianzaba otra vez en La Meca, recayó en él la tragedia con las muertes casi simultáneas de su tío y protector, Abu Talib, y su esposa y confidente, Jadiya.
La trascendencia de la pérdida de Abu Talib es evidente: Mahoma ya no disponía de la inquebrantable protección de su tío para librarlo de todo mal. El nuevo jeque de los Banu Hashim, Abu Lahab, despreciaba a Mahoma a título personal y le retiró su protección formalmente. Los resultados fueron inmediatos. Mahoma fue insultado abiertamente en las calles de La Meca. Ya no pudo predicar ni rezar en público. Cuando intentó hacerlo, un individuo vertió tierra sobre su cabeza y otro le arrojó un útero de oveja.
Puede que la pérdida de Abu Talib dejara a Mahoma en una situación precaria, pero la muerte de Jadiya le causó una devastación absoluta. Al fin y al cabo, ella no era solo su esposa, sino también la persona que le ofrecía apoyo y consuelo, y había sido ella quien lo sacó de la pobreza, quien le salvó la vida literalmente. En una sociedad polígama, donde tanto hombres como mujeres estaban autorizados a un número ilimitado de cónyuges, la relación monógama de Mahoma con una mujer quince años mayor que él era un hecho insólito, por decir poco. Desde luego la muerte de Abu Talib lo desmoralizó, además de poner en peligro su seguridad física. Pero volver a casa después de una de sus experiencias reveladoras dolorosamente violentas, o tras padecer los malos tratos de los coraichitas, y no tener allí a Jadiya para envolverlo con su manto y estrecharlo entre sus brazos hasta que el terror remitiera debió de ser una aflicción inimaginable para el Profeta.
Con la pérdida de ese sostén físico y emocional, Mahoma ya no fue capaz de quedarse en La Meca. Un tiempo antes había enviado provisionalmente a Abisinia a un pequeño grupo de seguidores —aquellos sin protección alguna en la sociedad mequí—, en parte para solicitar asilo a su emperador cristiano, en parte en un intento de aliarse con uno de los principales rivales comerciales de los coraichitas. Pero ahora Mahoma necesitaba un hogar permanente donde él y sus compañeros pudieran vivir libres de la cólera desenfrenada de los coraichitas.
Probó en la ciudad hermana de La Meca, Taif, pero sus jefes tribales no estaban dispuestos a indisponerse con los coraichitas ofreciendo refugio a su enemigo. Visitó las ferias locales en los alrededores de La Meca, pero fue en vano. Finalmente, la respuesta llegó en forma de invitación de un pequeño clan, los Jasraj, que vivían en un oasis agrícola a unos doscientos cincuenta kilómetros al norte de La Meca, un conglomerado de aldeas conocidas colectivamente como Yazrib. Aunque Yazrib era una ciudad lejana y totalmente ajena, Mahoma no tuvo más remedio que aceptar la invitación y preparar a sus compañeros para hacer lo inconcebible: abandonar a su tribu y sus familias a cambio de un futuro incierto en un lugar donde carecerían de protección.
La Hégira, o emigración a Yazrib, se produjo lenta y furtivamente, partiendo los compañeros hacia el oasis en reducidos grupos. Para cuando los coraichitas se dieron cuenta de lo que sucedía ya solo quedaban allí Mahoma, Abu Bakr y Alí. Por temor a que Mahoma se marchara de La Meca para reunir un ejército, varios jeques decidieron escoger a un hombre de cada familia, «un guerrero joven, poderoso, bien nacido y aristocrático». Los elegidos penetrarían en la casa de Mahoma mientras este dormía y hundirían las espadas en su cuerpo simultáneamente a fin de que la responsabilidad de su muerte recayera en toda la tribu. Enterándose del plan de atentar contra su vida la noche anterior, Mahoma y Abu Bakr abandonaron la casa por una ventana y huyeron de la ciudad.
Los coraichitas montaron en cólera. Ofrecieron una cuantiosa recompensa de cien camellas a aquel que encontrara a Mahoma y lo llevara de regreso a La Meca. Esta recompensa anormalmente alta atrajo a docenas de beduinos, que peinaron la zona circundante noche y día en busca del Profeta.
Entretanto Mahoma y Abu Bakr se habían guarecido en una cueva no lejos de La Meca. Durante tres días y tres noches permanecieron ocultos allí, esperando a que la cacería remitiera y los beduinos regresaran a sus campamentos. La tercera noche salieron cautelosamente de la cueva y, asegurándose de que nadie los seguía, montaron en dos camellos que les proporcionó un conspirador solidario. Discretamente, desaparecieron en el desierto rumbo a Yazrib.