El ser humano es claramente un ser biológico, podemos aproximarnos a su realidad desde esta dimensión y definir cuáles son sus características propias y diferenciadas del resto de seres vivos. Es innegable que la dimensión somática de la persona está en la base de su ser. También aceptamos sin dilemas la dimensión social de la persona como hecho constituyente e inevitable de lo que es. No concebimos al ser humano como plenamente realizado sin la interacción entre iguales. Una tercera dimensión humana que fácilmente vemos en la constitución del ser humano es su dimensión psicológica, en la que encontramos desde las emociones y sentimientos hasta las capacidades de percepción y relación con el entorno.
Hay una cuarta dimensión que forma parte del ser humano desde los inicios, es la que se refiere a la búsqueda del sentido. Cuando aparecen los primeros humanos, y con ellos la capacidad de conciencia propia, se hace patente la necesidad de dar sentido a la vida. La conciencia de la propia finitud y de la propia muerte llevó a los primeros humanos a hacerse, ya entonces, las grandes preguntas que le han acompañado a lo largo de historia de la humanidad. Los relatos míticos construidos en todas las culturas han tenido la función de hacer reflexionar y dar respuesta a estas preguntas. La dimensión espiritual, entendida en un sentido amplio y sin reducirla a la religiosidad, es la cuarta dimensión que debe abordar cualquier antropología que no quiera quedar incompleta.
La búsqueda del sentido de la vida tiene que ver con los objetivos que merece la pena perseguir, lleguen o no a ser satisfechos. La felicidad y el sentido de la vida no se pueden equiparar. El logro de algunos objetivos puede aportar felicidad, pero el sentido de la vida radica en tener objetivos valiosos por los que luchar. Esta es la realidad del ser humano, un ser que está siempre en camino, que está siempre en proyección personal. Aquí es donde situamos la dimensión espiritual de la persona, en el lugar donde da valor y se compromete con la vida.
El nuevo principio que hace del hombre un hombre, es ajeno a todo lo que podemos llamar vida, en el más amplio sentido, ya en el psíquico interno o en el vital externo. Lo que hace del hombre un hombre es un principio que se opone a toda vida en general; un principio que, como tal, no puede reducirse a la «evolución natural de la vida», sino que, si ha de ser reducido a algo, solo puede serlo al fundamento supremo de las cosas, o sea, al mismo fundamento de que también la «vida» es una manifestación parcial. Ya los griegos sostuvieron la existencia de tal principio, y lo llamaron la «razón». Nosotros preferimos emplear, para designar esta X, una palabra más comprensiva, una palabra que comprende el concepto de la razón, pero que, junto con el pensar ideas, comprende también una determinada especie de intuición, la intuición de los fenómenos primarios o esencias y, además, una determinada clase de actos emocionales y volitivos que aún hemos de caracterizar: por ejemplo, la bondad, el amor, el arrepentimiento, la veneración, etc. Esa palabra es espíritu.
(Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos)
La aparición del ser humano añade a la historia del mundo una cuestión primordial: la pregunta sobre el sentido y la capacidad de comprometerse. El ser humano, a pesar de que, como cualquier ser viviente, tiene una clara dependencia de la naturaleza, se manifiesta en el mundo de una manera peculiar. Existe una forma singular de vivir esta condición de seres naturales que capacita a los humanos para romper los círculos repetitivos que caracterizan la vida animal eliminando de su horizonte cualquier destino de especie, huyendo de la existencia meramente biológica. Cuando pensamos sobre el ser humano, debemos tener en cuenta estas dos realidades, la innegable dependencia de la naturaleza y, a su vez, la singularidad con que vive esta realidad natural.
Max Scheler dice que lo que hace que el ser humano sea verdaderamente ser humano es un principio que nada tiene que ver con la evolución natural. No quiere vincularlo con el concepto de razón y busca otro concepto que sea más genérico: el espíritu. Este concepto permite dar una explicación a tantos juicios de la mente humana que se escapan de la racionalidad. La creatividad, la libertad, la imaginación, el arte o la intuición son procesos humanos que no se pueden reducir exclusivamente a los dominios de la racionalidad. En el ser humano existe algo que lo hace emerger de las leyes de la naturaleza, distanciarse de ellas y vivirlas con sentido.
Entre las distintas maneras de explicar esta singular forma de ser en el mundo, está la que describe al ser humano como un «animal deficiente». Arnold Gehlen es uno de los antropólogos que se inscribe en esta línea y habla, en su obra El hombre, su naturaleza y su lugar en el mundo, de las carencias del ser humano como punto de partida de su compleja realidad:
La no especialización física del hombre, su mediocridad orgánica, así como la asombrosa falta de auténticos instintos, forman entre sí un conjunto, con respecto al cual «la apertura al mundo» (en palabras de Scheler) o, lo que es lo mismo, la carencia de medio ambiente, sería su expresión conceptual. Al revés, en el caso del animal, la especialización orgánica, el repertorio de instintos y el encadenamiento al medio ambiente se corresponden entre sí. Es lo decisivamente importante desde el punto de vista antropológico. Tenemos así un concepto estructural del hombre, que no descansa solamente en el rasgo de la razón del espíritu, etc., y nos movemos, por tanto, más allá de las alternativas mencionadas más arriba; a saber: o hay una diferencia gradual entre el hombre y los animales superiores cercanos a él o hay que poner la diferencia esencial en el espíritu. Por el contrario, nosotros tenemos en este momento el «bosquejo» de un ser carencial desde el punto de vista orgánico, por eso mismo abierto al mundo, es decir, incapaz por naturaleza de vivir en un ambiente fragmentario concreto. También entendemos qué tiene que ver con aquellas definiciones de que el hombre sea «no terminado» o «una tarea para sí mismo». La pura capacidad de existir semejante ser ha de ser cuestionable y la simple permanencia en la vida, un problema para cuya resolución el hombre ha sido dejado a sí mismo y ha de sacar de sí mismo las posibilidades. Esto sería, pues, el hombre práxico. Ahora bien, dado que el hombre es capaz de vivir, las condiciones para resolver el problema tienen que estar en él y si en él ya la existencia es una tarea y una difícil operación a realizar, esa operación o producción humana ha de poder mostrarse a través de toda la estructura del hombre. Todas las facultades especiales humanas han de referirse a esta cuestión: cómo puede vivir un ser monstruoso; y así queda asegurado el derecho al planteamiento biológico del problema. Así pues, un examen biológico del hombre no consiste en comparar su physis con la del chimpancé, sino en responder a esta pregunta: ¿cómo puede vivir este ser que por esencia no es comparable a ningún otro animal?
(A. Gehlen, 1980)
Gehlen habla de la especificidad humana como una característica independiente a su biología. La comparación entre el ser humano y el chimpancé no debe hacerse en escala biológica porque la diferencia principal se encuentra en otra escala. El ser humano no tiene un entorno específico donde vivir, sus carencias biológicas le han obligado a abrirse al mundo y a capacitarse para vivir en cualquier entorno. El ser humano ha transformado su entorno para poder vivir y lo ha convertido en «su mundo». El mundo humano es una construcción cultural que se crea a partir del entorno físico, lo transforma y lo adapta dándole significado y sentido: es una trama de conceptos, significados y valores.
El salto que se produce en la escala evolutiva de la especie humana nada tiene que ver con su condición biológica, sino con su capacidad simbólica. El ser humano es el único que se comunica mediante el lenguaje verbal, el único que sabe que un día morirá y que se pregunta, generación tras generación, por el sentido de la vida. En este contexto situamos la dimensión espiritual del ser humano. Además de las competencias científicas, de conocimiento y transformación del entorno, que ha desarrollado el ser humano en el crecimiento de su propia consciencia y de la consciencia de su propia finitud, también ha incorporado competencias espirituales que tienen relación con la respuesta a la gran pregunta que convive con los humanos desde el inicio de los tiempos: ¿qué sentido tiene la vida?
El ser humano es un animal que, desde un punto de vista biológico, no habría sobrevivido a la selección natural de las especies. Posee un cuerpo deficiente, débil, sin armas naturales suficientes para defenderse y, además, mal preparado para adaptarse al entorno. Con estas características habría desaparecido de la Tierra si no fuera por la diferencia principal que se establece con el resto de seres vivos, la inteligencia, y, sobre todo, la capacidad de reflexión.
La capacidad técnica, de inventar, de transmitir los conocimientos y el progreso son cualidades características del desarrollo de la inteligencia humana que dependen de la capacidad de abstracción y reflexión. Esto hace particular la capacidad de razonamiento de los humanos. El pensamiento humano no tiene una focalización concreta, sino general, que no está vinculada a una determinada finalidad, más bien lo contrario, se abre a valores e ideales.
El pensamiento reflexivo ha producido un ser humano independiente de las leyes biológicas del mundo animal. Esta independencia se determina, por un lado, con la capacidad individual de ejercer la libertad y, por otro lado, con la capacidad de introspección: preguntarse a sí mismo por el sentido de la existencia.
Es en el contexto de la reflexión, de la valoración y de las opciones donde situamos la pregunta por el sentido, una pregunta que no tiene una razón de ser de tipo biológico, sino que surge de la necesidad profunda del ser humano. Y, además, no tiene ninguna relación con la curiosidad. Las cuestiones que el ser humano se formula por curiosidad, y que construyen la base de su progreso científico y técnico, son preguntas que surgen del ser humano y hacen un recorrido del interior hacia el exterior. No tienen nada que ver con las preguntas por el sentido. Sin embargo, la persona tiene la necesidad de conocer y, por esto, se pregunta por el mundo mediante cuestiones cuyas respuestas son, en último término, insignificantes. El ser humano se encuentra con las preguntas por el sentido porque le llegan desde el exterior. Las preguntas procedentes de la curiosidad pueden tener respuesta o carecer de ella, son preguntas cuya respuesta se puede obtener mediante caminos que otros han hecho previamente. Las preguntas que se refieren al sentido deben responderse aunque sea con una respuesta provisional y, además, tiene que hacerse individualmente para crear un camino propio.
Albert Camus, en su obra El mito de Sísifo, empieza afirmando que la gran cuestión filosófica es preguntarse si la vida merece ser vivida o no.
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos. (…) Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la Tierra o el Sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante.
(A. Camus, 1985, p. 5)
No hay nada realmente más importante que esta pregunta. En el momento en el que el ser humano toma consciencia de su finitud, necesita dar sentido a su vida y a sus días. Aquí está la diferencia entre el ser humano y el resto de animales: el ser humano no se acaba en su ser biológico, hay algo en él que le abre las puertas hacia una realidad distinta.
La pregunta por el sentido es una de las características más relevantes del ser humano. Todo el mundo desea vivir una vida con sentido, todo el mundo tiene la necesidad de encontrar un sentido a sus días y dar valor a sus actos. Viktor Frankl, psicoanalista austríaco y superviviente de los campos de concentración nazis, afirma que lo que ayudó a muchos prisioneros a enfrentarse a las atrocidades del campo fue la voluntad de sentido, es decir, el deseo de dar sentido, significado y valor a la propia vida, incluso en circunstancias desagradables. La búsqueda del sentido de la vida es una fuerza primaria de la vida humana que tiene relación con la felicidad. No se trata de un fenómeno cultural o religioso, sino de una necesidad interior del ser humano que se exterioriza de distintas formas.
Dudo que haya ningún médico que pueda contestar a la pregunta sobre el sentido en términos generales, ya que el sentido de la vida difiere de un hombre a otro, de un día para otro, de una hora a otra hora. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado. Plantear la cuestión en términos generales puede equipararse a la pregunta que se le hizo a un campeón de ajedrez: «Dígame, maestro, ¿cuál es la mejor jugada que puede hacerse?» Lo que ocurre es, sencillamente, que no hay nada que sea la mejor jugada, o una buena jugada, si se la considera fuera de la situación especial del juego y de la peculiar personalidad del oponente. No deberíamos buscar un sentido abstracto a la vida, pues cada uno tiene en ella su propia misión que cumplir; cada uno debe llevar a cabo un cometido concreto.
Por tanto ni puede ser reemplazado en la función, ni su vida puede repetirse; su tarea es única como única es su oportunidad para instrumentarla. Como quiera que toda situación vital representa un reto para el hombre y le plantea un problema que solo él debe resolver, la cuestión del significado de la vida puede en realidad invertirse. En última instancia, el hombre no debería inquirir cuál es el sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien se inquiere. En una palabra, a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder a la vida respondiendo por su propia vida; solo siendo responsable puede contestar a la vida. De modo que la logoterapia considera que la esencia íntima de la existencia humana está en su capacidad de ser responsable.
(V. Frankl, 1991, p. 107)
Frankl creó una doctrina terapéutica a la que puso el nombre de logoterapia. El eje vertebrador de esta terapia, y de toda su antropología, es la afirmación de un sentido existencial. Frankl observaba que en el mundo occidental se perdía el sentido existencial y aumentaba la sensación de absurdidad ante la existencia.
Por otro lado, Frankl no cree, como Maslow, que la autorrealización sea la finalidad de la existencia. La realización de la persona no se puede considerar como una finalidad, sino como una consecuencia de la plenitud del sentido. Para Frankl, el dinamismo básico de las personas, es decir, su fuerza primaria, es la voluntad del sentido. Quien utiliza la autorrealización como finalidad está destinado al fracaso. La búsqueda del sentido debe orientarse hacia aquello que consideramos valioso y, entonces, entra en juego otro concepto importante del pensamiento de Frankl: el ejercicio de la libertad interior.
En contraste con el eudemonismo clásico, que dice que las personas buscan la felicidad a lo largo de su vida, Frankl apunta que no se trata de buscar la felicidad, sino de encontrar bases sólidas para esta. La felicidad y el placer son fugaces cuando se buscan por sí mismos. La estratagema para la felicidad no es ir en su búsqueda ni mirarse a sí mismo, sino vivir frente a las cosas o personas olvidándose de uno mismo. El dinamismo más profundo del ser humano, dice Frankl, no es ni el placer, ni el poder, ni siquiera la felicidad, sino el deseo de sentido. El deseo del placer y del poder se impone cuando el anhelo de sentido se ve truncado.
Frankl define el sentido como una posibilidad considerada valiosa, sobre el fondo de la realidad. El sentido tiene un componente claramente axiológico, una respuesta a cuestiones que la misma vida plantea. No se encuentra como resultado de un proyecto voluntarista que uno se inventa o se propone, sino como respuesta a la vida, a los interrogantes y valores que el ser humano descubre. Inventar el sentido y los valores lleva hacia la absolutización de un proyecto e, ineludiblemente en muchos casos, puede llegar a la desesperación por el fracaso, la frustración y la distancia entre la idea y la realidad.
No es el ser humano quien debe preguntar, todo lo contrario, es la vida quien debe formular las preguntas.
Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiera continua e incesantemente. Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.
(V. Frankl, 1991, p. 78)
Con la expresión «voluntad de sentido», Frankl se posiciona en contra de conceptos semejantes como son el de «voluntad de poder» de F. Nietzsche o «voluntad de placer» de Freud, que se habían propuesto como motores últimos del comportamiento humano. En cuanto al placer, y recogiendo lo dicho por Aristóteles, Frankl afirma que no puede constituir el objetivo de una persona porque el exceso de la búsqueda del placer en uno mismo puede impedir la obtención de este. Lo mismo ocurre con la felicidad: el objetivo no debe ser la búsqueda de la felicidad en sí misma, sino los fundamentos, los valores y todo aquello que le otorga valor. Por lo tanto, según el padre de la logoterapia, la búsqueda del sentido es cuestión de moralidad, de valoración y de ejercicio de la libertad interior, que al final es lo que ayuda a las personas a sentirse satisfechas.
Más allá del placer, del poder y de la felicidad, la persona puede encontrar un sentido a la vida. Cada instante de la vida es significativo y apto para poder darle un sentido. La persona, dando respuesta a los valores que descubre a lo largo de su vida, se hace responsable de su existencia. El hecho de dar respuesta a la pregunta por el sentido de la vida consiste en esto, en descubrir lo que merece la pena de la vida.
Frankl señala tres caminos para encontrar el sentido de la vida:
Este tercer camino fue el que Frankl desarrolló más ampliamente. Su experiencia en los campos de concentración le llevó a reflexionar sobre la búsqueda del sentido en situaciones límite. Cree que en estas situaciones es cuando el ser humano se pregunta realmente por el sentido de la vida. Ante el sufrimiento inevitable, el ser humano tiene la capacidad de tomar una postura u otra sobre el dolor y su limitación. El ser humano es un ser sufriente y esta constatación es importante para la antropología, porque nos lleva a pensar en el papel del sufrimiento y de la conciencia de finitud de la vida de los humanos. El hecho de no integrar el sufrimiento de la persona, y, por lo tanto, rechazar la posibilidad de encontrar sentido al sufrimiento, conduce a la desesperación ante las dificultades más pequeñas.
El sufrimiento forma parte de la vida humana y el ser humano, por naturaleza, tiende a alejarse del mismo. Nuestra sociedad, además, ha hecho del sufrimiento un tabú y ha generado una imagen humana basada en la satisfacción y el placer.
Esto contrasta, por ejemplo, con la mentalidad oriental clásica en la cual el concepto de sufrimiento forma parte del núcleo de su antropología. Dice Buda, cuando explica la primera de las nobles verdades del budismo, la verdad sobre el sufrimiento:
Esta, monjes, es la noble verdad de du kha: el nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento; la tristeza, el lamento, el dolor, la pena y el desespero son sufrimiento; la asociación con lo que no se ama es sufrimiento; la separación de lo que se ama es sufrimiento; no conseguir lo que se quiere es sufrimiento. En resumen, los cinco agregados del aferramiento son sufrimiento.
Los budistas tienen claro que el ser humano es un ser que sufre y que debe trabajar para eliminar o evitar aquello que le causa sufrimiento. Experimentar la limitación es un aspecto muy importante para el crecimiento de las personas. Todo lo que nos provoca sufrimiento nos hace madurar: los obstáculos de la vida ayudan al crecimiento personal. Es importante ver esta particularidad del sufrimiento que, paradójicamente, nos lleva a la bondad. El dolor evidencia la limitación humana, la imperfección. Una hipotética vida sin sufrimiento, sin tensión, sin azar y con total seguridad, generaría un ser débil e inmaduro. Aunque el ser humano quiera evitar el sufrimiento, es bueno reconocer que este es necesario para vivir. Conocer la finitud, la limitación y el sufrimiento impulsa al ser humano a dar sentido a la vida.
La dimensión espiritual y la dimensión religiosa, íntimamente relacionadas e incluyentes, no son exactamente coincidentes entre sí. Mientras que la dimensión religiosa comprende la disposición y el modo en que una persona vive sus relaciones con Dios dentro del grupo al que pertenece como creyente y en sintonía con unos modos concretos de expresar la fe y las relaciones, la dimensión espiritual es más vasta, abarcando además el mundo de los valores y de la pregunta por el sentido último de las cosas, de las experiencias.
(J. C. Bermejo, 2005, p. 86)
En el momento de definir la espiritualidad, en la cultura occidental, encontramos posicionamientos muy distantes: desde los que no establecen ninguna diferencia entre la espiritualidad y la práctica de la religión hasta los que, en otro extremo, para la explicación de la espiritualidad excluyen cualquier tipo de referencia a la divinidad o a seres transcendentes Es necesario, pues, poder hacer alguna aproximación a este concepto polisémico.
Tradicionalmente se han asociado los conceptos de espiritualidad y religión, pero cabe decir que el término «espiritualidad» ha evolucionado hasta convertirse en un concepto un poco confuso, que se utiliza en distintos ámbitos: el trabajo social, los recursos humanos, la educación, la salud y las ciencias sociales. Estamos ante una palabra que no genera unanimidad en su definición y, frecuentemente, se utiliza de forma vaga.
Algunas de las definiciones de espiritualidad que podemos encontrar son las siguientes:
Actualmente, y en oposición a la imagen negativa que tiene la religión en nuestra sociedad, la espiritualidad es un concepto que va ganando consenso social. El mundo occidental del s. xxi parece que esté redescubriendo esta dimensión interior de la persona y que valore la espiritualidad del ser humano.
Hay cierta necesidad de que los profesionales que trabajan al servicio de personas hagan un esfuerzo para clarificar este concepto y, especialmente, para definir el rol que se debe adoptar desde la profesión sobre esta dimensión de la persona. Los educadores y los trabajadores sociales acompañan a las personas en situaciones de necesidad muy distintas: desde el nacimiento hasta la muerte. A menudo deben lidiar con experiencias humanas que plantean cuestiones fundamentales sobre el sentido de la vida.
Existen estudios, sobre todo en el mundo anglosajón, que hablan sobre el papel que debe tener la espiritualidad en el ámbito de la acción social. Por ejemplo, el libro Spiritual diversity in social work practice, en el que Edward R. Canda propone hablar de la espiritualidad como un proceso de la vida y del desarrollo humano que está centrado en la búsqueda del sentido y del objetivo de la vida, de la moralidad y del bienestar. Se basa en la relación que los seres humanos establecen en sí mismos, con otras personas, con otros seres, con el universo y con una realidad última, orientado hacia las prioridades más importantes y con un sentido de transcendencia. La espiritualidad integra muchos aspectos de la vida (físico, emocional, ocupacional, intelectual y racional) y está claramente asociada a la creatividad, al juego, al amor, al perdón, a la compasión, a la confianza, a la sabiduría, a la fe y al sentimiento de unidad. La espiritualidad puede entenderse como un crecimiento interior, una iluminación, la superación de los engaños internos, una dinámica de sabiduría y de higiene mental.
La espiritualidad no es un concepto marginal, una opción para aquellos que ya tienen una determinada inclinación Todo el mundo tiene espiritualidad sea o no una persona religiosa. La espiritualidad tiene más relación con el hecho de poder dormir tranquilos por la noche, de ser una persona íntegra o no, de sentirse solo o no, de tener armonía con la naturaleza o no, que con el hecho de ir a la iglesia. Independientemente de si estamos influenciados por alguna idea religiosa, nuestras actuaciones a lo largo de la vida nos resultarán, en mayor o menor grado, saludables. La dimensión espiritual da forma a las decisiones y a las acciones que realizamos a lo largo de la vida.
Las personas, ya sea en su individualidad o en grupos, pueden expresar su espiritualidad de una forma religiosa o no religiosa. Sea como fuere, la perspectiva espiritual constituye una cosmovisión o una ideología que siempre tiene alguna implicación en la vida de los individuos. Una espiritualidad sana y provechosa anima a las personas a desarrollar el sentido, el objetivo, la integridad personal, la plenitud, la paz interior, la coherencia y un sentido general de bienestar. Crea virtudes individuales como la compasión, la justicia, el respeto, tener cuidado de los otros e incita a la solidaridad y a la valoración positiva de la diversidad.
Este acercamiento al concepto de espiritualidad va más allá de creer en seres inmateriales o sobrenaturales. Es una forma de entender la espiritualidad integradora en la cual se pueden encontrar muchos tipos de personas con creencias distintas. La palabra «espíritu» no se refiere a ninguna de estas creencias. En latín, spiritus se refiere al aliento vital, a la fuerza para vivir (de la misma manera que el griego pneuma, el hebreo ruah, del sánscrito prana o el chino qui). Podemos utilizar «espíritu» para referirnos a todo aquello que da vitalidad, sentido y trascendencia, algo estrechamente vinculado al bienestar de la persona.
Como cualquier otro aspecto de la vida humana, la espiritualidad no siempre se manifiesta de forma sana y provechosa, sino que puede presentarse deformada y dirigida hacia creencias o actitudes perjudiciales para uno mismo o para los de su alrededor: sentimientos de culpabilidad, vergüenza, desesperación y discriminación. Tanto las religiones como otros grupos espirituales más informales pueden ser obstáculos para el crecimiento espiritual sano de los individuos.
Las religiones son construcciones culturales que, de forma bien estructurada, coordinan y organizan un conjunto de valores, creencias, símbolos y experiencias de un grupo de personas que comparten una particular visión de la trascendencia. La mayor parte de las religiones se refieren explícitamente a Dios y otras se orientan al cultivo de la interioridad. En cualquier caso, las creencias religiosas no provienen de un razonamiento que se impone por su obviedad, sino que proviene de unas necesidades profundas de la persona. La fe religiosa apunta hacia una realidad trascendente y misteriosa que incluye compromiso y responsabilidad por parte del creyente.
La religiosidad es una experiencia fundamental en la historia de la humanidad, que tiene cierta ambivalencia porque puede funcionar como liberadora, promotora de cambios sociales, denunciadora de injusticias y, al mismo tiempo, limitadora de libertades. Puede ser un elemento de cohesión social y de segregación. En algún momento de la historia del pensamiento, se ha caracterizado a la religión como un estadio temporal de la humanidad. Auguste Comte hablaba de la historia de la humanidad como si fuese un recorrido lineal a través de tres estadios:
Otras líneas de pensamiento posteriores también refieren a la religión como prejuicio para la humanidad (Marx, Nietzsche) y como engaño e ilusión (Freud).
La antropología actual, sin embargo, nos hace ver que la religión no aparece en un momento puntual de la historia como una fase que debe ser superada, sino a lo largo de un proceso y en diálogo con los pensamientos críticos en contra de ella misma. En el mundo contemporáneo, el saber científico no ha disminuido la importancia de la religión, sino que esta sigue con fuerza como espacio de búsqueda de sentido.
La impresión de que accedemos a un nuevo eslabón significativo en la escala de la gran aventura humana afecta también al hecho religioso. Por primera vez en la historia, y al amparo del intenso proceso de globalización e interculturalidad, las religiones toman consciencia conjuntamente de ocupar desde ópticas diversas un mismo campo de observación del mundo y de la transcendencia.
(R. M. Nogués, 2011, p. 99)
A pesar de las diferencias entre religiones, todas comparten la creencia en una realidad espiritual más allá de la realidad física, que de algún modo también interviene. La espiritualidad se encuentra en el corazón de las religiones. Las tradiciones en común, los ritos, las plegarias, las canciones, las danzas y las celebraciones colectivas invitan a la persona religiosa a alejarse de sí misma y a entrar en una dimensión espiritual.
Una característica fundamental de las religiones es su institucionalización. Es desde la institución que se establecen las normas, las doctrinas, los textos sagrados, su interpretación, así como el funcionamiento de la comunidad y del clero con una estructura más o menos jerárquica. Debido a su intención de dar una interpretación global de la realidad, las religiones tienden a ocupar todo el espacio social donde se desarrollan. Por este motivo, muchas veces la política se ha gestionado mediante la religión. El análisis actual de la religión nos muestra que existe una crisis de confianza hacia las instituciones religiosas y que la crisis está vinculada con el poder que estas instituciones ejercen en determinadas ocasiones. No se acepta que el mensaje religioso se traduzca en ningún tipo de control social o político.
Las religiones, por otro lado, son la expresión de unas realidades muy significativas para la vida de las personas. Todo esto ha originado, a lo largo de los años, un legado cultural que incluye manifestaciones en todos los ámbitos del arte y de la cultura. La sociedad es heredera de todo el patrimonio tangible (edificios, obras de arte…) e intangible (tradiciones, fiestas…) y tiene el deber de mantenerlo y transmitirlo a las futuras generaciones, independientemente de la centralidad social que tenga la religión.
Así pues, la religión incluye la espiritualidad, una comunidad de personas, una transmisión de tradiciones y una estructura. Las religiones son propuestas concretas para vivir la dimensión espiritual comunitariamente y según unas creencias, normas y tradiciones específicas. Religión y espiritualidad, pues, se pueden considerar dos realidades distintas. La religión es una forma de expresar y de vivir la dimensión espiritual de la persona pero no es obligatorio formar parte de una comunidad religiosa para poder vivir y expresar esta dimensión. Por lo tanto, es importante desvincular los dos conceptos.
Hoy en día, la palabra espiritualidad se utiliza a veces como alternativa de religión. Se percibe en muchas personas la necesidad de cuidar la dimensión interior de forma personal e individual. Es como una respuesta a la crisis de los grandes relatos que ha afectado también al ámbito religioso.
Según Nogués (2011, p. 199) podemos sintetizar la espiritualidad contemporánea basándonos en tres referencias:
En este contexto, podemos detectar la aparición de distintas propuestas de espiritualidad basadas en perspectivas muy variadas: new age, recuperación de mitologías antiguas, ecología, psicología cuántica, neuroespiritualidad, gnosticismo, distintas terapias de estimulación interna… Existen dos ámbitos en los cuales la reivindicación de la espiritualidad es especialmente importante: el primero hace referencia a los cristianos que se han sentido defraudados por la espiritualidad oficial y que buscan una vivencia espiritual en tradiciones orientales. El segundo, a las personas ateas que descubren que la negación explícita de Dios no les puede hacer caer ni en el nihilismo ni en el absurdo de la existencia. Los ateos espirituales proponen una espiritualidad laica que huye de la idea inconcreta de la transcendencia.
Religiosidad y espiritualidad tienen, pues, distintas posibilidades de interacción:
Hemos dicho muchas veces que cualquier propuesta para llevar a cabo con los marginados y excluidos debe partir del encuentro de sus necesidades. Necesidades no quiere decir solo lo que ellos expresan, como por ejemplo, no tener trabajo, no tener casa, no tener familia, etc. Debemos preguntarnos si estas personas ya no serían excluidas si tuvieran cubiertas estas necesidades indiscutibles. Nuestra experiencia es que continuarían excluidas, porque detrás o debajo de las situaciones mencionadas hay otras necesidades, como la falta de salud, el alcoholismo, etc.; pero sobre todo, la cosa más grave que caracteriza a mucha gente de hoy en día es que la persona está deteriorada, herida por el vacío existencial.
(…)
Si las propuestas son acertadas, estas personas excluidas deben poder descubrir que su existencia puede tener sentido, que su persona y su vida mejoran, que merece la pena caminar por los caminos propuestos y encontrados, porque se sienten mejor consigo mismas y con las que les rodean, están más contentas, intuyen que una vida más feliz es posible para ellas.
(R. Fortuny y J. J. Genovard, 1997, p. 172)
En 1943, Abraham Maslow propuso su teoría de motivación humana, que, a pesar de tener sus raíces en las ciencias sociales, se ha utilizado ampliamente en el campo de la psicología clínica y en la gestión empresarial, de las organizaciones, y del márquetin… En esta teoría, Maslow propone una jerarquía de necesidades y factores que motivan a las personas. La clasificación de las necesidades humanas que propuso ha sido muy conocida debido a la visualización jerárquica de las necesidades en forma de pirámide. Maslow proponía que las personas tienen un tipo de necesidades que satisfacer de forma secuencial, para obtener una vida en plenitud. Las cinco categorías de necesidades son: fisiológicas, de seguridad, sociales, de estima y de autorrealización. También diferenció entre las necesidades del déficit, que se refieren a una carencia (fisiológica, de seguridad, de amor y pertenencia) y la de desarrollo del ser (autorrealización). Las necesidades del déficit nos hacen sentir necesidad, pero una vez se llega al punto álgido de la satisfacción dejan de ser motivadoras. Contrariamente ocurre con la necesidad del ser, que es insaciable y siempre lleva a la persona a un punto más alto de satisfacción, de autorrealización.
La caracterización de cada categoría de las necesidades que propone Maslow, podría ser la siguiente:
Según Maslow, cuanto más arriba de la pirámide esté la necesidad que se desea, más humana es. Todos los seres vivientes comparten la necesidad de alimentarse, pero la autorrealización es específicamente humana. Cuanto más superior es la necesidad, menos imperiosa es para la supervivencia. Las necesidades superiores son menos prioritarias, a pesar de que su satisfacción produce resultados deseables como la felicidad o la serenidad. Además de las cinco necesidades, Maslow identificó tres categorías más, rectificando un poco su teoría inicial:
La teoría de Maslow deja algunas cuestiones para la reflexión. Por un lado, podemos constatar que la población que hay detrás de la propuesta de pirámide de necesidades es población instruida y acomodada. Esta propuesta no tiene en cuenta sociedades con un nivel de bienestar por debajo de los mínimos. Además, debemos observar que muchas personas aspiran a la autorrealización, y en general a la parte superior de la pirámide, sin tener superadas las necesidades inferiores. Las personas, en cualquier momento de la vida y ante cualquier situación de necesidad, son seres que aspiran a satisfacer la pregunta por el sentido.
Una mirada a dicha clasificación desde una sociedad desarrollada en la cual las necesidades básicas están más o menos cubiertas, nos puede llevar a la conveniencia de invertir la pirámide o, por lo menos, a entender que las necesidades de la parte superior, las que están relacionadas con la vida, tienen un carácter transversal. Hay personas que, a pesar de tener cubiertas las necesidades básicas, no se sienten satisfechas con la autorrealización personal.
Tal y como dice Maslow (1991, p. 90), las necesidades superiores requieren mejores condiciones externas para llevarlas a cabo y las personas que han conseguido satisfacer las necesidades superiores e inferiores, dan más valor a las superiores que a las inferiores. Las personas que viven en situaciones de necesidades básicas deberán tener un apoyo externo para avanzar en la consecución de necesidades superiores, propias del ser humano. Muchos de los niveles que propone Maslow no se pueden superar sin la implicación del entorno social.
Las necesidades espirituales, a pesar de estar vinculadas a las emocionales y psicológicas, provienen de la dimensión más interna del ser humano y no se pueden reducir a aspectos mentales o emocionales porque hacen referencia a la globalidad de la persona y a su proyecto de vida personal. La parte espiritual de la persona está vinculada a la capacidad de amar desde la libertad y, por lo tanto, a la capacidad de ejercer responsabilidades a lo largo de la vida. Las situaciones de vulnerabilidad nos hacen tomar consciencia de las necesidades que habitualmente no vemos pero que emergen en momentos de debilidad, sufrimiento o pérdida y se hacen visibles de forma insistente. Esto mismo ocurre en situaciones de felicidad.
En situaciones existenciales significativas como la enfermedad, la muerte, el riesgo de exclusión social, la discapacidad o la violencia, aparecen preguntas sobre las causas y los significados. «¿Por qué me ha pasado esto?, ¿qué sentido tiene esta situación?, ¿saldré de ella? o ¿si hubiera tomado otra opción…?» son preguntas que se formulan las personas que sufren. Incertidumbre, miedo, culpabilidad, la necesidad de perdonar y ser perdonado, esperanza, el deseo de expresar la propia voluntad… son cuestiones que corresponden al ámbito de las necesidades espirituales. Son aspectos que van unidos a la persona que los vive.
Las necesidades espirituales tienen muchas caras y la forma de determinar cada necesidad no es clara. Lo que sabemos es que no se reducen exclusivamente a aspectos psicológicos, emocionales y religiosos. Para los profesionales no es fácil reconocer, determinar y dar respuesta a estas necesidades. En el ámbito sanitario, y más concretamente entre las personas que trabajan en unidades de cuidados paliativos, hace tiempo que existe la voluntad de delimitar las necesidades espirituales con la finalidad de integrarlas en la atención a los enfermos, porque es en situaciones límite cuando las personas manifiestan claramente estas necesidades.
La espiritualidad hace referencia a aspectos intangibles de la vida, desde las relaciones con los otros, con uno mismo y con la realidad transcendente, si es este el caso. La espiritualidad afecta al ser humano y genera la capacidad de apreciar la trascendencia, la capacidad de preguntarse sobre la existencia y el sentido. La necesidad espiritual tiene manifestaciones culturales distintas y este aspecto es significativo en una sociedad multicultural. Sin embargo, más allá de la diversidad es posible observar elementos en común por lo que se refiere a la vivencia de las necesidades espirituales, tanto desde la religión como desde la laicidad.
F. Torralba propone una clasificación de las necesidades espirituales siguiendo las intuiciones de la filósofa Simone Weil, en el número 271 de la revista Labor Hospitalaria (2003). A partir de esta propuesta podemos acercarnos a reflexionar sobre algunas necesidades espirituales de las personas.
La inteligencia no es solo un ingenioso sistema de respuestas o un mecanismo para resolver los problemas que emergen en la vida cotidiana, sino fundamentalmente un incansable sistema de preguntas. Muy a menudo el mejor modo para evaluar la inteligencia de un ser humano es observar, atentamente, la calidad de sus preguntas. Estas revelan mucho más que las respuestas. En ellas se manifiesta la sutileza, la profundidad y la autotrascendencia de la persona.
(F. Torralba, 2010, p. 139)
El concepto de inteligencia se ha definido de distintas maneras a lo largo de la historia, normalmente en relación con la cultura educativa de cada momento. A principios del siglo xx apareció el cociente intelectual (CI), que se mide con unos tests basados en las habilidades lógico-matemáticas y lógico-lingüísticas. La primera aplicación la hizo Lewis Terman para clasificar a soldados americanos de la Primera Guerra Mundial. Los resultados de los tests normalmente muestran información sobre un aspecto determinado del individuo relacionado con la capacidad lógica o lingüística. Posteriormente, se aplicaron en las escuelas con una intención más de clasificar a los niños que de detectar aspectos para ayudarles a mejorar.
Howard Gardner propuso, a finales del siglo xx, una nueva forma de ver el concepto de inteligencia que no se centrara únicamente en las capacidades de lógica y lingüística. Creyó que era necesario destinar menos tiempo a clasificar a los niños y más a ayudarles a identificar y cultivar sus habilidades naturales. Su teoría de las inteligencias múltiples pluraliza el concepto tradicional de inteligencia y dice que esta incluye la habilidad para resolver problemas o crear productos que son esenciales en un contexto cultural o en una comunidad determinada.
La gran aportación de Gardner es la de entender la inteligencia de forma dinámica y que, por lo tanto, puede ser modificada con el tiempo y la experiencia. No se trata de una capacidad que se tiene o no se tiene, como antes se creía, sino que es algo que se puede desarrollar. Para Gardner, el éxito académico no lo es todo. Hay personas con un éxito notable en sus estudios que han sido incapaces de triunfar con sus amigos o su pareja. Por lo contrario, también hay quien no triunfaba en los estudios pero sí con sus relaciones sociales. Existen distintos tipos de inteligencia que se asocian con las capacidades que se utilizan en cada situación de la vida.
Gardner habla de siete tipos de inteligencia, con la conciencia clara de que se trata de un número arbitrario y revisable. Hay dos de estos tipos que tienen relación con las capacidades lógico-matemáticas y lingüística. También existe la inteligencia espacial, propia de los arquitectos y de los artistas; la cineticocorporal, que se manifiesta en los deportistas; la inteligencia musical y, finalmente, las inteligencias personales, que se subdividen en: interpersonal, propia de las personas que saben liderar, e intrapersonal, que se refiere a la satisfacción interior de cada uno cuando puede vivir la vida armónicamente con sus sentimientos.
En esta clasificación Gardner no hace referencia a la inteligencia espiritual, aunque considera que podrá tratarse de la octava categoría. La inteligencia espiritual cree que sería una mezcla de la interpersonal y la intrapersonal, a las que habría que añadir un componente valorativo.
Al cabo de diez años de la publicación de su primera teoría, Gardner definía las inteligencias personales de la siguiente manera:
La inteligencia interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás: cuáles son las cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los políticos. Los maestros, los médicos y los dirigentes religiosos de éxito tienden a ser individuos con un alto grado de inteligencia interpersonal. La inteligencia intrapersonal, por su parte, constituye una habilidad correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar una imagen exacta y verdadera de nosotros mismos y que nos hace capaces de utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más eficaz.
(Citado en D. Goleman, 1996, p. 73)
Cada una de estas aptitudes humanas, inteligencias, son bastante independientes. El hecho de que algunas se pierdan con el paso del tiempo no impide que las otras se conserven. Esta independencia permite asegurar que el hecho de no tener un nivel alto en inteligencia matemática, por ejemplo, no impide tenerlo en inteligencia musical. La visión multidimensional de la inteligencia aporta una imagen mucho más rica de la persona y de sus capacidades, y representa una gran novedad respecto a la medida de la inteligencia que se hacía mediante el coeficiente intelectual.
La realidad nos muestra que cualquier rol que se lleve a cabo en la vida es fruto de la combinación de diversas inteligencias, por tanto, es conveniente mirar a las personas como una colección de aptitudes más que como poseedores de una única capacidad. Puede darse el caso incluso de que una persona no sea excelente en ninguna de las inteligencias pero que la combinación de todas ellas le posibilite tener éxitos importantes en la vida.
Daniel Goleman, con la publicación de su libro el año 1995, popularizó el concepto de «inteligencia emocional» como resultado de numerosos estudios neurobiológicos que ponían las bases científicas de lo que la filosofía había descrito desde la antigüedad: el ser humano tiene una mente intelectual regida por la razón, y una mente emocional regida por los sentimientos.
La mayor parte del tiempo la mente racional y la emocional funcionan en colaboración, hay un equilibrio entre razón y emociones. Las emociones alimentan a la razón y a su tiempo esta ajusta y censura las entradas procedentes de las emociones. Se trata, sin embargo, de dos facultades relativamente independientes, que funcionan por circuitos cerebrales diferentes, aunque interrelacionados. Los sentimientos son cruciales para el buen funcionamiento de la razón y a la inversa. Cuando aparecen pasiones, se rompe el equilibrio, entonces la mente emocional desborda y secuestra la mente racional.
El neurólogo portugués António Damásio estudió las conexiones entre las partes del cerebro que regulan las emociones y las que regulan la razón en personas que las tienen dañadas. Y vio que estas personas tenían serios problemas para tomar decisiones, aunque no había ningún deterioro en sus capacidades intelectuales ni en sus habilidades cognitivas. Damásio afirma que las dificultades en la toma de decisiones están relacionadas con la imposibilidad de la razón para acceder al pensamiento emocional. Es como si estas personas hubieran olvidado todo el aprendizaje emocional que la vida les había dado. Así pues, según Damásio, los sentimientos y las emociones son indispensables para la toma racional de decisiones ya que nos orientan hacia la dirección más adecuada para sacar el mayor provecho de las posibilidades que nos ofrece la razón lógica.
Ante las múltiples posibilidades que la vida ofrece, el aprendizaje emocional ayuda a discernir algunas y a destacar otras. Las emociones son importantes para el ejercicio de la razón ya que guían a cada instante las decisiones, trabajando junto con la mente racional. Hay, pues, dos tipos diferentes de inteligencia: la racional y la emocional, y la vida cotidiana normalmente está regida por las dos.
Son muchos los caminos que llevan hacia el éxito en la vida. Nuestra sociedad tradicionalmente ha dado mucha importancia al conocimiento y a la habilidad técnica, pero indudablemente este no es el único camino. Hay una clara evidencia de que las personas que saben manejar bien sus emociones y sus sentimientos, y que a su vez saben interpretar y relacionarse bien con los sentimientos de los demás, tienen una situación de ventaja en todos los dominios de la vida, tanto en las relaciones personales más íntimas como a la hora de adaptarse y comprender el funcionamiento de un grupo de personas en el ámbito laboral o de las organizaciones. Las personas que no saben controlar su vida emocional están constantemente en luchas internas que no les dejan pensar con claridad y acaban dañando su capacidad de trabajo.
Desde principios del siglo xxi diversos estudios en el ámbito de la neurobiología están identificando una nueva forma de inteligencia que completa la propuesta de Gardner y que muestra una nueva aproximación al conocimiento de la persona. Los primeros en hablar de «inteligencia espiritual» fueron Danah Zohar y Ian Marshall tras descubrir que algunas zonas del cerebro quedan activadas cuando las personas tienen alguna práctica o algún pensamiento de tipo espiritual.
El filósofo Francesc Torralba publicó en 2010 un libro titulado Inteligencia espiritual, en el que hace un análisis exhaustivo de este concepto y sintetiza las principales aportaciones que se han hecho para caracterizar este tipo de inteligencia. Torralba afirma que la vida espiritual no es patrimonio de las personas religiosas y que si en el ser humano no hubiera la inteligencia espiritual, nunca se habría planteado la apertura al misterio, el sentido de pertenencia al Todo, la búsqueda de un sentido a la existencia.
Cuando afirmamos que el ser humano es capaz de vida espiritual en virtud de su inteligencia espiritual, nos referimos a que tiene capacidad para un tipo de experiencias, de preguntas, de movimientos y de operaciones que solo se dan en él y que, lejos de apartarle de la realidad, del mundo, de la corporeidad y de la naturaleza, le permiten vivirla con más intensidad, con más penetración, ahondando en los últimos niveles.
(F. Torralba, 2010, p. 53)
Hay una fuerza que brota desde el interior más profundo de la persona y es la necesidad de dar sentido a la vida. Vivir con dignidad, poder sentirse protagonista de la propia historia, dando valor y comprometiéndose con lo que se considera valioso, se trata de lo más característico de la peculiar forma de ser que tiene el ser humano. Hay una innegable vinculación entre la vida emocional y la vida espiritual. El equilibrio emocional está más vinculado al sentido que se da a la vida que al logro de los objetivos personales.
Mientras que la inteligencia emocional nos habla de cómo poder controlar las emociones pero no capacita ni ética ni moralmente, la inteligencia espiritual es la que da capacidad de trascender, de dar sentido a las acciones cotidianas, de plantearse finalidades y motivaciones, y de pensar en el significado profundo de las cosas. La felicidad está relacionada con el logro de los objetivos que se marca, pero el sentido, además, implica tener objetivos que consideramos valiosos, se satisfagan o no.
Hablar de espiritualidad, hasta hace poco, era un tema alejado de la mentalidad científica, relegado al ámbito de la filosofía o de la religión. En los últimos años, sin embargo, varios estudios de neurobiología ponen de manifiesto que también la experiencia mística, religiosa o espiritual tienen una base biológica en el cerebro. Los avances técnicos han facilitado un mejor conocimiento de cómo reacciona el cerebro en situaciones funcionales concretas, lo que nos ha llevado a hablar de neurolingüística, de neuroestética o de neuroética cuando se estudian las bases neurológicas de estos comportamientos humanos. También se investiga el papel del cerebro en la vivencia religiosa o espiritual de las personas. No es extraño, pues, que hablemos de neurorreligión como la ciencia que pretende estudiar las bases neurológicas de una de las experiencias más destacables de la humanidad, y que, por tanto, podamos afirmar que hay un espacio en el cerebro que interviene en el control emocional y en lo espiritual.
El neurobiólogo R. M. Nogués afirma que la predisposición hacia las creencias religiosas es la fuerza más compleja y poderosa del espíritu humano. La religión responde a un registro biológico seleccionado según las leyes del darwinismo. Siguiendo las tesis de E. O. Wilson, dice que las creencias compartidas y los rituales sagrados asociados son fuerzas de cohesión muy poderosas entre los grupos, que promueven los esfuerzos de colaboración y que favorecen el éxito en las sociedades. La espiritualidad, pues, responde a un mecanismo biológico complejo que a la vez se puede estudiar a partir de los protocolos metodológicos propios de esta ciencia y que hablan de una predisposición del ser humano hacia la espiritualidad, con un fundamento que va más allá de las consideraciones que hasta ahora se habían hecho desde del ámbito de las ciencias humanas.
Que haya estructuras neurales específicas que respondan especialmente en la experiencia religiosa, hoy no debería constituir ninguna sorpresa para nadie. Las estructuras neurales son objeto de investigación (hasta donde sea posible) en todo tipo de experiencias mentales.
(R. M. Nogués, 2011, p. 140)
Esta normalidad con la que se trata el hecho espiritual o religioso desde una vertiente científica ha llevado a descubrir que hay determinadas áreas del cerebro que están claramente relacionadas con experiencias de tipo espiritual o religioso. En este caso no hay diferencias destacables si la experiencia es de tipo religioso, con referencia explícita a Dios, o bien es de carácter más espiritual.
Un monje cristiano y un monje budista dan unos registros neurobiológicos muy similares.
(R. M. Nogués, 2011, p. 150)
Es posible obtener registros de actividad cerebral relacionada con el mundo espiritual. Se ha visto cómo la oración o la interiorización afectan al organismo desde un punto de vista neurofisiológico. La actividad eléctrica del encéfalo y el ritmo cardíaco se ven alterados con actividades de meditación u oración. Las neuronas relacionadas con el estrés también se segregan con menos cantidad en personas que están en estado de meditación. La misma respiración que normalmente ya se ralentiza en situación de reposo, todavía lo hace más cuando la persona entra en una situación de meditación formal.
Además del registro de variables neurofisiológicas, la neurorreligión también se preocupa de analizar aspectos más complejos relacionados con la experiencia religiosa, como la activación de redes complicadas, es decir: la memoria, la serenidad o el apaciguamiento, el sentimiento de presencia, el refuerzo del yo, la superación del dualismo o la conciencia cósmica.
Es en estos puntos donde religiones y espiritualidades, disciplinas de maduración y escuelas humanistas se ponen de acuerdo, y donde los análisis neurofisiológicos comienzan a descubrir correlaciones interesantes. En este acuerdo se podría manifestar la unidad y la variabilidad de la gran aventura de la hominización en la perspectiva de la gran aventura (espiritual, educativa, civilizadora, religiosa, cultural...) de la humanización.
(R. M. Nogués, 2007, p. 157)
El ser humano no tiene una existencia simplemente biológica. Hay una singularidad humana en la manera de vivir que lo hace capaz de escapar de los círculos repetitivos que caracterizan la vida animal, eliminando de su horizonte el destino de especie. La creatividad, la libertad, la imaginación, el arte o la intuición son procesos humanos que no se pueden circunscribir exclusivamente a los dominios de la racionalidad. Hay en el ser humano algo que lo hace emerger de las leyes de la naturaleza, distanciarse y vivirlas con sentido. El gran salto que se produce en la escala evolutiva de la especie humana no tiene que ver con su condición biológica, sino con su capacidad simbólica.
Lo que diferencia al ser humano del resto de vivientes es el pensamiento reflexivo, que ha convertido al ser humano independiente de las leyes biológicas del mundo animal. Esta independencia se concreta, por un lado, en la capacidad individual de ejercer la libertad, y, por otro, en la capacidad de introspección, de preguntarse por sí mismo, de cuestionarse el sentido de la propia existencia. Es en este contexto de reflexión, de valoración, de elección, donde situamos la pregunta por el sentido. Una pregunta que no tiene ninguna razón de carácter biológico, sino que parte de una necesidad profunda.
V. Frankl apunta que el objetivo del ser humano no consiste en buscar la felicidad por sí misma, sino en encontrar unos cimientos sólidos para esta. La felicidad y el placer, cuando se buscan por sí mismos, son fugaces. La clave es vivir hacia algo o hacia alguien olvidándose de uno mismo. El sentido, dice Frankl, no se inventa, sino que se descubre como una posibilidad que es valiosa. La persona que da respuesta a los valores que va descubriendo a lo largo de la vida se hace responsable de su propia existencia. En esto consiste el dar respuesta a la pregunta por el sentido de la vida.
Tradicionalmente se han asociado los conceptos de espiritualidad y religión, pero es cierto que la noción de espiritualidad ha evolucionado hasta convertirse en un término confuso, utilizado en ámbitos muy diversos. Es necesario que los profesionales que trabajan con personas hagan un esfuerzo decidido para aclarar este concepto y especialmente para definir el rol que desde la profesión se debe tener sobre esta dimensión personal.
La religiosidad es una experiencia central en la historia de la humanidad que tiene cierta ambivalencia, ya que puede ser liberadora, promotora de cambios sociales, denunciadora de injusticias y, al mismo tiempo, también limitadora de libertades. Puede ser un elemento de cohesión social y también de segregación. En algún momento de la historia del pensamiento se ha caracterizado la religión como un estadio temporal de la humanidad.
La antropología actual nos hace ver, sin embargo, que la religión no aparece en un momento dado de la historia como una fase que debe ser superada, sino a lo largo de un proceso continuo y en diálogo con los pensamientos críticos contra ella misma. En el mundo contemporáneo, la religión no ha quedado superada por el saber científico positivo, sino que se mantiene con fuerza como espacio de búsqueda de sentido.
Las necesidades espirituales, a pesar de estar muy vinculadas a las de tipo emocional y psicológico, provienen de la dimensión más interior del individuo y no se pueden reducir a aspectos mentales o emocionales, ya que hacen referencia a la globalidad de la persona, a su proyecto personal, a lo que conforma el núcleo de valor, de libertad y de sentido.
La espiritualidad afecta a todo el ser humano y genera la capacidad para apreciar la realidad trascendente, para preguntarse por la globalidad de la existencia, por la finalidad, por el sentido. La necesidad espiritual tiene manifestaciones culturales diversas y este aspecto es especialmente significativo en una sociedad multicultural y secularizada. Más allá de la diversidad, sin embargo, es posible observar muchos elementos en común con respecto a la vivencia de las necesidades espirituales, tanto desde cosmovisiones religiosas como laicas.
La inteligencia emocional nos habla de cómo poder controlar las emociones, pero no capacita ni ética ni moralmente, la inteligencia espiritual es la que da capacidad de trascender, de dar sentido a las acciones cotidianas, de plantearse fines y motivaciones, y de pensar en el significado profundo de las cosas. La felicidad está relacionada con el logro de los objetivos que uno se marca, pero el sentido, además, implica tener objetivos que consideramos valiosos, se satisfagan o no.
Desde la neurología se investiga el papel del cerebro en la vivencia religiosa o espiritual de las personas. No es extraño, pues, que hablemos de neurorreligión como la ciencia que pretende estudiar las bases neurológicas de una de las experiencias más destacables de la humanidad, y por tanto, que podamos afirmar que hay un espacio en el cerebro que interviene en el control emocional y en lo espiritual.