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El bar de la esquina de casa de Maggie estaba hasta los topes, fuera había más gente abarrotando la acera, pero la mujer alta y elegante que prohibía la entrada a todos los demás nos hizo un ademán a Maggie y a mí para que entrásemos.

—Está colada por mí —me gritó Maggie en la oreja.

—Espero que mi presencia aquí no le haga pensar que estás ocupada.

—Sabe que eres hetero.

La miré socarronamente.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Es vidente —respondió imperturbable. Luego añadió—: No, en serio, cariño. Aunque llevaras botas de motorista y una camiseta con una foto de Melissa Etheridge, seguirías pareciendo heterosexual. Es algo que se palpa.

Maggie empezó a abrirnos camino hacia la barra, estirando el cuello para inspeccionar el local mientras zigzagueábamos entre toda la gente.

—¿A quién quieres? —preguntó.

—¿A quién?

Debí de parecer aún más asustada de lo que estaba, porque Maggie se echó a reír.

—¡A quién quieres besar! —gritó—. ¿Ves a alguien a quien te apetezca besar a medianoche?

Había estado casada tanto tiempo que no recordaba haberme planteado nunca algo así. La Nochevieja pasada todavía estaba con Gary, en la cena que nuestros amigos Marty y Kathy organizan cada fin de año, y como siempre primero me había dirigido hacia él. No tenía ni idea de que al cabo de doce horas me diría que quería el divorcio; y ni en un trillón de años me habría imaginado que la siguiente Nochevieja estaría buscando entre la muchedumbre de un restaurante del centro de Manhattan a un desconocido al que besar.

Y entonces lo vi. Estaba en la barra, escuchando sin mucho interés a un tipo esmirriado y pelirrojo que le hablaba sentado en el taburete de al lado, pero más concentrado en recorrer el local con la mirada, con una leve media sonrisa en los labios. Tenía el pelo largo y oscuro, la tez clara. Parecía de estatura y complexión medianas, pero extraordinariamente ancho de hombros, hombros lo bastante anchos para montarse encima. Era como si le bailaran los ojos, como si acabase de recordar un chiste francamente bueno y estuviese deseando contárselo a alguien.

En ese instante se volvió, como si le hubiese dicho a voz en grito que podía contármelo a mí, y me miró directamente a los ojos. En su rostro se dibujó una sonrisa y no tuve más remedio que devolvérsela. Era como si fuésemos viejos amigos, examantes que habían roto de la manera más amistosa, que se reconocían mutuamente en la multitud.

Entonces el pelirrojo dijo algo con más insistencia y mi hombre apartó la vista.

—Besaría a ese —le comenté a Maggie.

—¿A quién?

—En la barra —repliqué—. Al lado del pelirrojo. El del pelo de aire bohemio.

Entonces él volvió a mirarme y Maggie empezó a empujarme hacia delante. Y, de repente, un grito aumentó de volumen y dos televisiones instaladas encima de la barra parpadearon. Era la bola de Times Square con un reloj en pantalla que indicaba los minutos que faltaban para año nuevo: cinco escasos.

—¡Perfecto! —me gritó Maggie en la oreja mientras me empujaba hacia delante—. ¡Es un crío!

Me detuve.

—¿A qué te refieres? —Ahora intenté mirarlo sin que él me viera. No me había parecido precisamente de mediana edad, pero tampoco es que tuviese cara de universitario.

—Seguro que tiene veintipico —aventuró Maggie, dándome un empujoncito.

—Yo diría que treinta y algo —repuse frunciendo el ceño.

—¡Qué va! Venga, a ver si pasas la prueba.

«¿Avanzo o huyo despavorida?» Maggie tomó la decisión por mí y me dio un buen empujón, arrojándome prácticamente a los brazos de don Ojos Bailarines.

—¡Ups! —exclamé, mis pechos aplastados contra el algodón almidonado de su camisa, el olor a jabón de su cuello inundando mi nariz—. Lo siento. Mi amiga...

—Tranquila. No sabía si conseguiría acercarme lo necesario para hablar contigo. Me suenas mucho. ¿No nos hemos visto en alguna parte?

No, a menos que hayas estado merodeando por el gimnasio femenino próximo a mi casa de Nueva Jersey, quise decirle; o hayas ido a los encuentros que organiza el Club de Horticultura de Homewood.

Aunque era imposible que me hubiese visto en alguna parte, porque nunca había ido a ningún sitio; bueno, en cualquier caso no la persona que estaba ahora frente a él.

—Diez —empezó a corear la multitud—. Nueve, ocho...

—¡Oh, no! —exclamé.

—¿No? —Él parecía sorprendido.

—Es que...

Es que notaba a Maggie pegada a mi espalda, esperando nuestro beso como haría cualquier matón con el pago atrasado de un vehículo. Y quería besarle, pero me daba miedo.

—Cinco, cuatro...

Me daba miedo besar a otra persona, es decir, besar de verdad a alguien nuevo de verdad, por primera vez en veintitrés años. Me daba miedo no recordar cómo se hacía. Me daba miedo porque, ahora que lo tenía tan cerca, era evidente que este chico seguramente estaba dando sus primeros pasos la última vez que yo hice esto. Me daba miedo que eso me diera igual.

Se oyeron gritos. Se oyeron aplausos. Me lo quedé mirando, sintiéndome como el conejo que se encuentra cara a cara con el zorro. Y también sintiéndome un poco como el zorro. Él a su vez me miró, sus ojos brillando de nuevo por ese chiste.

Y entonces caí en la cuenta de algo que, entre el pánico que me daba ir a la ciudad, mi obsesión con pedir el deseo adecuado y la transformación en manos de Maggie, me había pasado desapercibido. El año se había acabado. Este momento marcaba el final del peor año de toda mi vida; el año en que mi marido me había abandonado y mi madre había fallecido y mi única hija se había ido a la otra punta del mundo. Ya se había terminado, y parecía irrefutable como una ley universal que el año que acababa de empezar solo podía ser mejor.

Me invadió una sensación de alegría y alivio tales que solté un gran suspiro y le sonreí, y eso fue todo el estímulo que necesitó para inclinarse y rozarme los labios con los suyos. La cosa es que encajaron a la perfección, su labio superior curvado apoyándose exactamente en el espacio que quedaba entre los míos, su labio inferior aterrizando cuidadosamente debajo del mío. Sabía a azúcar.

Cuando por fin nos separamos, dije lo primero que me vino a la cabeza:

—Gracias.

Él se echó a reír.

—No hay de qué. Aunque me ha costado un montón.

Noté que empezaba a ruborizarme.

—Es que... —repuse—. Solo iba a decir...

—No pasa nada —susurró mientras acercaba un dedo a mis labios.

Y entonces hizo ademán de volver a besarme.

—¡No! —grité, dando un respingo.

—¿No?

Parecía confundido.

—No quiero salir con nadie.

Volvió a reírse.

—Yo tampoco.

—¿Ah, no?

—No —contestó—. Acabo de romper con una chica.

—¿Cuándo...? ¿Ahora?

Sonrió. Le encantaba el contacto visual, lo cual era muy agradable, pero, por experiencia propia, atípico en un hombre.

—Bueno, en junio pasado —respondió—. Me di cuenta de que no quería casarme; aún no, vaya. No quiero meterme en todo ese lío de ascensos meteóricos, hipotecas e hijos; no tengo ninguna prisa.

—Eso es fantástico.

A nuestro alrededor la gente aplaudía y se abrazaba.

El hombre moreno se me acercó más, atravesándome con esos ojos castaños.

—¿En serio? Porque la mayoría de las chicas que conozco, cuando les digo eso se largan. Les corta totalmente el rollo.

—Pues a mí me parece muy inteligente —repuse—. Esta es la única etapa de tu vida en que puedes ser libre, experimentar, hacer lo que te dé la gana. Y deberías aprovecharla. No tengas prisa por sentar la cabeza.

Era lo mismo que le había dicho a mi hija Diana, que se tomó mi consejo tan al pie de la letra que se fue a vivir a ocho mil kilómetros de mí. Ahora me estaba hablando otra vez, pero yo estaba tan absorta pensando en Diana que al parecer no me enteré de lo que me decía. La única palabra que oí fue Williamsburg, pero, evidentemente, esperaba una respuesta.

—Llevan trajes muy raros —comenté recordando el viaje que Diana hizo en octavo curso a esa ciudad de Virginia, famosa por sus recreaciones históricas.

Él me miró extrañado.

—Conozco una discoteca estupenda allí que es más tranquila que esta. No sé, ¿te apetece ir?

No daba crédito.

—¿A Virginia? ¿Esta noche?

Sonrió de oreja a oreja y meneó la cabeza.

—Estoy hablando de Williamsburg, en Brooklyn. Vivo allí.

—¡Ah...! —exclamé, de repente sintiéndome tan fuera de lugar como si llevase puesto un delantal de lino y una cofia.

—¿Qué me dices? ¿Quieres ir?

¿Que si quería ir? Pues claro que querría, si fuese realmente la persona que aparentaba ser. Pero lo cierto era que podría ser la madre de este chico; aunque no tuve agallas de decírselo y arruinarle el año que había empezado hacía apenas unos minutos.

¿Dónde estaba Maggie cuando la necesitaba? La había notado rondando a mi alrededor hasta el beso de medianoche. Sin embargo, ahora no la veía por ninguna parte. Al final la localicé en la otra punta, junto a la puerta, susurrando al oído de la encantadora vigilante de seguridad. Estaba claro que no iba a ayudarme.

—Creía que no querías salir con nadie —comenté.

—No vamos a salir. Es solo un... un simple...

—¿Un rollo de una noche? —pregunté—. Porque eso tampoco me interesa.

No me interesaba, ¿verdad que no?

—No. Bueno, si quisiéramos empezar a salir... —Bajó los hombros y clavó los ojos en el suelo. Luego volvió a sonreírme—. Mira, me gustas. Eso es todo. Y me gustaría conocerte mejor.

Titubeé.

—No creo que te gustase lo que descubrirías.

Se me acercó un poco más, lo justo para ponerme nerviosa.

—¿Por qué no dejas que eso lo decida yo?

Noté que algo volvía a revolotear en mi pecho, peligrosamente cerca del corazón. Cuando esquivé su mirada, me fijé en sus labios, y cuando aparté los ojos de sus labios, se clavaron en sus hombros, que fue muy fácil visualizar desnudos. Un año sin sexo, un año durante el que por fin el vibrador que Maggie me había endilgado tiempo atrás y yo habíamos hecho muy buenas migas, había disparado mis fantasías. Ahora que me había vuelto una experta en orgasmos producidos electrónicamente a voluntad (algo que jamás había logrado con un ser humano de carne y hueso), me pareció que iba a tener uno allí mismo.

Noté su mano en mi cadera. Su cadera suavemente presionada contra la mía.

Pero entonces el enorme reloj de acero que había sobre la barra sonó como un gong (las 12.15), devolviéndome a la realidad.

Recordé algo que algunos hombres me habían dicho, algo que siempre había querido decirle a alguien, solo que nadie se lo habría llegado a creer. Ahora, sin embargo, tuve la sensación de que hasta podría ser verdad.

—No soy una buena influencia —dije, de pronto sintiéndome mejor de lo que me había sentido en toda mi vida—. Créeme.

Sin embargo, en lugar de ahuyentarlo, al parecer mi advertencia no hizo más que despertar su curiosidad. Pensándolo bien, a mí siempre me había producido el mismo efecto.

—Déjame ver tu móvil.

—No pienso darte mi número.

—Tú déjame ver el teléfono.

Extendió la mano. Me había metido el teléfono en el bolsillo frontal de los tejanos pitillo que Maggie me había hecho poner, y notaba su presión contra mi muslo. Lo saqué a regañadientes del bolsillo y se lo di.

—¡Vaya! —exclamó al abrirlo—. Tienes el tetris.

Eso sonaba a enfermedad. Una enfermedad del teléfono móvil. Tuvo que reparar en mi expresión de desconcierto, porque explicó:

—Es uno de los videojuegos más antiguos. Me dedico a eso. Soy diseñador de juegos. O al menos me preparo para serlo.

—Ajá... —dije, más asustada que antes si cabe—. ¿Aún vas... a la universidad?

—Esta primavera me iré a Tokio a la escuela de videojuegos —me contó—. Pero en realidad ya tengo un máster en administración de empresas. Además de no casarme, decidí que no quería trabajar en el mundo empresarial. ¿Y tú, qué?

—¿Yo?

—¿A qué te dedicas?

—Mmm... —vacilé preguntándome si valía la pena mencionar que lavaba la ropa, limpiaba el polvo y vaciaba el lavavajillas—. En este momento a nada en concreto.

—O sea que estás estudiando.

—No, qué va. Hace mucho que acabé la facultad.

Seguí diciéndome a mí misma que siempre y cuando no le mintiese descaradamente, no estaba haciendo nada malo.

—Entonces, ¿has estado... viajando?

Si bien no era puramente cierto, lo era a medias. Asentí.

—He estado fuera.

—¿En Francia, por ejemplo?

—Algo así.

Bueno, me dije, alguien habrá por ahí que piense que Nueva Jersey se parece a Francia.

Empezó a pulsar los botones de mi teléfono.

—¿Qué haces?

—Introducir mi número en tus contactos —respondió—. Me llamo Josh, por cierto.

—Alice.

—¿Ali?

—No. Alice.

—Muy bien, Alice. Elige un número del uno al treinta y uno.

El número que me vino a la cabeza fue la edad que supuse que él tenía.

—Veinticinco.

Suspiró.

—¿No podrías elegir un número más bajo?

¡Por Dios, no!

—No —le contesté.

—Está bien. —Más pulsación de botones—. Tenemos una cita el veinticinco de enero.

—¿Una cita?

—Sí. He programado la alarma de tu teléfono para que te lo recuerde. Tomaremos una copa en... Di un bar.

—¿Y si no quiero tomarme una copa contigo?

—Tienes veinticinco días para pensártelo. Si decides que no quieres, siempre estás a tiempo de cancelarlo. Venga, elige un bar.

El único bar que se me ocurrió fue el famoso Gilberto’s, en la esquina del despacho de mi antiguo y único trabajo en Gentility Press. Esa fue la última vez que tuve realmente ocasión de salir a tomar una copa en la ciudad. Sentí un pánico momentáneo porque no sabía si Gilberto’s seguiría siquiera existiendo, pero Josh me dijo que sabía perfectamente dónde estaba y anotó el nombre y la dirección en mi teléfono antes de devolvérmelo.

—No sé usar la alarma del teléfono —le advertí.

—No tienes que hacer nada —repuso—. A las cuatro en punto del día veinticinco la alarma se disparará y el teléfono te dirá todo lo que necesitas saber. Te veré entonces.