La abundancia semántica relacionada con los episodios críticos recomienda realizar una definición específica para cada uno de los términos que se emplean a lo largo del libro: riesgo, crisis, emergencia, urgencia o catástrofe, entre otros. De hecho, en determinados casos, algunos de estos términos pueden ser usados indistintamente en función de la oportunidad sinonímica.
Riesgo: El concepto de riesgo tiene orígenes desconocidos, según coinciden la mayoría de los teóricos. Luhmann (1992), por ejemplo, considera que el término ya se encuentra en documentos medievales y que es la llegada de la imprenta la que expande el concepto, sobre todo en Italia y en la zona de la península Ibérica. El concepto del riesgo adquiere fuerza a partir de los seguros marinos, en los siglos XVI Y XVII, cuando los exploradores occidentales empiezan a viajar por todas partes (Espluga, 2000).
Las culturas occidentales no necesitaban el concepto del riesgo porque éste sólo alcanza un uso importante en una sociedad orientada hacia el futuro (Giddens, 1993). Por lo tanto, la idea de riesgo está encaminada hacia lo venidero. En términos generales, podemos considerar que el concepto de riesgo trae asociadas, de manera indefectible, las ideas de probabilidad e incertidumbre.
La formulación más sencilla de riesgo es aquella que establece la noción de probabilidad de que se produzca una pérdida, daño o fin no deseado, multiplicado por la magnitud del hecho, que es lo mismo que la evaluación o potencial de la pérdida. El riesgo lo podemos definir en su formulación más simple como: Riesgo = Probabilidades x Consecuencias.
“Si se considera que un suceso al cual es posible asociar un valor probabilidad (P) y un daño o efecto (S=severidad), el riesgo (R) será definido por el producto de esta probabilidad por el valor del efecto. Es decir, R= P x S. Estos efectos se pueden medir de formas diferentes: en términos económicos, en número de siniestros, en pérdidas de vidas humanas, en lesiones personales, etc. Así, si un accidente se produce con una frecuencia de una vez cada 10 años y provoca 20 muertos, el riesgo será R= 1/10 x 20 = 2 muertos/año.”
(Mir, 1999: 33)
El riego o peligro se utiliza como una contingencia desfavorable a la cual está expuesto alguien o alguna cosa; una incertidumbre derivada de una actividad empresarial, por poner un ejemplo. El riesgo no es un peligro palpable, sino incierto, una posibilidad de daño que puede materializarse en el futuro (Mir, 1999). Este hecho motiva que su gestión sea siempre preventiva y se base en el valor de las pérdidas que se pueden esperar a largo plazo.
Crisis: La utilización transversal del término ‘crisis’ es consecuencia de la modernidad, ya que en tiempos más remotos este era utilizado únicamente en disciplinas concretas como la medicina. Aquel primer significado perdura hoy en día. Asimismo, el abuso en los usos lingüísticos ha anulado parte de la intensidad de su significado original. Una buena definición conceptual, utilizada en medicina y especialmente pertinente y aplicable en disciplinas como la economía o las ciencias sociales, la recoge González-Herrero (1998), de Bolzinger en “Le concept clinique de crise” (1982):
“Una crisis indica cómo pueden empeorar los síntomas y presagia el desenlace (...) Es un paroxismo de incertidumbre y angustia, un momento en el cual todo es suspense (...) a la espera de la inminente resolución de la enfermedad.”
La palabra crisis aparece por primera vez en la antigua Grecia, ligada al lenguaje de la tragedia, la medicina y la religión. Fue acuñada como Krisis y se consideraba un momento clave en el proceso de cambio; en medicina hipocrática el término clínico crisis servía para describir el instante crucial en que se aproximaba el desenlace de una enfermedad, fuera este para bien o para mal. A partir del siglo XVII se refuerza el término como patología. Es en esta época cuando el concepto de crisis empieza a pasar del mundo de la medicina al de la sociopolítica. A partir del siglo XIX el término se utiliza también en diferentes obras que hacen referencia a “crisis espiritual” o a “crisis de la civilización” (González-Herrero, 1998: 22). Por lo tanto, el término tiene, a lo largo de la historia, diferentes aplicaciones y significados.
En cuanto a la definición actual de crisis, tampoco es una tarea fácil acotar su uso de manera estricta, de hecho, cada área de conocimiento ofrece su propia interpretación. En la ciencia económica las situaciones de crisis se definen en términos de inflación, desocupación, déficit público o recesión (González-Herrero, 1998: 23). En cambio, en el ámbito de las ciencias políticas las crisis se atribuyen a errores del liderazgo político o al desgobierno. Los psicólogos, por su parte, consideran que una crisis supone la ruptura de la identidad del individuo por causas diversas. Y, en general, cuando se habla de crisis nos referimos a un acontecimiento que sorprende y en el que escasea el tiempo para dar una respuesta (Pauchant y Mitroff, 1991).
Una definición de crisis desde una perspectiva pluridisciplinar es la que propone González-Herrero:
“Una situación que amenaza los objetivos de la organización, altera la relación existente entre esta y sus públicos, y precisa de una intervención extraordinaria de los responsables de la empresa para minimizar o evitar posibles consecuencias negativas. Dicha situación restringe, asimismo, el tiempo que los ejecutivos tienen para responder y suele producir niveles de estrés no presentes en circunstancias normales.”
(González-Herrero, 1998: 30)
Las características principales de una crisis siempre son: (i) sorpresa, (ii) carencia de información, (iii) pérdida del control, (iv) generación de atención pública y/o política, y (v) aprensión o pánico. Los medios se convierten en una figura clave en la configuración de la característica número (iv) mediante la actuación profesional a la hora de informar al público. Aun así, los informadores pueden fomentar las consecuencias negativas de las características (iii) y (v) de una crisis, y, a la vez, dependen y sufren de las propiedades (i) y (ii) del acontecimiento catastrófico (Gil Calvo, 2004).
Emergencia: A menudo se utiliza emergencia como sinónimo del término crisis. Una emergencia se define como una alteración repentina de la realidad que tiene como consecuencia daños graves sobre las personas, los bienes o el medio ambiente. La emergencia es un acontecimiento grave e imprevisto que demanda una actuación inmediata. El uso de este término está muy vinculado al ámbito público. Por ejemplo, en el lenguaje institucional se emplea con mayor frecuencia el término emergencia, mientras que en economía, comunicación o política se utiliza habitualmente el término crisis.
Otros términos y definiciones: Un sustantivo que se emplea en el lenguaje habitual de las situaciones críticas es urgencia. Este hace referencia a la obligación de instaurar con diligencia un trámite de procedimiento (protocolo). Este término es utilizado de forma habitual en medicina. Genéricamente es un concepto que se emplea para las enfermedades o traumatismos, generalmente de carácter grave, que requieren la aplicación inmediata e ineludible de un tratamiento adecuado.
Otros términos relacionados que se utilizan, aunque con una naturaleza más subjetiva, son: catástrofe, desgracia o tragedia. Estas palabras se pueden considerar las consecuencias de una urgencia con final desafortunado. La desgracia, como la tragedia y la catástrofe son acontecimientos o infortunios funestos. Son términos que siempre se aplican para explicar aquello que es contrario al deseo humano.
En sociología el concepto del riesgo se ha estudiado, sobre todo, desde el ámbito anglosajón. Las investigaciones sobre la percepción social del riesgo tecnológico aparecen y se generalizan a partir de la segunda mitad del siglo XX. La voluntad de las investigaciones sociológicas era dar respuesta al descenso de las protestas ciudadanas hacia las actividades industriales que se conformaban en la época, como por ejemplo los polígonos químicos o las centrales nucleares.
El rechazo a ciertas tecnologías creó la necesidad de identificar la percepción del riesgo que tenían los individuos para poder tomar decisiones encaminadas a paliar el sesgo existente entre ellos y los expertos (Espluga, 2004: 147). Es en este momento cuando los esfuerzos de investigación se centran en acotar las percepciones del riesgo mediante el término “riesgo aceptable” (Starr, 1969). La pretensión era poder identificar el umbral a partir del cual los individuos que hicieran un “cálculo racional” de sus costes y beneficios dejarían de oponerse a los nuevos riesgos.
Los argumentos teóricos de Starr fueron rebatidos por la comunidad científica, sobre todo desde la psicología cognitiva, porque otros autores consideraban que, aunque la sociedad no proteste por un nivel de riesgo de una tecnología particular, no quiere decir que lo acepte. Se pone en entredicho la teoría de Starr entre riesgos voluntarios e involuntarios, con el argumento de que, lo que para algunas personas pueden ser riesgos asumidos voluntariamente, para otras pueden ser inevitables (Fischoff, 1978, citado por Espluga, 2004).
La década de los años setenta y ochenta del siglo XX fue importante para la consolidación de la investigación sociológica del riesgo, pero no es hasta finales de los ochenta y durante la década de los noventa cuando se empieza a poner énfasis en perspectivas de carácter más integrador. Las nuevas propuestas que daban respuesta a la complejidad e incertidumbre de la modernidad reciben diferentes nombres, como por ejemplo “posmodernidad” (Bauman, 2002; Haraway, 1995), “modernidad tardía” (Giddens, 1993) o “modernidad reflexiva” (Beck, Giddens, Lash, 1997).
Los estudios sociales presentan la sociedad contemporánea como un periodo que hay que diferenciar del pasado, al dejar atrás las formas tradicionales de estructuración política del estado-nación, la organización del mercado laboral y la explotación de las fuentes de energía. La nueva sociedad se configura como una época de cambios acelerados que se pueden contextualizar al tener en cuenta diferentes corrientes teóricas, algunos a partir del capitalismo (Marx), del industrialismo (Durkheim) o de la racionalización (Weber). Más contemporáneamente, otros autores complementan estas corrientes con las consecuencias que plantea esta modernidad (Giddens) y con nuevos paradigmas como la sociedad del riesgo (Beck).
La modernidad, para autores como Giddens (1993), es una etapa que se fundamenta a partir de la separación entre el tiempo y el espacio (con la necesidad de la regionalización de la vida social); con un proceso de desconexión de los sistemas sociales a través de las señales simbólicas (dinero, por ejemplo), y teniendo en cuenta los sistemas expertos (estructuras de experiencias que organizan áreas del entorno material o social, como por ejemplo especialistas en electrónica). La modernidad ha creado una serie de sistemas que funcionan de forma coordinada, generalmente, con un conjunto de acciones seguras que hacen posible la vida hoy (Giddens, 1993). Por ejemplo, el hecho de sacar dinero de un cajero automático, abrir un grifo, hacer una llamada telefónica o encender la luz. Por lo tanto, la actitud dominante es la que da por sentado que las acciones enlazadas a los sistemas abstractos ofrecen testimonio de la competencia con la cual estos operan:
“La fiabilidad en los sistemas abstractos es la condición del distanciamiento espaciotiempo y de las enormes áreas de seguridad que proporcionan las instituciones modernas a la vida cotidiana en comparación con el mundo tradicional. En las condiciones de la modernidad, las rutinas integradas en los sistemas abstractos son cruciales para la seguridad ontológica. Aun así, esta misma situación también crea nuevas formas de vulnerabilidad psicológica y la fiabilidad en los sistemas abstractos no recompensa psicológicamente del mismo modo que la fiabilidad en las personas.”
(Giddens, 1993: 110)
Uno de los elementos centrales de la modernidad, según Giddens, es que los sistemas abstractos han proporcionado una gran seguridad al vivir cotidiano, inexistente en los órdenes premodernos. Hoy una persona puede coger un avión y estar tranquila porque llegará a su destino, pero necesita unos mínimos preparativos y una buena cantidad de conocimientos adyacentes para llegar al avión. Estos conocimientos han sido filtrados desde los sistemas expertos (Giddens, 1993), para trazar tanto el discurso como la acción. Una persona tiene que saber qué es un aeropuerto, qué es un billete, cómo se debe embarcar, pero, en cambio, puede olvidarse de la seguridad porque el entorno que hace referencia a esta no depende del dominio de la técnica que lo hace posible.
Los sistemas expertos se introducen cada vez más en la vida de las personas creando grandes áreas de seguridad útiles para el mantenimiento de la vida cotidiana, pero a la vez ejercen una influencia que las personas no pueden controlar:
“La naturaleza de las instituciones modernas está profundamente ligada a los mecanismos de fiabilidad en los sistemas abstractos, especialmente en lo que respecta a la fiabilidad en los sistemas expertos (...)”
(Giddens, 1993: 84-85)
Todo ello presupone que, en una situación en la que muchos aspectos de la modernidad han sido globalizados, nadie puede eximirse completamente de los sistemas abstractos y de los sistemas expertos implicados en estas instituciones modernas. Esto se hace muy evidente en fenómenos como la guerra nuclear o la catástrofe ecológica.
En otro orden de cosas, los riesgos y la seguridad ontológica no son algo que alguien escoge por gusto (Beck, 2002), pero, aun así, no existen “los otros” a quienes culpar o hacer responsables y, por lo tanto, refuerzan la noción de “presentimiento” o “destino” (Giddens, 1993). En consecuencia, el sentimiento que generan los riesgos de la modernidad para la mayoría de los humanos es de fortuna o suerte, ante lo que los sociólogos denominan riesgos de baja probabilidad y graves consecuencias.
Para profundizar en los cambios de la modernidad y su relación con el riesgo han nacido nuevos paradigmas como el de la sociedad del riesgo (Beck). El sociólogo alemán Ulrick Beck publica un libro en 1986 con el título original de Risikogesellschaft: auf dem weg in eine andere Moderne, traducido al castellano en 1998 como La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad (Barcelona: Paidós, 1998). Durante los años noventa esta teoría social de Beck entra en diálogo con otras aportaciones de autores como Giddens, Lash, Habermas o Luhmann, entre otros. Esta corriente teórica refleja que en la sociedad de hoy hay cambios importantes que aportan nuevas relaciones sociales y que superan la sociedad de clases con nuevos movimientos ciudadanos como el ecologismo, el pacifismo o el feminismo. En este contexto, Beck plantea el paradigma de la sociedad del riesgo como un estadio de la sociedad moderna en el cual la producción de riesgos políticos, ecológicos e individuales escapa al control institucional:
“La sociedad del riesgo pensada hasta sus últimas consecuencias quiere decir sociedad del riesgo global, pues su principio axial, sus retos, son los peligros producidos por la civilización que no pueden delimitarse socialmente ni en el espacio ni en el tiempo. En este sentido, las condiciones y principios básicos de la primera modernidad, la modernidad industrial —antagonismo de clase, estabilidad nacional, así como las imágenes de la racionalidad y el control lineal, tecno-económico— son eludidas y anuladas.”
(Beck, 2002: 29)
La novedad de la sociedad del riesgo establece que nuestras decisiones como civilización comportan nuevos problemas y peligros globales que contradicen radicalmente el lenguaje institucional del control, la promesa de dominio sobre las catástrofes palpable en la opinión pública mundial (Beck, 2003). Los riesgos no son nuevos, lo que sí se presenta como novedad es el propio concepto de riesgo. De hecho, ni siquiera se puede considerar que los riesgos sean un invento de la modernidad, pero, aun así, hay que reconocer que hoy estos riesgos tienen algo que ver con la evolución y el desarrollo (Beck, 2002). Es decir, los procesos de producción de vanguardia proporcionan utilidad, pero también originan nuevos peligros; solo hay que pensar en la fisión nuclear, el almacenamiento de residuos químicos, los automóviles o las nuevas formas de entretenimiento, como los deportes de aventura o los parques de atracciones.
Los efectos de los riesgos secundarios o colaterales no son deseados, pero acompañan sistemáticamente la producción de la riqueza. Tanto es así que hoy ya nadie habla de desarrollo, sino de desarrollo sostenible, y queda clara la necesidad de tener en cuenta los efectos colaterales de este progreso. Por lo tanto, se llega a la conclusión de que cuanto más moderna es la sociedad, más peligrosa e incierta resulta esta modernidad (Mir, 1999: 21). Y todavía más, si somos más modernos se incrementa la probabilidad de que haya más crisis, catástrofes o desastres de todo tipo. En cambio, en palabras de Beck, allá donde hay miseria o pobreza material hay ceguera a los peligros.
La globalización en su conjunto deteriora el poder del Estado, garante hasta ahora de la seguridad de los ciudadanos residentes en su territorio. De hecho, en algunas partes del planeta, el estado todavía es garantía para la educación o la salud, pero resulta incapaz de protegernos ante grandes desgracias transfronterizas como la SARS, Chernóbil, el caso Prestige o el terrorismo global. La nueva sociedad del riesgo transforma el papel de los militares y las defensas nacionales:
“Si hasta ahora la mirada militar se dirigiría a sus iguales, es decir, a organizaciones militares de otros estados nacionales y a su defensa, ahora son las amenazas transnacionales de criminales y redes interestatales las que desafían a los estados del mundo entero, de forma que hoy experimentamos en el ámbito militar lo ya ocurrido en el cultural, es decir, la muerte de las distancias, o sea, el fin del monopolio estatal de la violencia en una civilización en la cual al final todo puede convertirse en un cohete en manos de fanáticos.” (Beck, 2003: 28)
Un tercer autor que hay que tener en cuenta en el debate entre la modernización y la sociedad del riesgo es Luhmann (1991). Para Luhmann, el riesgo no se puede combatir con más conocimiento o saber. El autor introduce una diferenciación entre riesgo y peligro y, a la vez, considera que este binomio forma parte del complejo entramado de hechos y circunstancias de las sociedades modernas:
“Así, hoy la distinción entre riesgo y peligro traspasa el orden social. Lo que para una persona es riesgo para otra es peligro. El fumador puede ser que corra riesgo de contraer un cáncer, pero para terceros esto es un peligro. El conductor que se arriesga a avanzar se comporta del mismo modo, así como el constructor y explotador de centrales nucleares (...). Muy bien puede ser cierto que el peligro que se deriva de una central nuclear cercana no sea mayor que el riesgo implicado en la decisión de conducir un par de kilómetros más al año. Pero ¿a quién le impresionaría un argumento de este tipo? La perspectiva de las catástrofes establece un límite en el cálculo. Uno no las desea en ninguna circunstancia, incluso aunque sean extremadamente improbables.”
(Luhmann, 1991: 81-91, citado por Beck, 2002: 132)
Luhmann se pregunta por el umbral catastrófico a partir del cual los cálculos cuantitativos dejan de ser convenientes. La respuesta, para el autor, es que hay diferentes variables que responden la cuestión, sobre todo en función de quiénes son los que toman las decisiones y quiénes son las víctimas. Complementando el argumento de Luhmann, Beck (2002: 133) añade el baremo de la racionalidad económica de los seguros. El autor señala que la sociedad del riesgo es una sociedad sin cobertura, en la que la protección del seguro disminuye conforme aumenta la escala del peligro. Todo ello lo enmarca en el contexto histórico del “estado del bienestar”, que para Beck abarca todas las esferas de la vida y de la sociedad plenamente comprensiva.
La modernización y la sociedad del riesgo “más que una descripción estricta de la sociedad actual, lo que hacen es proveer un posible proyecto de práctica democrática, puesto que sus planteamientos suponen la necesidad de una acusada democratización de las instituciones, incluso de la ciencia, cuya autoridad hasta ahora se había dado por descontada” (Espluga, 2000: 14). En este sentido, las aportaciones de autores como Beck o Giddens reclaman una reconstrucción de las instituciones y de sus culturas, porque para gestionar el riesgo primero hay que volver a confiar en estos organismos.
Los cambios de orden en la seguridad del planeta, los nuevos desastres medioambientales acentuados como consecuencia del cambio climático y, por supuesto, los riesgos que se han originado a partir de las sociedades industriales y del conocimiento han hecho cambiar la percepción del riesgo. La globalización contribuye a la creciente complejidad e interdependencia de las interacciones, tanto locales como globales, y esto hace que se incremente la probabilidad de que se produzcan crisis imprevisibles. Además, es responsable indirecta del crecimiento de la alarma social.
Los medios difunden y multiplican el conocimiento colectivo sobre el peligro, el riesgo y la inseguridad visible, y el alarmismo se amplifica a través de la transmisión múltiple de los medios de comunicación de masas y las noticias sobre crisis: atentados, desastres y catástrofes se difunden instantáneamente a todo el planeta (Gil Calvo, 2004: 35).
La hipótesis de la amplificación del riesgo colectivo de Gil Calvo enlaza con lo que Beck sentencia sobre la globalización. Es decir, que esta incrementa tanto el conocimiento público del riesgo percibido como el desconocimiento científico del riesgo real, de forma que el alarmismo en los medios de comunicación no es inventado, sino que tiene una base real. A partir de cierto umbral de riesgo real, la opinión pública siempre experimenta la propensión a provocar y a percibir mayor alarmismo colectivo resumido en el aforismo periodístico “solo son noticia las malas noticias”.
Los medios tienen la capacidad de reconstruir los hechos y presentarlos a modo de acontecimiento histórico a partir de la representación de la realidad como una revelación:
“Los requisitos para considerarla como tal [revelación] son cuatro, en lo esencial. Ante todo la sorpresa, pues ha de tratarse de algo inesperado e imprevisible o desconocido y oculto, que contradiga el sentido común o desmienta las expectativas del público. En segundo lugar la novedad, pues tiene que ser algo nunca visto antes, para lo que no existan reglas previstas ni explicaciones contrastadas. En tercer lugar el peligro, pues los hechos que suceden han de suponer alguna clase de riesgo o amenaza para algo o para alguien, causando temor o alarma social. Y por último la incertidumbre, que reina cuando no se puede predecir cómo evolucionará la situación ni cuándo se resolverá en un sentido u otro, si disipando el infundado temor o confirmando los peores presagios.”
(Gil Calvo, 2004: 151)
La percepción del riesgo ha aumentado en las últimas décadas. Es apreciable que este cambio trascendental se ha producido debido a la información y su inmediata divulgación, porque hoy ya no existen fronteras en el ámbito comunicativo; una noticia llega en cuestión de segundos a cualquier rincón del mundo y esto comporta cambios de actitud en los receptores (Fog, 2002). La transformación social que han experimentado las sociedades desarrolladas ha hecho que surjan nuevos riesgos y peligros, y la percepción de estos ha cambiado por influencia de los medios de comunicación. Aun así, Fog (2002) señala que hay dos factores principales que explican hoy los diferentes riesgos: el que comprende los que son desconocidos a las personas afectadas, desconocidos a la ciencia, nuevos, involuntarios y con un efecto lento —cáncer o sida—, y un segundo factor, que tiene consecuencias fatales, espantosas, catastróficas para las generaciones futuras —explosión nuclear o accidente químico. Los miedos de la sociedad y sus demandas para la intervención y reducción de los riesgos están más influenciados por el segundo factor que por el primero.
La opinión pública tiene en cuenta la cantidad de información a la hora de valorar los riesgos:
“La gente tiende a evaluar la probabilidad asociada al riesgo según la cantidad de información que reciben respecto al factor de riesgo. La percepción de un riesgo, así pues, viene dada por la cantidad de la cobertura informativa y la intensidad o fuerza de esta información.”
(Wahlberg y Sjöberg, citados por Fog, 2002)
Los medios son fuentes de amplificación social de las percepciones del riesgo, ya sea por su apuesta por la negatividad, la dramatización, la distorsión o por la exageración de las temáticas. Aun así, la ecuación fundamental se apoya en la percepción y la recepción social del riesgo y en el derecho de los ciudadanos a recibir, buscar y encontrar la información, pero también en el derecho de participar en el proceso de toma de decisiones (Farré, 2005). Esta participación e interacción ciudadana se incluye en nuevas propuestas teóricas como la noción de comunicación de riesgo.
El advenimiento de la incertidumbre era, con toda probabilidad, tan verosímil hace quinientos años como hoy mismo, pero los riesgos ahora son más tangibles y reales fruto de la impetuosidad en la divulgación. Si en la Edad Media causaban miedo los grandes pánicos analizados por Deluneau —las brujas, los judíos, los demonios, el Juicio Final o el Infierno—, hoy se teme a los residuos tóxicos, a la energía nuclear, a las vacas locas o a los riesgos globales (Gil Calvo, 2004: 136). Estos temores son más o menos relevantes en función de la cantidad de información que perciben los ciudadanos, tal como señala Fog (2002), pero también a partir de una presentación determinada de las noticias por parte de los informadores.
Los medios imponen su principio de realidad y determinan qué es y qué no es real:
“Así, cuando la noticia se presenta como temible o peligrosa, automáticamente se convierte en equívoca o enigmática, como si encerrara un secreto oculto que puede ser descubierto y debe ser revelado. De este modo, el efecto de riesgo e incertidumbre con que se presentan y editan las noticias alimenta en el público el anhelo de revelaciones. Y el momento culminante del clímax de ansiedad es precisamente el instante mismo de la revelación, cuando lo invisible se hace evidente apareciendo como algo inesperado y nunca visto.”
(Gil Calvo, 2004: 153)
La realidad emergente produce tanta incertidumbre que pronto genera miedo compartido, miedo a aquello que es invisible, al futuro, a lo desconocido. Los medios conocen bien esta posibilidad y están predestinados por deformación a propagar el miedo; siempre están dispuestos a cortar la programación (Gil Calvo, 2004).
Un estudio de Altheide (2002) contextualiza la naturaleza y el uso de la palabra miedo en los medios de comunicación de Estados Unidos y concluye que la mayoría de las sociedades industrializadas ha derivado hacia una sociedad del riesgo, organizada alrededor de una comunicación orientada a la vigilancia policial, al control y a la prevención.
El gran cambio de nuestros días es que la magnitud del miedo ha crecido gracias a la nueva lógica de los medios de comunicación, convertidos en marcos referenciales con programas más alejados de la entrevista y la objetividad informativa e introduciendo el miedo en el lenguaje. Este hecho es motivado por la transformación de la orientación periodística hacia el infotainment — término en inglés formado de la suma de information y entertainment, es decir, información y entretenimiento—, que arrastra al periodismo hacia una vertiente de impacto, donde el vocabulario del miedo es uno de los elementos centrales (Altheide, 2002: 101).
Los medios representan un elemento clave de la democracia, pero no escapan del sistema capitalista y de la necesidad de generar impacto para conseguir audiencia en los programas y, también, en los informativos:
“Los medios constituyen la columna vertebral de la democracia moderna. Son un canal indispensable para los procesos democráticos. La libertad de la prensa a menudo es aclamada como la piedra angular de la democracia, pero lamentablemente la prensa no es libre. Esta no está controlada ni por la conciencia de los periodistas y de los editores ni por ninguna organización escogida democráticamente, sino por los ineludibles mecanismos de la economía de mercado.”
(Fog, 2002: 12)
Por todo ello, a pesar de que los miedos siempre han convivido con nosotros, hoy se presentan con una magnitud y naturaleza diferente como consecuencia de la propagación directa e instantánea de los medios de comunicación. El miedo es una emoción, mientras que el riesgo es un juicio cognitivo que alerta de la posibilidad de peligro. Esta alerta es amplificada diariamente en la sociedad actual por la proliferación del número de medios de comunicación y por la ocupación de estos del espacio público.
Los estudios sobre comunicación de riesgo1 han recibido una notable atención durante las últimas décadas. Este incremento obedece a algunos factores que pueden explicar este interés: el aumento de la existencia de causas antropogénicas en la generación del riesgo, la crisis de confianza en las instituciones y autoridades o el incremento del conocimiento científico sobre temas centrales como el medio ambiente o la salud de las personas. Todo ello ha comportado que la noción de comunicación de riesgo se considere un instrumento estratégico para muchas instituciones y gobiernos del mundo.
La noción de comunicación de riesgo se desarrolla a partir de los años ochenta del siglo XX, sobre todo para dar una respuesta integral al proceso de gestión del riesgo. Como fenómeno académico, político o social, aparece conceptualmente ligado a la sociedad del riesgo. La comunicación de riesgo deviene un elemento que permite solucionar dos ambivalencias: la relacionada con la falta de conocimientos sobre el riesgo (knowledge gap) y la que toma como elemento las visiones desviadas o irracionales sobre las características o intensidad (perception gap). Será a partir de los años setenta del siglo XX cuando las críticas a la gestión del riesgo, el crecimiento del ecologismo y la carencia de transparencia darán cohesión y fuerza al ámbito de la comunicación de riesgo (Gonzalo y Farré, 2011).
Hay una corriente destinada a transmitir información a la población, y otras que tratan de un proceso más general, como las que se proponen desde algunos gobiernos, empresas y estamentos internacionales: Unión Europea, OCDE o la International Organization Standardization (ISO). En esencia, las diferencias entre ambas corrientes de la comunicación recaen en los actores. Así, en la primera corriente, los expertos son los actores principales que asumen el rol de transmitir y elaborar informaciones a un público pasivo. En la segunda, tanto la población como otros actores tienen un rol importante (aunque diferenciado), junto con los expertos, en un proceso interdependiente de informaciones, opiniones e intereses, mediante el fortalecimiento de los canales apropiados de consulta, respuesta y diálogo (Farré y Fernández, 2007).
Uno de los estamentos internacionales que marcó un punto aparte en la concepción de la comunicación del riesgo fue el OS National Research Council con el informe Improving Risk Communications, donde se define:
“La comunicación del riesgo es un proceso interactivo de intercambio de información y de opiniones entre individuos, grupos e instituciones, que a menudo implica mensajes múltiples sobre la naturaleza del riesgo y otros mensajes, no estrictamente sobre riesgo, los cuales expresan preocupaciones, opiniones o reacciones a los mensajes de riesgo o a las disposiciones legales e institucionales de gestión del riesgo.”
(Committee on Risk Perception and Communication, National Research Council, 1989: 21)
Por otra parte, es necesario diferenciar entre la comunicación de riesgo y otras vertientes teóricas similares que persiguen objetivos diferentes. De esta manera, hay que distinguir entre líneas sectoriales útiles en la identificación de conflictos parciales, según Farré (2005), como la información de crisis, que se ocuparía de los protocolos de actuación que deben seguirse en situaciones planificadas y predefinidas, o la comunicación de crisis, que trata, fundamentalmente, de las relaciones entre la comunicación empresarial y los medios sociales.
En el primer caso la cuestión revierte en las organizaciones comunicativas y afecta a la especialización periodística, hasta el punto de plantearse la necesidad responsable de conformar un periodismo de crisis capaz de reaccionar equilibradamente ante situaciones de crisis a través de la información, de las rutinas de producción y de las prácticas profesionales. En el segundo caso, la comunicación de crisis es una de las áreas de la comunicación institucional y organizacional que actúa como herramienta para la defensa de la identidad institucional ante los procesos de ofertas y demandas informativas (Farré, 2005: 104).
La comunicación de riesgo como proceso incluye un total de cuatro perspectivas: el análisis de los efectos, del contenido, de la persuasión y de los actores. Estos actores son: las comunidades afectadas, las autoridades públicas, los profesionales de la industria, los expertos científicos y los técnicos, las organizaciones civiles y los medios de comunicación.
Un estudio inglés realizado por Graham Murdock, Tom Horlick-Jones y Judith Petts ofrece algunas pautas sobre las razones del cambio en la comunicación del riesgo. El informe fue realizado en el Reino Unido en el año 1999 y tenía como finalidad estudiar el papel de los medios de comunicación en la amplificación del riesgo en la sociedad. El estudio fue confeccionado con el apoyo del Cabinet Office, Civil Aviation Authority, Economic and Social Research Council, Environment Agency, Food Standards Agency, Department of Health, Health and Safety Executive y Health and Safety Executive for Northern Ireland. La investigación inglesa atribuye el cambio en la percepción del riesgo al incremento de las organizaciones no gubernamentales (ONG), con un papel ascendente para acceder a las agendas públicas de los medios; al crecimiento remarcable de las relaciones públicas, tanto gubernamentales como corporativas, y a la irrupción de internet.
Los autores británicos evidencian que los medios tienen que ser vistos como una oportunidad más que como un problema, porque la opinión pública continúa accediendo mayoritariamente al espacio público mediante la radio, la prensa y la televisión.
La opinión pública quiere ser atendida ante riesgos que son significativos (Murdock et al., 2001), es decir, quiere que se le facilite el peso de la toma de decisiones sobre si hay que comprar cierta comida o no, usar determinados medios de transporte o no... Este proceso de racionalización obliga a los medios a extraer interpretaciones y fuentes múltiples de información (Murdock et al., 2001: 91). En consecuencia, la comunicación recíproca entre los diferentes actores que interaccionan en el ámbito de la gestión del riesgo permite que dicha gestión sea más efectiva (Bennet y Calman, 1999).
La intervención de los medios de comunicación se considera trascendente con relación a los temas de cobertura del riesgo y no se considera un problema, sino más bien la oportunidad para acercarse a una audiencia selectiva alimentada por los propios contextos socioculturales. Los medios se entienden como un recurso para los comunicadores de riesgo, que pueden sacar provecho de las narrativas, las imágenes y la personalización de las consecuencias del riesgo percibido. Así pues, también en la comunicación de riesgo se contemplan los medios como un elemento central con responsabilidad compartida a la hora de informar, formar y difundir noticias que tienen el riesgo como eje fundamental.
Una propuesta que recoge los temas de interés de los medios de comunicación ante el riesgo es el trabajo de Bakir (2010) recogido por Gonzalo y Farré (2011: 37). Para Bakir, los medios ante el riesgo:
1.- Proporcionan conocimiento para informar a los ciudadanos.
2.- Modulan la aceptabilidad del público de diferentes riesgos.
3.- Motivan al público para actuar con responsabilidad.
4.- Proporcionan marcos de significación respecto a los riesgos escogidos voluntariamente.
Vemos, pues, que se pone en evidencia una clara intervención de los medios de comunicación en la percepción social del riesgo. Esta es fruto de la canalización que hacen los medios de la atención pública, pero también política, en el momento de la emergencia. En consecuencia, hablamos de actores que pueden crear, orientar o modificar los procesos de creación de la opinión.
La comunicación da visibilidad o invisibilidad al riesgo y, tal como aseguran Gonzalo y Farré (2011), sirve para poner en común las diferentes definiciones y hacer públicas las políticas y las decisiones tomadas. En el caso de las zonas o comunidades de riesgo, es la comunicación de riesgo la que tiene que ejercer de centro vertebrador de los discursos de los diferentes actores e instituciones implicadas en la gestión del riesgo.
La teoría de las relaciones públicas ha estudiado los episodios de crisis, sobre todo a partir de las consecuencias empresariales y económicas de la comunicación corporativa. Algunos de los autores destacados son: Chasse (1977), Pauchant y Mitroff (1991), González-Herrero (1998-2003), Burnett (1998) o Lavine y Wackman (2002). La expresión teórica más empleada desde este ámbito es la de comunicación de crisis.
Uno de los primeros profesionales que rompió el secretismo entre medios y empresas fue Ivy Ledbetter Lee, un periodista que había escrito en algunos periódicos de Nueva York y que intervino decididamente en la huelga de mineros del año 1906 en los Estados Unidos. Ledbetter Lee propuso una declaración de principios en que la empresa tenía que informar al público de manera abierta y clara. La iniciativa pretendía ofrecer información veraz sobre las actividades de la organización. Según este periodista, si la verdad hace daño, entonces se tendrán que modificar las prácticas de la organización, de forma que se pueda decir la verdad sin ningún temor (González-Herrero, 1998).
“Nuestro propósito es proporcionar información. No somos una agencia de publicidad. (...) Nuestra información es veraz. Daremos detalles sobre cualquier asunto tan pronto como nos sea posible y ayudaremos con mucho gusto a todo editor que desee verificar directamente cualquier información. Si se nos solicita, informaremos al editor sobre quiénes son aquellos a los que representamos cuando enviamos un artículo determinado. En resumen (...), nuestro propósito es proporcionar a la prensa y al público de los Estados Unidos información puntual y veraz (...) en representación de los intereses empresariales y las instituciones públicas.”
(Hiebert, 1996, citado por González-Herrero, 1998: 40)
De forma sistemática, la historia de la comunicación de crisis evoluciona en la medida en que la investigación sobre opinión pública empieza a dar sus frutos. Hacia los años veinte y treinta del siglo XX las ideas de George Gallup y Edward L. Bernays, y el libro de este último autor, Crystallizing Public Opinion (1923), ayudarán a entender que la responsabilidad empresarial es conocer la opinión pública de forma que la organización pueda estar preparada para afrontar mejor una situación de fuerte ruptura.
Durante la década de los años cincuenta el concepto de relaciones públicas evoluciona. Bernays hace nuevas propuestas que sintetiza en la necesidad de hacer un esfuerzo entre la comunicación e interpretación de las ideas y la información de los públicos de una institución, decantándose por una relación armoniosa. Esta teoría se consolida a partir de los años ochenta del siglo XX. El concepto de la comunicación empresarial como un arma de persuasión sobre las masas se sustituye definitivamente por el de la comunicación como vehículo de entendimiento, cambiando el sentido de las medidas reactivas por el de las proactivas (González-Herrero, 1998: 42).
Para evitar un deterioro en casos de crisis, la mayoría de las corporaciones, sobre todo multinacionales, se han dotado de planes que las ayudan a prever y dar respuesta a estos episodios. De este modo, intentan frenar, desde un punto de vista comunicativo, la situación de desastre y evitar, dentro de lo posible, que estalle la crisis de la opinión pública (Burnett, 1998).
En los últimos años se apuesta, desde las relaciones públicas, por privilegiar —aunque no todas las empresas e instituciones comunicativas tienen éxito— laresponsabilidad social a la económica ante un caso de crisis. Como consecuencia de esto está naciendo una nueva disciplina denominada issues management en inglés, traducida de forma genérica al castellano por “gestión de los conflictos potenciales”.
Por otra parte, las corporaciones, sean empresas privadas o instituciones públicas, han ido dotándose de mecanismos para detectar, prevenir y mejorar la gestión de los riesgos. Entre los profesionales y académicos que más han abordado estas situaciones encontramos los americanos, en particular, y los anglosajones de forma genérica.
Entre las muchas propuestas que se han realizado, destaca la que nació inicialmente en Estados Unidos (1977) de la mano de Howard Chase, denominada issues management. La disciplina se concibió como un proceso de gestión proactivo que tenía como finalidad identificar asuntos (issues) que pudieran acabar en el plano político en forma de leyes o regulaciones. Se trataba de analizar asuntos, establecer prioridades de actuación y desarrollar programas estratégicos de acción para implementar un programa de comunicación de acuerdo con la estrategia adoptada:
“El concepto de issues management nació —y en el sentido más estricto del término todavía sigue— ligado a la temprana participación de la empresa en los procesos legislativos o de regulación empresarial. Hoy en día el concepto cobra su pleno sentido fuera de la esfera política. El énfasis de la gestión de conflictos potenciales se extiende ahora a la proacción de la empresa, en un esfuerzo por detectar cualquier asunto (legislativo, económico, político o social, en su sentido más amplio) que pueda suponer un problema para el futuro de la organización.”
(González-Herrero, 2003: 9)
El proceso de gestión de los conflictos potenciales nos remite a dos propuestas: a) la identificación de un asunto o conflicto potencial lo antes posible, y b) el acotamiento y resolución de este asunto justo antes de que llegue a un punto en que provoque consecuencias indeseables para la organización. Los métodos que se usan para el apartado a) consisten en la realización de encuestas — internas o externas— que evalúan periódicamente aquellos puntos capaces de generar conflicto. También es necesario efectuar un repaso de las publicaciones del ámbito especializado de la empresa y las de los colectivos ecologistas, además de analizar sistemáticamente congresos y conferencias sobre la temática susceptible de riesgo para la corporación.
Para realizar un análisis y resolución del punto b) es necesario efectuar un proceso de selección y agrupación que establezca prioridades de actuación, determine una estrategia ante el conflicto, la ponga en práctica y haga una evaluación del desenlace. De este modo, se pueden “contrastar los resultados obtenidos con las metas que se marcaron en un principio. Es decir, se han de analizar los objetivos específicos recogidos en la estrategia para ver si el programa ha cumplido todas las expectativas” (González-Herrero, 2003: 11).
La aplicación de la gestión de conflictos potenciales se fundamenta en la proacción más que en la reacción. Las empresas han de estar atentas a todas aquellas circunstancias que pueden desencadenar una crisis y detectar previamente los posibles puntos débiles o deficitarios susceptibles de generar problemas.
1 Término definido por el Committee on Risk Perception and Communication, National Research Council, 1989, 21.