3
Tumbada en su gran cama revestida de latón, Antoinette dejó que su mirada fatigada vagara por el dormitorio. Aquella habitación era su refugio: el único lugar de la casa donde se sentía a salvo de su suegra. Era grande y luminosa, con el techo alto bordeado por una cornisa labrada con flores de lis. En las paredes forradas con papel de rayas amarillas claras podían verse retratos de sus hijos de pequeños junto a cuadros de perros y paisajes del siglo XVIII. Las cortinas de color amarillo pálido colgaban de gruesas barras de madera y las ventanas de tracería daban al prado y al vetusto bosque de más allá. Un armario ropero dominaba una de las paredes; una cómoda, otra, y un delicado tocador se erguía enfrente de la ventana. Ante su espejo estilo Reina Ana se sentaba a menudo Antoinette para cepillarse el pelo y aplicarse el maquillaje. Cuando se había mudado a la casa, hacía algo más de veinte años, quedaba poco espacio para introducir cambios en la decoración, pues los Frampton eran por tradición ávidos coleccionistas de arte y antigüedades de todo el mundo, y a George le gustaba tal y como estaba. Antoinette, sin embargo, había decorado su alcoba exactamente como quería.
En las grandes casas solariegas es costumbre que marido y mujer ocupen habitaciones separadas, de ahí que el vestidor de su esposo estuviera situado al otro lado del cuarto de baño contiguo al dormitorio de Antoinette. George pocas veces había dormido en su propia habitación (únicamente cuando había bebido demasiado o cuando llegaba muy tarde a casa), pero toda su ropa se guardaba allí, junto con diversas baratijas sentimentales y el acostumbrado cenicero lleno de monedas sueltas. Como no le gustaba tirar nada, los cajones estaban atiborrados de entradas de cine viejas y pases de esquí, y de cartas y postales que se remontaban a antes de su boda. La repisa de la chimenea estaba adornada con trofeos de carreras del club de esquí y de torneos de tenis, así como de fotografías de sus tiempos de estudiante. El marco más grande contenía una fotografía en blanco y negro de Antoinette, de cuando era una joven debutante allá a principios de la década de los setenta, con su cabello oscuro levantado en un alto y abultado moño y sus largas y negras pestañas postizas. Ella rara vez entraba en esa habitación, pues no podía soportar el desorden. Ahora, en cambio, no se atrevía a entrar por estar demasiado asustada. La aparición de la hija ilegítima de George había abierto la posibilidad de que su marido le ocultara otros secretos. Antoinette no había desconfiado nunca de él en vida, y sin embargo, ya muerto, una sombra se proyectaba de pronto sobre su integridad.
Reflexionó sobre la aparición inesperada de Phaedra. No le extrañaba que George hubiera tenido novias antes de casarse (había sido un chico muy guapo, ingenioso y encantador), pero sí que nunca le hubiera hablado de la madre de Phaedra. Creía conocer todos los nombres relacionados con el pasado de su marido; al menos, todos los importantes. Y, si Phaedra tenía treinta y un años, sólo era un año mayor que su hijo. George y ella se habían casado el año anterior al nacimiento de David, y su noviazgo había durado ocho meses. ¿Cabía la posibilidad de que le hubiera sido infiel durante ese periodo? Deseó que George estuviera vivo para contestar a sus preguntas y defender su honor. Deseó que estuviera allí para tranquilizarla y asegurarle que la había querido a ella y sólo a ella.
Pero la madre de Phaedra asaltaba continuamente sus pensamientos. Evocaba mentalmente la imagen de una mujer parecida a su hija (delgada y femenina, con bonitos ojos grises y un cutis impecable) y envidiaba su belleza. Antoinette no era bella. Su padre la llamaba «bonita», que era lo más parecido a un cumplido que le había hecho nunca. Su madre le decía que tenía una «cara dulce» que reflejaba su «carácter suave». Sabía que sus ojos eran de un azul marino poco frecuente y que su cabello oscuro era espeso y lustroso, pero sus facciones no tenían nada de destacable. Sólo había sido hermosa a ojos de George, que en realidad era lo único que importaba. Pero tal vez no había sido lo bastante guapa. ¿Se había fijado él en la madre de Phaedra durante su noviazgo y se había acostado con ella una noche fatídica? ¿Podía haberla traicionado así su amado George?
Debía de haberse quedado traspuesta porque, cuando se despertó, Rosamunde estaba sentada en la butaca, cerca de la cama, bordando.
—Me alegro de que hayas descansado. Tienes mucho mejor aspecto —le dijo su hermana cuando abrió los ojos.
Antoinette suspiró.
—Es duro despertar. Siempre pienso por un momento que ha sido todo un sueño espantoso. Luego me doy cuenta de que no. Ha muerto, ¿verdad?
—Sí, Antoinette. Está en un lugar mejor.
—Si tú lo crees… Yo no estoy segura de creerlo.
—Es un consuelo.
—Me gustaría que fuera cierto. Espero que haya de verdad un paraíso y que esté allí. Dios mío, y pensar que quizás esté con nuestros padres… No estoy segura de que a papá le agradara del todo George.
—Sólo porque sospechaba de los hombres que preferían escalar montañas a conformarse con un trabajo como es debido.
—George no podía ser banquero, ni contable. Era un aventurero. Adoraba que la naturaleza fuera tan salvaje e impredecible, y el desafío que suponían todos esos picos aterradores. Bien sabe Dios que yo odiaba que se fuera constantemente, y que me preocupaba por su seguridad cuando pasaba varias semanas seguidas sin poder llamar a casa, pero me habría horrorizado que estuviera encadenado a una mesa. Habría sido muy infeliz trabajando en una oficina como Joshua. Pero de todos modos no era sólo un montañero, también era empresario. ¿Te acuerdas de que importaba puros de La Habana? ¡Y todas esas alfombras del Nepal! Le gustaba apoyar a las poblaciones de las zonas que visitaba. Tenía un espíritu tan libre…
—Papá lo sabía, pero no era tan excéntrico como George. Estoy segura de que esas cosas no importan allí donde están… ¿Qué vas a hacer respecto a Phaedra? —preguntó Rosamunde, dejando de bordar un instante—. Roberta está empeñada en que impugnes el testamento.
Antoinette se incorporó.
—Seguro que sí, aunque todavía no sepa qué contiene.
—¿Qué opinas tú al respecto?
—¿Con qué fundamento iba a impugnarlo? Si George quería dejarle algo a su hija, yo lo apoyo. Estoy segura de que pensaba presentarnos, y de que en algún momento me habría dicho lo del testamento. No creo que pensara mantenerlo así, en secreto. No esperaba morir, ¿verdad?
Rosamunde vio una duda en los ojos de su hermana y se apresuró a disiparla:
—Claro que te lo habría dicho —dijo con firmeza—. Roberta es una avariciosa.
—Voy a hacer lo que creo que habría querido George y a pedirle a Phaedra que venga a pasar el fin de semana. Si es una Frampton, debemos darle la bienvenida a la familia. Sé que Margaret va a horrorizarse, y reconozco que eso me produce cierta satisfacción, pero la verdad es que quiero conocerla mejor. Tengo tantas preguntas que hacerle… Creo que tenemos que hablar.
—Eres muy generosa, Antoinette.
—Bueno, no es como si George hubiera tenido una aventura con su madre cuando ya estábamos casados, ¿no? Quiero decir que he estado pensando en las fechas. Fue antes de nuestro noviazgo. Justo antes, pero estoy segura de que no durante. George no me habría sido infiel, estoy segura. No era de ésos, y no me habría hecho algo así. Estoy convencida de ello. No habría querido hacerme daño.
—Claro que no.
Rosamunde hizo una pausa en su bordado.
—Me da pena la pobre chica. Tuvo que ser una aventura muy corta…
Antoinette arrugó el ceño, como si el esfuerzo de convencerse a sí misma de la fidelidad de su marido de pronto le pesara demasiado.
—Tuvo que ser muy corta y sospecho que acabó antes de que ella descubriera que estaba embarazada y que por eso no se lo dijo. Seguramente no sabía cómo localizarlo y en el fondo debía de saber que no la quería en absoluto.
—Pero sí sabía cómo localizarlo, Rosamunde, si no Phaedra no habría podido dar con él. —Palideció—. ¿Crees que siguieron en contacto? ¿Que la madre de Phaedra y George siguieron teniendo relación todos estos años? ¿Y si él sabía desde el principio que tenía una hija y lo mantuvo en secreto y hubiera decidido hace poco contárnoslo?
—Antoinette, te estás dejando llevar por tu imaginación —repuso su hermana en tono tranquilizador—. Mira, George cambió su testamento justo antes de morir. Si hubiera sabido desde el principio que tenía una hija, la habría incluido en el testamento hace años. No, creo que Phaedra dice la verdad y que vino a Londres a buscarlo.
Antoinette se sintió reconfortada de inmediato.
—Pobre George. Tuvo que ser un trauma descubrir que tenía una hija sin saberlo. Estoy segura de que lo mantuvo en secreto porque no quería hacerme daño. El amor por su familia era una prioridad para él. Sé que sus intenciones eran buenas y honorables.
—De eso no hay absolutamente ninguna duda —convino Rosamunde—. Nadie duda de su integridad, Antoinette.
—¿Qué piensan los chicos? —Se le arrugó la cara, llena de ansiedad—. ¿Dudan de su padre? No soportaría que pensaran mal de él…
—David y Tom quieren respetar sus deseos, igual que tú. Josh…
—Bien, él apoyará a su esposa, naturalmente. ¡No hay duda de quién lleva los pantalones en ese matrimonio!
—Espero que David encuentre a una buena mujer con la que sentar la cabeza —comentó Rosamunde, cambiando de tema—. Sería bonito ver a la próxima generación de la familia creciendo aquí, ahora que David es lord Frampton.
—Un título que conlleva mucho dolor.
—No veo a David ocupando su escaño en la Cámara de los Lores, ¿tú sí?
Antoinette se levantó de la cama.
—David sólo quiere una vida sencilla. Qué distintos son mis hijos entre sí. David tan tranquilo, Josh tan ambicioso…
—No lo era antes de casarse con Roberta.
—Sea como sea, son muy sociables. Están siempre por ahí, yendo a fiestas. Me atrevería a decir que ven muy poco a la pequeña Amber. Y luego está Tom. —Su semblante se suavizó y sonrió con ternura—. Tom, tan rebelde y tan perdido.
—Y ahora tienes una hijastra —añadió Rosamunde, para la que aquel giro inesperado de los acontecimientos estaba resultando un placer.
Antoinette recogió sus pantalones y suspiró.
—Lo irónico del caso es que tanto George como yo siempre deseamos tener una hija.
Esa noche, Joshua y Roberta partieron hacia Londres. Ella plantó un frío y fugaz beso en la mejilla de su suegra antes de sentarse en el asiento delantero del reluciente BMW negro todoterreno y abrocharse el cinturón con enfado. Joshua parecía realmente agotado.
—Te avisaré cuando vayamos a reunirnos —dijo Antoinette, besando a su hijo con ternura.
—Sí, mamá, de acuerdo —contestó él, y deseó que todo aquel asunto de Phaedra y el testamento se desvaneciera.
Sabía que su mujer no iba a darle respiro en el trayecto hasta Londres.
—Voy a pedirle a Phaedra que venga a pasar un fin de semana. Me gustaría mucho que vinierais también Roberta y tú.
Su hijo se encogió de hombros con impotencia.
—Haré lo que pueda, mamá.
—Lo sé. Conduce con cuidado.
Lo vio sentarse tras el volante y poner en marcha el motor, que comenzó a rugir al instante.
Joshua la saludó con la mano solemnemente y se alejó en medio del anochecer.
—Qué mujer tan ridícula —dijo David cuando se hubieron ido.
—Y qué hombre tan ridículamente pusilánime —añadió Tom con malicia.
—Estoy de acuerdo con Tom —añadió Rosamunde—. La culpa es de Josh por permitir que se comporte como una malcriada y se salga con la suya.
—Debería darle de latigazos para que obedezca —repuso Tom jovialmente.
—Yo no llegaría a tanto —contestó su tía con una risilla—. Pero me parece muy mezquina de espíritu. Si Antoinette es lo bastante generosa como para aceptar a Phaedra, Roberta debería aprender y guardarse sus opiniones. No debería olvidar que sólo es una pariente política.
—Nunca se ha considerado sólo eso, Rosamunde —le recordó Tom.
Se sentaron a cenar en la cocina, después de lo cual David regresaría a su casa al otro lado del lago y Tom se quedaría a pasar la noche con su madre y se marcharía a Londres al día siguiente. Rosamunde, que era soltera y tenía pocas cosas de las que ocuparse en casa, aparte de sus cuatro beagles, se había instalado a vivir con su hermana indefinidamente. El pueblo donde vivía, en Dorset, tenía poco que ofrecer, como no fueran los grupos de lectura de la Biblia, las veladas de bridge y el Instituto de Mujeres, donde se reunían las señoras para coser, cocinar y relacionarse entre sí. De todo lo cual había que huir como del sarampión, pensó resueltamente. Allí, en casa de su hermana, se sentía útil y necesaria, dos cosas que hacía mucho tiempo que no sentía.
—Confieso que me daba miedo la lectura del testamento —dijo Antoinette sacando del horno el pastel de carne que les había dejado la señora Gunice—. He ido posponiéndolo, pero, ya que ha pasado el entierro, no me queda más remedio que afrontarlo.
—Es como si así fuera más definitivo, ¿verdad? —sugirió Rosamunde comprensivamente—. Pero no tienes nada que temer. Sólo es dinero.
—Pensaba que, si lo evitaba, podía impedir de algún modo que sucediera. Podía fingir que George seguía aquí.
Puso los platos sobre la cocina y se apartó para que pudieran servirse.
—¿Vas a pedirle a Phaedra que se quede unos días con nosotros cuando leamos el testamento? —preguntó David, hundiendo la cuchara en la humeante costra de patata.
Hasta el hecho de mencionar el nombre de Phaedra le causaba un íntimo estremecimiento.
Antoinette miró a su hermana.
—Supongo que tengo que pedírselo, ¿no?
—No tienes por qué —contestó Rosamunde sentándose a la mesa—. Pero creo que deberías. Si es hija de George, es lo correcto. Sospecho que el señor Beecher insistirá en ello.
—Ah, el untuoso señor Beecher, guardián de todos los secretos de papá —comentó Tom.
—Si no me equivoco, sólo hay un secreto —dijo Antoinette dedicándole una sonrisa.
Tom siempre había sido proclive a la exageración.
—No sé por qué papá lo eligió para ocuparse de sus asuntos —prosiguió su hijo—. Hace que se me ponga la piel de gallina. Es por esos ojillos avariciosos que tiene.
—Sí, pero idolatraba a papá —repuso David—. Habría hecho cualquier cosa por él. Y si pasas mucho tiempo viajando, quieres estar seguro de que el hombre que se ocupa de tus asuntos en casa es tan fiel como un perro. Beecher es ese perro.
—Es un buen abogado —dijo Antoinette, defendiéndolo—. Vuestro padre confiaba en él totalmente y Beecher nunca le decepcionó. Y no olvidéis que no era fácil trabajar para vuestro padre. Era tan impulsivo… Tan pronto eran los puros como las alfombras, las infusiones de Argentina o Dios sabe qué más. Vuestro padre se encaprichaba de algo y se lo lanzaba sin más a Julius sabiendo que haría todo el trabajo duro mientras él se iba a escalar otro pico. La mayoría de los abogados habrían puesto el grito en el cielo, pero Julius no. Él daba la talla. Era más que un abogado, era la mano derecha de George.
—Y sospecho que admiraba su espíritu aventurero —añadió Rosamunde.
—Desde luego —convino Antoinette—. Lo tenía en muy alta estima.
Se pusieron a comer, conscientes todos ellos de que la silla de la cabecera de la mesa estaba vacía.
—Mamá, quiero ir a Murenburg a pasar unos días —anunció David con cautela.
El semblante de Antoinette se ensombreció al enfrentarse de nuevo a la cruda realidad de la muerte de su marido.
—Quiero ir al lugar donde ocurrió. Creo que no me quedaré tranquilo hasta que lo haga.
—Iré contigo —propuso Tom.
Antoinette bajó los ojos.
—Me parece que yo nunca podré volver —dijo con voz queda.
—Claro que no —repuso Rosamunde—. De todos modos nunca te ha gustado especialmente. Y George ya está en casa. No hay ningún motivo por el que tengas que volver.
—Nunca he querido estar en posición de decir «te lo dije» —añadió Antoinette.
Tom advirtió el brillo de los ojos de su madre y estiró el brazo sobre la mesa para tocar su mano.
—Mamá, no tienes que hacer nada que no quieras hacer.
El esquí era una de las pasiones de George que Antoinette nunca había entendido. Una cosa era esquiar suavemente por pistas preparadas para ello y otra bien distinta descender por laderas que ni siquiera las cabras montesas se atrevían a pisar. Ella no se había criado practicando el esquí como él, y le costaba aceptar aquella afición y los riesgos que entrañaba. George, sin embargo, se reía de sus miedos y le decía que era mucho más probable que se matara en un coche en la M3 que en la montaña.
Poco después de su boda había comprado un chalé en Murenburg, un pintoresco pueblecito a un par de horas de Zúrich al que había ido a esquiar desde pequeño. Había transmitido su entusiasmo a sus hijos, que a los diez años ya eran esquiadores consumados. Para Antoinette, aparte de disfrutar de la tarea de decorar una casa bonita, las vacaciones de esquí estaban siempre cargadas de ansiedad mientras esperaba en el valle mirando las montañas e intentando no ponerse en lo peor.
Al final del día volvían con las mejillas sonrojadas y los ojos centelleantes, la ropa mojada y la nariz fría, y ella lo colgaba todo encima de los radiadores para que se secara y les hacía chocolate caliente para que se lo tomaran delante del fuego. Escuchaba sus anécdotas sin llegar a entender del todo su lenguaje. Tenía tan pocas experiencias alpinas a las que remitirse que le resultaba imposible apreciar las vistas sobrecogedoras desde los picos de las montañas, donde se erguían solos en medio de la naturaleza, el aire delgado y límpido que hacía arder sus pulmones y la nieve cegadora que titilaba como un millón de diamantes. Ellos intentaban explicarle la emoción de bajar a saltos por estrechos barrancos, tan cerrados que uno casi no podía girar, y de deslizarse por prados ondulantes de nieve virgen, pero Antoinette sólo había esquiado alguna que otra vez en pistas, y hasta eso la había aterrorizado.
—Estaría más tranquila si fuerais juntos —les dijo a sus hijos—. Quizá Josh quiera acompañaros.
—Roberta no querrá soltar la correa —replicó Tom con desdén—. ¡Y con ella no vamos a ir, eso por descontado!
—De todos modos lo mejor es preguntárselo a él —insistió su madre.
—No me importa lo más mínimo decirle que no toleraremos que venga su esposa —repuso David—. Ya va siendo hora de que le plante cara.
—De todas formas no creo que Roberta quiera ir —comentó Rosamunde—. ¿No prefiere esquiar en Gstaad?
—Eso es porque no sabe esquiar —contestó Tom—. ¡Los esquiadores expertos no van a Gstaad!
—Y además Murenburg no tiene suficiente glamour para ella —añadió David—. No hay tiendas de lujo, ni famosos.
—Es comprensible que quiera tener su propio espacio. Murenburg es territorio de los Frampton. Eso no se lo reprocho —dijo Antoinette, esforzándose por mantener a la familia unida.
—Pero Josh es un esquiador excelente, debe de aburrirse como una ostra en Gstaad —reflexionó Tom. Luego se echó a reír maliciosamente—. Claro que también debe de aburrirse como una ostra estando casado con Roberta.
David le rió la gracia mientras Antoinette y Rosamunde procuraban mantener una cara seria.
—¡Debería daros vergüenza, chicos, esto ya es demasiado! —exclamó la tía mientras una sonrisilla tiraba de las comisuras de sus labios. Miró a su hermana a los ojos—. Pero, la verdad, Antoinette, necesitamos algo de que reírnos.
Su hermana esbozó una sonrisa. Miró la cabecera de la mesa y descubrió que era posible reír y llorar al mismo tiempo.
Después de la cena, David cruzó el jardín a pie camino de su casa, situada al otro lado del gran lago ornamental que había hecho su padre para poner a flote su colección de barcos en miniatura. Era un bonito pabellón de ladrillo rojo construido en el mismo estilo jacobita que la casa principal. Las paredes interiores estaban forradas de estanterías, a pesar de lo cual muchos libros yacían apilados en el suelo por falta de espacio y había revistas dispersas por todas partes. A David le encantaba leer, sobre todo historia, y pasaba numerosas veladas delante de la chimenea con su perro, devorando libros que pedía en Amazon.
Abrió la puerta y Rufus, su labrador blanco, salió brincando de la cocina para darle la bienvenida. Trevor, el encargado de la granja, se lo había llevado ese día y lo había devuelto a casa a las seis, después de un largo paseo. Rufus adoraba a Trevor, que tenía dos chuchos y un jardín lleno de pollos, pero por encima de todo amaba a David, y al verlo se puso tan contento que se levantó apoyándose en las patas traseras.
David lo sacó para que corriera un poco y dieron un enérgico paseo alrededor del lago. Brillaba la luna iluminando el agua, que centelleaba como hematites. El aire húmedo olía dulcemente a regeneración. Oyó el ulular quejumbroso de un cárabo llamando a su pareja, seguido por la leve tos de un faisán que, despertado por Rufus, levantó el vuelo alarmado. A David le encantaba el misterio de la noche. Miró a su alrededor los espesos matorrales y zarzas y se preguntó cuántos ojos estarían observándolo quedamente a través de la oscuridad. Disfrutaba paseando por su mundo secreto y olvidándose de sí mismo.
Mientras caminaba pensó de nuevo en Phaedra y en su expresión de vergüenza cuando Julius había sacado a relucir el asunto del testamento. Sabía, obviamente, que podía parecer una cazafortunas y quería dejar claro que no lo era. Julius, en cambio, no tenía tales escrúpulos. Como ejecutor del testamento, su única preocupación era asegurarse de que se cumpliera la voluntad de George. David se preguntó si Phaedra se presentaría en la reunión, o si aceptaría la invitación de su madre a pasar el fin de semana con ellos. Se había escabullido de la biblioteca como un conejo asustado. David sabía que era muy probable que no volviera a verla.
Regresó a casa y se preparó una taza de té. Contento con su rutina, Rufus se enroscó en sus mantas en el rincón del dormitorio, cerró los ojos y se quedó dormido al instante. David se duchó y luego se metió en la cama a leer un libro. Pero se le iban los ojos y más de una vez perdió el hilo de lo que estaba leyendo. No servía de nada. Era incapaz de concentrarse. Dejó el libro sobre la mesilla de noche y apagó la luz. Una oleada de angustia se apoderó de él. El mundo parecía mucho más grande ahora que su padre ya no estaba en él.
El lunes por la mañana Antoinette telefoneó a Julius para acordar la lectura del testamento. Le pidió que invitara a Phaedra, lo cual pareció poner de muy buen humor al abogado.
—Está usted haciendo lo correcto, lady Frampton —dijo jovialmente—. Lord Frampton estaría muy satisfecho.
Cuando colgó, Antoinette experimentó una felicidad inesperada que llenó su pecho con la cálida sensación de haber hecho algo bueno. Miró por la ventana del despacho; Barry, el jardinero, segaba la hierba invernal dejando franjas de un verde brillante con su pequeño tractor. Había algo de tranquilizador en el ruido retumbante del motor, y comprendió que, pese a que hubiera tenido lugar un cambio tan monumental, la vida en Fairfield seguiría siendo como había sido siempre.
Permaneció un momento junto a la ventana. Reparó en el color fosforescente de la hierba nueva y en la promesa de los tulipanes rojos que asomaban entre la hierba en la senda de los limeros. Un par de herrerillos azules jugueteaban alrededor de los arbustos. La primavera había retomado de nuevo el ritmo y el sol lucía con un fulgor nuevo y radiante. Antoinette respiró hondo y se dio cuenta de que había olvidado lo tranquilizador que era observar la prodigiosa obra de la naturaleza.
Barry la saludó con la mano al pasar con el tractor. Ella le devolvió el saludo y sonrió melancólicamente. Hacía mucho tiempo que no se interesaba por los jardines. Barry entraba con frecuencia a consultarle esto o aquello, pero su respuesta era siempre la misma: «Lo que a ti te parezca mejor, Barry». Sabía que su contestación le decepcionaba porque se le notaba en la cara, pero no le quedaban energías para dedicarse a los jardines. George había sido siempre muy absorbente, exigía que estuviera en Londres cuando él no estaba viajando, para ir con los amigos al ballet o a la ópera, o simplemente para cenar, y los fines de semana la casa estaba siempre llena de gente. Se asomó al mundo con ojos nuevos y no pudo evitar sentir que, en el creciente torbellino en que se había convertido su vida, había pasado por alto algo de vital importancia.
Se apartó de la ventana y volvió a pensar en Phaedra. Le sorprendía su deseo de verla otra vez. Aquella chica era una parte escondida de George. Algo más que había dejado tras de sí, aparte de la familia que ya conocía. En cierto modo, por extraño que fuera, sentía que Phaedra era un regalo reservado para aliviar el trauma de la muerte repentina de su marido, y estaba deseando pasar tiempo con ella, como si en cierto modo eso le permitiera aferrarse un poco más a George.
—Antoinette, el doctor Heyworth está en el vestíbulo —siseó Rosamunde asomándose a la puerta—. ¿Sabías que iba a venir?
Se llevó la mano a la boca.
—¡Ay, Dios, se me había olvidado! —exclamó sonrojándose—. Le pedí que viniera a verme ayer, en el funeral.
—¿Por qué? ¿Te encuentras mal?
—No, sólo quería hablar con alguien.
—Puedes hablar conmigo —repuso su hermana, molesta.
—Tú eres mi hermana. Quería hablar con alguien de fuera de la familia.
Rosamunde frunció los labios.
—Muy bien —dijo en tono crispado—. En el salón hay encendido un buen fuego. Voy a decirle a Harris que os lleve el té.
—Que sean tres tazas.
Complacida por que la incluyeran, Rosamunde sonrió agradecida.
—No tengas prisa, Antoinette. Déjamelo todo a mí. Yo entretendré al doctor Heyworth. —Sonrió y bajó la voz—. Es muy atractivo.
—¡Rosamunde, por favor!
—Puede que sea mayor, pero todavía tengo ojos en la cara.
—Lleva treinta años siendo nuestro médico de cabecera. Yo jamás lo vería de ese modo.
—Entonces no me niegues a mí ese placer.
—Es todo tuyo. Pero tiene más de sesenta años y no se ha casado. No creo que sea una apuesta muy segura.
—Yo estoy soltera y tengo cincuenta y nueve. Tampoco soy una apuesta segura. Voy a acompañarlo al salón.
Rosamunde cerró la puerta.
Antoinette sonrió al imaginarse a su hermana coqueteando con el doctor Heyworth. Rosamunde era una candidata improbable para conquistar el corazón del atractivo doctor. Era una mujer recia y poco femenina, convencida de que la crema facial y el tinte de pelo eran lujos superfluos, de ahí que su piel estuviera labrada por profundas arrugas y estropeada por hilillos de capilares rotos incrustados en sus mejillas como minúsculas carreteras en un mapa, y que se recogiera el pelo canoso en un severo moño. De joven había consagrado su tiempo a los caballos y había salido a cabalgar hiciera el tiempo que hiciera, pero un problema de cadera le había impedido seguir practicando su deporte predilecto y ahora se limitaba a verlo en televisión y como espectadora en las carreras. A diferencia de Antoinette, que amaba la ropa bonita, Rosamunde se sentía más a gusto vistiendo pantalones holgados, zapatos cómodos y blusas de algodón, arrodillada en el reborde de hierba de algún parterre o caminando por el campo con botas de goma acompañada por sus cuatro infatigables perrillos. Antoinette nunca le había preguntado si se arrepentía de no haberse casado y tenido hijos. Siempre había dado por sentado que no había sentido el deseo de hacer ninguna de las dos cosas. De hecho, no recordaba la última vez que la había oído hacer un comentario sobre el atractivo físico de un hombre. Era muy impropio de ella.
Cuando entró en el salón, encontró al doctor Heyworth sentado en el sillón, junto al fuego, y a Rosamunde acomodada tranquilamente en el sofá de enfrente, bebiendo sendas tazas de Earl Grey. Bertie dormitaba a los pies de su hermana, mientras Wooster permanecía sentado con la espalda muy tiesa, mirando fijamente al doctor Heyworth, que acariciaba con cautela su cabezota. Al ver a Antoinette, el médico se puso en pie para saludarla.
—Hola, doctor Heyworth. Por favor, no se levante —insistió ella—. Wooster, deja en paz al pobre doctor.
Wooster no se inmutó y el doctor Heyworth volvió a sentarse y siguió acariciándolo indeciso.
—Creo que le gusta usted —comentó Rosamunde.
—Ah, sí, Wooster y yo somos viejos amigos —contestó él.
Antoinette se sentó en el asiento del guardafuegos, cerca de su hermana. En la chimenea chisporroteaba briosamente un fuego cuyas llamas lamían los troncos con lengua ávida.
—Qué maravilla —comentó Antoinette, sintiendo el calor en su espalda—. Es difícil mantener caliente una casa tan grande como ésta. A veces hasta encendemos las chimeneas en verano.
—A mí no me parece que haga frío —repuso el doctor Heyworth.
—A mí tampoco —añadió Rosamunde—. De hecho, diría que tengo bastante calor.
—Entonces será que tengo la piel muy fina —declaró Antoinette, ciñéndose la chaqueta alrededor del cuerpo.
El doctor Heyworth le sonrió compasivamente, y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Es perfectamente natural que tenga frío, lady Frampton. No hay que preocuparse por eso.
Antoinette no se había fijado nunca en lo guapo que era el doctor Heyworth. Si se hubiera fijado, habría sido una paciente reacia, incapaz de hablar con él de asuntos médicos íntimos sin avergonzarse. Pero ahora que su hermana había nombrado lo innombrable, se dio cuenta de que, a pesar de sus gafas, era, en efecto, un hombre muy guapo. Tenía la cara alargada y una expresión amable, ojos verdes e inteligentes y una nariz fuerte que le confería cierto aire de autoridad. Su cabello, que antaño había sido oscuro, era ahora gris y ralo, pero la hermosa forma de su cabeza y el color cálido de su tez hacían que la calvicie no mermara su atractivo. Aunque se trataba de una visita informal (estaba ahora semijubilado y sólo visitaba a algún que otro paciente privado de vez en cuando), tenía un aire digno y formal con su corbata y su americana de tweed.
—Gracias por venir al entierro —dijo Antoinette mientras se retorcía las manos para calentárselas.
—Fue un funeral precioso —repuso él—. Lord Frampton era un hombre muy querido y respetado. Todos vamos a echarlo de menos.
Antoinette sintió en la garganta aquella opresión que ya conocía y el temblor incontrolable de su labio inferior. Notaba otra vez el corazón lleno de pena y se alegró de que Margaret no estuviera allí para verla llorar delante del médico.
—La verdad es que no recuerdo gran cosa del funeral. Estaba…
Al ver que su hermana se interrumpía, Rosamunde intervino para ahorrarle cualquier posible azoramiento:
—Las flores eran muy bonitas —comentó—. Ya sabe que las eligió Antoinette en persona. El olor llenaba toda la iglesia.
—En efecto, así es —convino el doctor Heyworth. Luego fijó sus ojos amables en Antoinette—. ¿Consiguió dormir algo anoche? —preguntó suavemente, y su tono preocupado hizo brotar un sollozo que ella sofocó con su pañuelo.
—Un poco —murmuró.
—¿Quiere que le recete unas pastillas para dormir?
—Sería estupendo, gracias.
—¿Pastillas para dormir? —preguntó Rosamunde mientras el médico se ponía el maletín sobre las rodillas para escribir la receta con su letra pequeña e ilegible—. ¿De verdad necesitas pastillas para dormir, Antoinette? —Se volvió hacia el doctor Heyworth—. ¿No tienen efectos secundarios?
—Son muy suaves —explicó él con paciencia—. Y sólo será una temporada. Verá —continuó, volviéndose hacia su paciente y hablando despacio y en tono tranquilizador—, si está usted cansada, no podrá recuperarse anímicamente porque tendrá que invertir todas sus energías en pasar el día y no en afrontar el meollo del problema. Así que necesita descansar, comer bien, dar largos paseos al aire libre, rodearse de sus seres queridos y dar a su maltrecho corazón la oportunidad de recuperarse. Si las pastillas para dormir la ayudan a descansar, no veo ningún perjuicio en que las tome durante un corto periodo de tiempo.
Antoinette escuchó atentamente, enjugándose los ojos en un intento por detener el flujo de lágrimas. Era muy inusual que un médico le hablara de su bienestar emocional de manera tan comprensiva. Por un instante sintió que era un amigo sabio y cercano y no un médico.
—No pasa nada por llorar, lady Frampton —dijo—. Las lágrimas son un modo natural de sanar.
—Sí, Antoinette —añadió Rosamunde—. Tienes que llorar y sacarlo todo, es lo que te habría dicho nuestra madre. Hará que te sientas mucho mejor.
El doctor Heyworth dio la receta a Antoinette.
—Puede ser que su corazón nunca cure del todo, pero sí que un remiendo tape metafóricamente la herida, alivie el dolor y le permita levantarse, sacudirse el polvo y seguir adelante. Ha sufrido un trauma terrible y tiene que darse tiempo y espacio para llorar su pena. Y no debe sentirse culpable, ni pensar que es una carga para su familia y amigos, porque si no deja salir su dolor, se quedará enterrado en el fondo y nunca se diluirá del todo. Sólo conseguirá que reaparezca en un momento posterior de su vida y que se manifieste en forma de dolor físico. —Sus ojos se ensombrecieron un instante, pero pareció apartar de sí aquella súbita oleada de tristeza y añadió con una sonrisa comprensiva—: Debe hablar de ello todo lo que pueda, lady Frampton. Algún día descubrirá que ya no le duele tanto, ni mucho menos, como ahora.
—Para mí, Antoinette no es ninguna carga, desde luego, doctor Heyworth —dijo Rosamunde con firmeza.
—Bien. ¿Vive usted cerca?
—En Dorset, a una hora de aquí más o menos. Pero voy a quedarme todo el tiempo que me necesite.
El médico asintió con la cabeza.
—Me alegra mucho saberlo.
Wooster se había deslizado hasta el suelo y descansaba con la cabeza apoyada en los pies del doctor Heyworth, sumido en un dulce sopor. El hombre se inclinó para acariciar una de sus orejas, que tembló de placer.
—¿Cómo están los chicos? —le preguntó a Antoinette.
Ella respiró hondo, más calmada.
—David lo está afrontando a su manera, con calma. Tom aparenta que no le ha afectado demasiado, pero yo sé que está terriblemente triste. Como comprenderá usted, no se le da muy bien afrontar los problemas, así que esconde la cabeza debajo de la alfombra y finge que va todo bien. Prefiero eso a lo contrario.
—¿Está evitando el alcohol?
Antoinette pellizcó la cutícula deshilachada de su pulgar.
—Bebió en el funeral, como era de esperar. Pero en general está teniendo mucho cuidado. Es un momento muy duro para él, pero está siendo muy fuerte.
—¿Y Joshua?
—Joshua encaja tan mal las emociones que prefiere pasar página lo antes posible y seguir adelante con su vida.
—Ha sido muy duro para todos ustedes. Cuando una persona muere tan inesperadamente, no hay tiempo para prepararse. Es un trauma enorme. Y un accidente como el de lord Frampton parece incomprensible. También es natural enfadarse, lady Frampton.
El semblante de Antoinette se animó cuando el doctor expresó en voz alta lo que ella no reconocía por vergüenza: que estaba enfadada con su marido por su falta de cuidado, por haber buscado su propio placer egoístamente, sin ninguna preocupación aparente por quienes lo amaban.
El doctor Heyworth comprendió que había sacado a colación un punto sensible. Se levantó.
—Puede venir a verme cuando quiera —dijo—. A veces ayuda hablar con alguien que no es de la familia. Estoy aquí para ayudarla, lady Frampton.
Antoinette vio su mirada compasiva y comprendió que hablaba con sinceridad. De hecho, parecía comprender por qué tenía frío continuamente y cuánto tenía que esforzarse por actuar con normalidad cuando sólo quería hacerse un ovillo y llorar. El médico no había dicho gran cosa, pero ella intuyó en su semblante lo que había dejado sin decir y se sintió agradecida.
—Me gustaría mucho —contestó.
—Ya no tengo consulta, pero puede venir a mi casa. A veces recibo a pacientes allí y funciona muy bien. Hace más de treinta años que atiendo a su familia. Espero que me considere un amigo, además de un médico. Puede llamarme cuando quiera.
Se despidió de Rosamunde, y Antoinette lo acompañó hasta el vestíbulo. Harris ayudó al doctor a ponerse el abrigo y le abrió la puerta.
—Muchísimas gracias por venir —dijo ella, cruzando los brazos para defenderse del frío, a pesar de que el sol brillaba con fuerza y calentaba.
El doctor Heyworth la saludó con la mano antes de subir a su Volvo.
Mientras se alejaba, Antoinette distinguió la formidable figura de su suegra caminando con paso firme por el campo, más allá de la avenida, acompañada por Basil, su yorkshire, que correteaba por la hierba como un enorme ratón. Llevaba un abrigo largo de color verde oliva, botas y un pañuelo que le cubría la cabeza, y empuñaba un bastón, aunque al paso que iba saltaba a la vista que no necesitaba ningún apoyo. Antoinette se apresuró a entrar para lavarse la cara y rehacerse, pero sabía que no tenía sentido correr a esconderse. Margaret siempre sabía dónde encontrarla.