Capítulo 2
No me morí. Ni siquiera me riñeron cuando volví a casa cuatro horas más tarde. Por lo visto no se considera que te has escapado de ella cuando nadie te echa de menos.
—¿Qué has hecho hoy, Peter? —me preguntó mi padre durante la cena pasándome el puré de patatas—. No te habrás vuelto a encerrar en la habitación, ¿verdad? Ya sabes que te conviene tomar un poco de aire fresco.
Tardé un minuto en responderle. ¿Acaso podía decirle: «Papá, me he pasado la tarde atrapado al borde de un acantilado por culpa de una serpiente venenosa»? A lo mejor se sentía culpable, porque me había largado a la colina para perderle de vista. Pero de todos modos él había estado tocando la batería como si nada.
Papá había perdido el trabajo y la mayor parte del pelo el año anterior, y había decidido volver a la juventud o quitarse varios años de encima tocando la batería. Decía que estaba «poniéndose en forma» para presentarse a la audición de una banda de Austin.
Aquella tarde había intentado que me uniera a él dándome unos cencerros y unos triángulos musicales, e indicándome cabeceando cuándo debía tocarlos. Para pasar un rato conmigo.
Le dije que los sonidos que producían me daban dolor de cabeza.
Estaba mintiendo.
—¡Eres un blandengue, Peter! —exclamó decepcionado conmigo como de costumbre—. Tienes que ser más fuerte, hijo.
Me lo había dicho un millar de veces. Pero por alguna razón aquel día se me abrieron los ojos. Yo nunca sería lo bastante fuerte para él.
Me pregunté si me creería si le dijera que había sido más fuerte que una serpiente de cascabel. Pero al echarle una mirada me di cuenta de que no lo haría. Ponía esa cara de siempre de «¿por qué mi hijo es tan raro?»
—He ido a dar una vuelta, papá —decidí responderle simplemente.
—¡Oh! —exclamó mi madre despegando los ojos de la pantalla del móvil en el que había estado tecleando algo por debajo del mantel de la mesa. Probablemente intentaba entrar en Facebook, aunque en este lugar era casi imposible conectarse a la Red—. ¿Adónde has ido? ¿Has quedado con alguien?
Pensé en la serpiente y esbocé una vaga sonrisa. No creo que se estuviera refiriendo a ella.
Laura, mi hermana mayor, dejó de meterle a Carlie la cuchara en la boca —o al menos sobre la camiseta y el babero—, porque mi hermana pequeña no paraba de moverse, y dijo:
—¿Estás de guasa, mamá? ¿Cómo quieres que quede con alguien si nos habéis traído a vivir al culo del mundo? ¡Aquí no hay un alma en cincuenta kilómetros a la redonda!
—¡Laura, no seas tan negativa! —le espetó mamá—. Como bien sabes, hay dos chicos de la edad de Peter que viven solo a un kilómetro y medio de distancia. Este es un lugar estupendo para nosotros. Desde aquí llego en coche al despacho en un santiamén, apenas hay tráfico…
—Porque por aquí no hay ni un atisbo de civilización —le interrumpió Laura recostándose en la silla y metiéndose echa una furia pedazos de okra en la boca—. Aquí no hay ni un alma, mamá —protestó con la boca llena.
—Ni tampoco chicos tatuados —terció papá—. Ni fumadores de marihuana —añadió guiñándome el ojo.
Intenté no sonreír. Era el único que lo había oído, porque mamá siguió tecleando de nuevo.
—Tú eres la menos indicada para decir que no hay ningún tipo de civilización por los alrededores, Laura Elizabeth Stone —le espetó mi madre alzando las cejas—. Porque comes con los dedos. Cuando volváis al colegio en otoño, espero que os comportéis mejor…
Esta observación hizo que Laura retomara su tema favorito, quejándose de tener que ir al instituto de una zona rural en el que el mayor acontecimiento del verano era un rodeo y donde el ochenta por ciento de alumnos se dedicaban a cuidar cabras y novillos en el 4-H, un club juvenil dedicado a la agricultura y la crianza de ganado.
La vida en el campo no tenía nada que ver con la que llevábamos en nuestro piso de la ciudad de San Antonio, donde habíamos vivido durante casi once años. No hacía más que una semana que nos habíamos mudado a esta casa, pero yo ya sabía que nunca nos sentiríamos a gusto en ella, porque un caserón de madera de dos plantas y treinta años de antigüedad, revestido de vinilo de tres colores distintos y con unas ventanas tan desgastadas que incluso repiqueteaban al levantarse el más ligero vientecillo, no tenía nada de acogedor.
Detestaba esta casa. Creo que todos lo hacíamos. Pero no nos quedaba más remedio que vivir en ella. Nuestro antiguo casero nos había dicho que la batería y las guitarras de mi padre estaban volviendo locos a los otros inquilinos. «¡Los está sacando de quicio!», nos soltó quejoso el día que nos anunció que no nos renovaría el contrato del alquiler.
Y con razón. El ruido que armaba mi familia era alucinante. La tele estaba todo el día encendida, con el volumen lo bastante alto como para amortiguar los constantes berrinches y lloros de Carlie. Mi madre se pasaba todo el tiempo hablando por teléfono o charlando con las niñas o conmigo. Y cuando creía que no la estábamos escuchando —lo cual era casi siempre—, hablaba en un tono de voz más alto aún.
Como ahora, que se estaba peleando con Laura. Me sentía como si me estuvieran estrujando la cabeza con un torniquete. Carlie se puso a escupir la comida en la bandeja y luego se echó a llorar. Me quedé jugueteando con el pastel de carne que mi madre me había servido mientras pensaba en el valle que había descubierto ese día. El lugar donde me había topado con la serpiente.
No quedaba demasiado lejos, justo al otro lado de los campos cubiertos de maleza, cactus y de unos pocos árboles esmirriados y matojos con más espinas que hojas. Más allá de la cima de la colina que se alzaba detrás, tras pasar la valla de madera hecha de travesaños de ferrocarril clavados en diagonal el uno sobre el otro como piezas gigantescas de Lego, y el angosto camino de asfalto que la hierba y las flores silvestres habían empezado a invadir por ambos bordes.
Lo bastante lejos para no oír los lloros, los gritos o el ruido de la batería de papá.
Me había dado la sensación de estar soñando. Era la primera vez desde hacía años que no oía el ruido de los coches o los trenes, del televisor o de los videojuegos, ni de la gente. No se veía un solo tejado recortado en el horizonte o ni siquiera un avión en el cielo.
Había estado prácticamente solo por primera vez en toda mi vida. La sensación me gustó.
No solo me gustó, sino que me encantó. En medio de aquel solitario paraje los latidos de mi corazón eran tan audibles como cualquier otra cosa del mundo.
Carlie se puso de pronto a chillar. Ahora en cambio lo único que oía era la cabeza martilleándome y los pies de mi hermana pequeña aporreando las patas de la mesa.
—¿Por qué no podemos irnos a vivir al menos a una casa mejor, a una con banda ancha? —preguntó Laura enojada—. Aquí es como vivir en Marte.
—Tienes razón —asintió papá con la boca llena de ensalada—. Lo de internet es una lata. Tal vez podríamos llamar a la compañía telefónica para que nos lo instalara…
—¿Es que has olvidado que solo entra un sueldo en esta casa? —le soltó mamá hablando entre dientes—. El mío.
Papá alzó la barbilla en mi dirección, como si se supusiera que yo fuera a decir algo.
Yo sabía que lo mejor era no abrir la boca.
Pero él no.
—Y tú dale que dale me lo vas a estar echando en cara a todas horas —le recriminó él poniendo los ojos en blanco.
Me quedé callado. Y Laura también. Hasta Carlie dejó de patalear. De pronto el mundo estalló en el fragor de una acalorada disputa mientras mamá y papá se insultaban y se lanzaban reproches hablando lo más rápido posible, como si cada uno estuviera intentando vencer alguna pelea invisible por la comida.
Y tanto les daba que alguien saliera herido en ella, fuera quien fuera.
—Elegiste este lugar sin ni siquiera consultármelo, Maxine —gritó papá—. Que no tenga trabajo no significa que no forme parte de la familia. —Su siguiente frase fue como una bala—. Al menos por el momento.
Carlie se puso a berrear a pleno pulmón, y Laura la tomó en brazos tarareándole una nana para distraerla, pero sin despegar los ojos de mamá y de papá. Parecía tan asustada como yo.
¿Se había acabado todo? ¿Iban a separarse?
Mis padres siempre se peleaban un poco, sobre todo en su habitación por la noche, cuando creían que ya dormíamos. Pero la misma semana en que despidieron a papá —de eso hacía ya once meses—, a mamá la ascendieron a subdirectora en el banco donde trabajaba, y a partir de entonces las broncas empezaron a empeorar.
—No podíamos seguir viviendo en la ciudad, Joshua —le dijo ella en voz baja—. Y sabes perfectamente por qué —sentí los ojos de mi madre clavados en mí, y también los de mi padre.
Quizá nos habían desalojado por culpa de papá. Pero sabía que yo era el culpable de que hubiéramos venido a vivir aquí, lejos de la ciudad que a todos nos encantaba. Laura se aseguraba de recordármelo a diario.
Al notar sus miradas clavadas en mí me empezó a arder la piel.
—Disculpadme —susurré, aunque lo dije con la voz tan agarrotada que nadie me oyó.
Sentía que la cabeza me iba a estallar en cualquier momento, como si algo se estuviera partiendo tras mi ojo derecho. Como si me estrujaran los sesos.
Me quedé tan silencioso como lo había estado aquella tarde y deseé hallarme de nuevo al borde del acantilado con el valle extendiéndose a mis pies.
Y de repente me encontré en él, en mi mente.
La carne se me puso de gallina. Como si algo invisible, misterioso e inmenso me estuviera observando. Como si el valle estuviera esperando ver qué era lo que yo haría. Me quedé quieto durante más tiempo de lo que jamás me había quedado, preguntándome que esperaba que hiciera.
Y entonces el valle aspiró una bocanada de aire.
El viento se levantó sobre la hondonada, agitando los árboles y los arbustos como si la tierra fuera un gato gigantesco al que estuvieran acariciando. Se movía cada vez más deprisa, era casi como si estuviera ahí, rodeándome.
¿Me derribaría el viento?
El aire cálido se arremolinó a mi alrededor y el murmullo de las hojas parecía unos excitados susurros a mis oídos. Eran casi como… ¿siseos?
Sonreí, recordando el cascabeleo. Me había quedado tan quieto cuando la serpiente había reptado por mis pies que probablemente me había tomado por un árbol o una roca, creyendo que formaba parte del paisaje.
Permanecí quieto durante horas, con la serpiente enroscada en mis tobillos y sintiendo un nudo en la garganta a causa del miedo. La brisa volvió a alzarse, haciendo ondear mechones de mi pelo por detrás de los oídos. Me recordó cuando mi abuela vivía y me apartaba el cabello de la cara con un ademán muy suave.
El mundo cobró vida a mi alrededor, como una orquesta afinando los instrumentos. A mi derecha un pájaro se puso a gorjear con un canto variado y melodioso. Seguramente un sinsonte. Los saltamontes y las ranas se unieron a él. Algo de mayor tamaño se movió un poco más lejos, porque oí el ruido seco de piedras entrechocando y rodando por la ladera.
Noté los cálidos rayos del sol sobre mi cara y vi las sombras de las nubes deslizándose por el cielo incluso con los ojos cerrados, mientras la luz roja que se colaba por mis párpados se volvía negra, y luego cobraba de nuevo un color rojizo.
Alguien —algo— me estaba observando. Sentí un escalofrío subiéndome por el espinazo y se me puso carne de gallina en los brazos. Era la misma sensación que sentía cuando mi profesora se inclinaba sobre mi pupitre para susurrarme que había hecho un buen trabajo con una voz tan queda que solo yo la podía oír.
De pronto algo más me hizo estremecer. La serpiente se estaba moviendo.
Abrí los ojos y esperé mientras se desenroscaba de mis tobillos para deslizarse por el suelo rocoso, dirigiéndose a los matojos. Y de repente, sacudiendo ligeramente los cascabeles de un coletazo, se metió bajo una mata como si nunca hubiera estado enroscada en mis piernas.
Respiré aliviado y me di la vuelta para regresar a casa, con los pies entumecidos por haber estado quieto en el mismo sitio durante tanto tiempo. Por un momento sentí el irreprimible deseo de ponerme a gritar, vociferar y chillar con todas mis fuerzas. Pero antes de que me diera tiempo a hacerlo un halcón apareció de repente en el cielo, planeando y graznando sobre mi cabeza como si me estuviera saludando o felicitando por mi hazaña.
Le saludé con la mano, preguntándome por qué sus graznidos a modo de respuesta sonaban como risas. Por qué el vientecillo que se había alzado de repente me parecía unas manos dándome palmaditas en el hombro. Fingiendo que me iba a arrojar al suelo como hacía mi abuelo cuando nos sentábamos en el porche de su casa en Houston, los dos solos, y él me contaba chistes verdes mientras yo me aguantaba la risa para que mamá y papá no salieran y le obligaran a cambiar de tema al oírle.
De súbito el cascabeleo de la serpiente sonó como uno de los chistes verdes de mi abuelo. Peligroso, divertido y privado. Pero nadie iba a creerme si contaba lo que me estaba pasando.
—¿Holaaaa?
El valle desapareció de repente y parpadeé. Laura estaba agitando la mano delante de mi cara. No sé si llevaba mucho haciéndolo ni cuánto tiempo hacía que me había quedado con los ojos clavados en mi plato.
Debió de ser un buen rato porque mi hermana parecía estar muy preocupada.
—¿Qué te pasa, Peter? —me preguntó con voz temblorosa.