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La casa estaba a oscuras. Los coches habían partido y sólo se veía encendida una luz en la ventana de la habitación de Michael Curry, la vieja habitación donde muriera la prima Deirdre. Mona sabía perfectamente lo que había sucedido esta noche y se alegraba. Casi lo había planeado...
Mona le había asegurado a su padre que iría a Metairie con el tío Ryan y las primas Jenn y Clancy, pero no le había dicho nada al respecto al tío Ryan y éste se había marchado hacía tiempo, suponiendo, al igual que los demás, que Mona había regresado a la casa de la calle Amelia con su padre, lo cual no era cierto.
Mona había estado en el cementerio y había perdido la apuesta de que David no se atrevería a hacerlo con ella allí, la noche del martes de carnaval, ante la tumba de los Mayfair. David lo había hecho. En realidad, no había sido gran cosa, aunque para un chico de quince años no estaba mal. A Mona le había excitado huir con David, sentir su temor, trepar juntos por el muro encalado del cementerio y deslizarse entre las lápidas de mármol. Resultaba bastante desagradable tumbarse en la fría y húmeda tierra, pero lo había hecho, alisándose la falda por detrás de forma que sólo tuviera que bajarse las braguitas sin apenas ensuciarse. «¡Hazlo!», le ordenó a David, el cual estaba más que dispuesto. Mientras lo hacían, Mona había contemplado una estrella que brillaba en el nublado cielo; luego sus ojos se habían posado en una pequeña lápida en la que figuraba el nombre de Deirdre Mayfair.
De pronto, cuando hubo terminado David, le dijo:
—No tienes miedo de nada.
—¿Acaso debo tener miedo de ti? —replicó Mona incorporándose, sin molestarse en disimular su decepción. Todavía estaba excitada y su primo David ni siquiera le gustaba mucho, pero se alegraba de haberlo hecho.
«Misión cumplida», escribiría más tarde en su ordenador, en el directorio secreto llamado \WS\MONA\ AGENDA, donde depositaba todas sus confesiones sobre los triunfos que no podía compartir con nadie en el mundo. Nadie era capaz de descubrir la clave de sus archivos secretos, ni siquiera el tío Ryan o el primo Pierce, a quienes había sorprendido en diversas ocasiones husmeando en sus archivos. «Lo tienes muy bien montado», le decían. Poseía el IBM 386 clónico más rápido del mercado, dotado de máxima capacidad de memoria y almacenamiento en disco duro. Era asombrosa la cantidad de cosas que la gente ignoraba sobre los ordenadores. Ella misma aprendía todos los días algo nuevo sobre estos aparatos.
Sí, éste era un momento del que sólo podía ser testigo su ordenador. Es posible que, ahora que su padre y su madre se habían convertido en unos alcohólicos, Mona empezara a escribir con frecuencia sobre ellos. Había muchos Mayfair a quienes conquistar. De hecho, su agenda no incluía a nadie que no fuera un Mayfair; excepto, claro está, Michael Curry. Aunque, en realidad, Michael había terminado por convertirse en un Mayfair. Estaba dominado por la familia.
Michael Curry se hallaba a solas en la casa. Eran las diez de la noche del martes de carnaval, tres horas después de haber pasado Comus, y Mona Mayfair contemplaba la casa desde la esquina de las calles Primera y Chestnut, sintiéndose liviana como un espectro. Tenía ante sí toda la suave y oscura noche para hacer lo que le apeteciera.
Probablemente su padre había perdido el conocimiento y alguien lo había acompañado a casa. Habría sido un milagro que estuviera en condiciones de recorrer a pie las trece manzanas hasta Amelia y Saint Charles. Ya antes de que pasara Comus, estaba tan borracho que se había sentado en el territorio neutral de Saint Charles, con una botella de Southern Comfort entre las manos, y se había dedicado a beber ante las narices del tío Ryan, la tía Bea y quienquiera que se hallara presente en aquellos momentos, advirtiéndole a Mona que lo dejara en paz.
A Mona le tenía sin cuidado lo que hiciera su padre. Michael Curry la había alzado como si fuera una pluma y la había llevado sentada sobre sus hombros durante todo el desfile. A Mona le gustaba ir montada sobre los vigorosos hombros de ese hombre, con una mano apoyada en su cabello negro y rizado. Le gustaba sentir su rostro entre los muslos, que apretaba ligeramente mientras le rozaba la mejilla con la mano izquierda.
Era todo un hombre, ese Michael Curry. Y el padre de Mona estaba demasiado borracho para observar lo que ella hacía.
En cuanto a su madre, había perdido el conocimiento por la tarde. Habría sido también un milagro que se despertara a tiempo de ver pasar a Comus por Saint Charles y Amelia. La anciana Evelyn estaba allí, por supuesto, silenciosa como de costumbre, pero despierta. Se daba cuenta de todo cuanto sucedía a su alrededor. Si Alicia prendiera fuego a la casa, la anciana Evelyn sería perfectamente capaz de pedir auxilio. Uno ya no podía dejar a solas a la pobre Alicia.
Mona lo tenía todo previsto. Sabía que Vivian, la tía de Michael, no estaría en la casa de la calle Primera, pues había ido a pasar la noche a casa de la tía Cecilia. Mona las había visto partir juntas después del desfile. Y Aaron Lightner, un erudito y misterioso personaje, se había marchado con la tía Bea. Mona les había oído planearlo. ¿En el coche de él o en el de ella? A Mona le alegraba pensar que Beatrice Mayfair y Aaron Lightner estaban juntos. Aaron parecía quitarse diez años de encima cuando estaba con Beatrice, la cual, pese a su edad y su cabello canoso, atraía las miradas de todos los hombres. Cuando entraba en Walgreen’s, los empleados salían apresuradamente del almacén para atenderla; a veces, un caballero le pedía consejo sobre un buen champú que eliminara la caspa. La tía Bea poseía un increíble poder de seducción, pero a ella sólo le interesaba Aaron Lightner, lo cual representaba una novedad.
A Mona no le importaba que Eugenia, la vieja doncella, se encontrara en la casa, porque probablemente estaría acostada en el dormitorio del fondo y, según decían, después de tomarse su acostumbrada copa de oporto nada era capaz de despertarla. En la casa no había prácticamente nadie salvo su hombre. Desde que conocía la historia de las brujas Mayfair —tras haber leído el largo documento de Aaron Lightner—, Mona estaba obsesionada con la casa de la calle Primera. Deseaba formularle a Michael algunas preguntas sobre lo que había leído acerca de trece brujas procedentes de una aldea escocesa llamada Donnelaith, una de las cuales —una desdichada aunque astuta mujer— había sido quemada en la hoguera en 1659. Todo el mundo soñaba con tener una historia tan pintoresca. Al menos, Mona.
Había ciertos pormenores de la larga historia familiar que tenían un significado especial para ella. Lo que más le intrigaba era la leyenda sobre la vida del tío Julien.
Incluso Gifford, la tía de Mona, se encontraba esa noche lejos de Nueva Orleans, en su casa de Destin, en Florida, ocultándose de todos y preocupada por el clan. Gifford le había rogado a la familia que no se reuniera en la casa el martes de carnaval. Pobre tía Gifford. Había prohibido que se mencionara en su presencia el informe sobre las brujas Mayfair. «No creo en esas cosas», decía.
La tía Gifford vivía en un permanente estado de terror. No quería ni oír hablar de las leyendas del pasado. La pobre tía Gifford sólo soportaba la presencia de su abuela, la anciana Evelyn, porque ésta casi nunca pronunciaba una palabra. La tía Gifford ni siquiera quería reconocer que era nieta de Julien.
En ocasiones, Mona se sentía tan triste por la tía Gifford que casi le entraban deseos de romper a llorar. La tía Gifford sufría por toda la familia, y nadie se sentía más apenada por la desaparición de Rowan Mayfair que ella. Ni siquiera Ryan. En el fondo, la tía Gifford era una mujer entrañable; no existía nadie mejor que ella para pedirle consejo sobre los aspectos prácticos de la vida, como cuál era el vestido idóneo para el baile de la escuela, si una debía afeitarse o no las piernas, o qué perfume era el más indicado para una chica de trece años (Laura Ashley n.º 1). En resumen, el tipo de cosas frívolas que Mona ignoraba.
¿Qué se proponía Mona esa noche del martes de carnaval, ahora que había conseguido quedarse sola y nadie sabía lo que había maquinado? Ella sí lo sabía, por supuesto. ¡La casa de la calle Primera era suya! Parecía como si la enorme y tenebrosa mansión, con sus blancas columnas, le susurrara: «Mona, Mona, entra sin temor. Aquí vivió y murió el tío Julien. Ésta es la casa de las brujas y tú también eres una bruja. Éste es el lugar al que perteneces.»
Quizás era el propio tío Julien quien le hablaba. No, sólo era una fantasía. Con una imaginación como la de Mona, uno podía ver y oír lo que deseara.
Pero, quién sabe, puede que una vez que hubiera logrado entrar viese al fantasma del tío Julien. Sería estupendo. Sobre todo si se topaba con el simpático y elegante tío Julien con el que solía soñar.
Mona atravesó la calle bajo el oscuro techado que formaban las ramas de las encinas, se encaramó apresuradamente a la vieja verja de hierro y aterrizó al otro lado, entre unas matas y unos filodendros, sintiendo el frío y húmedo follaje sobre su rostro. Acto seguido, tras alisarse la falda del vestido rosa, comenzó a andar sigilosamente por el camino empedrado.
A ambos lados de la amplia puerta de entrada habían unas farolas encendidas. En el oscuro porche Mona distinguió la silueta de unas mecedoras pintadas de negro, al igual que los postigos. Echó un vistazo alrededor del inmenso jardín, el cual parecía envolverla y aislarla del resto del mundo.
La casa ofrecía el mismo aspecto de siempre —hermosa, misteriosa y atrayente—, aunque a Mona le gustaba más antes de que Michael decidiera restaurarla, cuando estaba en ruinas y abandonada. Le gustaba contemplar a Deirdre sentada en una de las mecedoras del porche, mientras las gigantescas parras trepadoras amenazaban con engullir la casa y el jardín que la rodeaba.
Michael había salvado la casa, pero Mona hubiera preferido entrar en ella cuando estaba todavía en ruinas. Sabía que habían hallado un cadáver en el desván. Había oído a su madre y a la tía Gifford hablar de ello con frecuencia. La madre de Mona tenía tan sólo trece años cuando nació ésta, y la tía Gifford siempre había estado junto a ellas.
De hecho, durante un tiempo Mona no estuvo segura de si su madre era Alicia o Gifford. Posteriormente había aparecido la anciana Evelyn, a quien le encantaba sostener a Mona en su regazo. Aunque apenas hablaba, la anciana Evelyn solía cantar unas canciones muy melancólicas. Por aquella época Alicia se había convertido en una alcohólica y era Mona quien se ocupaba de la casa de la calle Amelia.
En aquellos tiempos hablaban con frecuencia del cadáver que habían encontrado en el piso de arriba. Hablaban de la tía Deirdre, la heredera, la cual se hallaba sumida en un estado catatónico. Hablaban de todos los misterios de la calle Primera.
La primera vez que Mona entró en la casa de la calle Primera, poco antes de que Rowan se casara con Michael, tuvo la sensación de percibir el hedor del cadáver que habían hallado en el desván. Sintió deseos de subir y apoyar las manos en el lugar donde había yacido éste. En aquella época Michael Curry estaba restaurando la casa, que se encontraba llena de pintores. Cada vez que Mona trataba de subir al desván, la tía Gifford la miraba severamente y le prohibía que se moviera.
Michael Curry había realizado un trabajo prodigioso. Mona soñaba con poder remozar algún día la casa situada en Saint Charles y Amelia.
Nada le impediría ahora a Mona subir al tercer piso. Gracias a la historia que había leído conocía la identidad del hombre que había muerto allí, un joven investigador perteneciente a la organización Talamasca y llamado Stuart Townsend. Aún no habían descubierto quién lo había envenenado, pero Mona suponía que había sido el tío Cortland; en realidad no era su tío, sino su tatarabuelo, lo cual constituía uno de los enigmas más divertidos de la historia familiar.
Luego estaba el misterio de los olores. Mona quería investigar la procedencia del olor que invadía el vestíbulo y el salón de la casa de la calle Primera. No tenía nada que ver con el cadáver, sino con el desdichado suceso acaecido en Navidad. Era un olor que nadie percibía excepto ella, a menos que la tía Gifford hubiera mentido cuando Mona le preguntó si lo notaba.
La tía Gifford le había mentido. Se negaba a reconocer que «veía cosas» y percibía extraños olores. «No huelo nada raro», decía enojada. Quizá fuera cierto. Los Mayfair eran capaces de adivinar el pensamiento de otras personas, pero erigían unos impenetrables muros entre ellos.
Mona deseaba tocarlo todo. Quería encontrar el Victrola. Las perlas no le importaban, sólo el Victrola. Y quería averiguar EL GRAN SECRETO FAMILIAR, es decir, lo que le había sucedido a Rowan Mayfair el día de Navidad. ¿Por qué había abandonado a Michael, su recién estrenado marido? ¿Y por qué habían hallado a éste flotando en la helada piscina? Estaba medio muerto. Todo el mundo creyó que iba a morir, excepto Mona.
Por supuesto, Mona había hecho algunas conjeturas respecto a lo ocurrido, pero quería conocer la versión de Michael Curry. Y hasta la fecha no existía tal versión. Si Michael le había contado a alguien lo sucedido el día de Navidad, esa persona probablemente era su amigo Aaron Lightner, miembro de la organización denominada Talamasca, el cual no se lo revelaría a nadie. Todos se compadecían de Michael y no querían forzarlo a hablar sobre el asunto. Habían temido que muriera a consecuencia del accidente.
El día del accidente, por la noche, Mona había conseguido entrar en la unidad de cuidados intensivos del hospital donde estaba ingresado Michael y le había acariciado la mano. Estaba convencida de que no moriría. Se había lesionado el corazón al permanecer sumergido unos minutos en el agua helada de la piscina, sin respirar, y debía descansar para reponerse, pero no moriría. Mona lo comprendió en cuanto le tomó el pulso. Tocar a Michael era como tocar a un Mayfair. Poseía algo especial, como todos los Mayfair. Mona sabía que veía fantasmas, aunque en la historia de las brujas Mayfair no constaban ni él ni Rowan. Mona se preguntaba si Michael estaría dispuesto a revelarle la verdad, como, al parecer, se la había revelado a ciertas personas.
Mona tenía mucho que aprender y descubrir. El hecho de tener trece años era una broma pesada. En realidad no tenía trece años, como tampoco habían tenido nunca trece años Juana de Arco o Catalina de Siena. Eran santas, sí, pero eran casi unas brujas.
¿Y lo de la Cruzada de los Niños? De haber estado Mona allí, habría conseguido que les devolvieran Tierra Santa. ¿Y si promoviera una revuelta nacional de genios de trece años, para exigir el derecho al voto en base a la inteligencia y que les concedieran el permiso de conducir en cuanto estuviesen capacitados para ello y los pies les llegaran a los pedales del coche? En fin, esas cuestiones tendrían que aguardar.
Esta noche, mientras regresaban tras asistir al desfile de carnaval, Mona comprendió que Michael estaba lo suficientemente fuerte como para acostarse con ella, suponiendo que lograra convencerlo de que lo hiciese, lo cual no era tarea fácil.
Los hombres de la edad de Michael poseían una interesante combinación de conciencia y autocontrol. Los viejos, como su tío abuelo Randall, se dejaban conquistar con facilidad, y los muchachos jóvenes, como su primo David, eran insignificantes.
Para una niña de trece años, el hecho de perseguir a Michael Curry era como escalar el Everest, pensó Mona sonriendo. «Lo conseguiré aunque me cueste la vida», se dijo. Puede que cuando lograra conquistarlo supiese lo que él sabía sobre Rowan, por qué Rowan y él se habían peleado el día de Navidad y por qué ella había desaparecido. A fin de cuentas, no se trataba de que Michael traicionara a Rowan. Seguramente Rowan se había largado con un hombre; y toda la familia, aunque se negara a hablar de ello, temía por su suerte.
Rowan no estaba muerta; simplemente, era como si se hubiera marchado dejando la puerta del corral abierta. Mona estaba loca por Michael Curry, un hombre fuerte, recio y al mismo tiempo tierno como un osito de peluche.
Mona contempló durante unos instantes el inmenso vestíbulo en forma de U, pensando en todos los retratos de los miembros de la familia que había visto allí a lo largo de los años. El retrato del tío abuelo Julien seguía colgado en la casa de la calle Amelia, aunque la madre de Mona tenía que retirarlo cada vez que aparecía la tía Gif-ford, a pesar de que eso constituía una ofensa para la anciana Evelyn. La anciana Evelyn rara vez despegaba los labios; lo único capaz de arrancarla de su mutismo era su preocupación por Mona y la madre de ésta, pues temía que Alicia acabara muriendo a causa de su afición a la bebida. Patrick, el padre de Mona, estaba siempre tan borracho que ni siquiera sabía quién era.
Mientras contemplaba el vestíbulo, Mona tuvo la sensación de que veía al tío Julien con su pelo canoso y sus ojos azules. Era curioso pensar que años atrás solía bailar allí con la anciana Evelyn. El informe Talamasca omitía ese detalle. La historia había pasado por alto a la anciana Evelyn y a sus nietas Gifford y Alicia, así como a la única hija de Alicia, Mona.
Pero esto no era más que un juego. El tío Julien no estaba realmente allí. Esas visiones no eran reales, aunque Mona estaba segura de que no tardarían en materializarse.
Mona se dirigió por el camino empedrado hacia la parte lateral de la casa, hasta alcanzar el porche donde la tía Deirdre solía sentarse en una mecedora. Mona la había observado en muchas ocasiones desde la verja, aunque nunca había entrado. Ahora sabía que drogaban a la pobre Deirdre.
El porche ofrecía un aspecto limpio y aseado. Habían retirado la mampara, pero el tío Michael había instalado de nuevo la mecedora de Deirdre y solía pasar horas sentado allí, aterido de frío, como si estuviera tan loco como ella. Las ventanas del cuarto de estar estaban cubiertas por unos visillos de encaje y unas cortinas de seda. Todo tenía un aire muy suntuoso.
Hacía muchos años, la tía Antha, una bruja como su hija Deirdre, se había caído en el mismo lugar en que se encontraba ahora Mona —donde el camino empedrado se hacía más ancho y formaba un recodo—, falleciendo al instante. Se había partido la cabeza y la sangre manaba copiosamente de ésta y de su corazón.
Nadie podía impedir ahora que Mona se arrodillara y tocara las piedras sobre las que había caído Antha. Durante unos instantes creyó ver a Antha, una joven de dieciocho años, con la mirada perdida en el infinito y luciendo un collar de esmeraldas manchado de sangre que se le había enredado en el pelo.
Pero no podía estar segura de que no fuera producto de su imaginación, dado que había oído contar repetidas veces esas historias y había tenido unos sueños muy raros. Un día, sentada ante la mesa de la cocina, Gifford dijo sollozando:
—Esa casa está embrujada. No dejes que Mona vaya allí.
—Tonterías —replicó Alicia—. Mona quiere ser una de las damas de honor en la boda de Rowan Mayfair.
Había sido, ciertamente, un honor. Fue una boda por todo lo alto. Mona se había divertido mucho. De no ser porque la tía Gifford no le quitaba los ojos de encima, Mona hubiera registrado esa misma tarde la casa de la calle Primera mientras los demás bebían champán, hablaban sobre cosas intrascendentes y hacían conjeturas sobre el señor Lightner, quien todavía no les había revelado su historia.
Mona no habría asistido a la boda si la anciana Evelyn no se hubiera levantado de la silla para encararse con la tía Gifford.
—Deja que la niña sea dama de honor —dijo con voz seca.
La anciana Evelyn había cumplido noventa y un años. Puesto que rara vez abría la boca, cuando por fin se decidía a hablar todo el mundo le prestaba atención, aunque en ocasiones resultaba difícil comprender lo que decía.
A veces Mona detestaba a la tía Gifford por sus temores y sus constantes angustias, aunque nadie podía realmente odiarla. Era demasiado buena, sobre todo con su hermana Alicia, la madre de Mona, a quien todo el mundo consideraba un caso perdido porque la habían internado tres veces en un hospital debido a su afición al alcohol y no había servido de nada. Todos los domingos Gifford iba a la calle Amelia para limpiar la casa, barrer la acera y hacerle compañía a la anciana Evelyn. De paso le llevaba unos vestidos a Mona, que detestaba ir de compras.
—Deberías vestirte como las jovencitas de tu edad —le había dicho la tía Gifford hacía unos días.
—Prefiero vestirme como una niña pequeña —respondió Mona—. Es una especie de disfraz. Además, la mayoría de las chicas de mi edad tienen un aspecto bastante desaliñado. Me gustaría ofrecer un aire corporativo, pero me temo que soy demasiado bajita.
—Tienes el pecho muy desarrollado. Es difícil encontrar vestidos infantiles de tu talla.
—¿En qué quedamos? Unas veces quieres que crezca rápidamente y otras que me comporte como es debido. ¿Qué soy para ti, una niña o un problema sociológico? Detesto la uniformidad. Es destructiva. Fíjate en los políticos. Todos se visten igual en Washington, con corbata, camisa y traje gris. Es horrible.
—Quiero que seas más responsable. Que te vistas como corresponde a una joven de tu edad y te comportes como tal, en lugar de parecer una puta de Babilonia con una cinta en el pelo.
Gifford se detuvo, asombrada de haberse atrevido a pronunciar la palabra «puta».
—¡Perdóname, cariño! —exclamó, sonrojándose y haciendo aspavientos—. Sabes que te quiero mucho, Mona. No era mi intención ofenderte.
—Lo sé, tía Gif, pero no vuelvas a decir nada semejante.
Mona permaneció un buen rato arrodillada sobre las frías piedras del camino, hasta que empezó a notar que le dolían las rodillas.
—Pobre Antha —murmuró.
Acto seguido se levantó, se alisó la falda, se apartó el pelo de la cara y se aseguró el lazo que llevaba en la cabeza. El tío Michael le había dicho que le encantaba su lazo de seda.
—Todo irá bien —había afirmado esa misma tarde, cuando se dirigían a ver el desfile de carnaval—, siempre y cuando Mona luzca un bonito lazo.
—En noviembre cumplí trece años —murmuró ella, acercándose a él y agarrándole la mano—. Dicen que soy demasiado mayor para llevar lazos en el pelo.
—¿Que has cumplido trece años? —replicó Michael, mirándola estupefacto. Sus ojos se posaron brevemente en sus pechos, pero enseguida se sonrojó y apartó la mirada—. No lo sabía. Pero no estoy de acuerdo en que dejes de llevar un lazo en el pelo. Sueño con frecuencia con tu cabello rojo y ese lazo.
Lo había dicho en tono poético, medio en broma. Era un hombre bondadoso y encantador, pero lo cierto es que se había sonrojado ligeramente. Algunos hombres de su edad consideraban a una chica de trece años una especie de bebé nada interesante, pero Michael no era así.
Mona decidió reflexionar sobre la estrategia que debía seguir cuando entrara en la casa y estuviera junto a él. De momento, le apetecía pasear por el jardín. Subió los escalones que conducían a la terraza. Las luces de la piscina estaban encendidas, dándole un hermoso resplandor. La superficie exhalaba un poco de vapor, aunque Mona no comprendía por qué se molestaban en calentar el agua de la piscina. Michael había jurado no volver a bañarse en ella. De todos modos, el día de San Patricio, hiciera la temperatura que hiciese, probablemente habrían cien niños Mayfair chapoteando en la piscina, de modo que era preferible que el agua estuviera templada.
Mona atravesó la terraza hasta llegar a la caseta de la piscina, junto a la que habían hallado unas gotas de sangre en la nieve, lo cual significaba que se había producido una pelea. En estos momentos el suelo estaba limpio, cubierto únicamente por unas hojas. El jardín acusaba todavía los efectos de las fuertes nevadas que habían caído ese año, poco frecuentes en Nueva Orleans, aunque gracias al calor de la semana pasada las maravillas habían florecido de nuevo. Mona aspiró su fragancia y contempló las pequeñas flores en la penumbra. Resultaba difícil imaginar ese paisaje cubierto de sangre y nieve, y a Michael Curry flotando en la piscina, con el rostro ensangrentado, lleno de contusiones y medio muerto.
De pronto Mona percibió otro aroma, un extraño olor que antes había detectado en el vestíbulo y en el cuarto de estar, donde había una alfombra china. Era un olor casi imperceptible, pero ella lo había notado. Lo percibió al acercarse a la balaustrada que rodeaba la piscina, mezclado con el aroma de las maravillas. Olía a caramelo o algo parecido, aunque no se trataba de nada comestible.
De pronto sintió rabia contra la persona o las personas que habían herido a Michael Curry. Éste le había caído bien desde el momento en que lo conoció. Rowan Mayfair también le era simpática. Le hubiera gustado pasar un rato charlando a solas con ellos para hacerles algunas preguntas y pedirles que le cedieran el Victrola, suponiendo que fueran capaces de encontrarlo, pero no había tenido oportunidad de hacerlo.
Mona se arrodilló de nuevo en el suelo y tocó las frías losas, que lastimaban sus rodillas. Seguía percibiendo el olor, pero no vio nada de particular. Luego dirigió la vista hacia el ala de los sirvientes. Todas las luces estaban apagadas.
Al mirar hacia la cochera, situada detrás de la encina de Deirdre, comprobó que había una luz encendida, lo que significaba que Henri todavía estaba despierto. «Bueno, ¿y qué?», se dijo Mona. No le sería difícil librarse de Henri. Esta misma noche, mientras cenaban después del desfile, Mona se había puesto a pensar en Henri y había llegado a la conclusión de que debía de estar muerto de miedo y no quería permanecer en aquella casa. El viejo mayordomo no sabía qué hacer para complacer a Michael, el cual insistía:
—Soy lo que suele decirse un alto proletario, de modo que me conformo con un plato de habichuelas y arroz.
Un alto proletario. Después de cenar, cuando Michael intentó emprender la retirada y tomarse su copita de reconstituyente, según decía él, Mona se le acercó para preguntarle:
—¿Qué es un alto proletario, tío Michael?
—¡Qué lenguaje! —respondió él, fingiendo sorpresa. Luego, impulsivamente, le había acariciado el lazo que llevaba en el pelo.
—Lo siento —dijo ella—, pero es muy importante que una señorita bien educada posea un extenso vocabulario.
Michael se echó a reír y la miró intrigado.
—Un alto proletario es una persona que no tiene que preocuparse de complacer a la clase media —contestó—. No sé si una señorita como tú es capaz de comprenderlo.
—Desde luego. Me parece muy lógico lo que dices y quiero que sepas que detesto la uniformidad.
Michael soltó otra carcajada.
—¿Cómo conseguiste convertirte en un alto proletario? —preguntó Mona—. ¿Adónde debo ir para inscribirme?
—No se trata de una organización, Mona —respondió Michael—. Un alto proletario nace proletario. Es un hijo de bombero que ha ganado mucho dinero. Un alto proletario puede cortar el césped de su jardín cuando le apetezca, lavar él mismo su coche o conducir una furgoneta aunque todo el mundo le diga que se compre un Mercedes. Un alto proletario es un hombre libre.
El tío Michael la miró sonriendo y Mona sintió que se derretía. Por supuesto, se estaba burlando un poco de sí mismo. Pero le gustaba mirarla, eso era evidente. Sí, le gustaba mirarla. Tan sólo le frenaban la prudencia y el sentido del decoro.
—Suena estupendo —dijo Mona—. ¿Te quitas la camisa cuando cortas el césped?
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó el tío Michael en broma, ladeando la cabeza y con una expresión ingenua en los ojos.
—Ya te lo he dicho, trece —respondió ella.
Luego se puso de puntillas y le besó en la mejilla. Michael se sonrojó de nuevo. Sí, se había fijado en sus pechos, en su cintura y en sus caderas, que se insinuaban bajo el vestido de algodón rosa. Parecía conmovido por esa muestra de afecto, una emoción independiente de lo que sentía hacia ella. Durante unos instantes la observó con los ojos levemente humedecidos y luego se apresuró a decir que debía salir a tomar un poco el aire. Michael le había dicho algo sobre la noche del martes de carnaval, algo referente a haber pasado frente a esa casa en cierta ocasión, de niño, cuando se dirigía a ver el desfile.
Ahora tenía el corazón perfectamente bien, aunque los médicos le habían aconsejado que no abusara de sus fuerzas y le habían recetado un montón de medicinas. De vez en cuando sentía un pequeño dolor en el pecho, según le había confiado a Ryan, lo cual servía para recordarle lo que podía y lo que no podía hacer. Mona decidió averiguar qué era lo que podía y lo que no podía hacer.
Mona permaneció unos minutos junto a la piscina, pensando en los pormenores de esa rocambolesca historia. Al parecer, Rowan se había fugado tras sufrir un aborto en el salón; todo estaba cubierto de sangre y habían hallado a Michael, inconsciente y magullado, flotando en la piscina. ¿Tendría el extraño olor algo que ver con el aborto sufrido por Rowan? Mona le había preguntado a Pierce si había detectado ese olor y éste contestó negativamente. Luego se lo había preguntado a Bea. No. Y a Ryan. Por supuesto que no. Todos le habían dicho que dejara de husmear en busca de misteriosas pistas. Mona recordó la tensa expresión de la tía Gifford en el pasillo del hospital el día de Navidad, cuando temían que Michael fuera a morirse, y la forma en que había mirado al tío Ryan.
—¿Te has enterado de lo sucedido? —le preguntó.
—No son más que supersticiones —contestó Ryan bruscamente—. Me niego a escucharlas. No se te ocurra decir esas cosas delante de los niños.
—No voy a hablar de ello delante de los niños —dijo la tía Gifford, a punto de llorar—. No quiero que los niños lo sepan. Te ruego que les prohíbas ir a esa casa. ¡Hace tiempo que te lo suplico!
—¡Como si la culpa fuera mía! —replicó el tío Ryan.
Pobre tío Ryan, el abogado de la familia, el protector de la familia. Constituía un perfecto ejemplo de los perniciosos efectos de la uniformidad. Era un espléndido ejemplar masculino, un tipo heroico de pronunciada mandíbula, ojos azules, espalda ancha, vientre liso y manos de músico; pero uno no reparaba en esas cosas. Lo único que veías, al mirar al tío Ryan, era su traje gris, su camisa estilo Oxford y sus relucientes zapatos adquiridos en Church’s. Todos los varones que trabajaban en la firma Mayfair & Mayfair vestían de idéntica forma. Lo extraño era que las mujeres no vistieran también así, que hubieran optado por un estilo femenino a base de perlas, colores pastel y zapatos de tacón más o menos alto. Muy elegantes y refinadas. Mona decidió que cuando se convirtiera en multimillonaria adoptaría un estilo totalmente personal.
Durante la discusión en el pasillo del hospital, el tío Ryan demostró lo preocupado y angustiado que estaba por Michael Curry. No había pretendido herir los sentimientos de la tía Gifford; jamás habría hecho nada semejante.
En ese momento apareció la tía Bea y trató de aplacarlos a ambos. Mona sintió deseos de tranquilizar a la tía Gifford asegurándole que Michael no iba a morir, pero no quería alarmarla más. No se podía hablar de nada con la tía Gifford.
Tampoco se podía hablar con la madre de Mona desde que permanecía casi todo el día borracha. En cuanto a la anciana Evelyn, ni siquiera respondía cuando le dirigías la palabra. Sin embargo, cuando se decidía a hablar quedaba claro que aún conservaba la lucidez. «Discurre perfectamente», afirmó el médico.
Mona recordaba el día en que pidió permiso para visitar la casa cuando todavía estaba medio en ruinas y Deirdre se pasaba las horas sentada en la mecedora.
—Anoche tuve un sueño —les dijo a su madre y a la tía Gifford—. El tío Julien se me apareció y me ordenó que saltara la verja, prescindiendo de que la tía Carlotta estuviera o no allí, y me sentara en las rodillas de la tía Deirdre.
Era cierto. La tía Gifford se puso histérica.
—No te acerques a la prima Deirdre —dijo.
Alicia se echó a reír y la anciana Evelyn se limitó a presenciar la escena en silencio.
—¿Has visto alguna vez a alguien con tu tía Deirdre cuando pasas frente a la casa? —le preguntó Alicia.
—¡Cici! ¿Cómo se te ocurre hacerle a la niña esa pregunta? —le espetó la tía Gifford.
—Sólo he visto al joven que siempre está con ella —replicó Mona.
Al oír aquello, la tía Gifford se puso aún más histérica. Tras ese episodio le prohibieron que volviera a acercarse por las inmediaciones de la casa. Por supuesto, Mona no hizo el menor caso y siguió yendo cada vez que le apetecía. Tenía dos amigas del Sagrado Corazón que vivían cerca de la casa situada en la esquina de las calles Primera y Chestnut. A veces, Mona las acompañaba al salir de la escuela para pasar frente a la casa. Sus amigas estaban encantadas de que les ayudara a hacer los deberes y le contaban muchas cosas sobre la misteriosa casa.
—Ese hombre es un fantasma —murmuró su madre delante de la tía Gifford—. No le digas nunca a nadie que lo has visto. Pero a mí puedes decírmelo. ¿Qué aspecto tenía?
Acto seguido Alicia soltó una sonora carcajada y la tía Gifford rompió a llorar. La anciana Evelyn no dijo nada, pero se notaba que no se había perdido ripio por la viva expresión que reflejaban sus ojillos azules. ¿Qué pensaría sobre sus dos nietas?
Más tarde, mientras se dirigían hacia el coche de la tía Gifford (un Jaguar sedán, muy Gifford, muy Metairie), ésta le dijo a Mona:
—Te ruego que me hagas caso y no vuelvas a acercarte por esa casa. Es un lugar perverso.
Mona deseaba complacerla, pero se moría de ganas de averiguar cuanto pudiera sobre la casa. Y más ahora, después de la pelea que habían tenido Rowan y Michael. Tenía que descubrir los secretos que ocultaba.
El hecho de hallar el documento Talamasca sobre el escritorio de Ryan había exacerbado su curiosidad. El informe sobre las brujas Mayfair. Mona lo cogió apresuradamente y lo leyó de cabo a rabo mientras almorzaba en una cafetería, antes de que alguien lo echara en falta. Donnelaith, en Escocia. ¿No tenía la familia unas propiedades allí? ¡Qué historia! Los detalles sobre Antha y Deirdre eran de lo más escandaloso. Mona dedujo que la versión original del documento debía de incluir a Michael y a Rowan Mayfair, si bien ese pasaje había sido suprimido.
Aaron Lightner había interrumpido «la narración» —según decía en las páginas del informe— antes del nacimiento de la «actual heredera del legado de los Mayfair», a fin de no violar la intimidad de los vivos, aunque la Orden consideraba que la familia tenía derecho a conocer la historia en tanto en cuanto era conocida por otras personas y existían documentos al respecto.
Hummm. Todos los miembros de la organización Talamasca eran muy extraños. «Y la tía Bea está a punto de casarse con uno de ellos», pensó Mona. Era como comprobar que una mosca acababa de caer en la pegajosa tela de araña que ella había tejido minuciosamente.
El hecho de que Rowan Mayfair hubiera conseguido escapar de las garras de Mona, quien jamás había conseguido permanecer cinco minutos a solas con ella, constituía una tragedia digna de ser archivada en \WS\MONA\DERROTA.
Mona tenía la impresión de que Rowan, al igual que los demás, temía sus poderes sobrenaturales.
A ella, sin embargo, no le daban miedo. Se sentía perfectamente en forma, como una bailarina. Sólo medía un metro cincuenta y cinco centímetros, y no era probable que creciera mucho más, pero tenía un cuerpo muy desarrollado para su edad.
Le gustaba ser fuerte y tener extraños poderes. Le gustaba adivinar los pensamientos de los demás y ver cosas que los otros no podían ver. El hecho de saber que el hombre que había visto era un fantasma la excitaba. En realidad, eso no le sorprendía. Ojalá hubiera podido entrar en la casa en aquellos tiempos.
Pero esa época había pasado, y el presente era el presente. Un presente muy alentador. La desaparición de Rowan Mayfair había trastornado a la familia; la gente se mostraba dispuesta a revelar ciertos secretos. Y ahora tenía ante sus ojos la casa, en ese momento ocupada tan sólo por Michael Curry y ella misma.
El olor que notara junto a la piscina se había disipado un poco; o puede que Mona se hubiera acostumbrado a él. El caso es que persistía allí.
Había llegado el momento.
Mona se dirigió al porche trasero y comprobó una por una las diversas puertas de acceso a la cocina. Si hubieran olvidado cerrar una de ellas... Pero no, el meticuloso Henri las había cerrado todas. Daba lo mismo, estaba resuelta a entrar en la casa.
Mona rodeó la casa hasta llegar a la antigua cocina, actualmente transformada en un baño, y alzó la vista hacia la ventana del mismo. ¿Quién iba a cerrar a cal y canto una ventana tan elevada? Pero ¿cómo conseguiría trepar hasta ella? Pues utilizando uno de los grandes cubos de basura de plástico, que apenas pesaban. Mona se dirigió hacia el callejón donde se hallaban, agarró uno por el mango y lo transportó haciéndolo rodar. ¡Qué idea tan brillante! Luego se encaramó a él, primero de rodillas y luego de pie, abrió los postigos verdes de la ventana del baño y subió el cristal.
Tras abrir la ventana, cosa que consiguió sin mayores dificultades, se coló por ella sin que le preocupara ensuciarse el vestido y aterrizó sobre la moqueta.
¡Al fin había conseguido penetrar en la misteriosa casa de la calle Primera! Durante unos momentos Mona permaneció de pie en el pequeño cuarto de baño, contemplando el reluciente retrete y el lavabo de mármol blanco y tratando de recordar su último sueño, en el que el tío Julien la había conducido a la casa y ambos habían subido la escalera.
No lo recordaba con precisión, pues habían pasado varios días desde que lo tuvo, pero Mona lo había escrito en su ordenador y archivado en el directorio \WS\MONA\JULIEN, como todos los sueños en los que se le aparecía éste. Recordaba perfectamente el informe, pues lo había releído multitud de veces, pero no el sueño.
El tío Julien había colocado un disco en el Victrola, el que Mona quería que le regalaran, y había comenzado a bailar por la habitación vestido con una bata de seda guateada. Mona recordaba que le había dicho que Michael era demasiado bueno. Pero hasta los propios ángeles tienen unos límites.
—La bondad pura rara vez me ha derrotado, ¿sabes, Mona? —dijo Julien con su delicioso acento francés, expresándose en inglés como solía hacer en los sueños de Mona, a pesar de que ella hablaba francés perfectamente—. Pero resulta un engorro para todo el mundo excepto para esas personas que son más buenas que el pan.
Sí, Michael era un buenazo. Mona había escrito en su ordenador: «Es un encanto, una maravilla, ¡está como un tren!» Luego había escrito las siguientes reflexiones en el archivo llamando «Michael»:
«Unas reflexiones sobre Michael Curry: Es más atractivo ahora que antes de sufrir el ataque cardíaco. Me recuerda a un animal salvaje que se ha lastimado una pata, a un caballero antiguo con una pierna rota, a lord Byron con el pie deforme.»
Michael le parecía «guapo a rabiar». No necesitaba que se lo confirmaran sus sueños, aunque éstos le infundían valor. El hecho de que el tío Julien la animara a seguir adelante con sus planes indicaba que Michael era una espléndida conquista. El tío Julien, según le contó él mismo, se había acostado con la anciana Evelyn cuando ésta tenía tan sólo trece años, la edad de Mona, en el desván de la casa de la calle Primera. De esta unión ilícita había nacido la desdichada Laura Lee, la madre de Gifford y de Alicia. El tío Julien le había regalado a la anciana Evelyn su Victrola, diciendo: «Llévatelo de aquí antes de que llegue alguien. Te lo regalo.»
—Era un plan absurdo —le confió el tío Julien a Mona—. Jamás he creído en la brujería. Pero tenía que hacer algo. Mary Beth había quemado mis cuadernos sin ni siquiera esperar a que me muriera. Los quemó en una hoguera que encendió en el césped, como si yo fuera un niño sin derechos ni dignidad. El Victrola constituía una especie de elemento mágico, de vudú, un foco de mi propia voluntad.
Mona lo había entendido todo perfectamente cuando tuvo el sueño, pero al día siguiente no comprendía a qué se refería el tío Julien con lo de un «plan absurdo». Sólo recordaba que éste quería que ella se quedara con el Victrola. Le había dicho algo sobre la brujería, el tema favorito de Mona.
Pero ¿qué había sido del dichoso Victrola?
En 1914 el tío Julien se había esforzado en sacar aquel trasto de la casa, suponiendo que el hecho de acostarse con la anciana Evelyn, que a la sazón tenía trece años, hubiera representado un esfuerzo. Cuando ésta intentó regalarle el Victrola a Mona, Gifford y Alicia se habían enzarzado en una violenta disputa.
Mona jamás había presenciado una pelea como la que sostuvieron su madre y la tía Gifford.
—Te prohíbo que le regales el Victrola —gritó Gifford, precipitándose sobre Alicia, abofeteándola repetidas veces y sacándola a empellones de la habitación donde había escondido el Victrola.
—¡No puedes impedírmelo! ¡Es mi hija, y la anciana Evelyn quiere que ella lo herede! —contestó Alicia.
—No te preocupes, de niñas siempre andaban peleándose —le explicó la anciana Evelyn a Mona—. Gifford no conseguirá destruir el Victrola. Algún día lo heredarás tú. Ningún Mayfair sería capaz de destruir el viejo Victrola del tío Julien. En cuanto a las perlas, dejaré que Gifford las conserve de momento.
A Mona le importaban un comino las perlas.
Tras esa larga parrafada, la anciana Evelyn guardó silencio durante las tres semanas siguientes.
Agotada por las constantes disputas que sostenía con su hermana, Gifford acabó cayendo enferma. Era lógico. El tío Ryan tuvo que llevarla a Destin, en Florida, para que reposara una temporada en la casita de la playa. Después del funeral de Deirdre había sucedido lo mismo; la tía Gifford se había puesto tan mala que Ryan la acompañó a Destin. La tía Gifford siempre huía a Destin, a la playa de arena blanca bañada por las transparentes aguas del golfo, para refugiarse en el sosiego y la paz que le ofrecía su pequeña y moderna casa desprovista de telas de araña y leyendas.
El problema era que la tía Gifford no llegó a darle a Mona el Victrola. Cuando Mona le preguntó dónde estaba, su tía contestó:
—Lo he trasladado a la casa de la calle Primera, lo mismo que las perlas. Lo he depositado todo en un lugar seguro. Allí es donde deben permanecer los objetos del tío Julien, en esa casa, junto con sus recuerdos.
Alicia había protestado airadamente, y ésta y su hermana se habían enzarzado de nuevo en una pelea.
En uno de los sueños que tuvo Mona el tío Julien le había dicho, mientras bailaba al son de un vals:
—Es el vals de La Traviata, una excelente música para una cortesana.
Y continuó bailando mientras Mona se deleitaba escuchando la bella voz de la soprano.
Mona había oído la melodía con toda claridad e incluso era capaz de tararearla. El Victrola tenía un hermoso sonido seco. Más tarde, la anciana Evelyn reconoció la canción que tarareaba Mona. Era el vals de Violetta, compuesto por Verdi.
—Es el disco de Julien —dijo.
—Sí, pero ¿cómo voy a conseguir el Victrola? —preguntó Mona en su sueño.
—¿Es que no hay nadie en esta familia capaz de ocurrírsele una idea? —replicó enojado el tío Julien—. Estoy muy cansado, ¿no lo comprendes? Cada vez me siento más débil. Ponte un lazo morado en el pelo, chérie. Detesto ese lazo rosa, aunque reconozco que queda muy espectacular con tu pelo rojo. Pero ponte un lazo morado en memoria de tu tío Julien. Estoy muy cansado...
—¿Por qué? —preguntó Mona. Pero el tío Julien ya había desaparecido.
A raíz de ese sueño, que había tenido en primavera, Mona se apresuró a comprar una cinta morada, pero Alicia dijo que traía mala suerte y se la quitó. Esta noche Mona llevaba un lazo rosa, igual que su vestido de algodón y encaje.
Al parecer, la prima Deirdre había fallecido en mayo, poco después de que Mona tuviera ese sueño, y la casa de la calle Primera había ido a parar a manos de Rowan y Michael, que comenzaron a restaurarla. Cada vez que Mona pasaba frente a la casa veía a Michael en el tejado, o en lo alto de una escalera, o encaramado en la verja de hierro, o en el parapeto, sosteniendo un martillo en la mano.
—¡Eh, Tor! —le gritó un día Mona. Michael no la oyó, pero había sonreído y la había saludado con la mano. Sí, era guapo a rabiar.
Mona no recordaba con exactitud las fechas en que había tenido los sueños. Al principio, no imaginó que tendría tantos. Sus sueños flotaban en el espacio. No había tomado la precaución de fecharlos y anotar los hechos referentes a los Mayfair por orden cronológico. Hacía poco, sin embargo, había abierto un subdirectorio llamado \WS\MAYFAIR\CRONO. Todos los meses descubría un nuevo truco relacionado con el ordenador y nuevas formas de archivar en él todos sus pensamientos, emociones y proyectos.
Mona abrió la puerta del baño y entró en la cocina. Al otro lado de la puerta de cristal vio la reluciente piscina; parecía como si la brisa hubiera agitado levemente la superficie del agua. Al aproximarse, Mona observó que se encendía una pequeña luz en el panel de alarma instalado en la cocina; pero el dispositivo no estaba conectado y por eso no se había disparado al abrir Mona la ventana. ¡Menos mal! Mona no había pensado en ello. El sistema de alarma había salvado la vida de Michael. De no ser por la prontitud de los bomberos —unos colegas de su padre, aunque éste había muerto hacía muchos años—, que lo hallaron flotando en la piscina, Michael habría muerto irremediablemente.
Michael. Sí, fue una atracción fatal desde el momento en que Mona lo conoció. Su corpulencia había tenido mucho que ver en el asunto; ciertos detalles como el perímetro de su cuello. Mona concedía gran importancia al cuello de los hombres. Era capaz de tragarse una película que no le interesaba sólo para contemplar el cuello de Tom Berenger.
Otra de las virtudes de Michael era su buen humor. El tío Michael siempre sonreía, y con frecuencia le guiñaba el ojo. A Mona le entusiasmaban sus inmensos ojos azules de mirada pasmosamente ingenua.
—Es un hombre impresionante —comentó en cierta ocasión Bea en tono de profunda admiración—. Realmente impresionante.
Incluso Gifford estaba de acuerdo.
Por lo general, los hombres tan bien constituidos como Michael eran unos idiotas. Los hombres inteligentes de la familia Mayfair eran todos perfectamente proporcionados. Si a alguno no le sentaba bien un traje de Brooks Brothers o Burberry’s, es que debía de ser ilegítimo. Le harían el vacío. Cuando regresaban de cursar sus estudios en Harvard parecían autómatas, siempre repeinados y bronceados de forma impecable, saludando educadamente a la gente y estrechando la mano de todo el mundo.
Incluso el primo Pierce, del que Ryan se sentía muy orgulloso, se había convertido en una brillante imitación de su padre hasta en el corte de pelo estilo Princeton. La dulce prima Clancy era perfecta para Pierce, una pequeña copia clónica de la tía Gifford, con la salvedad de que no sufría continuamente como ella. Pierce, Ryan y Clancy parecían estar hechos de vinilo. Eran unos perfectos abogados corporativos, su meta en la vida consistía en procurar no modificar ni alterar nada.
La firma de abogados Mayfair & Mayfair estaba llena de gente de vinilo.
—No seas tan criticona —le espetó un día su madre—. Administran el dinero de forma que tú y yo no tengamos que preocuparnos de nada.
—No estoy segura de que eso sea una buena idea —replicó Mona, observando a su madre mientras ésta trataba torpemente de encender un cigarrillo y alzar la copa de vino que había en la mesa. Mona se acercó a ella, asqueada de verla en ese estado.
Michael Curry era distinto de los otros Mayfair; tenía un aspecto varonil y relajado, deliciosamente hirsuto y desprovisto del lustre aristocrático de hombres como Ryan, pero adorablemente salvaje cuando se ponía las gafas de montura oscura y leía a Dickens, como hacía esta tarde cuando Mona subió a su habitación. Michael le dijo que no le importaba que fuera martes de carnaval, que no le apetecía bajar. Estaba todavía muy afectado por la desaparición de Rowan. El tiempo no significaba nada para él, porque si se ponía a pensar en ello habría recordado el tiempo que hacía que Rowan había desaparecido.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó Mona.
—Grandes esperanzas —respondió Michael—. Lo he leído varias veces. En estos momentos estaba leyendo el pasaje sobre la esposa de Joe y la forma en que escribía una «T» en la pizarra. ¿No lo has leído? Me gusta leer obras que ya he leído, es como escuchar una y otra vez tu canción favorita.
En aquel encantador cuerpo anidaba un brillante hombre de Neanderthal, dispuesto a agarrarte del pelo y arrastrarte hasta su cueva. Sí, un hombre de Neanderthal con el cerebro de un hombre de CroMagnon, un caballero tan culto, sonriente y educado como los demás miembros de la familia Mayfair. Mona admiraba su excelente vocabulario, aunque Michael no siempre hacía gala del mismo. Mona poseía un vocabulario de estudiante universitaria. De hecho, alguien de su escuela había comentado en cierta ocasión que, pese a ser tan joven, se expresaba como una persona adulta.
Michael se expresaba unas veces como un policía de Nueva Orleans y otras como un catedrático.
«Es una combinación de elementos insuperable», escribió Mona en el diario de su ordenador. De pronto recordó lo que había dicho el tío Julien: «Es demasiado bueno.»
«¿Y yo? ¿Acaso soy perversa?», murmuró Mona en la oscuridad. Esa palabra no constaba en el diccionario de su ordenador.
Mona estaba convencida de que no era perversa. Tales pensamientos resultaban anticuados, muy propios del tío Julien, al igual que la forma en que se le aparecía en sus sueños. De pequeña no conocía las palabras idóneas para describirlo, pero ahora sí: «Propenso a reírse y burlarse de sí mismo.» Eso es lo que había escrito en su ordenador, en el subdirectorio llamado \WS\JULIEN\CARÁCTER, en el archivo SUEÑO13.
Mona atravesó la cocina y la estrecha dependencia contigua, mientras un hermoso haz de luz blanca procedente del porche iluminaba las baldosas del suelo. El comedor era espléndido. Michael creía que la tarima que cubría el suelo había sido instalada en los años treinta, pero Julien le aseguró a Mona que databa de 1890. ¿Qué se suponía que debía hacer Mona con todos los detalles que Julien le había revelado en sus sueños?
Pese a la penumbra, Mona distinguía perfectamente los viejos murales, oscurecidos por el paso del tiempo. Éstos reproducían la plantación de Riverbend, donde había nacido Julien, con su curioso universo de fábricas de azúcar, cabañas de esclavos, establos y carruajes que circulaban por el tortuoso camino que discurría junto al río. Claro está que Mona podía ver en la oscuridad, al igual que los gatos. La oscuridad le encantaba, se sentía segura en ella, le entraban ganas de ponerse a cantar. Era imposible explicarles a los demás lo a gusto que se sentía a solas en la oscuridad.
Contempló la larga mesa, pulida y reluciente, aunque hacía pocas horas se habían sentado ante ella para disfrutar del banquete del martes de carnaval, con tartas heladas y un bol de ponche lleno de champán. Los Mayfair comían hasta hartarse cuando iban a la casa de la calle Primera, pensó Mona. Todos estaban encantados de que Michael siguiera manteniendo la casa abierta a pesar de que Rowan se hubiera largado en circunstancias más que sospechosas. ¿Sabía acaso Michael dónde se encontraba Rowan?
—Rowan le ha destrozado el corazón —dijo la tía Bea, con lágrimas en los ojos.
Bien, pues la pequeña Mona, la niña prodigio, trataría de repararlo.
Mona entró en el vestíbulo, se detuvo y apoyó las manos en el arco de la entrada, adoptando la misma pose que el tío Julien en muchos viejos retratos, sintiendo el silencio y la grandeza de la casa que la rodeaba, aspirando el aroma de la madera.
De pronto percibió de nuevo el curioso olor, que le hizo sentirse... casi hambrienta. Era delicioso. No olía a caramelo, ni tampoco a chocolate, pero sí a algo similar, evocaba un sabor que parecía cien sabores unidos en uno. Como la primera vez que uno prueba un bombón relleno de licor de cerezas, o un huevo de Pascua de Cadbury.
No, no era una buena comparación. No olía a nada comestible, sino más bien a alquitrán caliente. A Mona le gustaba mucho ese olor, lo mismo que el de la gasolina. Sí, era un olor de ese tipo.
Mona avanzó por el pasillo, observando las parpadeantes luces de los sistemas de alarma, ninguno de los cuales estaba conectado. Al llegar al pie de la escalera, notó que el olor se había hecho más intenso.
Mona sabía que el tío Ryan había investigado en esa zona de la casa. Después de que hubieran limpiado la sangre y retirado la alfombra china del salón, él había aparecido con un producto químico que hacía que las manchas de sangre relucieran en la oscuridad. Pero ahora todo estaba limpio. El tío Ryan se había ocupado de ello antes de que Michael regresara del hospital. Y éste juró que no detectaba ningún olor extraño.
Mona aspiró profundamente. Sí, el olor la hacía sentirse hambrienta. Recordó el día en que iba en autobús, tras escaparse de casa, sola y cargada de dinero, y percibió un delicioso aroma a carne asada. Se apeó apresuradamente del autobús y comprobó que el aroma procedía de un pequeño restaurante del barrio francés, un destartalado edificio situado en la avenida Esplanade. Pero la comida no sabía tan bien como olía.
Sin embargo, el olor que percibía ahora no era a comida.
Al penetrar en el amplio salón, Mona se quedó pasmada ante las reformas que había realizado Michael después de que se marchara Rowan. Era lógico que hubiera mandado retirar la alfombra china, puesto que estaba cubierta de sangre, pero no había necesidad de unir los dos salones y transformarlos en uno solo. Era como una blasfemia.
Ambos constituían ahora un grandioso salón que contenía un amplio sofá situado debajo del arco de entrada, junto a la pared, unos elegantes sillones franceses pertenecientes al tío Julien —según decía éste—, tapizados de damasco dorado y un tejido a rayas, de aspecto muy opulento, y una mesa de cristal a través de la cual se distinguían los oscuros tonos cobrizos de la inmensa alfombra. Ésta debía de medir unos siete metros y medio y se extendía desde la chimenea del primer salón hasta la del segundo. Tenía un aire muy antiguo, como si hubiera permanecido muchos años almacenada en un trastero. Puede que Michael la hubiera sacado del desván junto con las sillas doradas.
Según decían, las únicas instrucciones que había dado Michael, a su regreso del hospital, fueron que unieran los dos salones y colocaran allí los sillones de Julien, a fin de darle a la estancia un aspecto distinto.
Era lógico que Michael deseara borrar toda huella de Rowan; que quisiera reformar un lugar en el que ambos habían pasado momentos muy dichosos. Algunos sillones tenían la tapicería gastada y presentaban desconchones, y la alfombra, algo raída y deshilachada, descansaba sobre un suelo de madera de pino.
Es posible que todos los muebles estuvieran manchados de sangre. Nadie le había explicado a Mona lo que había sucedido exactamente. Nadie quería hablar de ello, excepto el tío Julien. A Mona no se le ocurría hacerle ninguna pregunta en sus sueños, sino que dejaba que el tío Julien hablara y bailara sin parar.
El Victrola no estaba en el salón. Ojalá lo hubieran sacado del desván y lo hubieran instalado allí junto con los otros objetos del tío Julien. Pero no lo habían hecho. Mona no le había oído decir a nadie que hubieran hallado el viejo Victrola.
Cada vez que iba a la casa Mona registraba la planta baja. Michael solía escuchar música en un pequeño casete, en la biblioteca. En la habitación reinaba el silencio, y el espléndido piano Bösendorfer, situado frente a la chimenea del segundo salón, parecía más un mueble decorativo que un instrumento.
Era una estancia muy bella. A Mona le gustaba sentarse en el enorme sofá, desde el cual contemplaba los espejos, las dos chimeneas de mármol blanco, situadas a la izquierda y a la derecha, y las dos puertas que daban acceso al porche, donde solía sentarse Deirdre. Sí, era una habitación encantadora y ofrecía una excelente vista del jardín. En ocasiones, Mona se ponía a bailar en el suelo desnudo del salón de la casa de la calle Amelia, soñando con suntuosos muebles y espejos y con acumular una fortuna en fondos de inversión, obtenidos con el dinero que le prestara la firma Mayfair & Mayfair.
«Podría hacerme rica en un año —pensó—, si consiguiera que uno de los estirados Mayfair se arriesgase a prestarme dinero.» Era inútil pedirles que remozaran la casa de la calle Amelia. La anciana Evelyn no hubiera vacilado en despachar a los operarios. No quería sacrificar su «tranquilidad». Además, ¿para qué iban a arreglar la casa, si Patrick y Alicia estaban siempre borrachos y peleándose y la anciana Evelyn no era más que una figurita silenciosa?
Mona disponía de su propio espacio, el gran dormitorio del piso superior, que daba a la avenida y donde guardaba su ordenador, sus disquetes, sus archivos y sus libros. Ya llegaría su momento. Hasta entonces, aprovecharía el tiempo a la salida de la escuela para estudiar los movimientos de la Bolsa.
Su sueño dorado era fundar una sociedad inversora llamada Mona Uno. Invitaría a los Mayfair a participar en el negocio, y ella misma elegiría las compañías en las que invertiría su sociedad, basándose en las campañas de éstas en favor del medio ambiente.
Mona sabía por el Wall Street Journal y el New York Times lo que sucedía en el mercado. Las compañías sensibles a los problemas ecológicos ganaban mucho dinero. Alguien había inventado un microbio que devoraba las manchas de aceite producidas por derrames petrolíferos y era incluso capaz de limpiar los hornos domésticos. Era la tendencia del futuro. Mona Uno se convertiría en una leyenda entre las sociedades inversoras, como Fidelity Magellan o Nicholas II. Mona podría fundar su compañía ahora mismo, si alguien se arriesgara a financiarla, si el universo de los adultos le abriera un poco sus puertas para permitirle penetrar en él.
Al escuchar sus planes, el tío Ryan se había mostrado interesado, divertido, perplejo y asombrado, pero no dispuesto a arriesgar su dinero.
—Debes seguir con tus estudios —le dijo—, aunque reconozco que me impresionan tus conocimientos del mercado. ¿Cómo has averiguado tantas cosas?
—¿Estás de broma? Pues igual que tú —respondió Mona—, leyendo el Journal y Barron’s y enterándome a través del ordenador de las últimas estadísticas. —Mona disponía de un módem que le daba acceso a esas informaciones—. Si quieres enterarte de algún dato sobre la Bolsa en plena noche no llames a la oficina, llámame a mí.
—No tienes más que llamar a Mona —terció Pierce, soltando una carcajada.
Pese al ajetreo del martes de carnaval el tío Ryan estaba muy intrigado, pero liquidó el tema con el siguiente comentario:
—Bien, me alegro de que te interese el mundo financiero.
—¿Que si me interesa? —respondió Mona—. Estoy resuelta a convertirme en un magnate de las finanzas. ¿Por qué no te lanzas a adquirir fondos con perspectivas de mejora? ¿Y qué me dices de Japón? ¿Acaso no conoces el principio de que si compensas en el extranjero tus inversiones en acciones estadounidenses puedes obtener...?
—Un momento. ¿Quién va a invertir en una sociedad llamada Mona Uno? —preguntó el tío Ryan.
—Todo el mundo —contestó Mona.
El tío Ryan se echó a reír y prometió comprarle un Porsche Carrera negro por su decimoquinto cumpleaños. Mona estaba obsesionada con ese coche y le recordaba continuamente al tío Ryan su promesa. No alcanzaba a comprender por qué los Mayfair, con el dinero que tenían, no le conseguían de inmediato un permiso de conducir para que pudiera disfrutar de un flamante Porsche. Mona sabía mucho de automóviles. El que más le gustaba era el Porsche, y cada vez que veía aparcado un Carrera esperaba a que apareciera su dueño para rogarle que la llevara a dar una vuelta. Por ese método había conseguido pasearse en un Carrera en tres ocasiones, con unos perfectos extraños. Pero no se lo había revelado a nadie de la familia, pues se hubieran muerto del susto.
En vano, pues una bruja sabe protegerse.
—No, no me he olvidado del Porsche negro —le dijo el tío Ryan esa noche—, y espero que tú recuerdes tu promesa de no sobrepasar los noventa kilómetros por hora.
—¿Bromeas? —replicó Mona—. ¿Por qué iba a conducir un Porsche a más de noventa kilómetros por hora?
A Pierce le entró tal ataque de risa que casi se atragantó al beber un sorbo de ginebra con tónica.
—Supongo que no pretenderás regalarle a esa niña una tumba con ruedas —protestó la tía Bea, que siempre se estaba inmiscuyendo en lo que no le incumbía. Luego llamaría a Gifford para contárselo.
—¿A qué niña te refieres? Yo no veo aquí a ninguna niña, ¿y tú? —inquirió Pierce.
Mona tenía ganas de seguir hablando de la sociedad que quería fundar, pero era el martes de carnaval, todos estaban cansados y el tío Ryan charlaba de cosas intrascendentes con el tío Randall. El tío Randall se había vuelto de espaldas a Mona, como si quisiera excluirla de la conversación. Era la forma en que solía comportarse desde que Mona había conseguido acostarse con él. Pero a ella le tenía sin cuidado. Se había tratado tan sólo de un experimento, para comparar a un viejo de ochenta años con los muchachos que conocía.
Su objetivo era Michael. A la mierda con el tío Randall. El tío Randall resultaba interesante debido a su avanzada edad, los viejos tenían una forma de mirar a las jovencitas que Mona encontraba muy excitante. Pero Randall, a diferencia de Michael, no era un hombre bondadoso. A Mona le gustaban las personas bondadosas. Hacía tiempo que había aislado ese rasgo en ella misma. En ocasiones dividía el mundo entre personas esencialmente buenas y malas.
Bien, mañana estudiaría los movimientos de la Bolsa.
Mañana, o pasado mañana, organizaría la cartera de Mona Uno, basada en las inversiones más rentables de los últimos cinco años. Le resultaba muy fácil dejarse llevar por la fantasía, imaginando que Mona Uno se convertía en una sociedad tan gigantesca que se veía obligada a fundar una segunda sociedad de inversiones llamada Mona Dos y una tercera llamada Mona Tres, y a viajar por todo el mundo con su propio jet para reunirse con los dirigentes de las compañías en las que había invertido.
Había visitado varias fábricas en China, algunas oficinas en Hong Kong y distintos centros de investigación científica en París. Durante sus periplos, se veía luciendo un sombrero vaquero. En estos momentos no llevaba un sombrero vaquero, sino su acostumbrado lazo. Pero, curiosamente, cada vez que bajaba del imaginario avión llevaba un sombrero vaquero. Estaba convencida de que todo se haría realidad.
Quizás había llegado el momento de mostrarle al tío Ryan el informe que había elaborado sobre diversas compañías. Si hubiera invertido en ellas, ya habría ganado una fortuna. Sí, imprimiría ese informe y se lo mostraría.
Pero el tiempo apremiaba.
Esta noche debía alcanzar su objetivo más importante: conquistar al guaperas de Michael. Y dar con el misterioso Victrola.
Los elegantes sillones dorados relucían en la oscuridad. Unos cojines de pasamanería yacían sobre el amplio sofá tapizado de damasco. Todo se hallaba sumido en el silencio, como si el mundo exterior se hubiera esfumado. El piano estaba cubierto por una delgada capa de polvo. La pobre Eugenia no era muy eficiente; y Henri probablemente se creía demasiado importante para ponerse a barrer y quitar el polvo. Y en medio de ellos estaba Michael, demasiado enfermo y apático para preocuparse de lo que hicieran los sirvientes.
Mona salió del salón y se encaminó hacia la escalera. El piso superior estaba a oscuras, como si la escalera condujera a un paraíso de tinieblas. Mona empezó a subir, apoyándose en la balaustrada. Por fin se hallaba en la casa en la que había soñado entrar, sola, a oscuras.
—Estoy aquí, tío Julien —murmuró.
Al llegar arriba, comprobó que la habitación de la tía Viv estaba vacía, tal como había supuesto.
—Pobre Michael, eres mío —dijo en voz baja.
Al volverse vio que la puerta del dormitorio principal estaba abierta. Una pequeña luz procedente de la lamparita de la mesilla de noche iluminaba tenuemente el descansillo.
«De modo que estás solo ahí dentro —pensó Mona—. No tienes miedo de permanecer en la misma habitación en la que murió Deirdre. Por no hablar de la tía abuela Mary Beth y de todas las personas que vieron fantasmas a su alrededor mientras ella yacía en el lecho.»
Gifford opinaba que era una decisión deplorable el hecho de que Michael se hubiera instalado de nuevo en aquella siniestra habitación. Pero Mona lo comprendía perfectamente. ¿Por qué iba Michael a seguir ocupando el dormitorio matrimonial después de que Rowan le hubiera abandonado? Además, el dormitorio del ala norte era la habitación más bonita y elegante de la casa. El propio Michael había restaurado el techo, el medallón y la cabecera del gigantesco lecho.
Mona comprendía perfectamente a Michael. A él también debía de gustarle la oscuridad; de lo contrario no se hubiera casado con un miembro de la familia Mayfair. Las tinieblas le seducían. Se encontraba a gusto en la penumbra y en la oscuridad, al igual que ella. Mona se había dado cuenta de ello al verlo pasear por el jardín al anochecer. Si le gustaba el amanecer, cosa que ella dudaba, sería debido tan sólo a su débil luz, bajo la cual todo aparecía distorsionado.
De pronto Mona recordó las palabras del tío Julien: «Es demasiado bueno.» «Ya lo veremos», pensó ella.
Se acercó a la puerta y vio que en la mesilla de noche había una pequeña lámpara, enchufada en la toma de corriente situada en la pared, junto al lecho. A través de los visillos de encaje se filtraba la luz de las farolas. Michael yacía de espaldas a ella, con un inmaculado pijama de algodón blanco, planchado por Henri y con la raya de la chaqueta impecablemente marcada. Tenía una mano extendida sobre la colcha, con la palma hacia arriba y abierta, como si se dispusiera a aceptar un regalo. Mona notó que respiraba con dificultad.
Michael no oyó sus pasos. Sin duda estaba soñando. Se volvió de cara a ella, profundamente dormido.
Mona entró en la habitación.
El diario de Michael reposaba en la mesilla de noche.
Lo reconoció por la cubierta, pues esa misma noche le había visto escribir en él. Hubiera sido imperdonable leerlo, pero se moría de ganas de examinar su contenido.
Bueno, le echaría una breve ojeada.
«Rowan, regresa junto a mí. Te aguardo con impaciencia.»
Mona suspiró en silencio y volvió a cerrarlo.
La mesilla de noche estaba repleta de frascos de medicinas. Lo estaban bombardeando con medicinas. Mona reconoció la mayoría de los nombres porque se trataba de medicamentos corrientes y porque se los había visto tomar a algunos de los miembros más ancianos de la familia Mayfair. Había uno para la tensión, otro llamado Lasix, —un diurético que le haría eliminar todo el potasio, como le había sucedido a Alicia cuando intentó perder peso—, y otros tres productos nefastos, probablemente tranquilizantes que lo mantenían atontado.
Mona pensó que le haría un favor si arrojara todas esas porquerías a la basura. Lo que necesitaba Michael era tomarse la pócima mágica de las brujas Mayfair. Cuando regresara a casa consultaría el nombre de esos medicamentos en unos libros farmacéuticos que tenía en su biblioteca. Había también un frasco de Xanax, un potente sedante capaz de transformar a cualquiera en un zombi. El médico le había indicado que se tomara cuatro grageas diarias. A su madre le habían prohibido que las tomara, porque Alicia se las tragaba a puñados con vino y cerveza.
Hummm, en esta habitación reinaba un ambiente funesto. A Mona le gustaban el decorado del techo y la araña de cristal, pero no dejaba de ser una habitación siniestra. De improviso, notó el extraño y delicioso olor.
Era muy leve, pero inconfundible. Era un olor que no encajaba con el resto de la casa, que tenía algo que ver con lo sucedido en Navidad.
Mona se acercó a la cama, que era muy alta, como la mayoría de los lechos antiguos, y miró al tío Michael. Éste yacía de costado, mostrando su hermoso perfil y sus oscuras pestañas y cejas, perfectamente delineadas, que resaltaban sobre la almohada blanca. Era todo un hombre; de haber estado dotado de un poco más de testosterona, sería una especie de simio de aspecto salvaje y feroz. Pero afortunadamente tenía la dosis justa. Era perfecto.
—«Un mundo nuevo y valiente que alberga a personas como él» —murmuró Mona.
Estaba drogado, no cabía duda. Totalmente fuera de combate. Seguramente ése era el motivo de que hubiera dejado que la felicidad se le escapara de las manos. En invierno solía llevar siempre guantes, pues decía que tenía las manos muy sensibles. Mona había intentado hablar con él sobre ese tema. Esa noche, Michael había comentado que ya no necesitaba ponerse guantes. Era lógico, si estaba tomando dos miligramos de Xanax cada seis horas, además de las otras porquerías. Así es como habían conseguido debilitar los poderes de Deirdre, drogándola. La pobre Deirdre había desperdiciado muchas oportunidades, pero Mona no estaba dispuesta a desperdiciar ni una sola, y menos ésta.
¿Y qué era ese otro frasco? ¿Elavil? Un sedante también. ¡Menuda dosis! Y pensar que la había llevado sentada sobre sus hombros durante todo el desfile, cuando probablemente apenas se sostenía en pie. Pobrecito.
Mona le tocó una mejilla con suavidad. Iba perfectamente afeitado. Michael no se despertó. Respiró profundamente, casi como si bostezara. Era un sonido muy varonil.
Podía haberlo despertado; al fin y al cabo no se hallaba en coma. Pero de pronto Mona recordó que esa noche había estado con David. ¡Mierda! Había sido tan sólo un encuentro fugaz, insignificante, pero no podía despertar a Michael hasta que se hubiera dado un baño caliente.
Hummm, no había pensado en ello hasta ese momento. Todavía llevaba la ropa manchada. Eso era lo peor de tener trece años. A esa edad no podías fiarte de tu inteligencia, pues eras distraída, cometías errores... La propia Alicia lo había comentado más de una vez:
—Tan pronto eres un prodigio con los ordenadores como te pones a gritar porque no encuentras tus muñecas. Te he dicho mil veces que las muñecas están en el armario. Nadie las ha tocado. Me alegro de no tener trece años. Tenía trece años cuando naciste tú.
—Me conozco esa historia de memoria. Tenías dieciséis años cuando yo tenía tres, y un día me llevaste a la ciudad, a la Maison Blanche, y me perdí durante dos horas.
—Lo olvidé. De acuerdo, reconozco que no te llevaba a la ciudad con frecuencia.
Sólo una madre de dieciséis años podía aducir una excusa como ésa. De todos modos, no había sucedido nada grave. Mona se había pasado dos horas subiendo y bajando por la escalera mecánica.
—Abrázame —susurró Mona, mirando tiernamente a Michael—. He tenido una infancia horrible.
Pero Michael seguía sumido en un profundo sueño, como si un hada le hubiera tocado con su varita mágica.
Quizás ésta no fuese la noche más adecuada para acostarse con él, pensó Mona. Deseaba que todo fuera perfecto antes de lanzarse al ataque. No sólo había estado con David, sino que se había ensuciado al tenderse en el suelo del cementerio. Incluso llevaba unas hojas pegadas en el pelo, como Ofelia, aunque probablemente no resultaba muy sexy.
Quizá fuese preferible que se dedicara a registrar el desván en busca del Victrola. Quizás encontrara viejos discos, concretamente el viejo disco que solía tocar la anciana Evelyn. Quizá fuese el momento de reunirse con el tío Julien en las sombras, en lugar de acostarse con Michael...
Pero era tan guapo, tan maravillosamente imperfecto, su alto proletario Endimión, con su nariz ligeramente ganchuda y unas pequeñas arrugas en la frente, como Spencer Tracy. Sí, era el hombre de sus sueños. Y, como dice el refrán, más vale hombre en mano que cien fantasmas volando.
A propósito de manos, las de Michael eran grandes y suaves. Las manos de un auténtico hombre. A nadie se le ocurriría decirle: «Tienes manos de violinista.» Antes, ese tipo de hombres a Mona le parecían sexy: hombres delicados, como el primo David, sin apenas pelos en la barbilla y la mirada tierna. Pero ahora prefería a los hombres de aspecto más recio y varonil.
Mona tocó suavemente la mandíbula de Michael, el lóbulo de la oreja y el cuello. Acarició su cabello negro y rizado. No existía nada más suave que ese cabello negro y rizado. Su madre y Gifford tenían también el pelo negro y rizado. El cabello rojo de Mona nunca había sido suave. Luego aspiró la fragancia de su piel, sutil, cálida y agradable, y se inclinó para darle un beso en la mejilla.
Michael abrió los ojos, pero tenía la mirada como perdida. Mona se arrodilló junto a él —no pudo evitarlo, aunque sabía que estaba invadiendo su privacidad—, y él se volvió. Pero ¿qué se proponía Mona? Súbitamente, lo deseó con todas sus fuerzas. No se trataba de un deseo erótico, sino más bien romántico. Deseaba que la estrechara entre sus brazos, que la besara y esas cosas. Deseaba sentir el abrazo de un hombre, no de un muchacho. Deseaba bailar con él. Era maravilloso saber que ese hombre no tenía nada de muchacho, que en el fondo era como un animal salvaje, agresivo, dispuesto a abalanzarse sobre su presa, con labios del color de la piel y cejas pobladas.
Mona se dio cuenta de que Michael la estaba mirando. A la débil luz que penetraba por la ventana vio que estaba pálido, aunque tenía buen aspecto.
—Mona... —murmuró él.
—Sí, soy yo, tío Michael. Se han olvidado de mí. Ha sido un malentendido. ¿Puedo pasar la noche aquí?
—Debemos avisar a tus padres.
Michael se incorporó. Tenía cara de sueño y un mechón de pelo le caía sobre los ojos. Era evidente que estaba drogado.
—¡No, tío Michael! —protestó Mona, apoyando la mano suavemente en su pecho y obligándolo a acostarse de nuevo—. Mis padres están dormidos. Creen que estoy con el tío Ryan en Metairie. Y el tío Ryan cree que estoy en casa con mis padres. No llames a nadie. Sólo conseguirías que se preocuparan y tendría que volver a casa sola en un taxi. Quiero pasar la noche contigo.
—Pero pensarán...
—¿Mis padres? Te aseguro que no pensarán nada. ¿Te has fijado en el estado en que se encontraba mi padre esta noche?
—Sí, bonita —respondió Michael, tratando de reprimir un bostezo. No le parecía correcto bostezar mientras hablaban de un asunto tan delicado.
—No vivirá muchos años —afirmó Mona fríamente. Ella tampoco quería hablar de eso—. No soporto la casa de la calle Amelia cuando los dos están borrachos. Aparte de ellos, sólo está la anciana Evelyn, que no puede conciliar el sueño y se pasa toda la noche observándolos.
—La anciana Evelyn —dijo Michael—. Qué nombre tan bonito. ¿La conozco?
—No. Nunca sale a la calle. Un día sugirió que te invitaran a casa, pero no lo hicieron. Es mi bisabuela.
—Ah, sí, los Mayfair de la calle Amelia. Una casa grande, de color rosa —dijo Michael, incorporándose y bostezando de nuevo—. Bea me la mostró un día. Es muy bonita; de estilo italiano. Dijo que Gifford se había criado allí.
De estilo italiano. Un término que solía emplearse en arquitectura a fines del siglo diecinueve.
—Nosotros lo llamamos un estilo cartelado de Nue-va Orleans —contestó Mona—. Fue construida en 1882 y más tarde remozada por un arquitecto llamado Sully. Está llena de muebles y trastos procedentes de una plantación llamada Fontevrault.
Michael la escuchaba con interés, pero Mona no quería hablar de historia y edificios. Quería acostarse con él.
—¿Me permites que me quede aquí? —preguntó—. Debo pasar la noche aquí, tío Michael. Quiero decir que no tengo más remedio. Debo quedarme aquí.
Michael se reclinó sobre las almohadas, esforzándose en mantener los ojos abiertos.
De pronto, Mona lo agarró por la muñeca y le tomó el pulso como si fuera un médico. Michael tenía la mano fría, como muerta, pero el pulso latía de forma regular. Estaba perfectamente. El padre de Mona estaba mucho peor que él; no viviría ni seis meses. Pero no debido a una dolencia de corazón, sino a una cirrosis hepática.
Al cerrar los ojos, Mona podía ver los ventrículos del corazón de Michael. Veía unas cavidades relucientes, extrañas y complejas, como cuadros modernos llenos de colores, manchas, líneas y formas. Sí, Michael estaba perfectamente. Aunque ella se acostara con él, no lo mataría.
—¿Sabes cuál es tu problema en estos momentos? —le preguntó Mona—. Esos frascos de medicinas. Tíralos al cubo de la basura. No te conviene tomar tantos medicamentos.
—¿Tú crees?
—Estás hablando con Mona Mayfair, que desciende de veinte líneas de la familia Mayfair, que sabe cosas que los demás desconocen. El tío Julien era mi tatarabuelo por partida triple. ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Tres líneas de descendencia? ¿Del tío Julien?
—Y muchas otras. Sin un ordenador, nadie es capaz de descifrar ese lío. Pero yo tengo uno y he conseguido aclararlo. Por mis venas corre más sangre de los Mayfair que por las de cualquier otro miembro de la familia. Mi padre y mi madre son primos hermanos y no podían casarse, pero mi padre dejó encinta a mi madre y se vieron obligados a hacerlo. Por otra parte, ha habido muchos matrimonios entre primos en la familia.
Mona comprendió que estaba hablando demasiado y se detuvo para no cansar a Michael. Debía ser más prudente.
—Estás perfectamente. Tira esas porquerías a la basura —dijo.
Michael sonrió.
—¿Significa eso que voy a vivir? ¿Que podré subirme a una escalera y ponerme a dar martillazos de nuevo?
—Podrás blandir un martillo como Tor, te lo garantizo —contestó Mona—. Pero tienes que dejar de tomar esos sedantes. No sé por qué te están drogando, probablemente quieren evitar que te preocupes por la tía Rowan.
Michael sonrió y le acarició la mano afectuosamente. Pero su expresión era sombría, y sus ojos y su voz estaban teñidos de tristeza.
—Pareces tener mucha fe en mí.
—Por supuesto. Estoy enamorada de ti.
—No te creo —respondió Michael en tono burlón.
Mona le retuvo la mano, aunque él intentó liberarse. No, no estaba delicado del corazón, eran las drogas lo que le hacían sentirse decaído.
—Estoy enamorada de ti, pero no te pido nada, tío Michael. Sólo te pido que seas digno de mi amor.
—De acuerdo, procuraré ser digno de tu amor. Es lo que me faltaba. Que se enamorara de mí una alumna del Sagrado Corazón.
—Por favor, tío Michael —protestó Mona—. Comencé mis aventuras eróticas cuando tenía ocho años. No es que haya perdido la virginidad, sino que he eliminado todo rastro de ella. Soy una mujer adulta que finge ser una niña que está sentada en tu lecho. Cuando tienes trece años y no puedes disimularlo, porque todos tus familiares lo saben, el hecho de ser una niña se convierte simplemente en una decisión política, lógica. Pero, créeme, no soy lo que aparento.
Michael soltó una carcajada.
—¿Y si regresa mi mujer, Rowan, y te encuentra aquí hablando sobre sexo y política?
—Tu mujer no regresará jamás —soltó Mona, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo dicho. No pretendía herirle, aunque, por su expresión, Michael parecía estar de acuerdo con ella—. Quiero decir...
—¿Qué, Mona? Anda, dilo —le pidió Michael suavemente, con expresión seria—. ¿Qué es lo que sabes? Cuéntame lo que oculta tu pequeño corazón. ¿Dónde está mi mujer? Dame una pócima mágica para conseguir que regrese.
Mona suspiró y dijo, tratando de que su voz sonara tan suave y reposada como la de Michael:
—Nadie lo sabe. Todos están muy preocupados, pero nadie sabe nada. Tengo la impresión de que... no está muerta, pero... las cosas no volverán a ser como antes. —Mona lo miró unos instantes fijamente y luego agregó—: ¿Me has comprendido?
—¿Quieres decir que tienes la sensación de que Rowan no regresará?
—Exactamente. No sé lo que sucedió el día de Navidad ni pretendo que me lo cuentes. Lo único que sé es que en estos momentos te estoy sujetando por la muñeca y que estamos hablando sobre tu mujer, que estás muy preocupado por ella, pero que tu pulso es perfecto. No estás enfermo; te han drogado. Temen que te vuelvas loco. Pero se han pasado. Lo que necesitas es desintoxicarte.
Michael suspiró resignado.
Mona se inclinó y lo besó en la boca. Fue una conexión inmediata. Ambos se quedaron un tanto sorprendidos. Pero la cosa no pasó de ahí, debido a los malditos sedantes que había tomado Michael. Era como envolver un beso en una manta.
La edad tenía sin duda su importancia. Besar a un hombre que se había acostado con centenares de mujeres no era igual que besar a un muchacho que lo había hecho un par de veces a lo sumo. La maquinaria estaba ahí, sólo era preciso un estímulo más potente para ponerla en marcha.
—Un momento, bonita —protestó Michael suavemente, sujetándola por los hombros.
De pronto a Mona le pareció casi doloroso estar junto a él y no poder obligarlo a hacer lo que ella deseaba. Quizá no lo conseguiría nunca.
—Lo sé, tío Michael, pero debes comprender que existen ciertas tradiciones en la familia.
—¿De veras?
—El tío Julien se acostó con mi bisabuela en esta casa cuando ella tenía trece años. Debe de ser por eso por lo que soy tan lista.
—Y muy bonita —respondió Michael—. Yo también he heredado ciertos rasgos de mis antepasados, como el sentido de la moral.
Michael la miró sonriendo y le dio unas palmaditas en la mano como si fuera una criatura o un gatito.
Mona comprendió que era preferible dar marcha atrás. Michael estaba muy atontado. No era justo tratar de excitarlo, por más que ella lo deseara, por más que ansiara compartir unos momentos de intimidad con él y con el universo de adultos que él encarnaba. De repente Mona se sintió atrapada en su infancia, desorientada y confundida, y le entraron ganas de romper a llorar.
—¿Quieres dormir en la alcoba situada en la parte delantera de la casa? —preguntó Michael, acariciándole la mano. Su voz sonaba pastosa y tenía los ojos entornados—. Está limpia. Nadie ha dormido en ella desde que se marchó Rowan. Es una habitación muy bonita.
—De acuerdo —contestó Mona.
—Allí encontrarás unos camisones de franela. Eran de Rowan. Se los regalé yo. Me temo que te quedarán un poco largos. Pero quizá la tía Viv esté despierta todavía. Le diré que estás aquí.
—La tía Viv está en casa de la tía Cecilia —respondió Mona apretándole la mano, que ahora tenía un tacto más cálido—. Se han hecho muy amigas. Creo que la tía Viv se ha convertido en miembro honorífico de los Mayfair.
—Aaron —dijo Michael, como si hablara consigo mismo—. Aaron está en la otra alcoba.
—Aaron está con la tía Bea. ¿Acaso no sabes que mantienen una relación? Ambos regresaron a la suite de Aaron en Pontchartrain, porque la tía Bea es demasiado púdica para venir aquí con él.
—¿De veras? ¡Bea y Aaron! No tenía ni idea.
—Apuesto a que Aaron no tardará en convertirse también en miembro honorífico de los Mayfair.
—Beatrice es perfecta para él. Aaron necesita una mujer que sepa apreciar a un caballero —dijo Michael, cerrando los ojos como si los párpados le pesaran y no consiguiera mantenerlos abiertos.
—Todas las mujeres apreciamos a un caballero, tío Michael —respondió Mona.
—¿Acaso lo sabes todo? —le preguntó Michael, abriendo los ojos.
—No. Ojalá lo supiera todo, aunque supongo que debe de resultar muy aburrido ser Dios. ¿Tú qué opinas?
—No tengo ni idea —respondió Michael, sonriendo—. Eres una jovencita muy especial, Mona.
—No sé si pensarás lo mismo cuando me veas con un camisón de franela.
—No temas, no te veré. Te ordeno que cierres con llave la puerta de tu habitación y te acuestes enseguida. Es posible que Aaron regrese, o que Eugenia se levante y se ponga a deambular por la casa...
—¿A deambular?
—Es lo que suelen hacer los ancianos. Tengo mucho sueño, Mona. ¿No estás cansada?
—¿Y si me despierto asustada o me siento sola en esa habitación?
—Imposible.
—¿Estás seguro?
—No tienes miedo de nada. Tú lo sabes, y yo sé que lo sabes.
—¿No quieres acostarte conmigo?
—No.
—Mientes.
—Da lo mismo. No quiero hacer algo que no debo. Creo que será mejor que llame a alguien.
—Confía en mí —respondió Mona—. Me voy a acostar. Mañana desayunaremos juntos. Henri me ha asegurado que prepara unos huevos Benedict perfectos.
Michael sonrió débilmente. Estaba tan cansado que no tenía fuerzas para discutir, ni siquiera para recordar los números telefónicos de las personas a las que quería llamar. Los sedantes eran nefastos. Le atontaban, le impedían incluso hablar con claridad. Mona detestaba todo tipo de drogas. Jamás había probado ninguna, ni tampoco las bebidas alcohólicas.
Quería tener la mente afilada como una guadaña.
Michael soltó una carcajada y murmuró:
—Como una guadaña...
De modo que lo había captado, si bien no se había dado cuenta de que había pronunciado la frase en voz alta. Mona sonrió. Deseaba besarlo de nuevo, pero supuso que era inútil. Más bien empeoraría las cosas. Dentro de unos minutos Michael volvería a quedarse dormido. Más tarde, después de un prolongado y cálido baño, ella se dedicaría a buscar el Victrola.
De pronto, Michael se levantó de la cama y se dirigió torpemente hacia la puerta.
—Ven —dijo, bostezando pero con un gesto caballeroso—. Te acompañaré a tu habitación.
El dormitorio situado en la parte delantera de la casa tenía el mismo aspecto que el día de la boda. Incluso había un ramo de rosas blancas y amarillas sobre la repisa de mármol de la chimenea, semejante al que habían colocado ahí el día de la boda. Sobre la pálida colcha de damasco que cubría el lecho de dosel estaba dispuesta la bata de seda blanca de Rowan, como si ésta fuera a regresar a casa.
Michael se detuvo y miró a su alrededor, como si estuviera desorientado. No recordaba nada, tal como suponía Mona. Era como si se esforzara en conectar con la realidad. Ése era el efecto que le producían a uno los sedantes: le arrebataban la sensación de contacto con la realidad y las cosas cotidianas.
—Los camisones... —dijo Michael, indicando con un gesto vago la puerta del baño.
—No te preocupes, tío Michael, ya los encontraré —respondió Mona—. Ve a acostarte.
—No tendrás miedo de dormir aquí, ¿verdad? —preguntó él. Qué ingenuo era.
—No, tío Michael. Anda, ve a acostarte.
Michael la miró unos instantes como si no consiguiera concentrarse en lo que decía, pero estaba resuelto a demostrarle que era un perfecto anfitrión.
—Si tienes miedo... —insistió.
—No tengo miedo, tío Michael, sólo te estaba tomando el pelo —contestó Mona sonriendo—. Soy muchísimo más temible que los peligros que puedan acecharme.
Michael sonrió, meneó la cabeza y le dirigió una adorable mirada en la que el fuego de sus límpidos ojos azules aniquiló durante unos segundos el efecto de los sedantes. Luego salió y cerró la puerta tras de sí.
Mona encendió inmediatamente la graciosa estufa de gas que había en el baño. En un estante de mimbre había un montón de mullidas toallas blancas, y en el armario halló varios camisones de franela, un tanto anticuados, con unos alegres dibujos de flores. Tras elegir el más curioso, un camisón rosa fuerte con unas rosas estampadas, abrió el grifo de la bañera.
A continuación se quitó el lazo del pelo y lo depositó en el tocador, junto al cepillo y el peine.
Era una casa de sueño, pensó Mona. No tenía nada que ver con la de la calle Amelia, con sus anticuadas bañeras, sus húmedas y podridas tablas del suelo y sus raídas toallas, que tendrían que seguir utilizando hasta que la tía Bea les regalara otras de segunda mano. Mona era la única que las lavaba; en realidad era la única que lavaba la ropa y mantenía la casa aseada, aunque la anciana Evelyn barría todos los días el trozo de acera que quedaba delante.
Esta casa demostraba lo que podía hacerse con amor. Había unas viejas baldosas blancas, sí, pero también una gruesa alfombra morada. Los artefactos de latón funcionaban, y los apliques colocados a ambos lados del espejo estaban cubiertos por unas pantallas de pergamino. La habitación contenía también un sillón con un cojín rosa y una araña que colgaba del pequeño medallón del techo, con cuatro velas de cristal rosa.
—Y dinero, no lo olvides, mucho dinero —le había dicho Alicia hacía pocos días, cuando Mona comentó que le gustaría que la casa de la calle Amelia recuperara su antiguo esplendor.
—¿Por qué no le pedimos al tío Ryan que nos preste el dinero? Pertenecemos a la familia Mayfair. Esta casa es un legado. Soy lo bastante mayor para contratar a unos operarios que la restauren. ¿O es que tenemos que esperar a que todo el edificio se derrumbe?
Alicia se apresuró a despachar la cuestión diciendo que le parecía indecente pedirles dinero, que era como invitarlos a que interfirieran en sus asuntos. Ninguno de los ocupantes de la casa de la calle Amelia deseaba que los Mayfair metieran las narices en sus asuntos. La anciana Evelyn aborrecía el ruido y los extraños, el padre de Mona no quería que nadie le hiciera preguntas, etcétera. Las excusas de costumbre.
De modo que la casa seguía en ruinas, sin que nadie moviera un dedo para restaurarla. Dos de los baños no funcionaban desde hacía varios años. Las ventanas estaban rotas o atascadas, y no podían abrirse. La lista era interminable.
A Mona se le había ocurrido una pequeña y perversa idea. Se le ocurrió cuando Michael dijo que la casa de la calle Amelia era de estilo italiano. ¿Qué pensaría si viera el estado en que se hallaba actualmente? Quizá pudiera aconsejarles un par de cosas, como el medio de evitar que el yeso del techo del dormitorio de Mona se desprendiera. Sin duda sabría cómo solucionarlo. Era un experto en restaurar casas. Mona decidió invitarlo a que les hiciera una visita.
Pero entonces ocurriría lo inevitable. Michael comprobaría que Patrick y Alicia se pasaban el día emborrachándose e informaría de ello al tío Ryan, como hacían todos.
Ello provocaría otra disputa y la tía Bea propondría por enésima vez que los internaran en el hospital.
Nadie parecía comprender que la solución de internarlos en un hospital resultaba más negativa que positiva. Alicia salía más enloquecida que cuando había entrado, más ansiosa de ahogar sus penas en alcohol. La última vez se había puesto hecha una furia y había intentado destrozar todo cuanto había en la habitación de Mona, la cual se había colocado ante su ordenador para protegerlo.
—¿Pretendes recluir a tu madre en un hospital? ¡Sé de sobra que tú y Gifford sois capaces de encerrarme de nuevo! ¿Crees que yo habría sido capaz de hacerle eso a mi propia madre? ¡Bruja! La anciana Evelyn tiene razón, eres una bruja. ¡Quítate ese lazo del pelo!
Ambas se enzarzaron en una violenta pelea. Mona sujetó a Alicia por las muñecas, tratando de repeler el ataque, mientras exclamaba:
—¡Domínate, mamá! ¡Basta!
De pronto, Alicia se derrumbó en el suelo como un saco de patatas, llorando y blandiendo el puño. Mona se quedó de piedra al ver a la anciana Evelyn observándolas desde la puerta, lo que significaba que había subido la escalera sin ayuda de nadie.
—¡No te atrevas a lastimar a la niña! —le gritó Evelyn a Alicia—. No eres más que una borracha, lo mismo que tu marido.
—¡Mona pretende lastimarme! —sollozó Alicia.
No, Mona no estaba dispuesta a internarla de nuevo en el hospital. Pero los otros quizá sí. Era mejor no mezclar a Michael en el asunto, aunque quisiera ayudarla a restaurar la casa. Ya se le ocurriría otro plan.
Un cálido y agradable vapor había invadido el baño. Mona se desnudó y apagó las luces, de forma que la única iluminación procedía de las llamas naranja de la estufa de gas. Luego se sumergió en la bañera, dejando que sus largos cabellos rojos flotaran en la superficie del agua, como los de Ofelia, la cual se había ahogado en un arroyo.
Mona hundió la cabeza en el agua y la movió enérgicamente para desprenderse de las hojas y los restos de tierra que tenía en el pelo. Menos mal que no había cucarachas en el cementerio, pensó Mona, agitando su espesa cabellera en el agua para lavarla y dejarla brillante. La ducha le dejaba el pelo apelmazado, y Mona quería que quedara suelto y esponjoso.
El jabón tenía un delicioso perfume, y en el borde de la bañera había un elegante frasquito de perlado champú. Esa gente sí que sabía vivir. Era como alojarse en un hotel de lujo.
Mona se lavó el cuerpo y la cabeza lentamente, saboreando cada instante del agradable ritual, y luego se sumergió de nuevo en el agua para quitarse el jabón y el champú. Quizá pudiera restaurar la casa de la calle Amelia sin dejar que los otros miembros de la familia se entrometieran. Podía decirle al tío Michael que deseaba hacerlo discretamente y pedirle que no hablara con nadie sobre Patrick y Alicia, aunque todos estaban informados del problema de sus padres. Pero ¿qué harían cuando la anciana Evelyn despachara a los operarios o les prohibiera utilizar sus herramientas para que no hiciesen ruido?
Era maravilloso sentirse limpia. Mona pensó de nuevo en Michael, el gigante dormido que yacía en el lecho de la bruja.
Mona se levantó, cogió una toalla y se secó el pelo enérgicamente, inclinando la cabeza hacia delante y hacia atrás, gozando de la sensación de estar desnuda y sentirse libre. Luego salió de la bañera y se puso el camisón de franela. Tenía un tacto cálido y agradable, pero le quedaba demasiado largo, de modo que se recogió la falda como una niña en un cuadro antiguo. Así se sentía Mona, como una niña del siglo pasado. Por eso solía ponerse un lazo en el pelo. Le gustaba hasta tal punto disfrazarse de niña antigua, que ello había dejado de constituir un disfraz.
Tras frotarse el pelo con la toalla, cogió el cepillo que había en el tocador, se miró unos instantes en el espejo y empezó a cepillarse el cabello vigorosamente.
El calor que emanaba la estufa de gas parecía envolverla y darle golpecitos en la frente. Mona cogió el lazo y se lo colocó en la cabeza de forma que sólo asomaban los dos extremos por detrás, como los cuernos del diablo.
—Ha llegado el momento, tío Julien —susurró, cerrando los ojos—. Dame una pista. ¿Dónde está el Victrola?
Mona empezó a balancearse de uno a otro lado, como Ray Charles, tratando de atrapar un vívido momento de entre todos los sueños que se desvanecían.
De pronto oyó un sonido distante, sofocado por el suave crepitar de las llamas de la estufa, una canción cuyas palabras no conseguía captar. El acompañamiento parecía de violines, aunque el sonido resultaba demasiado vago para descifrar qué clase de instrumentos eran. Lo único que percibía con claridad era que se trataba de una gran orquesta. Mona abrió la puerta del baño. Aunque sonaba muy lejos, reconoció el inconfundible vals de La Traviata, cantado por la soprano. Mona empezó a tararear la melodía. De pronto se le ocurrió que quizás el Victrola se hallaba abajo, en el salón.
Se dirigió descalza hacia el pasillo, con la toalla colgada del hombro, y se asomó por encima de la balaustrada de la escalera. Desde allí, el vals se oía con toda claridad, a un volumen mayor que en sus sueños. La soprano cantaba alegremente, en italiano, y tras ella sonaban, en el viejo y rayado disco, las voces del coro, que parecía un coro de pájaros.
Mona notó que el corazón le latía aceleradamente. Tras asegurarse de que llevaba el lazo bien sujeto, dejó caer la toalla y se dirigió apresuradamente hacia el arranque de la escalera. En aquel instante Mona vio que a través de la puerta del salón se filtraba una suave luz, la cual adquiría mayor intensidad a medida que ella avanzaba. Sintió el áspero tacto de la alfombra de lana bajo sus pies desnudos y, al mirar hacia abajo comprobó que los dedos de sus pies parecían los de un bebé bajo el largo camisón de franela, que se arremangó para no tropezar con él.
Mona se detuvo y miró hacia abajo. Entonces vio que la alfombra de lana roja se había convertido en una alfombra oriental, bastante raída, de distinta textura. Bajó precipitadamente, siguiendo la cascada de rosas persas, de color azul y rosa, que se deslizaba a lo largo de la escalera. Las paredes también habían cambiado de aspecto. Mona comprobó que el papel que las revestía era dorado. Más abajo, entre unas hojas de yeso que decoraban el techo del vestíbulo, pendía una pequeña araña veneciana que no recordaba haber visto antes, con velas auténticas encendidas.
Mona percibió el olor a cera. La soprano seguía cantando la pegadiza canción, que iba adquiriendo un ritmo cada vez más trepidante.
—¡Tío Julien! —murmuró Mona, casi a punto de llorar de felicidad. Era la visión más prodigiosa que había contemplado en su vida.
Mona dirigió la mirada hacia el vestíbulo. Jamás había contemplado nada tan bello. A través de la alta puerta del salón, la misma puerta a través de la cual alguien había disparado y herido de muerte a uno de sus primos desde esta escalera, Mona vio que el salón ofrecía un aspecto distinto que en la actualidad, mientras las diminutas llamas de las velas bailaban alegremente en los airosos candelabros de gas.
La alfombra, sin embargo, era la misma; y también estaban los sillones tapizados de damasco del tío Julien.
Mona bajó apresuradamente mirando a diestro y siniestro, observando una serie de detalles que no había visto antes, como los apliques antiguos con sus graciosas tulipas y las vidrieras emplomadas que rodeaban la inmensa puerta de entrada.
La música procedente del Victrola sonaba muy fuerte. Mona se fijó en unos estantes con unas figuritas de porcelana, en un reloj de metal colocado sobre la repisa de una de las chimeneas, en las estatuas griegas que decoraban la otra chimenea, en la tapicería de los sillones, de brillante terciopelo con flecos, y en las alfombras que cubrían el suelo recién pulido.
El marco de la puerta y el zócalo estaban pintados imitando el mármol, con sus características vetas, un estilo muy popular a fines del siglo pasado. Las luces de la araña proyectaban sombras sobre el oscuro papel del techo, como si danzaran al ritmo del vals.
No se apreciaba un solo fallo. La alfombra era la misma que había visto en otras ocasiones, lo cual era lógico, puesto que pertenecía a Julien, lo mismo que los elegantes sillones que se hallaban agrupados en el centro de la habitación.
Mona alzó los brazos y se puso a danzar de puntillas describiendo un círculo, cada vez más rápidamente, mientras el camisón parecía flotar a su alrededor. Su voz se unió a la de la soprano. Pronunciaba las palabras de la canción en perfecto italiano, aunque hacía poco que había aprendido ese idioma, se dejaba llevar por el sencillo ritmo de la melodía, se balanceaba de un lado al otro, inclinándose hacia delante de forma que el cabello le ocultaba el rostro y enderezándose bruscamente mientras éste le caía por la espalda como una cascada. Mona contempló el amarillento papel del techo y distinguió vagamente el inmenso sofá, el nuevo sofá de Michael, pero no tapizado de damasco color crema, sino de terciopelo dorado, un tanto gastado, como los hermosos cortinajes que cubrían las ventanas. Todo relucía bajo la oscilante luz de las velas.
Michael la observaba desde el sofá, inmóvil. Mona se detuvo en seco con los brazos arqueados sobre la cabeza, como una bailarina de ballet y el cabello desparramado sobre los hombros. Michael estaba sentado en el centro del sofá, vestido con un pijama de algodón, y la miraba fijamente, como si se tratara de una aterradora o grotesca aparición. La música seguía sonando. Mona respiró profunda y lentamente, tratando de dominar los latidos de su corazón. Luego se acercó a él, impresionada al verlo sentado en aquella grandiosa habitación, sin mover un músculo, y mirándola con los ojos desorbitados, como si estuviera a punto de enloquecer.
Pero no temblaba. Era como ella. No tenía miedo de nada. Sólo estaba inquieto, preocupado y horrorizado mientras contemplaba esa aparición y escuchaba la música. Cuando Mona se sentó junto a él en el sofá, Michael se volvió y la miró asombrado. Ella lo besó en la boca y sintió de nuevo una reacción en cadena. Lo tenía atrapado. Era suyo.
Michael se apartó unos instantes para mirarla a los ojos, como si intentara cerciorarse de que se trataba efectivamente de ella. Tenía la mirada turbia a causa de los sedantes. Quizás era preferible así, quizá las drogas contribuían a adormecer su puritana conciencia católica. Ella lo volvió a besar ávidamente, con cierta torpeza, y al tocarle entre las piernas comprobó que estaba preparado para hacerle el amor.
Michael la abrazó con fuerza y emitió un leve gemido, muy típico en él, como lamentándose de que fuera demasiado tarde para retroceder o pidiéndole a Dios que le perdonara por el pecado que iba a cometer. Mona no oyó lo que dijo.
Lo atrajo hacia sí y ambos se tendieron en el sofá, que olía a polvo, mientras el vals seguía sonando y la soprano cantaba la maravillosa aria. Michael se tumbó encima de Mona y ella notó que sus manos temblaban ligeramente mientras apartaban el camisón y le tocaban el vientre y los muslos.
—Ya sabes lo que tengo entre los muslos —murmuró ella, abrazándolo con fuerza.
Pero él se apartó suavemente, despertándola de su ensueño, como si se hubiera disparado el sistema de alarma. Mona sintió el flujo que se deslizaba entre sus piernas.
—No aguanto más —le dijo, muy excitada—. Dámelo.
Puede que sonara brutal, pero no quería seguir interpretando el papel de niña. Michael la penetró, produciéndole un delicioso dolor, y empezó a moverse con furia.
—¡Así, así, así! —gritó ella.
—¡De acuerdo, Molly Bloom! —exclamó él con voz ronca.
Mona sintió de pronto que iba a alcanzar el orgasmo y comenzó a gemir y a gritar, mordiéndose los labios, como si no soportara esa sensación de éxtasis, mientras él gemía y gritaba también.
Luego se tumbó de costado, con los dedos enredados en el cabello de Michael, jadeando y completamente empapada, como si fuera Ofelia y la hubieran encontrado flotando en el arroyo cubierto de flores. Súbitamente oyó un ruido y abrió los ojos.
Alguien había roto la aguja del Victrola. Mona se volvió, al igual que Michael, y vio la encorvada figura de Eugenia, la doncella negra, de pie junto a la mesa, con los brazos cruzados y mirándolos escandalizada.
De pronto el Victrola desapareció. El sofá aparecía tapizado de nuevo con un damasco color crema y la débil luz que iluminaba la habitación provenía de unas bombillas eléctricas.
Eugenia se hallaba de pie frente a ellos, que seguían abrazados en el sofá.
—Pero ¡señorito Mike! ¿Qué está haciendo con esa niña?
Michael la miró perplejo, disgustado, avergonzado, confuso y probablemente dispuesto a suicidarse. Se levantó bruscamente, abrochándose el pantalón del pijama, miró a Eugenia y luego a Mona.
Había llegado el momento de comportarse como una Mayfair, como la tataranieta de Julien. Mona se incorporó y se dirigió hacia la anciana.
—¿Quieres conservar el puesto en esta casa, Eugenia? —preguntó—. Pues regresa inmediatamente a tu habitación y cierra la puerta.
La anciana la miró indignada durante unos instantes, pero Mona insistió:
—Haz lo que te ordeno. No tienes por qué preocuparte. Hago lo que me apetece hacer. Nadie me ha forzado a ello. Y el tío Michael se siente a gusto conmigo, tú lo sabes. Ahora, vete.
La doncella la miró, fascinada o quizá simplemente abrumada. No tenía importancia. Los poderes mágicos eran los poderes mágicos. El caso es que al fin cedió. Siempre acababan cediendo. Era casi una cobardía avasallarlos de ese modo y obligarles a obedecer. Pero debía hacerlo.
Eugenia bajó la vista, salió apresuradamente de la habitación y corrió hacia la escalera como alma que lleva el diablo.
Mona se volvió y vio a Michael sentado de nuevo en el sofá, observándola detenidamente, confuso pero con expresión serena, como si tratara de recordar lo sucedido.
—¡Dios mío! —murmuró.
—Ya está hecho, tío Michael —respondió ella. De pronto notó que la abandonaban las fuerzas y añadió, balbuceando, casi a punto de romper a llorar—: Deja que me acueste en tu cama. Estoy asustada.
Ambos permanecieron tendidos en el amplio lecho, en la oscuridad. Mona contempló el dosel de raso amarillo, preguntándose si Mary Beth habría contemplado ese mismo dibujo y ese mismo color. Michael reposaba junto a ella, drogado y exhausto. Ella deseaba preguntarle lo que había visto, pero no se atrevía a hacerlo. Veía en su mente el doble salón, como una hermosa fotografía en sepia. ¿No había visto alguna vez una fotografía semejante, con esos candelabros y esos sillones?
—No podemos permitir que vuelva a suceder, bonita —balbuceó Michael, abrazándola—. Jamás.
Su respiración era un tanto trabajosa, pero estaba perfectamente.
—Si tú lo dices, tío Michael —respondió Mona—. Pero me gustaría expresar mi opinión al respecto.
¡Se habían acostado en el lecho de Mary Beth, en el lecho de Deirdre! Mona se acurrucó junto a él y notó el calor de su mano, que estaba apoyada en su seno.
—¿Esa música que sonaba no era el vals de Verdi? —preguntó Michael—. El de La Traviata. Me pareció reconocerlo...
Al cabo de unos segundos se quedó dormido. Mona sonrió en la oscuridad. De modo que había reconocido el vals, lo cual significaba que había estado allí con ella. Mona se volvió, lo besó en la mejilla suavemente para no despertarlo y se durmió con una mano apoyada en su pecho, sintiendo el cálido tacto de su piel.