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Cuando Mat Jorik se movió en la silla, se golpeó el codo contra el borde de la mesa del abogado. Mat solía golpearse con las cosas. No porque fuera un desmañado, sino porque la mayor parte de lo que componía el mundo de los interiores era demasiado pequeño para adaptarse a un hombre de su tamaño.
Con su más de metro noventa y ocho de altura y casi noventa y cinco kilos de peso, Mat empequeñecía la pequeña silla de madera situada al otro lado de la mesa del abogado de Harrisburg, Pensilvania. No obstante, estaba acostumbrado a las sillas en las que no cabía y a los lavabos de los servicios que le daban justo por encima de las rodillas. Siempre que bajaba los escalones que conducían a un sótano se agachaba automáticamente, y los asientos de la clase turista de un avión era la idea que él tenía del infierno. En cuanto a sentarse en el asiento trasero de la mayoría de los coches que circulaban por ahí... ¡de eso nada!
—Usted consta en el certificado de nacimiento como padre de las niñas, señor Jorik. Lo cual le hace responsable de ellas.
El abogado era un jodido puntilloso sin sentido del humor, la clase de persona que más asco le daba a Mat Jorik, así que extendió un par de vértebras y estiró una larga pierna... encantado de la vida de utilizar su tamaño para intimidar a aquel gusano.
—Permítame que se lo deletree. Esas niñas no son mías.
El abogado se estremeció.
—Eso es lo que dice usted. Pero la madre también lo designó como su tutor.
Mat le fulminó con la mirada.
—Honor que declino respetuosamente.
Aunque Mat había vivido en Chicago y Los Ángeles, el barrio obrero de Pittsburgh donde se había criado seguía adherido a él como el humo de una fábrica. Contaba treinta y cuatro años, y era un tipo duro criado en una ciudad fabril con los puños grandes, voz estruendosa y gran facilidad de palabra. Una antigua novia le dijo que era el último Verdadero Hombre de Estados Unidos, pero puesto que al mismo tiempo le había arrojado un ejemplar de la revista Bride a la cabeza, Mat no se lo había tomado como un cumplido.
El abogado recobró de nuevo la compostura.
—Usted dice que no son suyas, pero estuvo casado con su madre.
—Cuando tenía veintiún años. —Un acto de pánico juvenil que no había vuelto a repetir jamás.
La conversación quedó interrumpida por la llegada de una secretaria con una carpeta marrón. Era del tipo de las serias, aunque eso no impidió que empezara a recorrerle lentamente con la mirada en cuanto entró en el despacho. Mat sabía que su aspecto gustaba a las mujeres, aunque, a pesar de tener siete hermanas pequeñas, nunca había conseguido entender muy bien la razón. A sus ojos no era más que un tío.
La secretaria, no obstante, veía las cosas de una manera algo diferente. Cuando había entrado en la oficina y se anunció como Mathias Jorik, a la mujer no se le había escapado ni su delgadez ni su musculatura, ni así la anchura de los hombros, las manazas y las caderas estrechas. En ese momento, reparó en una nariz ligeramente respingona, una boca seductora y unos pómulos incuestionablemente provocativos. Mat llevaba su abundante cabello castaño muy corto, un corte práctico que a duras penas ocultaba cierta tendencia a rizarse, y en su mandíbula cuadrada y fuerte estaba escrito de lado a lado «tú solo intenta darme un puñetazo». Puesto que la tal secretaria solía encontrar a los hombres excesivamente masculinos más irritantes que atractivos, hasta que le hubo entregado a su jefe la carpeta que le había pedido y regresó a su mesa, no fue capaz de descifrar qué era lo que había en aquel sujeto que lo hacía tan irresistible: aquellos ojos grises del color del pedernal que reflejaban una aguda e inquietante inteligencia.
El abogado echó un vistazo a la carpeta, y luego volvió a levantar la mirada hacia Mat.
—Usted admite que su ex esposa estaba embarazada de la hija mayor cuando se casó con ella.
—Permítame que se lo exponga una vez más. Sandy me dijo que la niña era mía y la creí hasta unas semanas después de la boda, cuando una de sus amigas me contó la verdad. Cogí por banda a Sandy, y acabó admitiendo que me había mentido. Luego fui a ver a un abogado, y ahí se acaba la historia. —Todavía se acordaba del alivio que había sentido al poder dejar atrás todo lo que no quería.
El gusano le echó un vistazo al contenido de la carpeta una vez más.
—Le estuvo enviando dinero durante varios años.
Daba igual que Mat se esforzara en ocultarlo, que antes o después la gente acabara descubriendo que era un alma de Dios, pero él no creía que una criatura tuviera que pagar las consecuencias de la mala cabeza de su madre.
—Por sentimentalismo. Sandy tenía buen corazón; lo que pasa es que la pobre no era muy exigente a la hora de decidir con quién se acostaba.
—¿Y usted sostiene que no la ha vuelto a ver desde el divorcio?
—Ahí no hay nada que discutir. No la veo desde hace casi quince años, lo cual hace realmente difícil que yo sea el padre de esa segunda hija que tuvo el año pasado. —Naturalmente, había sido otra niña; se había pasado la vida entera perseguido por las niñas.
—Entonces, ¿por qué está su nombre en las partidas de nacimiento de las dos niñas?
—Eso tendría que preguntárselo a Sandy. —Salvo que nadie iba a preguntarle nada a Sandy; había muerto seis semanas atrás por conducir borracha con su novio. Y puesto que Mat había estado viajando, no se había enterado del suceso hasta hacía tres días, cuando por fin se había decidido a escuchar sus mensajes de voz.
También había habido otros mensajes. Uno de una antigua novia, y otro de un conocido casual que quería que le prestara dinero. Un colega de Chicago necesitaba saber si Mat iba a regresar a la ciudad de los vientos para poderle inscribir en su antigua liga de hockey sobre hielo. Cuatro de sus siete hermanas pequeñas querían hablar con él, lo cual no era ninguna novedad, puesto que Mat se había hecho cargo de sus hermanas desde que era un niño en aquel duro barrio eslovaco donde se habían criado.
Mat había sido el único varón que quedó después de que su padre se fuera con viento fresco. Su abuela se había encargado del hogar mientras su madre trabajaba cincuenta horas a la semana como contable. Esa situación había llevado al pequeño Mat, a la sazón de nueve años, a hacerse cargo de sus siete hermanas pequeñas, dos de las cuales eran gemelas. Así que había conseguido superar su infancia odiando a su padre por poder hacer lo que él no pudo: largarse de una casa que albergaba a demasiadas mujeres.
Los últimos años antes de que se las pirara de la Puta Casa de Mujeres habían sido especialmente malos. Para entonces su padre había muerto, poniendo fin a la fantasía que Mat había alimentado de que regresaría y asumiría el mando. Las niñas se iban haciendo mayores y por ende más volubles. Siempre había alguien que estaba a punto de tener la regla, alguien que la estaba pasando, alguien que acababa de pasarla o alguien que se colaba de madrugada en la habitación de Mat en pleno ataque de histeria silencioso porque se le estaba retrasando la menstruación, y se suponía que él tenía que decidir qué hacer al respecto. Quería a sus hermanas, pero ser responsable de ellas lo había ahogado. Cuando por fin se largó, se había prometido que se desentendería de la vida familiar para siempre, y salvo por la breve y estúpida época con Sandy, eso era justamente lo que había hecho.
La última llamada de su buzón de voz había procedido de Sid Giles, el productor de Byline. Se trataba de una súplica más para que regresara a Los Ángeles y al programa sensacionalista de televisión del que se había largado un mes antes; pero Mat Jorik había traicionado su credibilidad como periodista una vez y nunca más lo volvería a hacer.
—... el primer paso es que me traiga una copia de la sentencia de disolución de matrimonio. Necesito la prueba de que estaban divorciados.
Mat volvió su atención al abogado.
—Tengo la prueba, pero tardaré algún tiempo en echarle el guante. —Había salido de Los Ángeles tan deprisa que se había olvidado de vaciar su caja de seguridad del banco—. Será más rápido que me haga un análisis de sangre. Lo haré esta misma tarde.
—Los resultados de las pruebas de ADN tardan semanas. Además, tendrá que haber una autorización pertinente para poderles hacer la prueba a las niñas.
«Olvídalo», se dijo. Mat no estaba por la labor de dejar que esas partidas de nacimiento regresaran para morderle en el culo. Aunque no sería difícil demostrar que estaba divorciado, quería que las pruebas de ADN lo respaldaran.
—Yo lo autorizo.
—No puede estar usted al plato y a las tajadas, señor Jorik. O las niñas son suyas o no lo son.
Mat decidió que había llegado el momento de pasar al ataque.
—Tal vez debería explicarme por qué está todo esto tan embarullado. Sandy lleva muerta seis semanas, así que ¿por qué se decidió de pronto a comunicármelo?
—Porque no me enteré hasta hace unos días. Llevé unos diplomas a la tienda de enmarcado donde ella trabajaba, y entonces me enteré de lo ocurrido. Aunque soy su abogado, no se me había informado.
Mat consideró que era algo así como un milagro que Sandy hubiera tenido un abogado, ni qué decir de que se hubiera preocupado de hacer testamento.
—Me dirigí a su casa inmediatamente y hablé con la hija mayor. Me dijo que las había estado cuidando una vecina, pero no había ninguna a la vista. Desde entonces he vuelto un par de veces, y sigo sin ver el menor rastro de que las esté cuidando un adulto. —Tamborileó sobre su libreta amarilla y dio la sensación de estar pensando en voz alta—. Si no va a asumir la responsabilidad, tendré que avisar al Servicio de Protección de Menores para que puedan recoger a las niñas y enviarlas a un hogar de acogida.
Viejos recuerdos se cernieron sobre Mat como el hollín de las fábricas. Se recordó que había montones de padres de acogida maravillosos, y que las posibilidades de que las hijas de Sandy acabaran con una familia como los Havlov eran escasas. Los Havlov habían sido los vecinos de la casa de al lado cuando Mat era pequeño. El padre era un parado crónico, y la familia sobrevivía a expensas de aceptar niños en acogida, a los que luego desatendían de forma tan estrepitosa que la abuela de Mat y sus amigas habían acabado por ser quienes los alimentaran y curaran cuando lo hacían.
Era consciente de que tenía que concentrarse en el lío legal en el que se encontraba y no en la historia pasada. Si no resolvía esa cuestión de paternidad inmediatamente, el problema podría pender sobre su cabeza durante meses, tal vez incluso durante más tiempo.
—Demore esa llamada telefónica un par de horas hasta que haga algunas comprobaciones.
El abogado pareció aliviado, aunque lo único que Mat pretendía era agarrar a las dos niñas y llevarlas a un laboratorio antes de que las entregaran a los servicios sociales y él tuviera que enfrentarse a una maraña de trámites administrativos.
No fue hasta que estaba siguiendo las indicaciones que el abogado le diera para llegar a la casa de Sandy, cuando se acordó de la madre de su ex esposa. La recordaba como una mujer relativamente joven, y viuda. Solo la había visto una vez, pero se había quedado impresionado: una profesora universitaria de Missouri, o de algún otro lugar, que parecía tener muy poco en común con la cabra loca de su hija.
Levantó el móvil para llamar de nuevo al abogado, y entonces avistó la calle que estaba buscando y lo volvió a bajar. Pocos minutos más tarde estaba aparcando el deportivo descapotable biplaza, un Mercedes SL 600 que había comprado con el dinero de su claudicación, delante de una lóbrega casa de una planta en un barrio venido a menos. El coche era demasiado pequeño para él, pero en su momento se había estado engañado sobre muchas cosas, así que había extendido el cheque y se había metido a presión en el vehículo. Deshacerse de él era el siguiente punto de su agenda.
Mientras se aproximaba a la casa, reparó en los desconchones de la pintura, la decrepitud de la acera y una autocaravana Winnebago amarilla bastante usada aparcada junto al descuidado césped. Típico de Sandy que se gastara el dinero en una casa rodante cuando su hogar se desmoronaba a su alrededor. Avanzó con paso firme por la acera, subió al porche por un escalón torcido y aporreó la puerta de la calle con el puño. Y allí que apareció una versión muy joven y huraña de Winona Ryder.
—¿Sí?
—Soy Mat Jorik.
La pequeña Winona se cruzó de brazos y se apoyó en la jamba de la puerta.
—Hola, papi.
Bueno, bueno, así que eso era lo que iba a haber.
Parecía una criatura delicada y menuda bajo el kilo de maquillaje que se había aplicado. Un pintalabios marrón para jovencitas le emborronaba la boca juvenil. Las pestañas llevaban tal cantidad de rímel que parecía que les hubieran caído encima unos ciempiés negros, y en lo alto del pelo corto y moreno se había pulverizado una mecha granate. Los andrajosos vaqueros le colgaban muy bajos en el cuerpo delgado, dejando a la vista más parte de las costillas y el estómago de lo que Mat deseaba ver, y los pechos exiguos de niña de catorce años no necesitaban para nada el sujetador negro que asomaba por encima del pronunciado escote de una camiseta corta y ceñida.
—Tenemos que hablar.
—No tenemos nada de qué hablar.
Mat miró fijamente la cara pequeña y desafiante. Winona no sabía que no podía soltarle ninguna fresca que él no hubiera oído ya de sus hermanas. La taladró con la misma mirada que solía utilizar con Ann Elizabeth, la más bravucona de sus hermanitas.
—Abre la puerta.
Se dio cuenta de que la niña trataba de reunir el valor para desafiarle, aunque, no lográndolo del todo, acabó apartándose. Mat pasó por su lado rozándola y entró en el salón; cutre, pero limpio. Vio un ejemplar zarrapastroso de un libro sobre cuidados infantiles abierto sobre una mesa.
—Me he enterado de que llevas sola algún tiempo.
—No he estado sola. Connie se acaba de ir al supermercado. Es la vecina que nos ha estado cuidando.
—No me sueltes rollos.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—Sí.
A la adolescente no le gustó eso ni un pelo, aunque no podía hacer gran cosa al respecto.
—¿Dónde está la nena?
—Echando una siesta.
Mat no apreció un gran parecido entre la niña y Sandy, excepto quizás en los ojos. Sandy había sido una mujer grande e indecente, una belleza difícil con buen corazón y un cerebro aceptable que debió de heredar de su madre, pero que nunca se molestó en utilizar.
—¿Qué pasa con vuestra abuela? ¿Por qué no se está ocupando de vosotras?
La niña empezó a mordisquearse lo poco que le quedaba de una uña.
—Se ha ido a Australia a estudiar a los aborígenes del interior. Es profesora de universidad.
—¿Y se fue a Australia sabiendo que sus nietas no tenían a nadie que cuidara de ellas? —Mat no trató de ocultar su escepticismo.
—Connie ha estado...
—Déjate de chorradas, ¿vale? No hay ninguna Connie, y a menos que seas sincera conmigo, el servicio de Protección de Menores aparecerá por aquí dentro de una hora a hacerse cargo de vosotras.
La cara de la niña se contrajo.
—¡No necesitamos que nadie nos cuide! Nos las arreglamos de maravilla solas. ¿Por qué no metes las narices en tus asuntos?
Mientras miraba fijamente el rostro desafiante de Winona, Mat se acordó de todos aquellos niños de acogida que habían aparecido y desaparecido de la casa de los vecinos mientras se hacía mayor. Unos cuantos se habían empeñado en escupirle al mundo a la cara, y la única recompensa por sus esfuerzos fue acabar aplastados. Suavizó el tono de voz.
—Háblame de tu abuela.
La niña se encogió de hombros.
—Ella y Sandy no se llevaban bien. Por culpa de la bebida de Sandy y todo eso. No se enteró del accidente de tráfico.
Por lo que fuera, a Mat no le sorprendió que llamara a su madre por el nombre de pila. Era justo lo que habría esperado de su ex esposa, que parecía haber cumplido su temprana promesa de convertirse en alcohólica.
—¿Me estás diciendo que tu abuela no sabe lo que le ha ocurrido a Sandy?
—Ahora, sí. Yo no tenía su número de teléfono, así que no podía llamarla, aunque hace un par de semanas recibí esta carta de ella con una foto del interior de Australia y todo. Así que le contesté y le conté lo de Sandy y el accidente de tráfico con Trent.
—¿Quién es Trent?
—El padre de mi hermanita. Es un gilipollas. El caso es que también murió en el accidente, y me trae al fresco.
Mat había sabido que el actual novio de Sandy la acompañaba en el momento del accidente, pero no que fuera el padre de la bebé. Sandy debía de haber tenido muchas dudas sobre él o su nombre habría aparecido en aquel certificado de nacimiento, en lugar del suyo.
—¿Tenía alguna familia ese tal Trent?
—No. Era de California, y creció en hogares de acogida. —La niña adelantó su pequeña barbilla—. Me habló de ellos, y yo y mi hermana no vamos a ir a ninguno, ¡así que vete olvidándolo! En cualquier caso, no tenemos que ir, porque acabo de recibir esta nota de mi abuela, y no tardará en regresar.
Mat la miró con suspicacia.
—Déjame ver esa nota.
—¿Es que no me crees?
—Digamos que me gustaría tener alguna prueba.
La niña lo miró con hostilidad, y desapareció en la cocina. Mat había tenido la certeza de que le estaba mintiendo, así que se sorprendió cuando Winona regresó al cabo de un instante con un pedazo de papel de carta con el membrete del Laurents College de Willow Grove, Iowa. Miró fijamente la pulcra caligrafía.
Mi vida, acabo de recibir tu carta. Estoy apenadísima. Vuelvo a Iowa el 15 o el 16 de julio, dependiendo del vuelo que consiga. Te llamaré en cuanto llegue y arreglaré vuestra situación. No te preocupes. Todo saldrá bien.
Te quiere,
La abuela JOANNE
Arrugó el entrecejo. Estaban a martes once. ¿Por qué la abuela Joanne no había recogido sus avíos inmediatamente y subido al primer avión de vuelta a casa?
Se recordó que eso no era asunto suyo. Lo único que le importaba era conseguir aquellas pruebas de ADN sin tener que pasar por el aro de algún funcionario entrometido.
—Te diré lo que vamos a hacer. Ve a coger a tu hermana. Os compraré un helado después de que nos detengamos en un laboratorio.
Un par de ojos castaños y astutos le sostuvieron la mirada.
—¿A qué laboratorio?
Mat intentó quitarle toda importancia.
—Nos tienen que sacar sangre a los tres. No mucha.
—¿Con agujas?
—No sé cómo lo hacen —mintió—. Coge a la niña.
—A la mierda con eso. No voy a dejar que nadie me clave una aguja.
—Cuida tu lenguaje.
Ella consiguió mirarle con tanta condescendencia como desprecio, como si fuera el hombre más idiota de la tierra por ponerle reparos a su lenguaje.
—Tú no eres mi jefe.
—Coge a la nena.
—Olvídalo.
Había batallas que no valía la pena librar, así que Mat echó a andar por un pasillo con una desgastada alfombra gris en cuyos extremos se abrían sendos dormitorios. Uno había sido sin duda el de Sandy; el otro tenía una cama doble deshecha y una cuna. Se oyó un gimoteo procedente de detrás de los protectores de la cuna.
Aunque la cuna era vieja, estaba limpia. Alguien le había pasado la aspiradora a la alfombra que tenía alrededor, y dentro de una cesta para la ropa sucia había unos cuantos juguetes. Sobre un cambiador desvencijado reposaba un montón de ropa cuidadosamente doblada, junto a una caja abierta de pañales desechables.
El gimoteo se convirtió en un aullido con todas las de la ley. Mat se acercó y vio un trasero vestido de rosa que se retorcía en el aire. Entonces una cabeza cubierta por unos centímetros de pelo rubio y lacio apareció de repente. Mat observó concienzudamente un rostro enfurecido de mejillas sonrosadas y una boca babeante y enfurruñada, a la sazón abierta y berreando. Su infancia volvía a cernerse sobre él.
—Tranqui, pequeña.
Los gritos de la bebé cesaron, y un par de ojos azul cielo le miraron con desconfianza. Al mismo tiempo Mat empezó a percibir un olor desagradable, y se dio cuenta de que su día había vuelto a dar un nuevo giro a peor.
Notó que alguien se movía detrás de él y vio a la doble de Winona parada en el umbral, mordisqueándose otra uña y observando todos los movimientos que hacía. Había algo inconfundiblemente protector en las miradas que no paraba de lanzar hacia la cuna. La niña no era ni de lejos tan dura como pretendía aparentar.
Mat hizo un gesto con la cabeza hacia la bebé.
—Hay que cambiarle el pañal. Reúnete conmigo en el salón cuando hayas acabado.
—Vamos ya, despierta. Yo no cambio pañales sucios.
Puesto que llevaba semanas cuidando de la bebé, aquello era una mentira descarada, pero si la pequeña adolescente esperaba que lo fuera a hacer él, apañada iba. Cuando por fin había conseguido escapar de la Puta Casa de Mujeres, se prometió no volver a cambiar nunca más otro pañal ni a mirar otra Barbie ni a atar ningún otro puto lazo de pelo. Sin embargo, la niña tenía redaños, así que decidió ponérselo fácil.
—Te daré cinco pavos.
—Diez. Y por adelantado.
Si Mat no hubiera estado de un humor tan de perros, a lo mejor hasta se habría echado a reír. Al menos la niña era lo bastante espabilada para seguir con toda aquella bravuconería. Sacó su cartera del bolsillo y le entregó el dinero.
—Reúnete conmigo en el coche en cuanto hayas terminado. Y tráela contigo.
Winona frunció el entrecejo, y durante un instante fue la viva imagen de una mamá pija y no la de una adolescente huraña.
—¿Tienes sillita de coche?
—¿Tengo pinta de alguien que tenga una sillita de coche?
—A una niña tienes que ponerla en una sillita de coche. Es la ley.
—¿Es que eres un madero o qué?
La niña ladeó la cabeza.
—Su sillita está en Mabel. En la Winnebago. Sandy la llamó Mabel.
—¿Vuestra madre no tenía coche?
—El vendedor se lo llevó dos meses antes de que ella muriera, así que se movía en Mabel.
—Genial. —No le iba a preguntar cómo su madre había llegado a hacerse con una autocaravana destartalada. En vez de eso, trató de resolver cómo iba a meter a una adolescente, un bebé y una sillita de coche en su Mercedes biplaza. Solo había una respuesta: no iba a hacerlo.
—Dame las llaves.
Se dio cuenta de que ella trataba de decidir si podría volver a salirse con la suya, y al final concluyó sabiamente que no podía.
Con las llaves en la mano, Mat salió para familiarizarse con Mabel. De camino, recogió en su Mercedes el móvil y el periódico que no había tenido ocasión de leer.
Tuvo que agacharse para entrar en la autocaravana, que era espaciosa, aunque no tanto para casi dos metros de altura. Se instaló detrás del volante e hizo una llamada a un médico amigo suyo de Pittsburgh para preguntarle por el nombre de algún laboratorio cercano y la autorización necesaria. Mientras esperaba al teléfono, cogió el periódico.
Como la mayoría de los periodistas, era un adicto a las noticias, aunque no hubo nada fuera de lo normal que llamara su atención. Había habido un terremoto en China, un coche bomba en Oriente Medio, una disputa presupuestaria en el Congreso y más problemas en los Balcanes. Hacia el final de página había una foto de Cornelia Case con otro niño enfermo en los brazos.
Aunque nunca había estado muy pendiente de Cornelia, en todas las fotografías recientes parecía más delgada. La primera dama tenía unos ojos azules espectaculares, pero habían empezado a parecer demasiado grandes para su cara, y unos ojos bonitos no podían disimular el hecho de que no pareciera haber una mujer de verdad detrás de ellos, sino solo una política sumamente astuta programada por su padre.
Mientras había estado en Byline, había escrito un par de artículos dándole coba a Cornelia, hablando de su peluquero, de su buen gusto en el vestir, de lo bien que honraba la memoria de su marido... todo gilipolleces. Sin embargo, sentía lástima por la mujer. El asesinato de un marido le estropearía la cara de felicidad a cualquiera.
Puso ceño al recordar el año que había estado en la televisión amarillista. Antes de eso, había sido un periodista de medios escritos, uno de los más respetados de Chicago, pero había tirado a la basura su reputación por hacer un montón de pasta que, no tardó en descubrir, tenía poco interés en gastar. Ahora, lo único que le pedía a la vida era limpiar su nombre mancillado.
Los ídolos de Mat no eran los periodistas de la Ivy League, el grupo de las ocho mejores universidades del país, sino aquellos tíos que habían escrito sus incisivos artículos golpeando con dos dedos las teclas de las viejas máquinas de escribir Remington. Hombres tan poco finolis como lo era él. Su trabajo cuando escribía para el Chicago Standard había tenido poco de escandaloso. Había utilizado palabras breves y oraciones sencillas para describir a la gente que conocía y sus preocupaciones, y los lectores sabían que podían confiar en que fuera honesto con ellos. Y ahora llevaba a cabo una cruzada para demostrar que eso volvía a ser verdad.
«Cruzada.» La palabra tenía un halo arcaico. Una cruzada era cosa de un caballero sagrado, no de un bravucón resabiado que se había permitido el lujo de olvidar lo que importaba en la vida.
Su antiguo jefe en el Standard le había dicho que podía regresar a su antiguo puesto, pero la oferta había sido hecha de mala gana, y Mat la rechazó con humildad. Ahora estaba recorriendo en coche el país en busca de algo que llevarse con él. Donde fuera que se parase —en una ciudad grande o pequeña— cogía un periódico, hablaba con la gente y husmeaba por allí. Aunque no lo había encontrado, sabía muy bien lo que estaba buscando, el germen de una historia lo bastante importante que le devolviera su reputación.
Acababa de realizar sus llamadas cuando la puerta se abrió y Winona subió a la autocaravana con la nena, que estaba descalza y vestida con un pelele amarillo con unos corderitos bordados. En uno de sus tobillos regordetes tenía tatuado el signo de la paz.
—¿Sandy la hizo tatuar?
Winona lo miró como si fuera demasiado estúpido como para estar vivo.
—Es una calcomanía. ¿Es que no sabes nada?
Sus hermanas ya eran mayores en la época en que se había desatado la locura de los tatuajes, a Dios gracias.
—Sabía que era una calcomanía —mintió—. Es que creo sencillamente que no deberías ponerle algo así a un bebé.
—A ella le gusta. Cree que le hace parecer más guay. —Winona colocó cuidadosamente a su hermana en la sillita, le ató las correas y luego se dejó caer con despreocupación en el asiento del copiloto.
Después de un par de intentos, el motor arrancó con un petardeo.
Mat sacudió la cabeza con desagrado.
—Este cacharro es una mierda.
—No me digas. —La adolescente apoyó los pies, cubiertos por unas sandalias de suela gruesa, en el salpicadero.
Mat miró por el retrovisor de Mabel y reculó.
—Ya sabes, ¿no?, que no soy realmente tu padre.
—Ni que quisiera que lo fueras.
Y para eso se había estado preocupando de que la niña pudiera haber alimentado alguna clase de fantasía sentimental sobre él. Mientras avanzaba por la calle, se dio cuenta de que todavía no sabía ni su nombre ni el de la bebé. Había visto las certificaciones de sus partidas de nacimiento pero no había mirado más que los renglones donde aparecía escrito su nombre. Lo más seguro es que a la adolescente no le hiciera ninguna gracia que la llamara Winona.
—¿Cómo te llamas?
Se produjo un largo silencio mientras ella se lo pensaba.
—Natasha.
Mat estuvo en un tris de soltar una carcajada. Su hermana Sharon había estado tres meses tratando de que todos la llamaran Silver.
—Sí, vale.
—Así es como quiero que me llamen —le espetó ella.
—No te he preguntado cómo quieres que te llamen. Te he preguntando por tu nombre.
—Lucy, ¿vale? Y lo odio.
—Lucy no tiene nada de malo. —Consultó las direcciones que le había dado la recepcionista del laboratorio y se dirigió de nuevo a la autopista.
—¿Y cuántos años tienes exactamente?
—Dieciocho.
Mat le dedicó su mejor mirada de macarra.
—Vale, dieciséis.
—Tienes catorce, y hablas como si tuvieras treinta.
—Si lo sabes, ¿para qué preguntas? Y viví con Sandy. ¿Qué te esperabas?
El tono áspero de Lucy despertó su compasión.
—Sí, bueno, lo siento. Tu madre era... —Sandy había sido una mujer divertida, atractiva, inteligente sin ningún sentido y absolutamente irresponsable—. Era singular —terminó de decir sin ninguna convicción.
Lucy soltó un bufido.
—Era una borracha.
En la parte de atrás la bebé empezó a gimotear.
—Tiene que comer pronto, y nos hemos quedado sin cosas.
Fantástico; justo lo que él necesitaba.
—¿Qué es lo que come ahora?
—Leche maternizada y mierdas de esas en bote.
—Nos detendremos a comprar algo una vez que hayamos acabado en el laboratorio. —Los sonidos provenientes de la parte de atrás iban paulatinamente aumentando en su desconento—. ¿Cómo se llama?
Otro silencio.
—Butt.1
—Eres una verdadera payasa, ¿verdad?
—Yo no fui quien se lo puso.
Mat echó un vistazo a la bebé sonrosada y rubia de ojos de gominola y boca de corazón, y luego de nuevo a Lucy.
—¿Esperas que me crea que Sandy le puso Butt de nombre?
—Me importa un pito lo que creas. —Quitó los pies del salpicadero—. Y no voy a dejar que ningún gilipollas me clave una aguja, así que ya te puedes ir olvidando de esa chorrada de la sangre.
—Tú harás lo que yo te diga.
—Menuda gilipollez.
—Escúchame bien, pico de oro, estos son los hechos. Tu madre puso mi nombre en las partidas de nacimiento de vosotras dos, así que tenemos que aclarar eso, y la única manera de que podamos hacerlo es mediante una prueba de ADN. —Entonces empezó a explicarle que el Servicio de Protección de Menores se haría cargo de ellas hasta que apareciera su abuela, pero no tuvo entrañas para hacerlo. El abogado se encargaría.
Hicieron el resto del camino hasta el laboratorio en silencio, salvo por el Bebé Diablo, que había empezado a berrear de nuevo. Aparcó delante de un edificio sanitario de dos plantas y examinó a Lucy. La adolescente estaba mirando las puertas fijamente, como si estuviera viendo la verja del infierno.
—Te daré veinte pavos por hacerte la prueba —le dijo rápidamente.
Ella negó con la cabeza.
—Agujas no. Odio las agujas. Solo pensar en ellas hace que me entren ganas de vomitar.
Mat estaba empezando a considerar cómo podría meter en el laboratorio a dos criaturas armando la gorda, cuando tuvo su primer golpe de suerte del día.
Lucy salió de la Winnebago justo antes de echar la pota.