Capítulo 1
El verano antes de cumplir los trece años contuve la respiración tanto tiempo que estuve a punto de morir.
Siempre había sido un chico silencioso. Hacía mucho que practicaba contener el aliento y hasta mis propios pensamientos. Era lo único que sabía hacer mejor que nadie, pero supongo que ese extraño comportamiento me hacía parecer un bicho raro. Me hartaba de oír a mi familia decir: «¿Qué te pasa, Peter?»
Me pasaban muchas cosas. Pero en aquel momento la más grave era la serpiente de cascabel enroscada en mis pies.
Acababa de escaparme por primera vez de casa. Aunque posiblemente sería la última, pensé con los ojos clavados en el suelo, parpadeando lentamente, como si al cerrar los ojos pudiera hacer que la serpiente se esfumara.
Me quedé lo más quieto posible al borde del acantilado de piedra caliza, con la punta de mis zapatillas de tenis asomándose al vacío, el corazón martilleándome en la garganta, el cuello tenso y los ojos clavados en mis zapatos. La reluciente serpiente de cascabel, de escamas marrones, negras y plateadas, enroscada en mis pies, empezó a serpentear por la punta de los cordones de mis zapatos.
Su cabeza era inequívocamente triangular y ocho cascabeles adornaban su cola marrón claro. Me dio tiempo a contarlos, porque hacía al menos quince minutos que estaba plantado al borde del acantilado intentando no mover un solo músculo.
Me notaba la boca pastosa. Tragué saliva y la serpiente, que había estado reposando en mi zapatilla deportiva izquierda, agitó la cabeza cerca de mi tobillo al descubierto, olisqueando el aire con su lengua negra.
Contuve la respiración.
Por un segundo se me pasó por la cabeza librarme de ella de un puntapié y salir corriendo para darle esquinazo, pero comprendí que estaba enroscada en mis tobillos. Si intentaba sacármela de encima, me mordería. De momento al parecer solo me estaba… olfateando. Recuerdo haber leído cuando era pequeño esta característica de las serpientes. Olían las cosas con la lengua.
Esperé que le gustara mi olor, porque también recordaba que las serpientes de cascabel cuando atacan a sus presas se pueden lanzar a una distancia que dobla el largo de su cuerpo, y a esta si se le antojaba podía llegar a morderme cerca del gaznate.
Botas. Tenía que haberme puesto las botas. O al menos unos tejanos, en lugar de los ridículos pantalones cortos de la clase de gimnasia del sexto curso.
Empecé a ver chiribitas negras. Si no dejaba de contener la respiración me iba a desmayar. Aspiré el aire con lentitud, procurando con todas mis fuerzas hacerlo imperceptiblemente para no llamar su atención más de lo que ya lo había hecho.
La serpiente, en lugar de atacarme o moverse, siguió olisqueando el aire con su lengua bífida. Y de pronto, reptando parsimoniosamente, se quedó descansando sobre mis pies.
Como si planeara echar una cabezadita.
Respiré con lentitud y naturalidad, o al menos eso intenté hacer, sin saber cuánto le duraría la siesta. Plantado al borde del abismo con la serpiente enroscada en mis tobillos, me pregunté cuándo acabaría yo cayendo al vacío o mordiéndome ella con sus afilados colmillos.
A lo mejor alguien vendría a buscarme. No había intentado esconderme ni desaparecer del mapa. Me acabarían encontrando. Si alguien subía a la colina y tomaba el mismo camino que yo, al cabo de unos veinte minutos se toparía conmigo.
En este rincón del monte no vivía ni un alma.
Estuve a punto de echarme a reír. No darían conmigo. Estaba atrapado, no podía hacer otra cosa que esperar, muerto de miedo.
Mientras intentaba con toda mi alma no balancearme para mantener el equilibrio, sentí que los hombros se me empezaban a relajar. ¿Qué más podía hacer?
No me quedaba más remedio que permanecer quieto, de lo contrario no lo contaría.