Prólogo

 

Caminando por aquel desolado paraje invernal fue cuando la vi.

Apareció entre la bruma, del mismo modo que lo hubiera hecho un espectro cualquiera.

Sólo que yo no buscaba un espectro cualquiera. La buscaba a ella. Clamaba su nombre en las largas noches insomnes, caminando sin rumbo, soñando despierto con ella.

Y finalmente ella había hecho caso a mi llamada.

Ella fijó sus grandes ojos ambarinos sobre mí, brillantes y alargados, como los de un felino.

Su rostro de alabastro, tan pálido como la bruma que la envolvía.

Otro hombre habría salido corriendo ante aquella etérea figura fantasmal.

Yo, al contrario, me acerqué a ella con los brazos abiertos.

Era el encuentro que llevaba tantos años añorando.

Su cabello de fuego ondeaba al viento. La nieve se enredaba entre sus mechones de seda, igual como lo haría con una mujer viva. Sus ojos dorados me observaron con cautela. Temí que escapara de mí, como tantas veces me había ocurrido al intentar acercarme. Sin embargo, no podía contenerme. Ella estaba tan cerca, prácticamente a un paso de distancia, sólo con alzar los brazos la tendría a mi alcance.

—Elizabeth… —me escuché musitar. Mi voz sonaba agónica, suplicante—. No te marches otra vez, Elizabeth.

Ella me observó con esos grandes ojos dorados que ahora expresaban confusión… y temor.

Intentó alejarse, pero antes de que yo mismo pudiera reaccionar, mis brazos la asieron, cogiéndola por los hombros y atrayéndola hacia mí. La acuné en el centro de mi pecho, incapaz de dejarla partir esta vez.

—Elizabeth… —musité como un desquiciado. Eso es lo que era. En lo que me había convertido sin ella. Un demente que vagaba de noche por los senderos solitarios en busca de la mujer que una vez había amado. Un loco en busca del espectro de la que una vez fue el amor de mi vida… Y que por siempre lo sería.

Y ahí estaba la prueba de mi demencia. Ahora sostenía a esa misma mujer entre mis brazos, adorándola en silencio, sucumbiendo al llanto como un niño pequeño.

«¿El demonio de Leagrave sabe llorar?» Es lo que se preguntarían las damas de Londres que murmuran en voz baja a mi paso. Un demonio temido, en eso me he convertido sin ella.

—Sin ti, mi Elizabeth… —me encontré murmurando.

Pero ahora la tengo aquí, la tengo entre mis brazos. Está conmigo, y no le permitiré partir ya más.

Si es necesario, nos iremos juntos al más allá, pero no nos volverán a separar…

Sentí la fuerza de unas manos aferrándome por los brazos, intentando alejarme de ella.

Me resistí con toda mi fuerza. No volverían a separarnos. Ni la muerte podría conseguirlo…

Fue cuando noté su rostro cubierto de lágrimas. El terror reflejado en cada una de sus facciones. Y esa mirada… Esa mirada que para siempre me atravesaría el corazón. La mirada que significó mi muerte allí mismo, en ese exacto instante, al percatarme de que ella no me reconocía.

Ella no me reconocía…

Un día esa mujer de cabellos de fuego me amó con todo el corazón. Hoy, esa misma mujer no tenía idea de quién era yo.

 

Fragmento del diario de Albert Clawson.

Londres, Gran Bretaña. 1857