Capítulo I
En busca de la verdad
Pocos autores consiguen notoriedad más allá del círculo de la propia especialidad
intelectual. Aún menos autores gozan de un renombre mundial, son conocidos por la
gente de la calle y sus teorías y sus conceptos clave rebasan ampliamente el círculo
de los especialistas para ser de dominio público. Con justicia Sigmund Freud forma
parte de este círculo selecto. Dotado de una indiscutible calidad literaria, Freud
se encuentra cómodo recogiendo intuiciones de otros pensadores, leyendo todo tipo
de literatura para inspirarse, forzando las ideas hasta más allá de lo que muchos
tenían por razonable. Freud rehace sistemáticamente su pensamiento a lo largo de los
años, conserva conceptos pero modifica su significado, en una doctrina siempre abierta
a interpretaciones y nuevos desarrollos.
Freud es un autor obcecado por la investigación de la verdad, empeñado en plantearse
nuevas preguntas y buscar nuevas respuestas. Es cierto que durante gran parte de su
vida sufrió para hacerse un nombre en la clase médica a través de algún gran descubrimiento
que le garantizase una posición social holgada. Era el precio a pagar para un judío
como él en la Viena de finales del siglo xix.
Aun así, nunca dudó en ir a contracorriente, en ser duramente criticado y objeto de
burla, en renunciar a una carrera académica en la facultad de medicina. Osó explorar
vías antes no transitadas sin desviarse a pesar de las reacciones en contra y los
boicots de todo orden.
Consciente del hecho de que el destino le conducía por caminos azarosos, Freud tuvo
que hacer un esfuerzo personal notable (rehacer sus originarios postulados positivistas
y, prácticamente, renunciar a tener discípulos, por ejemplo) para adaptarse al descubrimiento
del inconsciente casi siempre en solitario. En todo momento hubo en él mucho de su
admirado Aníbal enfrentado a los romanos o de Schliemann desenterrando las ruinas
de Troya. Es intrínseco al psicoanálisis ir a contracorriente, releer sistemáticamente
los fenómenos buscando lo inesperado, recurrir a los clásicos parar encontrar en ellos
retrospectivamente la inspiración.
“Creo que la gente encuentra en mí algo raro [...] hubo un tiempo en el cual solo
me movía el afán de acumular conocimientos y la ambición; tiempos en los cuales me
mortificaba día tras día por no haber recibido de la naturaleza la gracia de llevar
impreso en el rostro el sello del genio que a veces concede a algunos hombres. Desde
entonces he aprendido a aceptar que no soy un genio y no entiendo cómo lo pude llegar
a anhelar. No tengo ni siquiera un gran talento. Quizás mi capacidad para el trabajo
radica en las cualidades de mi carácter y en la ausencia de flaquezas intelectuales
notables.”
Carta a Martha Bernays, 2 de febrero de 1886
El psicoanálisis tiene muy poco de obvio porque busca iluminar aquello que la gente
no quiere ver. Y es que Freud se supera continuamente a sí mismo, avanza en sus reflexiones
pero no abandona nunca del todo las ideas: conservará el método de la catarsis, el
trauma como hipótesis etiológica, el sueño como camino real de interpretación, la
sexualidad infantil como paradigma psicológico, etc. Gestiona la memoria cultural
(la personal y la de la sociedad centroeuropea) sin borrar nunca nada definitivamente,
como expresión de una singular relación con el pasado. Justamente por eso el psicoanálisis
es un método arqueológico y no simplemente introspectivo, social y no solo individual.
Como afirmó repetidas veces, el psicoanálisis y él son inseparables. Por eso quema
todos sus papeles personales pocos días antes de cumplir 29 años en 1885 para ejemplificar
la relación ambigua entre técnica analítica y arte de la biografía; por eso cuando
tiene 41 años retoma sus recuerdos infantiles y los interpreta a la luz del complejo
de Edipo.
Y es que el paciente del psicoanálisis no aspira a escribir sus memorias como si se
tratara de abocarse a su pasado sino apuntando al futuro. Paradójico método este que
para remitirse al porvenir investiga el pasado más antiguo. Solo conservando hay superación.
Solo preservando el núcleo de la identidad el sujeto podrá transformarse a lo largo
de la propia autobiografía sin perderse; solo manteniendo la propia identidad cultural
a lo largo de la historia las sociedades evitan la alienación.
Por eso Freud sería impensable sin Viena y el psicoanálisis sería imposible sin el
interés de la Viena finisecular por el lenguaje. Era aquella una sociedad consciente
del fin de un tiempo que no volvería nunca más. Escribe Freud: “Yo era hijo de padres
que estaban económicamente bien cuando nací y vivíamos confortablemente en este pequeño
nido provincial. Cuando tenía unos 3 años, la rama de la industria para la cual trabajaba
mi padre tuvo que afrontar un desastre. Perdió sus recursos y nos vimos forzados a
abandonar este lugar e instalarnos en una gran ciudad como Viena. Siguieron largos
y difíciles años, de los cuales, pienso, nada vale la pena de ser recordado. Nunca
me he sentido a gusto en esta ciudad. Hoy creo que siempre he conservado la nostalgia
de aquellos magníficos bosques nativos, y uno de mis recuerdos es que tenía la costumbre
de correr escapando de mi padre cuando todavía apenas sabía andar”.
Freud no se sintió nunca como en casa en Viena; de hecho, detestaba la capital, pero
no la abandonó hasta que la presión del nazismo fue literalmente insoportable. En
Viena había sufrido el antisemitismo y allá tenía que hacerle frente; había sido menospreciado
por los colegas médicos y allá tenía que ser reconocido como científico; había llegado
pobre y allá tenía que consolidar una vida de burgués.
“Es un tormento vivir aquí. En esta atmósfera no puede subsistir la esperanza de llevar
a cabo ninguna obra importante.”
Carta a Wilhelm Fliess, 22 de septiembre de 1898
“Llegué a Viena siendo un niño de 4 años procedente de un pueblecito de Moravia. Después
de 78 años de trabajo asiduo me vi obligado a abandonar mi casa, vi disuelta la sociedad
científica que había fundado, destruidas nuestras instituciones, nuestra editorial
ocupada por los invasores, confiscados los libros que había publicado, y a mis hijos
expulsados de su trabajo.” Carta al director de Time and Tide, 16 de noviembre de 1938
Freud se sintió investido de una misión. Le han explicado que, cuando nació, una vieja
campesina había profetizado que sería un gran hombre; y recuerda que, cuando tenía
12 años, un poeta ambulante había predicho que llegaría a primer ministro. Recordando
los años de estudiante en el Sperl Gymnasium escribe: “Todo este periodo estaba como
penetrado de la premonición de una tarea a cumplir, premonición que no encontró la
ocasión de expresarse claramente hasta la disertación del último curso: era la promesa
de aportar algo, durante mi vida, al conocimiento de la humanidad”. Y continúa diciendo:
“Os tomáis a la ligera mis preocupaciones por el futuro; me decís que aquel que no
teme nada tanto como la mediocridad ya está protegido. ¿Protegido de qué?, os pregunto
yo. Seguramente no protegido de la mediocridad. Los grandes espíritus han dudado de
ellos mismos; ¿se sigue de aquí que quien duda de sus capacidades tenga una gran inteligencia?
[...] El esplendor del universo reposa sobre su riqueza en posibilidades; desgraciadamente
esto no es una base sólida para el autoconocimiento”.
Freud buscaba una formación que tuviera la sabiduría como finalidad: “No tenía entonces
ni he tenido nunca después ninguna predilección por la profesión médica. Estaba movido
por un tipo de curiosidad que apuntaba más a las cuestiones humanas que a las cosas
de la naturaleza. Todavía no había captado la importancia de los métodos de observación
como el mejor medio para satisfacer esta curiosidad. Bajo la influencia de mi amistad
con un compañero de más edad, convertido después en un político muy conocido, me vino
el deseo de estudiar como él derecho y comprometerme en alguna actividad pública.
En la misma época las teorías de Darwin, que abrían extraordinarias perspectivas de
progreso en nuestros conocimientos, me atraían fuertemente, y fue escuchando leer
el magnífico ensayo sobre la naturaleza de Goethe, en el momento de abandonar la escuela,
cuando me decidí por la medicina”. Y acaba afirmando sin contemplaciones: “Después
de cuarenta años de práctica médica me conozco lo bastante para saber que no he sido
nunca un doctor en el sentido propio del término”.
Esta es la singularidad de Freud: busca hacerse un nombre en la medicina pero rehuyendo
la práctica médica. Retrasó el fin de sus estudios en la universidad y trabajó tres
años sin especial entusiasmo en el hospital de Viena, hasta que la estancia con Charcot
en La Salpêtrière de París le hizo interesarse por la histeria. Freud aspira a una
vida como investigador y traductor. Hace investigación en Trieste sobre las glándulas
sexuales de las anguilas y Brücke le confía el estudio del sistema nervioso de las
larvas de lamprea. Entre 1877 y 1897 publica una veintena de artículos de neurología,
pero sin encontrar el vínculo con la psicología.
Aun así, cuando deja el laboratorio para buscarse una clientela privada tendrá que
ejercer de neurólogo. Entonces recurre a la autoconfianza que le genera la formación
recibida: ha estudiado lenguas para leer directamente los clásicos griegos y latinos,
ha aprendido castellano para leer Cervantes, admira a los novelistas que relatan historias
de héroes enfrentados al destino y, solo cuando llega a la conclusión de que ya no
lo pueden acompañar más allá, busca orientación en los heterodoxos como Nietzsche
que denuncian las insuficiencias y limitaciones de la tradición.
Si Freud hubiera triunfado en la vida académica quizás se habría conformado con el
saber transmitido, pero la vida lo llevó a arriesgarse. Le ayudó, y mucho, una clara
tendencia hacia el pesimismo antropológico, un temple austero y escéptico, y una actitud
vital que hallaba en el conflicto su lugar natural.
“No puedo ser optimista. A mí parecer, solo me distingo de los pesimistas por el hecho
de que la maldad, la estupidez y las memeces no me hacen perder la calma, porque las
doy por descontadas como parte del mundo.”
Carta a Lou Andreas-Salomé, 30 de julio de 1915.