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RePENSAR la disciplina

He aquí algunas declaraciones de padres con los que hemos trabajado. ¿Te suena de algo?

Todo esto resulta familiar, sin duda. Es el caso de muchos padres. Quieren controlar bien las cosas mientras sus hijos se oponen a hacer lo correcto, pero muy a menudo terminan reaccionando sin más ante una situación en vez de actuar partiendo de un conjunto claro de principios y estrategias. Ponen el piloto automático y renuncian al control de sus decisiones parentales.

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El piloto automático puede ser una gran herramienta cuando pilotas un avión. Es cuestión de darle al interruptor, reclinarse y relajarse, y dejar que el ordenador te lleve a donde está programado ir. Sin embargo, cuando se trata de imponer disciplina a los niños, no es tan buena idea poner el piloto preprogramado. Puede llevarnos a un amenazador banco de nubes, oscuro y tormentoso, lo que significa que padres e hijos por igual van a tener un viaje accidentado.

En lugar de ser reactivos, con los niños hemos de ser receptivos. Hemos de ser intencionales y tomar decisiones conscientes basadas en principios en los que hemos pensado y estado de acuerdo con antelación. Ser intencional significa tener en cuenta varias opciones y escoger luego la que conlleva un enfoque reflexivo sobre los resultados buscados. En el caso de la Disciplina sin Lágrimas, implica contemplar las consecuencias externas a corto plazo de las estructuras y los límites conductuales, y las consecuencias internas a largo plazo de la enseñanza de destrezas vitales.

Pongamos, por ejemplo, que tu hijo de cuatro años te pega. Quizás está enfadado porque le has dicho que antes de jugar al Lego con él debías terminar un correo electrónico, y él ha reaccionado dándote un golpe en la espalda. (Siempre sorprende que una persona tan pequeña pueda causar tanto dolor, ¿verdad?)

¿Qué haces? Si llevas puesto el piloto automático —esto es, si no utilizas ninguna filosofía específica sobre cómo afrontar el mal comportamiento—, quizá reacciones inmediatamente sin demasiada reflexión ni intención. Tal vez lo agarrarás, seguramente más fuerte de lo debido, y con los dientes apretados le dirás: «¡No, no se pega!» A continuación le aplicarás algún tipo de castigo, por ejemplo, mandarlo a su cuarto.

¿Es la peor reacción parental posible? No. Pero ¿podría ser mejor? Desde luego. Lo que hace falta es tener claro qué quieres conseguir realmente cuando tu hijo se porta mal.

Este es el objetivo general de este capítulo: ayudarte a comprender la importancia de actuar a partir de una filosofía intencional y tener una estrategia clara y coherente para responder a la mala conducta. Como hemos comentado en la introducción, el doble objetivo de la disciplina es favorecer una buena conducta externa a corto plazo y crear la estructura cerebral interna para una mejor conducta y mejores destrezas relacionales a largo plazo. Tengamos presente que, en última instancia, la disciplina tiene que ver con la enseñanza. Así pues, si aprietas los dientes, sueltas una norma con rabia y aplicas un castigo, ¿será eso eficaz para enseñar algo a tu hijo sobre la acción de golpear?

Bueno, sí y no. Acaso tenga el efecto a corto plazo de lograr que no te pegue. El miedo y el castigo pueden ser efectivos en el momento, pero a largo plazo no sirven de gran cosa. Además, ¿de verdad queremos usar el miedo, el castigo y el llanto como principales motivadores de nuestros hijos? Si así fuera, estaríamos enseñando que el poder y el control son los mejores instrumentos para conseguir que los demás hagan lo que queremos que hagan.

Por supuesto, es totalmente normal reaccionar sin más cuando estamos enojados, en especial si alguien nos causa dolor físico o emocional. No obstante, hay respuestas mejores, capaces de alcanzar el mismo objetivo a corto plazo —reducir la probabilidad de la conducta no deseada en el futuro— al tiempo que construyen destrezas. Así, en lugar de temer simplemente tu respuesta e inhibir un impulso en el futuro, tu hijo pasará por una experiencia de aprendizaje que crea una habilidad interna más allá de una simple asociación con el miedo.
Y todo este aprendizaje puede producirse mientras reduces el enfrentamiento y refuerzas la conexión con el niño.

Hablemos de cómo puedes actuar para que por tu parte la disciplina sea menos una reacción que genera miedo y más una respuesta que crea destrezas.

LAS TRES PREGUNTAS:

¿POR QUÉ? ¿Q? ¿CÓMO?

Antes de responder ante el mal comportamiento, dediquemos unos instantes a formularnos tres preguntas sencillas:

Al formularnos estas tres preguntas —por qué, qué, cómo— cuando los niños hacen algo que no nos gusta podemos abandonar más fácilmente el modo «piloto automático». Lo cual significa que tendremos muchas más probabilidades de reaccionar de una manera efectiva para interrumpir la conducta a corto plazo al tiempo que enseñamos habilidades y lecciones vitales más importantes, duraderas, que construyen la personalidad y preparan a los niños para tomar buenas decisiones en el futuro.

Examinemos con más detalle cómo estas tres preguntas pueden ayudarte a responder al niño de cuatro años que te pega mientras estás escribiendo un correo electrónico. Cuando oyes el manotazo y notas la diminuta huella de dolor en la espalda, quizá tardes unos momentos en calmarte y evitar la reacción instantánea. No siempre resulta fácil, ¿verdad? De hecho, nuestro cerebro está programado para interpretar el dolor físico como una amenaza, lo cual activa los circuitos neurales que pueden volvernos más reactivos y ponernos en modo «pelea». De modo que, para mantener el control y la práctica de la Disciplina sin Lágrimas, se requiere cierto esfuerzo, a veces intenso. Cuando sucede esto, hemos de anular nuestro cerebro reactivo, el más primitivo. No es fácil. (A propósito, es mucho más difícil si estamos privados de sueño, tenemos hambre, nos sentimos abrumados o no hemos tenido muy en cuenta el cuidado personal.) Esta pausa entre lo reactivo y lo receptivo supone el comienzo de la elección, la intención y la habilidad como padre.

Por tanto, quieres hacer una pausa lo antes posible y formularte las tres preguntas. Entonces ves con mucha más claridad qué está pasando en la interacción con tu hijo. Cada situación es diferente y depende de numerosos factores, pero las respuestas a las preguntas serán algo así:

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Este enfoque surte efecto también con niños más mayores. Examinemos uno de los problemas más habituales a los que se enfrentan padres de todas partes: las discusiones por los deberes escolares. Imagina que tu hija de nueve años se resiste a hacer los deberes, y los dos os enfrentáis del modo habitual. Al menos una vez a la semana, pierde el control. Está tan frustrada que acaba llorando, chillándote y llamando «malos» a sus profesores por ponerle deberes tan difíciles y calificándose a sí misma de «estúpida» por tener tantas dificultades. Tras estas proclamas, hunde la cara en el brazo doblado y se desmorona en un mar de lágrimas.

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Para un padre, esta situación puede ser igual de desesperante que la de ser golpeado en la espalda por un niño de cuatro años. Una respuesta de piloto automático sería ceder a la frustración y, en pleno enfado, discutir con tu hija y soltarle un sermón, echándole la culpa por administrarse mal el tiempo y no atender en clase. Seguramente nos resulta familiar lo de «si hubieras empezado antes, cuando te lo dije, ahora ya lo habrías terminado». Nunca hemos oído a un niño responder a este sermón diciendo esto: «Tienes razón, papá. Debía haber comenzado cuando me lo dijiste. Asumo la responsabilidad de no empezar cuando debía; he aprendido la lección. Mañana me pondré a hacer los deberes antes. Gracias por explicármelo.»

En vez de la regañina, ¿qué tal si te preguntaras el porqué, el qué y el cómo?

Como niños diferentes requieren respuestas diferentes a las preguntas por qué-qué-cómo, no estamos diciendo que cualquiera de estas respuestas específicas vaya a ser necesariamente aplicable a tus hijos en un momento dado. La clave radica en plantearse la disciplina de una forma nueva, en repensarla. A continuación, puedes seguir una filosofía global al interaccionar con tus hijos en vez de reaccionar sin más con cualquier estallido cuando ellos hagan algo que no te gusta. Las preguntas por qué-qué-cómo nos proporcionan un método nuevo para pasar de la crianza reactiva a las estrategias receptivas e intencionales de Cerebro Pleno.

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De acuerdo, no siempre tienes tiempo de considerar detenidamente las tres preguntas. Cuando una pelea juguetona en la sala de estar se convierte en una lucha a muerte, o cuando las gemelas llegan tarde a ballet, no es fácil seguir el protocolo de las tres preguntas. Lo entendemos. Suena muy poco realista pensar que serás consciente de ello en pleno acaloramiento.

No estamos diciendo que vayas a hacerlo a la perfección todas las veces, o que inmediatamente vayas a ser capaz de evaluar atentamente tu respuesta cuando tus hijos estén alterados. Pero cuanto más tengas en cuenta y practiques este enfoque, más natural y automático será hacer una valoración rápida y dar una respuesta intencional. Incluso puede convertirse en tu opción por defecto, el recurso de elección. Con la práctica, estas preguntas pueden ayudarte a permanecer intencional y receptivo en circunstancias que antes provocaban reacción. Preguntarte por qué, qué y cómo te ayudará a crear una sensación interna de claridad incluso frente al caos externo.

Por consiguiente, recibirás la bonificación de tener que imponer cada vez menos disciplina, pues no solo estarás moldeando el cerebro de tu hijo para que tome mejores decisiones y aprenda la conexión entre sus sentimientos y su conducta, sino que también estarás más sintonizado con lo que le pasa —por qué hace lo que hace—, con lo cual serás más capaz de orientarlo antes de que las cosas se agraven. Por otra parte, tendrás más elementos para ver las cosas desde su perspectiva, lo cual te permitirá saber cuándo necesita tu ayuda, no tu ira.

NO PUEDO VS. NO QUIERO:

LA DISCIPLINA NO ES «DE TALLA ÚNICA»

Por decirlo de manera simple, formular las preguntas por qué-qué-cómo nos ayuda a recordar quiénes son nuestros hijos y lo que necesitan. Las preguntas nos estimulan a ser conscientes de la edad y las necesidades exclusivas de cada individuo. Al fin y al cabo, lo que funciona en un niño puede ser exactamente lo contrario de lo que necesita su hermano. Y lo que sirve para un niño ahora mismo quizá no sea tan idóneo diez minutos después. Por tanto, no entendamos la disciplina como una solución «de talla única»: recordemos lo importante que es imponer disciplina a este niño concreto en este momento determinado.

Cuando disciplinamos con el piloto automático, solemos responder a una situación partiendo más de nuestro estado de ánimo que de las necesidades del niño en ese preciso momento. Es fácil olvidar que nuestros niños son solo eso —niños— y esperar conductas impropias de la capacidad derivada de su desarrollo. Por ejemplo, de un niño de cuatro años no cabe esperar que controle bien sus emociones cuando está enfadado porque su mamá sigue frente al ordenador, como tampoco podemos esperar que uno de nueve no se ponga frenético de vez en cuando por culpa de los deberes escolares.

Tina vio hace poco a una madre y una abuela de compras. Habían sujetado a un niño pequeño, al parecer de unos quince meses, al carrito. Mientras ellas curioseaban, mirando zapatos y bolsos, el niño no paraba de llorar, sin duda porque quería bajarse. Necesitaba moverse, andar y explorar. Las cuidadoras le daban distraídamente cosas para entretenerlo, lo que lo contrariaba todavía más. El pequeño no sabía hablar, pero su mensaje estaba claro: «¡Estáis pidiéndome demasiado! ¡Necesito que veáis lo que necesito!» Su conducta y sus emocionales lamentos eran totalmente comprensibles.

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De hecho, hemos de asumir que a veces los niños experimentan y exhiben reactividad emocional amén de conducta «oposicional». Desde el punto de vista del desarrollo, todavía no están actuando a partir de un cerebro plenamente formado (como explicaremos en el capítulo 2), por lo que son literalmente incapaces de satisfacer nuestras expectativas en todas las ocasiones. Esto significa que cuando imponemos disciplina, hemos de tener siempre en cuenta la capacidad del niño en cuanto al desarrollo, el temperamento particular y el estilo emocional, así como el contexto situacional.

Una distinción valiosa es la idea de «no puedo» vs. «no quiero». La frustración parental disminuye de forma drástica y radical cuando distinguimos entre estas dos situaciones. A veces damos por sentado que los niños no quieren comportarse de la manera que nosotros queremos, cuando en realidad simplemente no pueden, al menos en ese momento concreto.

A decir verdad, una elevada proporción de malas conductas tiene más que ver con el no puedo que con el no quiero. La próxima vez que a tu hijo le cueste controlarse, hazte esta pregunta: «¿Es lógica su manera de proceder, teniendo en cuenta la edad y las circunstancias?» Con frecuencia la respuesta es afirmativa. Si te pasas horas haciendo recados con un niño de tres años en el coche, se pondrá nervioso. Un niño de once años que la noche anterior se acostó tarde tras ver unos fuegos artificiales, y a la mañana siguiente tiene que levantarse temprano para una actividad extraescolar, muy probablemente se vendrá abajo en algún momento del día. No porque no quiera mantener el tipo, sino porque no puede.

Intentamos dejar esto claro a los padres una y otra vez. Fue especialmente efectivo con uno que acudió a la consulta de Tina. Estaba consternado porque su hijo de cinco años demostraba tener capacidad para actuar debidamente y tomar decisiones correctas, pero a veces tenía berrinches por la cosa más nimia. Tina abordó así la conversación:

Comencé intentando explicar a este padre que a veces su hijo no podía regularse a sí mismo, es decir, no estaba escogiendo ser testarudo o rebelde. El lenguaje corporal del padre en respuesta a mi explicación fue claro. Cruzó los brazos y se reclinó en la silla. Aunque no puso literalmente los ojos en blanco, desde luego no estaba lo que se dice dispuesto a fundar un club de fans de Tina Bryson. «Tengo la impresión de que no está de acuerdo conmigo», le dije.

«Es que no tiene sentido —respondió—. A veces consigue controlarse incluso ante decepciones importantes. Como la semana pasada, cuando no pudo ir al partido de hockey. Otras veces, en cambio, ¡pierde totalmente la cabeza al no poder ponerse la gorra azul porque está en la lavadora! No es que no pueda. Lo que pasa es que está demasiado consentido y necesita una disciplina más estricta. Ha de aprender a obedecer. ¡Y puede! Ya ha demostrado de sobra que es capaz de desenvolverse.»

Decidí asumir un riesgo terapéutico: hacer algo fuera de lo común sin saber muy bien cómo resultaría. Asentí y dije: «Seguro que usted es casi siempre un padre afectuoso y paciente, ¿verdad?»

«Sí, casi siempre. Aunque a veces, no, claro», respondió.

Entonces intenté utilizar un tono más jocoso y humorístico: «¿Así que usted puede ser paciente y afectuoso, pero a veces decide no serlo? —Menos mal que sonrió; empezaba a ver por dónde iba yo. De modo que seguí adelante—. Si usted quisiera a su hijo, ¿no tomaría mejores decisiones y sería un buen padre todo el tiempo? ¿Por qué elige ser reactivo o impaciente?» Comenzó a asentir y se le pintó en la cara una sonrisa aún mayor, acusando recibo de mi tono bromista a medida que el tema iba quedando claro. Proseguí:

«¿Por qué es tan difícil tener paciencia?»

«Bueno, depende de cómo me siento —dijo—. De si estoy cansado o he tenido un día duro en el trabajo o algo así.»

Sonreí y dije: «Sabe adónde quiero ir a parar, ¿verdad?»

Desde luego que lo sabía. Tina pasó a explicar que la capacidad de una persona para resolver situaciones como es debido y tomar buenas decisiones puede fluctuar según las circunstancias y el contexto de una situación dada. Simplemente por ser humanos, nuestra capacidad para desenvolvernos no es estable ni constante. Y, sin duda, este es el caso de un niño de cinco años.

El padre entendió a la perfección lo que le decía Tina: que es un error suponer que solo porque el pequeño podía controlarse bien en un momento determinado sería capaz de hacerlo siempre. Y que cuando el hijo no gestionaba bien sus sentimientos y conductas, ello no evidenciaba que estuviera consentido y precisara una disciplina más severa. Lo que necesitaba más bien era comprensión y ayuda, y mediante la conexión emocional y el establecimiento de límites, el padre podría incrementar la capacidad de su hijo. La verdad es que nuestra capacidad fluctúa según sea el estado anímico y el corporal, estados que reciben la influencia de muchos factores, especialmente en el caso del cerebro en desarrollo de un niño en desarrollo.

Tina y el padre siguieron hablando, y quedó claro que él había entendido la idea. Había captado la diferencia entre «no puedo» y «no quiero», y había comprendido que estaba imponiendo expectativas rígidas e inadecuadas desde el punto de vista del desarrollo («de talla única») a su hijo, así como a la hermana del pequeño. Este nuevo planteamiento le habilitó para desconectar el piloto automático parental y empezar a esforzarse por tomar decisiones intencionales, momento a momento, con respecto a sus hijos, cada uno con su personalidad y sus necesidades en cada situación concreta. El padre comprendió que no solo podía seguir fijando límites firmes y claros, sino que podía hacerlo con más eficacia y respeto al tener en cuenta el temperamento y la capacidad fluctuante de cada hijo, además del contexto. Como consecuencia de ello, sería capaz de alcanzar ambos objetivos disciplinarios: aumentar la cooperación de su hijo y enseñarle destrezas y lecciones vitales importantes que le ayudarán a medida que crezca.

Este padre estaba descubriendo ciertas suposiciones de su modo de pensar, como que el mal comportamiento es siempre una oposición obstinada en vez de un momento de dificultad que se presenta mientras uno trata de manejar sentimientos y conductas. En otras conversaciones con Tina llegó a cuestionarse no solo esta suposición, sino también su énfasis en que el hijo y la hija le obedecieran de forma incondicional y sin excepción. Sí, razonable y justificadamente quería que su disciplina estimulase en sus niños la cooperación. Pero ¿obediencia completa y ciega? ¿Quería que sus hijos crecieran obedeciendo a ciegas a todo el mundo durante toda la vida? ¿O prefería que desarrollaran su identidad y su personalidad individual, aprendiendo a lo largo del camino lo que significa llevarse bien con los demás, respetar los límites, tomar buenas decisiones, ser autodisciplinados y pasar por situaciones difíciles aplicando su propio criterio? También entendió esto, lo cual causó un impacto de lo más positivo en sus hijos.

Otro supuesto que este padre empezó a poner internamente en entredicho fue la existencia de cierta bala de plata o varita mágica utilizable para abordar cualquier problema o asunto relativo a la conducta. Ojalá hubiera una panacea así, pero no la hay. Es tentador aceptar una práctica disciplinaria que prometa funcionar indefectiblemente en todas las situaciones o incluso cambiar de forma radical al niño en pocos días. Sin embargo, la dinámica de las interacciones es siempre mucho más compleja. No es posible resolver los problemas de conducta sin más, mediante un enfoque «de talla única» aplicable a cualquier circunstancia, niño o entorno.

Dedicaremos ahora unos minutos a analizar las dos técnicas disciplinarias «de talla única» más habituales en que se apoyan los padres: los azotes y el aislamiento.

LOS AZOTES Y EL CEREBRO

Una respuesta de piloto automático a la que recurren muchos padres es la azotaina. A menudo nos preguntan nuestra postura ante la cuestión.

Aunque en realidad somos grandes defensores de los límites y las restricciones, nos oponemos enérgicamente a los azotes. El castigo físico es un tema complejo y de gran carga emocional, y queda fuera del alcance de este libro un examen a fondo de las investigaciones, los diversos contextos en los que tiene lugar el castigo físico y los impactos negativos de las zurras. No obstante, a partir de nuestra perspectiva neurocientífica y de una revisión de la bibliografía correspondiente, creemos que los azotes son casi seguro contraproducentes cuando se trata de crear relaciones respetuosas con los hijos, enseñarles las lecciones que queremos que aprendan y estimular el desarrollo óptimo. También pensamos que los niños deben tener derecho a estar a salvo de cualquier forma de violencia, sobre todo si procede de personas en cuya protección ellos confían en especial.

Sabemos que hay toda clase de padres, toda clase de hijos y toda clase de contextos en los que tiene lugar la disciplina. Y, desde luego, comprendemos que la frustración, junto con el deseo de hacer lo correcto para los hijos, lleva a algunos padres a usar los azotes como estrategia disciplinaria. No obstante, las investigaciones ponen sistemáticamente de manifiesto que, incluso cuando los padres son cariñosos, afectuosos y estimuladores, las zurras a los niños no solo son menos efectivas para cambiar la conducta a largo plazo, sino que están asociadas a resultados negativos en muchos ámbitos. De acuerdo, existen muchos enfoques disciplinarios sin azotes que pueden ser tan dañinos como los que incluyen algún cachete. Aislar a los niños durante largos períodos de tiempo, humillarlos, amenazarlos a gritos o usar otras formas de agresión verbal o psicológica son otros tantos ejemplos de prácticas disciplinarias que lastiman la mente de los niños, aunque sus padres no lleguen a tocarlos físicamente.

Por tanto, animamos a los padres a evitar todo planteamiento disciplinario que sea agresivo, cause dolor o provoque terror o miedo. Para empezar, es contraproducente. La atención del niño salta de su propia conducta y el modo de cambiarla a la respuesta del cuidador ante dicha conducta, con lo que ya no tiene en cuenta en absoluto sus acciones. En vez de ello, piensa solo en lo injusto y malo que es su padre al hacerle daño, o incluso en el miedo que le ha provocado en ese momento. Así pues, esta respuesta parental debilita los principales objetivos de la disciplina —modificar la conducta y construir el cerebro— porque anula una oportunidad para que el niño piense en su conducta e incluso sienta cierto remordimiento o culpa saludable.

Otro problema importante de los azotes es lo que le pasa al niño desde el punto de vista fisiológico o neurológico. El cerebro interpreta el dolor como amenaza. Así, cuando un padre causa dolor físico a un niño, este se enfrenta a una paradoja biológica insoluble. Por un lado, todos nacemos con el instinto de acudir a nuestros cuidadores en busca de protección cuando estamos lastimados o asustados. Sin embargo, si los cuidadores son también el origen del dolor y el miedo, si el padre ha provocado el estado de terror en el niño por lo que este haya hecho, para el cerebro del pequeño la situación puede resultar muy confusa. Un circuito empuja al niño a intentar escapar del padre que está haciéndole daño, mientras que otro lo empuja hacia la figura de apego en busca de seguridad. Así, cuando el padre es el origen del dolor o el miedo, puede que el cerebro acabe funcionando de forma desorganizada, pues se crea una paradoja sin solución. En última instancia, consideramos esto una forma de apego desorganizado. La hormona del estrés —cortisol— liberada cuando se produce un estado interno desorganizado y reiteradas experiencias interpersonales de terror y furia, puede provocar duraderos impactos negativos en el desarrollo cerebral, pues dicha hormona es tóxica para el cerebro e inhibe el crecimiento sano. En realidad, el castigo duro y severo puede dar lugar a cambios importantes en el cerebro, como la muerte de conexiones e incluso de células cerebrales.

Otro problema con los azotes es que revela al niño la falta de estrategia efectiva del padre aparte de infligir dolor corporal. Es una lección directa que todo padre debería tener muy en cuenta: ¿queremos enseñar a nuestros hijos que la manera de resolver conflictos es causando dolor físico, en especial a alguien desvalido incapaz de defenderse?

Si enfocamos la cuestión desde el punto de vista del cerebro y el cuerpo, vemos que los seres humanos están instintivamente programados para evitar el dolor. Asimismo, la parte del cerebro que media en el dolor físico es la misma que procesa el rechazo social. Provocar dolor físico es también crear rechazo social en el cerebro del niño. Como los niños no pueden ser perfectos, observamos la importancia de los estudios acerca del castigo físico: según estos, aunque los azotes suelen interrumpir una mala conducta en un momento determinado, no son igual de efectivos en cuanto a cambiar conductas a largo plazo. En vez de ello, los niños a menudo aprenden a ocultar mejor lo que han hecho. En otras palabras, el peligro es que el niño así castigado haga lo que sea para evitar el castigo físico (y el rechazo social), lo que con frecuencia significa más mentira y ocultación, no comunicación colaboradora ni disposición a aprender.

Una última cuestión sobre los azotes: ¿qué parte del cerebro queremos abordar y desarrollar con nuestra disciplina? Como veremos en el siguiente capítulo, los padres tienen la opción de implicar la parte reflexiva, superior, del cerebro sensato del niño, o a la parte inferior reptiliana, más reactiva. Si amenazas o atacas físicamente a un reptil, ¿qué clase de respuesta crees que obtendrás? Imaginemos a una cobra acorralada, escupiéndote. La reactividad no comporta sensatez ni conexión.

Si nos vemos sometidos a una amenaza o un ataque físico, nuestro cerebro primitivo o reptiliano asume el control. Pasamos a una modalidad de supervivencia adaptativa, a menudo conocida como «luchar, escapar o quedarse quieto». También podemos desmayarnos, respuesta que se produce en algunas personas cuando se sienten del todo impotentes. De la misma manera, cuando hacemos que los niños experimenten miedo, dolor o enfado, provocamos un aumento del flujo de energía e información al cerebro primitivo y reactivo, en lugar de dirigir ese flujo al modo de pensar receptivo, a las regiones cerebrales más sofisticadas y potencialmente sensatas que permiten a los niños tomar decisiones saludables y flexibles, además de controlar sus emociones.

¿Quieres desencadenar reactividad en el cerebro primitivo de tu hijo, o apelar al cerebro racional, reflexivo, para que el pequeño sea receptivo y encaje bien en el mundo? Cuando activamos los estados cerebrales reactivos, perdemos la ocasión de desarrollar la parte cerebral pensante. Es una oportunidad perdida. Es más, tenemos muchas otras opciones, más eficaces, para imponer disciplina a nuestros niños —estrategias que les procuran práctica en el uso de su «cerebro superior» para que sea más fuerte y esté más desarrollado—, con lo cual serán mucho más capaces de convertirse en personas responsables que hagan con más frecuencia lo correcto. (En los capítulos del 3 al 6 ahondaremos en el tema.)

¿ES EL AISLAMIENTO EN EL CUARTO UNA HERRAMIENTA DISCIPLINARIA EFECTIVA?

En la actualidad, la mayoría de los padres que han decidido no azotar a sus hijos dan por supuesto que el aislamiento en el cuarto es la mejor opción disponible. ¿En efecto lo es? ¿Nos ayuda a alcanzar los objetivos de disciplina?

En términos generales, creemos que no.

Conocemos muchos padres afectuosos que utilizan el aislamiento como principal técnica disciplinaria. Sin embargo, tras haber revisado varias investigaciones, hablado con miles de padres y criado a nuestros propios hijos, se nos han ocurrido varias razones importantes por las que no pensamos que los aislamientos sean la mejor estrategia disciplinaria. Para empezar, cuando los padres recurren al aislamiento, suelen emplearlo con mucha frecuencia y movidos por el enfado. No obstante, los padres pueden proporcionar a los niños experiencias más positivas y significativas que permitan alcanzar más fácilmente el objetivo doble de estimular la cooperación y construir el cerebro. Como explicaremos con más detalle en el próximo capítulo, las conexiones cerebrales se establecen a partir de experiencias repetidas. ¿Y qué experiencia da el aislamiento a un niño? Aunque lo mandes al cuarto de forma cariñosa, ¿quieres que las repetidas experiencias de tu hijo cuando cometa un error equivalgan a un rato a solas, que a menudo es experimentado, sobre todo por los más pequeños, como un rechazo?

¿No sería mejor hacer que experimentara lo que significa hacer las cosas bien? En vez del aislamiento, por tanto, podrías pedirle que manejase la situación de forma distinta. Si el tono de sus palabras es irrespetuoso, puedes hacer que lo intente de nuevo y se exprese con respeto. Si ha sido malo con su hermano, puedes pedirle que busque tres cosas agradables que hacer por él antes de ir a acostarse. De este modo, la experiencia repetida de la conducta empieza a formar conexiones en su cerebro. (En los próximos capítulos volveremos sobre la cuestión.)

Resumiendo, el aislamiento no suele conseguir su objetivo: que los niños se calmen y reflexionen sobre su conducta. Según nuestra experiencia, el aislamiento solo vuelve a los niños más enojados y disfuncionales, con lo que acaban siendo menos capaces de controlarse o de pensar en lo que han hecho. Además, ¿con qué frecuencia crees que los niños utilizan su aislamiento para meditar sobre su conducta? Tenemos una noticia para ti: durante el tiempo de aislamiento, el niño piensa sobre todo en lo malos que son sus padres por haberle castigado.

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Cuando los niños reflexionan sobre la fatalidad de tener un padre o una madre tan malo o injusto, están dejando escapar la oportunidad de crear percepción, empatía y destrezas de resolución de problemas. Colocarlos en una situación de aislamiento les impide tomar decisiones empáticas y ser personas activas con facultades para comprender las cosas. Queremos darles la oportunidad de resolver problemas, tomar decisiones acertadas y recibir consuelo cuando se enfrentan al desánimo. Puedes hacer muchísimo bien a tus niños formulando esta simple pregunta: «¿Tienes alguna idea para afrontar esta situación y solucionar el problema?» Si les das la oportunidad cuando ya están tranquilos, por lo general los niños hacen lo correcto y en el proceso aprenden.

Además, el aislamiento no suele estar ligado de manera lógica y directa a una conducta determinada, algo clave para el aprendizaje efectivo. Si el niño hace una montaña de papel higiénico, luego ha de ayudar a limpiar. Si monta en bicicleta sin casco, durante dos semanas habrá una inspección de seguridad cada vez que la bicicleta salga del garaje. Si se olvida el bate en el entrenamiento de béisbol, tendrá que pedir prestado el de un compañero hasta que aparezca el otro. Estas son respuestas parentales claramente relacionadas con el comportamiento. No son en absoluto punitivas ni vengativas, sino que se centran en enseñar lecciones a los niños y ayudarles a entender cómo se hacen bien las cosas. Por su parte, el aislamiento no suele guardar ningún tipo de relación con una mala decisión o una reacción descontrolada del pequeño. Debido a ello, no suele ser tan efectivo en lo concerniente al cambio de conducta.

Incluso cuando las intenciones de los padres son buenas, el aislamiento suele utilizarse de forma inapropiada. Quizá queremos el aislamiento para dar a los niños la oportunidad de tranquilizarse y recobrar la compostura y que así puedan salir de su caos interno y pasar a una fase de calma y cooperación. Sin embargo, muchas veces los padres emplean este recurso con carácter punitivo, y entonces el objetivo no es ayudar al niño a volver a su punto de partida tranquilo ni a aprender una lección importante, sino castigarle por alguna mala conducta. El aspecto didáctico, tranquilizante, del aislamiento se pierde por completo.

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De todos modos, la razón más importante por la que ponemos en entredicho el valor del aislamiento tiene que ver con la profunda necesidad de conexión que tiene el niño. El mal comportamiento suele deberse a que, desde el punto de vista emocional, el niño está sometido a demasiada tensión, por lo que la expresión de una necesidad o de un sentimiento fuerte surge de manera agresiva, irrespetuosa o poco cooperativa. Quizá tenga hambre o esté cansado, o acaso haya alguna otra explicación de por qué en este momento es incapaz de autocontrolarse y tomar una decisión acertada. Tal vez todo se reduce a que tiene tres años y su cerebro no está lo bastante desarrollado para entender y expresar sus sentimientos con calma. Así pues, en vez de hacer todo lo posible para transmitir su abrumadora decepción y su enfado al ver que no queda zumo de uva, empieza a tirarte juguetes.

En estos momentos es cuando más necesita el niño nuestro consuelo y nuestra presencia tranquila. Obligarle a irse y quedarse solo suena a abandono, sobre todo si ya se siente descontrolado. Esto quizás envíe incluso el sutil mensaje de que, cuando no está «haciendo lo correcto», no quieres estar cerca de él. No quieres transmitir el mensaje de que tendrás una relación con él cuando sea «bueno» o esté contento, pero le negarás el amor y el afecto en caso contrario. ¿Te gustaría consolidar esta clase de relación? A un adolescente seguramente le aconsejaremos que evite a amigos o compañeros que le traten así si comete un error.

No estamos diciendo que el aislamiento sea la peor técnica disciplinaria posible, que pueda provocar traumas o que no se deba utilizar nunca. Si se hace de forma adecuada, con conexión afectuosa, sentarse de vez en cuando con el niño y hablarle o consolarle —lo que podemos denominar un «agrupamiento», lo contrario del aislamiento— puede resultar práctico. De hecho, enseñar a los niños a hacer una pausa y tomarse cierto tiempo para reflexionar es esencial para desarrollar funciones ejecutivas que reduzcan la impulsividad y aprovechen la capacidad de la atención concentrada. Pero una reflexión así se crea en relación, no en aislamiento completo, sobre todo en el caso de los más pequeños, que a medida que crecen pueden sacar provecho de la reflexión y del agrupamiento para centrar la atención en su mundo interior. Así aprenden a «ver mar adentro» y desarrollar la destreza para calmar las tormentas internas. Esta clase de agrupamiento es la base del mindsight, o la visión de la mente, la capacidad de ver la propia mente y la de los otros con percepción y empatía. La visión de la mente incluye el proceso de integración que permite cambiar los estados internos, esto es, pasar del caos o la rigidez a un estado interno de armonía y flexibilidad. Como la visión de la mente —percepción, empatía e integración— constituye la base de la inteligencia social y emocional, utilizar el agrupamiento para desarrollar habilidades reflexivas internas es el modo de ayudar a los niños y adolescentes a desarrollar los circuitos de estas importantes capacidades. La Disciplina sin Lágrimas usaría el agrupamiento para interrumpir conductas (primer objetivo) e invitar a la reflexión interna que construye destrezas ejecutivas (segundo objetivo).

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Una estrategia proactiva que puede ser eficaz es ayudar al niño a crear una «zona de calma» con juguetes, cuentos o algún peluche favorito, que visita cuando necesita tiempo y espacio para sosegarse. Se trata de una autorregulación interna, una habilidad esencial de la función ejecutiva. (¡También es una buena idea para los padres! Quizás un poco de chocolate, revistas, música, vino tinto...) No tiene nada que ver con castigos ni con que el niño pague por sus errores, sino con ofrecer una opción y un sitio que le ayuden a autorregularse o regularse a la baja, lo cual supone disminuir la sobrecarga emocional.

Como veremos en las próximas páginas, para responder a los niños hay montones de maneras más estimulantes, creadoras de relaciones y efectivas que la aplicación automática de un aislamiento o un castigo «de talla única» por defecto para cualquier mal comportamiento. Lo mismo vale para los azotes e incluso para cualquier castigo en términos generales. Menos mal que, como pronto explicaremos, existen mejores alternativas que dar azotes, aislar en el cuarto o quitar maquinalmente un juguete o un privilegio. Se trata de alternativas que, desde el punto de vista lógico y natural, están ligadas a la conducta del niño, construyen el cerebro y mantienen una conexión sólida entre padres e hijos.

¿CUÁL ES TU FILOSOFÍA DISCIPLINARIA?

La principal cuestión que hemos transmitido en este capítulo es que los padres han de ser intencionales en la manera de responder cuando sus hijos se portan mal. En lugar de reaccionar a partir del enfrentamiento y las emociones más primarias, o de responder a cada infracción con una estrategia «de talla única» que no tiene en cuenta el contexto ni la fase de desarrollo del niño, los padres pueden actuar basándose en principios y estrategias que se correspondan con su sistema de valores y el respeto a los hijos como individuos que son. La Disciplina sin Lágrimas se centra no solo en abordar circunstancias inmediatas y conductas a corto plazo, sino también en crear destrezas y conexiones cerebrales que, a largo plazo, ayuden al niño a tomar decisiones reflexivas y a gestionar bien sus emociones de forma automática, con lo cual hará cada vez menos falta la disciplina.

¿Cómo vas a hacerlo? ¿En qué medida eres intencional cuando impones disciplina a tus hijos?

Piensa por un momento en tu respuesta normal ante la conducta de tus hijos. ¿Les das un cachete, los mandas al cuarto o les gritas de forma mecánica? Cuando los niños se comportan mal, ¿cuentas con alguna otra opción inmediata? Quizás haces simplemente lo mismo que hicieron tus padres... o exactamente lo contrario. La verdadera pregunta es esta: ¿hasta qué punto tu estrategia disciplinaria deriva de un enfoque intencional y consecuente, o consiste en reaccionar sin más confiando en viejas costumbres y mecanismos por defecto?

He aquí algunas preguntas que puedes formularte mientras piensas en tu filosofía disciplinaria global:

¿Cómo te sientes ahora, tras haberte formulado estas preguntas? Muchos padres experimentan pesar, culpa, vergüenza e incluso desesperanza cuando descubren lo que no ha estado funcionando, y les preocupa el hecho de no haber estado haciendo todo lo posible. Sin embargo, la verdad es que has hecho todo lo que podías. Si hubieras podido hacerlo mejor, lo habrías hecho. El objetivo de plantearte nuevos principios y estrategias no es reprocharte a ti mismo las oportunidades perdidas, sino intentar crear oportunidades nuevas. Cuando sabemos más, lo hacemos mejor. A lo largo de los años, con la práctica, vamos aprendiendo cosas que desearíamos haber sabido o pensado cuando nuestros hijos eran bebés. El cerebro de los niños es muy plástico —modifica su estructura en función de la experiencia—, y ellos responden de manera muy rápida y productiva a las experiencias nuevas. Cuanta más compasión te demuestres a ti mismo, más la tendrás por tu hijo. Incluso los mejores padres se dan cuenta de que siempre habrá veces en que se puede ser más intencional, efectivo y respetuoso en lo concerniente al modo de imponer disciplina a los hijos.

En los capítulos restantes, nuestro objetivo será ayudarte a pensar en lo que quieres para tus hijos cuando se trata de guiarles y enseñarles. Ninguno de nosotros seremos perfectos, eso es imposible. No obstante, podemos dar pasos hacia el propósito de conseguir calma y autocontrol cuando los niños enredan. Podemos formular las preguntas por qué-qué-cómo. Podemos evitar las estrategias disciplinarias «de talla única». Podemos ofrecer los dos objetivos de formación de conductas externas y de aprendizaje de destrezas internas. Y podemos trabajar para reducir el número de veces en que nos limitamos a reaccionar sin más (o lo hacemos de forma exagerada) ante una situación, y aumentar el número de veces en que reaccionamos a partir de un sentido claro y receptivo de lo que a nuestro juicio necesitan los niños en cada momento concreto, a medida que recorren la infancia hacia la adolescencia y la edad adulta.