Diez años después de los acontecimientos sucintamente narrados años transcurridos con toda felicidad, pues el dueño de “La Compañía”, George McGregor II, a estas alturas “don George” para todo el mundo, prosperó gracias a la fertilidad de la tierra y a su ancestral sentido del ahorro y del trabajo metódico Segundo, Juana y Edith ya eran casi parte de la familia McGregor.
Nunca ninguno de los tres había tenido motivo de descontento con el trato que se les prodigaba ni los dueños de casa los habían tampoco tenido con los servicios que recibían de los dos primeros y, últimamente, en forma ocasional y en la medida que lo permitían sus estudios, de la menor Edith, a la sazón de trece años de edad. Pues la niña de mano que tenía Margarita tuvo que ser despedida a raíz de un confuso episodio que la confrontó con Juana y Segundo, acerca de cuyas circunstancias precisas nadie quiso averiguar.
Segundo había pasado a ser un mozo de comedor y de aseo bastante competente, bien presentado y servicial. Aparte de eso, se había constituido en hombre de confianza para cumplir diversos mandados de su patrón y hasta, ocasionalmente, para desempeñar funciones de chofer y secretario.
Juana, por su parte, si bien había engordado más de la cuenta, estaba satisfecha de su trabajo y, sobre todo, de su hija, ahora destacada alumna de la escuela primaria cercana, donde ya había alcanzado una instrucción muy superior a las de su madre y su padrastro. Debe decirse, sin faltar al pudor ni a la delicadeza exigida por una relación seria de acontecimientos, que la Naturaleza se comportó generosamente con Edith. Probablemente ese hecho fue determinante en el imprevisto curso que tomó su existencia cuando ella apenas tenía trece años de edad.
Pues sucedió que Segundo, casi a pesar suyo, comenzó a sentirse inevitablemente atraído por los turgentes relieves de su hijastra, por mucho que ella fuera casi veinte años menor que él.
Por otra parte, Edith había comenzado a colaborar en los trabajos de aseo de la casa, como se ha dicho, en el tiempo que le dejaba libre la escuela. Ganaba también una remuneración por ello, si bien modesta.
El conjunto de las ocupaciones de ambos llevaba a que se encontraran frecuentemente a solas, a veces en los cuartos más alejados de la casa patronal. Y cuando ello sucedía y Segundo estaba seguro de que no había nadie en las proximidades, invariablemente comenzaba a comportarse de una manera más afectuosa que la habitual con su hijastra.
Edith era muy inteligente y, como el común de la gente de campo de entonces y de toda la gente de ahora a los trece años sabía bastante de la vida y de los hombres. Por tanto, podía prever lo que se estaba gestando. Ninguna adolescente con sus atributos, en el ámbito rural chileno, podía aspirar a permanecer demasiado tiempo en estado de inocencia. En no pocas ocasiones, a la vuelta de la escuela, al atardecer, había tenido que defender su virtud contra los arrestos de varios trabajadores del fundo e hijos de éstos.
Más aún, no hacía mucho el Director de la escuela la había convocado a su oficina para, según le había dicho con mucha seriedad, darle diversos consejos sobre la manera de encarar sus futuros estudios. Estos consejos se los había prodigado acompañándolos de expresiones de gran afecto, incluyendo ciertas caricias que evidentemente no cumplían ningún propósito pedagógico.
Edith había sido muy bien aleccionada por su madre acerca de los peligros de dejar que los hombres hicieran con ella las cosas que generalmente éstos querían hacer. Pero ese instructivo de defensa de la virtud resultaba ineficaz cuando el hombre en cuestión era el Director, sobre todo si él se comportaba con gran ternura y sin ninguna brusquedad. Y también estaba resultando ineficaz ante las aproximaciones cada vez más audaces de su padrastro.
Edith, claro, sabía que estas cosas podían ponerse peores. Había visto no hacía mucho, con sus propios ojos, al “Negro” Soto, el capataz de “La Compañía”, convencer a la Rosita, una bonita hija de un inquilino, que iba a lavar y planchar a las casas tres veces a la semana, de entrar con él a una de las pesebreras vecinas a ellas; y había presenciado lo que el “Negro” había comenzado a hacerle a la Rosita, que parecía esforzarse por impedirlo. Si no vio todo lo demás fue porque esta última le gritó imperativamente que se alejara, con voz entrecortada, pero sin solicitarle que pidiera auxilio. Poco después el “Negro” y la Rosita se casaron.
De modo que para Edith fue sólo limitadamente traumático el episodio en el curso del cual, finalmente, Segundo logró hacer con ella lo mismo que el “Negro” con la Rosita. Todo ocurrió sobre el sofá del escritorio del patrón, en el extremo más alejado del corredor de las casas, lugar en el cual esa vez ambos habían coincidido cuando ella había ido a dejar un conjunto de ceniceros y un cortapapeles metálico que acababa de limpiar y él el comprobante de un depósito que había ido a hacer al banco, en Rancagua.
Edith pudo haberse resistido más y haber gritado pidiendo auxilio, pero en ese momento se le apareció la posibilidad del escándalo como peor que la de la violación. Tampoco el disgusto que sentía era extremo. No disfrutó, pero tampoco sufrió. Sabía que era un trance que alguna vez iba a tener que soportar. Varias muchachas de su edad ya lo habían sorteado. Una de ellas, que se las daba de experta en la materia, le había preguntado, pocos días antes, con toda la gracia vernácula:
¿Y voh, Edith, cuando vai a gritar “Viva Shile”?
De modo que su reacción inmediata terminó siendo, tras la consumación de los hechos y el alejamiento del autor del atentado, la de velar porque no quedara en el sofá ninguna huella de lo sucedido.
Edith pasó a ser reiterada y sistemáticamente violada por Segundo, si bien siempre con escasa resistencia por parte de ella. Pero se le fue gestando una situación psicológicamente insostenible. Tenía el temor de que los hechos llegaran a conocimiento de su madre. Estaba segura de que el dolor que eso le provocaría, dado el amor que ostensiblemente profesaba a Segundo, podría trastornarla. Incluso era probable que reaccionara culpándola a ella. Por otra parte, los patrones podrían enterarse o sorprenderlos y ello daría lugar al despido de Segundo, lo que implicaría la partida de los tres. Ambas perspectivas le resultaban a Edith peores que la de soportar la situación tal como se estaba presentando.
Porque, de hecho, le seguía teniendo afecto a Segundo, que había sido un buen padrastro durante diez años y, salvo en lo que se refería a los episodios recientes, en lo demás lo seguía siendo.
Es verdad que también había oído a más de una compañera de la escuela relatar con gran sigilo que sus padres les hacían cosas indebidas y no se atrevíana decírselo a sus madres, de modo que, en ese sentido, no se sintió tampoco víctima de una situación desusada. Eso sí, la atormentaba el temor de quedar en cualquier momento esperando un hijo. Peor aún, razonaba acertadamente que, con el transcurso del tiempo y su propio desarrollo físico, las probabilidades de que ello aconteciera iban en aumento.
Se lo dijo a Segundo, pero éste se limitó a responderle que no se preocupara, porque “él sacaba bien las cuentas”, frase que a ella le resultó críptica y cuyo significado él se negó a precisar. Las muchachas de su edad a quienes les preguntó al respecto, sin revelarles, naturalmente, los ribetes de su caso, tampoco supieron explicarle lo de “las cuentas.” Terminó por atribuirlo a la legendaria sabiduría araucana.
De modo que, en medio de la incertidumbre, no sabiendo qué hacer ante la situación, que seguía reiterándose periódicamente y que la atormentaba cada vez más, Edith vivió dos años que no fueron felices.
Así cumplió los quince, poco después de lo cual egresó de la escuela primaria, donde había aprendido a leer, a escribir, algo de historia de Chile y de gramática y a hacer las cuatro operaciones básicas de la aritmética.
Considerándose ya una mujer con cierta educación, reflexionó acerca de la posibilidad de abandonar las casas de “La Compañía” y poner así término a la situación que la afligía.
Como no estaba en su carácter obrar en forma precipitada, decidió buscar cuidadosamente la posibilidad de un nuevo destino que le permitiera marcharse. Tenía la certeza de que podría encontrar un trabajo decente, vivir tranquila y ser respetada. Y, muy importante, encontrar más adelante un hombre bueno y estable al cual unir su existencia para constituir un hogar sólido.
Durante años el hijo mayor del patrón de “La Compañía”, Jorge, había visto a Edith casi diariamente, cada vez que él iba al fundo, lo cual hacía con frecuencia. Pues no sólo permanecía allí todo el verano y durante las vacaciones de invierno y de Fiestas Patrias, sino que frecuentes fines de semana.
Sus padres tenían una cómoda casa en Santiago, en la calle Málaga, del barrio El Golf. Era el que su madre, misia Margarita, había considerado socialmente más adecuado. Pero ella y su marido nunca se separaban, de modo que ambos estaban constantemente yendo y viniendo al y del fundo. Por eso solían dejar a sus hijos en edad escolar Jorge, Magdalena y Sofía solos, por algunos días cada semana, en Santiago, si bien acompañados por sus “mamas” (que luego pasaron a llamarse “nanas”) de mucha confianza.
El “patrón chico”, como le decían a Jorge todos en “La Compañía”, nunca había reparado mayormente en la hija de la cocinera, que cuando pequeña deambulaba exclusivamente por la zona de servicio, es decir, la cocina, el patio anexo a ella y un dormitorio que daba a ese patio.
Con motivo de las vacaciones del verano de 1952, a la mañana siguiente de llegar, el “patrón chico” comprobó un cambio en el servicio: Edith, y no Juana, como había sido siempre hasta entonces, le llevó el desayuno a la cama.
Fue en el preciso momento en que aquélla se inclinó a depositar el café con leche humeante y las tostadas sobre el velador, que él, recién despierto, advirtió algo en la figura de ella. Esta última nunca antes le había resultado digna de atención. Pensó que eso era inexplicable. Pues, en efecto, el contorno del cuerpo de Edith mostraba unas redondeces que le hicieron sentir a Jorge la imperiosa necesidad de establecer con ella alguna vinculación más estrecha que la preexistente.
En realidad, desde hacía unos meses había sentido manifestarse en él una atracción especialmente fuerte, antes no percibida, hacia el sexo opuesto. Sabía, por cierto, de qué se trataba. Sacerdotes, tanto confesores como profesores, y personas mayores en general, lo habían aleccionado acerca de los cambios que traía consigo la adolescencia y prevenido acerca de los riesgos a que ellos podían exponerlo.
Sin embargo, para esa fuerte atracción, diferente del enamoramiento que había sentido no pocas veces, incluso siendo todavía niño, no parecía existir, ni proveniente de su familia ni de sus educadores ni de la sociedad en que vivía, una solución razonable y organizada. El impulso estaba ahí y Jorge no hallaba qué hacer con él.
Cierta vez en que, no pudiendo resistirlo, simplemente tocó disimuladamente los senos de su querida “mama” de la casa de Santiago, que ya no era joven ni muy atractiva y que lo había cuidado desde recién nacido, ella suscitó un pequeño escándalo. Pero, por el gran cariño que le profesaba, supuso él, su “mama” guardó discreto silencio y calló para siempre. Jorge no le volvió a tocar nada.
En el hecho, llegó a la conclusión de que ese impulso no tenía un destino de corto plazo que fuera moral, social ni legalmente aceptable. Simplemente, debía vivir con él y aguantarlo como pudiera.
Toda esa carga se había acumulado y al ver el cuerpo de Edith esa mañana, en lugar de limitarse al “buenos días” habitual, se sorprendió a sí mismo adoptando una variante coloquial:
¿Cómo has amanecido, Edith?
Bien, gracias ¿y usted? respondió ella. Por supuesto, Edith sabía perfectamente lo que estaba sucediendo. Conocía a los hombres. El “patrón chico”, tres años menor que ella, pero a quien había mirado siempre como alguien distante, ahora era un hombrecito en ciernes y parecía querer estar menos distante.
Para Edith la novedad consistía en que, esta vez, la contraparte era una persona de esas que habitualmente ni siquiera reparaban en ella, y su atención hacia ella le provocó una natural satisfacción.
De modo que al llevarle el desayuno al día siguiente, no del todo conscientemente, se había puesto su otro delantal, que era un poco más delgado y más ceñido que el del día anterior, y que permitía destacar mejor justamente aquella parte de su cuerpo en la cual había visto al “patrón chico” (y a todos los hombres, desde hacía un tiempo) concentrar su mirada.
Por cierto, este último ya había pensado varias veces en el asunto durante el primer día. Había salido a caballo, tanto en la mañana como en la tarde, pero no se podía sacar de la mente el recuerdo de Edith agachándose a dejar la bandeja en el velador.
Cuando al tercer día de vacaciones Edith le llevó el desayuno, fue muy directo, porque la fuerza del impulso que sentía le hacía imposible cualquier circunloquio:
Edith ¿podríamos vernos? le dijo con la respiración entrecortada.
Ella era bastante diferente a todas las que pudieran estar en sus mismas condiciones familiares, de edad y de trabajo, y por eso su existencia posterior terminó siendo también atípica. Y justamente por eso se limitó a responder:
Sí.
McGregor, si bien lo tenía ya todo pensado, se sorprendió un poco ante la fluidez de la afirmativa. Ya a su edad había comprobado, en las novelas, en las películas y en la vida real, que las mujeres, cuando “querían”, se hacían siempre, al principio, las que “no querían.” Pero ésta parecía diferente. Y como en los dos días anteriores difícilmente había dedicado su mente a otra cosa que a planificar la manera concreta de tener el cuerpo de ella al alcance de sus manos, fue al grano de una manera decididamente poco romántica, si bien muy pragmática:
Encontrémonos a las cuatro en la perrera.
Ella replicó con absoluta seriedad y con un acento reafirmativo:
A las cuatro en la perrera.
Y se retiró tranquilamente, con la bandeja vacía, como si nada hubiera sucedido, pero muy contenta, porque creía que algo bueno le podía suceder.
La hora y el lugar estaban bien elegidos. La primera, porque era la de siesta o retiro de todos a sus aposentos. El lugar, porque quedaba dentro del recinto de las casas, pero suficientemente alejado de ellas como para que rara vez alguien anduviera merodeando por ahí. Además, a un costado de la perrera, que era un recinto techado y enrejado, había un rincón de pasto pasablemente limpio, entre la pared lateral de madera y el alto muro perimetral de adobes que encerraba el huerto, las dependencias y el parque interior de las casas.
Era verdad que el olor allí no era muy bueno. Los perros, todos de la raza “Gran Danés”, no sólo no eran muy buenos, sino malísimos. Una vez que Jorge persiguió a un ganso y éste se metió a una acequia que atravesaba la perrera, lo liquidaron en un santiamén. Como eran tan bravos, sólo los soltaban de noche. Por otra parte, Jorge sabía que no le ladrarían a Edith ni a él, que desde niños frecuentemente los iban a ver.
Él era, por supuesto, virgen; tenía apenas doce años. Y creía que ella lo era también, en lo que, naturalmente, estaba equivocado. Pero si tenía lugar una relación completa, que él, en realidad, no se imaginaba muy bien cómo era, a pesar de toda la información teórica que había recibido desde niño, tanto en el mismo fundo, por parte de los trabajadores más amigos suyos, como en el colegio, por parte de compañeros más avezados, había también un riesgo: Edith podía quedar esperando un hijo.
Y si eso sucedía las cosas estarían fuera de control. ¿Qué diría su madre cuando llegara el inevitable momento de la confesión de Edith de que esperaba un hijo de él? ¿Qué dirían sus dos ínclitas y virginales hermanas, uno y dos años menores que él, respectivamente?
En algún momento estuvo por ir donde Edith y decirle que mejor dejaran todo para otro día. Pero luego pensó en el busto de ella y decidió que eso solo justificaba cualquier riesgo.
De modo que cerca de las cuatro se fue caminando con disimulo y muchos rodeos hacia la perrera. Desde el lado del patio de servicio apareció Edith, también como si hubiera salido a tomar un poco de aire, y derivó hacia allá.
Cuando él la vio venir, se dirigió al rincón de pasto y esperó. Ella no demoró en llegar. Él le tomó una mano, sin decirle nada. La notó áspera y curtida. Entonces prefirió tomarle los brazos. Los notó fuertes y más duros que los brazos de mujer que antes había tocado, muy pocos, por lo demás, y casi todos de familiares.
Pero cuando la acercó hacia sí sintió que tomaban contacto con su pecho esas redondeces que tantos desvelos le habían provocado y su corazón empezó a latir con tremenda fuerza. La besó en las mejillas, pensando que mejor no le besaría la boca, porque le había notado los dientes un poco amarillos. También le sintió un cierto olor como a piel de cordero. Pero ya sus manos habían comenzado a desabotonar el delantal blanco y se lo sacó. Y después le sacó lo que había debajo. Y todavía quedaba otra cosa más debajo, que él no podía desabrochar, de modo que se la desabrochó ella.
Y entonces sí que pudo poner sus manos, sus labios, su cara sobre aquellos dos maravillosos atributos naturales que tantas veces había imaginado y que resultaban ser más tersos, más blancos y rosados, especialmente rosados donde correspondía que más lo fueran, que todo lo anticipado por su imaginación.
Lentamente él la tendió sobre el pasto y prosiguió besando, tocando y acariciando lo que tanto lo había obsesionado.
Ella, de espaldas, soportaba este quehacer agradablemente sorprendida. Para ella los McGregor y la gente como ellos eran poco menos que semidioses y se consideraba honrada de que uno de tal estirpe le prodigara estas manifestaciones de aprecio, aunque estuvieran tan localizadas en determinada parte de su cuerpo. Pues la sorprendía algo el hecho de que Jorge concentrara ahí sus preferencias, dejando de lado otras zonas en las cuales Segundo y los demás muchachos del campo, por lo que en sus respectivas oportunidades ella había podido resignadamente apreciar, habían mostrado igual o mayor predilección.
Pero el “patrón chico” tenía buen olor, se dijo, a diferencia de los otros. Y sus caricias eran, comparativamente, más delicadas. Definitivamente le gustaba lo que estaba sucediendo y se atrevió ella, a su vez, a acariciar la cabeza de él, tímidamente; pero justo en ese momento Jorge la abrazó con fuerza y emitió variados gemidos, mientras experimentaba ciertos espasmos. Edith supo de qué se trataba y lo lamentó.
Al instante él pareció repentinamente desinteresado. Se tendió de espaldas en el pasto, al lado de ella, que se sentía un poco frustrada, porque estaba comenzando recién a disfrutar del encuentro. Edith procedió a reabrochar y recomponer con resignación las prendas que había sido preciso remover hacía apenas unos instantes.
McGregor ya estaba sintiendo un repentino y urgente deseo de marcharse de ahí. Se empezó a preocupar de que alguien los sorprendiera. Se preguntó en qué gigantesco lío se estaría metiendo. Además, quería lavarse y cambiarse de ropa. En realidad, necesitaba hacerlo. Instintivamente habría querido salir corriendo. Pero comprendió que no podía hacerlo. No quería herir los sentimientos de ella.
Se le aproximó nuevamente, le acarició el pelo castaño, muy crespo. Y pese a que se le había hecho más ostensible esa especie de olor a cordero que antes le había sentido y que poco le había importado, le dio un beso afectuoso en la mejilla y le dijo:
Edith, eres la mujer más maravillosa que he conocido lo cual no era del todo mentira, puesto que nunca había conocido a otra, al menos en esos términos.
Y yo a usted también lo encuentro maravilloso le dijo ella, con entera sinceridad. Y lo besó con cierta pasión, porque justamente cuando el deseo de él había desaparecido, el de ella se estaba acrecentando.
Pero Edith comprendía la situación, tanto en el orden afectivo como en el erótico y en el social. Esa capacidad de entender el mundo, esa inteligencia que más tarde le permitiría llegar tan lejos, le hacía posible ahora justipreciar en su exacta medida todo lo que estaba sucediendo y tener la tranquilidad que siempre se logra cuando se puede controlar una situación.
De modo que dejó a Jorge incorporarse, cosa que éste hizo lo más delicadamente que pudo. Él tomó una mano de ella, para ayudarla a su vez a ponerse de pie, diciéndole:
Gracias por uno de los mejores momentos de mi vida.
Edith le replicó, con toda sencillez, pero no total sinceridad:
A mí también me gustó mucho.
Hasta más rato le dijo él con una sonrisa, mientras se alejaba de la perrera.
Afortunadamente la siesta general seguía y no se veía a nadie por los corredores de la casona. Jorge se deslizó silenciosamente hasta su pieza para cambiarse. Por suerte tenía otros pantalones castellanos. Lavó cuidadosamente los vestigios de su aventura y colgó las prendas adentro de su ropero. Se tendió en la cama y analizó la situación.
Estaba claro que había pecado mortalmente. Sintió que tenía necesidad urgente de confesarse. No le gustaba el estado de pecado mortal, porque sabía que si llegaba a morir estando en él se condenaría eternamente, lo que no era una perspectiva de su agrado.
En segundo lugar, Edith podría revelar lo que había sucedido. A él le parecía simplemente insoportable la sola idea de que su madre llegara a saber que podía ser tan ruin como para desnudar a una empleada y manosearla.
¿Y qué haría si Edith lo extorsionaba? Porque eso también podría suceder. Ella parecía bastante inteligente, y se le podría ocurrir la idea de pedirle plata. Y él tendría que dársela. Él era descendiente de escoceses, de modo que la idea de dar dinero lo atormentaba bastante.
En definitiva, estaba arrepentido. ¿Cómo había podido meterse en esos problemas? Su vida había sido bastante feliz hasta entonces. No recordaba haber tenido nunca un lío como ése. Pero es que nunca había sentido un impulso tan fuerte…
Optó por buscar soluciones a lo que estaba en sus manos componer, de modo que al día siguiente decidió ir a Rancagua con su padre, y confesarse.
A la hora de comida le dijo en la mesa:
Papá, quiero ir con usted a Rancagua mañana.
¿Y a qué va a ir, lindo? le preguntó cariñosamente su mamá, extrañada, pues sabía que él prefería salir a caballo y siempre se resistía a ir a Rancagua.
Quiero echar una pasadita a la Iglesia dijo Jorge, que en lo posible no mentía, rasgo que, ciertamente, no debía a su ancestro chileno, sino al escocés.
Sus dos hermanas menores se rieron en el acto. Su madre, por el contrario, pensó que podía tratarse de una temprana manifestación de vocación sacerdotal. Nada la haría más feliz que tener un hijo sacerdote. Era, realmente, una mujer muy religiosa. Pero su padre se sintió alarmado. ¿Qué significaba eso? No quería que su único hijo “se fuera de cura.” Tenía pensados otros destinos para él. Pero no dijo nada y asintió.
Al día siguiente, a las nueve en punto y bajo un cielo encapotado, salieron en el “Mail Car”, el más bonito y más suave de los tres coches de caballos que tenían, hacia Rancagua. Las llantas de madera forradas en caucho eran una gran cosa, porque el camino de “La Compañía” era muy pedregoso.
El Beno, un viejo caballerizo de largos bigotes blancos, que venía “en el inventario del fundo”, como le gustaba decir a don George, iba en el pescante llevando las riendas de la pareja de alazanes “Hackney”, el único gusto suntuario que se daba el patrón. Y, dado eso, utilizar los caballos para ir a Rancagua era más económico que hacerlo en auto.
Le habían levantado la capota al coche, por si llovía. Junto con partir los caballos al trote, mientras las ruedas aplastaban los guijarros del camino con ruido característico, el padre miró fijamente a su hijo y le preguntó:
¿Va usted realmente a rezar a Rancagua?.
Siempre había tratado de usted a sus hijos.
Jorge vaciló unos momentos, al cabo de los cuales resolvió decir la verdad a su padre, y respondió:
Voy a confesarme, papá.
El padre comprendió que tras la sencilla respuesta había un problema. Y se imaginó el problema. Él también había sido adolescente. Habría dado cualquier cosa por ayudar a su hijo en esas cosas. Pero su formación hogareña había sido de fría corrección y distancia. Nadie se metía en las cosas íntimas de nadie. Los padres tocaban a sus hijos sólo cuando era indispensable. No había efusiones. No podía cambiar esos atavismos. Entonces le dijo con toda la intensidad y el cariño que era capaz de expresar un hombre con su impronta de autocontrol:
Quiero que sepa una cosa y la tenga presente durante toda su vida, mientras yo pertenezca a este mundo: siempre voy a estar de su lado, cualquiera sea su problema. Y siempre voy a hacer todo lo que esté de mi parte para ayudarlo. Bastará que me lo pida. Si quiere ayuda ahora, dígamelo.
Iban sentados uno al lado del otro. McGregor, padre, puso por un breve instante su brazo sobre los hombros de su hijo y lo estrechó. Muy rara vez hacía gestos como ése. Pero en esta ocasión consideró que necesitaba subrayar lo que había dicho.
Jorge guardó silencio. Se sentía incómodo y feliz al mismo tiempo. Pero al final sólo dijo, sin levantar la vista:
Gracias, papá.
Y su padre se quedó esperando la petición de ayuda, pero Jorge no la formuló.
Éste alivió su conciencia en la catedral de Rancagua, donde había un sacerdote confesando. Hecho eso, la preocupación restante, derivada de las posibles consecuencias de su entrevero con Edith, casi desapareció por completo ante la certeza de que su padre estaría de su lado en la tarea de arreglar las cosas, si las mismas llegaban a echarse a perder.
De modo que, de vuelta en casa, ya estaba perfectamente preparado, como casi todos los hombres que han aliviado su conciencia de un pecado carnal, para volver a cometerlo.