Capítulo 4
Me escapé de nuevo de casa en cuanto despuntó el sol en el horizonte. Esta vez dejé una nota sobre la cama por si acaso a mamá o papá se les ocurría entrar en mi habitación para ver cómo me encontraba, y me metí en la mochila un par de barritas de granola y una botella de agua.
—¿Peep? —me llamó Carlie mientras cruzaba la sala de estar corriendo para largarme.
Mi hermana pequeña estaba en su parque mirando la tele y supuse que mamá, tras levantarse, se habría vuelto a acostar. Después de todo, era sábado.
Carlie se había sacado el pañal y lo estaba reduciendo a pedacitos. Me detuve un segundo para recogerlos y tirarlos a la basura, y luego le puse otro limpio.
—No lo rompas esta vez, Carlie —le susurré—, porque si no lo ensuciarás todo.
Ella se pegó el dedo a los labios para que me callara y asintió con la cabeza.
—¿Peep? —dijo de nuevo alzando los brazos. Quería venir conmigo.
—Hoy no puede ser, Carbar —repuse juntando las manos y siseando—. Hay serpientes por todos lados. A montones y son muy gordas —añadí abriendo y cerrando las manos como si fueran mandíbulas de serpientes, y mi hermanita se echó a reír a carcajadas. Estuve a punto de quedarme con ella jugando, pero al oír el chirrido de una puerta abrirse al otro extremo de la casa, vi que si no me iba tendría que hacer de canguro y limpiar la casa el día entero. La rutina de los sábados.
—Adiós —le dije agitando la mano y me fui caminando sigilosamente por la alfombra.
La noche anterior había estado buscando mis botas viejas, las que papá me había comprado hacía un año y medio para usarlas en el fracasado experimento de tres semanas de duración con los Boy Scouts. Las encontré en una de las cajas de la mudanza que quedaban por abrir, en el vestíbulo, escondidas detrás del columpio de Carlie. Me las puse al salir de casa. Me iban un poco pequeñas, pero me daba igual. Esperaba que fueran a prueba de serpientes.
Caminé con más brío que el día anterior, ahora sabía a dónde me dirigía. O al menos mi punto de partida.
Esta vez no vi a la serpiente por más que miré en la mata bajo la que me pareció que se había escondido. Por un segundo me pregunté si me la habría imaginado.
No. La serpiente había sido más real que cualquier otra cosa de mi vida, que los videojuegos, los programas de televisión, los libros de historietas y las tareas que me ponían.
Me planté de nuevo al borde del acantilado y examiné el valle. No me produjo la extraña sensación del día anterior. Esta vez no me sentí observado.
Pero algo me estaba llamando. En medio de la ladera, donde otra colina se alzaba frente a mí, una hilera de árboles que iban aumentando a lo lejos, cubiertos de hojas verdes y relucientes, se agitaban con el aire matutino. Bajé por la ladera, resbalando con mis botas sobre la piedra caliza suelta. Por suerte las tupidas matas de hierba me impedían patinar demasiado lejos.
Era una locura bajar por un lugar tan empinado, pero me daba igual. Sentí el viento abofeteándome la cara mientras lo hacía, prometiéndome sostenerme para que no cayera rodando cuesta abajo.
El bosque de robles estaba más lejos de lo que había creído y me quedé sin aliento. Bajé el ritmo y empecé a caminar intentando no hacer ruido. Tal vez había ciervos escondidos tras los árboles y si me movía con sigilo quizá viera uno.
Pero cuando por fin aparté varios pequeños matojos para internarme en el robledal, yo era el único haciendo ruido en toda la ladera.
Por más que lo intentaba, no dejaba de hacerlo. A cada paso que daba con mis pesadas botas, las vainas y las bellotas partiéndose sonaban en aquel silencioso bosque como un puñado de petardos. La alfombra de hojas otoñales crujía y chasqueaba bajo mis pies, e incluso mi respiración parecía de lo más ruidosa y poco natural.
Si seguía haciendo tanto ruido, nunca más volvería a ver un ciervo, otra serpiente ni cualquier otro animal. Me detuve, y al mirar a mi alrededor vi una gran roca sobresaliendo de un montón de hojas secas. No solo había una, sino una pila de ellas. Al acercarme descubrí que me estaba dirigiendo al punto de unión de las dos colinas.
Cuando llegué allí, contemplé el pie de la ladera. Las rocas, vetustas y erosionadas, estaban cubiertas de algas secas y musgo. Pero debajo había pedazos húmedos de tierra. ¿Y si seguía avanzando sobre las piedras? ¿Encontraría un riachuelo? ¿Una laguna? Yo sabía que cerca del agua siempre hay animales.
Me saqué las botas para no hacer ruido y las metí en la mochila, con mis barritas de granola. Y luego descendí poco a poco por las rocas, sigilosamente, intentando hacer el menor ruido posible.
Al cabo de un minuto más o menos me detuve. A mis pies, a varios metros de distancia, apareció una laguna. Un ciervo estaba plantado ante ella con la cabeza agachada. Probablemente era una hembra, porque no tenía astas como los machos que había visto en el zoo. De repente dio un brinco como si algo le hubiera asustado y se alejó nerviosamente de la orilla. Contuve la respiración, preguntándome si me habría oído. Olfateó el aire. ¿Quizá me había olido?
Caminando con tanta cautela como yo, se alejó de la ribera alzando con sigilo una pata y luego la otra hasta desaparecer entre los árboles y volver a la ladera. Empecé a avanzar de nuevo, lleno de curiosidad por ver qué era lo que había en la laguna. ¿Qué habría asustado a la cierva?
Pero al llegar a la roca desde la que había estado bebiendo y observar yo el agua, no vi nada. La laguna era preciosa, con rocas sobresaliendo en uno de los bordes y una pequeña gruta formada por una oquedad. La laguna no debía de medir más de tres metros de diámetro, aunque en el centro parecía tener un metro y medio de profundidad. El agua era cristalina y cuando los rayos del sol se colaron por entre el follaje de los robles que se alzaban sobre ella, se puso a cabrillear. Me senté en la roca, contemplando el agua con las piernas cruzadas y las manos juntas, como si me hubiera hipnotizado. Al cabo de un rato cerré los ojos. La noche anterior no había dormido bien, había estado soñando con serpientes y valles que cobraban vida.
Tal vez me quedé adormilado, no estoy seguro, pero de pronto algo me despertó. ¿Un sonido? Era un zumbido. Me quedé quieto, sintiendo algo como unas patitas haciéndome cosquillas por entre el vello de mis brazos. ¿Los tenía cubiertos de hormigas? ¿De abejas? Abrí los ojos, asegurándome de mover solo los párpados al acordarme de la serpiente.
Tenía los brazos llenos de libélulas. A decir verdad, no eran exactamente libélulas, sino unos bichitos más pequeños que se les parecían mucho. Eran de vivos colores, rojos, azules y negro azabache, con unas alas finas y gráciles y un cuerpo alargado y segmentado. Debí de parecerles una buena percha, porque en cada brazo tenía por lo menos veinte.
Les gustaba. Lo notaba por la forma en que se movían, bailando sobre mi piel. Y al valle también. Era por la misma razón por la que le incomodaba a mi familia.
Porque era un chico tranquilo y callado.
Por fin había encontrado el lugar donde podía estar solo. Donde podía ser yo mismo. Era perfecto.
Aquí siempre estaré silencioso, le dije al valle hablando para mis adentros. Te lo prometo. Nunca chillaré, ni gritaré ni te estropearé el día armando barullo.
Algo me hizo cosquillas en el pelo a modo de respuesta y me di cuenta de que también lo tenía cubierto de libélulas. Sentí que estaba a punto de echarme a reír y me contuve para no hacerlo. Si hacía ruido o me movía, todas saldrían volando.
Pero no pude aguantar el cosquilleo en la punta de una oreja y dejé escapar un pequeño sonido, un medio suspiro.
Todas echaron a volar casi rozando la superficie del agua de la laguna. Y entonces me eché a reír.
—¡Maldición! —masculló alguien.