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El mundo en el que nació Mahoma

 

La ética tribal

Para los beduinos, la única forma de sobrevivir en una comunidad donde el movimiento era la norma y la acumulación material no resultaba práctica era mantener un fuerte sentido de la solidaridad tribal por medio del reparto equitativo de los recursos disponibles. Así las cosas, todos los miembros de la tribu tenían una función esencial en el mantenimiento de la estabilidad de la tribu, y la propia tribu era tan fuerte solo como sus miembros más débiles. Ahí intervenía la ética tribal. Su finalidad era conservar una apariencia de igualitarismo social de modo que, independientemente de la posición de cada miembro en particular, todos pudieran compartir los derechos sociales y económicos y los privilegios que preservaban la unidad de la tribu.

En la Arabia preislámica la responsabilidad de mantener la ética tribal recaía en el sayyid, shayj o jeque de la tribu. Elegido por unanimidad como «el primero entre iguales», el shayj, que significa «aquel que lleva las marcas de la vejez», era el miembro más respetado de la comunidad, la figura que representaba la fuerza y los atributos morales de la tribu. Aunque en general se creía que cualidades como el liderazgo y la nobleza eran inherentes a ciertas familias, el jeque no era una posición hereditaria. Aparte de la madurez, el único requisito para convertirse en jeque era encarnar los ideales del muruwa: el código de conducta tribal compuesto por importantes virtudes árabes como la valentía, el honor, la hospitalidad, la fuerza en el combate, el interés por la justicia y, por encima de todo, la diligente dedicación al bien colectivo de la tribu.

El jeque poseía poca autoridad ejecutiva real, porque los árabes eran reacios a concentrar todas las funciones del mando en un único individuo. Todas las decisiones importantes se tomaban por medio de una consulta colectiva con otros elementos de la tribu que desempeñaban papeles igual de importantes: el qaíd, que actuaba como jefe militar; el kahin, o responsable del culto; y el hakam, que resolvía las disputas. Puede que en ocasiones el jeque ejerciera una o más de estas funciones, pero su responsabilidad principal era mantener el orden dentro de las tribus y entre ellas, garantizando la protección de todos los miembros de su comunidad, especialmente de aquellos que no podían protegerse por sí solos: los pobres y los débiles, los menores y los ancianos, los huérfanos y las viudas. La lealtad al jeque se simbolizaba mediante un juramento llamado bayá, que se hacía al hombre, no al cargo. Si el jeque incumplía su deber de proteger adecuadamente a todos los miembros de la tribu, se le retiraba el juramento y se elegía a otro jefe para sustituirlo.

En una sociedad donde no existía una idea de moralidad absoluta dictada por un código ético divino —unos Diez Mandamientos, por así decirlo—, el jeque disponía de un solo recurso jurídico para mantener el orden en su tribu: la Ley del Talión, representada más popularmente en el concepto un tanto tosco de «ojo por ojo». Lejos de ser un sistema legal barbárico, la Ley del Talión en realidad pretendía limitar la barbarie. Conforme a esta ley, una lesión en el ojo a un vecino restringía el desquite a solo un ojo y nada más; el robo de un camello a un vecino imponía el pago de un camello exactamente; matar al hijo de un vecino implicaba la ejecución del propio hijo. A fin de facilitar el castigo, se estableció una cantidad pecuniaria, conocida como «dinero de sangre», para cada bien y cada activo, así como para cada miembro de la sociedad y, de hecho, cada parte del cuerpo de un individuo. En la época de Mahoma, la vida de un hombre libre equivalía aproximadamente a cien camellos; la vida de una mujer libre, a cincuenta.

Recaía en el jeque la responsabilidad de mantener la paz y la estabilidad en la comunidad, velando para que se infligiera el castigo acorde con cada delito cometido en el seno de la tribu. Los delitos cometidos contra personas externas a la tribu no solo quedaban impunes, sino que en realidad no eran delitos. El robo, el homicidio o las lesiones causadas a otra persona no se consideraban en sí mismos actos moralmente reprensibles, y se castigaban solo si mermaban la estabilidad de la tribu.

De vez en cuando la sensación de equilibro inherente a la Ley del Talión se veía distorsionada por alguna complicación logística. Por ejemplo, si resultaba que una camella robada estaba preñada, ¿el ladrón adeudaba a la víctima un camello o dos? Como en las sociedades tribales no existía una aplicación formal de la ley ni sistema judicial alguno, en aquellos casos en los que se requería negociación, las dos partes planteaban sus argumentos ante un hakam: cualquier parte neutral de confianza que actuara como árbitro en la disputa. Después de exigir una garantía a las dos partes para asegurarse de que ambas se atendrían a la decisión arbitral —que en rigor no podía imponerse—, el hakam pronunciaba una declaración legal acreditada: «una camella preñada equivale a dos camellos». Las decisiones de los hakams, acumuladas a lo largo del tiempo, se convirtieron en el fundamento de una tradición jurídica normativa, o sunna, que servía como código jurídico de la tribu. En otras palabras, ya nunca más se requería un arbitraje para decidir el valor de una camella preñada.

Sin embargo, como cada tribu tenía sus propios hakams y su propia sunna, las leyes y tradiciones de una tribu no eran necesariamente aplicables a otra. A menudo se daba el caso de que un individuo carecía de protección legal, derechos e identidad social fuera de su propia tribu. Es complicado entender cómo conseguían mantener el orden intertribal los árabes preislámicos cuando en rigor no había nada moralmente incorrecto en robar, herir o matar a alguien fuera de la propia tribu. Las tribus mantenían relaciones entre sí a través de una compleja red de alianzas y filiaciones. Pero la respuesta más sencilla es que si alguien de una tribu causaba daño a un miembro de otra, la tribu perjudicada, si era bastante fuerte, podía exigir el correspondiente castigo. Por consiguiente, era responsabilidad del jeque asegurar que las tribus vecinas comprendieran que cualquier agresión contra su pueblo sería vengada equitativamente. Si no podía proporcionar este servicio, dejaba de ser jeque.

Los coraichitas

Los coraichitas eran la tribu beduina más rica y poderosa establecida en La Meca. Conocidos por todo el Hiyaz como Ahl Allah, «la Tribu de Dios», los Guardianes del Santuario, la dominación de los coraichitas en La Meca empezó a finales del siglo IV e.c., cuando un joven ambicioso llamado Qusay consiguió el control de la Kaaba uniendo a varios clanes enemigos bajo su mando. Los clanes de la península arábiga se componían principalmente de grandes familias amplias que se hacían llamar bayt (casa) o banu (hijos) del patriarca de la familia. El clan de Mahoma se conocía por tanto como Banu Hashim, «los Hijos de Hashim». Por medio de cruces matrimoniales y alianzas políticas, un grupo de clanes podía mezclarse y convertirse en un ahl o un qaum: un «pueblo», llamado más comúnmente tribu.

La genialidad de Qusay consistió en darse cuenta de que, en La Meca, la fuente del poder residía en su santuario; en pocas palabras, aquel que controlara la Kaaba controlaría la ciudad. Apelando a los sentimientos étnicos de los otros miembros del clan coraichita, a quienes él llamaba «los más nobles y puros entre los descendientes de Ismael», Qusay fue capaz de arrebatar la Kaaba a sus clanes rivales y proclamarse Rey de La Meca. Si bien permitió que los rituales de peregrinación prosiguiesen sin alteración alguna, solo él poseía las llaves del templo. Como consecuencia, recaía únicamente en él la autoridad de suministrar alimento y agua a los peregrinos, presidir las asambleas en torno a la Kaaba donde se realizaban los ritos del matrimonio y la circuncisión, y entregar los estandartes de guerra. A fin de poner más de relieve el poder del santuario para otorgar autoridad, Qusay dividió La Meca en barrios, creando un anillo exterior de asentamientos y otro interior. Cuanto más cerca vivía uno del santuario, mayor era su poder. De hecho la casa de Qusay estaba adosada a la Kaaba.

El significado de esa proximidad entre Qusay y el santuario no pasaba inadvertido a los habitantes de La Meca. Debía de ser difícil permanecer ajeno el hecho de que los peregrinos que giraban alrededor de la Kaaba giraban también alrededor de Qusay. Y como la única manera de acceder al interior sagrado de la Kaaba era a través de una puerta situada dentro de la casa de Qusay, nadie podía acercarse a los dioses del santuario sin pasar ante Qusay. Así, Qusay se arrogó la autoridad tanto política como religiosa en la ciudad. No solo era el Rey de La Meca; era el Guardián de las Llaves.

La innovación de Qusay consistió en establecer lo que se convertiría en el fundamento de la economía de La Meca. Empezó a fortalecer la posición de la ciudad como lugar de culto en el Hiyaz, reuniendo a todos los ídolos venerados por las tribus vecinas y trasladándolos a la Kaaba. A partir de ese momento si uno quería rendir culto, por ejemplo, a los dioses amantes Isaf y Naila, solo podía hacerlo en La Meca, y solo después de pagar un peaje a los coraichitas por el derecho a entrar en la ciudad sagrada. Como Guardián de las Llaves, Qusay también mantenía un monopolio sobre la compra y la venta de bienes y servicios a los peregrinos, que él a su vez financiaba imponiendo tributos a los habitantes de la ciudad y quedándose el excedente. En unos pocos años Qusay, gracias a este sistema, se había convertido en un hombre enormemente rico, al igual que los clanes coraichitas dominantes que habían conseguido unir su suerte a la de él. Pero aún había más beneficios que obtener en La Meca.

Como todos los santuarios semitas, la Kaaba transformó toda la zona circundante en terreno sagrado, convirtiendo la ciudad de La Meca en un espacio neutral donde las luchas estaban prohibidas y no se permitía llevar armas. Se animaba a los peregrinos que viajaban a La Meca en la época de peregrinación a aprovechar la paz y la prosperidad de la ciudad llevando consigo mercancías con que comerciar. Para facilitar esta circunstancia, las grandes ferias comerciales coincidían con el ciclo de peregrinación, y las reglas creadas para lo uno complementaban las reglas creadas para lo otro. Unas cuantas generaciones después de Qusay, bajo la dirección de su nieto y bisabuelo de Mahoma, Hashim, los coraichitas habían conseguido establecer en La Meca una zona comercial modesta pero lucrativa, que dependía casi íntegramente del ciclo de peregrinación a la Kaaba para su subsistencia.

Como se decía que todos los dioses de la Arabia preislámica residían en la Kaaba, todos los pueblos de la península arábiga, fueran cuales fuesen sus creencias, sentían una profunda obligación espiritual para con este único santuario y también para con la ciudad que lo albergaba y la tribu que lo conservaba. Enlazando la vida religiosa y económica de la ciudad, Qusay y sus descendientes habían desarrollado un innovador sistema religioso-económico que dependía del control de la Kaaba y sus ritos de peregrinación para garantizar la supremacía económica, religiosa y política de una sola tribu: los coraichitas.