Capítulo 3
—¿Peter? —repitió Laura en un tono más alto con la mano posada en mi hombro. ¿Cuánto tiempo hacía que ella me estaba tocando? Ni siquiera me había dado cuenta. Había estado ensimismado en mis pensamientos—. ¿Estás teniendo un ataque o algo parecido?
Mamá y papá seguían enzarzados en su pelea, hablando en enojados susurros. Pero como estaban plantados junto a la puerta me llegaron algunas palabras: «¿… facturas del psiquiatra o de las compras? Debes intentarlo con más energía. Necesita recibir más ayuda. Todavía no es el de antes».
Estaban hablando de mí. Sentí la sangre agolparse en mi cara y me sacudí de encima la mano de Laura.
—No, no me pasa nada. Solo estaba soñando despierto. ¡Déjame en paz! —le solté mirándome el brazo. Me lo había manchado sin querer con la papilla de Carlie—. ¡Qué asco, Laura! —le espeté.
—Muy bien. Sigue comportándote así, bicho raro —respondió ella y tras sacarse el móvil del bolsillo, lo agitó por encima de su cabeza para ver dónde había cobertura, ignorándonos a todos.
Me aclaré la garganta.
—Mamá, ¿me disculpáis? ¿Mamá? ¿Mamá?
No creí que mi hermana pequeña me hubiera oído, pero de pronto Carlie gritó su versión de mi nombre a voz en cuello.
—¡Peep!
Mamá volvió la cabeza.
—¿Necesitas algo, Peter?
—Me duele la cabeza —le dije—. ¿Me puedo ir?
Mamá se preocupó por mí un minuto, intentando convencerme para que me tomara un Tylenol, y al ver que no lo conseguiría me embutió una galleta de chocolate en la mano como si fuera alguna clase de receta secreta para calmar el dolor.
—Ven a ver una película con nosotros esta noche —me propuso mientras retiraba mi plato de la mesa—. El fin de semana vamos a hacer una maratón de películas de A todo gas para celebrar que casi ya está desempacado todo lo de la mudanza.
—No, gracias. Prefiero irme a mi habitación. —Mi madre se mordió el labio inferior al oír mi respuesta, estaba intentando contenerse—. Es para leer, mamá. No te preocupes.
No le estaba mintiendo. Planeaba volver a leer sobre serpientes. Me vendría bien.
Me levanté de la mesa y, cuando estaba a punto de entrar en mi habitación, me acordé de que los libros sobre temas de la naturaleza estaban en la sala de estar.
—¿Qué le pasa a Peter? —oí a Laura decir en voz baja mientras me dirigía al salón—. ¿Te has dado cuenta de que se ha quedado mirando al vacío como un monigote? No tendríamos que habernos mudado. Está peor que nunca. Dime la verdad. ¿Se le han reblandecido los sesos o algo parecido? ¿Se te cayó de los brazos y se dio un golpe en la cabeza de bebé?
—¡Laura Stone! —le soltó mi madre con dureza, aunque en susurros—. Tu hermano está perfectamente. Lo que pasa es que… es diferente. Introvertido. Y ya sabes lo que le ocurrió la primavera pasada. Nos hemos tenido que mudar por varias razones. Deja de quejarte por ello. Y recuerda que debes tener una actitud positiva ante él.
—Si tú lo dices, mamá —respondió Laura—. Pero que conste que lo he intentado y no funciona. Desde que hemos venido a vivir a este lugar Peter está más raro que nunca. Y no es bueno para… lo que sea que tenga que esté todo el día solo.
—Tal vez tengas razón —terció papá—. Aunque, como siempre ha sido tan callado, es difícil saber lo que está pensando o sintiendo. Pero puede que se sienta más deprimido desde que nos mudamos. Me preguntaba si…
Regresé a mi habitación sigilosamente sin el libro sobre serpientes, con la cara ardiéndome. No quería seguir escuchando lo que papá iba a decir.
De todos modos yo no iba a hacer nada al respecto. No pensaba ir corriendo para defenderme. Enfrentarme a ellos —o a cualquier otra persona— siempre me había asustado más que huir. Laura me lo había dicho cientos de veces y tenía razón. Era un miedica. Un blandengue. Una vergüenza para mi familia.
Todos creían que no estaba bien de la cabeza. En más de una ocasión había oído a mamá decirle a papá que «yo había nacido en la familia equivocada». Incluso sabía lo que esto significaba: no encajaba con ellos, salvo quizá con Carlie. Cuando ella dormía, claro.
Aunque no por ello me dolía menos la situación.