Capítulo I. Reflexiones iniciales sobre ética aplicada. Su sentido en el mundo de las profesiones

«Las éticas aplicadas han nacido más de las exigencias ‘republicanas’ de las distintas esferas de la vida social que de la ‘monarquía’ de unos principios con contenido que deban imponerse a la realidad social.»

A. Cortina (2003: 25)

«El innegable giro del pensamiento filosófico hacia la ética puede ser solo el signo de que por ahí anda la única respuesta a la pregunta por el sentido de la realidad. Si la idea de un mundo mejor no es suficiente estímulo para luchar por él, si esa idea, unida a la esperanza de que la transformación de la realidad es posible, no introduce sentido en la existencia, entonces habrá que concluir que la ética no tiene que ver nada con nosotros.»

V. Camps (1991: XVI)

Si el siglo XX fue el momento de las grandes esperanzas en la humanidad, el inicio del siglo XXI está marcado por la incredulidad sobre las posibilidades reales de llegar a un mundo más justo o, cuando menos, mínimamente vivible dentro de unos parámetros de respeto y de igualdad. Los ejemplos de deshumanización recogidos a lo largo de todo un siglo son tan numerosos que, de la perplejidad inicial al descubrir estas evidencias, se pasó al desconcierto ante las dificultades para encontrar las vías por las que retomar el proyecto de una humanidad justa. Se comprobó con sorpresa que la instrucción básica, la capacitación científica y técnica o el conocimiento intelectual no necesariamente daban lugar a un mundo mejor46.

Se constató, también, las importantes limitaciones de los sistemas jurídicos y eso llevó a invocar nuevamente el compromiso, la autorregulación, la confianza, el esfuerzo o la voluntad de servicio para mejorar la vida en comunidad. En este contexto, la ética apareció nuevamente como catalizador de estas expresiones que remiten al sentido del deber para convertirse en el refugio desde donde recomenzar este proyecto tantas veces truncado. Así pues, se inició el debate sobradamente conocido sobre cómo armonizar los derechos que corresponden a la esfera privada de la persona (o de las organizaciones) con las exigencias hacia la vida comunitaria o la esfera pública. En otras palabras, cómo articular una ética cívica, una ética de mínimos, una ética para la sociedad civil de carácter inclusivo frente a una ética de máximos, que correspondería a la esfera privada (Cortina, 1986).

Ahora bien, en este nuevo escenario se trata de repensar la ética desde el punto de vista de su aplicación a las situaciones concretas de la vida social y no tanto de la reflexión filosófica sobre el bien que, como se ha podido ver, a menudo ha quedado muy alejada de las prácticas reales en la vida cotidiana. Es decir, se inician los pasos para hablar de la necesaria vinculación de la ética con la realidad de donde emana, así que empieza a usarse la expresión ética aplicada como una nueva forma de enlazar la reflexión sobre los principios morales a las situaciones reales del día a día en los contextos donde se producen.

Antes de seguir avanzando, conviene clarificar que en este texto se utilizan de forma indistinta los conceptos «ético» y «moral» cuando son atributos de un sustantivo (por ejemplo, «conflicto ético» o «conflicto moral»). En cambio, se diferencian cuando se habla de ellos en forma substantiva y se apela a «la ética» o «lo ético» para hacer referencia a la capacidad de reflexionar sobre valores o a partir de valores y a la «moral» cuando se indica un código específico de conducta basado en una creencia o ideología específica que define cuáles son esos valores.

Por otra parte, ante las diversas acepciones de la idea de deontología, seguimos la propuesta de Wanjiru (1995: 26) de utilizar también como sinónimo las expresiones moral profesional, ética profesional y deontología profesional indistintamente, aunque en sentido estricto pueda haber diferencias de matiz entre ellas (moral y ética profesional tiene un carácter personal de libre adscripción individual a una forma de practicar la profesión mientras que deontología tiene un sentido colectivo de obligatoriedad sobre los deberes como miembro de la profesión). Como hemos indicado anteriormente, este es un texto construido desde la pedagogía, más próximo a la filosofía de la educación que a la filosofía moral, de manera que asumimos las fragilidades que se puedan presentar desde la perspectiva conceptual.

1.1. El sentido moral en la actividad profesional. Responsabilidad y servicio

Partiremos de la idea de que las profesiones son un ejemplo claro de servicio público; tienen sentido por lo que ofrecen a la sociedad, aparecen cuando las sociedades tienen una necesidad y desaparecen cuando esta necesidad deja de estar. Una actividad profesional implica siempre el colectivo de personas que la ejercen, de manera que el sentido moral que esta tome no puede circunscribirse únicamente al terreno de las morales personales; aunque el sistema de valores personal es una de las dimensiones a tener en cuenta en el momento de tomar decisiones morales, habrá que equilibrarlo con otros elementos propios de la dimensión pública. El desarrollo de las profesiones implica inevitablemente abrir el debate sobre las responsabilidades morales que se adquieren con la sociedad a la que se da un determinado servicio.

Este debate ha tenido una especial repercusión con las profesiones de carácter social, que se desarrollan en un territorio habitualmente lleno de incertidumbres, dudas y trampas. Mientras estas profesiones se movían dentro de las lógicas de la caridad o del control, los parámetros de referencia eran claros y poco exigentes. Ahora bien, en el momento que durante el siglo XX se entra ya en la lógica de los derechos fundamentales de las personas, la conflictividad y las contradicciones aumentan exponencialmente. La toma de conciencia sobre las desigualdades, sobre las lógicas sociales que provocan exclusión, sobre la facilidad con que se pierde el progreso y se vuelve a formas de vida poco favorables, hace que estas profesiones se vean obligadas a «estar alerta» ante la presión imparable y constante de unos elementos que a menudo dificultan la construcción de espacios sociales satisfactorios para el desarrollo humano. En estas realidades, la posición de los profesionales no suele ser cómoda: las facilidades para concluir las actuaciones de manera exitosa son poco habituales, los conflictos entre intereses son frecuentes y el cuestionamiento sobre el sentido de la tarea en un escenario de injusticia social es una sombra constante.

La exposición permanente a este tipo de situaciones conlleva la aparición más o menos intensa de un malestar indefinido del que no es fácil identificar el origen. Con frecuencia, esta tensión se atribuye a cuestiones organizativas, a problemas de gestión, a déficits en la planificación, a ausencias en la conceptualización teórica de una nueva problemática o a la indefinición de los encargos profesionales. Un análisis más detallado nos permite ver que, en realidad, se trata de conflictos de valor y que la solución o el camino para entenderlos y, si es posible, superarlos hay que buscarlo en el mundo de la ética.

Conviene destacar pues la diferenciación entre lo científico, lo técnico y lo ético. Como indica Sánchez (1996: 17-18), toda acción profesional presenta una triple dimensión o una lectura desde tres perspectivas. Por un lado, existe una dimensión técnica que ayuda a encontrar los materiales teóricos para proponer soluciones y dar respuesta a los problemas de carácter social. En segundo lugar, hay una dimensión estratégica que posibilita el tránsito de una idea a su operativización, es decir, nos asegura la viabilidad de la propuesta, nos marca los pasos para su realización y nos indica la manera para obtener resultados favorables. En tercer lugar, encontramos la dimensión valorativa, que nos pone ante la necesidad de decidir entre varias acciones y priorizar los valores éticos, posición política e ideológica que nos hacen definir qué resultados se quieren obtener y cuál es la forma más adecuada para alcanzarlos.

Esto nos permite afirmar, pues, que toda intervención se fundamenta en un conocimiento (lo científico), adopta una forma de estrategia (lo técnico) y responde inevitablemente a un porqué ideológico y político (lo ético), es decir, tiene una estructura moral que implica el compromiso con unas ideas y unos valores. Estas tres perspectivas se complementan entre ellas pero no se substituyen, así que las dificultades que puedan aparecer en cada una de ellas deben resolverse en esa esfera: los problemas de fundamentación en la perspectiva científico-técnica, los de diseño u organización en la perspectiva estratégica y las cuestiones en la perspectiva valorativa.

En principio, en la educación social las dos primeras perspectivas se identifican con claridad, porque hay una amplia tradición en su desarrollo. Pero puede ocurrir que la dimensión valorativa quede disimulada debajo de un lenguaje técnico y estratégico en el intento inútil de reducir la dimensión ética a una cuestión de protocolos técnicos de carácter mecánico (Sánchez, 1999: 58). También puede ocurrir que esté totalmente difuminada en un mar de conceptos técnico-estratégicos por la falta de un método o una estructura de referencia que permita reflexionar de forma explícita sobre las cuestiones morales de la profesión. Desde nuestro punto de vista, esto es lo que ocurre en las profesiones socioeducativas.

En el momento en que se toma conciencia de que un buen número de dificultades del ejercicio profesional tienen una raíz moral porque en su base están planeando conflictos de valor, las cuestiones morales dejan de ser un obstáculo infranqueable y pasan a convertirse en un compañero de viaje que deberemos aceptar de más o menos buen grado porque difícilmente nos podremos deshacer de él. Ya no será ninguna sorpresa para nadie que tenga una mínima experiencia en estos terrenos saber que en el ejercicio profesional inevitablemente habrá dudas, se producirán contradicciones entre valores y aparecerán situaciones de angustia generada por dilemas. Entonces se verá la necesidad de comprender la raíz del conflicto porque este es el primer paso para explorar las vías de posible solución o, cuando menos, para identificar los ejes a partir de los cuales se construye su tratamiento.

Ahora bien, pasar de la certeza técnica a la incertidumbre ética es un cambio substancial, una nueva mirada que abre unas perspectivas desconocidas y requiere un cambio cualitativo en la percepción de la realidad, de la propia tarea y de las propias potencialidades.

Un aspecto que conviene resaltar es que la reflexión moral sobre la práctica profesional no necesariamente debe girar siempre en torno al conflicto. Al contrario, hablar de ética ha de consistir desde un principio en la definición de un ideal ético que concrete y establezca el modo de entender la relación con la sociedad, la forma de dar sentido a una práctica, de construir la esencia moral o ethos constitutivo de la profesión (Wanjiru, 1995: 36).

Precisamente, podríamos decir que una parte importante de la conflictividad moral en las profesiones educativas, más allá de los conflictos inherentes a la naturaleza de su práctica, se debe a la falta de estructuración de un discurso y unas estrategias morales que minimicen las contradicciones que puede generar una profesión. Así pues, la reflexión sobre los aspectos morales de la práctica profesional comporta definir una posición de referencia y unas estrategias de anticipación y no solo resolver dificultades y conflictos.

La reflexión moral cuando no hay conflictos: las cuestiones morales o cuestiones éticas.

En primer lugar debemos hablar de las cuestiones morales (Ferrer, Álvarez, 2005: 86) o cuestiones éticas (Banks, 1997: 26). Se trata de elementos de carácter moral (principios y valores) que constituyen la base valorativa de referencia de una persona, o de un grupo de personas que tienen algún tipo de vinculación entre ellas, como puede ser una actividad política, asociativa o profesional. En el caso de las profesiones, expresan el compromiso que ésta ha adquirido con la sociedad de la que forma parte y, a la vez, son la guía orientadora de las acciones que les son propias. En este sentido, tienen una dimensión axiológica, porque expresan sus valores de referencia y, además, tienen una dimensión teleológica, porque ayudan a perfilar el sentido, la orientación que debe tomar, así como a concretar la finalidad de la profesión con relación a un bien. Dicho de otra forma, definen los valores que le sirven de referencia y los fines que persigue. Habitualmente, estos principios irrenunciables se presentan de manera explícita en documentos formales, como pueden ser un código deontológico o un ideario. Por otra parte, suele haber un trabajo proactivo tanto para clarificarlos en el seno de ese colectivo como para darlos a conocer y hacerlos visibles en sus actuaciones. Como se puede ver, este nivel de reflexión moral no conlleva ningún conflicto de valor y su clarificación puede facilitar que estos no aparezcan.

La reflexión moral cuando hay conflicto: el problema moral y el dilema moral

En segundo lugar, tenemos que hablar de situaciones donde los diferentes valores y / o principios que se han planteado como cuestiones morales entran en oposición o contradicción entre ellos en un escenario específico. Seguir una u otra opción conlleva aceptar que una parte quedará resentida por la elección. Aquí se pueden dar dos escenarios diferentes: que se haya previsto una posible solución al conflicto o que sea totalmente imprevisto y no haya ninguna respuesta prevista.

En el primer caso, hablaríamos de un problema moral (problema ético con palabras de Banks, 1997: 26). El problema moral implica que los profesionales disponen de una serie de respuestas preestablecidas de carácter provisional para aquella situación, ya sea porque las han vivido en otra ocasión y ahora aprovechan la experiencia, ya sea porque, en una anticipación con casos hipotéticos, orientada por las cuestiones morales que hayan predeterminado inicialmente, han decidido cuál sería la mejor opción dentro de ese escenario de conflicto, en caso de que se llegue a producir. El conflicto propiamente no desaparece, pero el profesional dispone de un marco que le facilita tomar una decisión sin demasiadas dudas. Como se puede ver, la autora incorpora aquí la idea de anticipación y le permite diferenciar el problema ético del dilema ético.

En el segundo caso, hablaríamos del dilema moral (dilema ético, en palabras de Banks, 1996: 26, o conflicto moral, en palabras de Ferrer, Álvarez, 2005: 89). Se trata de una situación no prevista que conlleva siempre una respuesta reactiva. Puede que haya estrategias formales y elementos de apoyo para gestionarlo (no siempre es así, como veremos más adelante en el análisis de las dificultades que los educadores y las educadoras sociales tienen frente a los conflictos de valor), pero la respuesta específica habrá que construirla.

Además de la imprevisibilidad y la respuesta de carácter reactivo, los dilemas morales tienen las siguientes características (Guisan, 1986: 25-47): se trata de situaciones vitalmente importantes que conllevan contradicciones personales, dentro de una vivencia subjetiva que puede cambiar con el tiempo. Esta subjetividad puede convertirse en una fuente de contradicciones interindividuales que dificulta la gestión de los dilemas, porque las diferentes motivaciones ideológicas y/o valorativas pueden hacer que haya múltiples criterios normativos para resolverlos.

Como profundizaremos más adelante, si el dilema moral se produce en el terreno profesional, que es de carácter público y colectivo, no se debería tratar como si fuera un conflicto privado (Vilar, 2007: 38). Es decir, que haya una vivencia personal y subjetiva no implica que se deba gestionar en el terreno personal-privado porque entran en juego otras obligaciones que superan los límites de la propia conciencia. Es conveniente tener en cuenta esta última característica (su carácter público) para entender la necesidad de construir un sistema colectivo de valores dentro de la profesión para la gestión de los conflictos. Este sistema debe asegurar que el dilema se trate de la manera más justa posible, tanto para el profesional que debe resolverlo como para el resto de personas que puedan estar afectadas.

Desde nuestro punto de vista, es conveniente hacer esta distinción entre cuestiones morales, problemas morales y dilemas morales porque nos permite ver tres niveles de reflexión y de acción bien diferenciados, pero a la vez simultáneos en la reflexión moral desde la práctica.

Por un lado, nos recuerda que toda actividad profesional tiene un sistema de valores que lo orienta, aunque éste en algunos momentos pueda ser inconsciente o implícito. Este sistema de valores hace referencia al compromiso que esta actividad ha adquirido con la sociedad de la que forma parte. Esta evidencia abre una línea de trabajo referida a la anticipación, el establecimiento de un horizonte claro de referencia que orienta la práctica profesional y a la previsibilidad de situaciones hipotéticas de conflicto mediante la creación de patrones propios. Como veremos más adelante, la capacidad de anticipación es un elemento fundamental que hay que desarrollar en los equipos para asegurar que sean capaces de establecer patrones de referencia (cuestiones morales) y aprender de la experiencia.

En segundo lugar, nos recuerda que en la actividad profesional, sobre todo cuando se trabaja con personas vulnerables, siempre habrá conflicto entre valores, pero no necesariamente serán siempre dilemas. Si se dispone de una respuesta preestablecida (un criterio, un protocolo), se tratará de «problemas morales». Como argumentaremos más adelante, es conveniente que el mayor número de conflictos posible esté en esta situación (conflicto de valores con una respuesta preestablecida, aunque revisable).

Esta reflexión nos lleva a una tercera consideración: será inevitable que aparezcan dilemas, esto es, situaciones no previstas para las que no hay criterios ni respuestas preestablecidas y, por esta razón, convendrá disponer de algún sistema de gestión de los dilemas que incluya estrategias para abordarlos y materiales de referencia que ayuden a tomar decisiones, de manera que estos dilemas lleguen a ser previsibles, se conviertan en experiencia elaborada aplicable en nuevas situaciones similares; en definitiva, que pasen de ser dilemas morales a problemas morales.

Por otro lado, vemos que disponer de unos elementos de referencia no asegura de manera automática su uso. Esta segunda evidencia nos lleva a estudiar la forma en que un equipo es capaz de proyectar sus principios hacia la acción y, a la vez, cómo es capaz de aprovechar la experiencia vivida para convertirla en saber elaborado aplicable a nuevas situaciones similares.

Así pues, estos tres ejes (el establecimiento de patrones propios, la elaboración de la experiencia vivida y la gestión de situaciones inesperadas) son los elementos a partir de los cuales hay que construir un sistema ético de referencia en las profesiones.

1.2. Éticas profesionales, éticas aplicadas

Indicábamos anteriormente que toda profesión necesita consensuar y determinar unos criterios sobre la bondad de su praxis en forma de principios explícitos sobre el sentido moral de aquella actividad. Estos principios son imprescindibles porque representan el compromiso que adopta con la sociedad a la que se da servicio, la responsabilidad pública que se adquiere cuando se ejerce una profesión, más allá de lo que indican las normativas. El elemento que posibilita definir este contrato con la sociedad es la ética profesional.

Curiosamente, de la misma forma que las profesiones se han ido planteando interrogantes morales sobre la bondad de sus actividades cotidianas, también, desde la filosofía, se han ido explorando formas para que este campo de conocimiento pueda aproximarse a la realidad del día a día de la sociedad. Como dice Cortina (2002: 46; 2003: 13), a los tres giros experimentados por la filosofía en el último siglo (giro lingüístico, giro hermenéutico y giro pragmático), hay que añadir el «giro aplicado», que es la reflexión sobre el uso y la influencia real de la filosofía moral en los diferentes espacios de la vida social. La cuestión no era ya fundamentar la reflexión filosófica sino poder aplicar estas reflexiones (Cortina, 1986: 153)47.

Nos encontramos, pues, en un escenario muy interesante donde confluyen las necesidades y los intereses tanto de los profesionales (en nuestro caso concreto, desde la educación social, aunque creemos que lo que nos planteamos es común a otros espacios de intervención educativa), como de la filosofía (de qué forma conecta con la realidad social), con un objetivo común de ser útiles a la sociedad de la que forman parte. El punto de contacto entre el conocimiento profesional y la reflexión moral lo encontramos en la ética aplicada. Así pues, a partir de ese momento entenderemos que la ética profesional es una forma específica de ética aplicada que hace la mediación entre unos principios éticos generales y unas realidades concretas donde estos se deben utilizar (Hortal, 2002: 29).

Las éticas aplicadas nacieron, «más que por un imperativo filosófico, por el imperativo de una realidad social que las necesitaba en sociedades moralmente pluralistas» (Cortina, 2002: 48-49; 2003: 14 y ss.). De forma simultánea, las diferentes instancias sociales (los gobiernos, las personas expertas, la sociedad civil y el propio campo de la filosofía moral) vieron la necesidad de afrontar problemáticas propias de un mundo cada vez más cambiante, complejo e ideológicamente plural, para las que no tenían respuesta desde argumentaciones estrictamente técnicas ni desde los referentes ideológicos y éticos tradicionales.

Del mismo modo que se fue trabajando para definir una ética mínima de consenso como marco regulador de la vida social, también apareció la necesidad de establecer estos consensos en los diferentes ámbitos de la vida pública (económica, política, profesional, etc.). En el caso de las profesiones, la ética aplicada representa, pues, un punto de encuentro entre los interrogantes que derivan de la responsabilidad moral del ejercicio profesional (una vez que se ha visto que el aplicacionismo tecnológico no da respuesta a todas estas dudas) y la reflexión filosófica que quiere contextualizarse en la sociedad de la que forma parte, al ver que la aplicación literal de los grandes preceptos abstractos es un camino estéril ante la complejidad del mundo actual. En este encuentro, ambas perspectivas se dan a conocer la una a la otra desde sus certezas, desde sus dudas y desde sus inseguridades para proceder a construir una nueva mirada que integra las virtudes de las dos perspectivas.

La ética profesional se entiende como la conciencia que tiene una profesión respecto a los bienes que aporta a la sociedad y sobre el conjunto de deberes, normas y sanciones que regulan su práctica (Hortal, 2002: 29). La estructura moral de una actividad social/profesional debe tener en cuenta, al menos, cinco grandes puntos de referencia (Cortina, 2003: 32): los fines sociales de la actividad que hacen que esta tenga sentido, unos mecanismos que debe seguir para alcanzar estos fines, el marco jurídico-político propio de la sociedad donde se da aquella actividad, que se presenta en forma de documentos legales, las exigencias de la moral cívica de aquella sociedad y, finalmente, las exigencias de la moral crítica que se plantean desde la ética discursiva.

La función de las éticas profesionales es descubrir cuáles son los principios que orientan una actividad profesional determinada, los valores en que estos fines se traducen y las virtudes que deben manifestar los profesionales para lograr los bienes internos propios de aquella actividad profesional (Cortina 2002: 54; 2003: 33), en definitiva, en qué consiste de manera explícita y concreta ser un buen profesional, hacer un buen ejercicio de la profesión. Para obtener la legitimidad social, la actividad debe producir los bienes que la sociedad espera de ella y a la vez respetar los derechos reconocidos por esta sociedad (Cortina 2003: 34).

La ética profesional recurre explícitamente a la reflexión y al lenguaje filosófico como elementos imprescindibles en el desarrollo de su tarea. Ahora bien, no se trata solo de la construcción de una moral cotidiana (que sería la elaboración de normas específicas para orientar la vivencia diaria de los principios morales de un equipo o una profesión), sino la aplicación del saber filosófico para la creación de elementos que posibilitan la gestión de los conflictos de valor que aparecen en el día a día de la actividad profesional.

Como se puede ver, las éticas profesionales tienen un sentido ideal cuando explicitan los elementos que definen la promoción competente y responsable del bien a cuyo servicio está una profesión. Pero, a la vez, no se conforman exclusivamente con la enumeración de ideales y principios, sino que se preocupan por encontrar cómo estos se concretan en la realidad. En este sentido, es finalista porque busca resolver una determinada situación, aunque sea provisionalmente. Al mismo tiempo, podemos afirmar que tienen un sentido realista: unifican tradiciones teóricas, ideológicas y, sobre todo, estos principios se contextualizan en una realidad social e histórica y en una cultura moral específica (Hortal, 2002: 28).

Desde la perspectiva de los profesionales (profanos en la filosofía), la ética profesional, como forma específica de aplicación de la ética, es el escenario donde se puede encontrar el punto de referencia que da elementos para afrontar las dudas y los retos éticos que plantea su actividad cotidiana. Ahora bien, el acercamiento entre una profesión y la filosofía no es una tarea fácil.

En el caso que nos ocupa, partiremos de la idea (discutible y posiblemente equivocada, pero en cualquier caso representativa de la realidad) de que el educador social no tiene una formación especialmente centrada en filosofía, es una persona capacitada técnicamente, que tiene sensibilidad moral, que sufre las contradicciones de la profesión, que tiene dudas éticas (a menudo sin saber que las dudas que tiene son de esta naturaleza) y que necesita instrumentos que lo ayuden a resolverlos. Esto hay que tenerlo en cuenta, porque el sistema de orientación que se construya dentro de esta temática se debe mover en una complejidad ético-filosófica que pueda ser seguida desde una mirada no especializada en filosofía.

El profesional no domina el discurso filosófico ni está claro que necesariamente deba dominarlo en un sentido altamente especializado. Desde nuestro punto de vista, para que el educador social pueda reflexionar moralmente sobre su actividad profesional, debe disponer de conocimientos y referencias que le permitan moverse con comodidad en un discurso filosófico que le sea cercano, aunque, en sentido estricto, no necesariamente deba convertirse en una persona experta en estas temáticas.

El discurso del profesional que reflexiona desde la ética para la mejora de su profesionalidad no es el mismo que el del filósofo que construye teoría filosófica, porque tratan problemas de naturaleza diferente. En el caso que nos ocupa, no se trata de construir una filosofía sobre las profesiones, sino de definir criterios morales para poder hacer una buena actividad profesional. La preocupación del profesional es estar capacitado para dar respuestas concretas a los problemas específicos que se le plantean en el transcurso de su actuación, con la voluntad de aumentar el bien social común. Sin embargo, también es cierto que, para poder hacerlo, debe ser capaz de utilizar los instrumentos mínimos de la ética y la filosofía que le permitan resolver las dificultades de su práctica.

Aranguren plantea claramente la dificultad al acercamiento de los profesionales al mundo de la ética al diferenciar la ethics docens, esto es, la ética académica, la construcción teórica de la ética, de la ethics ludens, en este caso la experiencia cotidiana de los conflictos éticos vividos desde una determinada moral (Aranguren, 1988: 25). También lo hace Alsius (1998: 19) cuando se pregunta qué relación se establece entre el discurso social sobre la ética (lo que la ciudadanía, a menudo de manera difusa e inconcreta, define como un «comportamiento ético») y lo que se entiende por ética en los foros filosóficos universitarios, que se concreta frecuentemente en un discurso metaético.

La vía que proponen ambos autores para armonizar estas dos perspectivas es la de encontrar un lenguaje que vincule el discurso teórico y filosófico de la ética a la realidad cotidiana de los conflictos de valor y su gestión desde el debate entre las diferentes posibles morales. Normalizar la presencia de los valores en la profesión requiere mantener un equilibrio entre los lenguajes del saber ético y el lenguaje del saber técnico, en una especie de «bilingüismo» (Hortal, 2002: 20).

Así pues, es imprescindible que el profesional tenga una mínima cultura en cuestiones éticas que lo haga competente para abordar las cuestiones morales y, a la vez, que el filósofo conozca las particularidades de la profesión donde se está utilizando este saber. Dicho con otras palabras: desde la perspectiva de las éticas aplicadas a la profesión, no resulta ser de mucha utilidad el filósofo desconocedor de la lógica de la profesión, pero tampoco sirve el profesional experto que no dispone de una mínima cultura filosófica ni de una sensibilidad desarrollada para tratar temas morales.

Este es, precisamente, uno de los primeros retos de futuro que hay que tener presente en ambas disciplinas: por un lado, aproximar el discurso filosófico a las posibilidades de comprensión de los no expertos en filosofía y, por otro, abrir la profesión al discurso filosófico como un elemento más a tener en consideración en cualquier acción cotidiana. Sobre este punto volveremos más adelante, en el apartado de propuestas y retos de futuro.

1.3. El caso de la bioética. Un punto de referencia

La existencia de unos procesos técnicos rigurosos no asegura la justicia en las actuaciones que se desarrollan sobre las personas. Esto se vio muy claramente en la medicina y las ciencias de la salud, que es donde encontramos las primeras reflexiones claras y sistematizadas respecto al sentido moral de la práctica profesional con la aparición de la bioética. En 1971 se empieza a utilizar la expresión «bioética» para designar la necesidad de construir puentes entre la cultura de las ciencias naturales y la cultura de las humanidades. Que algo sea técnicamente posible no significa que sea humanamente aceptable, como bien se pudo comprobar respecto a la experimentación con personas en los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial.

El concepto «bioética» tiene dos tradiciones originales. La primera, de carácter más biomédico, está representada por André Hellegers y se preocupa por acercar los grandes avances técnicos de las ciencias médicas a los problemas específicos de las personas relacionados con la salud. Esta ha sido la tendencia predominante en el desarrollo de la ética médica. La segunda, de carácter más ecológico, está representada por Van Rensselaer Potter y se preocupa por la contribución del desarrollo científico y técnico para alcanzar un mundo más civilizado (Ferrer, Álvarez, 2005: 60-62). Aunque esta fue una opción de poco recorrido, debido al desarrollo mucho más evidente de la primera, en la actualidad está recuperando su espacio dentro de las reflexiones sobre una «bioética global» muy cercana a la ecología.

En ambos casos, la reflexión de partida ha sido la necesidad de definir criterios que indiquen cómo utilizar el conocimiento y la técnica científica y que determinen los límites de este uso, más allá de lo que puedan establecer los marcos legales, para asegurar una vida digna.

Estas reflexiones iniciales acabarán cristalizando en 1979 con la presentación del informe Belmont48, elaborado por la Comisión Nacional para la Protección de los Seres humanos de la Experimentación Biomédica y de la Conducta, y que representará el marco fundamental de referencia moral aplicable a la investigación médica, que posteriormente se convertirá en referencia para la construcción de otros marcos similares en diferentes profesiones.

Si nos entretenemos en este informe ahora es sobre todo porque se ha convertido en un elemento de referencia posterior para las diferentes disciplinas de las ciencias humanas que han iniciado trabajos sobre el sentido moral de su actividad.

El contenido de este informe parte de hacer la distinción entre la práctica –que es la aplicación del saber en forma de actividad profesional (en este caso de la medicina) para generar un bien– y la investigación, que es la creación del conocimiento en condiciones experimentales para generalizar su uso en un momento posterior. Aunque a menudo el límite entre una y otra es difuso, podemos decir que la investigación es una actividad que se centra en la lógica de las disciplinas, mientras que la práctica debe incorporar los elementos circunstanciales de las realidades sociales y personales donde este conocimiento se aplica.

A partir de esta premisa inicial, en el informe Belmont se definen los tres grandes principios básicos de la bioética:

• Principio de respeto a las personas (que posteriormente se ha definido también como principio de autonomía).

Este principio parte de dos convicciones iniciales. En primer lugar, que todas las personas deben ser tratadas como seres autónomos y, en segundo lugar, que en el caso de tener limitada su autonomía por alguna razón, tienen el derecho a ser protegidas (Belmont, 1979: 2). Esto implica tratar a las personas que utilizan los servicios profesionales con respeto, dignidad y consideración, teniendo en cuenta sus opiniones y sus convicciones, y respetar sus derechos y pedir su consentimiento, después de haberlas informado de forma inteligible sobre las diferentes alternativas que se abren para tratar su caso, así como las consecuencias de cada una de ellas (Hortal, 2002: 134/173).

• Principio de beneficencia.

Se refiere a tratar a las personas no solo respetando sus decisiones y protegiéndolas del engaño, sino esforzándose también para asegurar su bienestar. En este caso (y superando el tono de carácter benéfico que puede sugerir la idea de beneficencia), se trata no solo de no causar ningún daño sino, a la vez, de buscar el máximo beneficio (Belmont, 1979: 3). Estas consideraciones implican desarrollar las acciones profesionales con corrección, competencia y responsabilidad, a fin de asegurar que se hace un bien a las personas. Es necesario asegurar que la actividad bien hecha contribuye a mejorar la vida de estas personas o, al menos, a que no vivan peor (Hortal, 2002: 116/173).

• Principio de justicia.

Se trata de definir los criterios de equidad que aseguren una distribución justa de los bienes que una actividad genera sobre las personas, así como las cargas de su implementación (Belmont, 1979: 4). Este principio está estrechamente relacionado con las condiciones sociales y el escenario vital específico de las personas. No se trata de cumplir las obligaciones propias del profesional de manera abstracta o ideal, sino de contextualizarlas en el marco donde desarrolla su tarea, tanto en el entorno institucional como en el entorno social donde debe ejercerla. Esto implica disponer de criterios que posibiliten establecer adecuadamente las prioridades para administrar los esfuerzos y los recursos en tanto que servicio público, de modo que sus tareas se ajusten de la mejor manera posible a las necesidades de las personas en ese contexto específico (Hortal, 2002: 158/173).

Finalmente, por oposición a estos tres principios y como consecuencia de ellos, hoy en día hay autores que incluyen también el principio de no maleficencia, que hace hincapié en la obligación, no solo de evitar los perjuicios sino de hacer el bien. La necesidad de explicitar y mostrar lo que se deriva de forma natural de los anteriores principios nos da pistas sobre la preocupación respecto a todo aquello que tiene que ver con una predisposición positiva y activa para hacer el bien. Así pues, aunque este principio no forma parte del informe Belmont, creemos que es de interés comentarlo brevemente.

• Principio de no maleficencia.

Este principio insiste en la necesidad de evitar acciones inadecuadas o erróneas que puedan perjudicar o dañar a las personas que reciben el servicio, ya sea por omisión o actuación injusta. En este caso, se haría referencia a no manipular a las personas, a no ejercer violencia, a no cometer injusticias o privar de lo que les corresponde desde el abuso del rol profesional (Hortal, 2002: 163/174).

Estos cuatro grandes principios representan el punto de partida a partir del cual el conjunto de las profesiones ha ido elaborando sus propios códigos deontológicos. Como veremos en el capítulo dedicado a los principales conflictos éticos en la educación social, buena parte de estos conflictos son el reflejo de una insuficiente presencia de algunos de ellos, de las contradicciones entre las prioridades y las obligaciones que se derivan de estos cuatro principios marco o de los errores en la aplicación si no se cumplen como mínimo las tres condiciones de aplicación específicas que se describen en el informe:

• El consentimiento informado: dar a la persona la oportunidad de elegir entre las diferentes alternativas que se le presentan, después de ser informada con claridad y precisión sobre las consecuencias de cada una de las alternativas con que se trabaja. Este concepto es una fuente de conflictividad importante en la acción educativa porque está directamente relacionado con el tema del respeto y la directividad, sobre todo cuando se trabaja con personas que por sus circunstancias personales tienen dificultades para tomar decisiones.

• La evaluación de los riesgos y beneficios de las prácticas que se estén realizando: valorar los efectos positivos y nocivos de la experimentación, tanto para la persona concreta como para todas aquellas otras que puedan resultar indirectamente afectadas por esos efectos.

• La selección de personas: tener conciencia sobre las circunstancias que pueden hacer injusta la selección de unas personas en lugar de otras, ya sea por los efectos negativos que pudiera producir esa acción como por los beneficios «no merecidos» que se pudieran derivar.

De la misma forma que las ciencias biomédicas y de salud así como las profesiones que se derivan de ellas, tienen como marco general de referencia la bioética, las ciencias y profesiones vinculadas a la acción socioeducativa también deberían tener el suyo propio. Sólo que si en el primero se identifica la atención y la calidad de vida humana en términos biológicos y sanitarios, en el segundo, estas ideas deben profundizarse en términos sociales, esto es, en el desarrollo de los derechos de inclusión y de ciudadanía.

1.4. El uso de la libertad en la actividad profesional: más allá de la legalidad y la ilegalidad

La cuestión que vamos a plantearnos en este apartado hace referencia al debate abierto en el terreno de la ética profesional sobre el nivel de obligatoriedad en el uso de las orientaciones morales y, sobre todo, sobre las consecuencias que se pueden derivar de las actuaciones moralmente censurables, pero no ilegales. Evidentemente, existen instrumentos con un carácter más o menos normativo (como es el caso de los códigos deontológicos), pero esta normatividad es cualitativamente diferente de la que puede derivarse de un sistema legal:

“el código deontológico, como el de valores o buenas prácticas, al no ser un código jurídico, sino moral, no puede imponerse por coacción externa, forzando la conciencia de los individuos que han de asumirlo” (Román, 2009: 17).

Mientras que en los sistemas normativos que se construyen en el terreno jurídico, la obligatoriedad es indiscutible y su no cumplimiento implica una sanción, en el terreno moral las normas son «relativamente» obligatorias (son autoimpuestas) y no van acompañadas necesariamente de sanciones o, al menos, estas pueden tener un carácter simbólico (sobre todo en profesiones donde la colegiación no es obligatoria y, por tanto, dispone de instrumentos débiles para censurar malas prácticas).

Vamos a insistir, pues, en la idea de que lo deontológico, aún siendo moralmente obligatorio, es cualitativamente débil desde un punto de vista jurídico, por la imposibilidad de ser evaluado desde criterios exclusivamente legales.

Todo está relativamente claro cuando trabajamos desde la dicotomía entre legalidad e ilegalidad. En estos casos, la ley y la norma se convierten el elemento de referencia externo que determina los márgenes por donde debe transitar la actividad humana (o la actividad profesional en sentido específico). El «bien y el mal» están claramente determinados por unas normas que reflejan el sentir social de una determinada colectividad en un contexto histórico determinado. Estas normas pueden ser cuestionables y a veces dudosamente justas, pero marcan de manera precisa las fronteras de lo que está convencionalmente aceptado y diferencian lo que se puede hacer de lo que no se puede hacer. Por otra parte, su cumplimiento no depende de las interpretaciones individuales y subjetivas y existen mecanismos y estructuras socialmente aceptadas y reconocidas para hacer que se apliquen o para actuar en caso de que no se cumplan. Como las diferentes leyes o normas se prestan a ser interpretadas, pueden abrirse procesos de debate para revisar su conveniencia y ser modificadas, teniendo en cuenta que, mientras están vigentes, aunque sean discutidas, hay que obedecerlas.

Pero, como es bien sabido, la justicia no se puede reducir a la legalidad. En el mejor de los casos, un sistema jurídico se inspira en los grandes derechos universales, pero también puede ser que lo que lo motiva quede lejos de estos grandes derechos y se convierta en un marco claramente injusto. En cualquier caso, se puede afirmar que hay situaciones donde el derecho se queda «corto». Las normas definidas en el marco del derecho difícilmente pueden preverlo todo y tampoco pueden traducir a situaciones operativas y concretas los matices de los grandes principios éticos o los aspectos no materiales de cada uno de ellos. La ley es siempre una concreción y como tal siempre conlleva un reduccionismo, de modo que determinadas situaciones enfocadas estrictamente desde una perspectiva jurídica pueden dar un resultado claramente insuficiente en el camino hacia la justicia. La persona es activa (y creativa), de manera que sin caer en los comportamientos ilegales, tiene un amplio margen de maniobra en el momento de desarrollar una acción, ya sea cuando actúa desde el rol de ciudadana como cuando lo hace desde el de profesional. Se trata del uso de la propia libertad para interpretar situaciones y para definir la dirección hacia donde orientar su actividad.

Por ello, creemos que la ética profesional nos remite a un territorio que va más allá de la norma jurídica o, mejor dicho, a un espacio (el espacio moral) donde la norma es autoimpuesta, es decir, que depende de manera exclusiva de la predisposición y voluntad del profesional de imponerse unos límites frente al poder que le otorga la formación recibida. Por ello, la auténtica profesionalidad debe fundamentarse en el sentido moral, debe situar su reflexión en parámetros que superen el límite de lo jurídico y la dualidad simplificada entre lo legal y lo ilegal.

Como puede verse, el problema se presenta en la actitud, en el talante con que el profesional ejerce la tarea propia de su actividad en relación con el bien social común al que está contribuyendo a construir. Aunque su posición debe situarse en el terreno de la legalidad, tiene un amplio margen para transitar por ella. Puede cumplir la ley de forma mecánica y aséptica o, por contra, puede hacerlo de forma reflexiva y crítica. Se trata de ver de qué manera la cumple y esto supera los límites de la ley y nos sitúa en un territorio ético que depende exclusivamente de la propia conciencia. En este caso, estaríamos en un escenario de carácter prejurídico (Alsius, 1998: 55).

Estamos hablando de situaciones donde puede haber «censura moral», pero a menudo sin repercusiones reales hacia la persona que ha tenido una actuación moralmente dudosa. Se trata de la decisión libre de buscar el bien, no solo lo correcto, y de querer traducir los valores en actitudes cotidianas, en hábitos virtuosos. Como muy claramente dice Cortina «si el ejercicio de la actividad profesional exige excelencia, y no basta con evitar la negligencia, entonces el derecho es insuficiente: es preciso forjar el ethos, el carácter de la actividad, que se forma con valores, principios y virtudes, no con el mero seguimiento de leyes. […] No se trata con todo ello de eludir las obligaciones jurídicas mediante códigos éticos corporativistas, sino de elaborar una autorregulación no corporativista» (Cortina, 2003: 16-17).

Esta es una cuestión de vital importancia en esta temática. Para poder hablar de ética en las actividades profesionales, en primer lugar debemos partir de la evidencia de que existe un amplio margen de libertad (y, por tanto, de responsabilidad) en la forma según la que cada profesional interpreta y ejerce su rol. Como indica Morin (2006: 165),

«Cuanto más compleja es una sociedad, menos rígidos o pesados son los constreñimientos que pesan sobre los individuos y los grupos, de suerte que el conjunto social puede beneficiarse de las estrategias, iniciativas, invenciones o creaciones individuales. Pero el exceso de complejidad destruye los constreñimientos, distiende el vínculo social, y la complejidad, en su extremo, se disuelve en el desorden. En estas condiciones, la única salvaguarda de una muy alta complejidad se encuentra en la solidaridad vivida, interiorizada en cada uno de los miembros de la sociedad. Una sociedad de alta complejidad debería asegurar su cohesión no solo con “leyes justas”, sino también con responsabilidad/solidaridad, inteligencia, iniciativa, conciencia de sus ciudadanos. Cuanto más se complejice la sociedad, más se impondrá la necesidad de la autoética».

Las profesiones dan poder a las personas que las ejercen y la cuestión es ver cómo usan ese poder, qué fines persiguen, qué medios utilizan. También es necesario analizar qué principios inspiran su actividad, si estos principios están compartidos por todo el colectivo o si cada persona tiene unos criterios particulares en el momento de reflexionar sobre la bondad de las diferentes acciones que se desarrollan en su nombre: si se basan en una voluntad sincera de servicio a las personas (y cómo se interpreta la idea de servicio) o si, por el contrario, se trata de obtener algún beneficio de ellas. La preparación específica que se recibe al acceder a una profesión da una posición social y económica más o menos alta, junto con el monopolio sobre una actividad y otros privilegios corporativos. No hay ningún inconveniente en aceptar la existencia de esta situación de privilegio y de poder; el problema surge cuando una actividad goza de estos privilegios, pero a la vez desarrolla resistencias al control público o evade la responsabilidad social adquirida en la relación con los clientes (Hortal, 2002: 53 y ss.).

No hay que perder de vista que las profesiones son actividades públicas y tienen razón de ser en función del compromiso de servicio que han adquirido con la sociedad de la que forman parte. Como veremos detalladamente más adelante, son a la vez una praxis concreta, pero también una mirada que se orienta hacia un ideal de sociedad, de modo que necesitan determinar cuáles son los elementos valorativos que dan perspectiva, sentido y orientación a esta praxis. No se trata solo de estar dentro de los parámetros de orden y legalidad que regulan cualquier actividad humana, sino de definir los elementos morales que la orientan hacia alguna forma de justicia en tanto que compromiso con la sociedad. En la medida en que estos grandes elementos –los principios– estén bien definidos e imbricados en la práctica del día a día, podremos afirmar que se tratará de una actividad orientada hacia la justicia, mientras que, si estos no existen, seguramente estará dentro de la legalidad pero no necesariamente será una actividad justa.

La realidad es que una profesión puede estar inspirada en ideales de justicia social y de solidaridad, de trabajo por un mundo más humanizado o, por el contrario, se puede construir desde una posición que busca de manera exclusiva el beneficio inmediato de los profesionales, o que, simplemente, hace de su tarea una repetición mecánica y desimplicada de protocolos de actuación que rehúyen todo tipo de compromiso hacia algún ideal. Aun siendo una posición lícita siempre que esté dentro de la legalidad, en este caso se podría afirmar que situarse en la comodidad de un contexto de respuestas burocratizadas o tecnocráticas no sería una actitud apropiada respecto a la responsabilidad moral que se adquiere en las profesiones de carácter educativo y social (Banks, 1997: 34), pero no podría ser considerada una mala práctica desde un punto de vista normativo.

Los estudios de L. Kohlberg (1987: 88-89; 1989: 80-81; 1992: 185-198) sobre los estadios de desarrollo moral y sus correspondientes niveles o sistemas de pensamiento aportan un punto de vista que aporta claridad a esta cuestión. De la misma forma que una persona construye respuestas ante los conflictos de valor desde una perspectiva preconvencional, convencional o posconvencional, la actividad profesional puede analizarse también desde esta triple perspectiva.

Desde la perspectiva preconvencional, la actividad tendría como objetivo exclusivamente el beneficio de la persona que la realiza y solo consideraría el punto de vista de la persona a quien se dirige o de otros agentes sociales para evitarse un problema o aumentar aún más el beneficio. Una práctica de esta naturaleza no tendría demasiados inconvenientes para entrar en la ilegalidad con el objetivo de conseguir sus fines, de modo que en sentido estricto no se trataría de una profesión (que implica siempre alguna forma de servicio a la sociedad). Las situaciones que se pueden dar con cierta frecuencia serían aquellas en las que los profesionales actúan dentro de la ley pero desde motivaciones preconvencionales. Es decir, actúan dentro de los parámetros de la ley pero con la intención de evitarse un problema o de obtener un beneficio propio, no por el convencimiento de la necesidad de seguir la ley o de actuar desde la motivación de principios de justicia. Puede darse el caso, como veremos más adelante, de que un profesional o un equipo que está muy desbordado o en una situación de mucha presión acabe cayendo en esta forma de funcionamiento. En este caso, aún sin disculparlo, deberíamos entender que intentan «sobrevivir» a una situación de estrés permanente, claramente maltratadora.

Desde la perspectiva convencional, la profesión y las personas que la integran interpretan sus obligaciones hacia la sociedad estrictamente en términos de legalidad-ilegalidad. Esta forma de pensamiento tiene presente el deber hacia la colectividad, pero confunde legalidad con justicia, por lo que una buena práctica sería aquella que se ajusta a los criterios que marca la ley y no entra a considerar si esta es justa o no. Una práctica de las profesiones socioeducativas desde esta óptica puede convertirse en una fuente de malestar para las personas que analizan y cuestionan el sentido y la bondad de las normas desde una posición basada en principios de justicia, de carácter posconvencional.

Finalmente, desde la perspectiva posconvencional, los criterios de referencia para construir la profesión y su práctica son de justicia y están fundamentados en valores y principios (con toda la complejidad que implica hacer esta aclaración). En esta perspectiva hay una clara diferenciación entre lo que es legal y lo que es justo, de manera que una buena práctica consistiría en la adecuación de las acciones a los principios que orientan esa actividad y los efectos que generen, y no exclusivamente en la obediencia a la ley que, en algunos momentos, puede ser cuestionada a la luz de los principios morales. Además, implica que el profesional, en el ejercicio cotidiano de su actividad, pone en juego un conjunto de hábitos virtuosos, de comportamientos honestos que conectan los principios y valores con las prácticas efectivas de la actividad.

Así pues, la ley se puede aplicar en términos convencionales (que implica literalidad, falta de análisis de consecuencias y descontextualización) o, por el contrario, se puede hacer en términos posconvencionales, esto es, aceptando que hay un margen interpretativo del agente que debe aplicar, que tiene en cuenta los efectos de la aplicación en esa situación concreta. Desde nuestro punto de vista, el pensamiento posconvencional es el que permite circular por el terreno de la evaluación crítica de la norma y entrar realmente en el terreno de la ética. Nos parece oportuno ilustrar esta reflexión con los interrogantes que se plantea Santiago Vidal al referirse a su profesión de juez (2001: 50-52): «¿Qué hacer? ¿Olvidar el conflicto de fondo y aplicar mecánicamente la norma? O, por el contrario, ¿cuestionar su validez en clave de interpretación constitucionalista del deber de aplicarla o no, de acuerdo con la realidad social? […] Hay que interpretar la norma de acuerdo con la doctrina constitucional y en favor del más débil. […] No somos ni debemos ser simples aplicadores de códigos normativos. La misma ley nos da el instrumento jurídico idóneo para buscar este objetivo de justicia universal: interpretar la ley a nuestro alcance siempre en clave constitucionalista».

Esta perspectiva, que se basa en el ejercicio de la libertad y la libre adscripción a una forma de actuar, se convierte en una normatividad ética, no jurídica. Como dice García-Marzá (2003: 160), «el gran reto de las éticas aplicadas es facilitar una orientación normativa que nos permita buscar soluciones […] que si bien se dan dentro de un marco jurídico, no pueden reducirse ni identificarse con los procedimientos legales». Es decir, estamos partiendo de un cierto grado de autorregulación y de autocontrol que busca la excelencia de la profesión. Consecuentemente, se pone de manifiesto la predisposición explícita y gratuita de autolimitarse respecto al poder que da el rol profesional. Insistiremos pues en la idea de que entre la legalidad y la ilegalidad hay un amplio espectro de posibilidades de acción que el profesional puede elegir libremente, en función de los principios que guían su percepción de la profesión y de su propia actitud personal.

Llegados a este punto, el debate que se abre es si un determinado colectivo profesional puede llegar a normativizar de forma imperativa, pero al margen del marco jurídico ordinario, un sistema de normas de carácter obligatorio y moverse en una lógica parajurídica (Alsius, 1998: 55-56). En este caso, estaríamos hablando nuevamente de un sistema «legal» de obligado cumplimiento, aunque sea con relación a los «buenos comportamientos éticos». Aunque los códigos deontológicos determinan las normas de obligado cumplimiento, en este caso nos referiríamos a estructuras normativas mucho más explícitas. Se trataría de los códigos de conducta o códigos éticos (la terminología puede ser diversa; la idea básica es su carácter imperativo y la existencia de sanciones si se vulneran), que son la traducción de los principios éticos orientativos a un sistema imperativo de normas, obligaciones y sanciones y que mantienen diferencias cualitativas con los códigos deontológicos, que, tal y como hemos argumentado, nos parece que tienen un carácter orientativo.

No es fácil resolver esta disyuntiva, pero desde nuestro punto de vista, si una profesión en su conjunto quiere dar una imagen de honestidad hacia la sociedad y mostrar su carácter moral, debe disponer de mecanismos internos de identificación de las posibles «malas prácticas» de sus profesionales sin que tenga que intervenir necesariamente el sistema jurídico ordinario porque, si se llega a ese punto, esa intervención se produce desde una perspectiva legal y la profesión ya ha perdido la oportunidad de mostrar su sentido moral.

Para terminar este apartado inicial, insistiremos en la idea de que hablar de ética profesional requiere tener presente la diferencia entre el discurso ético de carácter orientativo y autónomo (que implica libertad de elección, a menudo sin sanción, y se orienta hacia la justicia), del discurso jurídico-legal de carácter imperativo y heterónomo (que implica obligatoriedad de cumplimiento, es sancionador y se orienta hacia el orden). El desarrollo técnico de las profesiones no asegura que las actuaciones estén dentro de unos parámetros de justicia. Hay que entender, pues, que la ética ocupa el espacio que queda entre la técnica y las leyes, por un lado, y los principios que orientan hacia la justicia, por la otra. La construcción de una profesionalidad individual y colectiva honesta requiere mantener la diferenciación entre el universo ético y el universo jurídico y la no reducción del uno al otro porque implica situarse en el terreno de la libertad del profesional y de su capacidad de autorregulación.

1.5. Procesos de construcción de los sistemas éticos

Hasta ahora hemos visto la necesidad que tienen las profesiones de definir una posición moral desde la que abordar su práctica cotidiana mediante la construcción de un sistema de referencia de carácter ético. Este sistema ha de servir para dar a conocer la profesión, manifestar el compromiso que esta adquiere con la sociedad y establecer criterios orientativos para la gestión de los conflictos que puedan aparecer en el ejercicio de esa actividad.

La construcción de este sistema de referencia puede hacerse desde diferentes modelos o planteamientos teóricos. Los diferentes autores coinciden en que en el proceso de construcción de los paradigmas que sirven de referencia a las teorías éticas, se pueden distinguir tres grandes niveles de reflexión que se complementan y se relacionan entre ellos. (Cortina, 2003: 29, Hortal, 2003: 94-96; Maliandi, 2002: 113-114, 2006: 206/221):

• En primer lugar, se identifica un nivel de fundamentación y justificación racional del sentido general de la ética y de las normas morales (parte A)49. Este nivel se correspondería con la ética general y constituye el orden interno de la disciplina.

• En segundo lugar, un nivel que traduce los principios éticos generales en forma de criterios para su aplicabilidad en los distintos ámbitos de la actividad humana, en un contexto histórico y social determinado (parte B). Esta parte se orienta por la responsabilidad que se tiene respecto a las consecuencias sobre la aplicación de los principios en un contexto concreto. Este nivel se correspondería con la ética aplicada y los retos serían de orden externo.

• En tercer lugar, un nivel de acompañamiento en la toma de decisiones dentro de cada caso concreto (parte C). En este caso, podríamos hablar de un aspecto específico que también se correspondería con la ética aplicada.

La circulación entre estos tres niveles puede hacerse de distintas formas, y cada una de ellas corresponde a un sistema o modelo ideal diferente sobre cómo se construye el conocimiento ético.

Fundamentalmente, los grandes sistemas de construcción son el ideal deductivo, el ideal inductivo o hermenéutico y los modelos discursivos. La naturaleza práctica de la ética aplicada hace que estos sistemas no siempre den como resultado una propuesta que realmente se adecue a las características que esta debiera tener. Hay que encontrar un planteamiento más idóneo a sus particularidades que supere o minimice las limitaciones de los tres grandes planteamientos clásicos.

A continuación, describiremos los rasgos principales de los sistemas que hemos indicado así como sus limitaciones para entrar posteriormente, de forma más detallada, en una propuesta específica para la construcción de la ética profesional.

El ideal deductivo

El modelo deductivo o deductismo (Ferrer y Álvarez, 2005: 96) presupone la existencia de unos principios universales claros que posteriormente se irán aplicando a las diferentes situaciones concretas de conflicto de valor. John Arras define esta opción con el nombre de casuística o casuismo 1 (citado por Cortina, 2003: 24, y por Ferrer y Álvarez, 2005: 181) y se describe como «el arte de aplicar cualquier tipo de principios morales a los casos concretos». Desde esta perspectiva, la aplicación de los principios generales en las situaciones o casos específicos consiste en contextualizar y concretar la norma de manera deductiva (Maliandi, 2006: 201).

Este posicionamiento, de orientación deontológica, presupone la idea de que hay unos principios universales que son generalizables a cualquier situación específica. Los planteamientos deontológicos parten de la idea de que hay unos principios válidos por sí mismos que representan «el bien» (hacen coincidir lo bueno con lo que es correcto). A partir de ahí, hacen hincapié en el deber de actuar según lo que es justo o adecuado, independientemente de sus consecuencias (Ferrer y Álvarez, 2005: 109-113). El imperativo categórico kantiano se puede incluir dentro de este gran modelo. Si el principio está bien fundamentado, hay que aplicarlo siempre. En este caso, el carácter moral de una acción depende de la aplicación de un principio que es en sí mismo inflexible (Maliandi, 2002: 122).

El problema principal de este modelo es que en la pluralidad ideológica de las sociedades actuales, difícilmente se pueden encontrar unos únicos principios básicos de referencia (más allá de los mínimos determinados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Por otra parte, y como indica Camps (1988: 107): «Los valores o principios últimos carecen de límites precisos, siendo, por tanto, algo difícil mantenerlos como principios a ultranza sin incurrir en dogmatismos y en actitudes totalitarias».

En segundo lugar, las características de los entornos específicos de aplicación tienen suficiente entidad como para imposibilitar una aplicación de estos principios de manera más o menos literal. Contextualizar no es solo aplicar, adaptar o adecuar, sino reformular, reconstruir, teniendo en consideración todo el conjunto de circunstancias que confluyen en un escenario determinado, y construir una respuesta a la medida de aquella situación concreta y única. En palabras de Cortina (2003: 26), «Las situaciones concretas no son simple particularización de principios universales, sino lugar de descubrimiento de los principios, valores morales y virtudes propios del ámbito correspondiente».

El ideal inductivo o situacionismo

Por oposición al anterior, el ideal inductivo considera que la construcción ética se hace realizando juicios probables en situaciones concretas e individuales, teniendo en cuenta todas las circunstancias del contexto y todos los puntos de vista de las personas afectadas. Los diferentes consensos a los que se haya llegado se van generalizando y convirtiendo en elementos de referencia para próximas situaciones similares. John Arras define esta opción como casuismo 2 (Cortina, 2003: 27). El casuismo 2 o situacionismo indica que las decisiones deben tomarse en función de las circunstancias concretas independientemente de cuál sea la norma general (Maliandi, 2006: 202).

Esta opción de orientación teleológica niega la posibilidad de que haya principios generales aplicables porque su dimensión abstracta no se adecua al carácter particular de las situaciones morales (Maliandi, 2002: 123-125; 2006: 215-217). Los planteamientos teleológicos consideran, desde una perspectiva utilitarista (Ferrer y Álvarez, 2005: 111), que la bondad de los principios sólo se puede ver en función de su finalidad y de las consecuencias de su aplicación. También Morin (2006: 46) insiste en este punto cuando constata la «insuficiencia de una moral que ignora el problema de los efectos y consecuencias de sus actos».

La limitación principal de estos modelos es la dificultad de poder llegar a construir un conjunto de principios de referencia y superar los condicionamientos contextuales. Como dice Hortal (2002: 101), «Los principios sin los contextos, casos y circunstancias que los concretan, tienden a ser vacíos de la misma manera que los contextos, casos y circunstancias sin los principios tienden a ser ciegos».

La ética del discurso

La ética del discurso representa un progreso entre estas dos opciones, aunque, como veremos más adelante, también tiene algunas limitaciones. Desde esta perspectiva, las normas concretas, situacionales, no se infieren directamente de una norma básica ni se fundamentan en ella sino que necesitan la mediación de los discursos prácticos, que consisten en intercambiar argumentos para llegar a un consenso (Maliandi, 2006: 220).

La base de este planteamiento es que hay que llegar a un consenso suficientemente universal y amplio entre los miembros de la comunidad, que sirva de marco de referencia para definir las leyes y las normas que rigen la convivencia. El consenso se hace necesario en el momento en que los grandes sistemas de creencias que aglutinaban el pensamiento social desaparecieron para dar paso a situaciones de tipo relativista. Las habilidades comunicativas de argumentación y diálogo son el núcleo de estas propuestas. La vida social está mediada por actos de habla, y el consenso y la cooperación solo son alcanzables a través del lenguaje. La ética discursiva tiene en cuenta la conexión interna de dos aspectos: la autonomía de los individuos insustituibles y su inserción en una forma de vida intersubjetivamente compartida. El lenguaje es la capacidad racional y el instrumento de la comunicación para lograr este acuerdo en un marco de comunicación intersubjetiva, esto es, el equilibrio entre autonomía e individualismo con la solidaridad y el colectivismo (Cortina, 1989).

Este planteamiento tiene dos problemas básicos. Por un lado, hace hincapié en el procedimiento de discusión y no tanto en los contenidos sobre lo que se discute (por eso también se conocen como éticas procedimentales). La ética procedimental olvida que el sujeto tiene atributos personales, costumbres, valores, virtudes, una historia, una biografía y que estos elementos no se pueden obviar. «El sujeto de los procedimientos de la conciencia moral autónoma olvida su identidad subjetiva e histórica» (Puig, 1996: 130).

En segundo lugar, para que esta comunicación sea posible y el procedimiento se pueda aplicar de manera efectiva, se deben dar unas condiciones mínimas de igualdad (la situación ideal de habla de Habermas o la posición original de Rawls), donde todas las personas se encuentren como interlocutoras válidas en esa situación comunicativa. Esta es una de las principales dificultades de este modelo, sobre todo si nos fijamos en los contextos de dificultad social donde prácticamente estas condiciones no se dan nunca50. En este sentido, Maliandi (2002: 123-125; 2006: 215-217) precisa que cada vez está más presente la idea de provisionalidad o de flexibilidad, que no cuestiona la obligatoriedad de determinadas condiciones o principios, pero que a la vez tolera avanzar aunque no se den todas las condiciones. Ahora bien, en el caso de que estas no se den, serán compensadas por la incorporación de un nuevo principio, el cual representa un compromiso a medio plazo con el principio no aplicado y con el trabajo necesario para la creación de las condiciones de su aplicabilidad.

Una alternativa: la hermenéutica crítica

La ética aplicada ha de encontrar un camino intermedio o una ética de la convergencia (Maliandi, 2002: 123-125; 2006: 215-217) entre estos tres grandes modelos, esto es, una vía alternativa a las limitaciones del casuismo, del situacionismo y de la ética del discurso y que también pueda aprovechar lo que estas vías han aportado a la construcción del saber ético. La ética aplicada nos muestra cómo estos tres modelos no necesariamente se contraponen: hay que disponer de unos principios de referencia que conceptualicen el sentido de las profesiones y, al mismo tiempo, hay que tener presente que su bondad dependerá de las consecuencias de su aplicación en función de las características del contexto y las circunstancias concretas; finalmente, este contexto debe incorporar a todas las personas implicadas en este proceso de construcción mediante el lenguaje, a pesar de las limitaciones propias de la situación de habla. Así pues, la tendencia es ir hacia un enfoque contextualista y situacional (Conill, 2003: 121) porque «ya no se trata de construir un modelo hipotéticodeductivo que pretenda explicar las leyes de la moral independientemente de las condiciones históricas y sociales, sino de dar importancia al contexto en el que surge el problema o una pregunta y acordar también las consecuencias de las acciones que se derivan para, a continuación, proponer acuerdos sobre las estrategias a utilizar con el fin de que sean reconocidas por el máximo número de personas posibles» (Marzano, 2009: 12).

La hermenéutica crítica se presenta como una alternativa a los diferentes modelos de construcción y aplicación de la ética (Cortina, 2003: 24 y ss.). Por un lado, supera el ideal deductivo, porque en las sociedades plurales no hay principios con contenidos comunes únicos que permitan ir de los principios generales de las teorías a las reglas aplicadas en situaciones concretas. En segundo lugar, supera también el ideal inductivo, ya que tampoco le es suficiente una estructura construida exclusivamente desde las problemáticas morales concretas, porque excluye una cierta generalización de principios a los que también aspira. Finalmente, identifica las limitaciones del ideal procedimental o discursivo de las éticas comunicativas cuando las condiciones ideales de habla no llegan a darse. Siguiendo a Conill (2008: 39), «tras el formalismo y el procedimentalismo cabe descubrir un filón experiencial y axiológico. […] Lo moral es experiencia, vida y realidad moral. Antes que formalidad reflexiva hay un trasfondo de «experiencia comunicativa».

El contexto no es solo un lugar y un momento concreto; es también el resultado de una historia, de la combinación de multiplicidad de variables que se han ido tejiendo entre ellas a lo largo del tiempo. La mirada contextual implica interpretación y a la vez complejidad (Pagès, 2005: 169), por lo que esta forma de aproximación a la realidad representa ya en sí misma un posicionamiento no solo técnico, sino también ideológico, político y antropológico. La misma autora (2012: 18) nos recuerda citando a Gadamer que «lo que atraviesa nuestras vidas no es la historia (los hechos), sino la historicidad (las secuelas de lo sucedido en el recuerdo de cada uno)». Es decir: la hermenéutica nos hace conscientes de las limitaciones en la interpretación de la realidad (su subjetividad, su provisionalidad) y, en consecuencia, nos puede ayudar a ser lo suficientemente cautos y prudentes en el momento de tomar decisiones.

Por otra parte, la perspectiva hermenéutica, al considerar la multiplicidad de variables que coinciden en un momento histórico concreto, es de gran utilidad para entender los escenarios de complejidad ante los que se encontrará el profesional de la educación social. No se pretende el control «del todo» ni encontrar «la solución definitiva», sino entender dentro de lo posible lo que allí está ocurriendo y buscar una explicación que provisionalmente permita superar los interrogantes de una situación concreta. En este sentido, se pueden aplicar los siguientes principios de la ecología de la acción (Morin, 2006: 47-51): en primer lugar, los efectos de la acción no dependen solo de las intenciones del actor sino también de las condiciones propias del medio donde se producen, en segundo lugar, los efectos de la acción solo se pueden considerar a corto plazo, pero sus efectos a largo plazo son impredecibles.

Estas dos premisas hacen que la reflexión en torno a cada uno de los conflictos éticos que se analizan desde la ética aplicada (por ejemplo, en el caso de las profesiones) no se pueda dar por cerrada más que de forma provisional y transitoria. El constante dinamismo del escenario donde se producen estos fenómenos hace que se modifiquen las variables, de manera que el problema cada vez se va reformulando con nuevas perspectivas y, al mismo tiempo, las posibles salidas o soluciones iniciales dejan de tener sentido por su inadecuación a las nuevas circunstancias. El ser humano es biografía, es historia construida a partir de la experiencia. La razón, la reflexión, la construcción de conocimiento son experienciales, conectadas a la vivencia cotidiana, a una historia dinámica que se va desarrollando. Esto no invalida la construcción de principios de referencia, solo que estos también evolucionan, por lo que, en palabras de Cortina, se convierten en «principios de medio alcance» (Cortina, 2010: 20).

Las aportaciones de las teorías de la complejidad a la ética aplicada posibilitan comprender su carácter dinámico, cambiante, creativo y circunstancial frente a otros modelos más lineales. De hecho, si se aplican estas teorías en el análisis de las realidades sociales, es razonable que también se utilicen para explicar los conflictos de valor que en ellas se producen. Como dice Morin (2006: 126-127), «es una falta intelectual reducir un todo complejo a uno solo de sus componentes y esta falta es peor en ética que en ciencia […] la comprensión humana comporta no sólo la comprensión de la complejidad del ser humano, sino también la comprensión de las condiciones en que se conforman las mentalidades y se ejercen las acciones».

Así pues, el punto de partida de esta opción es la necesidad de equilibrar el uso de elementos de referencia más o menos estables con la creatividad que requiere la gestión de situaciones conflictivas que se producen en un contexto histórico, cultural, social…. humano específico. A la vez, esta contextualización (la dimensión hermenéutica) no quiere renunciar a definir, construir y disponer de principios generales, porque el objetivo de la ética aplicada no es sólo resolver situaciones sino construir un modelo de referencia.

1.6. Características principales de las éticas aplicadas

Después de haber aclarado estos primeros aspectos introductorios sobre los diferentes modelos de construcción del conocimiento ético, a continuación presentamos de manera organizada las características más destacables que desde nuestro punto de vista presentan las éticas aplicadas inspiradas en las aportaciones de la hermenéutica crítica. Como podrá verse, se trata de una propuesta que asume su imperfección, acepta la imposibilidad de ser en un sistema único, cerrado y definitivo. En este sentido, es abierta, tolerante y flexible ya que «no hay lugar para la tolerancia en una ideología perfecta» (Panikkar, 2009: 34).

Actividad pública

La ética aplicada remite a una dimensión que trasciende el terreno particular y que nos obliga a resaltar las diferencias entre el yo privado y el yo público. En el terreno de las profesiones, aunque un conflicto de valores siempre implica una vivencia individual y subjetiva, su gestión debe enmarcarse en el conjunto de unas obligaciones como servicio público. Siguiendo a Jaume Trilla (1992: 52), «la fidelidad a las propias opciones personales incluye la fidelidad a la opción de ejercer correctamente la profesión de educador. Ser congruente es ser congruente también con los requerimientos de la profesión que se ejerce». En este sentido, y siguiendo al mismo autor, debería darse también un criterio de concordancia, definido como el «equilibrio dinámico entre la autonomía del profesor para actuar responsablemente en las cuestiones controvertidas y unas bases consensuadas por la comunidad que aseguren la mínima y necesaria concordancia en el funcionamiento global de la institución» (Trilla, 1992: 160).

Como hemos dicho ya anteriormente, a pesar de que haya una vivencia personal y subjetiva, en el momento en que se trata de un conflicto que se genera en un contexto público, no se puede gestionar como si fuera un problema privado. Como desarrollaremos más adelante, precisamente esta es una de las confusiones más habituales en la ética profesional en general y especialmente en la educación social en particular (Vilar, 2007: 38). En estas situaciones, como mínimo, se ponen en juego las responsabilidades hacia los destinatarios del servicio en el que se está trabajando, hacia la entidad empleadora, hacia la profesión a la que se está representando y hacia la sociedad que espera resultados de aquella profesión (Banks, 1997: 139).

A estos elementos, nosotros añadimos también las responsabilidades que se derivan del trabajo colegiado con otros profesionales de aquella u otra institución que pueden estar implicados en una situación específica y, finalmente, las responsabilidades que derivan de la propia conciencia personal.

Por ello, la ética aplicada “limita su ámbito de actuación a las cuestiones exigibles por una ética cívica y no se entromete en los proyectos personales de vida plena” (Cortina, 2003: 22). Define una ética de mínimos para la esfera pública o colectiva, pero evidentemente no entra en la regulación del espacio personal o privado (que estarían representados por las éticas de máximos). Nace de la reflexión pública y su tarea consiste en resolver cuestiones públicas (Cortina, 2003: 35), como es el caso de las profesiones.

Actividad colectiva

Una consecuencia del punto anterior es que la ética aplicada debe entenderse como una actividad de carácter colectivo. Aunque, como decíamos antes, la vivencia del conflicto pueda ser subjetiva e individual, el origen, el contexto donde se produce el conflicto y las repercusiones de las decisiones que se puedan tomar habitualmente trascenderán la esfera individual de la persona que aborda el conflicto. Por otra parte (y como argumentaremos más adelante), la gestión del conflicto de valores en las profesiones cuenta con la utilización de instrumentos que se han elaborado colegiadamente en el marco de una o varias profesiones (por ejemplo, los códigos deontológicos o las guías de buenas prácticas). Finalmente, la tendencia cada vez más clara a trabajar en redes o, como mínimo, en equipo que construye conocimiento, conlleva inevitablemente un tratamiento de los conflictos donde por lo general están implicadas una gran diversidad de personas, ya sea directa o indirectamente. Victoria Camps lo describe de forma muy clara:

«La ética es proyecto, pero no un proyecto individual sino colectivo. Y la colectividad es la que decide y determina el curso del proyecto. Si el proyecto es colectivo y, además, hay que irlo determinando sobre la marcha, no podemos partir de un ¿qué debo hacer? singular, ni aun cuando la prueba del deber sea la universalidad. Hay que partir del ¿qué debemos hacer?, decidido colectivamente, dialógicamente. Lo ético no son los resultados, o no lo son únicamente: la ética está también y sobre todo en el procedimiento.» (Camps, 1988: 101).

Contextualización

La reflexión que desarrolla la ética aplicada se genera a partir de situaciones específicas y de fenómenos concretos de la realidad. Por lo tanto, habitualmente remite a espacios o escenarios donde confluye un amplio abanico de variables políticas, sociales, culturales, geográficas, técnicas, científicas, morales… que acaban configurando escenarios de gran complejidad donde se han de resolver los diferentes conflictos de valor. La ética aplicada vincula los grandes principios de referencia con las particularidades de cada situación específica. Como dice Hortal (2002: 100), «en perspectiva ascendente los principios se invocan. En perspectiva descendiente se “aplican” o, por mejor decir, se ponen en práctica […] Los principios se justifican en razón de su capacidad de articular y orientar las decisiones y actuaciones en conexión con el telos de una vida humana vivida en plenitud».

La aproximación a estas situaciones singulares requiere una serie de habilidades específicas que superan lo que sería propiamente el uso del discurso ético. Nos muestra su carácter plástico, flexible y comprometido. Esto no significa que sea un tipo de reflexión estrictamente local que no permite una cierta generalización. Quiere decir que su razón de ser y lo que la diferencia de la reflexión filosófica en sentido estricto es la vinculación que mantiene con el día a día de la sociedad donde se produce esta reflexión. No se trata de reflexionar sobre escenarios hipotéticos sino de solucionar situaciones reales que a la vez son muy concretas y específicas (Bayertz, 2002: 49). La contextualización le da su carácter aplicado. En este sentido, es una ética realista (Hortal, 2002: 28), porque no pierde de vista la cultura moral de los escenarios donde se produce, tiene en cuenta los factores que favorecen o dificultan la aplicación de los principios ideales y entiende que esta aplicación es progresiva cambiante y mejorable, que no funciona con criterios cerrados de «todo o nada».

El profesional se encuentra siempre en una situación histórica donde no siempre se dan las condiciones de aplicabilidad de los grandes principios morales. Esto no implica que tenga que renunciar a aplicarlos, sino que debe trabajar también para la creación de las condiciones de aplicabilidad de los principios (Maliandi, 2002: 115). En este sentido, podemos hablar de una situación interactiva entre las capacidades del agente para crear respuestas y las condiciones específicas del contexto, donde el resultado es la construcción de un sistema circunstancial de respuestas, pero que no renuncia a identificar lo que haya de valioso y que pueda servir de referencia para una nueva situación.

Transversalidad, interdisciplinariedad

Como consecuencia del punto anterior, podemos afirmar que se trata de un tipo de reflexión que utiliza conocimientos procedentes del conjunto de disciplinas y campos de conocimiento que terminan confluyendo en una situación específica. La época actual se caracteriza por una fragmentación del conocimiento que está muy alejada de la realidad de los fenómenos sociales y de las profesiones que les dan respuesta. Como dice Adela Cortina (2003: 14), «la realidad tiene problemas pero la universidad tiene departamentos».

Es comprensible la necesidad de coherencia interna de los discursos académicos en «estado puro» elaborados desde ópticas teóricas concretas, pero la gestión de los conflictos de valor o de situaciones complejas los muestran claramente insuficientes si no son capaces de considerar la complementariedad de los diferentes puntos de vista que pueden confluir y que están representados por los diferentes actores que participan en ellos.

Así pues, el intento explicativo/interpretativo realizado desde una única perspectiva comienza a tener problemas en el momento en que «baja» a la realidad del día a día profesional, ya que entra en contacto con otras disciplinas o perspectivas y tradiciones teóricas diferentes dentro de la misma disciplina para explicar el mismo fenómeno y convive con las circunstancias propias de los agentes profesionales y no profesionales que intervienen en esa situación determinada. La ética aplicada requiere, pues, la transversalidad entre los conocimientos que, desde una perspectiva más académica, se construyen y se presentan de manera aislada e independiente (Hortal, 2002: 16; Cortina, 2003; 14; Palazzi, Román, 2005: 165) y esto hace que inevitablemente se mueva en la interdisciplinariedad (Maliandi, 2002: 107; Bayertz, 2003: 49).

Eclecticismo, integración

Inevitablemente, la transversalidad y el contacto entre disciplinas llevan a la creación de nuevos conocimientos, que son el resultado de la integración entre ellos. Por suerte, cada vez con mayor claridad, esta voluntad cooperativa y generadora de conocimiento va ganando terreno, y el eclecticismo, que tan mal visto ha llegado a estar desde algunos estamentos académicos, se abre como una alternativa eficaz, pero no por ello menos rigurosa.

Con frecuencia (y en función de determinadas culturas profesionales de carácter mecanicista que más adelante desarrollaremos), el tratamiento de los fenómenos sociales ha sido más una competición entre modelos con el fin de imponerse por encima de los otros que un trabajo de cooperación con voluntad de generar un bien. Lo que está claro hoy en día es que «un solo modelo de ética es impotente para orientar las decisiones de los mundos político y económico, médico, ecológico o, simplemente, la convivencia ciudadana» (Cortina, 2003: 31).

La ética aplicada es un buen ejemplo de actitud integradora de conocimientos, tanto de las diferentes teorías éticas como de las aportaciones de las diferentes disciplinas, y representa una forma clara de eclecticismo por su voluntad integradora de saberes en relación con las particularidades de cada contexto social específico (Cortina, 2003: 20). Cuanta más diversidad de puntos de vista y materiales teóricos haya en contacto, más posibilidades de creación habrá y, por tanto, más oportunidades de proponer soluciones que acerquen a un ideal de justicia.

Actividad comunicativa

En el escenario actual de pluralidad (teórica, ideológica, cultural…), la construcción de conocimiento se va haciendo, de manera inevitable, desde el diálogo intersubjetivo. El pluralismo es a la vez una fuente de riqueza pero también de complejidad, porque, ante los conflictos de valor, ¿qué sistema valorativo de referencia hay que seguir? ¿Qué principios generales se pueden compartir sin llegar a caer en un relativismo moral que todo lo justifique desde las diferentes «morales» particulares (cristiana, musulmana, judía, agnóstica,…)? ¿Desde qué enfoque moral (kantiano, comunitario, utilitarista, pragmático, crítico…) hay que construir estos principios generales (Cortina, 2003: 19)? ¿Qué disciplinas explican «mejor» un determinado fenómeno o qué enfoque teórico es el más adecuado en cada uno de ellos?

Como se puede ver, para no caer en las trampas que derivan de estas preguntas y superar las dificultades inherentes a tanta diversidad, la ética aplicada debe construirse inevitablemente desde una actitud dialógica. Esta es la única estrategia posible para asegurar que, finalmente, se ha generado un conocimiento adecuado a la exigencia de la que se está tratando, que es compartido por todos los agentes participantes. Las éticas aplicadas no siguen un orden deductivo elaborado por filósofos expertos en la traducción de una determinada teoría a elementos aplicables, sino que se va construyendo de manera dialogada entre diferentes sectores implicados (filósofos, personas expertas, juristas, personas afectadas por una problemática, etc.). No se trata de la circulación vertical de un conocimiento que nace de una única fuente y termina aplicado a una situación concreta, sino que se va haciendo de forma circular con el concurso de todos los participantes. Se trata pues de un proceso de construcción conjunta basado en la comunicación y el diálogo, por lo que la calidad de este diálogo llega a ser tan importante como el contenido de lo que se discute.

Así pues, una característica básica de la ética aplicada es que renuncia a aportar una verdad moral y, en lugar de eso, lo que hace es presentar un estilo argumentativo y un bagaje de conocimientos éticos (Dare, 1998: 185-186, citado por Cortina, 2003: 22). Con palabras de Maliandi, la lógica tradicional cartesiana, «yo pienso», es sustituida desde la lógica de la comunicación por el «nosotros argumentamos» (Maliandi, 2002: 109).

Dinamismo, construcción, creatividad e investigación

La ética aplicada remite también a la idea de dinamismo y construcción permanente. Como ya hemos comentado, no es un elemento de referencia cerrado que se concreta en elementos estáticos y definitivos para ser aplicados de forma deductiva. Contrariamente a esto, es abierta y adaptativa porque se ocupa de los problemas humanos que son cambiantes, de modo que los fundamentos centrales de los valores deben adecuarse a las tensiones socioculturales de cada época, han de ajustarse a los cambios sociales y a cada una de las situaciones concretas donde se manifiestan los conflictos de valor. En este sentido, es permanentemente inacabada, cercana a la incertidumbre y a menudo frágil en sus conclusiones, siempre provisionales (Morin, 2006: 219).

La ética aplicada ve con normalidad la «caducidad de los productos morales» (Palazzi, Román, 2005: 165) y entiende que se trata de una actividad que requiere un esfuerzo de construcción permanente: creatividad, actividad reflexiva, espíritu crítico, curiosidad para hacerse nuevas preguntas, voluntad de investigación y predisposición a la construcción conjunta de conocimiento son valores centrales para dar sentido a la tarea. El resultado de todo este esfuerzo es la creación de respuestas lo más justas posibles, a pesar de saber que su validez y efectividad son limitadas en el tiempo. En cualquier caso, se convertirán en un bagaje de referencia para situaciones futuras.

Conciencia, conservación

Los conflictos éticos nos muestran la provisionalidad de las producciones sociales y la necesidad de cambio. Ahora bien, esta caducidad no nos habla solo de dinamismo, sino que nos remite a la conciencia sobre la precariedad de estas construcciones. Por esta razón, las diferentes disciplinas vinculadas a los campos sociales, cada vez más están desarrollando una actitud anamnética (Mèlich, 2001b) y vigilante que responde a la conciencia de que todo es frágil, que lo que se ha construido con mucho esfuerzo puede experimentar un importante retraso e incluso su desaparición si no se tiene una actitud vigilante. En palabras de Innerarity, en los tiempos actuales estamos experimentando «la creciente toma de conciencia de la fragilidad del mundo civilizado» (2001: 17). Y lo reforzamos con Finkielkraut (1998: 43) cuando nos recuerda que «lo que inclina el pensamiento hacia el humanismo no es la complacencia por los grandes logros humanos o el miedo a los prodigios de la técnica, sino el estupor y el pánico ante la tentación de lo inhumano».

Adecuarse al futuro, mejorar en la creación de nuevas respuestas a los nuevos conflictos requiere no perder de vista el pasado. Como dicen Bárcena y Mèlich (2000: 27), «no se trata, como decíamos antes, de recordar para encontrar una oportunidad de venganza, sino de recordar para hacer justicia, cuidar el presente y asegurar un porvenir mejor». Así pues, en el escenario actual de cambio y complejidad, la mirada al pasado es imprescindible para identificar todo lo positivo que se ha construido (y que hay que conservar), así como para tomar conciencia de los efectos adversos de las decisiones equivocadas que se han tomado (y que habrá que evitar). Esta actitud vigilante es una forma de dar visibilidad a la responsabilidad de los profesionales, entendida no tanto en un sentido formal como en un sentido ético, esto es, teniendo en cuenta las consecuencias prácticas en el otro de nuestra acción (Jonas, 1995: 164).

Anticipación

De lo que argumentamos se desprende que la ética aplicada no es un permanente recomenzar desde la nada en cada nueva situación. Su reflexión parte del conocimiento que se ha construido en experiencias previas y de la proyección del saber construido. La combinación de las anteriores características (actividad pública, colectiva, contextualizada, transversal, ecléctica, dialogada, conciencia y conservación) asegura una producción de conocimiento que sirve de base para la creación de respuestas contextualizadas en las nuevas situaciones de conflicto. Visto desde la perspectiva de las estrategias de optimización de los sistemas (Martínez, 1986, 1987; Puig 1986; Peñalver, 1987; Sanvisens 1987), el conocimiento elaborado asegura una dimensión proyectiva y anticipatoria y a la vez posibilita establecer criterios propios de desarrollo (introyectivos) de gran utilidad en situaciones de complejidad.

La proximidad de la ética aplicada a los escenarios donde se construye el día a día de la vida social la convierte en un observatorio privilegiado de lo que algunos autores han definido como momentos aniquiladores o prefiguraciones de la nada, esto es, situaciones donde la posibilidad de un buen futuro queda gravemente comprometida: «La historia del mundo tiene un fin de realización posible, pero amenazado y, por tanto, no garantizado» (Gimbernat, 1983: 99).

Jonas insiste en la necesidad de hacer una «proyección hipotética» (1995: 64) de las consecuencias a medio plazo de las decisiones que se toman (o se dejan de tomar) como criterio para decidir su bondad. Diríamos, pues, que la ética aplicada tiene una responsabilidad retroactiva respecto a lo que ha construido y una responsabilidad proactiva sobre cómo proyectará hacia el futuro la experiencia acumulada (Palazzi, Román, 2005: 175). Se trasciende el inmediatismo temporal del «aquí y ahora» y centra las decisiones en la responsabilidad adquirida en tanto que profesionales sobre los derechos de los que ahora no están y no tienen manera de defenderse (como pueden ser las generaciones futuras). Siguiendo a Palazzi y Roman (2005: 174-175), la ética aplicada se juega su credibilidad en la gestión del riesgo, en la constatación de peligros y en la propuesta de medidas preventivas para evitarlos: “el mal del que nos podemos responsabilizar puede ser también un mal a evitar; entonces es responsabilidad prospectiva y la actitud correspondiente exige llevar a cabo acciones preventivas que permitan evitar consecuencias indeseables” (Roman, 2001: 24). Aún así, deberemos tener en cuenta la advertencia de Morin cuando nos recuerda las limitaciones en la capacidad de prevenir, esto es, la impredictibilidad a largo plazo que se describe en el segundo principio de la ecología de la acción (2006: 50).

Si esto lo contextualizamos en el territorio de las profesiones sociales, se trataría de entender la responsabilidad que el profesional asume ante personas que no tienen conciencia de la vulnerabilidad de sus derechos o de las repercusiones para determinados colectivos vulnerables de determinadas decisiones políticas51.

Estas son para nosotros las características básicas que debe tener la ética aplicada a la profesión. Es imprescindible que se desarrollen todas ellas de forma simultánea porque constituyen una globalidad en la que todas las partes se retroalimentan. Como veremos más adelante, la ética en la educación social tiene limitaciones importantes en algunas de ellas.

46. Los diferentes mitos de carácter rousseauniano sobre la bondad natural que podemos encontrar en la literatura han mostrado claramente la contradicción entre civilización y deshumanización. Un caso ejemplarmente ilustrado lo encontramos en Dersú Uzalà, diario de viajes de Vladimir Arséniev, reeditado el 2007 por la Editorial Símbol, que fue popularizado en 1975 por la película del mismo nombre del director japonés Akira Kurosawa.

47. Conviene aclarar que para algunos autores la expresión ética aplicada es en sí una redundancia porque entienden que la ética, de manera implícita, siempre lo es. En nuestro caso, y con algunas dudas, pero desde la experiencia profesional de ver la distancia que se produce entre el discurso “de lo ético” y las prácticas y comportamientos reales, hemos considerado que valía la pena hacer hincapié en la idea de influencia, de aplicabilidad, de conexión con la realidad, y mantenerla de forma intencional y explícita. Por esta razón, en los capítulos iniciales mantenemos esta expresión, entendiendo que el atributo “aplicada” nos indica el abanico de contextos donde puede vincularse (la empresa, la banca o las profesiones, por ejemplo). Igualmente, más adelante, al hablar de forma exclusiva de la educación social como profesión, pasamos a usar la expresión “ética profesional”.

48. Este informe toma el nombre del centro de conferencias donde fue elaborado. Los trabajos para su elaboración acabaron el 30 de septiembre de 1978, pero la fecha de publicación es el 18 de abril de 1979. Nosotros hemos trabajado con la versión traducida por el Observatori de Bioètica i Dret del Parc Científic de Barcelona, de la Universidad de Barcelona.

49. Apel (citado por Cortina, 2003: 29; 2011: 20, y por Maliandi 2002: 113) distingue una parte de la ética que se orienta hacia la fundamentación (a la que llama «parte A» y que coincide con el primer nivel) y una segunda parte que se orienta hacia la responsabilidad y la aplicación de estos principios fundamentales (a la que llama «parte B» y coincide con las otras dos partes).

50. Dussell (1998: 177) critica duramente la «ceguera» de Rawls respecto a las condiciones de vida real en América Latina que imposibilitan de facto la aplicación de estos criterios iniciales.

51. Enzo Traverso (2001: 18) ha reflexionado ampliamente sobre la posición que adoptaron los intelectuales en Europa durante los años treinta y cuarenta, frente a los grandes acontecimientos que se produjeron en ese periodo. Salvando las distancias y reduciendo el dramatismo, su clasificación puede ser ilustrativa y de utilidad para ser aplicada en los tiempos actuales, cuando nos referimos a los profesionales: «podríamos distinguir a este respecto cuatro grandes grupos de intelectuales: en las antípodas, los colaboracionistas (“musas enroladas”) y los supervivientes, unos al servicio de los perseguidores, los otros milagrosamente huidos de la muerte, “salvados” entre la gran masa de víctimas; en medio, una multitud de intelectuales “no traidores” sino a menudo trágicamente cegados en el contexto de la guerra; en los confines, en la frontera con las víctimas, el pequeño número de los que, según otra caracterización de Walter Benjamin, podríamos llamar perfectamente “alertadores de incendios”, a saber, los que dan la alarma, reconocen la catástrofe, la nombran, la analizan».