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La religión en la Arabia preislámica

 

Unas breves palabras sobre los profetas y la religión

Los profetas no crean las religiones. Habida cuenta de que toda religión va dirigida al entorno social, espiritual y cultural en el que surge y en el que se desarrolla, debemos ver a los profetas como reformistas que redefinen y reinterpretan las creencias y prácticas existentes en sus comunidades. De hecho, muy a menudo son los sucesores del profeta quienes asumen la responsabilidad de transformar las palabras y obras de su maestro en sistemas religiosos unificados y de fácil comprensión.

Al igual que otros muchos profetas antes que él, Mahoma jamás afirmó haber inventado una nueva religión. Por el contrario, el mensaje de Mahoma, como él mismo admitió, pretendía reformar las creencias religiosas y las prácticas culturales existentes en la Arabia preislámica a fin de acercar el Dios de los judíos y los cristianos a los pueblos árabes. «En materia de fe, Él os ha prescrito lo que ya ordenó a Noé —y de lo cual te hemos dado conocimiento [oh, Muhámmad] por medio de la revelación— y también lo que ordenó a Abraham, a Moisés y a Jesús», dice el Corán (42: 13). No debe extrañarnos, pues, que Mahoma, en su juventud, recibiera la influencia del ambiente religioso de la Arabia preislámica. Aunque el movimiento islámico sea único y de inspiración divina, sin duda en sus orígenes tuvo lazos con la sociedad multiétnica y multirreligiosa que alimentó la imaginación del Profeta cuando era joven y le permitió forjar su mensaje revolucionario en un lenguaje fácilmente reconocible para los árabes paganos a quienes se proponía acceder a toda costa. Mahoma, al margen de todo lo que pueda decirse de él, era innegablemente un hombre de su tiempo. Por tanto, para comprender de verdad la naturaleza y el sentido de su mensaje, debemos remontarnos hasta esa época de paganismo —un período apasionante y, sin embargo, desdibujado— a la que los musulmanes llaman Yahiliya: «la Edad de la Ignorancia».

La Edad de la Ignorancia: Arabia, el siglo VI e.c.

En el árido y desolado valle de La Meca, rodeado por los desnudos montes del desierto arábigo, se hallaba un pequeño y discreto santuario al que los antiguos árabes llamaban la Kaaba: el Cubo. La Kaaba era una estructura cuadrada hecha de piedras, sin argamasa ni tejado, hundida en un valle de arena. Sus cuatro paredes —tan bajas que una cabra joven habría podido saltar por encima— estaban revestidas de tiras de tupida tela. En su base, dos pequeñas puertas labradas en la piedra gris daban acceso al interior sagrado. Era ahí, dentro del reducido santuario, donde residían los dioses de la Arabia preislámica.

En total, según se dice, eran trescientos sesenta los ídolos alojados dentro y alrededor de la Kaaba, y representaban a todos los dioses reconocidos en la península arábiga: desde el dios sirio Hubal y la poderosa diosa egipcia Isis hasta el dios cristiano Jesús y su santa madre, María. Durante los meses sagrados, peregrinos de todos los rincones de la península viajaban hasta esta tierra yerma para visitar a las deidades tribales. Entonaban cantos litúrgicos y bailaban ante los dioses; realizaban sacrificios y elevaban plegarias por su buena salud. A continuación, en un ritual extraordinario cuyos orígenes son un misterio, los peregrinos se agrupaban y giraban siete veces en torno a la Kaaba, deteniéndose algunos de ellos por un momento para besar cada esquina del santuario antes de verse arrastrados de nuevo por la corriente de cuerpos.

Los árabes paganos congregados alrededor de la Kaaba creían que el fundador del santuario fue Adán, el primer hombre. Creían asimismo que el edificio original erigido por Adán quedó reducido a escombros durante el Diluvio Universal y fue reconstruido luego por Noé. También creían que, después de Noé, la Kaaba cayó en el olvido durante siglos, hasta que la redescubrió Abraham en una visita a su concubina, Agar, y su primogénito, Ismael, ambos desterrados a este paraje inhóspito a instancias de la esposa de Abraham, Sara. Y creían que fue en este mismo lugar donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a Ismael, idea que abandonó solo ante la promesa de que también Ismael, como su hermano menor Isaac, engendraría una gran nación, cuyos descendientes giran ahora en el valle arenoso de La Meca como un remolino en el desierto.

Naturalmente, todo esto son relatos concebidos para transmitir el significado de la Kaaba, no su procedencia. La verdad es que nadie sabe quién construyó la Kaaba ni cuánto tiempo lleva ahí. Es probable que el santuario no fuese siquiera la razón original por la que este lugar se considera sagrado.

También es posible que, para los antiguos árabes, el santuario original poseyera una significación cosmológica. Muchos de los ídolos de la Kaaba guardaban relación con los planetas y las estrellas; por otra parte, la leyenda de que en total ascendían a trescientos sesenta parece indicar connotaciones astrales. Tal vez los peregrinos, con esas siete «vueltas» en torno a la Kaaba, quisieran reproducir el movimiento de los cuerpos celestes. Al fin y al cabo, entre los pueblos antiguos corría la creencia de que los templos y santuarios eran réplicas terrenales de la montaña cósmica de la que había surgido la creación. Puede que la Kaaba, como las pirámides de Egipto o el templo de Jerusalén, se construyera a modo de axis mundi: un espacio sagrado alrededor del cual gira el universo, el vínculo entre la tierra y la bóveda celeste sólida.

Por desgracia, los orígenes de la Kaaba, como ocurre con tantas otras cosas referentes a este lugar sagrado, son pura especulación. Lo único que los estudiosos pueden afirmar con relativa certeza es que en el siglo VI e.c. este pequeño santuario hecho de barro y piedra se había convertido en el centro de la vida religiosa de la Arabia preislámica: la época conocida como Yahiliya.

Los árabes paganos

Tradicionalmente, los musulmanes definen la Yahiliya como un tiempo de depravación moral y discordias religiosas: una época en la que los hijos de Ismael enturbiaron la fe en el único Dios verdadero y sumieron la península arábiga en las tinieblas de la idolatría. Pero de pronto, a principios del siglo VII, como si despuntara el alba, apareció en La Meca el profeta Mahoma, predicando un mensaje de absoluto monoteísmo y moralidad inflexible. Por medio de las revelaciones que recibió de Dios, Mahoma puso fin al paganismo de los árabes y sustituyó la Edad de la Ignorancia por la religión universal del islam.

La experiencia religiosa de los árabes preislámicos fue, en realidad, mucho más compleja de lo que podría deducirse a partir de esta tradición. Antes de surgir el islam, la península arábiga se hallaba dominada por el paganismo. Pero paganismo es un término carente de significado, peyorativo, creado por quienes están fuera de esa tradición para describir lo que es una diversidad casi ilimitada de creencias y prácticas. La palabra griega paganus significa «aldeano rústico» o «zafio», y originalmente la utilizaron los cristianos a modo de insulto para referirse a aquellos que seguían cualquier religión, excepto la suya. A diferencia del cristianismo, el paganismo es una perspectiva religiosa receptiva a numerosas influencias e interpretaciones. El paganismo no aspira ni al universalismo ni al absolutismo moral.

Además, es importante distinguir entre la experiencia religiosa de los beduinos nómadas y la experiencia de las tribus sedentarias que se establecieron en los principales núcleos de población, como por ejemplo La Meca. Puede que el paganismo de los beduinos en la Arabia del siglo VI englobara diversas creencias y prácticas, pero no mostraba interés en las cuestiones metafísicas que se cultivaban en las mayores sociedades sedentarias de Arabia, en especial con respecto a asuntos como la vida después de la muerte. La forma de vida nómada exige una religión que aborde las preocupaciones inmediatas: ¿Qué dios puede guiarnos hasta el agua? ¿Qué dios puede curar nuestras enfermedades?

En cambio, entre las sociedades sedentarias de Arabia, el paganismo había evolucionado a partir de sus manifestaciones anteriores y más simples hasta convertirse en una tradición religiosa compleja, proporcionando una legión de intermediarios divinos y semidivinos que se situaban entre el dios creador y su creación. Este dios creador fue llamado Alá, Allah, que no es un nombre propio, sino una contracción de al ilah, cuyo significado es sencillamente «el dios». Al igual que su equivalente griego, Zeus, Alá era originariamente una antigua deidad de la lluvia y el cielo, elevada a la función de dios supremo de los árabes preislámicos. Si bien era una deidad poderosa digna de la mayor fe, la destacada posición de Alá en el panteón árabe lo hacía inasequible —como ocurre con casi todos los dioses mayores— a las súplicas de la gente corriente. Convenía más recurrir a dioses menores y más accesibles que actuaban como intermediarios de Alá, entre los cuales gozaban de especial poder sus tres hijas: Allat («la diosa»), Al Uzza («la poderosa») y Manat (la diosa del destino). Estos mediadores divinos no solo estaban representados en la Kaaba, sino que además tenían sus propios santuarios individuales por toda la península arábiga. Era a ellos a quienes rezaban los árabes cuando necesitaban lluvia, cuando sus hijos enfermaban, cuando entablaban combate o emprendían un viaje por el traicionero desierto.

En la Arabia preislámica no había sacerdotes ni escrituras paganas, pero los dioses se manifestaban con frecuencia a través de las declaraciones en éxtasis de ciertos adivinos conocidos como kahins. Los kahins eran poetas que, a cambio de unos honorarios, entraban en trance y revelaban mensajes divinos por medio de pareados. Procedentes de todos los estratos sociales y económicos, e incluyendo a algunas mujeres, los kahins interpretaban los sueños, resolvían crímenes, encontraban animales perdidos, solucionaban disputas y hacían comentarios sobre cuestiones de ética.

Si bien se le llamaba Rey de los Dioses y Señor de la Casa, Alá no era la deidad central de la Kaaba (ese honor correspondía a Hubal, secular dios lunar sirio). Aun así, la destacada posición de Alá en el panteón árabe es un claro indicio de hasta qué punto había evolucionado el paganismo en la península arábiga desde sus elementales raíces animistas. Uno de los ejemplos más llamativos de este proceso lo encontramos en el cántico procesional que, según la tradición, entonaban los peregrinos al acercarse a la Kaaba:

Aquí estoy, oh, Alá, aquí estoy.

Tú no tienes copartícipe,

excepto aquel que es tu copartícipe.

Tú lo posees a él y todo aquello que es suyo.

Esta proclama, sin duda parecida a la profesión de fe musulmana —«No hay dios, sino Dios»—, quizá muestre los primeros indicios en la Arabia preislámica de lo que los estudiosos denominan henoteísmo: la fe en un solo Dios supremo, sin rechazar necesariamente la existencia de otros dioses subordinados.

El judaísmo en la Arabia preislámica

Muchos estudiosos están convencidos de que allá por el siglo VI e.c. el henoteísmo se había convertido en el credo más extendido entre los árabes sedentarios, que no solo aceptaban a Alá como Dios supremo, sino que insistían en que era el mismo Dios que Yahvé, el Dios de los judíos. La presencia judía en la península arábiga tiene su origen, en parte, en el exilio babilónico acaecido mil años antes. Los judíos eran, en su mayoría, una comunidad próspera y muy influyente cuya cultura y tradiciones se habían integrado en las esferas social y religiosa de la Arabia preislámica. Ya fueran árabes conversos o inmigrantes llegados de Palestina, los judíos participaban en todos los niveles de la sociedad árabe. Había mercaderes judíos, beduinos judíos, agricultores judíos, poetas judíos y guerreros judíos. Los hombres judíos tenían nombres árabes y las judías lucían tocados árabes. La relación entre los judíos y los árabes paganos era simbiótica no solo en el sentido de que los judíos estaban profundamente arabizados, sino también en el de que los árabes se hallaban muy influidos por las creencias y prácticas judías. Como prueba de esta influencia, basta fijarse en la propia Kaaba, cuyos orígenes mitológicos indican que fue un santuario (haram en árabe) semita con hondas raíces en la tradición judía. Adán, Noé, Abraham, Moisés y Aarón estuvieron todos relacionados de un modo u otro con la Kaaba mucho antes de surgir el islam, y la misteriosa Piedra Negra que aún hoy permanece fijada a la esquina suroriental del santuario parece haberse vinculado inicialmente a la piedra sobre la que Jacob, el héroe bíblico, apoyó la cabeza durante su famoso sueño de la escalera.

Los lazos entre el paganismo árabe y el judaísmo cobran pleno sentido si recordamos que los árabes, al igual que los judíos, se consideraron descendientes de Abraham, a quien atribuían no solo el redescubrimiento de la Kaaba, sino también la creación de los ritos de la peregrinación que se desarrollaron allí. Tan venerado era Abraham en Arabia que se le asignó su propio ídolo dentro de la Kaaba, como si él mismo fuera un dios. Eso se debe a que, en la Arabia del siglo VI, el monoteísmo judío no entraba en contradicción con el paganismo árabe. Probablemente, los árabes paganos percibían el judaísmo como una manera más de expresar lo que ellos consideraban sentimientos religiosos similares.

El cristianismo en la Arabia preislámica

Lo mismo podría decirse con respecto a las percepciones árabes del cristianismo, que tuvo una presencia influyente en la península arábiga. Entre los siglos III y VII e.c., Arabia estuvo en primer plano en las guerras entre los imperios cristianos de Roma y Bizancio y el Imperio sasánida (persa). Hacia el siglo VI e.c., el Yemen se había convertido en foco de las aspiraciones cristianas en Arabia; la ciudad de Najrán se consideraba, en general, el núcleo del cristianismo árabe, mientras que en Saná se había construido una descomunal iglesia que, durante un tiempo, rivalizó con La Meca como principal lugar de peregrinación de la región. Como credo proselitista, el cristianismo no permaneció dentro de las fronteras de los territorios árabes. Diversas tribus árabes se habían convertido en masa al cristianismo. Los gasánidas, situados a ambos lados de la frontera entre los imperios romano y bizantino y el mundo árabe, constituían la mayor de estas tribus. Apoyaban activamente los esfuerzos misioneros en Arabia, mientras que en la misma época los emperadores bizantinos enviaron a sus obispos a los últimos confines de los desiertos para captar al resto de los árabes paganos.

Probablemente la presencia del cristianismo en la península arábiga tuvo un efecto considerable en los árabes paganos. (Según las tradiciones, la imagen de Jesús presente en el santuario fue colocada allí por un copto cristiano llamado Baqura.) A menudo se ha señalado que los relatos bíblicos narrados en el Corán dejan entrever cierta familiaridad con las tradiciones y las narraciones del credo cristiano. Existen llamativas similitudes entre las descripciones cristianas y coránicas del apocalipsis, el juicio final y el paraíso que espera a aquellos que han sido salvados. Estas similitudes no entran en contradicción con la creencia musulmana de que el Corán fue una revelación divina, pero sí indican que la visión coránica de los Últimos Días quizá fuera revelada a los árabes paganos por medio de un conjunto de símbolos y metáforas con los que ya estaban familiarizados, gracias en parte a la gran difusión del cristianismo en la región.

La influencia del zoroastrismo
 en la Arabia preislámica

Mientras que los gasánidas protegían las fronteras del Imperio bizantino, otra tribu árabe, los lajmíes, proporcionaban el mismo servicio al Imperio sasánida. Como herederos imperiales del antiguo reino persa de Ciro el Grande, que había dominado el Asia Central durante casi un milenio, los sasánidas eran zoroastrianos, seguidores del antiguo profeta Zaratustra.

En el centro de la teología zoroastriana se erigía un sistema monoteísta basado en un dios único, Ahura Mazda («el Señor de la Sabiduría»). Como era habitual en la antigüedad, Zaratustra tenía dificultades para concebir que su dios fuera origen del bien y del mal simultáneamente. Desarrolló, pues, un dualismo ético en el que dos espíritus opuestos, Spenta Mainyu («el espíritu benéfico») y Angra Mainyu («el espíritu hostil»), eran los responsables del bien y del mal, respectivamente.

Aunque estos dos espíritus no eran dioses, sino solo encarnaciones espirituales de la Verdad y la Falsedad, en los tiempos de los sasánidas el monoteísmo inicial de Zaratustra se había transformado en un sistema dualista en el que los dos espíritus primordiales se convirtieron en dos deidades enzarzadas en un combate eterno por las almas de la humanidad: Ormuz, el Dios de la Luz, y Ahrimán, el Dios de la Oscuridad. Pese a ser una religión no proselitista a la que, como es sabido, era difícil convertirse, la presencia militar sasánida en la península arábiga redundó, no obstante, en alguna que otra conversión tribal al zoroastrismo.

El hanifismo en la Arabia preislámica

La panorámica que surge de este breve esbozo de la experiencia religiosa de la Arabia preislámica es el de una época en la que el zoroastrismo, el cristianismo y el judaísmo se entremezclaban en una de las últimas regiones que quedaban en el Oriente Próximo dominadas todavía por el paganismo. Estas tres religiones, gracias a la relativa distancia que las separaba de sus respectivos centros de influencia, gozaron de libertad para desarrollar sus propios credos y rituales. En La Meca, el vibrante entorno pluralista se convirtió en caldo de cultivo para audaces ideas nuevas y apasionante experimentación religiosa, siendo la más importante un movimiento monoteísta árabe poco conocido que apareció en algún momento del siglo VI e.c. y se llamó hanifismo.

Los legendarios orígenes del hanifismo se relatan en los escritos de uno de los primeros biógrafos de Mahoma, Ibn Hisham. Un día, mientras los habitantes de La Meca celebraban una festividad pagana en la Kaaba, cuatro hombres —Uaraqa Ibn Naufal, Uzmán Ibn Huwairiz, Ubayd Alá Ibn Jahsh y Zaid Ibn Amr— se reunieron en secreto en el desierto. Acordaron, «en los lazos de la amistad», que nunca más volverían a venerar a los ídolos de sus antepasados. Fraguaron el pacto solemne de volver a la religión verdadera de Abraham, a quien no consideraban ni judío ni cristiano, sino un monoteísta puro: un hanif (de la raíz árabe hnf, que significa «apartarse de», en el sentido de aquel que se aparta de la idolatría). Los cuatro hombres se marcharon de La Meca cada uno por su camino para predicar la nueva religión y buscar a otros como ellos. Al final Uaraqa, Uzmán y Ubayd Alá se convirtieron los tres al cristianismo; Zaid, en cambio, continuó en la nueva fe. A pesar de su llamamiento al monoteísmo y su repudio de los ídolos del santuario, Zaid conservó una profunda veneración por la Kaaba, santuario que consideraba conectado espiritualmente con Abraham. «Busco refugio en aquello en lo que Abraham buscó refugio», declaró Zaid.

Por lo que se sabe, el hanifismo se extendió por toda Arabia occidental, o el Hiyaz, prendiendo especialmente en los núcleos de población importantes. Es imposible precisar cuántos conversos hanif había en la Arabia preislámica, o qué magnitud adquirió el movimiento. No obstante, sí parece evidente que en la península arábiga muchos luchaban activamente por transformar el vago henoteísmo de los árabes paganos en una forma de monoteísmo claramente árabe.

El hanifismo fue, como el cristianismo, una fe proselitista, y por tanto su ideología debió de difundirse por todo el Hiyaz. La mayoría de los árabes sedentarios debieron de oír a predicadores hanif; los habitantes de La Meca debieron de estar sin duda familiarizados con la ideología del hanifismo, y casi con toda seguridad el profeta Mahoma debió de conocerla también.