Prefacio
El despertar
Yo nunca busqué hacer la labor a la que me dedico como conferenciante, autor e investigador, fue ella la que me encontró a mí. Algunos necesitamos recibir una llamada de atención para despertar. En 1986 yo recibí la mía. Un hermoso día de abril en el sur de California tuve el privilegio de ser arrollado por un todoterreno en un triatlón de Palm Springs. Aquel momento me cambió la vida y me hizo emprender este viaje. En aquella época tenía 23 años, hacía poco que había abierto un consultorio quiropráctico en La Jolla, California, y llevaba meses entrenándome a fondo para ese triatlón.
Cuando sufrí el accidente había acabado la etapa de la natación y estaba empezando la carrera en bicicleta. Al llegar a una peligrosa curva en la que sabía que me uniría al tráfico, un policía de espaldas a los coches que circulaban me hizo señas para que girara a la derecha y me incorporara a la carretera. Mientras avanzaba velozmente en la curva a dos ciclistas sin despegar los ojos de él, un Ford Bronco rojo que iba casi a 90 kilómetros por hora me embistió por detrás. Salí catapultado por los aires y caí pesadamente al suelo de espaldas. Debido a la velocidad del todoterreno y a los lentos reflejos de la anciana que lo conducía, vi a los pocos segundos que se me iba a echar encima y me agarré al parachoques para evitar quedarme atrapado entre el metal y el asfalto. El todoterreno me arrastró por la carretera un rato hasta que la conductora se percató de lo que ocurría. Cuando por fin frenó en seco, salí rodando por el suelo descontroladamente a lo largo de 18 metros.
Todavía recuerdo el ruido de las bicicletas avanzándome como bólidos y los gritos horrorizados y las maldiciones de los ciclistas al pasar por mi lado sin saber si detenerse para ayudarme o seguir la carrera. Mientras yacía en el suelo lo único que podía hacer era abandonarme al momento.
Al cabo de poco descubrí que me había roto seis vértebras: tenía fracturas por compresión en la octava, novena, décima, undécima y duodécima vértebras torácicas y en la primera vértebra lumbar (desde los omoplatos hasta los riñones). Las vértebras están pegadas como bloques individuales en la columna y al impactar contra el suelo con fuerza se hundieron y aplastaron por el golpe. La parte superior de la octava vértebra torácica se me hundió en un 60 por ciento al fracturarse y el arco que contiene y protege la médula espinal se quebró, adquiriendo la forma de una rosquilla. Cuando una vértebra se comprime y rompe, los fragmentos de los huesos tienen que ir a alguna parte, en mi caso una buena cantidad fue a parar a la médula espinal. La situación no era nada halagüeña.
Como si estuviera viviendo una pesadilla, a la mañana siguiente me desperté con una pila de síntomas neurológicos: diferentes clases de dolor, diversos grados de embotamiento, sensación de hormigueo, cierta insensibilidad en las piernas y algunos problemas para controlar mis movimientos, lo cual me hizo pensar en lo peor.
Tras realizarme en el hospital todas las analíticas, radiografías, TAC e IRM necesarios, el traumatólogo me mostró los resultados y me dio la noticia con un tono sombrío: para contener los fragmentos óseos que en esos momentos se encontraban en la médula espinal debían operarme e implantarme una barra de Harrington. Es decir, tenían que cortar la parte posterior de las vértebras a partir de dos o tres segmentos por encima y por debajo de las fracturas y clavar y sujetar con abrazaderas dos barras de acero de 30 centímetros a cada lado de la columna. Luego me sacarían varios fragmentos del hueso de la cadera y me los adherirían sobre las barras. Sería una intervención quirúrgica importante, pero al menos me permitiría volver a caminar. Con todo, sabía que probablemente me quedaría discapacitado y tendría que vivir con dolor crónico el resto de mi vida. Huelga decir que esta opción no me gustó.
Pero si decidía no operarme era posible que me quedara paralítico. El mejor neurólogo de la zona de Palm Springs, que coincidía con la opinión del traumatólogo, me dijo que en todo Estados Unidos no conocía a un solo paciente con una lesión como la mía que se hubiera negado a operarse. Como la octava vértebra torácica se me había aplastado, adquiriendo la forma de cuña por el impacto, mi columna no soportaría el peso de mi cuerpo al ponerme yo de pie. La espina dorsal se hundiría, los fragmentos de las vértebras rotas se incrustarían más aún en la médula espinal y me quedaría paralítico al instante de pecho para abajo. Esta opción tampoco era demasiado atrayente que digamos.
Me trasladaron a un hospital de La Jolla, el más cercano a mi hogar, donde recibí dos opiniones más, una fue la de un importante traumatólogo del sur de California. Como es lógico, ambos doctores coincidieron en que debían implantarme la barra de Harrington. Estuvieron de acuerdo en el pronóstico: si no me operaba, me quedaría paralítico y no volvería a caminar nunca más. Si yo hubiera sido médico también habría aconsejado lo mismo. Era la opción más segura. Pero no fue esa la opción que yo elegí.
Tal vez en aquella época de mi vida era joven y audaz, pero decidí ir en contra del modelo médico y de las recomendaciones de los expertos. Creía que en cada persona existe una inteligencia, una conciencia invisible que nos da vida, apoyándonos, manteniéndonos, protegiéndonos y curándonos a cada momento. Dicha inteligencia crea casi cien billones de células especializadas (partiendo solo de 2), hace que el corazón nos lata cientos de miles de veces al día y organiza cientos de miles de reacciones químicas en una sola célula a cada segundo, entre muchas otras sorprendentes funciones. Concluí que si esa inteligencia era real y demostraba semejantes capacidades con un espíritu tan servicial, atento y afectuoso, quizá podría dejar de centrarme en el mundo exterior y empezar a mirar en mi interior para conectar con esa inteligencia y establecer una relación con ella.
Pero aunque comprendiera intelectualmente que el cuerpo a menudo es capaz de curarse, en esos momentos debía aplicar todo lo que conocía para llevar esos conocimientos al siguiente nivel e incluso superarlo para producir una auténtica experiencia curativa. Y como en las condiciones en las que estaba no podía ir a ninguna parte ni hacer nada, salvo yacer boca abajo, decidí llevar a cabo dos cosas. La primera fue que cada día me centraría en esa inteligencia que habitaba en mí y le encomendaría un plan, una plantilla, una visión con órdenes muy concretas, y luego dejaría que esa mente superior dotada de poderes ilimitados se encargara de mi curación, para que lo hiciera por mí. Y la segunda fue que no dejaría que me viniera a la cabeza ningún pensamiento que no quisiera tener. Parece fácil de hacer, ¿verdad?
Una decisión radical
A pesar de que el equipo médico que se ocupaba de mi caso me lo desaconsejara, abandoné el hospital y me fui en ambulancia a casa de dos íntimos amigos míos en la que permanecí los tres meses siguientes para centrarme en mi curación. Me fijé una misión. Decidí que empezaría cada día a reconstruir mi columna, vértebra a vértebra, y le mostraría a esa conciencia, si es que reparaba en mis esfuerzos, lo que quería alcanzar. Sabía que tendría que permanecer en un estado de presencia, es decir, vivir el presente en lugar de pensar en el pasado o de lamentarme por lo sucedido, preocupándome por el futuro, obsesionándome con las condiciones de mi vida exterior o centrándome en mi dolor o mis síntomas. Al igual que en cualquier relación que mantenemos, todos sabemos cuándo alguien está presente o no al relacionarse con nosotros, ¿no? Como la conciencia es atención, y la atención consiste en fijarse en las cosas, y fijarse en las cosas es estar presente y advertirlo todo, esa conciencia sabría cuándo yo estaba presente y cuándo no lo estaba. Al interactuar con ella tendría que permanecer en el presente. Mi estado de presencia tendría que ser como el suyo, mi voluntad tendría que coincidir con su voluntad, y mi mente tendría que concordar con la suya.
Así que dos veces al día, durante dos horas, me dedicaba a mirar en mi interior y a crear una imagen del resultado que deseaba: una columna totalmente reconstruida. Advertí lo poco consciente y lo descentrado que estaba. Es curioso. De pronto vi que, cuando nos enfrentamos a una crisis o a un trauma, invertimos demasiada atención y energía pensando en lo que no queremos en lugar de en lo que sí queremos. Durante aquellas primeras semanas estuve manifestando esa tendencia a todas horas.
En mitad de la meditación, mientras estaba creando la vida que quería con una columna totalmente reconstruida, advertía de pronto que me había distraído pensando en lo que los traumatólogos me habían dicho varias semanas atrás: que seguramente nunca más volvería a caminar. Mientras intentaba reconstruir mi columna, me descubría estresándome al pensar si debía vender mi consultorio quiropráctico. O cuando estaba repasando mentalmente, paso a paso, que volvía a caminar, me pillaba imaginándome cómo sería pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas, supongo que ya sabes a lo que me refiero.
Cada vez que me distraía y me venía a la cabeza un pensamiento que yo no quería, volvía a empezar y me imaginaba lo que deseaba alcanzar de nuevo. Era una labor tediosa, frustrante y, para serte sincero, una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Pero concluí que la imagen decisiva en la que quería que se fijara el observador que habitaba en mí debía ser clara, impoluta y constante. Para que esa inteligencia realizara lo que yo deseaba —y sabía que era capaz de hacerlo—, debía estar plenamente consciente en todo momento en lugar de distraerme.
Al final, después de estar batallando durante seis semanas conmigo mismo e intentando estar presente con esa conciencia, logré realizar el proceso interior de reconstruir mi columna sin tener que detenerme para volver a empezar. Recuerdo el día que lo conseguí por primera vez: fue como cuando algo te sale por fin redondo. Sabía que me había salido con la mía. La sensación era muy singular. Inconfundible. Y me sentí lleno, satisfecho y completo. Por primera vez estaba realmente relajado y presente en cuerpo y alma. Había dejado de parlotear en mi interior, de analizar, de pensar, de obsesionarme, de intentar alcanzar algo, y sentí una especie de paz y silencio. Fue como si ya no me importara ninguna de las cosas de mi pasado y mi futuro por las que me había estado preocupando tanto.
Y al comprenderlo, el viaje que había emprendido cobró más fuerza todavía, porque cada vez me estaba resultando más fácil crear la visión de lo que yo quería, reconstruyendo mis vértebras. Y lo más importante es que empecé a notar algunos cambios fisiológicos muy significativos. En aquel momento fue cuando comencé a asociar lo que estaba haciendo dentro de mí para crear ese cambio con lo que sucedía fuera de mí, en mi cuerpo. En cuanto lo relacioné presté más atención aún a lo que estaba haciendo y lo realicé una y otra vez con más convicción. Por eso lo hice con alegría e inspiración en lugar de con miedo e inseguridad. Y de pronto fui capaz de acortar la sesión de meditación que me llevaba de dos a tres horas.
Como en esa época disponía de un montón de tiempo empecé a pensar en cómo sería volver a contemplar la puesta de sol desde la orilla del mar o almorzar con mis amigos en un restaurante, y cómo a partir de entonces valoraría todas esas cosas. Me imaginé con todo detalle tomando una ducha y sintiendo el agua deslizarse por mi cara y mi cuello, o sentado simplemente en el retrete, o paseando por la playa de San Diego, sintiendo el viento en mi cara. Eran algunas de las cosas que no había valorado nunca antes del accidente, pero en esos momentos eran muy importantes para mí y dediqué un tiempo a aceptarlas emocionalmente hasta experimentar la sensación de estarlas realizando de nuevo.
En aquella época no sabía lo que estaba haciendo, pero ahora sí lo sé: estaba empezando a pensar en todas esas posibilidades futuras que ya existían en el campo cuántico y aceptando emocionalmente cada una de ellas. Y a medida que elegía ese futuro para mí y lo combinaba con la emoción que sentía al vivirlo, mi cuerpo empezó a creer en el presente que ya lo estaba experimentando. A medida que mi capacidad para observar mi destino deseado mejoraba día a día, mis células empezaron a reorganizarse. Comencé a enviar señales nuevas a genes nuevos y entonces mi cuerpo empezó realmente a mejorar más deprisa.
Lo que estaba aprendiendo es uno de los principios fundamentales de la física cuántica: mente y materia no son dos elementos distintos, y nuestros pensamientos y sentimientos tanto conscientes como inconscientes son los planos que determinan nuestro destino. La tenacidad, la convicción y la concentración para manifestar cualquier posibilidad futura se encuentra en la propia mente y en la mente de los potenciales infinitos del campo cuántico. Estas dos mentes actúan al unísono para materializar cualquier realidad posible. Comprendí que en este sentido todos somos creadores divinos, independientemente de nuestra raza, sexo, cultura, posición social, educación, credo religioso o incluso de los errores cometidos. Por primera vez en mi vida me sentí una persona muy afortunada.
Tomé otras decisiones importantes sobre mi recuperación. Seguí un régimen (lo describo con detalle en Desarrolla tu cerebro), que incluía una dieta saludable, visitas de amigos míos que ejercían la curación energética y un elaborado programa de rehabilitación. Pero en aquella época lo más importante para mí fue entrar en contacto con esa inteligencia que existía en mí y, a través de ella, usar mi mente para curar mi cuerpo.
Nueve semanas y media después del accidente me levanté y volví a llevar mi vida cotidiana habitual sin recurrir a escayolas ni a intervenciones quirúrgicas. Me había recuperado del todo. A las diez semanas empecé a ocuparme de mis pacientes, y a las doce a entrenarme y levantar pesas mientras seguía con mi rehabilitación. Y ahora, casi treinta años después del accidente, puedo sinceramente decir que desde entonces apenas me ha dolido la espalda.
Mi apasionada dedicación a la investigación
Pero aquello no fue el fin de mi aventura. Como es lógico no pude volver a la misma vida que había estado llevando hasta entonces porque yo había cambiado en muchos sentidos. Acababa de percibir una realidad que ninguna de las personas que conocía podía entender. No podía seguir relacionándome con muchos de mis amigos ni seguir llevando la misma vida de siempre. Lo que antes era tan importante para mí ahora ya no me importaba. Y empecé a hacerme preguntas fundamentales como: «¿Quién soy yo?» «¿Qué sentido tiene la vida?» «¿Por qué he venido a este mundo?» «¿Cuál es el propósito de mi vida?» y «¿Qué o quién es Dios?» Al poco tiempo dejé San Diego para mudarme más al norte y acabé abriendo una clínica quiropráctica cerca de Olympia, en el estado de Washington. Pero al principio pasaba la mayor parte de las horas apartado del mundo estudiando espiritualidad.
Con el paso del tiempo me empecé a interesar mucho por las remisiones espontáneas, en las que la gente se curaba de una enfermedad grave o de una dolencia terminal o irreversible sin la ayuda de procedimientos médicos como las intervenciones quirúrgicas o los medicamentos. Mientras me recuperaba, en aquellas noches largas y solitarias en las que no podía pegar ojo hice un trato con esa conciencia y le prometí que si volvía a caminar me pasaría el resto de mi vida estudiando e investigando la conexión entre la mente y el cuerpo, y el concepto del poder de la mente sobre la materia. Y desde entonces eso ha sido lo que me he dedicado a hacer durante casi las tres últimas décadas.
Viajé a distintos países buscando a numerosas personas con enfermedades que tras haber recurrido a la medicina convencional o a la alternativa sin experimentar ninguna mejoría o incluso empeorando, de repente habían mejorado. Empecé a entrevistarlas para descubrir qué similitudes había en sus experiencias y averiguar y documentar qué era lo que les había hecho mejorar, porque mi pasión era unir la ciencia con la espiritualidad. Descubrí que en todos esos casos la mente había desempeñado un papel muy importante.
El científico que había en mí empezó a interesarse en ello y me volví más curioso aún. Retomé las clases en la universidad, me dediqué a estudiar las últimas investigaciones neurocientíficas, y realicé estudios de posgrado especializados en mapeos cerebrales, neuroplasticidad, epigenética y psiconeuroinmunología. Concluí que ahora que ya sabía por qué esas personas habían mejorado y que lo conocía todo sobre la ciencia de cambiar la propia mente (o al menos eso creía), debía ser capaz de aplicar esos conocimientos tanto en las personas enfermas como en las sanas que querían hacer cambios para no solo mejorar su salud, sino también sus relaciones, su carrera profesional, su vida familiar y su existencia en general.
En aquella época me invitaron a formar parte de los 14 científicos e investigadores que participarían en el documental del 2004 ¿¡Y tú qué sabes!? Esa película, que se convirtió en todo un éxito de la noche a la mañana, invitaba a los espectadores a cuestionarse la naturaleza de la realidad y a comprobar en su propia vida si su «observación» funcionaba o, para ser más exactos, si se materializaba. Por todo el mundo se hablaba de la película y de los conceptos que propugnaba. Después de aquel gran éxito, en el 2007 publiqué mi primer libro Desarrolla tu cerebro: la ciencia de cambiar tu mente. Al cabo de un tiempo de haberlo publicado, la gente empezó a preguntarme: «¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo puedo cambiar y crear la vida que quiero?» Esa pregunta se convirtió al poco tiempo en la más habitual.
Así que reuní un equipo y empecé a dar talleres a lo largo y ancho de Estados Unidos y en el extranjero sobre la formación de las conexiones neuronales y cómo reprogramar nuestros pensamientos por medio de los principios neurofisiológicos. Al principio esos talleres consistían sobre todo en compartir esa clase de información. Pero la gente quería aprender más cosas y decidí añadir las meditaciones para sinergizar y complementar la información, ofreciéndoles a los participantes los pasos prácticos para cambiar su mente y su cuerpo, y también como resultado, su vida. Después de dar mis talleres introductorios en distintas partes del mundo, los participantes me preguntaban: «Y ahora ¿qué viene a continuación?» Y empecé a dar otros talleres introductorios de un nivel superior. Tras asistir a ellos, los alumnos me pedían si podía dar otros talleres más avanzados. Eso me sucedía en la mayoría de los lugares donde los impartía.
Yo seguía pensando que eso era todo, que ya les había enseñado todo cuanto sabía, pero como la gente no dejaba de pedirme que les enseñara más cosas, seguí investigando y perfeccioné las presentaciones y las meditaciones. Esos talleres fueron adquiriendo fuerza y además tenían muy buena acogida, los asistentes aprendían a dejar algunos de sus hábitos autodestructivos y a llevar una vida más feliz. Aunque mis colegas y yo solo hubiéramos visto pequeños cambios hasta el momento —ninguno era importante—, a los asistentes les encantaba la información que recibían y querían seguir aplicándola. De modo que seguí yendo a donde me invitaban. Me dije que cuando dejaran de invitarme sabría que mi misión había terminado.
Un año y medio más tarde de dar nuestro primer taller, mi equipo y yo empezamos a recibir varios correos electrónicos de nuestros participantes comentando los cambios positivos que les habían ocurrido al hacer las meditaciones a diario. Les habían comenzado a suceder muchos cambios en su vida y estaban encantados. Las respuestas tan favorables que fuimos recibiendo de la gente a lo largo del año siguiente nos llamaron la atención tanto a mí como a mi equipo. Los participantes de nuestros talleres empezaron a decirnos que no solo habían notado cambios subjetivos en su salud, sino que los parámetros de sus analíticas también habían mejorado. A veces los análisis clínicos incluso llegaban a normalizarse. Esas personas habían logrado reproducir los mismos cambios físicos, mentales y emocionales que yo había estudiado, observado y, por último, descrito en Desarrolla tu cerebro.
Presenciar esa clase de cambios me entusiasmó porque sabía que cualquier cosa que sea repetible acaba convirtiéndose en una ley científica. Muchas personas me enviaban correos encabezados por la misma frase: «No te lo vas a creer…». Y esos cambios no eran casuales.
Aquel mismo año empezaron a ocurrir unos hechos sorprendentes en los dos talleres que di más tarde en Seattle. En el primero, una mujer con esclerosis múltiple (EM) que se desplazaba con un caminador terminó el taller andando sin usarlo. Y en el segundo otra mujer que llevaba diez años sufriendo también esclerosis múltiple, se puso a caminar por la sala afirmando que la parálisis y la insensibilidad de su pie izquierdo habían desaparecido. (En los capítulos siguientes narro la curación de estas mujeres y de otros participantes de mis talleres.) Tras pedírmelo mis alumnos, en el 2010 di un taller más avanzado en Colorado en el que los participantes advirtieron que se empezaron a sentir mejor allí mismo. Se levantaban, tomaban el micrófono y contaban historias muy inspiradoras.
En aquella época también me invitaron a dar un sinnúmero de charlas a empresarios sobre la biología del cambio, la neurociencia del liderazgo y el concepto de cómo al transformarnos a nivel individual se transforma una cultura. Después de dar una charla inaugural en particular a un grupo de empresarios, varios ejecutivos me pidieron que adaptara las ideas para un modelo corporativo de la transformación. De modo que creé un curso de ocho horas de duración concebido para compañías y organizaciones, y tuvo tanto éxito que nos llevó a crear un curso empresarial al que llamamos «La genialidad en 30 días». Me descubrí trabajando con representantes de compañías como Sony Entertainment Network, Gallo Family Vineyards, la compañía de telecomunicaciones WOW! (al principio se llamaba Wide Open West) y muchas otras. Y acabé asesorando en privado a ejecutivos de alta dirección.
Nuestros cursos empresariales tuvieron tanto éxito que empecé a formar a instructores. En la actualidad tenemos más de treinta instructores en activo, entre los que se cuentan antiguos directores ejecutivos, asesores corporativos, psicoterapeutas, abogados, médicos, ingenieros y profesionales con doctorados que viajan por todo el mundo enseñando este modelo de transformación a distintas compañías. (Ahora planeamos empezar a formar a instructores independientes que deseen aplicar este modelo del cambio a sus propios clientes.) En ningún momento se me pasó por la cabeza llegar a vivir esta clase de futuro.
Escribí mi segundo libro Deja de ser tú: la mente crea la realidad, publicado en el 2012, para poner en práctica lo que exponía en Desarrolla tu cerebro. En él además de explicar más cosas sobre la neurociencia del cambio y la epigenética, incluía un programa de cuatro semanas en el que describía paso a paso cómo realizar estos cambios basándome en los talleres que daba en aquella época.
Más tarde impartí otro taller más avanzado en Colorado en el que ocurrieron siete remisiones espontáneas de varias dolencias. Una mujer que solo se alimentaba de lechuga por sus graves alergias alimentarias se curó en aquel fin de semana. Otros asistentes se curaron de la intolerancia al gluten, la enfermedad celíaca, los problemas tiroideos, el dolor crónico intenso y otros trastornos. De pronto empecé a ver cambios importantes en la salud y la vida de los asistentes mientras se aislaban de su realidad habitual para crear otra nueva. Sucedía ante mis propios ojos.
Información sobre la transformación
El taller de Colorado del 2012 fue un momento decisivo en mi carrera porque por fin vi que no solo estaba ayudando a la gente a sentirse mejor, sino que también estaban enviando señales nuevas a nuevos genes allí mismo durante las meditaciones, en tiempo real, de manera importante. Para que alguien que ha estado padeciendo durante años una enfermedad como el lupus se cure en una sesión de meditación de una hora significa que debe haber ocurrido algo importante en su mente y en su cuerpo. Quería descubrir cómo podía registrar esos cambios mientras se daban en los talleres para ver exactamente lo que ocurría.
Así que a principios del 2013 di un novedoso taller en Arizona de cuatro días de duración que llevó a mis seminarios a un nuevo nivel. Se inscribieron más de doscientas personas e invité a él a un equipo de investigadores formado por neurocientíficos, técnicos y físicos cuánticos equipados con instrumentos especializados. Los expertos registraron el campo electromagnético de la sala donde se llevó a cabo para ver si la energía cambiaba a medida que el taller tenía lugar. También registraron el campo energético que irradiaba el cuerpo de los participantes y los centros energéticos de sus cuerpos (llamados también chakras) para ver si estaban influyendo en ellos.
Para reunir estos registros se utilizaron equipos y procedimientos muy sofisticados: electroencefalógrafos para registrar la actividad eléctrica del cerebro, electroencefalogramas cuantitativos (EEGC) para analizar por ordenador los datos de los EEG, la variabilidad del ritmo cardíaco (HRV, del inglés heart rate variability) para documentar las variaciones en los intervalos entre las pulsaciones y la coherencia cardíaca (una medida del ritmo cardíaco que refleja la comunicación entre el corazón y el cerebro), y la visualización por descarga de gas (GDV, del inglés gas discharge visualization) que permite ver los cambios en el campo bioenergético de una persona.
Les escaneamos el cerebro a muchos de los participantes antes y después del taller para poder ver lo que estaba ocurriendo en el mundo interior de su cerebro y también elegimos al azar a otros participantes para intentar registrar cualquier cambio en los patrones cerebrales en tiempo real durante las tres sesiones de meditación diarias que yo dirigía. Fue un gran evento. Una persona con la enfermedad de Parkinson dejó de padecer temblores. Otra con un traumatismo cerebral se curó. Participantes con tumores en el cerebro y el cuerpo descubrieron que estos habían desaparecido. Muchas personas con dolor artrítico sintieron un gran alivio por primera vez en años. Esas curaciones solo fueron algunos de los numerosos cambios profundos que ocurrieron.
Durante este asombroso taller pudimos por fin documentar los cambios objetivos en el campo científico de los registros y documentar los cambios subjetivos narrados por los participantes en cuanto a su salud. No creo que sea una exageración decir que lo que observamos y registramos marcó un hito. Más adelante te mostraré, al compartir algunas de estas historias de personas corrientes haciendo cosas extraordinarias, lo que eres capaz de hacer.
Había concebido este taller para ofrecer a los participantes la información científica y las instrucciones necesarias para aplicarla, así podrían experimentar una gran transformación personal. Al fin y al cabo, la ciencia no es más que el lenguaje contemporáneo del misticismo. Había aprendido que en cuanto empiezas a hablar en el lenguaje de la religión o de la cultura, y a citar la tradición, los participantes se dividen. Pero la ciencia, en cambio, los une y desmitifica lo místico.
Y había descubierto que si enseñaba a los asistentes el modelo científico de la transformación (incluyendo un poco de física cuántica para ayudarles a entender la ciencia de las posibilidades), y lo combinaba con los últimos descubrimientos en el campo de la neurociencia, la neuroendocrinología, la epigenética y la psiconeuroinmunología, y si además les ofrecía las instrucciones adecuadas y la oportunidad para aplicar esta información, experimentarían una transformación. Y si lo hacía en un lugar donde se pudiera registrar dicha transformación en tiempo real, esos registros se convertirían en más información que podría usar para enseñar a los participantes más cosas sobre la transformación que acababan de experimentar. Y con esta información podrían tener otra, y así sucesivamente, hasta que lograran cerrar la brecha entre lo que creen ser y lo que son en realidad —creadores divinos—, para que les resultara más fácil seguir haciéndolo. Llamé a este concepto «información para la transformación» y ahora se ha convertido en mi nueva pasión.
En la actualidad imparto por Internet cursos introductorios de siete horas y también imparto nueve o diez talleres al año de distintos niveles de tres días de duración, y uno o dos talleres avanzados de cinco días, en los que los científicos que he citado acuden con su equipo para registrar los cambios cerebrales, los cambios en la función cardíaca, los cambios de la expresión epigenética y los cambios energéticos en tiempo real. Los resultados son asombrosos y constituyen una parte esencial de este libro.