2
Si te caes siete veces, levántate ocho
Intenté abrir los ojos, pero una mano invisible me impedía hacerlo. Sabía que no había muerto. No podía estar muerta cuando el cuerpo entero me dolía como si hubiese recibido una paliza. Quizás estaba en el purgatorio, y con el dolor físico estaba pagando mis pecados terrenales. No me parecía justo. Hice otro esfuerzo y levanté los párpados, que pesaban como piedras. Los volví a cerrar, la luz era demasiado intensa y hacía daño. Aun así había visto un atisbo del lugar en el que me encontraba, un lugar demasiado familiar, una habitación de hospital.
Suspiré y el estómago se contrajo. Ahogué un gemido de dolor. Intenté girarme, pero no tenía suficientes fuerzas. Sentí cómo el sueño se apoderaba otra vez de mí, y luché por mantenerme despierta.
«¿Y ahora qué?», pregunté a la nada que me rodeaba. La nada no me contestó.
Si mi vida hubiera sido como una novela romántica, mi todavía marido debería estar sentado llorando a mi lado, suplicándome que lo perdonara. Pero esto era la vida real, y la habitación estaba vacía, como un reflejo exacto de mi vida ahora.
Escuché el sonido de un grito que provenía de otra habitación, un grito agudo, como un aullido. Supe dónde me encontraba sin que nadie me lo dijera, en el pabellón de psiquiatría del Complejo Hospitalario Universitario. Una carcajada amarga brotó de mi garganta dolorida. Prefería estar en el purgatorio.
Entró una enfermera, que se entretuvo un momento frente a la cama revisando mi historial, levantó la mirada y me vio. Noté su sobresalto.
—¿Está despierta? —preguntó en un susurro.
—Lo estoy —le dije con la voz ronca.
—Avisaré al médico. No se mueva —repuso saliendo por la puerta a la velocidad del rayo.
—No tengo adónde ir —contesté a la puerta cerrada.
Al poco rato entró la misma enfermera acompañada de un médico vestido de calle y con una bata blanca impoluta. Un hombre de unos cincuenta años, casi calvo pero con un prominente bigote.
—Vaya, vaya —dijo examinando las máquinas que me rodeaban—, está todo correcto, mañana podremos quitarle el gotero. ¿Cómo se encuentra? —inquirió enarcando una ceja poblada de pelo negro con canas.
—Me gustaría estar muerta, así que bastante mal, ya que no lo estoy, ¿usted qué cree? —respondí roncamente.
Él sonrió. Seguro que no era la primera vez que oía ese comentario.
—Nos ha dado un buen susto, creímos que la perdíamos. De hecho ha estado más de tres minutos clínicamente muerta, así que se puede considerar afortunada —respondió mirándome fijamente.
—Desgraciadamente no compartimos la misma opinión —le contesté. La garganta me dolía cada vez más—. ¿Puede darme un vaso de agua, por favor? —pregunté.
—Lo siento, nada de líquidos hasta mañana —respondió.
—Me duele la garganta —protesté.
—Eso es por la sonda gasogástrica, pasará en pocas horas. Le voy a dar otro calmante para que descanse.
Inyectó algo en el suero.
—No quiero dormir más —dije
—Lo necesita. Mañana hablaremos —respondió. Mis ojos se cerraron antes de que llegara a la puerta.
Desperté sintiendo que alguien me acariciaba la mano. Abrí los ojos y giré la cabeza viendo a mi padre con la mirada perdida en algún punto de la pared frente a él.
—¿Papá? —susurré roncamente.
Él se volvió bruscamente a mirarme, en sus ojos había dolor, un dolor que no había visto desde la muerte de mi madre, y eso hizo que se me encogiera lo que quedaba de mi corazón maltrecho.
—Hija mía —dijo simplemente apretando mi mano.
Quise llorar, pero las lágrimas no acudían a mis ojos, estaban secos, como mi alma.
—Estoy bien —le dije mintiendo descaradamente.
—No, no lo estás. Necesitas ayuda. No lo habíamos visto. Parecías tan fuerte... Pero todavía no es tarde. Juntos saldremos de esta —contestó con la voz algo más firme que yo.
Yo no contesté, un nudo ahogaba de nuevo mi garganta. Nos quedamos en silencio, observando cómo las luces del amanecer se filtraban por la ventana creando sombras chinescas en la habitación.
Tres días después me dieron el alta. Me sentía frágil y dolorida, y no sabía muy bien qué hacer ni adónde ir. Mi padre y Pam se habían ocupado de todo. Me llevaron a su casa, donde me iba a quedar hasta que me recuperara del todo. Me instalaron en la habitación donde solían quedarse los nietos de Pam cuando tenía que hacer de niñera. Era una habitación infantil con dos camas nido, una guardada debajo de la otra. Aparté los peluches que adornaban la cama de arriba y me tendí mirando al techo adornado con estrellas que se iluminaban en la oscuridad. Ahora de día solo parecían manchas informes. Me habían recetado pastillas para dormir y antidepresivos, y tenía que seguir un estricto régimen de visitas al psiquiatra del hospital cada dos días.
La primera cita fue al día siguiente. Entré en el despacho y me senté donde me indicó el médico. Durante unos minutos él no dijo nada, se limitó a leer y leer lo que supuse que era mi historial clínico.
Finalmente levantó la mirada de los papeles y se pasó la mano por la barbilla.
—Ginebra, ¿te encuentras mejor? —preguntó mirándome directamente a los ojos. Me sentí un poco intimidada, pero no estaba presta a cooperar en absoluto.
—Sí, mejor, gracias. Lo que necesito es volver a mi vida normal —repuse.
—¿Y cuál era esa vida? —inquirió.
Medité la respuesta. ¿Seguía teniendo una vida a la que acudir?
—Ya sabe, el trabajo, los amigos... —Mis palabras se perdieron en el silencio.
—¿Y tu marido? —preguntó.
—Ya no tengo marido. Me dejó —contesté demasiado deprisa.
—Lo sé. Como también conozco la historia de cómo perdiste a tu bebé —susurró él.
—No perdí a mi bebé. Se murió, o lo maté yo..., ¿quién sabe? —Fijé la vista en sus ojos marrones desafiándolo a que dijera lo contrario.
—Tú no lo mataste. Esas cosas ocurren sin que a veces tengan otra explicación —dijo.
—Eso ya lo he oído antes y no me sirve —contesté.
—No, ya lo sé. Eres una persona que necesita una explicación racional de todo lo que ocurre a tu alrededor, pero a veces eso es imposible, y tienes que empezar a entenderlo —repuso con voz suave.
Me quedé en silencio. No tenía más que decir y no quería seguir contestando a sus certeras preguntas. Me sentía como si yo fuera el acusado en un tribunal y me parecía que habíamos invertido los papeles. No me gustaba, yo normalmente solía estar al otro lado, controlando la situación.
Él siguió consultando los papeles y apuntando cosas con el bolígrafo. Escribía demasiado. Yo me removí en el asiento. Él no se movió y siguió escribiendo concentrado.
—No puedo llorar —exclamé de pronto.
Levantó la vista despacio y me enfocó con la mirada tranquila.
—¿Por qué crees que te sucede? —preguntó entrecerrando los ojos.
—No lo sé, dígamelo usted que es el experto —dije enfadada.
—Me lo dirás tú, con el tiempo. Por hoy hemos terminado. Te espero el miércoles a la misma hora —repuso cortante.
—Muy bien. Gracias —dije levantándome y saliendo de la habitación.
No volví el miércoles, ni a la semana siguiente, ni nunca.
En la hora que se suponía que tenía que acudir a su consulta paseaba por sitios de la ciudad alejados de donde pudiera encontrarme con alguien conocido. Solía andar mucho, con los cascos puestos con la música a todo volumen, pero sin pensar en nada concreto. Era como si mi mente se hubiera bloqueado aquella noche y no pudiera terminar un pensamiento concreto, sino que me limitaba a hilar uno tras otro sin demasiado sentido. Un día pasé por delante de un gimnasio y entré siguiendo un impulso.
—¿Qué desea? —me preguntó la recepcionista.
—Me gustaría golpear algo. Muy fuerte —contesté.
Ella se irguió de repente y movió su silla hacia atrás. En ese momento apareció un hombre de mi altura, musculoso, con el pelo rapado y vestido con ropa de deporte y nos miró a las dos de manera inquisitiva.
—¿Qué ocurre? —preguntó sin dirigirse a ninguna en particular.
—La señora quiere golpear algo —contestó apresuradamente la recepcionista—, muy fuerte —añadió.
El hombre sonrió y cabeceó un poco mirándome de arriba abajo.
—Bueno, serás una candidata perfecta para la clase de kick boxing que va a empezar ahora —respondió—, ¿cómo te llamas?
—Ginebra —dije mirándolo de manera estúpida.
—Muy bien, Ginebra, veo que has venido con ropa adecuada, ¿te apetecería probar? —preguntó.
—Sí, claro —contesté yo siguiéndole.
Pasamos a una sala cubierta en el frontal por un espejo. Esperaban otras cinco personas más, a cuál más dispar, desde lo que parecía un ejecutivo estresado a un joven atlético de poco más de veinte años, que me observó de arriba abajo con gesto apreciativo. Yo entrecerré los ojos ante su escrutinio y cuando llegó a mi cara tuvo la decencia de parecer algo sorprendido por mi gesto adusto.
El entrenador me presentó como la nueva alumna. Cogió el saco ayudado por el ejecutivo y lo colgó de un gancho en el techo.
—Vamos a ver de lo que eres capaz —me dijo—. Concéntrate y piensa en alguien a quien quieras golpear. Yo sujetaré el saco por detrás.
No lo pensé dos veces. La cara de Yago sonriendo se hizo visible en la superficie del saco de entrenamiento con total claridad.
Levanté la pierna y empujé con furia, lanzando una patada dirigida justo a la cara de mi marido.
La planta del pie golpeó el saco con fuerza, con tanta fuerza que el monitor se tambaleó y por la fuerza intrínseca cayó sobre sí mismo al suelo.
El ejecutivo estresado corrió a sujetar el saco que volteaba y los otros cuatro alumnos exclamaron al unísono «¡joder!» Yo me quedé quieta como una estatua sintiendo por toda la pierna un calambre de excitación, que se extendió a lo largo de todo mi cuerpo.
El entrenador se levantó de un salto.
—¿Quién te ha enseñado a patear así? —preguntó frotándose el trasero con una mano.
—La vida —contesté esbozando lo que fue mi primera sonrisa abierta y sincera desde hacía meses.
Todos rieron, y por primera vez sentí que la nada que me rodeaba se estaba resquebrajando.
A partir de ese día, en vez de acudir a las consultas del psiquiatra iba a mis clases de kick boxing, disfrutando del entrenamiento. Corregía posturas y aprendía cómo poner el cuerpo para defenderme de un ataque y cómo atacar yo a mi vez, procurando que esta vez no me quedara un doloroso recuerdo como cojera durante días.
Mi padre no dijo nada, ya le habían avisado de que no acudía a la consulta del médico, pero él también veía que algo estaba cambiando. La antigua Ginebra jamás volvería, pero quizás una nueva y mejorada se estaba formando.
Pasaron los días, las semanas y los meses. Dejé mi trabajo, ya que no me veía capaz de seguir el ritmo frenético que exigía, ni de volver a ver a la gente de siempre, y me llegaron los papeles del divorcio. Los repasé con calma y los firmé. No había nada que discutir. Solo teníamos una propiedad en común, nuestro piso. Él quería quedárselo, yo no quería volver allí jamás. Ratificamos el Convenio Regulador y me ingresó la cantidad correspondiente en mi cuenta, lo que me daba un tiempo para recuperarme del todo sin tener que pensar en trabajar. Ahora solo me quedaba saber qué es lo que iba a hacer con el resto de mi vida.
Encendí el teléfono a principios de julio. Se pasó varios minutos pitando, llenándose de mensajes y llamadas perdidas. No miré ninguna, simplemente formateé de nuevo la memoria, con cuidado de apuntar los teléfonos que quería guardar y una sola foto, la de mi primera ecografía.
Sabiendo que tenía una llamada pendiente y que no la podía retrasar más, quedé un día con Pablo en una terraza bastante alejada del centro, siempre evitando el contacto con cualquier otra persona conocida. Sabía que no estaba bien, que me estaba escondiendo, pero todavía no tenía las fuerzas suficientes para enfrentarme con el resto del mundo.
Cuando llegué él ya estaba sentado en una mesa tomando una cerveza fría.
—Hola —saludé sentándome a su lado. No me había visto llegar. Parecía cansado y sus ojos, habitualmente alegres, no brillaban como antes.
—Ginebra. —Su voz se murió en un suspiro, y por un momento creí que iba a llorar.
—Estoy bien —contesté pidiendo otra cerveza al camarero que se acercaba.
Pablo me examinó y finalmente, como si le diera miedo, cogió mi rostro entre sus manos y me acarició las mejillas.
Era la primera vez que alguien me tocaba de forma tan íntima en meses y por un instante tuve el impulso de salir corriendo en dirección contraria y lo más lejos posible, pero sin embargo me quedé quieta conteniendo la respiración.
—No sabes cuánto lo siento —dijo con voz triste.
—¿El qué? —pregunté algo desconcertada.
—Fue por mi culpa. No debí dejarte sola. Fui por el coche, pero al ver que ya te habías ido, pensé que querrías estar sola y volví con todos. Si hubiera ido a buscarte tú no... —Sus palabras murieron en su boca antes de pronunciarlas.
—Pablo, tú no tienes la culpa. Si no hubiera sido esa noche, hubiera sido la siguiente o cualquier otra —contesté con voz firme.
—Sí, quizá, no lo sé. Solo sé que desde entonces no paro de darle vueltas, pensando que yo podría haberlo evitado todo —repuso.
—No, no hubieras podido. Nadie podía. Pero ahora todo pasó y me encuentro bastante mejor. Distinta, pero mejor —contesté.
Él no dijo nada, se limitó a observarme.
—Vamos, cuéntame cómo va todo, y olvídate de aquella noche —le insté de forma imperativa.
Él pareció recuperar algo de fuerza y comenzó a relatar todo tipo de cotilleos y reacciones de la oficina, con mucho cuidado de no mencionar para nada a Yago y a su novia embarazada, aunque yo sabía que él tenía que saberlo todo. No había dato en Santiago que se le escapara. Yo tampoco pregunté, no quería saber. Finalmente nos despedimos con la promesa de mantenernos en contacto, algo que ambos sabíamos que no iba a ocurrir.
Llegó el verano y Santiago, como ciudad de peregrinación, se llenó de turistas y peregrinos desbordantes de esperanza y promesas al Santo, y como uno de tantos recién llegados a la ciudad apareció mi hermana a finales de agosto, sin avisar, como siempre.
Yo estaba sentada en la cama leyendo un libro cuando se abrió bruscamente la puerta y se plantó frente a mí, como un reflejo de mí misma llena de furia en sus ojos plateados.
Me levanté de un salto y no me dio tiempo a decir absolutamente nada antes de que ella se acercara un paso y me soltara una tremenda bofetada que hizo que mi rostro se girara por el impacto.
Me quedé mirándola estupefacta con una mano apoyada en la mejilla golpeada.
—¿Cuándo decidiste convertirte en una bruja, Ginebra? —espetó gritando.
Mi padre y Pam aparecieron corriendo en la habitación. Ella los echó cerrando la puerta, ante la expresión desconcertada del uno y de la otra.
—¿Una bruja? —pregunté con tanta curiosidad como enfado.
—Sí, una bruja. ¿Te has parado a pensar siquiera por un momento lo que hiciste y lo que ha supuesto para todos los que te queremos? —siguió gritando.
Yo la miré entrecerrando los ojos. Por una parte deseaba enseñarle lo que había aprendido en las clases de kick boxing, por otra quería que me dijera más, ya que había sido la única que había tenido el coraje de enfrentarse a mí.
—Eres una egoísta, solo has pensado en ti misma. ¿Sabes qué daño le has hecho a papá, y a mí y a todos? ¡Maldita seas, Gin!, no pensé nunca que fueras tan estúpida —exclamó y a continuación me abrazó con fuerza y enterró su rostro en mi cuello sollozando fuertemente.
Yo la sujeté con la misma fuerza, cerrando los ojos, sintiendo que la habitación giraba y que me ahogaba, pero sin derramar las tan ansiadas lágrimas de alivio.
Pasado un buen rato, nos separamos y nos quedamos mirándonos como un reflejo en un espejo. Su rostro seguía siendo el mío, aunque hubiera jurado que sus ojos brillaban con muchísima más intensidad que los míos.
—Vengo a salvarte —dijo más serena.
—¿De qué? —pregunté yo escéptica.
—De ti misma —respondió ella simplemente.
Después de aquello pasamos mucho tiempo juntas, recuperando el tiempo perdido. Yo lo había imaginado, pero hasta que no me lo confirmó ella no había tenido la certeza. Me contó que la noche que intenté suicidarme se despertó de pronto con la sensación de que se estaba muriendo y me llamó varias veces, y al no contestar avisó a nuestro padre, que asustado se presentó en mi casa llegando justo a tiempo para avisar a una ambulancia. Por lo visto nuestra unión, aunque algo desgastada por el tiempo y la distancia, seguía estando ahí.
Una noche a principios de septiembre cuando ya estábamos acostadas, ella en la cama de abajo y yo en la de arriba, me dijo que debía irse a Edimburgo, que tenía que volver a trabajar y que le gustaría que yo me fuese con ella.
—¿Qué se me ha perdido a mí en Edimburgo? —fue mi respuesta. La habitación estaba a oscuras y las estrellas brillaban en el techo. Una fuerte tormenta se había desatado al anochecer y escuchábamos de lejos los truenos y los relámpagos que auguraban una noche entera lloviendo. El verano se estaba acabando.
—No se te ha perdido nada. Pero tampoco tienes nada aquí. Además aquello siempre te ha gustado. Te vendrá bien estar con gente que no conoces y quizá puedas encontrar un trabajo allí —explicó ella intentando convencerme.
—Aquí tengo mi vida —susurré yo, no muy convencida.
—La tenías, Gin, la tenías. Ahora solo quedan desechos de lo que una vez construiste. Tienes que empezar de nuevo, y allí estaremos Sergei y yo para ayudarte. De todas formas, si no te gusta, pues te vuelves a casa y punto. —No se andaba por las ramas, o lo tomas o lo dejas, no había término medio.
—Está bien, lo pensaré —dije cerrando los ojos.
—Además necesitas un hombre —contestó ella haciendo que yo abriera otra vez los ojos de golpe.
—¿Un hombre? Ni de lejos necesito embarcarme en otra relación —espeté gruñendo.
—He dicho que necesitas un hombre, no un niño, que es lo que era Yago. Y en Escocia hay grandes hombres. No tienes más que ver a Sergei —continuó ella.
—Sergei es ruso —contesté yo sonriendo.
—Es escocés de tercera generación, y te aseguro que mezclado con los genes rusos es una combinación... explosiva. Sobre todo en la cama. —Noté que se volvía como si recordara algo concreto.
Reí en silencio. Quizá no era tan mala idea hacer un viaje con mi hermana, solo unos pocos días.
—Piénsalo, por favor —susurró Gala.
—Lo haré —contesté. Mi hermana no suplicaba nunca. Debía de verme bastante mal.
Ambas nos movimos buscando la posición correcta para dormir, escuché su suave respiración acompasada cuando Morfeo la visitó, yo me relajé escuchándola y me quedé dormida en su compañía.
Aquella noche tuve un sueño extraño. Me encontraba en un bosque, notaba el olor a humedad y a fresco, pero no tenía frío. Era desconocido, pero a la vez familiar. Frente a mí había un hombre, pero no le podía ver el rostro, la bruma lo cubría casi por completo, haciendo que apareciera y desapareciera como un fantasma.
—Ya estás cerca —susurró él.
—No puedo acercarme a ti —exclamé yo frustrada, me sentía pegada al suelo, y mi cuerpo no me respondía, sin embargo deseaba estar a su lado.
—Yo te encontraré —volvió a susurrar. Ahora estaba a mi lado.
Levanté el rostro para mirarlo. Era muy alto, pero su cara se mantenía entre las sombras y no distinguí sus rasgos. Acercó una mano y me acarició la mejilla con una mano áspera al contacto. Una caricia dulce y sensual. Me incliné hacia él y alcé mi mano hacia su rostro.
—Te he esperado tanto tiempo. —Su voz sonó como un gruñido desde las profundidades de su pecho.
Me desperté con otra mano que me agitaba los hombros.
—¿Qué ocurre? —pregunté desconcertada sintiendo que el sueño se desvanecía en mis recuerdos.
—Estabas gimiendo, ¿tenías una pesadilla? —era la voz preocupada de mi hermana.
—No —contesté.
—Ah, entonces... —susurró. Pude notarlo, aunque no vi cómo sonreía.
—¡Vete a paseo! —le respondí enfadada no sabía muy bien por qué.
Ella se volvió y noté cómo su cuerpo golpeaba de nuevo la almohada, pero no contestó.
Al cabo de un rato, y sin poder volver a dormir, me volví hacia ella, que también seguía despierta.
—Iré contigo a Escocia —le dije. Ya era hora de que dejara de esconderme.
—Lo sabía. —Esta vez rio con ganas.