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Me puse en la cola de chicas jóvenes, hablo de chicas realmente jóvenes, todas con el currículum en la mano y esperando su turno para hablar con el dueño de facciones aniñadas del Ici, presuntamente el nuevo restaurante más in de próxima apertura en Manhattan. Seríamos unas cincuenta, todas compitiendo por el codiciado empleo de camarera, y, por lo que vi, no tenía ninguna posibilidad.

Puede que fuese rubia, puede que estuviese delgada, puede que hasta pasase perfectamente por joven (y eso que nadie había pestañeado), pero estas mujeres eran de otro planeta, algún país donde las tetas grandes y las caderas de niña coexistían en el mismo cuerpo, donde los dientes eran blancos como el papel y los pies parecían igual de cómodos sobre unos tacones de diez centímetros que sin zapato alguno.

Yo, simple mortal, podía haberme sentado en el mismísimo suelo de cemento. Ya podía sonreír y mostrar entusiasmo, incluso contonearme como las más jóvenes, que no podría acostumbrar a mis viejos pies a llevar tacones altos.

—¿Señorita Green? —inquirió el jovencísimo restaurador—. ¿Ali Green?

Fui hacia él renqueando, procurando aparentar que me deslizaba. Esta era mi cuarta entrevista del día. Al término de la primera semana había repartido currículum en todas las editoriales; todas, excepto mi antigua empresa, Gentility Press, donde el año pasado me rechazaron no una vez, sino dos. Aunque Gentility seguía siendo la empresa en la que más me gustaría trabajar (publicaba todos mis libros favoritos y su fundadora, la señora Whitney, era uno de mis ídolos), temía que me reconociesen si volvía a aparecer por allí o que me rechazasen por tercera vez. O ambas cosas.

Tras descartar las editoriales había pasado a las revistas nacionales, luego a las revistas especializadas, después a las empresas de relaciones públicas y publicidad, hasta publicaciones tan inmortales como Drugstore Coupons Today.

La historia se repetía en todas partes. Había muy pocos puestos de perfil bajo y los que había estaban principalmente ocupados por trabajadores en prácticas; no eran empleos propiamente remunerados. Me habían ofrecido un par de trabajos sin remunerar para ganar experiencia, pero eso no podía permitírmelo.

Esta semana había empezado por buscar un trabajo de camarera. Lo siguiente sería embolsar alimentos en un supermercado, pero, de hacer eso, volvería a tener cuarenta y cuatro, porque al menos me darían un calzado cómodo y nadie se fijaría en mis pechos.

—Alice —dije, entregándole mi currículum—. Me llamo Alice.

Se me quedó mirando como si nunca hubiera oído ese nombre.

—Ya sabes —intenté ayudarle—, como Alicia en el País de las Maravillas.

Ni se molestó en esbozar una sonrisa.

—¿Contemplarías la posibilidad de cambiarte el nombre? —me preguntó.

Tal vez, si me ofreciese el papel protagonista de una película digna de Oscar. Pero ¿para servir Cosmopolitans en un antro de un barrio de Manhattan como Tribeca?

Aun así, esto era demasiado intrigante como para rebatirle sin antes seguirle el juego.

—¿Cuál me sugerirías? —inquirí—. ¿Ali?

—O Alex —contestó—. O quizás Alexa. O, ya lo tengo: ¡Alexis!

—Como en Dinastía —comenté.

—Alexis es sexy —insistió, ignorando mi analogía; o más probablemente, sin pillarla.

—¿Esto es como lo de madame Mayflower? —le pregunté—. Ya sabes, tenía listas de nombres distintos para las chicas, nombres que le parecían cachondos. O a lo mejor no decían cachondo entonces y probablemente dijesen «sexy».

Se quedó perplejo y yo procuré poner la misma cara. Lo cierto era que ya me estaba hartando de estas chorradas. Este tipo (de hecho, lo había investigado en Google antes de venir, creyendo erróneamente que hacer los deberes era más importante que lo cachondo que fuese mi nombre) se consideraba una especie de genio culinario. Pero ¿qué iba a saber de cocina un crío que tenía una talla veintiséis de tejanos?, me pregunté. Muy bien, se echaba pimienta en el helado, lo que era original, pero ¿era comestible?

Añoraba cocinar. A pesar de estar sola, a pesar de haber adelgazado, seguía cocinando todas mis recetas favoritas, sacaba mi mejor vajilla de porcelana y la cubertería de plata que mi abuela se había traído de Italia, encendía velas y ponía un CD bonito. Durante las pocas semanas que llevaba instalada en casa de Maggie, tratando al menos de encontrar trabajo antes de dar el paso de alquilar mi casa, había intentado cocinar para ella, pero a la hora de cenar solía estar enfrascada en su trabajo, sorbiendo fideos finos de una taza de café mientras contemplaba su colosal bloque de cemento.

—Soy una gran aficionada a la cocina —informé al bebé-genio en un intento por reconducir la entrevista hacia el planeta Tierra.

Bostezó.

—Eso está muy bien. ¿Eres actriz?

—No.

Eso captó su atención. Me miró con detenimiento, las cejas arqueadas.

—No querrás trabajar en la cocina, ¿verdad? —me preguntó—. Porque en mi cocina no puede haber mujeres.

¡Para que luego hablen de infringir la ley! Negué con la cabeza, pero este tipo de discriminación desvergonzada hizo que me sintiera mejor por la trola sobre mi edad.

Como si me estuviese leyendo la mente, preguntó:

—¿Cuántos años tienes, Alexis?

Con otra persona habría esquivado la pregunta; o incluso, ante una pregunta tan directa, habría dicho la verdad. Pero lo miré a los ojos y respondí:

—Dieciséis.

Por fin se rió.

—¡Ah..., es una broma! Ya lo pillo. Muy bien. Enséñame las tetas.

Esperé a otra carcajada, pero no hubo ninguna; antes bien, se quedó ahí esperando.

—Me tomas el pelo.

Siguió ahí plantado. Era evidente que no bromeaba.

Me recordé a mí misma que necesitaba este trabajo; lo necesitaba de verdad. Si tuviera realmente veintidós o veintisiete años, me pregunté, ¿qué haría? ¿Tomármelo a broma? ¿A lo mejor incluso enseñárselas y morirme de vergüenza el resto de mi vida cada vez que pensara en ello? O tal vez, como las jóvenes de los vídeos de MTV que veía Diana o las portadas de las escandalosas y flamantes revistas masculinas que veía en el quiosco, lo haría sin miramientos.

Pero yo no era así. Por mucho maquillaje que me pusiera, jamás sería tan joven ni tendría la mentalidad de aquella generación. Porque me estaba volviendo más decidida, ¿verdad?

—¿Qué tendrán que ver mis tetas, como tú dices, con mi habilidad para ser una buena camarera? —le pregunté.

—Todo —respondió.

Estuve a punto de rebatirlo, pero entonces pensé: tiene razón. Aquí lo único que hace falta para que te contraten, y para ser una buena camarera y que te den buenas propinas es ser despampanante y sexy. Este será uno de esos supuestos sitios de moda en los que no podré ni conseguir mesa. No me dará el trabajo, le enseñe los pechos o no. No le interesa lo más mínimo verlos; lo único que quiere es humillarme. Pues se acabó.

Le arrebaté mi currículum. Me negaba a dejarle siquiera un papel en custodia.

—No quiero trabajar para ti. Y me llamo Alice.

Fuera, en la calle, los pies ya no me dolían. Estaba andando excesivamente deprisa, impulsada por los fuertes latidos de mi corazón. No podía seguir haciendo esto, seguir compitiendo por empleos que no quería y haciéndome pasar por alguien que ni tan siquiera me gustaba. Si parecer más joven podía ayudarme a conseguir un gran trabajo, la clase de empleo con el que soñaba cuando me puse a buscar el año pasado, la clase de empleo que tuve en su día en Gentility Presss, entonces estaba dispuesta a seguir con la farsa, pero de momento ser joven era peor incluso que ser mayor.

Mientras andaba empecé a pensar que a lo mejor ya era hora de acabar con esto. Me dejaba exhausta dormir en el diván de Maggie, cubriéndome la cabeza con las mantas para aislarme de las luces y el ruido que hacía porque trabajaba hasta bien entrada la madrugada. Me había gastado un dinero que realmente no tenía en ropa de trabajo que no podía llevar. Ahora lo único que quería era irme a casa.

Aunque...

Aunque aún me quedaba Gentility. Tal como yo lo veía, tenía la opción de tantear a Gentility y exponerme a un fracaso probable, o volver a Nueva Jersey y al fracaso seguro.

Visto así, estaba claro que tenía que volver a tantear a Gentility. Por lo menos le demostraría a Maggie que podía ser valiente y decidida. De hecho, me sentí valiente y decidida mientras me dirigía a las oficinas de Gentility. La verdad era que llevaba un conjunto que había elegido para optar a un puesto de camarera de cócteles: una blusa de seda roja y una minifalda a cuadros negros y blancos, más un montón de maquillaje. A lo mejor debería volver a casa de Maggie para cambiarme. ¡Bah, qué caray! Daba una imagen valiente y decidida en perfecta consonancia con mi estado de ánimo.

A la media hora, las mejillas sonrojadas tras la apresurada caminata hasta el norte de la ciudad, estaba sentada en el despacho del departamento de recursos humanos de Gentility, rellenando el formulario de solicitud que tan familiar me resultaba. Por suerte tenía un nombre normal y corriente. Mi currículum estaba prácticamente igual que siempre, pero sin fechas ni referencia alguna a mis veinte años de voluntariado. Usé la dirección de Maggie en vez de la mía de Nueva Jersey y mi número de móvil en vez del teléfono de casa, y recé para que en lugar de Sarah Chan, la directora de recursos humanos, me entrevistara su ayudante.

No hubo suerte. Quise que me tragara la tierra cuando la archiconocida señorita Chan, treintañera y encantadora y sin absolutamente ningún sentido del humor, vino hacia mí atravesando con paso largo la sala de moqueta gris, su cuidada mano extendida.

Me levanté, preparada para que pusiera cara de haberme reconocido fugazmente. Sarah Chan era demasiado joven para haber estado trabajando en Gentility cuando lo hice yo. La primera vez que nos vimos fue en febrero pasado, justo después de enjugarme las lágrimas por mi separación de Gary y de que Diana partiera a África. Me presenté en Gentility con el traje de la talla cuarenta y cuatro que me había comprado hacía siete años para recoger el Premio a la Madre del Año que me concedió la escuela de secundaria de Diana, dando por sentado que automáticamente volverían a contratarme para el empleo que había dejado cuando estaba embarazada. A pesar de que la entrevista finalizó a los veinte minutos de haber empezado, a pesar de que la señorita Chan, tal como ella misma se presentó, me insinuó que «les fuese llamando» en vez de hablar de salario y cargo, yo esperaba que me llamase algún día.

En junio, como no tenía noticias suyas, había vuelto a ir, con el mismo traje (un tanto holgado para entonces) y un pañuelo porque me sudaban las manos. A lo mejor no me había explicado bien la otra vez, le dije. No había pasado por Gentility solo para hacer una visita, por los viejos tiempos. Estaba allí porque quería un empleo editorial, necesitaba urgentemente un empleo. Sabía que podía parecer que no había estado trabajando, pero había estado haciendo muchas cosas que requerían todas mis habilidades organizativas y de gestión. Y los libros, especialmente los clásicos para mujeres como los que publicaba Gentility, no habían cambiado, ¿verdad?

En aquella ocasión, Sarah Chan fue más directa. Ya había entendido la vez anterior que estaba buscando un empleo. Lamentablemente, todos los puestos de edición estaban ocupados. Tal vez hubiese algo en publicidad, si... Pero en junio yo aún no me planteaba nada en el sector publicitario, nada salvo editar. Editar, tratar con los escritores, con las palabras, era lo que me interesaba y para lo que tenía talento. Cualquier otra cosa era una pérdida de tiempo; eso era lo que, tonta de mí, pensaba hacía tan solo unos meses.

Ahora Sarah Chan se detuvo en pleno apretón de manos y me miró con curiosidad, la cabeza inclinada a un lado.

—¿Nos conocemos? —preguntó.

Podía confesarlo todo: decir que me había mudado y que había vuelto para intentarlo por tercera vez, porque evidentemente no había entendido lo que significaba un «no».

O podía considerarlo, como Maggie me había aconsejado, una obra de teatro. Sin mentir propiamente, pero llevando las cosas hasta donde fuese capaz.

—No lo sé —contesté, inclinando la cabeza para no ser menos que la de Sarah Chan y mirándola fijamente a los ojos—. ¿Nos conocemos?

Las veces anteriores que había estado aquí me había dado la impresión de que en realidad no me veía. De que, al igual que tantas profesionales jóvenes, lo que retenía al verme era: vieja, gorda, ama de casa. Y el telón bajaba en el acto.

Ahora apretó los labios y sacudió la cabeza con cara de desconcierto.

—Me suenas muchísimo.

—Y tú a mí —repuse, imitando su expresión de perplejidad.

—En fin... —dijo, dándose por vencida con un meneo más vigoroso de la cabeza—. Pasa y cuéntame.

Esta vez fue como si realmente quisiese escuchar. Me preguntó por mis clases de literatura en Mount Holyoke, por mi interés en Gentility. Si bien lo que le conté era prácticamente lo mismo que le había dicho (dos veces) el año pasado, en esta ocasión pareció que escuchaba de verdad. Y, además, en los meses ulteriores me había vuelto más lista. En lugar de insistir en que el único tipo de empleo al que estaba abierta era el editorial, ahora aseguré que me interesaban todas las fases del mundo editorial.

La señorita Chan golpeteó mi currículum con su lápiz y comentó que había algo en marketing que podría interesarme. ¿Marketing? ¡Claro! Me encantaba el marketing o por lo menos creía que me gustaría, si supiese qué era (esta parte no la dije en voz alta). Por supuesto que tenía tiempo para hablar con Teri Jordan, la directora de marketing.

Mientras recorría los pasillos, siguiendo a Sarah Chan entre los cubículos, me sorprendió que después de todos estos años los despachos estuviesen prácticamente iguales; iguales, pero no tan prósperos. Yo había estado ahí cuando la compañía vivió la euforia de la fiebre feminista de la década de 1970, cuando las mujeres compraban panfletos feministas y clásicos de la literatura escritos por las más prestigiosas escritoras a la velocidad que Gentility los publicaba. Ahora nadie leía gran cosa y saltaba a la vista que Gentility pasaba estrecheces.

Al margen de la pintura con marcas de roces y la moqueta desgastada, Gentility estaba igual que cuando trabajé allí por última vez, solo que todo el mundo era nuevo. No solo nuevo, sino más joven, aunque me imagino que en mi época también éramos todos jóvenes. La única excepción era la altísima fundadora de pelo blanco de la compañía, Florence Whitney, a la que ahora únicamente divisé de lejos. La señora Whitney seguía siendo una diosa para mí, una visionaria decidida que había inspirado profundamente a todas las mujeres que trabajaban para ella, y celebré que no me dejaran acercarme demasiado. Lo mismo me hubiese postrado a sus pies en señal de adoración, poniéndome en total evidencia.

El puesto de asistente que había frente al despacho de la directora de marketing, Teri Jordan, parecía totalmente vacío. Saltaba a la vista que habían usado la silla para dejar libros, y la mesa estaba polvorienta. He aquí la buena noticia: que casi con toda seguridad esta mujer necesitaba desesperadamente una ayudante.

La mala noticia era la propia Teri Jordan. Cuando nos dimos la mano, tuve claro por qué a esta mujer le costaba tanto contratar una asistente, por qué había podido entrar directamente de la calle y conseguir una entrevista con ella, en el acto. Todo en ella era severo: desde su pelo corto alisado hasta su traje negro, pasando por la triste línea que tenía por boca. La señorita Chan, por lo pronto, salió disparada de allí, como si me estuviese echando a la jaula de los leones cual carne cruda.

Oí la voz de Maggie en mi cabeza: «No dejes que te intimide». Pero era demasiado tarde; ya me había intimidado. Me había intimidado nada más crujirme los huesos de los dedos con su apretón de manos, me había intimidado contemplar las fotografías de sus tres hijos pequeños encima de su mesa completamente despejada, en la que solo había tres lápices perfectamente afilados, todos apuntando directamente hacia mí.

—¿Qué te hace pensar que puedes trabajar para mí? —me soltó Teri.

Noté que se me secaba la boca. Porque, por muy desagradable que te pongas, seguramente no me pedirás que te enseñe las tetas, ¿verdad? Porque este trabajo es mi mejor oportunidad para conseguir la vida que más deseo.

«Sé valiente», oía que me pedía Maggie. «Habla desde las entrañas.» Pero mis entrañas estaban reaccionando como si ella fuese Gary al llegar a casa tras una larga jornada de endodoncias. Cuando tenía estrés, pasaba al ataque, como estaba haciendo Teri, y mi reacción amilanada siempre había sido hablar con voz reposada y procurar sonsacarle lo que realmente le preocupaba.

—¿Qué esperas de una asistente? —inquirí.

—Bueno —contestó Teri—, tiene que ser de absoluta confianza. Estoy harta de esas chicas que llaman diciendo que están enfermas cada vez que tienen retortijones o un catarro.

—No me he puesto enferma en veinte años —le aseguré.

Me miró extrañada.

—Tampoco puedes llegar tarde —continuó—. Yo a las ocho estoy aquí y, aunque no pretendo que hagas lo mismo, sí que me gustaría que llegaras cada día bastante antes de las nueve.

—Me levanto casi todas las mañanas a las seis —repuse—. Desde que...

Iba a decir que desde que Diana nació había sido incapaz de dormir hasta tarde, pero seguramente no era una buena idea.

—Yo siempre estoy en pie a las cuatro y media —me informó, no fuera a ser que tuviera alguna sensación de superioridad por levantarme a las seis de la mañana—. Hago ejercicio y dejo la casa organizada antes de despertar a los niños para decirles adiós.

Miré las fotos de los niños: una niña de unos seis años, a la que le faltaban los dientes frontales y que llevaba una larga coleta castaña; un niño repeinado de tres o cuatro años que parecía un candidato político en miniatura, y un bebé de cara redonda de género indeterminado. Costaba creer que el cuerpo afilado de Teri hubiese parido estas tres tiernas criaturitas.

—Los viernes trabajo desde mi casa, en Long Island —me estaba contando Teri—, pero no te equivoques, no me dedico a jugar con mis hijos y mirar los correos electrónicos cada tanto. Trabajo de verdad.

Me imaginé su habitación principal con un escritorio inmenso y un dispositivo completo de equipamiento eléctrico zumbando y pitando, algo parecido a una estación de control. ¿Se quedaría su marido en casa con los niños?, me pregunté. O quizás ella fuese el general de un ejército de niñeras y chicas de la limpieza. Costaba imaginarse que Teri Jordan saliese del paso con una canguro cuasieficiente o una guardería, y descuidase las tareas domésticas.

—Así que parte de tu trabajo consistirá en ser mis oídos y mis ojos y mis manos en el despacho los días que yo me conecte desde casa, ¿entendido?

Había dicho «tu trabajo». ¿Significaba eso que estaba contratada?

—A ver —prosiguió—, cuéntame tus ideas de marketing para Gentility.

Oh-oh, por lo visto quería saber si estaba realmente cualificada antes de contratarme. Una pequeña trampa. Mi única experiencia en la industria editorial, dentro de Gentility, era un testimonio inadmisible. Además, seguía sin tener ni idea de qué era el marketing.

Pero sí conocía los libros de Gentility, me apostaría a que tanto como la propia Florence Whitney. Todos estos años me había interesado por la compañía, atenta a las ediciones y procurando leer todo lo que publicaban. Además, como antigua directora de las ferias de libros de la escuela de Diana, como miembro del consejo de mi biblioteca y de dos clubs de lectura locales, sabía mucho de la venta de libros.

—Gentility publica algunos de los mejores libros de autoras femeninas jamás escritos —empecé con tiento—. Siempre hay un mercado —celebré encontrar la manera de usar la palabra— para Jane Austen y las Brontë.

—Sí, sí —repuso Teri sacudiendo la mano con desdén—, pero es un mercado reducido y queremos una cuota más grande. ¿Cómo lo hacemos?

—Mmm...

Me daba terror decir algo incorrecto, por miedo a echar a perder mis posibilidades de obtener el puesto y también de que Teri Jordan saltara sobre la mesa y me hundiera sus afilados dientecillos en el cuello. Pero no decir nada seguro que estaba mal. Por lo menos diciendo lo que realmente pensaba, si no como vendedora profesional, como lectora empedernida, tendría la remota posibilidad de acertar.

—Ahora hay muchos más factores compitiendo por nuestra atención —dije—, y se ha extendido un concepto de mujer mucho más sexy e idealizada. La ropa, el cuerpo... Las mujeres jóvenes creen que tienen que parecerse a Paris Hilton para ser alguien.

Incluso yo, durante las últimas semanas, me había sorprendido intentando emular cosas que jamás se me habían pasado por la cabeza. Yendo de compras con Maggie para mi nuevo vestuario más juvenil, me había encontrado con prendas más estrechas (¿estaban hechas para adolescentes? ¿Para hombres?) y a la vez más sugerentes que todo lo que había tenido. Me había sentido como si tuviese que ser más femenina y también más profesional, menos amenazante así como más ambiciosa, y como si tuviese que gastar mucho más dinero para ganar menos. Y por muy bien que sorteara esas presiones encontradas, ni siquiera conseguía trabajo.

Teri sacudió la cabeza.

—¿Qué tendrá eso que ver con vender libros?

Me había emocionado tanto que no sabía si recordaba siquiera lo que quería decir.

—Es que creo que ya no se pueden vender clásicos con cubiertas clásicas. Ya sabes, las mismas viejas acuarelas y retratos de señoras decimonónicas. Para captar la atención de las mujeres jóvenes, hay que adecuarse a los ideales contemporáneos de la vida de la mujer, jugar con eso y plasmarlo en colores vivos, anuncios más llamativos...

Ahora Teri meneaba la cabeza con tanta fuerza que hasta se le movió el pelo, cosa que me había parecido físicamente imposible.

—Quiero que entiendas —dijo— que en este departamento la única mente pensante soy yo. ¿Eso te supondrá algún problema?

Asentí y callé.

—¿Te conformarás con hacer fotocopias y envíos por FedEx, y asegurarte de que el café, solo y sin azúcar, corra por mis venas?

Volví a asentir.

—De acuerdo —zanjó Teri mientras se levantaba sin alargar la mano (¡alabado sea el Señor!) para someterme a otro apretón crujehuesos—. Te veré el lunes a primera hora de la mañana.

No di botes de alegría hasta que estuve sola en el lavabo de señoras de Gentility. Para el resto puede que ese lugar no fuese un templo de la expresividad emocional, pero yo había vivido allí unas experiencias conmovedoras tan trascendentales que la simple visión de sus paredes alicatadas de color melocotón me desbocó el corazón. Aquí había venido nada más acabar la comida en la que Gary me pidió que me casara con él. Me enteré de que estaba embarazada de Diana en uno de estos cubículos. Y justo aquí descubrí que tenía pérdidas y corría el peligro de perder el bebé.

Sin embargo, ahora era felicidad lo que me invadía, euforia y emoción por haber conseguido realmente este empleo. «Sí», susurré, agitando los puños arriba y abajo. Eso dio lugar a una estridente risilla y luego se me escapó un grito al que acompañaron los brazos estirados hacia arriba.

Me sentí tan bien que me puse a bailar. Había hecho esto cuando Gary me pidió que nos casáramos, brincando en este mismo cuarto de baño al son de la melodía interna de nuestra canción: Red Shoes, de Elvis Costello. Siempre lo había recordado como uno de los mejores momentos de mi vida y ahora casi volvía a sentirme igual de bien. Cerré los ojos mientras daba vueltas bailando de verdad, oyendo mentalmente al segundo Elvis: «Red shoes, the angels wanna wear my red... RED SHOES...»

Y supongo que me puse a cantar en voz un poco alta, porque cuando abrí los ojos y me miré al espejo, había una mujer a mis espaldas, observándome con una sonrisa de oreja a oreja en la cara.

—Tienes un buen día, ¿eh? —dijo sin dejar de sonreír mientras procedía a lavarse las manos.

Su aspecto era tan etéreo que podría haber sido un fantasma, con el pelo pelirrojo claro, prácticamente del color pastel de las paredes del cuarto de baño, y su piel alabastro, que parecía aún más blanca, por cuanto contrastaba con su atuendo negro.

—Acaban de darme trabajo aquí —le conté.

—¿Ah, sí? —repuso arqueando sus finas cejas. Sus ojos eran verde claro como el jade—. ¿Qué vas a hacer?

—Seré la asistente del departamento de marketing —musité.

Se me quedó mirando unos instantes; cualquier indicio de sonrisa desaparecido ya de su rostro.

—No trabajarás para Teri Jordan, ¿verdad? —preguntó al fin.

—Sí —contesté.

—Oh.

Nada más había pronunciado esa discreta sílaba, pero su cara lo decía todo.

Se me encogió el corazón.

—¿Qué pasa?

—Nada —respondió—. Seguro que te irá bien.

—No, ¿qué pasa? —insistí.

Me examinó, al parecer intentando decidir si sería capaz de asimilar la noticia que estaba a punto de darme.

—Verás —dijo al fin, mirando a su alrededor, como debería haber hecho yo, y bajando el tono de voz casi a un susurro—, es que a las tres últimas chicas que han trabajado para ella las ha echado.

—¿En serio?

Aunque había experimentado un abanico de emociones en este espacio, nunca había recorrido el espectro entero en tan poco tiempo.

—Creo que la última no aguantó ni un día.

—Vaya. —Noté que mis hombros se hundían al tiempo que se me caía el alma a los pies—. ¿Cuál es el problema?

—La señora Whitney, ya sabes, la directora de la compañía, por lo visto está convencida de que Teri Jordan es brillante y maravillosa. Pero eso no es lo que creen los que trabajan para ella. Se ve que es muy exigente, pero no tan escrupulosa.

—¿No tan escrupulosa? —repuse, recordando con culpabilidad mis cuestionables escrúpulos—. ¿A qué te refieres?

—No sé detalles. —Se encogió de hombros—. Yo estoy en la parte de edición.

—Edición —susurré—. Ahí es donde realmente quería estar.

—Una vez dentro puedes ascender mucho más deprisa —comentó—, si logras sobrevivir a Teri Jordan.

Solté un suspiro tan hondo que parecía que llevase años encerrado dentro. En el último año había sobrevivido a mi separación, la partida de mi única hija y la muerte de mi madre. Me había vuelto más valiente y a la vez más temerosa; más segura de mi capacidad de hacer frente al dolor y más reacia a exponerme a más dolor.

—No sé... —Fue todo lo que pude decir.

—Tranquila —dijo la joven pelirroja, poniéndome una mano en el hombro—. Yo cuidaré de ti.

¿Esta mujer esquelética iba a cuidar de mí? Sonreí tenuemente.

—Me llamo Lindsay, por cierto.

—Alice.

—¡Vaya! —exclamó—. Como Munro o Walker.

La habría besado.

—Todo el mundo me dice «como Alicia en el País de las Maravillas».

—Yo no soy todo el mundo —replicó—. Pero aun así seré tu Conejo Blanco. —Y entonces se perdió por el laberinto de pasillos de Gentility Press, dejándome más nerviosa, y más emocionada, que nunca por lo que pudiera pasar la semana entrante.