Los padres de Edu, un chico de 14 años, entran en su habitación y encuentran a su hijo tumbado en la cama, con la tele y el ordenador encendidos, mandando un whatsapp a un amigo y con los cascos puestos; las zapatillas están en medio del cuarto, los restos de la merienda sobre el escritorio y los libros desparramados por el suelo. Ante semejante espectáculo los padres no pueden menos que llamar la atención a su hijo y pedirle explicaciones… Entonces, Edu se encoge de hombros y dice como si fuera la conclusión de todas las razones: “…es que soy adolescente”.
Si los padres de Edu se quedaron sorprendidos por el estado de la habitación y por la actitud de su hijo, se sorprendieron más todavía por la respuesta que recibieron. En cierto modo, les dejó desarmados, porque su hijo había recurrido a la excusa perfecta, la que lo justifica todo y despeja la responsabilidad como un portero de fútbol un balón comprometido. Para Edu, ser adolescente da derecho a hacer lo que hace porque, en el fondo, no es él quien lo hace, sino “un adolescente” que habita en él. En cierto modo, la responsabilidad queda diluida en la adolescencia, esa etapa vital a la que, por definición, no se le puede exigir ni sensatez ni madurez.
Tras el primer shock, los padres de Edu reaccionaron:
Ser adolescente no te da derecho a hacer lo que haces: dejarlo todo desordenado, estar tumbado en la cama, contestar mal, llegar tarde, estar todo el día con el móvil, no colaborar en casa, pensar solo en tus amigos…
Pero el argumento no hizo mella en el hijo porque está absolutamente convencido justamente de lo contrario, de que ser adolescente justifica su obrar adolescente. Cree que serlo le da derecho a hacer lo que hace, que la adolescencia es un pasaporte que le da acceso a un mundo en el que rigen leyes diferentes a las de los adultos, un billete para una travesía que acabará en el puerto de la vida adulta, donde ya no estará al albur del oleaje y podrá pisar por fin tierra firme. Pero mientras tanto, mientras es adolescente, las obligaciones adultas quedan suspendidas por razón de la etapa vital por la que está pasando, la cual le autoriza a hacer lo que le da la gana. Con todo, él se siente víctima de su propio estado: “qué le vamos a hacer: es que soy adolescente”, se dice a sí mismo y se lo dice a los demás.
Nadie parece tener la culpa; en todo caso, desde el punto de vista de Edu, la tienen los padres y los adultos que le rodean, por no entender que él está pasando por una etapa nueva que le lleva a la deriva. Los padres, sin embargo, le comprenden más de lo que él piensa, simplemente le piden que no se deje llevar por la edad, que tiene motivos para actuar como actúa, pero eso no le excusa totalmente.
Estamos, por tanto, ante dos puntos de vista que parecen irreconciliables, pero que resulta decisivo conciliar, de lo contrario los enfrentamientos entre padres e hijos serán el pan de cada día y no llevarán sino a un callejón cuya única salida se ve al final de la adolescencia. Pero no se trata de que la etapa por fin se acabe, sino de aprovecharla para educar, de no perder la oportunidad de ayudar a nuestros hijos a crecer y a sacar lo mejor de ellos mismos.
¿Quién dijo que iba a ser fácil? Lo que no podemos hacer es seguir como hasta ahora, porque ya no son niños, por eso hemos de cambiar de marcha para adaptarnos a un ritmo diferente y a unas transformaciones biológicas, psicológicas y afectivas que nuestro hijo o hija está experimentando en primerísima persona y que han entrado en su vida sin su permiso.
Comprender que nuestro hijo o alumno es adolescente no significa aceptarlo como excusa; en todo caso, podemos entender que lo ponga como excusa, pues no cabe duda de que está pasando por una etapa que, si bien resulta difícil para nosotros, lo es mucho más para él.
Cuando un chico o una chica utiliza eso de “…es que soy adolescente”, lo hace porque percibe tal confusión en su vida, tantas contradicciones, tantos altibajos emocionales, que no sabe a qué atenerse, en cierto modo, no se siente responsable de lo que le está pasando, justamente porque es algo que le está pasando, algo que, incluso, en algunos momentos, no puede controlar. Experimenta cambios, pero no sabe qué le está sucediendo; se siente protagonista, pero no responsable; por eso, responsabiliza de todo lo que le ocurre a ese proceso evolutivo en el que está inmerso, y también, culpa a sus padres, que parece que se han alejado infinitamente, que ya no le tratan igual que cuando era más pequeño.
“…es que soy adolescente” tiene también un sentido de petición de ayuda. El chico o la chica que se acoge a esta premisa no lo hace siempre para montar un argumento justificativo, sino como un grito de socorro para que los padres y los adultos en general seamos más comprensivos con ellos, para que comprendamos lo que ellos mismos no son capaces de comprender. En el fondo, nos están pidiendo que no tiremos la toalla, que no cejemos en el empeño de seguir educándolos, que cambiemos las estrategias educativas, que nos armemos de paciencia, que recordemos nuestra adolescencia, que aprendamos a tratarlos, que no los dejemos solos… Todo eso y mucho más nos lo están diciendo con esas frases adolescentes tan personales y tan universales.
A la hora de tratar con adolescentes hemos de tener en cuenta que el referente de sus mensajes no es el mismo para ellos que para nosotros. Así, lo que entienden por “vida”, “todos”, “querer”, “amigos”, “apetecer”, “odiar”, “siempre”, “libertad”, “legal”, “estudiar”, “nadie”, “enamorarse”, “necesitar”, etc. tiene poco que ver con lo que entendemos los adultos. No tenemos, pues, que empecinarnos en traducir sus palabras como lo haría un traductor electrónico, sino, más bien, hemos de interpretarlas y descubrir, gracias a ellas, el mapa mental del que surgen. Si somos capaces de ver ese mapa, los entenderemos mejor y estaremos en disposición de entablar un diálogo más profundo y enriquecedor que realmente les ayude a descubrirse a sí mismos.
Por su situación vital, los adolescentes tienden a caer en tres errores comunicativos básicos, como son la generalización, la supresión y la distorsión.
• Son mensajes generalizadores aquellos que se desligan de la experiencia original y dan un salto injustificado a lo general (“nadie me comprende”, “no puedo con las mates”, “lo más importante son los amigos”).
• Se producen supresiones en aquellas frases que toman la parte por el todo seleccionando ciertas experiencias y excluyendo otras (“estudiar es un rollo”, “todos lo hacen”, “es mejor no enamorarse”, “no se puede hablar con ellos”).
• Y se da distorsión cuando un mensaje desfigura o deforma la experiencia con el fin de adecuarla al mapa interior proyectando realidades nuevas (“el futuro me da miedo”, “sin alcohol es imposible divertirse”, “mis padres piensan que todavía soy una cría”, “hablaría con ellos, pero no se puede”, “si no apruebo, me matan”).
Estas “transgresiones” de lo que en PNL se llama “metamodelo lingüístico” (Richard Bandler y John Grinder: La estructura de la Magia) deben ser “desafiadas” por los padres y educadores con la finalidad de ayudar a sus hijos o alumnos a comprender e integrar las nuevas experiencias vividas. Así, proponemos “desafíos” con los que podamos especificar las generalizaciones, completar las supresiones y clarificar las distorsiones.