Aubagne. 1996

La posibilidad de ser aceptado en la Legión era alrededor de un diez por ciento, y a veces hasta menos. Cada semana, de los diferentes puntos de reclutamiento llegaban a Aubagne entre doscientos y trescientos candidatos, de los cuales, tras varias pruebas, la comisión militar seleccionaba alrededor de treinta. Esos seleccionados todavía no eran legionarios. Para ellos las verdaderas dificultades y pruebas acababan de empezar. Los elegidos tenían que pasar ahora los cuatro meses de instrucción en la escuela de la Legión Extranjera. Las estadísticas demostraban que durante la instrucción, la cual funcionaba como tamiz para la selección natural de candidatos, un veinte por ciento más abandonaba su lucha por ingresar en el cuerpo de la Legión.

Eran las seis de la mañana cuando el autobús del cuartel Vienot llegó a buscarnos en la estación de trenes de Aubagne. Mis nuevos camaradas y yo esperábamos impacientes a entrar en el regimiento de la Legión Extranjera y empezar con la selección. El autocar se paró frente al portal de la casa madre de los legionarios. El cabo primero, que nos acompañaba desde Estrasburgo, saludó al guarda y el autobús cruzó enseguida el umbral del cuartel Vienot. Al bajar nos dejaron al cuidado de un cabo rechoncho de origen irlandés. Hablaba bastante rápido y con un acento muy fuerte, así que no entendí nada de lo que decía. Mis compañeros se habían acostumbrado a contar conmigo como traductor y esperaban mi reacción o mis explicaciones. Un ruso me preguntó qué es lo que teníamos que hacer, pero esta vez yo tampoco sabía. El irlandés empezó a ponerse nervioso.

Ssssilenshe, bordel!!! Pershon ne parle franshais ici ou quoi? —nos gritó esperando que alguien reaccionase. Parecía que quería saber si alguno de nosotros hablaba francés. Nos quedamos inmóviles y en silencio como estatuas hasta que decidí responder.

—Yo entiendo francés, pero le agradecería que nos hable más despacio si puede.

OK! That´s good —suspiró con alivio y empezó a hablar mucho más lento. Lo único que quedaba era su acento fuerte—. Buenou, eshcusha ahora. Tuu vash a explicaar a losh de mash, que aquí shoy yo el que manda! —nos miró severamente y después siguió—. Ici la Légion, moi Caporal. Ushtedesh shon mish sholdadosh.

Nos enseñó su charretera y repitió:

—CAPORAL! Para voshotrosh, yo shoy MAMÁ y PAPÁ. She acabó vida civil. ¿Eshta claro?

—Sí, lo he entendido —respondí dándome la vuelta hacia los rusos y los polacos y explicándoles que este era nuestro jefe.

Fuck! Toi you don’t understand, rien compris! —me gritó enojado el irlandés diciéndome que no había entendido nada—. ¡Aquí Legión! No hay tiempo para traducción. Tú ejecutarás las órdenes y el resto te seguirán. Now empezamos. Cada vez tienes que responderme con Oui, Caporal o con “No, caporal”, pero cada vez decir CAPORAL. ¿Eshta claro?

Oui, caporal —respondí.

—O.K. Now everyone, repiten!

Oui, caporal —respondimos todos juntos.

—Now, tú que hablash franshesh, ponte adelante. El reshto alinéense en columna. Go, go, go! —el irlandés empezó a ordenarnos hasta que se formó una columna—. Now, tú el inteligente, tienesh un minuto para explicarle al resto que aquí en Primer Regimiento Extranjero nosh movemos shiempre alineados en columna. ¿Eshta claro?

Oui, caporal —respondí, y empecé a explicar las instrucciones en ruso al resto de mis compañeros, los cuales hacían señas con la cabeza de que lo habían comprendido.

Entramos en el edificio de los candidatos a legionarios, donde todos entregamos nuestra ropa civil con todo el equipaje que llevábamos y, a cambio, recibimos únicamente unos shorts y camisetas. Lo único que tuvimos derecho a llevarnos de todos nuestros accesorios fueron las zapatillas de deporte. Claro que eso era válido únicamente para los que las llevábamos puestas, a los que no traían se le dio un modelo de zapato deportivo del ejército francés. Nos cambiamos y enseguida nos subieron al segundo piso, donde nos repartieron en dormitorios según los lugares disponibles.

Por ser los recién llegados tuvimos el honor de limpiar todo el edificio. Los dormitorios estaban vacíos porque durante el día los candidatos-legionarios no tenían derecho a entrar. No conocí a los ocupantes de mi cuarto hasta que entramos todos después de haber pasado la revisión nocturna. En mi dormitorio había dos checos, un ruso, un estadounidense afroamericano y tres franceses. A partir de este momento mi liderazgo como traductor se había acabado.

A las nueve de la noche se apagaron las luces del edificio. Teníamos que acostarnos pronto porque el día de los candidatos legionarios empezaba muy temprano. Antes de dormirme escuché a los franceses murmurar asustados diciendo que esta noche terminaba el turno del cabo irlandés y que sería relevado por otro, más loco aún, y existía la posibilidad de que nos torturara. Se referían a este cabo con el apodo King Kong y decían que causaba pánico entre los aspirantes, obligando a muchos de ellos a regresar a su vida civil. Aquí en Aubagne me di cuenta de nuevo de que el francés me era bastante útil para entender todo lo que pasaba a mi lado. Así comprendí con más claridad que la mayoría de los cabos o de los suboficiales responsables de nosotros se esforzaban por representar un papel con el objetivo de asustarnos y de poner a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad de convertirnos en legionarios. Durante mi primera noche en el regimiento extranjero me despertaron el silbato y los gritos del nuevo cabo. Yo no entendía nada del porqué de aquel poderoso rugido, pero mis camaradas de cuarto ya tenían experiencia y sabían lo que tocaba hacer. Ahora era mi turno de, sin saber qué estaba pasando, seguí corriendo a mis compañeros hacia la escalera.

Nos reunimos en el patio interno de la compañía, donde empezamos a formar, algunos bastante confundidos. Ya estaba en la formación pero todavía escuchaba la bulla y los gritos de King Kong, quien despertaba a los últimos a patadas. Al final apareció frente a nosotros llevando consigo a dos muchachos bajo sus sobacos. Parecía un ogro portando dos corderos. Al segundo siguiente tiró a los dos muchachos al lodo frente a nosotros y rugió con una voz que parecía salir de las entrañas más profundas de las pirámides de Egipto:

—¡Alinéense! ¡Banda de vagabundos e infelices!

Después de haber asistido a esta escena comprendí por qué los muchachos de nuestro cuarto le llamaban King Kong. En realidad era un tipo enorme, pero eso no era lo único que causaba pánico. No me lo tomé en serio hasta que me topé por primera vez con su mirada. Cuando todos nos alineamos y quedamos en posición de firmes, el enorme cabo pasó frente a los reclutas, fijando su mirada de ogro en cada uno de nosotros. King Kong posó sus ojos en el último de la primera fila, parecía como si lo fuese morder con su mirada, y el muchacho no resistió bajando la cabeza. En ese mismo segundo recibió un cachete acompañado del grito:

—¡Mírame a los ojos, tarado!

El voluntario miró de nuevo a los ojos al enorme cabo, pero esta vez su cuerpo temblaba de miedo.

—¿Qué estás buscando aquí, mocoso? ¿Por qué quieres servir? —le preguntó King Kong.

—Para cambiar aaa, cambiar aaaa… —trató de responder el muchacho titubeando.

—¿Qué vas a cambiar tú, mierda civil?

—Voy a cambiar, aaaa…, mi vida, mon caporal.

Aunque su voz estaba temblando el muchacho encontró fuerzas para responder y aguantar la mirada feroz del “ogro”. King Kong se le había acercado y, cuando todos esperábamos que al siguiente segundo lo fuese a aplastar, el cabo empezó a hablar al recluta con más calma para sorpresa de todos:

—Piensas cambiar tu vida aquí, pero te digo, francamente, que no lo creo. Simplemente vas a cambiarte de calzoncillos y después vas a regresar a tu tranquila vida civil.

King Kong se inclinó para quedar cara a cara con el muchacho y después le preguntó:

—¿Está claro?

—Oui, aaaa,… mon caporal —respondió casi llorando el voluntario, el cual había quedado traumatizado y tembloroso.

Tras haber aplastado moralmente a este candidato, King Kong se volvió hacia nosotros:

—Empecemos por la primera lección. Mi grado es cabo primero, y eso no tiene nada que ver con los otros grados de los oficiales. Soy, antes que todo, un soldado, y no hay porque llamarme MON CAPORAL CHEF (mi cabo primero). Su respuesta siempre tiene que ser corta, y tienen derecho de responderme únicamente diciendo oui, caporal chef.

En este momento me di cuenta de que en la Legión, aparte de los cabos, había también otros grados. Me estuve fijando en su charretera, la cual representaba un cuadrado pegado en su pecho, y observé que aparte de las dos tiras verdes que llevaban los cabos, había una tercera de color amarillo. Dos segundos después de haber examinado al cabo primero, vi el cuerpo del ogro acercándose hacia mi posición.

—¿Y tú, qué haces mirándome? ¡Aquí soy yo quien los observa! ¡Tienen que estar en posición de firmes, mirando únicamente hacia adelante y, cuando pase frente a ustedes, quiero que me miren a los ojos!

En el momento en que se paró ante mí crucé su mirada por primera vez. En ese mismo instante me di cuenta que no era simplemente un show. Sus ojos grises me miraban con la esperanza de hallar en mí una debilidad que me obligaría a dejarlo todo. Sentí algo extraño, como si él necesitase alimentarse y saciarse con el miedo que habitaba en nosotros. Era la mirada de un loco. No quitaba sus ojos de mí, pero yo no bajé la cabeza, y hasta traté de imitarlo, respondiéndole con una mirada firme. La adrenalina iba en aumento dentro de mi cuerpo y sentía que mi corazón palpitaba cada segundo más rápido. Por fin habló de nuevo:

—¿Entendiste algo de las cosas que estaba explicando?

Oui, caporal chef —le respondí con calma, seguro de que, precisamente, esa era la respuesta correcta.

Pero él se asomó por encima de mí, exactamente de la misma manera con que acababa de asustar al muchacho de la primera fila y me increpó:

—¡Aquí en el ejército no se habla en voz baja como en la escuela! ¡Aquí quiero que la respuesta resuene, quiero escuchar la fuerza de sus voces! ¿Está claro?

Percibía sobre mí la mirada de esta enorme criatura, lo que me hacía sentir molesto, pero levanté el pecho y sin bajar la vista frente a sus ojos grises le respondí con la misma locura, gritándole con todas mis fuerzas:

—Oui, caporal chef!

—Ahora quiero escucharles a todos. ¿Entendieron lo que dije?

Oui, caporal chef! —respondimos todos juntos ya que, aunque no todos entendían francés, todos teníamos claro lo que había que responder.

Oui, caporal chef! —se escuchó una voz fuera de la formación y con un acento muy fuerte, palabras que provenían de la oscuridad y por detrás del cabo primero.

Se trataba de un japonés que había llegado ese mismo día por la tarde. Su nombre era Fujisawa y nadie entendía cómo había aparecido desde detrás de King Kong. Parecía como si hubiera estado esperando a que el gigante terminara su discurso antes de pedir permiso para entrar en la formación.

—¿Y tú, pequeño kamikaze, dónde te habías metido hasta ahora? —el enorme legionario, no podía creer lo que veían sus ojos—. Pasé por todos los cuartos y no te encontré. Por si acaso, ¿duermes debajo de la cama?

Fujisawa estaba en la postura de firmes sin moverse, como si no le hablasen a él. El japonés, de todos modos, no entendía nada de las preguntas del legionario. Cuando King Kong empezó a ponerse nervioso lo agarró con una mano y lo levantó acercándose a su cara. Fijó sus ojos fríos, llenos de locura, en los ojos de Fujisawa y le preguntó de nuevo:

Où étais tu, bordel de merde? ¿Dónde has estado y por qué no apareces hasta ahora? A ti no te vi en los cuartos. ¡Responde, kamikaze, antes que sea tarde!

Aunque estaba suspendido en el aire por el enorme legionario, el japonés respondió firme y con calma:

—Yo no entiende francés.

El cabo primero lo devolvió a la tierra y con gestos acompañados de una mezcla de palabras en varios idiomas, explicó su pregunta. Finalizó con unas palabras en inglés, las cuales Fujisawa pareció entender:

—When I was in your room, where were you?

Moi, waé up avant. Moi, go to bathroom. Moi, douche, toilette. (Yo me levanté antes. Yo ir baño. Yo, duchar, servicio) —respondió por fin el japonés en una mezcla de francés e inglés.

King Kong lo levantó de nuevo, pero esta vez sin rabia, y lo puso en la formación. Después empezó a hablarle con el mismo francés-inglés y con la esperanza de que Fujisawa lo entendiese.

—¡Aquí es la Legión! ¡Todos y en cada instante juntos! Cien hombres tienen que reaccionar como uno. Do you understand, petit kamikaze?

Oui, caporal chef! —respondió rotundamente el japonés.

—¿Quién es el responsable del cuarto de ese kamikaze? —preguntó King Kong dirigiéndose hacia todos nosotros—. ¡Quiero ver a ese cabrón! ¡Que salga adelante!

Un flaco y alto francés salió de la fila y se acercó con inseguridad hacia el enorme cabo primero.

—¡Tú eres un cabrón de mierda!

—Oui, caporal chef!

—¡Eres una mierda que no entiende nada de la Legión! Hoy dejaste atrás a un camarada que no entiende nada de francés. Si hubierais estado en guerra, él ya habría muerto —King Kong paró de hablar un momento como si se estuviese acordando de algo porque se quedó un tiempo pensativo, pero de repente prosiguió—. Esta semana vas a limpiar los inodoros tú solo, y mientras limpias la mierda de tus camaradas quiero que reflexiones sobre tus deberes. Cuando entiendas que eres responsable de la gente de tu dormitorio, hablaremos de nuevo. Ahora regresa a la formación y piensa si quieres limpiar mierda durante cinco años.

Oui, caporal chef! —respondió el francés alineándose de nuevo junto a nosotros.

En este instante me di cuenta que estaba lloviendo y de que todos estábamos empapados. Era una lluvia de verano, pero como era muy temprano, tal vez las cuatro de la madrugada, la temperatura era bastante baja. Algunos de mis nuevos camaradas temblaban de frío. El enorme cabo primero estaba frente a nosotros bajo la lluvia empezando un nuevo discurso:

—Todos ustedes son una banda de haraganes y hasta ustedes mismos no entienden por qué están aquí. No tienen ni idea de lo que les espera. Hoy todo les parece un lugar de vacaciones, pero han venido engañados, y el día en el que se den cuenta de lo que es la Legión, ya será demasiado tarde. Esta noche nos vamos a quedar todos juntos bajo la lluvia y vamos a reflexionar qué es lo que estamos haciendo aquí. Si estamos buscando aventuras y si en realidad la Legión es nuestra aventura. Algunos de ustedes son románticos perdidos que se imaginan un mundo de película. Ja, ja, ja, no chicos, no hay nada de romántico en las filas de la Legión Extranjera, y todavía menos durante los momentos de acción. Si logran pasar todas las pruebas y se quedan con nosotros en nuestra vieja Legión algún día me entenderán, claro, eso si no mueren antes. Todavía se pueden largar de aquí vivos y sanos, así que piénsenlo ahora. Es suficiente con que se salgan de la formación y pidan regresar a su vida de vagabundos… ¡Piénsenlo ahora porque mañana puede ser ya demasiado tarde!

King Kong seguía caminando frente a nosotros con su mirada llena de locura. De vez en cuando nos gritaba:

—¡Banda de tontos, se van a arrepentir!

Nos quedamos firmes en el patio bajo la lluvia mientras nos preguntábamos si este tipo estaba bien de la cabeza. Durante los primeros diez minutos tras el discurso siete u ocho muchachos salieron de la formación y pidieron regresar a la vida civil. King Kong se rió y gritó de nuevo:

—¡Vamos, banda de idiotas, regresen a sus casas para cambiarse otra vez de calzoncillos! Regresen con mamá, porque conmigo su vida va a ser muy triste.

Nos mantuvimos así hasta que llegó la hora del desayuno. Había sentido mi primer contacto con esa leyenda llamada Legión Extranjera. La leyenda se convertía ahora en realidad, pero esa realidad no era soportable para algunos de nosotros y, antes de asistir al desayuno, quince se habían salido ya de la formación.

Por fin entramos en la cocina. Debido a la falta de sueño y a la lluvia fresca tenía el apetito de un lobo. Cogí más pan, además de tres porciones de miel, y me fijé en que los muchachos que venían detrás seguían mi ejemplo. Nunca había apreciado tanto un café caliente como esta mañana. Tuve la suerte de estar en la primera columna y entrar entre los primeros en el refectorio, porque a los últimos el tiempo que les quedó fue de apenas tres minutos.

Justo cuando me comía mi último pan, un negro de la última columna agarró del cuello a un francés chaparro gritándole en un dialecto incomprensible. El francés reaccionó fulminantemente y le clavó un tenedor en el brazo. Este último aflojó la mano con la cual tenía cogido el cuello de su adversario pero a su vez le propinó un cabezazo al francés directo en la nariz que lo hizo caer al suelo. Otros dos franceses saltaron encima del negro en defensa de su compatriota. Lo bajaron al suelo y allí empezaron a patearlo. En este momento otros tres africanos se levantaron de una mesa y corrieron hacia el lugar de la pelea. Se habría armado un lío con un final bastante trágico si King Kong y los legionarios de la cocina no hubiesen intervenido. Saltaron sobre el centro del revoltijo e inmovilizaron a los participantes de la pelea agarrando también a los candidatos que estaban cerca. De repente todo se calmó, y la primera cosa que rompió el silencio fue la voz de King Kong:

—¡Todos al suelo y boca abajo! ¡Más rápido! Se creen muy recios. Ahora veremos lo que valen. ¡En posición para flexiones!

Empezamos a esforzarnos y los que no podían seguir el ritmo del cabo primero se veían urgidos por sus patadas. Los cabos de la cocina también ayudaron con la distribución de patadas, pero los que tuvieron la suerte de sentir los golpes de King Kong ya se quedaban prácticamente inmóviles. “¡Arriba! ¡Abajo! ¡Arriba! ¡Abajo!”, seguía gritando con su voz de oso.

Pensé que el ejercicio no iba a terminar nunca o por lo menos hasta que todos recibiéramos alguna patada. Mi camiseta todavía estaba impregnada del agua de la lluvia y no podía absorber el sudor de mi cuerpo. Gotas mezcladas de agua de la lluvia con el sudor empezaron a caer encima de los azulejos del refectorio. Los músculos de mis brazos se quemaban de la tirantez, pero no tenía ningún deseo de probar las patadas y por eso hacía un esfuerzo sobrehumano por mantenerme en una posición casi horizontal. “¡Arriba! ¡Abajo! ¡Arriba! ¡Abajo!” y las gotas de sudor caían al mismo ritmo.

En un momento dado me quedé tumbado dejando el cuerpo descansar, relajándome sobre los azulejos. Pero cuando percibí que uno de los cabos se acercaba hacia mí me levanté como un resorte. Mi cuerpo obedecía las órdenes de “¡Arriba! ¡Abajo! ¡Arriba! ¡Abajo!”. Ya ni sentía mis músculos y no tenía ni idea de cómo era posible que pudiese levantarme todavía. Era un estado de la mente bastante extraño, parecía que estaba en trance y por eso me movía como una máquina. De repente un leve dolor en el estómago cortó mi hipnosis y de nuevo sentí el calor quemando mis brazos. El dolor no era fuerte, seguramente estaba causado por la rapidez con la cual me había comido los tres panes, pero el problema fue que me sacó de mi trance y ya no pude levantarme.

Sabía que pronto iba a recibir una patada, pero la fuerza de mis brazos se había agotado y yacía en el suelo sin poder levantarme. Los pasos pesados de King Kong se acercaban, pero en lugar de recibir una patada escuché su voz:

—¡Vamos, levántense cabrones! Ya veo que nadie tiene fuerza para pelear.

Esa orden me llenó de felicidad, y mi cuerpo revivió. Salté sobre mis pies escondiendo mi agotamiento. Había llegado hasta el final del ejercicio sin haber sido castigado, y eso significaba mucho para mí. De nuevo me enfrenté a la mirada lunática de King Kong y, por segunda vez, logré resistirla. A continuación, comenzó con un nuevo discurso:

—Si alguien más quiere herirse, yo estoy listo para probarlo en pelea. ¿Vamos, qué pasó, parece que se cagaron? ¿Dónde están ahora los valientes que buscaron la pelea? —por supuesto, nadie se atrevió, parece que no había más osados entre nosotros, y King Kong continuó con sus lecciones—. ¡Aquí no están en la calle, y las peleas están prohibidas! Aquí hay disciplina y orden y, si hubieran sido legionarios, el coronel los hubiera enviado hoy mismo a la cárcel. Pero aún tienen la gran oportunidad de ser civiles, miedicas con los calzoncillos cambiados. Así que los que se pelearon antes no tienen cabida entre nosotros. Hoy mismo, todos los que participaron en esa reyerta se irán de regreso a la calle y allí podrán pelear si quieren hasta matarse. Ninguno de ellos ha entendido el significado de la palabra disciplina, y eso me dice que su lugar no está aquí.

Caporal-chef! —se atrevió a interrumpirle el francés que había convertido el tenedor en un arma peligrosa—. Los negros empezaron, esos cabrones de Senegal y este…

—¡Cállate bruto! —le cortó la palabra King Kong y siguió con su discurso—. ¡Eso demuestra que tu lugar no está aquí, estúpido! Tienen que comprender que, en la Legión, no nos dividimos ni por raza, ni por religión, ni tampoco por equipos de fútbol. Somos un solo equipo y todos somos legionarios. No nos interesa lo que uno fue antes de ser legionario. Nosotros no hablamos de negros, de amarillos o de blancos, ni tampoco de musulmanes o cristianos. Únicamente existen el número y el nombre que nos da la Legión, y así es como distinguimos a nuestros camaradas. Por eso ustedes, que todavía no son legionarios y no tienen ni número ni tampoco nombre, aquí no son nada, y no tienen ni siquiera el derecho de opinar. ¡Su único derecho es prestar atención y cumplir las órdenes y, si no son capaces de hacer eso, será mejor que se larguen de aquí ahora mismo! Pues hoy, aparte de los que pelearon, regresarán a su vida miserable también los que llegaron a mirar de cerca y no hicieron nada para interrumpir esa estúpida pelea de cobardes. En la Legión todos cuidamos juntos de la disciplina y todos reaccionamos como uno, actuamos por binomios o por grupos. Hasta yo necesité la ayuda de los cabos de la cocina para lograr imponer el orden. Sin ellos hubiera tenido que matar a algunos de estos estúpidos, los cuales no hacen méritos que les brinden un honor similar —el enorme cabo primero suspiró y terminó su discurso con unas últimas palabras—. Creo que ya habrán observado que en la Legión la palabra “gracias” no existe. Los cabos no me agradecieron que salvase su comedor de una pelea, ni tampoco yo les dije gracias. En la Legión no hay lugar para la gratitud porque es nuestro deber trabajar en equipo.

***

Llegamos a principios de septiembre, pero el clima en Aubagne aún nos recordaba el caluroso verano, que ya tocaba a su fin. Nos despertaban cada mañana a las cuatro y media e íbamos a reflexionar al patio del cuartel. Estábamos aislados de todo y de todos; las únicas personas que se comunicaban con nosotros eran los legionarios que estaban de servicio en la compañía de reclutamiento. En este patio contábamos con una cancha de voleibol, alrededor de la cual corríamos por la mañana para calentarnos, y había también varias barras donde podíamos hacer ejercicios mientras esperábamos la decisión de la comisión militar. Pasábamos nuestros días como presos, y los legionarios eran nuestros guardias. La única diferencia era que habíamos venido aquí voluntariamente, y el objetivo era permanecer allí y no escapar. Esperábamos ver quién era el siguiente llamado a otro examen médico, pero sobre todo esperábamos la decisión del destino.

Todos los viernes un grupo de treinta candidatos partía en dirección de Castelnaudary para someterse a una prueba real de la vida militar. El único propósito de todos nosotros, venidos de diferentes rincones del planeta y reunidos en este patio, era entrar en este grupo de “elegidos por Dios”. Estábamos impacientes por pasar los exámenes médicos, las pruebas de agilidad mental, las citas con los psiquiatras y, al final, la prueba de nuestra resistencia física –el test de Cooper. En Aubagne la única exigencia asociada con la forma deportiva que teníamos que cumplir era solamente ese test de Cooper. El resto era, sobre todo, una prueba psicológica, porque súbitamente habíamos perdido la libertad y la tranquilidad de la vida civil. Nos habíamos convertido en prisioneros voluntarios.

Mientras esperábamos la convocatoria de exámenes médicos había días en los que nos enviaban a trabajar. Mi primer empleo en la Legión fue lavar todos los platos de la cocina. Después de eso me enviaron a los almacenes, donde con un cabo primero proporcionamos uniformes al equipo de veintisiete elegidos que iban a partir en dirección de Castel. Este parecía muy tranquilo y no tenía nada que ver con el loco de King Kong. Su mirada era completamente normal e, incluso, mientras hiciera bien mi trabajo, su tono de voz era bastante amistoso. Obviamente, no todos los legionarios estaban locos. Pero a mí me resultaba extraño comprender cómo después de tantos años de servicio en la Legión este hombre podía mantener un carácter tranquilo y apacible. De repente me pasó un paquete de boinas verdes que ordenar y me distraje observando una de ellas. Para mí, en ese momento, tener una de esas boinas entre las manos, era un sueño. Era mi primer contacto físico con algo que simbolizaba la Legión Extranjera. La boina verde era la marca distintiva de este cuerpo de élite dependiendo del rango en el que se solicitase ser aceptado.

—¡Oye, chico, muévete! —la voz del cabo primero me sacó de mis pensamientos—. Si realmente quieres usar una boina verde debes darte prisa con arreglar las que te di. Aquí todo se hace puntualmente y no hay tiempo que perder.

Me miró con una leve sonrisa y yo me sentí como un niño sosteniendo el juguete de sus sueños. Sus palabras fueron suficientes para darme prisa y organizar los equipajes de los elegidos que al día siguiente irían a Castel.

***

Vi a Fujisawa sentado solo en un banco al lado de la cancha de voleibol. Su único compañero era un libro de frases en francés, y el japonés se esforzaba por aprender algo. Parecía un ermitaño. El resto de los candidatos se habían reunido en grupos según sus diferentes nacionalidades y, sobre todo, se habían dividido en función de las lenguas que hablaban. Los grupos más numerosos eran de polacos y rusos, pero el primer lugar por idioma se lo llevaba el grupo de francófonos. Además de franceses había muchachos de Tahití, África del Norte y África Central, Guadalupe, Martinica y Madagascar. Las colonias francesas actuales y las del pasado estaban ampliamente representadas porque la historia de la Legión Extranjera estaba ligada a ellas. Importantes eran también los grupos de los checos –los cuales durante el socialismo se habían unido con los eslovacos–, rumanos y húngaros. Por último, cabe mencionar el grupo de los anglófonos, que estaban representados por antiguos mercenarios procedentes de Sudáfrica, ingleses, irlandeses, escoceses y dos norteamericanos.

Estos dos representantes de América del Norte eran totalmente diferentes. Uno de ellos era un intelectual blanco y el otro un hombre festivo de piel negra que no paraba de cantar algo siempre, y que a menudo se quejaba de que no teníamos nada para beber. El negro, que estaba en mi habitación, cantaba todas las noches antes de dormir la canción Killing me Softly.

América del Sur estaba representada por un gordito brasileño que no deseaba separarse de su balón de fútbol hasta el punto de que dormía con él. El sudamericano fue rechazado en el primer examen médico debido a su exceso de peso. Además de él, recuerdo que en algún momento aparecieron dos argentinos y un mexicano, pero no supe que pasó con ellos. Por aquel entonces yo no hablaba nada de castellano.

Todos mis amigos de Estrasburgo encontraron su grupo en función de su nacionalidad, y sólo Karl se unió a los anglófonos porque era el único alemán y hablaba bien inglés. A pesar de todos los idiomas que dominaba, en los primeros días de mi estancia en Aubagne a menudo me quedaba solo porque era el único representante de mi país. Mi amigo Erwin me sorprendió porque dejó de presentarse como eslovaco y se unió al grupo de los húngaros. Ya no necesitaba hablar conmigo usando las manos, haciendo muecas y buscando difíciles palabras eslavas. El primero de mis conocidos que me invitó a sentarme entre los suyos fue un ruso de nombre Kudriavich, a quien yo había ayudado varias veces en Estrasburgo.

—Брат говорит по французски. Он будет нам помогать, так что мы сможем понять все, что легионеры нам говорят (el hermano habla francés. Nos va a ayudar para que entendamos lo que nos dicen los legionarios). Con estas palabras me presentó a sus compañeros, y así todos los rusos empezaron a buscarme para consultas y asesoramiento.

Aquel era un ruso de alma grande. Me acogieron con una gran bienvenida y Kudriavich me explicó que desde ese momento era parte de su grupo, y que en caso de problema o peleas podría contar con la ayuda de todos. La mayoría de mis nuevos amigos eran antiguos militares del ejército soviético, había incluso unos comandos de Afganistán. Esos muchachos hacían ejercicio físico todo el día y entrenaban continuamente sus reflejos. Eran los mejores en la barra, y ninguno podía medirse con ellos en flexiones hechas con una sola mano. Nadie quería tener problemas con los rusos, y yo era el único extranjero aceptado entre ellos. Todos me llamaban, simplemente, “hermano”.

El grupo más pequeño estaba representado por dos coreanos. Se llamaban Kim y Kan, pero como nadie hablaba con ellos no estábamos nunca seguros de quién era Kim y quién era Kan. Un día saludé a uno de ellos, digamos que era Kan, y traté de hablar con él en inglés. Para mi sorpresa me respondió, y aunque su inglés era muy difícil de entender, logramos establecer contacto.

Durante mi adolescencia practiqué taekwondo, que es un deporte nacional en Corea, así que decidí preguntar a Kan si lo había practicado en su patria. Me sonrió y me explicó que era maestro de taekwondo de “cuarto dan” y que había tenido su propia escuela de artes marciales. No pude entender muy bien lo que le había sucedido a su escuela, pero debido a la sospecha que había notado en mi mirada, parece que Kan decidió darme una lección.

Sólo yo había conseguido hasta el momento establecer contacto con los asiáticos, y mis amigos rusos se burlaban de mí diciendo que yo hablaba mejor coreano que el amigo de Kan, que siempre permanecía en silencio. Kim, a diferencia de Kan, se encerraba por completo en sí mismo. Cada noche se aislaba y meditaba bajo los rayos del sol poniente. Era cierto que hubo un momento en que Kan hablaba más conmigo que con su compatriota. Parecía que ambos se entendían sobre todo con miradas y, a veces, con muy pocas palabras.

Un día, cuando ya tuve más confianza con Kan, decidí saludar a Kim, pero la única respuesta que obtuve fue un leve movimiento de cabeza. Los coreanos se ejercitaban de una manera en la que prevalecía la meditación. Habían llegado a Aubagne un mes antes que yo y ya habían pasado todas las pruebas y exámenes con éxito. Ahora les quedaba esperar solamente la decisión de la comisión.

Estaba seguro de que estos asiáticos disciplinados serían aceptados en las filas de la Legión, pero un día, para mi sorpresa, incluyeron a mi amigo Kan en el grupo que debía regresar de nuevo a la vida civil. Cuando Kim entendió lo que estaba pasando también se salió de la formación y se unió a su compatriota. Al parecer no tenía intención de quedarse solo en la Legión. Hasta un solitario como él necesitaba una alma gemela. Así que, en un día, nos dejó el grupo de Corea. Más tarde me enteré de que Kan se había llevado al cuarto alimentos de la cocina, y que el responsable de su dormitorio, en vez de explicarle que eso estaba prohibido, prefirió denunciarlo al cabo de turno.

Después del triste final de los coreanos llegó un chinito, pero tras realizar sus primeras entrevistas descubrieron que era menor de edad y tuvo que abandonar el regimiento el mismo día. Así que, al final, Fujisawa seguía siendo el único candidato que estaba solo, siempre tranquilo, sentado en un banco al lado de la cancha de voleibol con su libro de frases en francés en la mano. El japonés se había dado a conocer entre los voluntarios la noche del discurso de King Kong, cuando tranquilamente había aparecido detrás del gigante y hasta había sorprendido a este enorme hombre, al cual se enfrentó con sangre fría. La mayoría le llamaba el “kamikaze solitario”, pero nadie había tratado de hablar con él.

Por fin llegó el día en que se me citó para el primer examen médico. Tras mencionar mi nombre, el cabo de servicio llamó a “Fudzhiasa”. El japonés salió de la formación y preguntó cortésmente:

—¿Fujisawa decir quería? Fujisawa mí.

—Creo que solo tú te puedes llamar así, Yokosawa, pues tú te vienes con nosotros —a continuación se dirigió a todos los otros que ya nos habían llamado, y dijo en voz alta —¡vamos, más rápido, formen una columna y síganme!

La selección se iniciaba en aquel momento, porque durante el examen médico se eliminaba alrededor de un tercio de los aspirantes. Era como en la ruleta, pero en este caso la bola que determinaba nuestro destino había sido sustituida por el dictamen de un médico militar. Solo nos miraba los dientes, nos medía y pesaba, el resto estaba basado en su primera impresión.

Nos quedamos en calzoncillos en la sala de espera de la policlínica del primer regimiento extranjero impacientes por pasar la prueba. En caso de que el candidato fuera aprobado, se le administraba inmediatamente una vacuna contra la gripe. Nunca en mi vida había sentido felicidad ante el hecho de ser vacunado, pero esta inyección realmente me hizo feliz. Aquellos que no recibieron la vacuna abandonaron la casa madre de la Legión ese mismo día.

Después de cada examen, el cabo de turno nos ponía en formación y anunciaba los nombres de los candidatos descartados para ocupar un lugar en la Legión.

Uno por uno iba superando los exámenes médicos, los interrogatorios de los oficiales, las valoraciones psicológicas, las pruebas de agilidad mental, y sentía cómo me acercaba cada vez más y más hacia mi sueño. Finalmente llegó el día de la única prueba de resistencia física, el día del “test de Cooper”. Fujisawa pasó conmigo esta primera etapa y, a pesar de su soledad, parecía complacido.

Había que correr doce minutos, y durante ese tiempo teníamos que recorrer una distancia de, al menos, dos mil ochocientos metros. Esta vez todo dependía de mí, y estaba convencido de mi éxito. La noche antes de la prueba había sentido síntomas de gripe pero no me dio miedo porque un leve resfriado no me iba detener en mi lucha por un lugar en la Legión. A la mañana siguiente me desperté con un dolor de garganta que me recordó el resfriado de la noche anterior. Sentía un ligero dolor muscular, y pronto me di cuenta de que superar la prueba no iba a ser tan fácil como había pensado. Frotaba constantemente los ligamentos de las rodillas y los músculos de las caderas e intentaba no pensar en el resfriado. Traté de concentrarme sólo en mi abrumador deseo de convertirme en legionario y en correr lo más rápido posible durante esos doce minutos.

El cabo de turno anotó los doce nombres de los participantes y empezó a nombrarnos de manera triunfante, como si fuéramos finalistas de los Juegos Olímpicos.

—¡Yanchak!

Era un polaco, un muchacho tranquilo, alto y delgado. Fue de los que pasaban desapercibidos, sin llamar la atención.

—¡Ferrari!

Siempre pensaba que ese hombre era italiano, pero para mi sorpresa resultó ser francófono, de los barrios árabes de Marsella.

—¡Pulash!

Se trataba de un albanés, único representante de su nacionalidad. Fue aceptado por los francófonos porque hablaba un francés perfecto. A estas alturas de la selección yo ya no era el único de mi país porque dos días antes habían llegado cuatro búlgaros.

—¡Fujisawa!

Por primera vez se pronunció el nombre del japonés correctamente.

—¡Müller!

Resultó que este era Karl, el alemán que conocí el primer día en Estrasburgo. Parecía completamente seguro de sí mismo.

—¡Pavlov!

El más respetado entre los rusos, había sido capitán en el ejército rojo y combatido en Afganistán. Su serenidad era impresionante.

—¡Gasparovich!

Este era el apellido de Erwin, mi amigo de Estrasburgo. El enorme eslovaco se unió al grupo en el momento en que yo comenzaba a preocuparme de si realmente sería seleccionado para participar en la fase final.

—¡Kowalewski!

Era un polaco alto, también muy fuerte, que se unió al grupo con una amplia sonrisa.

—¡Mamadou!

Un joven negro, más rellenito que musculoso, salió de la formación para unirse con los finalistas. Era de Níger.

—¡Lozev!

Finalmente escuché mi nombre y me olvidé por completo del resfriado y del dolor muscular. Me apresuré para unirme al grupo de los que habíamos sido seleccionados para la fase final de las pruebas en Aubagne.

—¡Cieslik!

El otro polaco, el que había llegado muerto de hambre en Estrasburgo, se unió a nosotros. Lo recuerdo siempre como el tipo más hambriento que jamás hubiera visto.

—¡Ford!

El afroamericano de mi cuarto que cantaba todas las noches se había retirado de la lucha por un lugar en la Legión la semana anterior, por lo que en aquel momento James Ford era el único representante de los Estados Unidos.

El cabo de turno nos alineó en dos columnas y, antes de salir de la compañía, nos hizo correr alrededor del edificio. Mientras pasábamos por el patio, donde los voluntarios recién llegados nos miraban con respeto, escuché las voces de dos de mis compatriotas. Gritaban mi nombre como aficionados y me apoyaban, como si representase al equipo de Bulgaria en la final de una competición.

Yo no había tenido tiempo de conocer mucho a los chicos búlgaros porque desde que habían llegado a mí me sacaban constantemente de la compañía de los voluntarios para llevarme a la policlínica o al hospital en Marsella para los exámenes médicos y pruebas de laboratorio. Nunca olvidaré su apoyo, el cual aumentó mi autoestima en el momento en que nos dirigimos al estadio. Corrimos hacia el lugar de la prueba, que estaba a una distancia de tres kilómetros, a un ritmo ligero. Fuimos acompañados por dos cabos polacos y un sargento jefe de Tahití, quienes iban a ser nuestros árbitros y tenían que apuntar los resultados de tan importante prueba cronometrada. Cuando llegamos al estadio nos dieron cinco minutos para descansar y, a continuación, nos colocamos en formación en la línea de salida.

Una vez más el sargento jefe nos explicó que tendríamos que correr durante doce minutos, y que al terminar ese tiempo emitiría una señal con su silbato tras la cual todos deberíamos parar en el punto al que hubiéramos llegado. Para poder pasar esta prueba con éxito teníamos que correr por lo menos una distancia de dos mil seiscientos metros. Del grupo anterior había escuchado decir que lo mínimo eran dos mil ochocientos metros, por lo que me quedé con la duda acerca de la distancia que tenía que correr. Sonó la señal del inicio y todo eso ya no tuvo importancia.

Salí como una flecha. Estaba seguro de mí mismo porque desde mi infancia había practicado diferentes deportes. En secundaria siempre terminaba el primero en la distancia de seiscientos metros, y hoy mis compatriotas habían aumentado mi autoestima hasta su punto máximo. Aún escuchaba en mi mente sus gritos: “¡Vamos, Georgi, gánales a todos! ¡Estamos contigo”. En realidad terminé la primera vuelta con una gran ventaja debido a la euforia causada por el apoyo de mis compatriotas, que se habían convertido en verdaderos fans. Durante la segunda vuelta todo empezó a cambiar. Los síntomas del resfriado volvieron y el dolor en la garganta me hizo toser. Esto interrumpió el ritmo de mi respiración, por lo que tuve que reducir mi velocidad. Apenas acababa de restablecer la respiración cuando Kowalewski me pasó y tomó el primer lugar. En este momento cometí un error que me podría haber costado mi lugar en la Legión.

Mi autoestima me hizo olvidar la gripe y, en lugar de concentrarme en el ritmo de mi respiración, me centré en perseguir al polaco. El primer lugar no importaba, pero mi ego así lo quería. Me pegué al polaco y lo di todo en esta segunda vuelta. Logré alcanzarlo y empecé a correr a su lado. En el momento en que trataba de adelantarlo observé que Kowalewski estaba fresco como una lechuga y, de repente, sentí que yo estaba terriblemente agotado. Me di cuenta del fatal error que había cometido escuchando únicamente la voz de mi ambición. Había gastado mis fuerzas desde el principio en esta prueba tan importante sin pensar que debía hacer por lo menos cinco vueltas más para cumplir con el mínimo. Era algo tarde pero decidí dejar la carrera con el polaco y en unos segundos ya me sacaba veinte metros. Para distraerme de mi obsesión y no seguirlo de nuevo empecé a pensar en una moto Harley Davidson, que había sido mi sueño de siempre. Me imaginé el sonido fuerte de su enorme motor y los cilindros formando la letra “V”, que simboliza la victoria, y así terminé la tercera vuelta.

Al comienzo de la cuarta vuelta pensé que si terminaba con éxito la prueba un día, en realidad, podría montarme en la máquina de mis sueños y galopar libremente por la ruta 66 cruzando Estados Unidos desde el Atlántico hasta la costa del Pacífico. El polaco me sacaba ya media vuelta, pero eso no me molestaba. Yo andaba perdido en mis anhelos y simplemente seguía corriendo.

De repente mi agotamiento resultó capaz de sacarme de la melancolía y la quinta vuelta se convirtió en una batalla contra mi debilidad. Mi fuerza física se había agotado y me quedaba únicamente la voluntad espiritual. Mi cuerpo quiso parar cuando un pensamiento traicionero causado por el dolor muscular intentó penetrar en mi mente y hacer que mi alma se rindiera. ¿Qué había pasado con la estima con la cual comencé esta carrera? ¿Y con la euforia generada por los gritos de mis compatriotas? Me sentí engañado por mi propio ego y pensé que en el siguiente segundo iba a dejarlo todo. Estaba dispuesto a darme por vencido cuando un grito desesperado llegó desde el fondo de mi alma y tomó el control: “¡No! ¡No te vas a parar!”. Una canción de mi banda favorita, Manowar, comenzó a sonar en mi mente “¡No hay vuelta atrás! ¡Quema el puente detrás de ti!”

Esto ya no era solamente el “test de Cooper”, sino el punto en el cual mi destino iba a cambiar de dirección. Era la lucha por mi nueva vida.

Cuando la canción terminó, el dolor y el ardor en todos los músculos atacaron de nuevo. No tenía ni idea de si era todavía la quinta o ya la sexta vuelta. Creí por un instante que iba a caer cuando de repente me acordé de por qué estaba allí. Yo no había salido de mi casa únicamente con sed de una aventura. Estaba aquí con un gran propósito —tenía que ayudar a mis seres queridos. Mi padre había muerto y mi madre estaba sola. Yo era el hermano mayor y tenía que luchar y dar ejemplo a los pequeños, los cuales todavía iban a la escuela. Podía dejar mis sueños para otro momento, pero aunque mi propio ego me traicionara no podía abandonar a mis seres queridos.

Si lograba incorporarme al cuerpo de la Legión, con el salario de un soldado les ayudaría a pasar mejor los meses de duro invierno mientras durase la crisis económica. Fueron estos pensamientos los que me dieron fuerzas para seguir corriendo. Mi corazón estaba lleno de alegría, había vencido mi debilidad, y de nuevo corría tranquilo. Sentí que otro candidato respiraba cerca de mi cuello y, aunque sabía que pronto me iba a adelantar, esta vez no me inquieté. Estaba seguro de que hoy pasaría todos los obstáculos y de que mi primer sueldo se lo enviaría a mi madre.

El silbato del sargento mayor sonó sacándome de mis recuerdos hogareños e interrumpiendo mis nobles pensamientos. Habíamos llegado al minuto doce y el test Cooper había terminado. Me detuve, pero sentí mareo y para no desfallecer me senté y empecé a desatar los cordones de mis deportivas. Estaba tratando de recuperar el aliento cuando noté que Fujisawa, que estaba a unos metros frente a mí, me hacía señas para levantarme. Hubiera preferido tenderme en el suelo pero encontré fuerzas y me levanté suavemente. El japonés me había adelantado en los últimos segundos del minuto doce, pero eso no tenía importancia porque lo único que importaba era pasar la prueba. Miré y vi que no solo Fujisawa había terminado delante de mí. Para mi gran sorpresa, a unos cincuenta metros estaba el otro polaco, el gran comilón de Estrasburgo, Lech Cieslik. Había tratado de alcanzar a su compatriota, pero Kowalewski había acabado delante de él con al menos veinte metros de ventaja. Mientras pensaba que aquellos polacos habían tenido el honor de ganar el campeonato vi, más de cien metros delante de Kowalewski, al capitán ruso Pavlov.

No era casualidad que el oficial de Afganistán fuese tan respetado por sus compatriotas. No se le notaba cansancio alguno, parecía que solo había completado su sesión de deporte matutino. Estaba satisfecho de mí mismo por obtener el quinto lugar, pero no era el único que ocupaba ese quinto lugar. A mi lado estaba parado el tercer polaco –Yanchak–, cuya sonrisa revelaba que estaba feliz con su resultado. Por primera vez vi también la sonrisa de Fujisawa además de los gestos con los cuales me explicaba que habíamos pasado la prueba.

Mi corazón desbordaba felicidad y, de repente, recobré mis fuerzas . Miré hacia atrás para ver qué había sucedido con los otros candidatos. Inmediatamente me di cuenta de que todos ellos habían luchado duro y que estaban a solo veinte metros detrás de mí y Yanchak. Los que terminaron más cerca de nosotros fueron Erwin y Karl. Les seguía, a solo cinco metros, el norteamericano Ford, y diez metros más atrás estaban Ferrari, Mamadou y Pulash.

El sargento mayor nos colocó en formación y, con una voz completamente tranquila, anunció que todos habíamos pasado la prueba. Incluso Pulash y Mamadou, que eran últimos, se sintieron campeones.

Por el camino de vuelta al cuartel corrí al lado de Fujisawa, quien había sido testigo de mi agotamiento durante los últimos segundos de la prueba. El japonés trataba de apoyarme con gestos, y en su francés de acento fuerte me decía: “Cerca cuartel”. Sentí a Fujisawa como un amigo cercano y, tratando de imitarlo, con una inclinación de la cabeza, le contesté que estaba agradecido por su apoyo moral.

Frente a la compañía de los candidatos voluntarios un subteniente nos explicó que sólo disponíamos de quince minutos para bañarnos, vestirnos y lavar la ropa sudada que teníamos puesta. Después nos teníamos que presentar para el examen que reflejaría nuestro nivel intelectual. Bajo el agua helada de la ducha me acordé de mi resfriado y el dolor de garganta me golpeó de nuevo. No había tiempo que perder, sabía que ya había pasado lo más difícil y no tenía ninguna intención de abandonarlo todo en el último momento. En este día se iba a decidir mi destino. Estaba listo para el examen y, antes de oír el silbato del cabo de turno que nos llamaba para reunirnos, pensé en mi nuevo amigo preocupándome por si conseguirían para él las preguntas de la prueba en japonés.

En la sala del examen me di cuenta de que todo iba a estar, de nuevo, cronometrado. Teníamos solo cinco minutos para responder a setenta preguntas. Aunque varias de ellas no eran difíciles, el tiempo era realmente escaso y con la prisa uno se podía equivocar. El albanés Pulash se levantó y explicó que no podía leer y escribir en francés. Siempre se le había considerado francófono porque hablaba bien en francés, y por eso sus preguntas estaban escritas en este idioma.

El cabo le explicó que no había examen en albanés, y le ofreció en idiomas ruso o inglés. Pulash trató de discutir poniendo como ejemplo de injusticia que Fujisawa tuviese sus preguntas en japonés. Su protesta no fue aceptada y lo sacaron del examen. Esa misma noche regresó con los albañiles que trabajaban sin documentos en las construcciones en Marsella, de donde había llegado.

Mi examen lo recibí en ruso, pero en mi caso no tenía ninguna intención de quejarme. Yo ya sabía que los rusos y los búlgaros, para la mayoría de los legionarios, éramos lo mismo porque escribíamos en alfabeto cirílico. El ruso no era una barrera para mí ya que, además, en esas últimas semanas lo había practicado bastante con mis nuevos camaradas.

Había llegado a la pregunta número sesenta y tres cuando el cabo me quitó la hoja haciéndome la señal de que el tiempo había terminado. Nos quedamos en la sala porque teníamos que esperar a realizar tres pruebas más, la última de las cuales era un poco diferente. Nos dieron un mapa sencillo con un par de calles, las cuales tenían diferentes tiendas, una farmacia y un cine. La observamos durante cinco minutos, después la quitaron, y al cabo de otros cinco minutos nos dieron unas hojas en blanco en las que teníamos que dibujar el mismo mapa y apuntar los nombres de las calles. Tras la prueba de agilidad mental seguía un examen psicológico. Pavlov se rió y se giró hacia mí.

—Hermano, ya que estamos aquí no deberíamos ser normales. Creo que este examen no es necesario.

—Es posible que deseen comprobar, precisamente, que estamos lo suficientemente locos —bromeé.

El día de las últimas pruebas había terminado. Por la tarde el subteniente anunció los resultados finales de nuestro grupo:

—Candidatos voluntarios Mamadou y Pulash se tendrán que retirar después de los resultados obtenidos en las pruebas de hoy. Volverán a la vida civil. El resto tendrá una entrevista con el Comité DRHLE (Dirección de Recursos Humanos de la Legión Extranjera), responsable del personal de la Legión, y quien tiene la última palabra en la aceptación de candidatos.

Estaba muy feliz y ese estado de ánimo me ayudó a combatir el resfriado y hasta pude olvidarme de la gripe. Había aplastado a mi debilidad en la primera prueba y me di cuenta de que, de ahora en adelante, nada me podría detener hasta convertirme en legionario. Lo único que no sabía entonces era que habían previsto enviar cerca de treinta candidatos a Castelnaudary, y los que habíamos pasado todas las pruebas durante esas últimas semanas éramos sesenta.

A la semana siguiente nos presentamos varias veces antes los oficiales de la DRHLE. Una y otra vez nos preguntaban sobre nuestro pasado y nuestra vida civil. Entre los candidatos voluntarios, la compañía responsable del personal de la Legión era denominada Gestapo debido a los severos interrogatorios a los que fuimos sometidos.

Al inicio me ponían las preguntas en ruso, y de intérprete había un cabo de origen soviético. Al día siguiente me pasaron con un subteniente serbio que me exigió hablarle en búlgaro. El búlgaro y el serbio se parecen mucho, pero algunas palabras, aunque se pronuncian igual, tienen un significado completamente diferente, por eso tuve mucho cuidado de lo que decía. Quería estar seguro de que me había entendido bien, pero él no paraba de observarme con una mirada sospechosa. De repente me atacó con preguntas extrañas como: “¿Te orinas por la noche?”, “¿fumas marihuana?”, “¿eres gay?”, “y con la cocaína ¿cómo lo llevas?”. Mantuve la sangre fría y pude negar con calma todas las acusaciones. Al final la duda pareció desaparecer de su mirada.

Tras dos días consecutivos de interrogatorios, me llamaron de nuevo al patio con el resto de candidatos. Nos reunimos también con los que habían llegado recientemente y estaban esperando su primer examen, mientras que nosotros esperábamos el resultado final. Era miércoles y los resultados no se anunciarían hasta el viernes. Había hecho todo lo que dependía de mí y me sentía tranquilo. Algo me decía que lo había logrado.

Me encontraba entre un pequeño grupo de compatriotas, los cuales no paraban de preguntarme sobre las diferentes pruebas. Me sentía como un viejo prisionero que apoyaba a los compañeros recién llegados. Les expliqué que aquí, aparte de las nacionalidades, nos dividíamos de acuerdo con la etapa de selección. En el fondo, en lo más bajo, estaban ellos, los recién llegados, que tenían que limpiar y trabajar sin protestar o de lo contrario perderían el derecho a continuar en esa competición. Después venían los candidatos que habían pasado los primeros exámenes médicos y estaban seleccionados. A continuación le tocaba el turno a mi grupo –los que habíamos realizado con éxito todo y nos quedaba esperar solo la decisión final de la comisión DRHLE–. Y por último, y en la cima, los más respetados del patio de la compañía eran los llamados Rojos. Vestían ropa militar y sus cabezas ya estaban bien rasuradas.

El viernes esos treinta muchachos seleccionados, con una franja roja en los hombros, partirían hacia el cuartel Danjou, y treinta nuevos serían elegidos. Todo estaba ya en manos de Dios. Aunque me levantaba a las cuatro y media cada mañana sabía que mi destino ya estaba escrito y mi nuevo camino estaba ya decidido. Los compatriotas que me habían apoyado con euforia durante la prueba de Cooper estaban convencidos de mi éxito. Les expliqué que, en mi caso, la decisión final llegaría el viernes. No paraba de aconsejarles sobre cómo comportarse con los oficiales y cómo reaccionar ante las provocaciones de los otros candidatos. Les hablaba de los exámenes como a mí un mes antes me lo habían contado varios de los rusos. Les aconsejé aprovechar el tiempo para prepararse para el “test de Cooper”, que no debía subestimarse como una prueba ligera.

El jueves, dos de mis compatriotas abandonaron la lucha por ser legionarios y nuestro pequeño grupo quedó aún más reducido. Uno decidió regresar a Bulgaria y volver con su novia, que había quedado embarazada, y el otro no recibió la primera vacuna contra la gripe debido al exceso de peso. Aparte de mí, sólo quedaba uno, un chico llamado Vlado, que prestaba mucha atención a todos mis consejos. Vlado estaba casado y tenía una niña. Había llegado a la Legión con el único objetivo de ayudar a su familia a pasar por la crisis económica y tratar de darles una vida mejor. El jueves por la tarde mi grupo fue llamado una vez más ante un teniente, quien nos preguntó por última vez:

—¿Por qué quieres servir? ¿Por qué quieres convertirte en un legionario?

—¡Quiero hacer una carrera militar! —respondí como lo había hecho desde la primera vez que me lo preguntaron.

Habían sido de nuevo mis camaradas rusos quienes me habían aconsejado responder así a esa pregunta. Hasta ahora esa respuesta había sido siempre suficiente, pero el oficial me miró sorprendido y continuó.

—¿Estás seguro de eso? He examinado tu expediente, que completaron en DRHLE, y por lo que veo, nunca has servido en un ejército. No tienes ni la menor idea de lo que es la vida militar porque solamente has estado estudiando.

—Es cierto, no he servido en ningún ejército, pero he decidido que quiero servir aquí, justamente en la Legión Extranjera —esta fue la última respuesta que di antes del día de la decisión final de la Gestapo.

***

Nunca me olvidaré de aquel viernes y de la emoción con la que esperaba oír el resultado final después de una tan larga selección. Por primera vez me desperté antes de que pitase el silbato del cabo de turno y aguardé impaciente el grito “réveil!” (¡despierten!). Por fin iba a saber si seguiría dentro de la Legión o si iba a regresar a la vida civil en la que viajaría nuevamente en autoestop buscando cualquier trabajo por el camino.

Todos mis pensamientos se concentraban en el instante fatal en el que, dentro de la formación, solo treinta escucharían sus nombres. La comisión militar ya había elegido los que estaban en condiciones de servir en la Legión Extranjera, y en este momento íbamos a saber quién se quedaría y quién se iría. Pensé en todos los que habían viajado conmigo por este camino desde Estrasburgo. La mayoría estaba todavía aquí conmigo, firmes, esperando la decisión del destino.

Pensé en mis compatriotas, que se fueron tan rápido, como si hubiesen venido aquí únicamente para apoyarme en el test de Cooper. Me acordé del coreano Kan, que seguramente hubiera sido un buen soldado si el destino no lo hubiese llevado hacia otra parte. Por último, me puse a pensar en Fujisawa, que había pasado todas las pruebas conmigo pero al que la Gestapo había retenido una semana para hacerle nuevos interrogatorios. El japonés nunca revelaba sus emociones, nunca se le notó algún sentimiento de enojo o de desesperación. Siempre estaba tranquilo, como si hubiese venido a un campamento de verano donde lo más difícil fuese entender este complejo idioma francés.

Eran las ocho de la mañana y yo estaba inmóvil, tenso como la cuerda de un violín, ya que estaba en la formación más importante de mi vida, la del candidato legionario. Hoy era el turno del irlandés que nos dio la bienvenida a mí y a mi grupo de Estrasburgo. Era él quien anunciaría el resultado final de “la carrera”. Sacó una lista donde estaban marcados los nombres de los elegidos y comenzó a leer. El que escuchaba su nombre salía de la formación de los candidatos-legionarios y se alineaba detrás del irlandés.

A espaldas del cabo empezaron a formarse dos columnas listas para comenzar la larga marcha hacia el “képi blanc” (la gorra militar blanca, símbolo de la Legión). El irlandés ya había anunciado veinte nombres, pero yo no perdía la esperanza. Me había despertado muy temprano esta mañana, como si mi destino se hubiese dado cuenta de que mi lugar estaba allí, en las columnas tras el cabo. Prestaba mucha atención cada vez que el irlandés anunciaba un nombre con su fuerte acento. Estaba seguro de que la suerte me había traído hasta aquí y que no me iba abandonar justo ahora. Invoqué a todos los dioses de la guerra, acordándome de nuevo de mi banda favorita de heavy metal, Manowar, y sonó en mi cabeza:

 

Gods of war I call you.

My sword is by my side.

I seek a life of honor, free from

all false pride.

I will crack the whip with a bold

mighty hail.

Cover me with death if I should

ever fail.

Glory, majesty, unity!

Hail, Hail, Hail

 

Dioses de la guerra, yo os invoco.

Mi espada junto a mí.

Busco una vida de honor libre de falso orgullo.

Sacudiré el látigo y os invocaré con el grito valiente.

Que la muerte caiga sobre mí si alguna vez he fallado.

¡Gloria, majestad, unidad!

Salve, salve, salve.

 

Parecía que estaba orando por primera vez en mi vida, usando las palabras del Warrior’s prayer (la oración del guerrero). En ese instante, busqué inconscientemente el apoyo de algún poder sobrenatural y el siguiente nombre anunciado por el irlandés fue “Loshev Guerra... Geori... Gueorgi”. Tartamudeó bastante pronunciando mi nombre, pero yo ya estaba seguro de que hablaba de mí. Sentí una oleada de energía que llenó mi corazón y levanté las manos como un jugador que acababa de marcar el gol más importante del Mundial. En los próximos segundos corría hacia las dos columnas formadas detrás del irlandés. Hasta que no tomé mi lugar entre los elegidos para Castelnaudary no me sentí por fin relajado. La tensión de la larga espera de la decisión final ya se había esfumado. Mi suerte había hecho su trabajo, ahora todo dependía de mí y mi deseo de luchar por el lugar de un legionario.

En ese momento sentí que estaba listo para cualquier cosa, y ya sabía que no me rendiría frente a las dificultades que me esperaban en los próximos meses. El destino me había dado la oportunidad y yo tenía que ser digno de ella. Comprendí que ese día mi vida había cambiado para siempre. “¿Iba realmente a hacer una carrera militar, o iba a regresar a la vida civil después de mi primer contrato?”, pensé yo, pero por el momento eso no tenía importancia, porque en ese momento lo único que importaba era que mi sueño de convertirme en legionario se hacía realidad.

Ese día tuvo tanto significado para mí que me prometí escribir un libro sobre la Legión y sus soldados, reunidos de todos los rincones del planeta. Cumplí esa promesa después de haber sido convocado por ese poder sobrenatural que me sacó de mi vida de bohemio llevándome hacia un nuevo mundo llamado LEGIO PATRIA NOSTRA. Así que, en este momento, doce años después de aquel viernes, siento que ya ha llegado el momento de hacer honor a esa promesa y dar lo mejor de mí mismo, escribiendo estas páginas.

Ahora sé que lo más importante en esta vida es no conformarnos con lo presente y tratar siempre de buscar nuevas oportunidades persiguiendo nuestros sueños hasta el final.