
1
Fuente Calamidades
Dos años después, Rose ya había sido testigo de una generosa cantidad de catástrofes, grandes y pequeñas, en Fuente Calamidades, y había visto a sus padres arreglarlas todas con discreción.
Cuando el viejo señor Rook empezó a padecer sonambulismo y a entrar dormido en los jardines de los vecinos, Purdy le preparó una hornada de Galletitas Dormilonas. Llenó uno de sus enormes boles con harina, azúcar moreno, huevos, nuez moscada y el bostezo de una comadreja (que Albert se había esmerado en conseguir), y el señor Rook nunca más volvió a deambular dormido.
Cuando el gigantesco señor Wadsworth quedó atrapado en el fondo de un pozo del que nadie lograba sacarlo, ni siquiera los bomberos, Albert atrapó la cola de una nube y la metió en uno de los frascos azules. Más tarde Purdy la utilizó para preparar unos Bollitos Esponjosos.
—¡No me parece que sea el momento más apropiado para comer dulces, señora Bliss! —gritó el señor Wadsworth cuando le bajaron la caja de bollitos—. ¡Pero la verdad es que están buenísimos!
Devoró dos docenas y, después de eso, no le costó nada trepar hasta salir del pozo, porque prácticamente flotaba.
Y cuando la señora Rizzle, la cantante de ópera jubilada, se quedó tan afónica que no podía cantar en el ensayo general de Oklahoma! en el Teatro Principal de Fuente Calamidades, Purdy le preparó una Galletita de Jengibre Cantarina. Para ello, Rose tuvo que ir al mercado a por un poco de raíz de jengibre y Albert se ocupó de buscar el canto de un ruiseñor, lo cual tenía que hacerse de noche.
En Alemania.
Normalmente, a Albert no le importaba embarcarse en esa clase de aventuras atrevidas para reunir ingredientes mágicos, excepto cuando tuvo que hacerse con el aguijón de una abeja. Siempre traía a casa un poco más de lo necesario, y esos ingredientes se etiquetaban con cuidado, se almacenaban en los frascos azules y se guardaban bien guardados en la cocina de la Pastelería Bliss, donde nadie, excepto aquel que supiera dónde mirar, los encontraría jamás.
Por lo general a Rose le tocaba ir a buscar los ingredientes más corrientes y menos peligrosos, como huevos, harina, leche, frutos secos. Las únicas emergencias con las que tenía que batallar estaban relacionadas con su hermanita de tres años.
La mañana del 13 de julio, Rose despertó con el repiqueteo de unos boles de metal en las baldosas del suelo de la cocina. Era el tipo de estruendo que habría sacado de quicio a cualquier persona normal, pero Rose se limitó a poner los ojos en blanco.
—¡Rose! —gritó su madre—. ¿Puedes venir a la cocina?
Rose se levantó y bajó las escaleras medio dormida, todavía vestida con su camiseta interior y los shorts de franela.
Daba la casualidad que la cocina de la casa de los Bliss lo era también de la Pastelería Bliss, y sus padres atendían a los clientes desde una soleada sala de estar que daba a una bulliciosa calle de Fuente Calamidades. Donde la mayoría de familias tenían un sofá y un televisor, los Bliss tenían un mostrador cubierto de tartas, una caja registradora y un par de mesas y bancos para los clientes.
Purdy Bliss estaba de pie en el centro de la cocina rodeada de una montaña de boles de metal, pequeños montoncitos de harina, un saco de azúcar volcado y las yemas de color naranja intenso de una docena de huevos. La blanca harina de repostería todavía se arremolinaba en el aire como si fuera humo.
La hermana pequeña de Rose, Leigh Bliss, estaba sentada en el suelo con la cámara Polaroid colgada del cuello y la mejilla embadurnada de huevo crudo. La pequeña hizo una foto del caos y sonrió con picardía.
—Señorita Bliss —comenzó Purdy, dirigiéndose a Leigh—. Te has metido en la cocina y has tirado al suelo todos los ingredientes que necesitábamos esta mañana para preparar las magdalenas de semillas de amapola. Ya sabes que hay gente esperándolas, y ahora no se las podremos servir.
Leigh frunció el ceño, avergonzada, pero enseguida recuperó la sonrisa y salió corriendo de la cocina. Todavía era demasiado pequeña para que los remordimientos le durasen más de un minuto.
Purdy alzó los brazos al aire y rio:
—Tiene suerte de ser tan mona.
Rose miró horrorizada al caos que había en el suelo.
—¿Quieres que te ayude?
—No, ya se lo pediré a tu padre. Pero —continuó Purdy, entregándole una lista garabateada en el dorso de un sobre— ¿podrías ir al pueblo a comprar estos ingredientes? —Miró de nuevo el desorden que había en la cocina—. Es una emergencia, ¿sabes?
—Claro, mamá —dijo Rose, resignándose a su destino como recadera de la familia.
—¡Ay! —exclamó Purdy—. Casi se me olvida. —Se quitó la cadena de plata del cuello y se la entregó a Rose.
De la cadena pendía lo que Rose siempre había pensado que era un amuleto; pero, visto de cerca, no cabía duda de que era una llave de plata con forma de batidora.
—Ve al cerrajero y pídele que te haga una copia de esta llave. Vamos a necesitarla. Esto es muy pero que muy importante, Rosemary.
Rose examinó la llave. Era bonita y delicada, como una araña con las puntas de las patas unidas. Había visto a su madre llevarla como si fuera un amuleto colgada del cuello, pero siempre había supuesto que no era más que otra de sus extrañas joyas; como el broche de mariposa cuyas alas medían más de diez centímetros, o la aguja de sombrero con forma de sombrero.
—Y cuando hayas acabado, puedes ir a comprarte un dónut Stetson. Aunque nunca he entendido por qué te gustan tanto esos dónuts; no son tan buenos como los nuestros.
Lo cierto es que Rose odiaba el sabor de los dónuts Stetson. Eran demasiado amazacotados y dulces, y sabían un poco a jarabe para la tos. ¿Qué más podías esperar de unos dónuts que vendían en un lugar llamado Dónuts Stetson y Reparación de Automóviles? Pero claro, comprar una de esas rosquillas conllevaba la oportunidad de dejar caer setenta y cinco céntimos en la palma de la mano de Devin Stetson.
Devin Stetson era un chico de doce años, aunque parecía mucho mayor. Tenía el cabello rubio rojizo que le caía por encima de los ojos, y además de cantar de tenor en el coro de Fuente Calamidades, sabía reparar la correa del ventilador de un coche.
Siempre que Rose se cruzaba con él por los pasillos de la escuela, esta hallaba una excusa para bajar la mirada a sus zapatos. De hecho, lo máximo que le había dicho en la vida real era «Gracias por el dónut», pero en sueños Rose se había subido a su moto y juntos habían recorrido la orilla del río a toda velocidad, habían disfrutado de un pícnic campestre, leído poesía en voz alta y dejado que la hierba les hiciera cosquillas en la cara. ¡Y hasta se habían besado bajo una farola en otoño! Quizás ese día lograse tachar alguna línea de la lista de cosas que quería hacer en la vida real con Devin Stetson. O quizá no. ¿Qué interés tendría él en una pastelera?
Rose se volvió para ir a vestirse.
—¡Ah! ¡Y una cosa más! —gritó Purdy de nuevo—. Llévate a tu hermano pequeño.
Rose miró más allá del caos de la cocina y a través de la puerta trasera que daba al patio, donde su hermano menor, Sage, brincaba y gritaba con entusiasmo en la gran cama elástica, todavía en pijama.
Rose refunfuñó. Tener que cargar con los ingredientes en el cesto de la bici ya era una lata, pero arrastrar también a Sage de puerta en puerta lo complicaba todo diez veces más.
1. Borzini, Frutos Secos.
½ kg de semillas de amapola
Rose y Sage reclinaron sus bicis en el muro de la tienda de frutos secos y entraron. El establecimiento del señor Borzini no pasaba desapercibido; era el único comercio en Fuente Calamidades que tenía forma de cacahuete.
Sage fue directo hacia un barril que contenía las deliciosas nueces de Macadamia que el señor Borzini importaba de Etiopía. Metió los brazos en el interior y lanzó docenas de nueces al aire. Rose observó a su hermano, quien se cimbreaba como un malabarista nervioso con el fin de atraparlas con la boca antes de que cayeran al suelo.
Con nueve años, Sage ya tenía el aspecto de uno de esos humoristas que hacen monólogos, tal vez por su indómita mata de cabello pelirrojo y rizado, o por sus rollizos mofletes completamente cubiertos de pecas. Sus cejas pelirrojas se cernían sobre los ojos y le otorgaban una apariencia de confusión permanente.
—Sage, ¿por qué haces eso? —preguntó Rose.
—Es que el otro día vi que Ty lo hacía con las palomitas, ¡y las pilló casi todas!
Ty, su hermano mayor, tenía un rostro de esos que conquistan a primera vista, el cabello pelirrojo y ondulado, y los ojos tan grises y salvajes como los de un perro esquimal. Con quince años ya practicaba todos los deportes habidos y por haber; y aunque no siempre era el más alto, siempre era el más guapo. Era exactamente el tipo de chico que, en efecto, era capaz de lanzar al aire un puñado de palomitas y pillarlas todas al vuelo. Lo único que no hacía era dignarse echar una mano en la pastelería. Pero a sus padres no parecía importarles mucho; el encanto de Ty era como un comodín que podía sacarle de cualquier apuro, y con cada año que pasaba su atractivo iba en aumento.
El señor Borzini, que también tenía forma de cacahuete, salió de la trastienda y se tambaleó hacia ellos.
—¡Eh, Rosie! —dijo con una gran sonrisa. Pero enseguida vio las nueces de Macadamia desparramadas por el suelo y su sonrisa se esfumó—. Hola, Sage.
—Necesitamos medio kilo de semillas de amapola —anunció Rose.
—Prrrrronto! —añadió Sage, pronunciando la erre como un italiano y besándose las puntas de los dedos.
El señor Borzini dejó de fruncir el ceño y rio.
—¡Tienes un hermano muy gracioso, Rosie! —comentó, al tiempo que le entregaba las semillas.
Rose le sonrió, deseando que alguien pensara que ella también era graciosa, como Sage; Rose era un tanto sarcástica, pero eso no era lo mismo. Tampoco era una belleza, como Ty, y era demasiado mayor para ser monísima, como Leigh. A ella lo que se le daba bien era preparar pasteles, y eso básicamente significaba que era meticulosa y tenía facilidad para las mates. Pero jamás le habían dicho: «¡Caray! ¡Qué bien se te dan las mates!»
Rose se consideraba una persona normal y corriente que contemplaba discretamente a las estrellas de la función entre bambalinas . ¡Qué se le iba a hacer!
Le dio las gracias al señor Borzini y metió el pesado saco en el cesto de metal que colgaba en la parte delantera de la bici. Luego arrastró a su hermano afuera y los dos reemprendieron la ruta.
—No entiendo por qué tenemos que ir a comprar todo esto nosotros —se quejó Sage mientras subían una colina—. Ha sido culpa de Leigh, así que debería ir a buscarlo ella.
—Sage, Leigh tiene tres años.
—Bueno, y tampoco entiendo por qué tenemos que trabajar en la dichosa pastelería. Si nuestros padres no pueden apañárselas solitos, no tendrían que haber abierto una tienda.
—Ya sabes que tienen que hacerlo; lo llevan en la sangre —repuso Rose, respirando hondo—. Además, este pueblo se iría al traste sin ellos. Todos necesitan nuestros pasteles, tartas y magdalenas. Somos como un servicio público.
Aunque se quejara con frecuencia, en el fondo a Rose le complacía ayudar. Le encantaba el modo en que su madre suspiraba aliviada cuando la veía regresar a casa con los ingredientes correctos, la forma en que su padre la abrazaba cuando la masa de las mantecadas le salía con la textura exacta y que los vecinos se relamieran de felicidad después de probar el primer bocado de sus sabrosos cruasanes de chocolate. Y, sobre todo, le encantaban los diversos resultados que podían conseguir con la mezcla de ingredientes, algunos normales y otros no tanto.
—Quiero pedir una copia de la ley de trabajo infantil, porque estoy bastante seguro de que lo que nos están haciendo es ilegal.
Rose aminoró el ritmo y, cuando Sage la adelantó, se tapó la nariz.
—Tampoco creo que sea legal apestar así.
—¡Yo no apesto! —protestó Sage, pero levantó los brazos al aire para comprobarlo—. Bueno, ¡un poquito sí!
2. Florence la Florista. Una docena de amapolas
Cuando entraron en la floristería, Rose y Sage encontraron a Florence la Florista durmiendo en una cómoda silla en un rincón. Todo el mundo especulaba sobre su edad exacta, pero el consenso en Fuente Calamidades era que no podía tener menos de noventa.
Su tienda parecía más un salón que una floristería: los rayos de sol se filtraban por las cortinas hasta un pequeño sofá, y un gato atigrado y gordo yacía espatarrado cerca de la polvorienta chimenea. Junto a la ventana había una extensa colección de jarrones llenos de todo tipo de flores, y del techo pendían una docena de cestos de los que caían frondosas enredaderas verdes.
Rose apartó una cortina de hiedras y carraspeó.
Florence abrió los ojos muy despacio.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Soy Rosemary Bliss.
—Ya voy —refunfuñó Florence, como si le molestara la perspectiva de tener un cliente—. ¿Y en qué puedo ayudarte? —preguntó, malhumorada. Se levantó y, respirando con dificultad, se arrastró hasta los jarrones que había bajo la ventana.
—Una docena de amapolas, por favor —pidió Rose.
Florence se agachó de mala gana para coger las delicadas flores rojas, pero cuando vio a Sage pareció animarse.
—¿Eres tú, Ty? Estás más bajito.
Sage rio, orgulloso de que alguien lo confundiera con su hermano mayor.
—No, no —dijo—. Soy Sage. Pero todo el mundo dice que nos parecemos mucho.
—Jo, echaré de menos al rompecorazones de Ty cuando se vaya a la universidad —refunfuñó Florence.
Todo el mundo se preguntaba qué haría su guapísimo hermano cuando tuviera la edad para irse de Fuente Calamidades. Parecía tan destinado a marcharse como la propia Rose a quedarse. Y esta se preguntaba si, en el caso de permanecer en el pueblo, acabaría como Florence la Florista, sin nada más que hacer que dormitar en una silla en pleno día esperando que algo extraño y emocionante la sacara de su letargo.
Pero irse del pueblo significaría dejar la pastelería. Y entonces Rose nunca llegaría a saber dónde escondía su madre todos aquellos frascos mágicos. Nunca aprendería a añadir un poco de viento del norte a una tarta glaseada para descongelar el corazón helado de una persona insensible. Y tampoco descubriría cómo lograr la reacción adecuada con unos ojos de rana, magma fundido y levadura en polvo, que —tal como le había explicado su madre— servía para soldar los huesos rotos de forma casi inmediata.
—¿Y tú qué me cuentas, Rosemary? —preguntó Florence mientras envolvía las amapolas en papel marrón—. ¿Alguna novedad interesante? ¿Algún chico en tu vida?
—Estoy demasiado ocupada cuidando de Sage —contestó Rose con demasiada convicción.
Era cierto que no tenía tiempo para salir con chicos, pero de haberlo tenido, lo más seguro es que tampoco lo hubiera hecho. Una cita le parecía algo desconocido y poco sugerente, como el sushi. Le habría encantado subir hasta la cima de la Colina del Gorrión con Devin Stetson y observar el pueblo desde lo alto, con el viento otoñal azotando el aire y haciendo crujir las hojas. Pero eso no era una cita.
De todas maneras, él era la razón por la cual antes de salir de casa esa mañana Rose se había duchado, se había desenredado el cabello negro, que le llegaba hasta los hombros, y se había puesto sus vaqueros preferidos y una blusa azul con la cantidad justa de encaje (muy poca). No se consideraba una chica fea, pero tampoco se veía despampanante. Rose estaba convencida de que si había algo impresionante en ella, lo llevaba escondido en algún lugar de su interior, y no en su rostro.
Su madre parecía estar de acuerdo:
—No eres como las otras chicas —había dicho una vez—. ¡Se te dan muy bien las mates!
Mientras Rose se preguntaba por qué no podía ser ambas cosas (una chica guapa a quien además se le dieran bien los números), ella y Sage salieron de la tienda con las amapolas en la mano.
3. Mercado de Poplar. 1 kg de manzanas reinetas
Un breve trayecto de fuerte pedaleo los llevó hasta el mercado al aire libre de Poplar, que por las mañanas estaba tan abarrotado de gente que los pasillos que separaban las hileras de puestos de frutas y verduras parecían una avenida en pleno atasco.
—¡Necesito manzanas! —gritó Rose, agitando una mano en el aire.
—¡Pasillo tres! —chilló un hombre desde detrás de una mesa sobre la que se amontonaba una pila de melocotones tan alta que no se le veía la cabeza.
Sage detuvo el flujo del tránsito cogiendo dos calabazas gigantes y alzándolas como si fueran pesas.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Me estoy poniendo fuerte, como Ty —resopló Sage, con el rostro al rojo vivo—. Ty y yo vamos a ser atletas profesionales. No pienso quedarme aquí y pasarme el resto de mi vida en la pastelería.
Rose le arrebató las calabazas y las puso de nuevo en su sitio.
—Pero nosotros ayudamos a la gente —le susurró Rose a su hermano—. Somos pasteleros mágicos.
—Y si hacemos magia, ¿dónde están las varitas y los sombreros mágicos? ¿Y dónde está nuestro archienemigo? —objetó Sage—. Acéptalo, hermana: somos simples pasteleros. Mientras tú te quedas aquí haciendo pasteles, Ty y yo estaremos trabajando de modelos en Francia para alguna marca de zapatillas.
Sage se fue pedaleando y Rose se quedó sola sujetando las manzanas, con los brazos temblorosos debido al peso.
4. Cerrajería del señor Kline.
Ya sabes lo que tienes que hacer
En una casucha a las afueras del pueblo, Rose le entregó al señor Kline la delicada llave con forma de batidora. El hombre la examinó a través de sus gafas, tan gruesas como unas magdalenas rellenas.
La cerrajería no tenía ventanas y todo su interior estaba cubierto de una fina capa de polvo gris, como si el señor Kline acabara de llegar de unas largas vacaciones. Rose respiró por la boca; el aire sabía a metal.
—Tardaré al menos una hora —dijo—. Tendrás que volver más tarde.
Sage refunfuñó de forma exagerada, pero a Rose no pareció importarle, más bien todo lo contrario. Daba la casualidad que la cerrajería del señor Kline quedaba al pie de la Colina del Gorrión, en cuya cima se encontraba la tienda de los Stetson.
—Oye, hermanito —dijo—. Subamos hasta lo alto de la colina.
—¡Ni hablar! —repuso Sage—. Esa cuesta es larguísima y hace demasiado calor. Voy a ver si tienen alguna gominola nueva en la tienda de golosinas.
—Va, venga —insistió Rose, agarrándolo del hombro—. Será divertido. Podemos subirnos a la valla del mirador y buscar nuestra casa desde lo alto. Y te compraré un dónut.
—Vale —dijo, alzando un dedo por encima de su cabeza—, ¡pero yo escojo cuál!
5. Dónuts Stetson y Reparación de Automóviles
Cuando llegaron a la cima de la colina, Rose estaba jadeando. La tienda de los Stetson era una modesta casita de hormigón adornada con piezas de coches viejos. En los neumáticos que había en el suelo crecían pensamientos, y sobre el dintel de la entrada había un guardabarros del que pendía un letrero en el que ponía: DÓNUTS.
Rose se apartó el cabello, que se le había quedado pegado a la frente por el sudor. Estaba temblando. Rose era de las que no temían a las arañas, ni a las motos de cross, ni a quemarse los dedos con un horno caliente; cosas que, de hecho, formaban parte de su día a día. Pero estar en la misma habitación que el chico que le gustaba..., eso sí la aterraba.
No obstante, mientras se armaba de valor para cruzar la puerta y entrar en la tienda, Devin Stetson pasó junto a ella con su ciclomotor y salió escopeteado colina abajo. Por lo visto su padre le había dado la mañana libre.
A Rose se le revolvió el estómago, una sensación semejante a la que se siente cuando uno se eleva demasiado en un columpio y parece que el estómago se queda atrás, sacudiéndose como un pez en la cubierta de un barco.
Rose se quedó observando al chico mientras este se alejaba y por un momento habría jurado que durante una fracción de segundo se había dado la vuelta y la había mirado.
Sage ya había llegado al mirador y había trepado a la segunda barra de la valla.
—¡Anda, Rose! ¡Mira!
La muchacha volvió a la realidad y corrió hasta Sage para ver de qué hablaba: una caravana de coches de policía estaba recorriendo la sinuosa carretera que atravesaba el pueblo. Desde la cima de la Colina del Gorrión, Fuente Calamidades parecía una pintura, y los coches de color blanco y azul la iban rajando de punta a punta como cuchillos.
—¿Adónde van? —preguntó Sage, sorprendentemente tranquilo.
—Oh, oh... —dijo Rose, entrecerrando los ojos—. Creo que van a la pastelería.