2

—¡Abre, Mac, sé que estás ahí!

—¡Déjame en paz, me acabo de despertar de la siesta!

Vaffanculo! ¡Que abras, coño! ¡Te traigo tu regalo de cumpleaños!

—¡Nunca celebro mi cumpleaños, ya lo sabes!

—¡Me trae sin cuidado, non mi rompere i coglioni! ¡Abre la puerta, Mac!

—Joder... ¿Contraseña?

—Irlandese di merda... —refunfuñó para sí—. ¡Barbate! ¡«La Chanca»! ¡Bacalao ahumado!

—¡Estoy a dieta, vuelve dentro de cinco kilos!

—¡O me abres o saco mis llaves, joder!

Ya conocía a ese cabrón más que de sobra, era testarudo hasta la saciedad. Si no le abría entraría por las bravas en medio minuto, tenía un juego de llaves de mi casa. No me quedaba otra. Me levanté de la hamaca y le abrí la puerta.

—Tanti auguri a te, tanti auguri a te, tanti auguri, tanti auguri, tanti auguri a te! —dijo canturreando—. Buon compleanno, amico!

—Pasa, anda, viejo siciliano de los cojones —dije con una sonrisa mientras recordaba una vez más cuánto quería a ese tipo.

—También traigo burrata —dijo mientras le rascaba la barriga a Ringo, tumbado boca arriba sobre el césped con las cuatro patas al aire—. Llevo llamándote todo el día para felicitarte, pero tienes el teléfono fuera de cobertura, eres la hostia.

—El día de mi cumpleaños siempre apago el teléfono, no me gusta que me den el coñazo.

—Sei pazzo!

—No, no estoy loco. Sencillamente soy un yonqui de la paz y del silencio. Mi idea perfecta de la felicidad es no recibir llamadas telefónicas y tener un mayordomo. Sordomudo, por supuesto

—Eres un puto cabezón. Como todos los irlandeses que he conocido en mi vida, dicho sea de paso. Y eso que andas por los cuarenta. A partir de los cincuenta te volverás un tipo absolutamente insoportable, ya lo verás.

—Todavía me quedan unos cuantos. Yo soy el doble de cabezón, te recuerdo que soy mitad irlandés y mitad español —le dije mientras cerraba la puerta de la calle—. Una mezcla explosiva.

—No me lo jures...

—Los sicilianos tampoco os quedáis muy atrás, todo sea dicho.

—E cosí.

—Pues, entonces, no te quejes. ¿Qué traes en esas bolsas? Parece que traes comida suficiente para pasar la tercera guerra mundial.

—Lo que te he dicho y un par de botellas de vino. Por cierto, yo que tú iba encendiendo el móvil a la velocidad del rayo.

—¿Por? —pregunté, extrañado.

—Me ha dicho Alina cuando he salido para acá que como no cogieras el teléfono en media hora se presentaba aquí con los niños —dijo impertérrito mientras cruzaba el jardín con un par de bolsas en la mano, poniendo rumbo a la casa.

—¿Están aquí tus nietos? —pregunté con la misma cara que ponían los personajes de la saga Scream justo un segundo antes de espicharla.

—Llegaron ayer —dijo como si nada mientras subía los dos peldaños que daban acceso al interior de mi dulce y tranquilo hogar—. Permesso.

Le seguí hasta la cocina batiendo mi propio récord de la milla y me lancé a encender el móvil como haría el capitán de los All Blacks en el último segundo del partido para hacer un ensayo frente a Australia. Esos dos enanos terroristas ya habían estado en mi casa el verano anterior en una barbacoa y doy fe de que salieron vivos porque, según tengo entendido, el Código Penal da algunas ligeras recomendaciones al respecto.

—No deberías estar solo el día de tu cumpleaños —dijo Luca con su cerrado acento italiano mientras ponía las bolsas sobre la mesa del salón.

—Estoy solo, pero no me siento solo. Voy al huerto a por un par de tomates. Coge una bandeja y si te apetece lo tomamos en el jardín. Va bene?

Va bene!

Los Rizzo se habían convertido en mi propia familia a los pocos meses de instalarme en aquella casa. Luca era un médico radiólogo de gran prestigio profesional en su país. Al poco de cumplir los sesenta le dio un infarto agudo de miocardio y salvó la vida de milagro. Decidió darse una segunda oportunidad. Él y su mujer dejaron todo atrás y se instalaron a vivir en la que hasta la fecha había sido su casa de vacaciones en España. Ahora trabajaba un par de horas diarias analizando las radiografías, TAC’s, resonancias magnéticas y ecografías que le mandaban por internet desde su antiguo hospital en Milán. El resto del tiempo se dedicaba a cuidar su extraordinario huerto y a navegar en el pequeño velero de ocho metros de eslora que tenía atracado en el puerto de Barbate, a quince minutos escasos de Vejer.

Aquel jodido italiano era, en toda la extensión de la palabra, un hombre completamente feliz. Jovial, inteligente, divertido, cariñoso, un tipo excepcional. Su pelo rizado, la poblada barba canosa y unas gafas de pasta redondas de inconfundible diseño italiano, le daban un aire de filósofo alemán de vuelta de todo. La familia Rizzo vivía también en el campo, a dos minutos de mi casa, y me habían adoptado desde el día en que, completamente desesperado, llamé a la puerta de su hogar porque Ringo se había puesto muy enfermo y obviamente en mi Harley no podía llevarlo a una clínica de urgencias veterinarias. Luca cogió rápidamente las llaves de su Toyota Land Cruiser y diez minutos después Ringo estaba vomitando, sobre un tipo vestido de verde quirófano, la pelota de tenis que se había tragado media hora antes jugando en el jardín de casa.

A partir de ese momento nos habíamos hecho grandes amigos y pasábamos mucho tiempo juntos. Alina, su esposa, era también una mujer absolutamente extraordinaria. Antigua periodista del Corriere della Sera, estaba prácticamente retirada, pero seguía mandando a Italia de vez en cuando algunos artículos sobre diversos temas relacionados con España y también colaboraba con diversas revistas internacionales especializadas en el mundo del vino y la gastronomía, dado que era toda una autoridad en la materia.

Sin ningún género de dudas era una de las mejores cocineras que había conocido a lo largo de mi vida y sus altas dotes culinarias me habían permitido descubrir que más allá de las pastas o las pizzas, la cocina italiana es, en mi opinión, una de las cinco mejores cocinas del mundo, junto a la española, la mexicana, la china y la francesa. De vez en cuando hacía una escapada a Milán para impartir cursos y conferencias o visitar a los nietos, momentos que aprovechábamos Luca y yo para entregarnos al chianti y al marsala de manera desmedida, huérfanos del punto de cordura y sensatez que siempre aporta a cualquier hombre una buena mujer.

Aquel delicioso matrimonio italiano era el principal responsable de mi nueva afición a la horticultura, lo cual tiene mucho mérito, considerando que hasta mi huida a las tierras de Cádiz yo había vivido casi toda mi vida en Madrid y lo más cercano que había visto a una planta de tomate era el rabo verde superior que le cortaba antes de comérmelo.

«Si quieres ser feliz un día, emborráchate. Si quieres ser feliz un año, cásate. Si quieres ser feliz toda una vida, planta un huerto», me dijo un día Luca muy serio mirándome a los ojos. Al día siguiente me regaló La vida en el campo y el horticultor autosuficiente, y, gracias a Luca y a ese inolvidable libro, descubrí lo que con el paso de los meses se había acabado convirtiendo en una de las actividades más enriquecedoras, divertidas y gratificantes que había llevado a cabo en toda mi vida.

Hasta aquel momento, todo mi gran afecto hacia aquel hombre extraordinario obedecía exclusivamente al ya mencionado descubrimiento de la horticultura por mi parte y a su honesta, franca e incondicional amistad. No tuvo que pasar mucho tiempo desde aquel día de mi cumpleaños para que a tan poderosas razones tuviera que añadirle una más, esta de carácter irrevocable. Mi eterno agradecimiento al inolvidable signore Luca Rizzo Salvatore ante el poderoso argumento de que poco tiempo después me salvaría literalmente la vida y me arrancaría con sus propios brazos del mismísimo borde de la muerte.