Capítulo I

Semblanza de Georg Simmel

Georg Simmel nació el 1858, en Berlín, año también del nacimiento de Émile Durkheim y cinco años antes que Max Weber, otros dos de los padres de la sociología contemporánea. Hijo de una familia judía berlinesa, tan culta como acomodada, Simmel vio la luz en uno de los lugares más emblemáticos y cosmopolitas de la capital prusiana: el cruce de la Leipzigerstrasse con la Friedrichstrasse. Algún crítico ha visto cierta coincidencia significativa entre esta cuna cuna en la célebre encrucijada berlinesa y el estilo urbano, universalista, desarraigado y analítico de este gran pensador, que tomó la sociología, para fortuna de esta, como el lugar desde el cual realizar su labor intelectual.
Su padre, converso al catolicismo por oportunismo, murió cuando Simmel era pequeño. Su madre, también hebrea, había sido bautizada en el protestantismo de pequeña. Es menester recordar que el antisemitismo en la Europa central -desde Polonia a Alemania- era muy fuerte en la época. Llegaba a estar institucionalizado: así, algunas profesiones estaban prohibidas a los judíos, y hasta el acceso a las cátedras y cargos universitarios les estaba vedado: en el momento en que nace Simmel estas barreras iban cayendo, merced al lento triunfo de una concepción más acorde con el humanismo y universalismo propio de la civilización occidental. Sabido es que una cosa es abolir por ley una discriminación cruel o injusta, y una muy otra acabar con los prejuicios que nos separan estúpidamente a unos seres humanos de otros.
Sin salir del influjo de su madre autoritaria, Simmel recibió el apoyo de un culto tutor, editor de música, que le permitió seguir sus inclinaciones y estudiar filosofía e historia en la Universidad de Berlín, al mismo tiempo que asistía a cursos de ciencias sociales y psicología. En 1880 le fue rechazado un estudio etnográfico sobre el origen de la música, que presentó como disertación doctoral. Sin embargo, fue aceptado como tal, el año siguiente, un trabajo sobre la naturaleza de la materia según la filosofía de Immanuel Kant.
Permaneció en aquella Universidad, en la cual consiguió ser nombrado «docente privado» o Privatdozent. (Algo así como profesor no numerario, el puesto del cual dependía de la matriculación del alumnado.) Su riqueza personal le permitió, sin embargo, enseñar los más variados temas, casi todos filosóficos, que escuchaba un público tanto estudiantil como de ciudadanos cultos berlineses, cautivado por su brillante estilo y su retórica sutil. (Esto tal vez sorprenda a sus lectores de hoy, puesto que su estilo como escritor, siempre lúcido pero abstracto, cristalino pero concentrado en cada frase, difícil sin ser oscuro, no corresponde al de la brillantez oral: no conozco a ningún otro sociólogo cuyas palabras requieran ser releídas casi a cada paso para enterarse, dejando a un lado, evidentemente, a quienes piden este esfuerzo por razón de su oscuridad, incompetencia retórica, o porque en realidad tienen poco que decir.) Así siguió durante una quincena de años. Mientras tanto sus publicaciones despertaban un creciente interés internacional y eran traducidas a numerosos idiomas. Sin embargo, el rápido éxito intelectual de Simmel no fue acompañado por el académico. Y ello a pesar de ser muy pronto considerado como el sociólogo más eminente de Alemania, incluso por parte de sus propios colegas, cultivadores de esa disciplina.
El 1890 Georg Simmel se casó con Gertrud Kinel, una intelectual germana, autora de estudios filosóficos y literarios, a través de la cual estableció estrechos lazos de amistad con Max y Marianne Weber, y también con Reinhold y Sabine Lepsius, entre otras luminarias de la época, con quienes entabló relaciones de consecuencias notables para la cultura europea, dado el influjo e incluso magnetismo que ejerció sobre ellas. Basta con mencionar los nombres de Stefan George, al círculo de los cuales perteneció, Henri Bergson, Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin, Martin Buber, Edmund Husserl, Heinrich Rickert, Ernest Troelsch y Walter Benjamin, entre otros artistas, científicos y filósofos que fueron amigos personales o conocidos suyos. Varios de ellos platicaron con él en su domicilio, donde las tertulias fueron un centro de conversación permanente en un mundo hoy desvanecido cuyas raíces de civilidad dialogante se retrotraían a los salones ilustrados del siglo xviii. Como en aquellos tiempos la curiosidad y hasta devoción por las culturas propias de los demás países europeos se sentía intensamente. Simmel visitó frecuentemente Italia, y hablaba de Florencia como de su ‘patria espiritual’, pensando también en Dante y Petrarca, cuyas obras conocía a fondo.
Era un mundo en auténtica transición cultural pero que, desde centros como Viena y Berlín, además de Londres y París, nos ha legado una herencia cultural potente. Baste evocar los nombres de Einstein, Proust, Freud y Simmel para evocarlo, sin mencionar a sus grandes escultores, pintores, poetas y arquitectos, además el desarrollo de movimientos políticos como el socialismo -tanto el bolchevique como el socialista- y sus revoluciones. Un mundo burgués, liberal, laico y reformista en sus políticas cuya supervivencia a partir de 1918 sería cada vez más precaria. Un mundo en el que el debate genuino era aún posible entre las posiciones y creencias más opuestas.
Con 43 años, su Universidad se dignó a ascender un poco a Georg Simmel y a concederle el título de «profesor extraordinario», Ausserordlentlicher Profesor, lo cual continuaba manteniéndolo al margen de la comunidad de profesores titulares y catedráticos, y aun conociendo, no solamente su eminencia, sino sus repetidos intentos por conseguir una cátedra en algún lugar de Alemania. En vano le apoyaron personas que lo estimaban y lo admiraban, como el eminente filósofo Edmund Husserl o el mismo Max Weber, indignado y avergonzado por lo que le estaba pasando a su amigo: una combinación del grave antisemitismo que impregnaba la sociedad alemana, supuestamente culta, junto con la zafiedad académica de quienes veían en el estilo ensayístico, interdisciplinario e inclasificable de la creciente obra simmeliana algo imposible de definir según las convenciones más estrechas de la academia. Finalmente, ganó la cátedra de Estrasburgo (en una Alsacia en aquel tiempo en manos alemanas) el año en que comenzaría la Gran Guerra, en 1914. Era una universidad provinciana, sin el prestigio de las más conocidas. Por aquella época Simmel comenzó a interesarse por el vitalismo o filosofía de la vida (Lebensphilosophie) que propugnaba un análisis (racional) de lo irracional y de la irracionalidad humana. Murió pocos años después, en 1918, tras haber descubierto en sí mismo cierto entusiasmo belicista y patriótico, él que siempre se supo mantener distante de tantas pasiones tribales y nacionalistas. Se mostró distante, incluso, en contraste con Weber y otros colegas de su generación, de la causa pública y los asuntos políticos. Esta actitud no significó indiferencia a empresas académicas e intelectuales importantes. Cabe recordar que, junto con Tönnies y Weber, Simmel fundó la Asociación Alemana de Sociología. Fue él quien impartió la conferencia inaugural.
Simmel siempre mantuvo una posición marginal, sin acabar de integrarse nunca ni institucional, ni política, ni ideológicamente en ningún ámbito preciso. Simmel no estaba del todo dentro, pero tampoco estaba fuera, de su mundo. Los avatares de su vida –la forma de ella– coinciden plenamente con su contenido, para decirlo aristotélicamente, como a él le hubiera gustado. Georg Simmel es el hebreo que abandona la religión protestante en la cual ha sido bautizado, sin entrar en ninguna; el cosmopolita profundamente fiel a su cultura germánica y, en el momento de la guerra, patriótico sin ambages; el intelectual eminente al cual solo se entreabren –y de manera insultante– las puertas de la academia; el sociólogo muchos de cuyos discípulos poco o nada tienen que ver con la disciplina, el filósofo que contribuye al progreso de la sociología; el pensador que es popular en su tiempo pero cuyo mensaje necesita un siglo para ser entendido del todo. Capaz de estudios generales, evolucionistas y sistemáticos de la envergadura de la Filosofía del dinero, Simmel es también el pensador del fragmento, del aforismo diamantino, a pesar de su escritura a veces enigmática. Es, además, un férreo representante del racionalismo tradicional que, sin embargo, genera una teoría de la culminación, y tal vez final de la modernidad clásica, cien años antes de que algunos observadores occidentales empezaran a hablar, con más alegría que rigor, del advenimiento de la posmodernidad.
La marginalidad endémica de Georg Simmel durante su propia vida forma la base biográfica de su obra sociológica. Aunque, como siempre, es menester entender y juzgar esta última solo por sí misma. Simmel escribió mucho y sobre los temas más diversos. A menudo, estos escritos en su aparente diversidad, se convirtieron en textos clásicos para la ciencia social. Este es el caso de Sobre la diferenciación social, o El conflicto, el primero sobre desigualdad y estructuras y diferencias, el segundo sobre combates, luchas por bienes escasos y tensiones entre los humanos. Además, Simmel dirigió su interés hacia la moral, en sus dos volúmenes Introducción a la ciencia de la ética, de 1892 y 1893, obra de la cual después tomaría distancias. En 1900 apareció su ambiciosa Filosofía del dinero, y después de un notable número de ensayos, su Sociología: Indagaciones sobre las formas de la sociabilidad, en 1908, que contenía también algunos de ellos. A partir de este momento, Simmel pareció alejarse un poco de la sociología estricta (excepto en el caso de sus trabajos sobre sociología de la cultura) y se acercó a la filosofía, sobre todo al enfoque llamado vitalista, en el cual se sumergió antes de que lo sorprendiera la muerte. Dejó una obra póstuma, irrecuperable, puesto que fue incinerada por la barbarie nazi en 1933. Fue así inmolada por el terror político que, además, internó en el campo de exterminio de Dachau al único hijo del matrimonio formado por Gertrud y Georg Simmel, Hans, por el mero hecho de ser hijo de sus padres, de estirpe hebrea.
La obra simmeliana puede dar la impresión errónea de insuperable dispersión. Para empezar, el interés nuclear de su autor, el sociológico, fue compartido con el filosófico. Sus temas son tan variados –filósofos como Kant, Schopenhauer y Nietzsche; la moda; el dinero; la aventura; la subordinación social y la jerarquía; el peso del número en la vida social; el carácter femenino; la historia de la filosofía; la ética kantiana; la gran ciudad y el cosmopolitismo; el secreto y las sociedades secretas; y así sucesivamente– que invitan a caer en esta noción. Y también al hecho de que supusiéramos que Simmel solo atacara, casi jugueteando, los problemas que merecían su (pasajera) atención. No sorprende, pues, que, ya en su tiempo, y a pesar de la manifiesta profundidad de su aportación, más de algún observador lo tildara de diletante. A esto Simmel respondió que sí lo era, e incluso aceptó con sabia ironía –y contra los constructores de sistemas cerrados– que él solo vagaba –ich bin ein Flâneur, un paseante– por el mundo, contemplándolo con distanciada pasión (esta última convenientemente oculta) y con la perspectiva y a través del prisma que le era factible poseer con considerable esfuerzo intelectual. No es seguramente casual que el vagabundo intelectual, incapaz de especialización, con la calidad suprema de no poseer calidades que lo encasillen, contemplador analítico del mundo, fuera precisamente inmortalizado por uno de los alumnos de Simmel en Berlín, Robert Musil, autor de una de las más grandes novelas europeas de la época, El hombre sin atributos. (Sin contacto con el maestro berlinés, Marcel Proust también compuso en aquel tiempo una novela de igual envergadura, que posee obvios rasgos simmelianos.) En todo caso, juzgará el curioso lector en el resto de este libro –que es de esperar que sirva de estímulo para leer al mismo Simmel– si hay justicia en atribuirle a él las faltas que suelen afligir la ensayística superficial o desteñida. Pocos autores hay, como Simmel, que se puedan situar con tanta altura en la tradición que desde Montaigne y Bacon hasta hoy han hecho del ensayo la piedra de toque de su arte y ciencia.
Ello no se debe únicamente a la agudeza de sus juicios y sus intuiciones, sino al hecho de que Simmel, enemigo jurado de todo sistema cerrado de pensamiento, también posee un núcleo duro de posiciones y criterios generales de análisis, nada arcano, que confiere una extraordinaria unidad de propósito a sus exploraciones sociológicas, filosóficas, estéticas, culturales y económicas, por mucho que éstas tomen las más diversas e insospechadas direcciones. Adentrémonos en ellas ahora.