Si hubiera que destacar los dos fenómenos más significativos ocurridos en el siglo XX, creo que el cambio experimentado en el papel social de las mujeres sería uno y el segundo la importancia que ha adquirido en general todo lo referido a la comunicación y sus tecnologías. Naturalmente que ha habido otros muchos cambios que han transformado nuestro mundo y nuestra vida, pero a mi juicio ninguno tan apabullante y espectacular como estos dos que he citado. Afortunadamente para mí, he podido hacer converger estos dos ámbitos temáticos en una sola línea de trabajo que es la que mayoritariamente he cultivado a lo largo de mi vida académica, lo que ha posibilitado que confluyeran en ella mis intereses personales, investigadores y académicos. No hay nada más placentero que poder dedicarse a aquello que nos motiva personalmente, así como que nuestros centros de interés como individuos puedan fructificar en el campo profesional en el que desarrollamos nuestra labor.
Efectivamente, el cambio experimentado por las mujeres en el siglo XX no tiene parangón posible con otros momentos históricos. La situación social de las mujeres de la segunda década del siglo XXI no tiene nada que ver, o muy poco, con el papel que tuvieron sus abuelas cincuenta o sesenta años antes, y no digamos durante toda la historia que nos precedió. Durante siglos, las mujeres tuvieron que ir acomodándose a lo que en cada época histórica se definía como “ser mujer”, de tal manera que pasó por el papel de sierva, de madre, de ángel del hogar, de compañera, de rival, etc. según los convencionalismos del momento.
Mientras tanto, el papel del varón permanecía inalterable, como si la identidad masculina estuviera inscrita en la genética de los hombres y fuese inmune a los cambios y a las diferentes épocas. De las mujeres había que discutir qué hacer con ellas, si educarlas o instruirlas, si mantenerlas en el hogar o permitirles participar en la vida pública, si tenía que transmitir los valores dominantes a su prole como educadora o tenía que ser una transformadora de esos valores. El papel de las mujeres, subordinado al de los hombres, siempre fue problemático , algo que no ocurría con el papel masculino, que se instituyó a sí mismo como la medida de todas las cosas. Sin embargo, en el siglo XX y al albur de las nuevas corrientes ideológicas que fueron impregnando la sociedad, fueron las mismas mujeres las que empezaron a decidir y definir su propio papel en el mundo. Y tanto éxito ha tenido esta toma de conciencia por parte de las mujeres en la redefinición de su propia identidad que finalmente bien podemos afirmar que el largo proceso de definición de lo que es ser mujer ha llegado a su fin: ser mujer es ser un sujeto capaz de actuar en el mundo teniendo conciencia de su propia existencia y sus propios límites. Un sujeto capaz de interactuar en los dos espacios físicos y simbólicos en que se divide el espacio social, el público y el privado, sin renunciar a ninguna de las actividades que se desarrollan en cada una de ellos. Un sujeto que se sabe dependiente respecto a los demás, pero que no necesita de un hombre para subsistir y conformar su propio proyecto de vida. Un sujeto que puede tomar las riendas de su propia vida y vivirla de acuerdo con sus propias decisiones, a pesar de los posibles yerros en que pueda incurrir. Un sujeto que ha integrado los valores de las mujeres que fue a lo largo de la historia armonizándolos con aquellos valores masculinos que le eran necesarios para abandonar su larga dependencia. A primeros del siglo XXI podemos decir que las mujeres personifican mucho mejor que los hombres el ideal de sujeto, de individuo capaz de valerse por sí mismo en la sociedad sin dejar de reconocer su vulnerabilidad, su fragilidad y su dependencia de los otros. Este largo y doloroso tránsito de la subordinación a la autonomía no se ha hecho de manera lineal, ni se ha alcanzado plenamente en todo el planeta, ni siquiera en el mundo occidental, donde todavía las mujeres reales se debaten entre su propia idea de autonomía y la tradición, que se resiste a verlas como sujetos capaces de tomar sus propias decisiones. E incluso las mismas mujeres han vivido este proceso no sin contradicciones íntimas. Lo que creo que ha finalizado es la idea de lo que es ser mujer, aunque las mujeres reales todavía se encuentren con mil dificultades para personificar esa imagen mental. Pero lo que sí creo que se puede afirmar es que ya no es necesario seguir discutiendo sobre la identidad femenina. Ahora son los hombres los que deben iniciar ese proceso de redefinición sobre su propia identidad. Los hombres, esa otra mitad de la humanidad, mutilada, igual que las mujeres, cercenada, destinada a desempeñar un papel del que se han extirpado aspectos fundamentales, educados hacia el exterior, incapacitados para reconocer o aceptar su dependencia de los demás, su fragilidad, su vulnerabilidad. Un hombre obligado a mostrarse audaz cuando quizá era temeroso, conquistador cuando se sentía torpe, fuerte cuando es posible que sintiera todo el peso de su debilidad. Arrojado del mundo doméstico, que tenía que vivir como algo ajeno, incomprensible, prácticamente incapacitado para la supervivencia en soledad, para sostenerse a sí mismo, para mantener un orden doméstico donde no fuese necesaria la presencia de una mujer. Un hombre mutilado en sus afectos, en las relaciones sentimentales, filiales, paternales. Un hombre incompleto al que se ha considerado, falsamente, modelo de completud , según la definición que hace Sylviane Agacinski1. Ese hombre ha emergido al desaparecer la mujer tradicional, aquella que cuidaba ese hogar y a ese hombre dependiente que finalmente tiene que aceptar, como una cruel derrota, su propia incompletud . Si la mujer ha vivido un largo proceso de transformación que la ha llevado de la subordinación a la autonomía, sin dejar de reconocer su dependencia y vulnerabilidad, el hombre debe iniciar ahora el tránsito de la hegemonía hacia la aceptación de su autonomía relativa, sus carencias, sus huecos y sus vacíos. Como el príncipe que se sabe desnudo y destronado, los hombres han de conciliar ahora los valores que les han mantenido hegemónicos con otros nuevos que durante siglos no han contemplado como propios de su naturaleza.
El segundo fenómeno al que me refería, el auge y la importancia de la comunicación, no ha sido menos espectacular. Si siempre ha sido importante, hoy se ha convertido en algo fundamental . Hasta el punto la comunicación es crucial, que se ha convertido en el nuevo foro estratégico en el que se dirimen la mayor parte de las cuestiones públicas y privadas. Hoy día las guerras ya no se ganan o pierden en las trincheras ni en los campos de batalla, sino en los medios de comunicación, en los convencionales y el los nuevos (internet, redes sociales, etc.). Acertar o no en la estrategia a seguir para aparecer o no en la escena pública puede hacer decantar la opinión popular hacia una postura u otra, tener éxito o fracaso en una iniciativa cualquiera o ganar o perder en popularidad y aceptación. Dosificar la presencia en los medios, la manera, la forma, el momento oportuno para dar a conocer un proyecto se convierte en algo crucial para garantizar el éxito o el fracaso. No es que los medios consigan que el público haga lo que ellos digan, sino que no hay otra manera posible de acceder a otra realidad que no sea a través de ellos.
Nuestra experiencia personal del mundo es muy limitada, y si no es a través de las propuestas de lectura de la realidad que nos presentan los medios, no sabemos ni podemos acceder a otras parcelas de lo que ocurre en cualquier otro lugar. No es posible ver más allá de nuestro entorno si no es a través de los medios, prensa, radio, televisión, cine y, más modernamente, Internet y las múltiples posibilidades que este nuevo entorno comunicacional permite. A propósito de internet: sé que en este volumen falta un capítulo que aborde este nuevo fenómeno, pues es la innovación tecnológica que más ha cambiado –y más que cambiará– el sistema de medios desde la aparición de la televisión. Pero no tengo una perspectiva suficientemente elaborada ni tampoco he estudiado el tema a fondo, así que espero sepan perdonar esta exclusión, que quizá sea para mí el próximo reto académico. Y otra consideración importante es señalar que en estos momentos se hace muy difícil predecir cómo va a evolucionar el mercado por lo que respecta a empresas de comunicación, desaparición de cabeceras, cierres transitorios o definitivos, por lo que es muy posible que algunas de los datos que se ofrecen en este libro puedan haber cambiado incluso antes de haber sido publicado, tal es el vértigo y la incertidumbre que se cierne sobre todos los ámbitos sociales, pero muy acusadamente en el campo de los medios de comunicación.
Por mi parte he tenido el inmenso privilegio de haber podido dedicarme profesionalmente a hablar precisamente de estos dos fenómenos, el papel de las mujeres en la sociedad y el papel de la comunicación, y cómo interactúan el uno con el otro, y cómo se interrelacionan y cómo forman un sistema dialéctico en el que uno depende del otro en la medida en que el otro depende del uno: no hay cambio posible sin una renovación del imaginario colectivo. Y no hay renovación del imaginario colectivo si los medios no representan los cambios que se van produciendo en la sociedad.
En 1990 publiqué un libro titulado Mujeres de papel. De ¡Hola! a Vogue. La prensa femenina en la actualidad ; este que hoy ve la luz, veintitrés años después, no sólo recoge, amplía, profundiza y actualiza lo dicho entonces, sino que corrobora no sin cierto estupor que los medios de comunicación, hoy por hoy, no sólo no son un motor para conseguir la igualdad entre hombres y mujeres, sino que muy frecuentemente pueden constituir una rémora para la misma.