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Cuando yo tenía cuatro años, mi padre murió en un accidente en una plataforma petrolífera. Él ni siquiera formaba parte del equipo de perforación, pues era administrativo. Incluso vestía traje y corbata cuando iba a supervisar las instalaciones de producción y extracción. Sin embargo, aquel día tropezó junto a un hueco en una de las plataformas de una torre en construcción, y cayó unos veinte metros hasta la plataforma inferior, donde falleció de inmediato, con el cuello roto.

Yo tardé mucho tiempo en comprender que mi padre no iba a volver jamás. Lo esperé durante meses sentada junto a la ventana de nuestra casa en Katy, al oeste de Houston. Algunos días lo esperaba al final del camino de entrada a nuestra casa y escudriñaba todos los coches que pasaban. No importaba cuánto insistiera mi madre en que dejara de esperarlo, yo no podía dejar de hacerlo. Supongo que creía que la intensidad de mi deseo lo haría regresar.

Sólo conservo unos cuantos recuerdos de mi padre, aunque en realidad no son más que impresiones. En una o dos ocasiones debió de llevarme sobre los hombros, pues recuerdo la superficie sólida de su pecho contra mis pantorrillas, la sensación de balancearme en lo alto anclada por la firme presión de sus dedos en mis tobillos, y el tacto en mis manos de su espeso cabello negro y escalonado. Aún hoy casi puedo oírlo cantar Arriba del cielo, una nana mexicana que siempre me inducía dulces sueños.

Sobre la cómoda de mi dormitorio hay una fotografía enmarcada de mi padre, la única que tengo. En ella, mi padre viste una camisa vaquera, unos tejanos con raya y un cinturón de piel labrada con una hebilla de plata con adornos turquesa del tamaño de un plato de postre. Una leve sonrisa curva un extremo de su boca y un hoyuelo interrumpe la superficie morena y suave de su mejilla. A decir de todos, era un hombre inteligente y romántico y un trabajador empedernido con muchas ambiciones. Estoy convencida de que habría conseguido grandes cosas si hubiera podido disfrutar de más años de vida. Sé pocas cosas acerca de mi padre, pero estoy convencida de que me quería. Lo percibo incluso en esas leves impresiones que conservo de él.

Mi madre nunca encontró a otro hombre que ocupara su lugar. O quizá sería más acertado afirmar que encontró a muchos, pero pocos se quedaron durante largo tiempo. Mi madre era guapa, aunque no feliz, y atraer a los hombres nunca constituyó un problema para ella. Sin embargo, que se quedaran era otro asunto. Cuando cumplí trece años, mi madre había salido con más hombres de los que yo podía contar. Para mí constituyó un alivio cuando encontró uno con el que decidió que podía vivir durante algún tiempo.

Acordaron mudarse juntos a Welcome, una pequeña ciudad del este de Tejas, cerca de donde él había crecido. En Welcome yo lo perdí todo y lo gané todo. Welcome es donde mi vida dejó un camino para tomar otro, el cual me condujo a lugares a los que nunca creí que iría.

El día que llegamos al campamento de casas prefabricadas, pasé por una calle que transcurría entre filas de casas alineadas como teclas de un piano. El campamento era un entramado de calles polvorientas y sin salida al que se había añadido una rotonda nueva que bordeaba el campamento por la izquierda. Las casas, unas adornadas con zócalos de aluminio y otras con celosías de madera, estaban asentadas en losas de cemento. Algunas disponían de un jardín delantero con mirtos de flores secas y tallos agrietados debido al calor.

Aquel día, el sol poniente era redondo y blanco, como un plato de papel pegado al cielo. El calor parecía provenir tanto de abajo como de arriba y se elevaba en ondas visibles que brotaban del resquebrajado suelo. En Welcome, el tiempo avanzaba prácticamente a rastras y sus habitantes consideraban que todo lo que tenía que hacerse deprisa no merecía la pena hacerse. Los perros y los gatos se pasaban la mayor parte del día durmiendo en las calurosas sombras y sólo se levantaban para dar unos cuantos lengüetazos al agua tibia que goteaba de los conductos del agua. Incluso las moscas se movían con lentitud.

Un sobre que contenía un cheque crujía en el bolsillo de mis shorts vaqueros. Mi madre me había encargado que se lo entregara al señor Louis Sadlek, el gerente de Bluebonnet Ranch, quien vivía en una casa de ladrillos rojos construida cerca de la entrada del campamento.

Mientras avanzaba con pesadez por el agrietado asfalto, tenía la sensación de que mis pies se estaban cociendo en el interior de las deportivas. Por el camino, vi a un par de chicos más mayores que yo que charlaban, en actitud relajada, con una adolescente. La chica tenía el cabello largo y rubio, lo llevaba recogido en una cola de caballo y un flequillo engominado le cubría la frente. Buena parte de su piel bronceada quedaba expuesta gracias a unos shorts diminutos y a la escueta parte de arriba de un biquini de color violeta, lo cual explicaba que los chicos estuvieran tan absortos en la conversación que mantenían con ella.

Uno de ellos vestía unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, y el otro, de cabello moreno, vestía unos tejanos y unas botas vaqueras y sucias. Este último apoyaba el peso en una de sus piernas, tenía un pulgar hundido en uno de sus bolsillos y gesticulaba con la otra mano al hablar. Había algo llamativo en su figura alta y huesuda y en su perfil adusto, y su vitalidad casi desentonaba en aquel entorno caluroso y somnoliento.

Aunque los tejanos, sea cual sea su edad, son sociables por naturaleza y entablan conversación con los desconocidos sin titubear, resultaba obvio que yo pasaría junto a aquel trío sin ser vista, aunque a mí ya me estaba bien.

Cuando, discretamente, me crucé con ellos por el otro lado de la calle, un estallido de ruido y agitación me sobresaltó. Volví la cabeza hacia atrás y vi que un par de pit bulls rabiosos y agresivos corrían hacia mí. Los pit bulls ladraban, gruñían y curvaban los labios mostrando unos dientes puntiagudos y amarillentos. A mí los perros nunca me han dado miedo, pero aquellos dos sin duda estaban decididos a matar.

Los instintos me dominaron y me di la vuelta dispuesta a salir corriendo, pero las suelas desgastadas de mis deportivas resbalaron en un puñado de grava y mi cuerpo se adelantó a mis piernas de tal modo que caí al suelo a cuatro patas. Solté un chillido y me cubrí la cabeza con los brazos convencida de que los perros me despedazarían. Por encima del zumbido de la sangre en mis oídos oí una voz enojada y, en lugar de las fauces de los perros en mi carne, sentí que unas manos fuertes me sujetaban.

Solté otro chillido, alguien me dio la vuelta y me encontré, cara a cara, con el chico moreno. Él me echó una ojeada rápida para asegurarse de que me encontraba bien y volvió a gritar a los pit bulls. Éstos habían retrocedido unos metros y sus ladridos se habían apaciguado hasta convertirse en gruñidos malhumorados.

—¡Largaos de aquí! ¡Maldita sea! —soltó el chico—. ¡Llevad vuestros malditos traseros de vuelta a casa y dejad de asustar a la gente, par de m...!

El chico se contuvo y me lanzó una mirada rápida.

Los pit bulls dejaron de gruñir, retrocedieron con cautela y experimentaron un sorprendente cambio de humor mientras sus lenguas rosadas colgaban de sus fauces como las cintas de los globos en una fiesta de cumpleaños.

Mi salvador los contempló con enojo y se dirigió al chico de la camiseta sin mangas.

—¡Pete, lleva los perros de vuelta a casa de Miss Marva!

—Ya s’irán solos —protestó el chico, reacio a separarse de la muchacha rubia del biquini violeta.

—¡Llévatelos! —exclamó el chico moreno con tono autoritario—. Y dile a Miss Marva que se acuerde de cerrar la maldita verja.

Mientras los chicos mantenían esta conversación, yo contemplé mis rodillas y vi que sangraban y estaban sucias de tierra. Cuando se me pasó el susto, empecé a llorar, con lo que mi caída al abismo de la más absoluta vergüenza fue total. Intenté tragar saliva por mi tensa garganta, pero cuanto más lo intentaba, peor era el resultado. Las lágrimas resbalaban por debajo de la montura de plástico de mis enormes gafas.

—¡Mierda...! —oí que exclamaba el chico de la camiseta sin mangas, y después de soltar un suspiro, se acercó a los perros y los cogió por el collar—. ¡Vamos, buscapeleas!

Los perros lo siguieron de buena gana, trotando con elegancia a ambos lados del chico como si estuvieran desfilando en un concurso canino.

El chico moreno volvió su atención hacia mí y su voz se suavizó.

—Vamos, tranquila... Todo está bien. No tienes por qué llorar.

El chico sacó un pañuelo rojo del bolsillo trasero de sus pantalones y empezó a limpiarme la cara; me secó los ojos y la nariz con destreza y me dijo que me sonara. El pañuelo, apretado con firmeza contra mi nariz, conservaba un olor acre y penetrante a sudor masculino. En aquella época, todos los hombres llevaban un pañuelo rojo en el bolsillo trasero de los pantalones. Yo los había visto utilizarlos como colador, filtro para café, máscara contra el polvo y, una vez, incluso como un pañal improvisado.

—Nunca huyas así de un perro. —El chico volvió a introducir el pañuelo en el bolsillo trasero de sus tejanos—. No importa lo asustada que estés. Sólo desvía la mirada a un lado y aléjate muy, muy despacio, ¿comprendes? Y grita «¡No!» con voz fuerte y potente.

Yo sorbí por la nariz y asentí con la cabeza mientras contemplaba su rostro en sombras. Su ancha boca esbozaba una sonrisa que envió un escalofrío hasta la boca de mi estómago y encogió los dedos de mis pies en el interior de las deportivas.

Le faltaba muy poco para ser realmente guapo, pero sus facciones eran demasiado toscas y marcadas y tenía la nariz torcida cerca del puente, porque se la debía de haber roto en alguna ocasión. Sin embargo tenía una sonrisa que hacía hervir la sangre, unos ojos vivos de un azul intenso que todavía parecían más vivos en contraste con su piel bronceada y un pelo tan brillante como el de un visón.

—No tienes nada que temer de estos perros —explicó él—. Son un engorro, pero por lo que sé nunca han mordido a nadie. Vamos, dame la mano.

El chico tiró de mí hasta que me puse de pie. Las rodillas me ardían, pero yo apenas sentía el dolor, pues ya tenía bastante con mi corazón, que latía con desenfreno. La mano del chico era fuerte y sus dedos cálidos y secos.

—¿Dónde vives? —preguntó él—. ¿Te has mudado a una de las casas de la zona nueva?

—Ajá.

Yo enjugué una lágrima perdida de mi barbilla.

—¡Hardy...! —sonó la voz acaramelada de la muchacha rubia—. La chica ya está bien. Acompáñame a casa. Tengo algo en mi habitación que quiero enseñarte.

«Hardy», de modo que así se llamaba el chico. Él no se movió y dirigió su viva mirada hacia el suelo. Probablemente era mejor que la chica no viera la irónica sonrisa que curvaba la comisura de sus labios. Hardy parecía tener una idea bastante exacta de lo que ella quería enseñarle.

—No puedo —respondió él con voz firme—, tengo que cuidar de esta chiquilla.

El enfado que sentí al oír que se refería a mí como a una cría enseguida fue reemplazado por la sensación de triunfo que experimenté cuando me di cuenta de que me había elegido a mí en lugar de a la chica rubia, aunque no entendía por qué él no daba saltos de alegría ante la posibilidad de ir con ella.

Yo no era fea, pero tampoco el tipo de chica que llama la atención. De mi padre, que era mexicano, había heredado el cabello negro, unas cejas espesas y una boca que, en mi opinión, era el doble de grande de lo necesario. De mi madre había heredado la constitución delgada y los ojos claros, aunque no eran de un verde claro como los de ella, sino de color avellana. Con frecuencia deseé haber nacido con el cabello rubio y la piel de color marfil, como mi madre, pero los tonos oscuros de mi padre habían imperado sobre los de mi madre.

Tampoco ayudaba el hecho de que fuera tímida y llevara gafas. Yo nunca destacaba por encima de los demás, aunque, en realidad, me gustaba permanecer en la sombra y, cuando estaba sola leyendo, era cuando me sentía más feliz. Esto y las buenas notas que sacaba en el colegio acabaron con cualquier posibilidad de ser una chica popular entre mis compañeros de clase, de modo que era de prever que los chicos como Hardy nunca se fijaran en mí.

—¡Vamos! —apremió él mientras encabezaba la marcha hacia una casa prefabricada de un solo módulo que tenía unos escalones de hormigón en la parte trasera.

Un cierto engreimiento animaba el caminar de Hardy, quien se movía con la desenvoltura de un ser libre y sin preocupaciones.

Yo lo seguí con cautela mientras imaginaba cómo se enfadaría mi madre si se enteraba de que me había ido con un desconocido.

—¿Es tuya? —le pregunté mientras mis pies se hundían en la crujiente hierba seca que conducía a la casa.

Hardy volvió la cabeza hacia mí y me respondió:

—Vivo aquí con mi madre, dos hermanos y una hermana.

—Son muchas personas para una casa de un solo módulo —comenté yo.

—Así es. Tengo que mudarme pronto, en esta casa no hay sitio para mí. Mi madre dice que estoy creciendo tan deprisa que pronto echaré las paredes abajo.

La idea de que aquel chico fuera a crecer más me parecía casi alarmante.

—¿Cuánto más vas a crecer? —le pregunté.

Él se echó a reír mientras se acercaba a la llave de paso de una manguera de jardín de color grisáceo. Tras darle unos cuantos giros hábiles, el agua empezó a brotar y Hardy se dirigió al extremo de la manguera.

—No lo sé, en realidad ya soy más alto que la mayoría de mis parientes. Siéntate en el escalón de abajo y estira las piernas.

Yo le obedecí mientras contemplaba mis pantorrillas esqueléticas y mi piel cubierta de una pelusilla negra e infantil. Me había depilado las piernas varias veces, pero todavía no lo hacía con regularidad. No pude evitar compararlas con las piernas de piel suave y bronceada de la chica rubia y la vergüenza creció en mi interior.

Hardy se acercó a mí con la manguera, se acuclilló y me advirtió:

—Es probable que te escueza un poco, Liberty.

—No importa, yo... —De repente me callé y mis ojos se abrieron como platos—. ¿Cómo sabes que ése es mi nombre?

Hardy esbozó una sonrisa de medio lado.

—Está escrito en la parte trasera de tu cinturón.

Aquel año, los cinturones con nombre estaban de moda y yo le había pedido a mi madre que me comprara uno. Juntas elegimos uno de piel rosa pálido con mi nombre grabado en letras rojas.

Yo solté un respingo mientras Hardy enjuagaba mis rodillas con un chorro de agua tibia y las limpiaba de sangre y arenilla. Me dolió más de lo que esperaba, sobre todo cuando él pasó el pulgar por la carne hinchada para desprender unas cuantas partículas de tierra que se habían pegado a la piel.

Cuando me estremecí, Hardy emitió un sonido tranquilizador y se puso a hablar para distraerme.

—¿Cuántos años tienes, doce?

—Catorce y tres cuartos.

Sus ojos azules chispearon.

—Eres bastante pequeña para tener catorce años y tres cuartos.

—No es verdad —repliqué indignada—. Este año estudiaré el último curso de secundaria. ¿Y tú cuántos años tienes?

—Diecisiete y dos quintos.

Yo me puse tensa al percibir su burla, pero al mirarlo a los ojos, noté que lo decía en broma. Nunca me había sentido tan atraída por otro ser humano en mi vida. La curiosidad y el afecto se entremezclaban, y miles de preguntas brotaron en mi interior.

Un par de veces a lo largo de la vida ocurre algo así: encuentras a un desconocido y lo único que sabes es que tienes que averiguarlo todo acerca de él.

—¿Cuántos hermanos tienes? —preguntó él.

—Ninguno. Sólo estamos mi madre, su novio y yo.

—Si puedo, mañana iré a verte con mi hermana Hannah. Ella te presentará a las chicas de por aquí y te indicará de cuáles debes mantenerte alejada.

Hardy apartó la manguera de mis escocidas rodillas, las cuales ahora estaban limpias y sonrosadas.

—¿Y qué hay de la chica con la que estabas hablando antes? ¿Debo mantenerme alejada de ella?

Hardy esbozó una sonrisa fugaz.

—Se llama Tamryn y, sí, mantente alejada de ella. No le gustan mucho las otras chicas.

Hardy cerró la llave del agua y, al regresar, se quedó de pie junto a mí. Su cabello moreno caía sobre su frente y sentí el deseo de apartarlo hacia atrás. Quería tocar a Hardy, pero no con sensualidad, sino con admiración.

—¿Adónde vas ahora, a tu casa? —preguntó él mientras extendía el brazo hacia mí.

Nuestras manos encajaron con firmeza. Él tiró de mí y no me soltó hasta que estuvo seguro de que mantenía el equilibrio.

—Todavía no, tengo un encargo. He de llevarle un cheque al señor Sadlek.

Yo toqué mi bolsillo trasero para asegurarme de que el cheque continuaba allí.

Al oír el nombre del señor Sadlek, una arruga se formó entre las cejas rectas y oscuras de Hardy.

—Te acompaño.

—No tienes por qué hacerlo —contesté, aunque sentí una tímida oleada de placer al oír su oferta.

—Sí que tengo que hacerlo. Tu madre no debería enviarte sola a la oficina.

—No veo por qué.

—Lo entenderás después de conocerlo. —Hardy me agarró por los hombros y me advirtió con determinación—: Si alguna vez, sea por la razón que sea, tienes que ir a ver a Louis Sadlek, antes ven a buscarme.

El tacto de sus manos era electrizante. Yo contesté con un hilo de voz:

—No querría causarte problemas.

—No es ningún problema.

Hardy me miró durante un instante y después retrocedió medio paso.

—Eres muy amable —respondí yo.

—De eso nada. —Hardy sacudió la cabeza y contestó con una sonrisa sarcástica—: Yo no soy amable, pero entre los pit bulls de Miss Marva y Sadlek, alguien tiene que cuidar de ti.

Juntos recorrimos la calle principal y Hardy acompasó sus largos pasos a los míos. Cuando nuestros pies avanzaron al mismo ritmo, sentí una punzada intensa y profunda de satisfacción. Podría haber seguido así, caminando a su lado, para siempre. Pocas veces en mi vida había experimentado un momento con tanta intensidad, sin que la soledad acechara a mi alrededor.

Cuando hablé, mi voz sonó lánguida a mis propios oídos, como si estuviéramos tumbados en un prado de hierba espesa a la sombra de un árbol.

—¿Por qué dices que no eres amable?

Hardy soltó una risita compungida.

—Porque soy un pecador incorregible.

—Yo también.

Esto, desde luego, no era cierto, pero si aquel chico era un pecador incorregible, yo también quería serlo.

—No, tú no lo eres —replicó él con voz lenta y con un convencimiento absoluto.

—¿Cómo puedes decir eso si no me conoces?

—Lo sé por tu aspecto.

Yo lo miré con disimulo. Tuve la tentación de preguntarle qué más deducía de mi aspecto, pero me temo que yo ya lo sabía. Mi cola de caballo enredada y despeinada, la recatada longitud de mis shorts, mis enormes gafas, mis cejas sin depilar... Lo cierto es que mi imagen no encajaba exactamente con las fantasías más salvajes de ningún chico, de modo que decidí cambiar de tema de conversación.

—¿El señor Sadlek es malo? —le pregunté—. ¿Por eso no debería visitarlo sola?

—Heredó el campamento de sus padres hará unos cinco años y, desde entonces, ha acosado a todas las mujeres que se cruzan en su camino. Lo intentó con mi madre una o dos veces, hasta que le advertí que, si volvía a hacerlo, me aseguraría de que no quedara de él más que una mancha en el suelo.

Yo no dudé, ni por un segundo, de que Hardy cumpliría su advertencia. A pesar de lo joven que era, Hardy era muy corpulento y podía hacer mucho daño a cualquiera.

Llegamos a la casa de ladrillos rojos, que estaba anclada en la tierra plana y árida como una garrapata en un venado. Un letrero blanco y negro de gran tamaño en el que se leía: «Campamento de casas prefabricadas Bluebonnet Ranch», estaba clavado en el suelo a un lado de la casa, cerca de la calle principal, y en las esquinas del letrero había unos ramitos de lupinos de plástico descolorido. Un poco más allá del letrero y alineada de una forma cuidadosa con la calle, había una hilera de flamencos rosa de madera acribillados a balazos.

Según averigüé más tarde, era costumbre de algunos de los residentes del campamento, entre ellos el señor Sadlek, hacer prácticas de tiro en el terreno de un vecino. Allí, disparaban a una hilera de flamencos de madera que cabeceaban cuando les acertaban. Si un flamenco estaba demasiado lleno de agujeros y no resultaba útil como blanco, lo colocaban en la entrada del campamento como propaganda de la habilidad de tiro de los residentes.

En una ventana situada a uno de los lados de la puerta principal, colgaba un letrero con la palabra «Abierto». Tranquila gracias a la sólida presencia de Hardy, me dirigí a la puerta, di unos golpecitos vacilantes y la abrí.

Una mujer de la limpieza de origen latino estaba fregando la entrada. En un rincón, un casete emitía el ritmo animado de la música texana. La mujer levantó la vista y declaró en un español rápido como una metralleta:

—Cuidado, el piso está mojado.

Yo sólo sabía unas cuantas palabras de español y, como no tenía ni idea de lo que había dicho, sacudí la cabeza en señal de disculpa, sin embargo, Hardy contestó en español y sin inmutarse:

—Gracias, tendremos cuidado. —A continuación, puso su mano en mi espalda y me advirtió—: Cuidado, el suelo está mojado.

—¿Hablas español? —le pregunté algo sorprendida.

Él arqueó sus cejas oscuras.

—¿Tú no?

Yo, avergonzada, negué con la cabeza. Siempre me había dado algo de vergüenza no hablar español a pesar de ser hija de un mexicano.

Una figura alta y corpulenta apareció en la puerta de la oficina. A primera vista, Louis Sadlek era un hombre atractivo, pero su belleza estaba hecha una ruina, pues su rostro y su cuerpo reflejaban el deterioro debido a los continuos excesos. Vestía una camisa a rayas que llevaba por fuera de los pantalones, sin duda para esconder sus michelines. Aunque sus pantalones debían de ser de poliéster barato, sus botas estaban confeccionadas con piel de serpiente auténtica teñida de azul. Sus facciones, equilibradas y regulares, quedaban estropeadas por sus mejillas abultadas y su cuello seboso.

Sadlek me miró con un interés superficial y sus labios se curvaron en una mala imitación de una sonrisa. Primero se dirigió a Hardy:

—¿Quién es la pequeña espalda mojada?

Por el rabillo del ojo vi que la mujer de la limpieza se ponía rígida y dejaba de limpiar. Por lo visto había sido objeto de aquella expresión muchas veces y conocía su significado.

Al percibir la tensión en la mandíbula de Hardy y su puño crispado, yo intervine con precipitación:

—Señor Sadlek, soy...

—No la llame así —declaró Hardy con un tono de voz que erizó el vello de mi nuca.

Los dos hombres se miraron con una animosidad palpable y sin parpadear. Uno, un hombre que había superado ampliamente la flor de la vida, y el otro, un chico que ni siquiera la había alcanzado. Sin embargo, si hubieran entablado una pelea, yo no tenía ninguna duda de cómo habría terminado.

—Me llamo Liberty Jones —declaré intentando suavizar la tensión del momento—. Mi madre y yo nos acabamos de mudar aquí. —Saqué el sobre del bolsillo trasero de mis shorts y se lo tendí—. Mi madre me ha pedido que le diera esto.

Sadlek cogió el sobre y lo introdujo en el bolsillo de su camisa mientras me miraba de arriba abajo.

—¿Diana Jones es tu madre?

—Sí, señor.

—¿Cómo puede una mujer como ella haber tenido una hija de piel oscura como tú? Tu padre debía de ser mexicano.

—Sí, señor.

Sadlek soltó una risita burlona, sacudió la cabeza e hizo una mueca.

—Dile a tu madre que, la próxima vez, me traiga el cheque personalmente, que tengo que hablar con ella.

—De acuerdo.

Ansiosa por salir de allí, tiré del tenso brazo de Hardy. Él me siguió hasta la puerta después de lanzar una última mirada de advertencia a Louis Sadlek.

—Será mejor que no te mezcles con unos fracasados como los Cates, pequeña —exclamó Sadlek cuando ya estábamos fuera—. No crean más que problemas. Y Hardy es el peor de todos.

Tras un minuto escaso en su presencia, me sentía como si hubiera estado caminando por un vertedero con la basura hasta el cuello. Me volví con nerviosismo hacia Hardy.

—¡Menudo gilipollas! —exclamé.

—Ya puedes decirlo.

—¿Tiene esposa e hijos?

Hardy negó con la cabeza.

—Por lo que yo sé, se ha divorciado un par de veces. Algunas de las mujeres de la ciudad creen que es un buen partido. Por su aspecto, nadie lo diría, pero tiene bastante dinero.

—¿Gracias al campamento?

—Al campamento y a algún que otro trabajillo extra.

—¿Qué tipo de trabajillo extra?

Hardy se rió sin ganas.

—No quieras saberlo.

Caminamos en silencio hasta el inicio de la zona nueva. Con la llegada del anochecer, aparecían signos de vida en el campamento: coches que regresaban al hogar, voces y sonidos de los televisores que se filtraban por las delgadas paredes, olor a frito... El blanco sol descansaba en el horizonte y teñía el cielo de colores púrpura, naranja y carmesí.

—¿Es aquí? —preguntó Hardy mientras se detenía delante de mi casa blanca con su pulcro zócalo exterior de aluminio.

Yo asentí incluso antes de percibir el contorno de mi madre en la ventana de la pequeña cocina.

—Sí, aquí es —exclamé aliviada—. Gracias.

Mientras lo observaba con detenimiento a través de mis gafas de montura marrón, Hardy alargó el brazo para apartar un mechón de cabello que se había soltado de mi cola de caballo. La callosa yema de su dedo rozó con suave aspereza la línea del nacimiento de mi cabello, como si se tratara del lametazo de la lengua de un gato.

—¿Sabes a qué me recuerdas? —preguntó él mientras me escudriñaba con sus ojos azules—. A un mochuelo duende.

—Eso no existe —respondí yo.

—Sí que existe. En general, viven más al sur, en el valle del Río Grande y más allá, pero, de vez en cuando, alguno vuela hasta aquí. Yo he visto uno. —Hardy utilizó el pulgar y el índice para indicar una distancia de unos diez centímetros—. Son sólo así de grandes. Es un pájaro pequeño y gracioso.

—Yo no soy pequeña —protesté yo.

Hardy sonrió. Su sombra me cubrió y evitó que el sol poniente me deslumbrara. Un estremecimiento desconocido para mí recorrió mi interior. Yo quería adentrarme en su sombra hasta encontrarme con su cuerpo y sentir sus brazos a mi alrededor.

—Sadlek tenía razón, ¿sabes? —declaró Hardy.

—¿Acerca de qué?

—La verdad es que soy un problema.

Yo ya lo sabía. Mi acelerado corazón lo sabía y mis flaqueantes rodillas lo sabían, y también mi estómago encogido.

—A mí me gustan los problemas —respondí yo con esfuerzo.

Su risa se expandió por el aire.

Hardy se alejó con su caminar de pasos largos y desenvueltos. Una figura oscura y solitaria. Yo recordé la fuerza de sus manos cuando me levantó del suelo. Lo observé hasta que desapareció de mi vista y noté una sensación dulce y espesa en mi garganta, como si acabara de tragarme una cucharada de miel caliente.

El crepúsculo terminó con una extensa franja de luz que recorría el horizonte, como si el cielo fuera una puerta enorme y Dios estuviera echando una última ojeada. «Buenas noches, Welcome», pensé yo, y entré en la casa.