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Llegué a la casa de mi víctima, en el Upper East Side, antes que él. Lo había seguido hasta allí en numerosas ocasiones. Conocía sus costumbres. Los sirvientes se alojaban en la planta inferior y en la superior, aunque no creo que supieran quién era él. Su estilo era semejante al de un vampiro. El segundo piso de la casa estaba ocupado por un sinfín de habitaciones, cerradas a cal y canto como una prisión, a las que él accedía por una entrada trasera.
Mi víctima no descendía nunca del coche delante de su casa, sino en Madison, daba un rodeo a la manzana y entraba por la puerta trasera del edificio. A veces se apeaba en la Quinta Avenida. Utilizaba dos rutas, y parte de los terrenos circundantes era de su propiedad. Pero nadie, ni siquiera quienes le perseguían, sabía que tenía una casa allí.
Yo no estaba seguro de que su hija, Dora, conociera la ubicación exacta de la casa. Su padre no la había llevado allí ni una sola vez en todos los meses en que yo lo había estado vigilando, relamiéndome al pensar en el festín que iba a darme. Tampoco había captado en la mente de Dora una imagen precisa de la casa.
Sin embargo, Dora conocía la existencia de su colección de obras de arte. Tiempo atrás no había tenido inconveniente en aceptar sus regalos. Algunos de ellos los conservaba en el abandonado convento de Nueva Orleans. Yo había intuido la presencia de dos de esas maravillosas piezas la noche en que la había seguido hasta allí. Mi víctima seguía lamentándose de que Dora hubiera rechazado su último regalo. Un objeto sagrado, según deduje.
No tuve ninguna dificultad para entrar en el apartamento.
En realidad, no se trataba exactamente de un apartamento, aunque incluía un pequeño lavabo, sucio debido al estado de abandono, y una serie de habitaciones atestadas de baúles, estatuas, figuras de bronce y montones de cachivaches entre los que, sin duda, se escondían tesoros de incalculable valor.
Me producía una extraña sensación el hecho de estar dentro, oculto en una pequeña habitación trasera, pues antes sólo había contemplado el interior a través de las ventanas. Hacía mucho frío. Cuando llegara mi víctima, instauraría el calor y la luz con el mero gesto de pulsar unos botones.
Presentí que él se encontraba todavía en Madison debido a un atasco, y decidí explorar la casa.
Al salir de la habitación y toparme con la estatua de mármol de un ángel me sobresalté. Era uno de esos ángeles que solían hallarse junto a las puertas de las iglesias, ofreciendo agua bendita en una concha. Yo los había visto en Europa y Nueva Orleans.
Se trataba de una estatua gigantesca, y su cruel perfil contemplaba ciegamente las sombras. Al fondo del pasillo se reflejaba la luz de la bulliciosa calle que daba a la Quinta Avenida. A través de los muros se filtraba el ruido del tráfico de Nueva York.
El ángel estaba de pie, ligeramente inclinado hacia delante, como si acabara de descender del cielo para ofrecer agua bendita a los fieles. Le propiné una suave palmada en la rodilla y pasé de largo. No me gustaba su aspecto. Noté un olor a pergamino y diversas clases de metal. La habitación que había frente a mí estaba llena de iconos rusos. Las paredes aparecían literalmente cubiertas de ellos y la luz se reflejaba en los halos de las vírgenes de mirada triste y en las imágenes de Jesús.
Al entrar en otra habitación vi numerosos crucifijos. Algunos de ellos poseían un inconfundible estilo español, otros un estilo barroco italiano, y unos cuantos muy primitivos y raros, representaban a un Cristo grotesco y desproporcionado, clavado en la tosca cruz y mostrando una expresión de indecible sufrimiento.
De pronto comprendí que todas las obras de arte que había allí eran religiosas. Claro que, bien pensado, buena parte de las obras de arte que se crearon con anterioridad a nuestro siglo son eminentemente religiosas.
El apartamento carecía de vida.
Apestaba a insecticida. Lógicamente, mi víctima había saturado el lugar de insecticida para preservar sus estatuas de madera. No oí ni percibí un olor a ratas, ni detecté la presencia de ningún ser vivo. El piso inferior estaba desierto, aunque sus ocupantes habían dejado una pequeña radio encendida en el baño, que emitía en esos momentos un boletín informativo.
Resultaba muy fácil eliminar aquel pequeño sonido. Los pisos superiores estaban ocupados por unos mortales de edad muy avanzada. Vi a un anciano sentado que llevaba unos pequeños auriculares en los oídos y se balanceaba al compás de una esotérica música alemana, Wagner, mientras unos desgraciados amantes se lamentaban del «odioso amanecer», o algo parecido, entonando un reiterativo y estúpido canto pagano. El tema me ponía enfermo. Había otra persona allí arriba, una mujer, pero era tan vieja y débil que su presencia no me preocupó. Sólo capté una imagen de ella, sentada mientras cosía o hacía punto.
Nada de aquello me importaba en la medida suficiente como para intentar concentrarme en ello. Me sentía seguro en el apartamento, y mi víctima no tardaría en aparecer, para llenar esas habitaciones con el perfume de su sangre. Yo procuraría no partirle el pescuezo antes de haberle chupado hasta la última gota. Sí, ésta era la noche.
Dora no se enteraría hasta la mañana siguiente, cuando regresara a casa. ¿Quién iba a saber que yo había dejado el cadáver de su padre allí?
Acto seguido entré en el cuarto de estar. Era una estancia relativamente limpia, donde mi víctima descansaba, leía, estudiaba y acariciaba sus preciados objetos. Estaba amueblada con unos cómodos sofás repletos de cojines y unas lámparas halógenas de hierro negro tan delicadas, ligeras, modernas y fáciles de manipular que parecían unos insectos que se hubieran posado sobre las mesas y el suelo, e incluso sobre algunas cajas de cartón.
El cenicero de cristal estaba lleno de colillas, confirmándose que mi víctima prefería la seguridad a la limpieza. Había copas de licor sobre las mesas cuyo contenido se había secado hacía tiempo, dejando un poso reluciente como la laca.
Las ventanas estaban cubiertas por unos deslucidos visillos, a través de los cuales se filtraba una luz sucia y huidiza.
En la habitación había también unas estatuas de santos: un pálido y emotivo san Antonio que sostenía en brazos a un niño Jesús regordete; una corpulenta y remota Virgen, obviamente de procedencia latinoamericana, y un monstruoso ser angélico de granito negro, más parecido a un demonio mesopotámico que a un ángel, cuyos detalles ni siquiera unos ojos tan perspicaces como los míos conseguirían captar en la penumbra.
Durante unos segundos ese monstruo de granito hizo que me estremeciera. Se parecía a... no, eran sus alas las que me recordaron al horripilante ser que había visto, esa cosa que me perseguía implacablemente.
Pero no oí pasos. El tejido del mundo no se desgarró. Era una estatua de granito, simplemente, una grotesca figura ornamental que tal vez procediera de una siniestra iglesia repleta de imágenes del cielo y el infierno.
En las mesas aparecían numerosos libros. ¡De modo que a mi víctima le gustaban los libros! Algunos eran tomos muy antiguos, de pergamino, pero también había libros modernos, obras de filosofía y religión, temas actuales, memorias escritas por conocidos corresponsales de guerra, así como algunos volúmenes de poesía.
Mircea Eliade, la historia de las religiones en varios volúmenes, un regalo muy adecuado para Dora, pensé yo, y un libro que se había publicado recientemente, Historia de Dios, escrito por una mujer llamada Karen Armstrong; también había una obra sobre el significado de la vida, Comprender el presente, de Bryan Appleyard. Unos mamotretos muy entretenidos. El tipo de libros que me gustan. Estaban manoseados, lo que indicaba que habían sido leídos, e impregnados del olor de él, no de Dora.
Por lo visto, mi víctima pasaba más tiempo allí de lo que había imaginado.
Escruté las sombras, los objetos, y aspiré el olor que exhalaba la estancia. Sí, mi víctima acudía aquí con frecuencia acompañado de otra persona, y esa persona... había muerto aquí. No me había dado cuenta de esa circunstancia, que añadía emoción al asunto. De modo que el narcotraficante, el asesino, había hecho el amor con un joven en aquel apartamento que no siempre había presentado este aspecto de desorden y abandono. De pronto empecé a percibir una serie de flashes, más que imágenes unas sensaciones muy intensas que me abrumaron. Esa muerte había sucedido hacía poco tiempo.
De haberme cruzado con el padre de Dora en esa época, cuando su amigo estaba a punto de morir, no lo hubiera elegido como víctima. Pero tenía un aspecto tan llamativo...
De pronto lo oí subir por la escalera trasera, una escalera secreta, con cautela, la mano apoyada en la culata de la pistola que ocultaba debajo de la chaqueta, en plan hollywoodiense. No era un tipo excesivamente previsible, pero ya se sabe que los traficantes de cocaína suelen ser unos excéntricos.
Cuando llegó a la puerta trasera y comprobó que alguien la había forzado, se puso furioso. Yo me escondí en un rincón, frente a la imponente estatua de granito, entre dos santos cubiertos de polvo. La habitación estaba en penumbra, por lo que mi víctima tendría que encender una de las pequeñas lámparas halógenas, cuya luz no alcanzaba a iluminar el rincón donde me había ocultado.
Mi víctima se detuvo, en un intento de percibir algún ruido, presintiendo mi presencia. Le indignaba que alguien hubiera forzado la puerta de su casa. Estaba rabioso y decidido a investigar por su cuenta lo sucedido. Incluso escenificó mentalmente un breve proceso judicial: no, era imposible que alguien conociera la existencia de aquel lugar, decidió el juez. Maldita sea, pensó furioso, debía tratarse de un vulgar ladrón.
Sacó la pistola y empezó a explorar todas las habitaciones de la casa, sin olvidar algunas que yo me había saltado. Le oí encender las luces y vi el resplandor en el pasillo mientras recorría el apartamento de punta a punta.
¿Cómo podía estar segura mi víctima de que no había nadie en la casa? Podía haber entrado cualquier intruso. Yo sabía que no había nadie. Pero ¿por qué estaba ella tan segura? Quizás era justamente eso lo que le había permitido sobrevivir, esa curiosa mezcla de creatividad e imprudencia.
Al fin se produjo el delicioso momento que yo anhelaba. Mi víctima llegó a la conclusión de que se hallaba sola.
Entró en la sala de estar, de espaldas al pasillo, y examinó detenidamente la estancia, pero no me vio. Acto seguido enfundó de nuevo la pistola de nueve milímetros y se quitó los guantes lentamente.
Había suficiente luz para permitir recrearme en los adorables rasgos de mi víctima.
El cabello suave y negro, un rostro asiático que no podía identificar claramente como hindú, japonés o gitano; incluso podría ser italiano o griego; los astutos ojos negros y la perfecta simetría de su osamenta, uno de los pocos rasgos que había heredado su hija Dora. Ella tenía la tez clara, probablemente como su madre. Su padre, en cambio, era de piel color caramelo, mi preferido.
De pronto mi víctima se volvió de espaldas a mí y clavó la vista en algo que sin duda lo había alarmado. En cualquier caso, no tenía nada que ver conmigo. Yo no había tocado nada. Pero su inquietud había erigido una barrera entre mi mente y la suya, pues ya no pensaba de forma ordenada y racional.
Era muy alto, de porte erguido. Vestía una chaqueta deportiva y calzaba unos elegantes zapatos ingleses, hechos a mano en Savile Row. Al apartarse bruscamente comprendí, por las confusas imágenes que logré captar, que era la estatua negra de granito lo que le había sobresaltado.
Estaba claro. Mi víctima no sabía qué era aquel objeto ni cómo había llegado hasta allí. Se acercó con cautela, como temiendo que hubiera alguien oculto tras la estatua. Luego se volvió precipitadamente y sacó la pistola.
Se le ocurrieron varias posibilidades. Conocía a un marchante lo suficientemente torpe para llevarle la estatua y dejar la puerta abierta, pero lógicamente le habría avisado antes de presentarse en su casa.
¿Cúal era la procedencia de ese objeto? ¿Mesopotamia, Asiria? De pronto mi víctima olvidó todas las consideraciones de orden práctico y extendió la mano para tocar la estatua. Era perfecta. Se había enamorado de ella y se estaba comportando de forma estúpida.
No se le ocurrió la posibilidad de que hubiera un enemigo oculto en la habitación. Aunque, bien mirado, ¿qué motivo tendría un gángster o un investigador federal para regalarle un objeto como aquél?
El caso era que estaba entusiasmado con aquella nueva adquisición. Yo no podía distinguir la estatua con claridad. De haberme quitado las gafas violetas la habría visto con más detalle, pero no me atrevía a moverme. No quería perderme el espectáculo, la adoración con que mi víctima contemplaba la estatua. Sentí su deseo de poseerla, de conservarla en el apartamento, esa pasión que había hecho que me sintiera atraído hacia él.
Mi víctima sólo pensaba en la estatua, en el exquisito trabajo artesano, en que era una obra reciente, no antigua, por motivos estilísticos obvios, tal vez del siglo diecisiete; una perfecta representación de un ángel caído.
Un ángel caído. Mi víctima se hallaba tan embelesada que por un instante pensé que iba a alzarse de puntillas para besar la estatua. Pasó la mano izquierda por el rostro y el cabello de granito. ¡Maldita sea! La penumbra me impedía distinguir la figura con claridad. ¿Por qué no se encendían las luces de la habitación? Claro que él estaba junto a ella, mientras que yo me encontraba a seis metros de distancia, encajonado entre dos santos, sin una buena perspectiva.
Al fin, se volvió y encendió una de las lámparas halógenas, semejante a una mantis religiosa. Luego movió el delgado brazo de metal negro para que la luz incidiera sobre el rostro de la estatua, y entonces pude observar los perfiles de mi víctima y de la estatua con total nitidez.
Mi víctima emitió unos pequeños gemidos de gozo. La estatua era una pieza única. Se había olvidado del marchante, de la puerta trasera, del posible peligro que corría. Enfundó la pistola de nuevo, distraídamente, y se puso de puntillas para examinar en detalle la asombrosa figura tallada. Poseía alas, efectivamente, no como las de los reptiles, sino de plumas. Un rostro clásico, robusto, con la nariz larga, la barbilla... No obstante, el perfil expresaba ferocidad. ¿Y por qué era negra? Quizá se trataba de san Miguel arrojando enfurecido a los diablos al infierno. No, tenía el cabello demasiado tupido y enmarañado. Iba cubierto con una armadura, un peto... De pronto me fijé en un detalle muy revelador: la estatua tenía las patas de un macho cabrío. Era el diablo.
Sentí de nuevo un escalofrío. Era como el ser que había contemplado. Pero eso resultaba absurdo. No tenía la sensación de que mi perseguidor me estuviera acechando. No me sentía desorientado ni asustado. Tan sólo había sido un leve estremecimiento.
Permanecí inmóvil. Tómate tu tiempo, pensé. Mide bien tus pasos. Tienes a tu víctima, y esa estatua no es más que un detalle fortuito que viene a añadir emoción al asunto. Mi víctima encendió otra lámpara halógena y la enfocó hacia la estatua. Mientras la examinaba con un interés casi erótico, no pude por menos que sonreír. Yo también observaba de forma erótica a ese hombre de cuarenta y siete años que poseía la salud de un joven y la mentalidad de un criminal. Retrocedió unos pasos, olvidándose de cualquier posible amenaza, y contempló su nueva adquisición. ¿De dónde provenía? ¿A quién pertenecía? El precio le tenía sin cuidado. Si Dora... No, a Dora no le gustaría ese objeto. Dora. Dora, que esa noche le había herido profundamente al rechazar su regalo.
Su actitud cambió entonces por completo; no deseaba pensar en Dora ni en las cosas que ésta le había dicho: que debía renunciar a sus negocios, que jamás volvería a aceptar un centavo suyo para la iglesia, que no podía evitar quererlo y sufriría si lo detenían y juzgaban, que no quería aquel velo.
¿Qué velo? Su padre había insistido en que se trataba de una imitación, la mejor que había descubierto hasta entonces. ¿Un velo? De golpe relacioné ese importante dato que acababa de recordar con un objeto que colgaba en la pared que tenía frente a mí, un pedazo de tela enmarcado que ostentaba el rostro de Cristo. Un velo. El velo de Verónica.
Hacía escasamente una hora que mi víctima le había dicho a su hija:
—Es del siglo trece, una maravilla. Te ruego que lo aceptes. ¿A quién voy a legar estos objetos si no es a ti?
De modo que el regalo que le había ofrecido era ese velo.
—No aceptaré más regalos de ti, papá, ya te lo he dicho. Me niego rotundamente.
Su padre había tratado de convencerla haciéndole ver que podían exponer ese valioso objeto religioso, al igual que todas las reliquias que él poseía, a fin de recaudar dinero para su iglesia.
Dora se había echado a llorar. Todo aquello había sucedido en el hotel, mientras David y yo estábamos sentados en el bar, a pocos metros de ellos.
—Supongamos que esos cabrones consiguen arrestarme por una nimiedad, por algo que yo no había previsto. ¿Vas a decirme que te niegas a aceptar estos objetos? ¿Que dejarás que vayan a parar a manos de unos extraños?
—Son robados, Roger —había replicado Dora—. Están manchados.
Mi víctima no alcanzaba a comprender a su hija. Por lo que recordaba, se había dedicado a robar desde niño. Nueva Orleans; la pensión, la curiosa mezcla de pobreza y elegancia, su madre, que estaba casi siempre borracha; el viejo capitán que regentaba la tienda de antigüedades. De golpe acudieron a su mente esos viejos recuerdos. El capitán ocupaba las habitaciones delanteras de la casa, y él, mi víctima, le llevaba cada mañana la bandeja del desayuno, antes de ir a la escuela. La pensión, el servicio, los distinguidos ancianos, la avenida de St. Charles. Al atardecer los hombres se sentaban en las galerías, junto a las ancianas, tocadas con unos curiosos sombreros. Una época que ya no volvería.
Mi víctima se hallaba inmersa en sus pensamientos. No, a Dora no le gustaría la estatua. De pronto pensó que quizá tampoco a él le acabara de convencer. Sostenía unos principios que a veces le costaba explicar a los demás. Como si quisiera justificarse ante el marchante que le había llevado este objeto, se dijo: «Es precioso, sí, pero resulta demasiado barroco. Le falta ese elemento de distorsión que tanto me gusta.»
Yo sonreí. Me encantaba la mentalidad de ese individuo. Y el olor a sangre, por supuesto. Aspiré profundamente, tratando de captarlo, como un depredador salvaje. Despacio, Lestat. Llevas meses esperando este momento. No te precipites. Este tipo es un monstruo. Ha matado a gente de un tiro en la cabeza, o de una puñalada. Un día, en una pequeña tienda de ultramarinos, mató a tiros a un enemigo suyo y a la esposa del propietario con la más absoluta frialdad; la mujer le estorbaba. Luego salió de la tienda tan tranquilo. Sucedió en Nueva York, al comienzo de su carrera de narcotraficante, antes de Miami y Suramérica. Él recordaba perfectamente aquel asesinato, y por eso yo estaba enterado de ello.
Él pensaba con frecuencia en los asesinatos que había cometido, de ahí que yo estuviera al corriente.
Examinó las pezuñas de la estatua de ese ángel, ese diablo, ese demonio. Me di cuenta de que sus alas alcanzaban el techo. Sentí de nuevo un ligero escalofrío, pero estaba pisando terreno firme y en la habitación no había ningún elemento que procediera de un ámbito sobrenatural.
Mi víctima se quitó la chaqueta y se quedó en mangas de camisa. Aquello era demasiado. Al desabrocharse la camisa observé la piel de su cuello, el punto estratégico que se localizaba justo debajo de la oreja, ese espacio entre el cogote y el lóbulo de la oreja, que tanto tiene que ver con la belleza masculina.
No fui yo quien determinó la relevancia del cuello. Todo el mundo conoce el significado de esas proporciones. El físico de ese hombre me gustaba, pero lo más importante era su mente. Al diablo con su belleza asiática y su ostentosa vanidad. Era su mente lo que me atraía, una mente que en aquellos momentos estaba obsesionada con la estatua, hasta el punto de olvidarse durante unos instantes de Dora.
Encendió otra lámpara halógena, la agarró por la parte superior, sin temor a quemarse, y la orientó hacia una de las alas del demonio, permitiéndome así apreciar su perfección, el elaborado detallismo barroco. No, mi víctima no se dedicaba a coleccionar este tipo de objetos. Le gustaba lo grotesco, y esa estatua era grotesca sólo de modo circunstancial. Era horrible. Mostraba una feroz mata de pelo, una expresión iracunda, como las que describe William Blake, y unos ojos redondos y enormes que observaban con odio.
—¡Blake, sí! —exclamó de forma inesperada el padre de Dora—. Blake. Esa cosa parece un boceto de Blake.
De pronto advertí que me estaba mirando. Yo había proyectado ese pensamiento distraídamente, y él lo había captado. Al comprobar que me miraba sentí una especie de descarga eléctrica. Quizá fueran mis gafas, en las cuales se reflejaba la luz, lo que había captado su atención, o puede que fuera mi pelo.
Salí despacio de mi escondite, sin levantar los brazos. No quería que hiciera algo tan vulgar como sacar la pistola. Él no se movió, sino que me miró estupefacto, deslumbrado por la luz de la lámpara halógena, que proyectaba la sombra del ala del ángel sobre el techo. Avancé un paso.
Mi víctima no dijo ni una palabra. Estaba asustada o, mejor dicho, alarmada. Aún más: temía que ésa fuera su última confrontación. Alguien había conseguido colarse en su casa y era demasiado tarde para sacar la pistola o intentar algo parecido. Sin embargo, mi presencia no le inspiraba pavor.
Enseguida se dio cuenta de que yo no era humano.
Me acerqué a él con rapidez y le cogí la cara entre las manos. Él se puso a temblar y a sudar, naturalmente, pero me arrancó las gafas y las arrojó al suelo.
—¡Es maravilloso estar al fin junto a ti! —murmuré.
Él no consiguió articular palabra. Ningún mortal en su situación habría sido capaz de pronunciar más que una oración, y él no conocía ninguna. Me miró a los ojos y me analizó lentamente, sin atreverse a mover una pestaña, mientras yo sujetaba su lívido y frío rostro. Sí, sabía que yo no era humano.
Su reacción me extrañó. Por supuesto, no era la primera vez que un mortal me reconocía, había sucedido en diversos países del mundo; pero ese reconocimiento iba siempre acompañado de una oración, de una mirada enloquecida, de una desesperada reacción atávica. Incluso en la vieja Europa, donde creían en Nosferatu, gritaban una oración antes de que les clavara los colmillos.
Pero él me observaba con su ridícula arrogancia criminal.
—¿Vas a morir como viviste? —murmuré.
De pronto un pensamiento le hizo reaccionar: Dora. Empezó a forcejear en un intento desesperado de sujetarme las manos, que lo mantenían atenazado, mientras se agitaba de forma convulsiva. Pero fue inútil.
Súbitamente me invadió un inexplicable sentimiento de compasión. No le atormentes de ese modo. Sabe demasiado. Comprende demasiadas cosas. Has pasado meses vigilándole, no tienes por qué prolongar su agonía. Aunque, por otro lado, no tropezarás fácilmente con otra víctima como ésta.
Al fin, mi apetito superó todo razonamiento. Apoyé la frente en su cuello mientras lo sujetaba por la parte posterior de la cabeza, dejando que sintiera el roce de mi pelo, y escuché su respiración entrecortada; entonces bebí con avidez.
Lo tenía atrapado. Le había abierto la vena. Pude verlos, a él y al viejo capitán, en la sala de estar mientras el tranvía pasaba traqueteando frente a la pensión. El joven le decía al viejo capitán: «Si vuelves a mostrármelo o me pides que te lo toque, te juro que no volveré a acercarme a ti.» Entonces el viejo capitán juró que no volvería a hacerlo. El viejo capitán lo llevaba al cine, y a cenar al Monteleone, y en avión a Atlanta, tras jurar repetidamente que no lo volvería a hacer. «Sólo te pido que me dejes estar cerca de ti, hijo, no volveré a hacerlo, te lo juro.» Su madre, borracha, lo observaba desde la puerta mientras se cepillaba el pelo. «No creas que me engañas, sé lo que hacéis ese viejo y tú. ¿Ha sido él quien te ha comprado esta ropa? ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pasa?» Después vio a Terry, una chica rubia con un balazo en el rostro, caer al suelo. El quinto asesinato, y tenías que ser tú, Terry, precisamente tú. Él y Dora iban en la furgoneta, y Dora lo sabía. Dora sólo tenía seis años, pero lo sabía. Sabía que él había matado a su madre, a Terry. Pero jamás habían cruzado una palabra sobre aquello. El cuerpo de Terry metido en una bolsa de plástico. Dios, una bolsa de plástico. «Mamá se ha marchado», dijo él, aunque Dora no le había hecho ninguna pregunta. Seis añitos, pero lo sabía. «¿Crees que dejaré que me quites a mi hija? —había gritado Terry—. ¡Eres un hijo de puta! Esta noche me marcho con Jake y me llevo a la niña.» ¡Bang! «Estás muerta, cariño. No te aguanto más.» Terry yacía en el suelo como un pelele, la típica chica mona y llamativa, de uñas ovaladas pintadas con esmalte rosa, labios en carmín fresco y jugoso y cabello rubio teñido, pantalones cortos de color rosa y muslos delgados.
Aquella noche él y Dora partieron en la furgoneta, sin decir una palabra.
Pero ¿qué haces? ¡Me estás matando! ¡Me estás robando la sangre, no el alma, ladrón...! ¡Dios mío!
—¿Me hablas a mí? —pregunté, apartándome bruscamente, con los labios chorreando sangre. ¡Se dirigía a mí! Volví a clavarle los colmillos y esta vez le partí el cuello, pero no conseguí silenciarlo.
Sí, a ti. ¿Quién eres? ¿Por qué me chupas la sangre? ¡Dímelo, maldito seas!
Le partí los huesos de los brazos, le disloqué el hombro, sorbí hasta la última gota de sangre. Metí la lengua en la herida, ávido de más sangre...
¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Estaba muerto. Lo dejé caer al suelo y retrocedí unos pasos. ¡Era increíble! No había cesado de hablar mientras lo mataba, de preguntarme quién era yo.
—No dejas de sorprenderme —murmuré.
Sacudí la cabeza para despejarme. Me sentía saciado, repleto de sangre. La paladeé unos minutos. Sentí deseos de levantar su cuerpo del suelo y morderle las muñecas para sorber las últimas gotas, pero habría sido una ordinariez, y además no deseaba tocarlo de nuevo. Tragué el último sorbo de sangre que tenía en la boca y me pasé la lengua por los dientes. Él y Dora en la furgoneta, una niña de seis años: «Mamá ha muerto de un tiro en la cabeza y a partir de ahora estaré siempre con papá.»
—¡Fue el quinto asesinato! —me había dicho en voz alta, lo había oído con toda claridad—. ¿Quién eres?
—¡Como te atreves a dirigirte a mí, cabrón! —exclamé, mirando su cuerpo tendido en el suelo.
Sentí palpitar la sangre en las yemas de mis dedos y descender por mis piernas. Cerré los ojos y pensé: «Merece la pena vivir para gozar de un instante como éste, para experimentar esta sensación.» De pronto recordé sus palabras, el comentario que le había hecho a Dora en el bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.»
—¡Muérete de una vez! —murmuré. Deseaba sentir la sangre fluyendo a través de mi cuerpo, pero estaba harto de él. Seis meses era tiempo más que suficiente para un idilio entre un vampiro y un ser humano.
De pronto alcé la vista y comprobé que la figura negra no era una estatua. Me estaba mirando. Estaba viva, respiraba y me observaba con sus feroces ojos negros.
—No, es imposible —dije en voz alta, tratando de sumirme en la profunda calma que a veces me produce el peligro—. Es imposible.
Propiné una pequeña patada al cadáver de mi víctima para asegurarme de que seguía ahí, de que no me había vuelto loco, temeroso de acabar desorientado como en otras ocasiones. Luego grité.
Me puse a chillar como un niño y salí huyendo de la habitación.
Atravesé corriendo el pasillo y salí por la puerta trasera. Había anochecido.
Trepé por los tejados y luego, extenuado, me metí en un estrecho callejón y me tumbé en el suelo a descansar. No, aquella visión no era cierta. Era una imagen que había proyectado mi víctima y me la había transmitido en el momento de expirar para vengarse de mí, haciendo que aquella estatua negra y alada, aquella figura con patas de macho cabrío, cobrara vida...
—Eso debió de ser —dije.
Me limpié los labios. Me hallaba tendido sobre la sucia nieve y había otros mortales en aquel callejón. No nos molestes. No os preocupéis, no os molestaré.
—Sí, quiso vengarse de mí —murmuré en voz alta—, por separarlo de sus tesoros, y me arrojó eso a la cara. Él sabía lo que yo era. Sabía que...
Además, el ser que me perseguía nunca se había mostrado tan sosegado, tan reflexivo. Siempre aparecía en medio de una intensa y apestosa humareda, y aquellas voces... No, esa figura era simplemente una estatua.
Me levanté, furioso conmigo mismo por haber huido, por haberme perdido el último golpe de efecto en aquel asunto. Estaba tan rabioso que pensé en regresar a casa de mi víctima y propinar una serie de patadas al cadáver y a la estatua, la cual sin duda se habría convertido de nuevo en granito al cesar por completo la actividad cerebral de mi víctima.
Le había partido los brazos y los hombros. Era como si mi víctima, reducida a una masa sanguinolenta, hubiera aprovechado sus últimas fuerzas para invocar a aquel espíritu maléfico.
Dora se enterará de cómo murió su padre, con los brazos, los hombros y el cuello destrozados.
Doblé hacia la Quinta Avenida y eché a andar con el viento de frente.
Metí las manos en los bolsillos del blazer azul marino, demasiado ligero para protegerme de la nieve, y seguí caminando durante horas.
—De acuerdo, sabías lo que yo era y durante unos instantes hiciste que esa estatua cobrara vida.
Me detuve en seco y contemplé, más allá del tráfico, los oscuros árboles coronados de nieve de Central Park.
—Si todo esto guarda algún tipo de relación ven a por mí —dije, dirigiéndome no a mi víctima ni a la estatua, sino a mi perseguidor. Me negaba a dejarme intimidar por él. Me había vuelto completamente loco.
¿Dónde estaba David? ¿Cazando? ¿Había salido de caza como solía hacer cuando era un ser mortal en las selvas de la India? Yo lo había convertido en el perpetuo cazador de sus hermanos.
Decidí regresar de inmediato al apartamento, examinar la maldita estatua y convencerme de una vez por todas de que era totalmente inanimada. Luego haría lo que debía hacer por Dora, desembarazarme del cadáver de su padre.
Tardé unos pocos minutos en llegar a la casa, subir la estrecha y oscura escalera posterior y entrar en el apartamento. Más que atemorizado, me sentía furioso, humillado y, al mismo tiempo, curiosamente excitado, como suelo sentirme ante lo desconocido.
El apartamento apestaba a cadáver, a sangre derramada.
No oí ni presentí nada. Entré en una pequeña estancia que antiguamente había sido una cocina y que aún conservaba algunos utensilios de la época en que el mortal que había muerto mantenía relaciones con su enamorado. Debajo del fregadero hallé una caja de bolsas de basura de color verde, precisamente lo que andaba buscando para ocultar el cadáver.
De pronto recordé que mi víctima había ocultado también el cadáver de su esposa Terry en una bolsa de basura; yo lo había visto y olido mientras le chupaba la sangre, de modo que había sido él mismo quien me había proporcionado la idea.
Vi unos tenedores y cuchillos, pero nada que me permitiera realizar un buen trabajo quirúrgico o artístico. Cogí el cuchillo más grande que encontré, de acero inoxidable, entré decidido en el cuarto de estar y me planté delante de la gigantesca estatua.
Las lámparas halógenas todavía estaban encendidas y proyectaban su potente luz sobre los objetos que se hallaban diseminados por la habitación.
Miré la estatua, el ángel con patas de macho cabrío.
Eres un idiota, Lestat.
Me acerqué a la estatua y la analicé de forma objetiva. Probablemente no pertenecía al siglo diecisiete, sino que era actual, hecha a mano, sí, pero con la perfección de los objetos contemporáneos. El rostro mostraba la sublime expresión de un ser malvado, feroz, con patas de macho cabrío y unos ojos como los de los santos y pecadores de Blake, rebosantes de inocencia e ira.
De golpe sentí el deseo de llevármela a mi casa de Nueva Orleans, como recuerdo del terror que había experimentado y que casi me había obligado a postrarme de rodillas a sus pies. La estatua se alzaba fría y solemne ante mí. En cuanto descubrieran la muerte de mi víctima confiscarían todas esas reliquias. Ése era el motivo por el que el padre de Dora, temiendo que sus tesoros pasaran a manos extrañas, había intentado convencer a su hija de que las aceptara como legado.
La frágil y menuda Dora se había vuelto de espaldas a él y había roto a llorar desconsoladamente, abrumada por el dolor, la angustia y la impotencia, incapaz de complacer a la persona que más quería en el mundo.
Bajé la vista y miré el cuerpo que yacía a mis pies, roto, exánime, asesinado por un manazas. Tenía el negro y sedoso cabello alborotado, los ojos entreabiertos. La camisa blanca presentaba unas siniestras manchas rosadas, producto de la sangre que había brotado de las heridas que yo le había causado de forma involuntaria mientras lo aplastaba entre mis brazos. El torso yacía en una curiosa posición con respecto a las piernas. Le había partido el cuello y la espina dorsal.
Era preciso sacarlo de allí cuanto antes. Me desembarazaría de su cadáver y durante mucho tiempo nadie tendría noticia de lo ocurrido. Nadie sabría que mi víctima había muerto; los investigadores no acosarían a Dora, haciéndola sufrir innecesariamente. Luego ocultaría las reliquias en algún lugar para que más adelante, cuando las autoridades hubieran archivado el caso de su padre, las heredara Dora.
Registré los bolsillos de mi víctima y hallé varias tarjetas y documentos de identidad, todos ellos falsos.
Su nombre auténtico había sido Roger.
Yo lo sabía desde el principio, pero sólo Dora lo llamaba así. En su trato con los demás mi víctima utilizaba una serie de exóticos apodos con curiosas resonancias medievales. En el pasaporte que sostenía en mis manos figuraba el nombre de Frederick Wynken. Un nombre bastante cómico, Frederick Wynken.
Guardé todos sus documentos de identidad en mis bolsillos para destruirlos más tarde.
Luego cogí el cuchillo y me puse manos a la obra. Le amputé ambas manos, no sin sentir admiración ante la delicadeza de éstas y sus cuidadas uñas. Mi víctima era un enamorado de sí mismo, y con razón. Acto seguido le corté la cabeza, aunque de forma más chapucera que artística, abriéndome paso con el cuchillo a través de tendones y huesos. No me molesté en cerrarle los ojos. La mirada de los muertos no ofrece el menor interés; es una burda imitación de la mirada de un ser vivo. Tenía la boca fláccida, sin el menor rictus, y las mejillas suaves y tersas. Lo de costumbre. Coloqué la cabeza y las manos en dos bolsas de basura, doblé el cuerpo, por así decirlo, y lo introduje en una tercera bolsa.
La alfombra estaba manchada de sangre, así como otras cuantas que cubrían el suelo de la estancia, que parecía un bazar. Pero lo importante es que el cadáver estaba a punto de desaparecer. El hedor a podredumbre no atraería la atención de los vecinos y, si no existía un cadáver, es posible que nadie averiguara jamás lo que había sido de mi víctima. Era mejor para Dora ignorarlo que verse obligada a contemplar unas fotografías de la macabra escena que yo había organizado allí.
Eché un último vistazo al hosco semblante del ángel, diablo o lo que fuera, con su feroz melena, sus bellos labios y sus inmensos y pulidos ojos. Luego, cargado con los tres sacos, como Papá Noel, salí del apartamento para deshacerme de los restos de Roger.
No me representó ningún problema.
Dispuse de una hora para pensar en ello mientras me arrastraba por las nevadas calles desiertas de la parte alta de la ciudad en busca de un solar abandonado o un vertedero donde se hubiera acumulado la suciedad y la podredumbre, y no se le ocurriera a nadie examinar lo que se hallaba enterrado allí.
Enterré la bolsa que contenía las manos debajo de un paso elevado, entre un montón de basuras. Los escasos mortales que pululaban por allí, envueltos en unas mantas y sentados junto a un fuego que ardía en un bidón, ni siquiera se fijaron en lo que hacía. Sepulté la bolsa debajo del montón de basura, a fin de que nadie intentase rescatarla. Luego me acerqué a los mortales, que ni siquiera alzaron la vista, y dejé caer unos billetes junto al fuego. En aquel momento se levantó una ráfaga de aire que por poco se lleva el dinero. De pronto vi asomar la mano de uno de los vagabundos, agarró apresuradamente los billetes y los ocultó debajo de la manta.
—Gracias, hermano.
—Amén —respondí.
Deposité la cabeza en otro montón de desperdicios frente a la puerta trasera de un restaurante. Olía que apestaba. No eché un último vistazo a la cabeza antes de enterrarla. No quería verla. No la consideraba un trofeo. Jamás se me ocurriría conservar la cabeza de un hombre a modo de trofeo. Me parecía una idea deplorable. No me gustaba notar su duro tacto a través del plástico. Si la hallaban unos vagabundos hambrientos, no se molestarían en denunciar el hallazgo. Además, los vagabundos acudían a ese lugar en busca de restos de tomates, lechuga, espaguetis y trozos de pan seco. El restaurante había cerrado hacía horas y los desperdicios estaban tan helados que me costó bastante sepultar la cabeza debajo de aquel montón de basura.
Regresé al centro a pie, cargado con la última bolsa, la cual contenía el torso, los brazos y las piernas de mi víctima. Enfilé la Quinta Avenida y pasé frente al hotel donde dormía Dora, la catedral de San Patricio y los elegantes comercios. Los mortales atravesaban apresuradamente los portales cubiertos por toldos y marquesinas; los taxistas tocaban con furia el claxon para azuzar a las lujosas limusinas que circulaban lentamente por la avenida.
Seguí andando. Me sentía tan irritado conmigo mismo que propiné una patada a la sucia nieve que se acumulaba junto a la alcantarilla. El olor del cadáver de mi víctima me ponía enfermo. Sin embargo, me había dado un magnífico festín y, en cierto modo, aquello era como recoger y ordenarlo todo después de una fiesta.
Los otros —Armand, Marius, todos mis compinches, amantes amigos y enemigos inmortales— siempre me regañaban por no «deshacerme de los restos». Pues bien, esta vez Lestat se había portado como un vampiro pulcro y diligente.
Había llegado casi al Village cuando me topé con otro lugar perfecto, un inmenso almacén, al parecer abandonado. Las ventanas de los pisos superiores estaban destrozadas, y el interior estaba lleno de todo tipo de desperdicios. Incluso percibí el olor a carne descompuesta. Alguien había muerto allí hacía tres semanas. Sólo el frío evitaba que el hedor se propagara hasta cualquier nariz humana. O puede que no le importara a nadie.
Al penetrar en la cavernosa estancia percibí un olor a gasolina, metal y ladrillos rojos. En el centro se alzaba una gigantesca montaña de basura, como una pirámide mortuoria. Junto a ella había una furgoneta aparcada que aún mantenía el motor caliente. Pero no vi un alma.
El montón más grande de basura contenía al menos los restos diseminados de tres cadáveres, o quizá más. El hedor era insoportable, de modo que no perdí el tiempo en analizar la situación.
—Adiós, amigo mío, entrego tus restos a un cementerio —dije, hundiendo la bolsa entre los restos de botellas, latas, fruta, cartón, madera y demás basura. Al hacerlo casi provoqué un alud. Durante unos segundos la precaria pirámide tembló, pero por fortuna no llegó a derrumbarse. Lo único que se oía era el sonido que producían las ratas. Una botella de cerveza rodó hasta el suelo y fue a detenerse a unos pocos metros del monumento, reluciente, silenciosa, solitaria.
Observé durante unos minutos la destartalada y anónima furgoneta, la cual emitía un olor a seres humanos. ¿Qué me importaba a mí lo que hicieran allí? El caso es que entraban y salían por las grandes puertas metálicas para alimentar esos montones de basura o haciendo caso omiso de ellos. Seguramente, pocas eran las veces que se fijaban en ellos. ¿Quién iba a aparcar la furgoneta junto al cadáver de un tipo al que acababa de asesinar?
Pero en estas densas y modernas ciudades, me refiero a las grandes metrópolis, esos centros de perversión —Nueva York, Tokio o Hong Kong—, se dan las más extrañas configuraciones de actividades humanas. Había empezado a sentirme fascinado por las múltiples facetas de la criminalidad. Eso fue lo que me llevó hasta Roger.
Roger. Adiós, Roger.
Di media vuelta y salí del almacén. Había dejado de nevar. El panorama era desolador, y triste. En la esquina de la manzana yacía un colchón cubierto de nieve. Las farolas estaban rotas. No sabía exactamente dónde me encontraba.
Eché a andar en dirección al río, hacia el extremo de la isla, cuando de pronto vi una iglesia muy antigua, una de esas iglesias que se remontan a los tiempos en que los holandeses ocupaban Manhattan. Junto a ella, rodeado por una cerca, había un pequeño camposanto con unas lápidas en las que figuraban unas fechas tan antiguas como 1704 e incluso 1692.
Se trataba de un hermoso edificio gótico, una joya como San Patricio, posiblemente incluso más complejo y misterioso, una maravilla arquitectónica en cuanto a detalle, organización y convicción que destacaba entre los anodinos edificios de la gran ciudad.
Me senté en los escalones de la iglesia, con la espalda apoyada en las venerables piedras, y admiré las superficies labradas de los arcos de punta deseando sumirme en la oscuridad que ofrecía el interior del templo.
Comprendí que mi perseguidor no andaba al acecho, que los acontecimientos de la noche no habían propiciado una visita del más allá ni la presencia de pasos sospechosos, que la estatua de granito no era más que un objeto inanimado, que todavía guardaba en el bolsillo los documentos de identidad de Roger y que eso proporcionaría a Dora un respiro de varias semanas o incluso meses, antes de que empezara a preocuparse por la desaparición de su padre, cuyos detalles jamás llegaría a descubrir.
La aventura había concluido. Me sentí mejor, mucho mejor que cuando había hablado con David. Había hecho bien en regresar para examinar la monstruosa estatua de granito y cerciorarme de que no era sino un objeto inanimado.
El único problema era que apestaba a Roger. ¿Hasta cuándo había sido «la víctima»? De pronto había empezado a llamarlo Roger. ¿Acaso era un síntoma emblemático de amor? Dora le había llamado Roger, papá o Roge indistintamente. «Cariño, soy Roge —le había dicho él al llamarla desde Estambul—. ¿Por qué no te reúnes conmigo en Florida para que pasemos unos días juntos? Quiero hablar contigo...»
Saqué del bolsillo el pasaporte de Roger. Soplaba un viento frío, pero había dejado de nevar y la nieve que cubría el suelo se estaba endureciendo. Ningún mortal habría permanecido allí sentado, en el portal de una iglesia gótica, pero yo me sentía a gusto.
Examiné el documento de identidad, tan falso como los otros. Algunos estaban escritos en un idioma incomprensible para mí. Había un visado expedido en Egipto, de donde seguramente había sacado alguno de sus tesoros de contrabando. El apellido Wynken me hizo sonreír, pues era uno de esos nombres absurdos que provocan la carcajada de los niños. Wynken, Blinken y Nod. ¿No era un poema infantil?
Sólo quedaba romper estos documentos en pedacitos y dejar que se los llevara el viento. Los fragmentos de papel se esfumaron como cenizas sobre las lápidas del pequeño camposanto, como si la identidad de Roger hubiera sido incinerada y sus restos esparcidos a los cuatro vientos en un último tributo a su persona.
Me sentía cansado, repleto de sangre, satisfecho y ridículo por haber mostrado temor al hablar con David. David debía de pensar que yo era un idiota. Pero ¿qué era lo que yo había constatado? Sólo que la cosa que me perseguía no protegía a mi víctima ni tenía nada que ver con ella. ¿Acaso no lo sabía ya? Aunque eso no significaba que mi perseguidor hubiera desaparecido.
Significaba que mi perseguidor elegía los momentos que le parecían más oportunos y que, probablemente, nada tenían que ver con lo que yo hiciera o dejara de hacer.
Admiré la pequeña iglesia, ese maravilloso e insólito tesoro que contrastaba con los edificios de la parte baja de Manhattan, dejando a un lado el hecho de que nada en esta extraña ciudad resulta insólito, pues la mezcla de los estilos gótico, antiguo y moderno estaba muy de moda. El cartel indicador de la calle adyacente rezaba: Wall Street.
¿Me había convertido en el idiota de Wall Street? Me apoyé contra las piedras y cerré los ojos. David y yo nos reuniríamos la noche siguiente. ¿Y Dora? ¿Dormía como un ángel en su lecho del hotel frente a la catedral? ¿Me perdonaría a mí mismo por espiarla unos breves instantes en su cama antes de archivar esta aventura? La aventura había concluido.
Lo mejor era olvidarme de la chica; olvidarme de la figura que atravesaba los inmensos y tenebrosos pasillos del abandonado convento de Nueva Orleans con una linterna en las manos. ¡Qué valiente era Dora! Tan distinta de la última mujer mortal a la que había amado. No, no quería recordar ese episodio. Olvídate de ello, Lestat, ¿me oyes?
El mundo estaba lleno de posibles víctimas, si uno lo pensaba en términos de modelo vital: el ambiente que envolvía una existencia, una personalidad completa, por decirlo así. Quizá regresara a Miami si conseguía que David me acompañara. La noche siguiente David y yo charlaríamos.
Temía que David se enojara por haberlo enviado a buscar refugio en la Torre Olímpica y ahora le anunciara que había decidido trasladarme al sur. En cualquier caso, cabía la posibilidad de que no lo hiciéramos.
Sabía que si en esos momentos percibía unos pasos sospechosos, si intuía la presencia de mi perseguidor, la siguiente noche temblaría entre los brazos de David. A mi perseguidor no le importaba adónde me dirigiera, y era real.
Unas alas negras, la sensación de que algo siniestro se cernía sobre mí, una densa humareda, y la luz. No pienses en ello. Ya has pensado en bastantes cosas desagradables esta noche.
¿Cuándo volvería a tropezarme con un mortal como Roger? ¿Cuándo vería a otro ser que emitiera una luz tan brillante y especial? El muy cabrón no había dejado de preguntarme quién era yo mientras le partía los huesos y le chupaba la sangre. Además había logrado hacer que la estatua pareciera cobrar vida a través de un débil impulso telepático. Sacudí la cabeza. No, debí de ser yo mismo quien provocó aquella reacción. Pero ¿cómo? ¿Qué es lo que había hecho?
¿Es posible que durante los meses que había seguido a Roger hubiera llegado a amarlo hasta el punto de hablarle mientras le estaba matando, a través de un silencioso soneto de amor? No, había bebido su sangre y me había apoderado de él, de su vida. Roger estaba dentro de mí.
En aquel momento apareció un coche que circulaba lentamente en la oscuridad y se detuvo junto a mí; unos mortales me preguntaron si no tenía dónde dormir. Respondí con un vago movimiento de cabeza, atravesé el pequeño camposanto, pisando las tumbas mientras me abría camino entre las lápidas, y me dirigí corriendo hacia el Village.
Supongo que los amables mortales se quedaron estupefactos al ver a un joven rubio, con un elegante traje azul marino y un vistoso foulard alrededor del cuello, sentado en los fríos escalones de la pequeña iglesia, que de golpe se esfuma. Lancé una sonora carcajada, cuyo eco se propagó entre los altos muros de ladrillo. Oí una música que sonaba cerca, vi a unas parejas que iban cogidas del brazo, percibí voces humanas, el aroma de comida. Por la calle transitaban numerosos jóvenes lo bastante fuertes y sanos para sostener que los rigores del invierno resultaban divertidos.
El frío empezaba a fastidiarme. Rayaba en lo humanamente doloroso. Deseaba refugiarme en algún sitio.