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Hampshire, 2012

 

El comienzo de marzo había sido magnífico. La tierra se había sacudido las heladas de primera hora de la mañana y de la corteza endurecida de los árboles habían emergido minúsculas yemas que dejaban entrever brotes de color verde lima y capullos de un rosa pálido. Los narcisos se habían abierto paso por la tierra reblandecida por el deshielo para desplegar sus trompetas de un amarillo radiante, y el sol había lucido con renovado esplendor. El canto de los pájaros —que hacían estremecerse de nuevo las ramas, atareados en la construcción de sus nidos— vibraba en el aire.

Fairfield Park nunca había estado más hermoso. La mansión jacobita, construida sobre franjas de fértil tierra de labor, estaba rodeada por extensas praderas de césped, vetustos bosques de campánulas, prósperos sembrados y campos repletos de botones de oro. Había un gran lago ornamental cuyos juncos servían de morada a las ranas y entre cuyos nenúfares nadaban carpas doradas. Altas hayas protegían la casa de los vientos hostiles en invierno y daban cobijo a centenares de narcisos en primavera. En el hueco de un manzano se había instalado una nidada de lechuzas que se alimentaban de los ratones y ratas que habitaban en la granja y en el granero de madera; y en lo alto de la colina, contemplándolo todo con la paciencia de un viejo sabio, se escondía como un tesoro olvidado un capricho en desuso edificado en piedra.

Abandonado a la corrosión del tiempo y la intemperie, aquella pequeña y bella extravagancia arquitectónica vigilaba con aire benévolo, persuadido de que algún día una gran necesidad atraería a la gente hacia él como atraía la luz a las almas perdidas. Ese día, sin embargo, nadie que se hallara al pie de la colina podía ver sus paredes de color miel y sus hermosos y recios pilares, pues la finca se hallaba sumergida bajo una espesa niebla que había caído sobre ella como un sudario. Ese día, hasta los pájaros parecían haberse callado. Era como si la primavera hubiera perdido de pronto su ímpetu.

La causa de aquella melancolía era el reluciente coche fúnebre negro que aguardaba en la glorieta de gravilla, delante de la casa. Dentro, el cadáver de lord Frampton, el patriarca de la casa, yacía frío e inerme en un sencillo ataúd de roble. La niebla se enroscaba en volutas alrededor del coche como si la muerte, dotada de ansiosos tentáculos, estuviera impaciente por dar tierra a aquel cuerpo inservible, y en la escalinata que bajaba a la glorieta los dos grandes daneses del fallecido yacían tan solemnes y quietos como sendas estatuas de piedra, las cabezas apoyadas lúgubremente sobre las patas, los ojos tristes fijos en el ataúd. Sabían por instinto que su amo no regresaría a casa.

Dentro, lady Frampton, de pie ante el espejo del vestíbulo, se colocó un gran sombrero negro sobre la cabeza. Suspiró al contemplar su reflejo, y su corazón, apesadumbrado ya por la pena, se llenó más aún de pesar cuando vio los ojos que la miraban desde el espejo con la fatigada resignación de la vejez. Tenía la cara enrojecida allí donde las lágrimas habían caído sin descanso desde que, diez días antes, se había enterado de la muerte repentina de su marido en los Alpes suizos. La impresión de la noticia había descolorido su piel y le había quitado el apetito, de modo que sus mejillas, a diferencia de su cuerpo voluptuoso, parecían demacradas y enflaquecidas. Se había acostumbrado a las ausencias de su marido mientras éste se entregaba a su pasión por escalar las grandes montañas del mundo, pero ahora reverberaba en la casa un silencio de otra índole: un silencio estruendoso e incómodo que retumbaba en las grandes habitaciones y amenazaba con instalarse en ellas permanentemente.

Se enderezó el abrigo cuando su hijo mayor, el nuevo lord Frampton, entró en el vestíbulo desde el salón.

—¿Qué estáis haciendo ahí, David? —preguntó intentando dominar su pena al menos hasta que llegaran a la iglesia—. Vamos a llegar tarde.

David la miró con tristeza.

—No podemos llegar tarde, mamá —dijo con los ojos oscuros llenos de un dolor idéntico al de su madre—. Papá está… ya sabes.

—Miró hacia la ventana.

—No, tienes razón, claro.

Pensó en George allí fuera, en el coche fúnebre, y sintió que se le cerraba la garganta. Se volvió hacia el espejo y comenzó a colocarse de nuevo el sombrero

—Aun así, estarán todos esperando y hace un frío espantoso.

Un momento después su hijo mediano, Joshua, salió del salón con su gélida esposa, Roberta.

—¿Estás bien, mamá? —preguntó, avergonzado por las emociones que suscitaba un momento como aquel.

—Sólo está deseando acabar con esto de una vez —terció David con impaciencia.

Joshua se metió las manos en los bolsillos y encorvó los hombros. Hacía frío en la casa. Fue a situarse junto al fuego del vestíbulo, en cuyo hogar crepitaban grandes leños ribeteados de hiedra.

—¿Qué están haciendo ahí dentro? —preguntó otra vez su madre, mirando hacia el salón.

Oía la voz amortiguada de su hijo menor, Tom, y las formidables consonantes de su suegra, que seguía hablando con su imperturbabilidad de siempre.

—La abuela le ha pedido a Tom que le enseñe a usar el teléfono móvil que le ha regalado —contestó Joshua.

—¿Ahora? ¿No puede esperar hasta después?

Le tembló la barbilla de angustia.

—Aún no han acabado sus copas, Antoinette —dijo Roberta con un resoplido cargado de desaprobación—. Aunque no estoy segura de que Tom deba beber teniendo en cuenta su historial, ¿no os parece?

Crispándose de pronto, Antoinette se acercó a la ventana.

—Creo que hoy precisamente Tom tiene derecho a tomar lo que le plazca —replicó con aspereza.

Roberta frunció los labios y miró a su marido poniendo los ojos en blanco, un gesto que creyó erróneamente que su suegra no vería. Antoinette la vio arreglarse el pretencioso tocado de plumas delante del espejo y se preguntó por qué su hijo había elegido casarse con una mujer cuyos pómulos eran lo bastante afilados como para cortar la pizarra.

Tom salió al fin al vestíbulo con su abuela, que se guardó el teléfono en el bolso y lo cerró con un chasquido. Sonrió con ternura a su madre y Antoinette se sintió un poco mejor de inmediato. Su hijo menor siempre había tenido el don de levantarle el ánimo o de hundirla, dependiendo de su humor o de su estado de salud. No parecía afectado por la copita de vino que se había tomado, y Antoinette decidió ignorar el hormigueo de su conciencia, que le advertía de que su hijo no debía tomar ni una gota de alcohol. Volvió a pensar en su marido y recordó aquella vez en que se las había ingeniado para telefonearla desde el campo base del Annapurna sólo para descubrir que Tom había pasado una semana especialmente mala tras una ruptura amorosa. Sintió que los ojos se le llenaban de nuevo de lágrimas y sacó su pañuelo del bolsillo. George había sido un hombre muy bueno.

—No habrás apagado la calefacción, ¿verdad? —inquirió su suegra en tono acusador—. ¡Yo nunca dejaba que la casa estuviera tan fría!

Con su largo vestido negro, su ancho sombrero del mismo color y su estola de visón, Margaret Frampton parecía disponerse a asistir a una fiesta de Halloween, más que al entierro de su propio hijo. Alrededor de su cuello y su muñeca y colgando de sus orejas como intrincados carámbanos, se veían los exquisitos zafiros Frampton, adquiridos en la India en 1868 por el primer lord Frampton como regalo para su esposa, Theodora, y que desde entonces habían pasado de una generación a otra de la familia hasta llegar a George, quien se los había prestado a su madre porque su esposa se negaba a ponérselos por considerarlos una impúdica exhibición de riqueza. La anciana lady Frampton no tenía tales escrúpulos y lucía las joyas siempre que se presentaba la ocasión. Antoinette no estaba segura de que el entierro de su hijo fuera una de tales ocasiones.

—La calefacción está encendida, Margaret, y también todas las chimeneas. Creo que la casa también está de luto —contestó.

—Qué idea tan ridícula —masculló su suegra.

—Creo que mamá tiene razón —repuso Tom, lanzando una mirada más allá de la ventana—. Mirad la niebla. Parece que toda la finca está de luto.

—Se me ha muerto más gente de la que soy capaz de contar —comentó Margaret pasando junto a Antoinette—. Pero no hay nada peor que perder a un hijo. A un hijo único. No creo que vaya a superarlo nunca. ¡Al menos podía una esperar que la casa estuviera caliente!

Harris, el viejo mayordomo que llevaba más de treinta años trabajando para la familia, abrió la puerta principal y la anciana lady Frampton salió a la niebla ciñéndose la estola sobre el pecho.

—Santo Dios, ¿podremos llegar a la iglesia? —Se detuvo en lo alto de la escalinata de piedra y contempló la escena—. Es espesa como las gachas de avena.

—Claro que podremos, abuela —le aseguró Tom, tomándola del brazo para guiarla por la escalinata.

Los grandes daneses permanecían paralizados bajo el peso de su tristeza. Margaret posó la mirada en el féretro y pensó en lo terriblemente solo que parecía a través del cristal del coche fúnebre. Por un instante, los tensos músculos de su mandíbula se aflojaron y le tembló la barbilla. Levantó los hombros y se irguió, apartando la mirada. El dolor no era algo que se compartiera con otras personas.

El chófer se puso firme cuando Tom ayudó a su abuela a subir a unos de los Bentley. Roberta la siguió obedientemente, pero Antoinette se quedó atrás.

—Ve tú, Josh —dijo—. Tom y David vendrán conmigo.

Joshua subió al asiento delantero. Podía pensarse que la muerte de su padre habría unido a las dos mujeres, pero parecían mantener entre sí la misma hostilidad de siempre. Escuchó a su esposa y a su abuela charlando en el asiento de atrás y se preguntó por qué su madre no podía llevarse tan bien con Margaret como Roberta.

—Esa mujer me saca de quicio —se quejó Antoinette enjugándose con cuidado los ojos mientras los vehículos seguían al coche fúnebre por la avenida y cruzaban la verja de hierro adornada con el escudo de la familia, en el que se veían un león y una rosa—. ¿Estoy muy colorada? —le preguntó a Tom.

—Estás muy bien, mamá. No sería apropiado estar impecable en un día como hoy.

—Supongo que no. Aun así, va a estar allí todo el mundo.

—Y van a volver todos —refunfuñó David desde el asiento delantero.

No le gustaba la idea de tener que relacionarse con aquellas personas.

—Me parece que a todos nos hace falta una copa bien cargada. —Antoinette palmeó la mano de Tom y lamentó haber mencionado el alcohol—. Hasta a ti. Hoy más que ningún día.

Tom se rió.

—Mamá, tienes que dejar de preocuparte por mí. Un par de copas no van a matarme.

—Lo sé. Lo siento, no debería haberlo mencionado. Me pregunto quién habrá venido —aventuró cambiando de tema.

—Dios nos libre de tener que hablar con las horribles tías de papá y con todos esos parientes aburridos a los que llevamos años evitando —intervino David—. No estoy de humor para fiestas.

—No es una fiesta, cariño —puntualizó su madre—. La gente sólo quiere presentar sus condolencias.

David miró melancólicamente por la ventanilla. Apenas veía los setos mientras avanzaban por la carretera hacia el pueblo de Fairfield.

—¿No pueden dejarnos en paz y marcharse todos a casa después del funeral?

—Por supuesto que no. Es de buena educación pedirles a los amigos y los parientes de tu padre que vengan a casa después del funeral. Nos animará a todos un poco.

—Genial —masculló David malhumorado—. No se me ocurre mejor manera de superar la muerte de papá que tener que pegar la hebra con un montón de carcamales.

Su madre comenzó a llorar otra vez.

—No me lo pongas más difícil, por favor.

David se volvió en el asiento y pareció ablandarse.

—Lo siento, mamá. No quería disgustarte. Es sólo que no me apetece poner buena cara, eso es todo.

—A ninguno nos apetece, cariño.

—Ahora mismo lo único que quiero es estar solo para regodearme en mi pena.

—Mataría por un cigarrillo —dijo Tom—. ¿Creéis que me dará tiempo a fumarme uno rapidito en la parte de atrás?

El coche se detuvo frente a la iglesia medieval de Saint Peter. El chófer abrió la puerta del copiloto y Antoinette esperó a que Tom rodeara el coche para ayudarla a salir. Notaba las piernas flojas e inseguras. Vio a su suegra subir por el camino de piedras hacia la entrada de la iglesia, donde dos primos de George la saludaron con aire solemne. Ella jamás lloraría en público, pensó Antoinette con amargura. Dudaba de que hubiera llorado alguna vez en privado. Margaret consideraba que mostrar los propios sentimientos era muy de clase media y miraba con desdén, arrugando su aristocrática nariz, a la generación de jóvenes para los que era normal lamentarse, verter lágrimas y sollozar por sus seres queridos. Les reprochaba su falta de decoro y hallaba un intenso placer en afirmar ante sus nietos que en sus tiempos la gente tenía más dignidad. Antoinette sabía que Margaret la despreciaba por sollozar continuamente, pero era incapaz de parar, ni siquiera para complacer a su suegra. Aun así, antes de salir del coche se secó los ojos y respiró hondo. La anciana lady Frampton carecía de paciencia para las exhibiciones públicas de emoción.

Mientras avanzaba por el camino entre sus dos hijos, Antoinette pensó en lo orgulloso que estaría George de sus chicos: Tom, que era tan guapo e impulsivo, con el cabello espeso y rubio de su padre y sus ojos azul claro, y David, que no se parecía en nada a su padre, pero que era alto y carismático, y más que capaz de llevar su título y de dirigir la finca. Delante de ellos, Joshua entró en la iglesia con Roberta. Su hijo mediano era listo y ambicioso, y se estaba labrando un nombre en la City, además de ganar un montón de dinero. George había respetado su ambición, aunque no entendiera que hubiera elegido una carrera tan poco aventurera. George había sido un amante de los paisajes naturales e indomables; el cemento de la City londinense lo dejaba indiferente.

Recorrió con la mirada las paredes de pedernal de la iglesia y se acordó de las muchas ocasiones felices que habían celebrado allí: el bautizo de los niños, la boda de Joshua, el bautizo de su hija Amber apenas un año antes… No esperaba ir a la iglesia para aquello. Al menos, hasta treinta años después. George tenía sólo cincuenta y ocho años.

Saludó a los primos de George y, por ser la última en llegar, los siguió al interior de la iglesia. Dentro, el aire estaba cargado de calor corporal y olor a perfume. Las velas parpadeaban en las anchas repisas de las ventanas y los frondosos arreglos de flores primaverales impregnaban la iglesia de un olor a lirios, a fresias y narcisos. El reverendo Morley la saludó con una sonrisa compasiva. Estrujó su mano entre las suyas, suaves y blandas como masa, y masculló unas palabras de consuelo que Antoinette no oyó: los nervios le chirriaban en los oídos como violines mal tocados. Parpadeó para disipar las lágrimas y se acordó de la visita que le había hecho el reverendo en casa justo después de llegar la terrible noticia. Si hubiera podido rebobinar más atrás…

Daba la impresión de que cada segundo de los diez días anteriores había conducido a este punto. Había habido tantas cosas que hacer… David y Tom habían volado a Suiza para traer el cuerpo de su padre. Joshua y Roberta se habían encargado de los preparativos del entierro. Ella, Antoinette, se había ocupado personalmente de las flores, pues no se fiaba de que su nuera, siendo londinense, supiera distinguir entre una lila y un lirio, y su hermana Rosamunde la había ayudado a elegir los himnos. Ahora que había llegado el momento, se sentía como si estuviera entrando en otra vida: una vida sin George. Se agarró al brazo de Tom y avanzó con paso tembloroso por el pasillo. Oyó callarse a la congregación a su paso y no se atrevió a mirar a nadie a los ojos por miedo a que su compasión la hiciera prorrumpir de nuevo en llanto.

Mientras Tom saludaba a las tías de su padre, David acomodó a su madre en el primer banco. Miró a su alrededor. Reconoció casi todas las caras: parientes y amigos vestidos de negro, con aire uniformemente triste. Luego, entre todos aquellos rostros grises y pálidos, vio uno radiante y fresco que resaltaba como un melocotón maduro en un árbol de invierno. La joven lo miraba fijamente, con ojos de un gris asombroso llenos de empatía. David le devolvió la mirada, absorto. Se fijó en la cascada de rizos rubios que le caía desordenadamente sobre los hombros y en la textura suave y cremosa de su piel, y se le paró el corazón un instante. Fue como si una luz se encendiera de pronto en la oscuridad de su alma. No le pareció apropiado sonreír, pero lo deseó muchísimo. Así pues, esbozó una sonrisa resignada y ella hizo lo mismo, compadeciéndose en silencio de su dolor.

Al salir de nuevo de la iglesia junto a sus hermanos y primos para portar el ataúd, David miró a la misteriosa rubia y se preguntó cómo encajaba en la vida de su padre. ¿Por qué no se habían visto nunca antes? No pudo evitar sentir una euforia que consiguió sacarlo del cenagal de tristeza en el que se hallaba y conducirlo hasta un lugar luminoso y feliz. ¿Era aquello lo que la gente llamaba «amor a primera vista»? De todos los días en que podía haber pasado, el del entierro de su padre era el más inadecuado.

Phaedra Chancellor sabía quién era David Frampton. Había hecho averiguaciones. Era el mayor de los tres hijos, tenía veintinueve años, no se había casado y vivía en una casa en la finca de Fairfield, donde dirigía la explotación agrícola. Había estudiado en la Escuela de Agricultura de Cirencester porque, mientras que a su padre la vida de un caballero rural se le antojaba carente de emociones, David se sentía tan a gusto en el campo como una patata.

Phaedra sólo había visto a los hijos de George en fotografía. Tom era sin duda alguna el más guapo. Había heredado los ojos azules y la media sonrisa maliciosa y traviesa de su padre. David era más atractivo en persona de lo que había imaginado. Más tosco que Tom, tenía el cabello marrón y crespo, los ojos oscuros y una nariz grande y aguileña nada fotogénica. De hecho, sus facciones eran irregulares y accidentadas, y sin embargo, de alguna manera, juntas resultaban atractivas. Había heredado, además, el carisma de su padre, ese magnetismo intangible que era un reclamo para la mirada. Joshua, por su parte, tenía un físico más convencional: su rostro era de una belleza genérica y, por tanto, fácil de olvidar.

Miró el recordatorio del servicio religioso y se le empañaron los ojos al ver la cara de George impresa en la portada. Había sido más guapo que todos sus hijos juntos. Pestañeó para ahuyentar los recuerdos dolorosos y miró al hombre al que había llegado a querer. Vio a Tom y a Joshua reflejados en sus facciones, pero no pudo ver a David: él se parecía a su madre.

Sorbió y se limpió la nariz con un pañuelo de papel. Julius Beecher, el abogado de George, que estaba sentado a su lado, le dio unas palmaditas en la rodilla.

—¿Estás bien? —susurró.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Nerviosa?

—Sí.

—No te preocupes, no va a pasar nada.

—No estoy segura de que sea el día más adecuado para dejar caer la bomba, Julius —murmuró mientras la música comenzaba a inundar la iglesia.

—Me temo que no queda otro remedio. Van a averiguarlo tarde o temprano y, además, tú querías venir.

—Sí, lo sé. Tienes razón. Tenía muchas ganas de venir. Pero ojalá no tuviera que conocer hoy a su familia.

El coro avanzó lentamente por el pasillo cantando el Lacrimosa de Mozart. Sus voces angélicas resonaron en las paredes de piedra y reverberaron en el techo abovedado al alzarse en un potente crescendo. Las llamas de las velas temblaron, sacudidas por el súbito movimiento que agitó el aire, y un rayo inesperado de sol entró por las ventanas de cristal emplomado y cayó sobre el féretro que avanzaba despacio por el pasillo, detrás del coro.

Antoinette apenas podía contener sus emociones; era como si fuera a estallarle el corazón de pena. Miró el banco que ocupaban las tías de George, Molly y Hester, una tan flaca como gorda era la otra, erguidas con la misma gélida rigidez que la anciana lady Frampton. Ni siquiera Mozart era capaz de horadar la armadura de acero de su autocontrol. Antoinette dio gracias al cielo por tener a su hermana Rosamunde, que sollozaba con vigor de clase media en el banco de detrás.

Sintió que un sollozo se atascaba en su pecho. Era imposible imaginar que su marido, tan activo y vital, yaciera dentro de aquellas estrechas paredes de roble. Que pronto estaría sepultado en la fría tierra, completamente solo, sin nadie que lo reconfortara, y que ella nunca volvería a sentir el calor de su piel ni la ternura de su contacto. Aquel pensamiento insoportable dio rienda suelta a las lágrimas. Miró hacia el banco y vio el perfil de su suegra, duro como el pedernal. Pero ya no le importaba lo que pensara la anciana. Se había cohibido por George, pero ahora que él había muerto, lloraría hasta que no le quedaran lágrimas, si quería.

Acabó el oficio y la congregación aguardó mientras salía la familia. Antoinette echó a andar con Tom, apoyándose pesadamente en su brazo mientras David acompañaba a su abuela. Pasó junto al banco en el que la rubia misteriosa se enjugaba las lágrimas, pero no se atrevió a mirarla más que un instante. Deseaba ardientemente que fuera a casa a tomar el té.

Fuera se había levantado la niebla y algunas franjas de cielo azul lucían con renovado optimismo. La hierba brillaba en huidizos remansos de sol y los pájaros trinaban de nuevo en las copas de los árboles.

—¿Quién es la rubia? —preguntó Tom acercándose discretamente a David.

—¿Qué rubia? —preguntó él como si tal cosa.

Tom se rió.

—Esa rubia despampanante en la que has tenido que fijarte, la que estaba unos seis bancos más atrás. Está buenísima. El día pinta mejor de repente.

—Vamos, queridos. No os quedéis delante de la iglesia —dijo Antoinette, que ansiaba la intimidad del coche. Los dos hermanos miraron hacia atrás, pero la congregación tardó en salir.

Margaret resopló con impaciencia.

—Llévame al coche, David —ordenó—. Saludaré a la gente en casa.

Echó a andar y David no tuvo más remedio que acompañarla por el sendero. Mientras su abuela acomodaba con cuidado su enorme trasero en el asiento de atrás, sus ojos se desviaron de nuevo hacia la iglesia. Los asistentes al entierro habían empezado a salir a la pradera de hierba. Buscó en vano los rizos rubios en medio de aquel mar de negro.

—Vamos, vamos, no te entretengas. Menos mal, aquí están Joshua y Roberta. Diles que se den prisa. Necesito una copa.

—Un oficio precioso —comentó Roberta al sentarse junto a Margaret.

—Encantador —convino ella—. Aunque el reverendo Morley habla sin parar, ¿no os parece?

—A todos les encanta escuchar el sonido de su propia voz —repuso Joshua.

—Por eso son vicarios —añadió su esposa.

—Me ha parecido que eso que ha dicho de que papá era amigo de todo el mundo ha dado en el clavo —añadió Joshua sentándose en el asiento delantero—. Le encantaba la gente.

Roberta asintió con la cabeza.

—Era increíblemente jovial.

—Desde luego, le hemos hecho una buena despedida, ¿verdad que sí, abuela?

—Sí, a él le habría gustado —contestó Margaret en voz baja, volviéndose para mirar por la ventanilla.

David regresó a Fairfield Park con su madre y Tom. La casa había recuperado su antiguo esplendor ahora que el sol había disipado la niebla. Bertie y Wooster, los grandes daneses, estaban esperándoles en la escalinata. El sol parecía haberles levantado el ánimo también a ellos, pues se acercaron al coche brincando y meneando la cola.

Harris abrió la puerta y Mary, la asistenta de lady Frampton, esperaba en el vestíbulo junto a su hija Jane, cargadas ambas con bandejas con copas de vino. El fuego había caldeado por fin la casa y el sol entraba a raudales a través de las grandes ventanas de tracería. La mansión parecía muy distinta a la que habían dejado atrás apenas un par de horas antes, como si hubiera aceptado la muerte de su señor y estuviera dispuesta a aceptar de buen grado el nuevo orden.

David y Tom se situaron junto al fuego del salón. David se había servido un whisky y Tom estaba tomando una copa de borgoña y fumando a hurtadillas un cigarrillo: su madre y su abuela detestaban que se fumara dentro de casa, seguramente una de las pocas opiniones que tenían en común. Poco a poco la sala se llenó de invitados y el aire se volvió cálido y sofocante. La atmósfera pareció tensa y cargada al principio, pero después de una o dos copas de vino los invitados dejaron de hablar de George y de su prematura muerte y comenzaron a reír de nuevo.

Ambos hermanos buscaron con la mirada a la rubia misteriosa. David tenía la ventaja de ser alto, de modo que podía mirar por encima del rebaño, pero, más cumplidor que su hermano, se descubrió atrapado en una conversación primero con la tía abuela Hester y luego con el reverendo Morley. Tom había tirado la colilla de su cigarrillo al fuego y, apoyado en la repisa de la chimenea, miraba descaradamente por encima del hombro de la tía abuela Molly, que intentaba preguntarle por la discoteca que regentaba en Londres.

Por fin apareció la invitada misteriosa, deslizándose como un cisne entre avutardas. Tom dejó a Molly con la palabra en la boca; David procuró concentrarse en el largo y sinuoso relato del reverendo Morley mientras intentaba ansiosamente desembarazarse de él.

Phaedra se sentía de pronto muy nerviosa. Julius tocó su codo, decidido a no apartarse de ella, y la empujó suavemente hacia el gentío. Ella recorrió la habitación con la mirada. Lo que vio de ella era muy bello: los techos eran altos, con majestuosas molduras y una impresionante araña de cristal que dominaba la estancia y relucía como millares de lágrimas. En las paredes forradas de seda colgaban cuadros de marco dorado, y sobre las mesas se arracimaban objetos de aspecto lujoso. Las pantallas adornadas con borlas de las lámparas de porcelana china brillaban suavemente, y un magnífico ramo de orquídeas se erguía sobre el piano de cola, entre fotografías familiares enmarcadas en plata. Daba la impresión de que generaciones de Framptons habían coleccionado cosas bonitas procedentes de todo el mundo y las habían depositado allí sin reparar en el tema o el color. El suelo era un rompecabezas de alfombras, los cojines se amontonaban sobre los sofás, los cuadros colgaban formando abigarrados collages, una estantería de libros se alzaba hasta el techo y varias vitrinas llenas de peines de marfil y cacharros de esmalte daban a la habitación cierto aire victoriano. Nada combinaba entre sí y sin embargo todo se mezclaba armónicamente. La vida de George había transcurrido allí, con su familia, y Phaedra no había formado parte de ella. Justo cuando iba a empezar a llorar otra vez, el rostro sonriente de Tom apareció ante ella como el Gato de Cheshire.

—Hola, soy Tom —dijo tendiéndole la mano. Sus ojos brillaron seductoramente—. Me estaba preguntando quién eras.

Phaedra sonrió, agradecida por su simpatía.

—Soy Phaedra Chancellor —contestó.

—Americana. —Tom levantó una ceja sorprendido.

—Canadiense, en realidad.

—Ah, canadiense.

—¿Eso es malo?

—No, la verdad es que me gustan los canadienses.

Ella se rió al notar la languidez con que arrastraba las vocales.

—Es una suerte.

—Hola, Tom —les interrumpió Julius. Se estrecharon las manos—. Bonito funeral —dijo.

—Sí, ha sido muy, muy bonito —añadió Phaedra.

Tom no creía haber visto nunca unos ojos tan sorprendentemente bellos. De un azul grisáceo muy claro, casi turquesa, rodeados de espesas pestañas y bien separados entre sí, daban a su cara una inocencia encantadora.

—Bueno, ¿de qué conocías a mi padre? —preguntó.

Phaedra miró a Julius con nerviosismo.

—Bueno… —comenzó.

Justo cuando iba a responder apareció David, y se le atascaron las palabras en la garganta.

—Ah, aquí estás, Tom —dijo, pero sus ojos se posaron en Phaedra y sonrió tranquilamente, como si se hubiera tropezado con ella por casualidad—. Soy David.

Por fin pudo detener sobre ella la mirada, bebiendo de su belleza como si fuera ambrosía.

—Phaedra Chancellor —contestó al tenderle la mano.

David se la tomó y disfrutó unos segundos más de la cuenta del calor de su piel.

—Hola, David —terció Julius, y el joven soltó de mala gana la mano de Phaedra—. ¿Dónde está lady Frampton?

—Ah, hola, Julius. No te había visto.

—Pues aquí estoy —repuso el abogado con cierta crispación. Medía apenas un metro setenta, y era muy suspicaz en todo lo relativo a su altura—. Necesito hablar con tu madre. Tú eres alto, David. A ver si consigues verla desde tu elevada estatura.

David miró la calva reluciente del abogado y su frente roja y sudorosa y pensó que, con aquella corbata y aquel traje negros, parecía un personaje de Dickens.

—No está aquí. Puede que esté en el vestíbulo.

—Entonces vamos a buscarla. Quiero presentarle a Phaedra.

Tom y David desearon que Julius fuera él solo a buscar a su madre, pero el voluminoso abogado rodeó con el brazo la cintura de Phaedra y la condujo hacia el vestíbulo. Enfadados y llenos de curiosidad, los dos hermanos los siguieron.

Encontraron a Antoinette en la biblioteca con su hermana mayor, Rosamunde. Estaban de pie junto al escritorio de George, con sendas copas de vino en la mano, hablando en voz baja.

—Ah, habéis descubierto mi escondite —dijo, recomponiéndose.

Saltaba a la vista que había estado llorando otra vez.

—Hemos entrado aquí buscando un poco de paz. Hay mucho jaleo ahí fuera —explicó Rosamunde con su voz grave y estridente, confiando en que captaran la indirecta y se marcharan.

Antoinette se tensó al ver a la desconocida que iba con ellos.

—Hola —dijo mientras se enjugaba los ojos—. ¿Nos conocemos?

—No —contestó Phaedra.

—Phaedra Chancellor —intervino David, aturdido por la fuerza de su atractivo.

—Ah. —Antoinette sonrió educadamente—. ¿Y cómo…?

—Arrugó el ceño.

No quería ser descortés.

Julius aprovechó la ocasión.

—Mi querida lady Frampton, no estaba seguro de que éste fuera el momento adecuado para presentarles, pero sé que lord Frampton tenía mucho interés en que se conocieran. De hecho, estaba haciendo planes para presentarles cuando… En fin… —Carraspeó—. Sé que esto es lo que él habría querido.

—No entiendo. —Antoinette parecía desconcertada—. ¿Qué relación tenía la señorita Chancellor con mi marido?

Phaedra miró a Julius en busca de consejo. El abogado asintió discretamente con la cabeza. Ella respiró hondo, sabedora por instinto de que su inesperada respuesta no sería bien recibida. Pero pensó en su querido George y se lanzó:

—Soy su hija —dijo, intentando dominar el impulso de huir—. George era mi padre.