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EN EL CORAZÓN DE NEWS OF THE WORLD

Basado en entrevistas a antiguos periodistas de News of the World y en documentos y detalles que surgieron durante la Investigación Leveson y en las vistas de los juicios.

Andy Coulson tenía una buena vista desde su oficina. Sentado en su mesa, podía mirar a través de la cristalera y ver cómo latía el corazón de News of the World. Justo enfrente estaba el «banquillo», la hilera de mesas en las que solía sentarse con sus lugartenientes, filtrando todo el material que entraba a raudales en el periódico procedente de las agencias de noticias, los periodistas independientes y sus propios empleados, tomando las decisiones que iban dando forma al periódico.

Por detrás del banquillo podía ver el departamento gráfico, y más allá la sección de información, donde varios directivos daban órdenes a los reporteros de actualidad, que se arremolinaban al otro extremo de la habitación, y, al lado, los editores, que les revisaban los artículos y les escribían los titulares. Junto a las paredes de la sala de redacción estaban los articulistas, los redactores de deportes, las oficinas de unos pocos directivos más y un cubículo especial para el periodista responsable de la Casa Real, Clive Goodman. Ese era el mundo de Coulson, y él estaba al mando. Pero esa no era la mejor parte de la vista.

La mejor panorámica estaba a su derecha, justo en el lateral del banquillo, donde siempre podía verla, donde todo el mundo podía verla: la vitrina de los trofeos. La acababa de encargar, toda nuevecita, en abril de 2005, porque estaba orgulloso de lo que habían conseguido sus empleados. Era el periódico más vendido del país: tres millones y medio de ejemplares cada domingo. Probablemente era el periódico más vendido del mundo occidental. Tenía el presupuesto más alto, el impacto más grande. Nadie superaba a News of the World. Esa era la razón por la que la nueva vitrina exhibía el mayor galardón del periodismo británico: el premio al Periódico del Año de 2004-2005.

A lo largo de los últimos nueve meses, habían ido consiguiendo grandes primicias una tras otra. Puede que David Beckham fuera un gran futbolista y puede que se creyera tan listo que podía tener una aventura sin que se enterara su mujer o cualquier otro, pero ellos lo pillaron y sacaron a la luz que compartía cama con su asistente personal, Rebecca Loos, y dedicaron siete páginas a relatar la historia. Pocos meses más tarde, hicieron lo mismo con el seleccionador del combinado inglés, Sven-Göran Eriksson, cuando descubrieron que tenía una aventura con Faria Alam, secretaria de la Asociación Inglesa de Fútbol. Para rematar, un mes después airearon la vida privada del ministro de Interior, David Blunkett, que había tenido una aventura con una editora estadounidense casada, Kimberly Quinn. Y de regalo, se enteraron de que el periodista de The Guardian Simon Hoggart también tenía una aventura con Quinn, así que pocas semanas después estaba añadido a la lista. Una semana tras otra, arrasaban a la competencia.

Para Andy Coulson, de treinta y siete años, era el culmen de su carrera. Había recorrido un largo camino en poco tiempo. Dejó los estudios con dieciocho años, provisto únicamente de un expediente decente, un muy buen cerebro y un ardiente deseo: ser periodista del corazón. Solo necesitó dos años de trabajo en un periódico local de Essex para lograr su objetivo. En 1988, con tan solo veinte años, fue contratado por The Sun para formar parte del equipo que redactaba la sección de sociedad, conocida como Bizarre. Bizarre era excesiva y chillona, igual que su director, Piers Morgan. Estaba obsesionada con la vida privada de las estrellas de rock, las estrellas de cine, las estrellas de televisión, cualquiera que pudiera rociar de purpurina la crónica del corazón. Coulson se vio catapultado a un mundo lleno de famosos de primera y drogas de primera.

Algunas de las personas que trabajaban en Bizarre no tardaron en dejarse arrastrar a una borrosa vorágine de fiesta continua. Uno de los mejores amigos de Coulson, Sean Hoare, que trabajaba con él en la sección, solía empezar en día con lo que él llamaba un «desayudo de estrella del rock» —un Jack Daniels y una raya de coca— y después seguía de juerga con cualquier relaciones públicas o famoso que le proporcionara un artículo para justificar sus gastos.

«Mi trabajo —decía Hoare— es tomar drogas con las estrellas del rock».

Existía una tradición, conocida como la Sensación de Viernes, en virtud de la cual Hoare u otro de los periodistas salía al cajero de The Sun, sacaba 300 libras e invitaba a algún idiota (una vieja tradición en News International decía que el personal de refuerzo siempre estaba bien surtido en ese sentido), se metían coca hasta perder el control y empezaba el fin de semana.

Los que apreciaban a Coulson solían decir que era de lo más tranquilo; siempre se controlaba lo suficiente como para poder entregar su artículo. A pesar de su juventud, parecía haber desembarcado allí totalmente formado, con su camisa azul claro y su traje azul oscuro, todo arreglado y maduro. Otros decían que era frío, que pasara lo que pasara Andy siempre sobrevivía; tras una máscara de afable eficiencia se escondía un ser implacable.

Hoare se enfureció con él una vez que, después de conseguir una historia sobre una famosa actriz, se encontró con que Coulson, primero, se negaba a publicarla; segundo, se llevaba a la famosa actriz de vacaciones; tercero, era evidente que ella lo estaba recompensando en la cama; cuarto, y lo peor de todo, le decía a la famosa actriz cómo había conseguido Hoare ser el primero en obtener la historia, de modo que la fuente quedó al descubierto y se perdió para siempre. Cuando Hoare descubrió todo aquello, le dijo a Coulson en plena la cara que era un auténtico hijo de puta. Coulson respondió con una frase que se convertiría en latiguillo habitual a lo largo de su trabajoso ascenso: «Te recompensaré, tío». Como si nunca importara lo que hicieras, porque siempre podías hacer un favor para ayudar a alguien y seguir adelante sin más. Antes de seis años, había sustituido a Piers Morgan como director de la sección Bizarre.

Cuatro años más tarde, en enero de 1998, Coulson consiguió trepar todavía más alto y pasó a ser director asociado de The Sun, trabajando codo con codo con la nueva subdirectora, una joven avispada, descarada y ambiciosa llamada Rebekah. Ya se conocían un poco. En ese momento había conexión entre ellos. La gente creía que se acostaban juntos, pero nadie estaba seguro. Formaban un equipo: los dos eran jóvenes y listos, los dos habían empezado de cero y los dos eran sumamente ambiciosos. Y juntos llegaron lejos.

En mayo de 2000, Rupert Murdoch ascendió a Rebekah Brooks al sillón de la dirección de News of the World. Ella contrató inmediatamente a Coulson como subdirector. Él trabajó duro para ella, creó un nuevo departamento de investigación, se ocupaba de los detalles de las historias por ella y se aseguraba de tener contentos a los empleados. Tenía buena reputación en la redacción. Mientras Brooks estaba en las nubes, haciendo contactos entre la gente VIP, Coulson aparecía en las fiestas de los empleados y saludaba a la gente de la redacción. Él se recompensó a sí mismo con un Porsche Boxster con 265 kms/h. de velocidad máxima y un precio de treinta y cinco mil libras. Pero la gente empezó a darse cuenta de que, conforme aumentaba su poder, iba olvidando cada vez más nombres. Después de un tiempo, acabó llamando «tío» a casi todos los hombres y «cariño» a casi todas las mujeres.

Tres años después, en enero de 2003, Rupert Murdoch ofreció a Brooks la dirección de The Sun e hizo jefe de News of the World a Coulson. Su nueva posición le proporcionó poder, y estaba encantado de poder utilizarlo contra quienes lo contrariaban. Por ejemplo, no le gustaba Roy Greenslade, exdirector de The Daily Mirror que entonces era profesor de periodismo en la londinense City University. Así que retiró la financiación de dos plazas de estudiante que hasta entonces ofrecía News of the World. El director del Departamento de Periodismo de la universidad, Adrian Monck, fue a tomar algo con Coulson y lo engatusó para que restableciera la financiación. Pero cuando se levantó para marcharse, Coulson añadió: «Una cosa, tío. Quiero que me des la cabeza de Roy en una bandeja». Monck se negó, y la Universidad perdió la financiación.

No era solamente que él pudiera ser frío por naturaleza. Lo más importante es que le exigían que fuera implacable. Desde el propietario y el consejo de administración de News Corp, a casi seis mil kilómetros de distancia, en Nueva York, pasando por el director ejecutivo de News International, Les Hinton, que se sentaba en el mismo edificio que él en Wapping, en la zona este de Londres, el mensaje tácito que recibían tanto él como Rebekah Brooks, que dirigía The Sun en el mismo edificio, y todos los demás directores de todos los lugares del imperio, era constante y sencillo: «Consigue la historia; da igual cuál».

El mes anterior, marzo de 2005, Coulson había estado en el hotel Hilton para recoger su gran premio, el de Periódico del Año. Después, cuando fue entrevistado por Press Gazette, ni se inmutó ante el tremendo desprecio con el que lo trataron personas que nada tenían que ver con él y que al parecer creían que el periodismo que él hacía no era realmente respetable.

«No tengo nada de qué avergonzarme —dijo—. Y esto vale para todo el mundo en News of the World. Los lectores son los jueces. Eso es lo más importante. Y creo que deberíamos estar orgullosos de lo que hacemos».

Con los periódicos ocurre algo curioso, y es que viven de airear cosas pero al mismo tiempo mantienen ocultos sus propios mundos. Una parte de la verdad sobre el periódico de Andy Coulson empieza a emerger de las pruebas proporcionadas por uno de sus antiguos empleados: cientos de notas, correos electrónicos y memorandos que se intercambiaron sus directivos en 2005, cuando estaban tratando por todos los medios de repetir los triunfos de los doce meses anteriores.

Todo empieza con los lectores. Quienes defienden los periódicos sensacionalistas suelen señalar que su periodismo existe únicamente porque millones de personas deciden pagar dinero por leerlo. Los mensajes internos van un paso más allá, y revelan el fervor con el que los lectores se ofrecían a proporcionar a un periódico como News of the World la información que este ansiaba.

Pongamos por ejemplo una semana de principios de 2005. Los mensajes internos revelan que un prostituto contactó con ellos para informarles de que había estado «retozando» en una sauna con un presentador de televisión: «Quiere contar sus intimidades con el famoso y dice que su colega puede corroborar la historia». Y una mujer que salió con un actor de Hollywood cuando este tenía catorce años quiere vender la historia de cómo la engañó. Y alguien llama y «asegura tener fotos de un importante jugador del Crystal Palace dándose un achuchón gay con colegas un día de descanso». Y otro dice: «Tengo información relacionada [con un futbolista de la selección inglesa] y su exmujer».

Conforme avanzan las semanas, los mensajes van mostrando un desfile aparentemente interminable de hombres y mujeres que han recogido algún fragmento de interés humano y deciden ponerlo a la venta (casi siempre a la venta). Hay una mujer que asegura que, hace años, tuvo algún tipo de relación con la estrella del rock Pete Doherty: «Tengo algunos detalles interesantes que dar por un buen precio, aunque quiero permanecer en el anonimato». Hay un hombre cuya hija, nacida en Inglaterra, estaba en Nueva Orleans durante el huracán Katrina y que ofrece una entrevista con ella por mil quinientas libras. Algunos simplemente esperan vender algo: «Solo me preguntaba cuánto valen unas fotos de futbolistas de primera división con transexuales en Bangkok. Hay uno histórico si el precio está bien». Algunos seguramente están desesperados: «Hace poco llegó a mis manos un vídeo de [un famoso actor] masturbándose. ¿El periódico estaría interesado en comprármelo, que yo no lo necesito?».

Pero a medida que vamos viendo mensajes, la vertiente comercial de la subasta va quedando en segundo plano y dejando paso a algo más asombroso, algo más humano y más secreto: una traición ocasional. En el mejor de los casos, estos informantes traicionan a alguien que han conocido a través del trabajo. Un portero de hotel dice que han caído en sus manos unos papeles que demuestran que dos presentadores de televisión acaban de pasar la noche juntos en secreto; un trabajador de prisiones cree poder demostrar que un viejo adicto a la heroína que hay en una de sus celdas es el padre secreto de una cantante de una banda musical de chicas; un trabajador de la moda se ha hecho con unas fotos polaroid a color de Kate Moss en una sesión fotográfica. «No lleva maquillaje y parece bastante hecha polvo. ¿Estarían interesados en comprar esas fotos? Nunca se han publicado, y sé que han intentado de verdad que no las viera el público».

En el peor, son personas que se ofrecen voluntariamente a vender los secretos de aquellos que más confían en ellos: sus amigos, sus amantes, sus familiares. Un hombre tiene actualmente una relación con una mujer cuyo hermano es un famoso delincuente. Llevan juntos siete meses, dice. Siguen juntos. No importa; la vende: «¿Estarían interesados? ¡Tengo mucho que contar!». Un hombre estuvo una vez en rehabilitación por drogas con un director de cine. «Pasé seis meses allí con él, fui a su casa familiar y acabé conociéndolo bastante bien». No importa; lo vende: «Esto debería quedar acordado por contrato antes de reunirme con nadie de News of the World o decir una palabra más». Un hombre ha estado viendo a una prostituta. Ha descubierto que es la tía de un presentador de la tele. Quiere venderla, siempre y cuando no lo identifiquen: está casado.

Algunos intentan asegurarse la venta ofreciendo pruebas que demuestran su historia. Un hombre ha contactado para decir que acaba de pasar la noche con una joven actriz de una serie de televisión, y que merece la pena vender la historia, y aún mejor, dice que ha conseguido pillarla en una foto practicándole sexo oral. Otro mensaje deja constancia de la historia que cuenta una mujer sobre un futbolista de la selección: «Paula asegura que tuvo una aventura de cuatro semanas con XX en diciembre del año pasado. Dice que tuvieron sexo en la parte trasera del coche de él en el bar de un colega de XX. Paula dice también que tiene un jersey con semen de XX».

Todo está a la venta. Nadie se salva. Lo que empieza a salir a la luz es la maquinaria interna de una empresa comercial que no había existido nunca antes, una industria que trata la vida humana misma —el suave tejido de los momentos más íntimos y llenos de sensibilidad— como una extensa cantera repleta de materia prima lista para ser recogida, tamizada y explotada en aras del entretenimiento. En los años ochenta, News of the World se especializó en investigar a fondo la vida privada de los delincuentes. En los noventa, tras enriquecerse escarbando en la volátil existencia de la princesa Diana, había ampliado su misión a sacar partido de las actividades de cualquier famoso, de cualquier figura pública. Ahora había ido aún más lejos. La vida humana en su totalidad —de cualquiera que, dondequiera que fuera, tuviera valor informativo— se había convertido en una masa en crudo que la redacción de Andy Coulson extraía y refinaba en su implacable búsqueda de los detalles más íntimos, más comprometedores y a menudo más desagradables, que podían convertirse entonces en valiosísimas pepitas de oro a la venta en un gigantesco mercado.

Trabajar en la redacción de Coulson no era fácil. Era una tarea sucia, ardua y, en cierto modo, peligrosa. Pero tenían que conseguir la historia. Dirigir ese lugar requería un equipo muy especial.

Hay una historia que a Ian Edmondson le gustaba contar, de cuando era todavía un reportero joven en News of the World y tenía una novia que era reportera en otro periódico. Le gustaba llamarla «Domingas». Resulta que, según explicaba Edmondson, Domingas hizo amistad con Tracy Shaw, una joven actriz muy llamativa de la serie de televisión Coronation Street que despertaba un enorme interés entre los periódicos sensacionalistas. Edmondson contaba que una noche ambas mujeres salieron juntas por la ciudad, y después Domingas le confió a él que Shaw había tomado coca. Obviamente era un secreto, decía él, y podía crear problemas a Tracy Shaw y, eventualmente, a su novia; pero obviamente también era una buena historia para News of the World. Así que, tal y como rememoraba encantado, convenció a la confiada Domingas para que le contara otra vez toda la historia, grabó en secreto todas y cada una de sus palabras y se las entregó al periódico.

A Edmondson le gustaba ir de cabrón. Le funcionaba. Desde su puesto a los pies de la montaña editorial de News of the World a mediados de los noventa, ascendió a director adjunto: estaba al mando de la sala de redacción y seguía yendo de cabrón. Una temporada le dio por decir a la gente que su apodo era «Ponecuernos». No era así, pero a Edmondson le gustaba la idea. Un reportero dice que llegó a pegar ese nombre en su casillero, con la esperanza, al parecer, de que la gente se quedara con él. Sin embargo, los testimonios de los que trabajaban para él dejaban claro que no necesitaba desvivirse tanto para conseguir mala fama. Había mucha gente a la que de verdad no le gustaba Ian Edmondson. Era despiadadamente competitivo con todos los que lo rodeaban. Tenía que tener el coche más grande, el sueldo más alto. Estaba muy en forma. Iba en bici al trabajo y corría durante la hora de la comida, pero también otros corrían, así que él montaba el espectáculo de llevar una mochila llena de ladrillos cuando salía. Solía contar historias inverosímiles sobre sus hazañas: que había estado en la selección inglesa de remo; que había participado en una prueba de fútbol con los juveniles de los Blackburn Rovers y había metido el gol de la victoria, en los últimos minutos del partido, de chilena; y después contaba exactamente la misma historia con una prueba para Ipswich Town...

Había hecho amistad con Dave Courtney, un londinense corpulento y rapado que se ganaba la vida haciendo de matón amigo de los periodistas. Edmondson admitía encantado que pasaba mucho tiempo con matones y contaba que una vez, después de pasar un día particularmente íntimo fumando puros con unos cuantos junto a la piscina, uno de ellos se lo llevó a dar una vuelta en su Range Rover, paró en medio de ninguna parte, sacó una pistola y le dijo que había oído demasiadas cosas aquel día. Edmondson aseguraba que aquel tío le dejó bien claro lo que pasaría si hablaba, pero que después el matón se relajó y le entregó un sobre lleno de dinero. No todo el mundo se lo creyó.

Parece ser que Andy Coulson estaba encantado de sacar provecho de la ansiosa competitividad de Edmondson. En noviembre de 2004, cuando lo contrató como director asociado de noticias, ya tenía a alguien haciendo el mismo trabajo, Jimmy Weatherup. Coulson los dejó allí a los dos disputándose su aprobación. Se aborrecían el uno al otro. Las consecuencias a menudo eran caóticas. Jimmy Weatherup mandaba a un reportero a cubrir una noticia. Ian Edmondson llamaba al reportero y lo mandaba a otra parte. Un reportero llegaba con una idea para una historia y se la contaba a Edmondson, que se lo llevaba aparte y le decía que dejara en suspenso la historia una semana: «Jimmy no estará la semana que viene, y me gustaría quedarme yo con algo bueno».

Weatherup era mayor y tenía más experiencia que Edmondson; parecía haberse quedado estancado en los años setenta, haciendo el papel de Travolta en Fiebre del sábado noche, alto y delgado, y acicalándose todo el tiempo frente al espejo. Tenía el pelo asombrosamente oscuro, y Edmondson lo acusaba sistemáticamente de teñírselo. Llevaba trajes caros y guantes especiales para conducir y, en cuanto salía el primer día soleado, tenía la conocida costumbre de aparecer en la oficina con ajustadísimos shorts blancos de tenis. Era conocido como Jimmy el Murmurante, en parte por su suave y penetrante estilo al teléfono y en parte por lo obsesivamente reservado que era. Algunos colegas llamaban a Weatherup «Secretos» y a Edmondson «Mentiras».Todo aquello dio forma a un régimen en el que la ya de por sí intensa rivalidad entre un periódico de masas y sus competidores se volvió todavía más feroz debido a la traicionera tensión entre los dos directores de información. Coulson logró aumentar todavía más la fricción agravando la clásica competencia entre la sección de información y el departamento de opinión. Las dos secciones hablaban poco y discutían mucho, se ocultaban los planes mutuamente, trataban constantemente de superarse una a la otra.

El director de opinión, Jules Stenson, era severo, inteligente, experto incomparable en series de televisión y considerado por muchos el sucesor más probable de Coulson en el sillón de la dirección. También era agresivo, especialmente con Clive Goodman, con quien, según un colega, mantenía una relación de aborrecimiento mutuo. La relación de Stenson con Ian Edmondson era igual de mala. Uno de los periodistas que trabajaban allí recuerda cómo la sección de información intentó en abril de 2005 comprar la historia de una mujer de Yorkshire que admitió haber ayudado a morir a su marido gravemente enfermo. La habían absuelto en el juicio, y la sección de información mandó a un reportero a ofrecerle cinco mil libras por el relato íntimo y en primer plano de la muerte de su marido, pero el periodista se encontró con que otros ya le habían ofrecido seis mil. La sección de información hizo una puja más alta; el rival también aumentó la apuesta. Cuando llegaron a catorce mil, la sección de información se retiró y entonces descubrieron que habían estado pujando contra Jules Stenson.

Andy Coulson mantenía las manos bien pegadas al timón. Presidía la conferencia diaria en la que los jefes de todos los departamentos editoriales —información, opinión, deportes, corazón, familia real, política— presentaban sus ideas. Le gustaba demostrar que seguía las historias de cerca. Durante la primavera de 2005, por ejemplo, supervisó personalmente un proyecto para lograr una entrevista con el Destripador de Yorkshire, Peter Sutcliffe, en el hospital psiquiátrico de Broadmoor, donde cumplía su condena por el asesinato de trece mujeres. El asunto se mantuvo muy en secreto. El reportero que se ocupaba del caso tenía instrucciones de no contárselo a sus colegas. Para lograr la máxima discreción, Edmondson podría haber gestionado el asunto él solo, pero a Coulson le gustaba pensar que sabía cómo dirigir una investigación y autorizó convenientemente el pago de una elevada suma de dinero al hermano de Sutcliffe, Carl, y también la compra de una cámara y una grabadora especialmente diseñadas para eludir los detectores de metales de Broadmoor. Carl Sutcliffe las ocultó dentro de una escayola y fue a visitar a su hermano, que no sabía nada y se acabó viendo a sí mismo estampado en medio de News of the World, fundamentalmente, al parecer, porque se había puesto muy gordo: «un zángano calvo de más de cien kilos», decía el periódico.

Con todo, la capacidad de intervención de Coulson tenía límites. Él estaba sentado en su oficina, descerrajando correos electrónicos con escuetas instrucciones para los que lo rodeaban, pero contaba con dos hombres de confianza para imponer su voluntad. Cada uno de ellos tenía una oficina que flanqueaba la suya al final de la sala de redacción. A la izquierda de Coulson, mirando hacia fuera, estaba Stuart Kuttner, que era director editorial de News of the World desde hacía casi quince años.

Había algo oscuro en Kuttner, con su rostro esquelético, su actitud lenta y calculadora y su acento puramente londinense, levemente disfrazado de pijo. Desde 1987, había trabajado a las órdenes de media docena de directores en un papel parecido al del personaje de Harvey Keitel en Pulp Fiction: limpiaba la porquería. Si surgía cualquier tipo de amenaza en cualquier tipo de rincón oscuro —escándalos en la redacción, reporteros rebeldes, víctimas enfadadas—, Kuttner se ocupaba de ello, se deshacía del cuerpo, limpiaba la sangre. Le dijo a un colega que su libro favorito era El príncipe de Maquiavelo, con su admiración por la manipulación y el engaño como herramientas necesarias del poder. A Kuttner le encantaba el poder. Antiguos colegas suyos dicen que le gustaba usar a los mensajeros como empleados suyos, mandándolos a comprar fruta fresca por la mañana o a bajarle la cartera al coche al final del día. Era conocido por sus violentas broncas. Pero su poder era ante todo económico. Era responsable del presupuesto editorial, y todos los que trabajaban para él coincidían en que trataba el dinero del periódico como si fuera suyo: quería ver justificado cada penique.

El segundo sicario de Coulson, a su derecha en la oficina, era su subdirector, Neil Wallis. Era casi veinte años mayor que Coulson; llevaba años en la prensa, pasando de un tabloide al otro, ganándose por el camino la reputación de lo que un compañero suyo describió como «una capacidad psicopática de disociar sus emociones de sus acciones». Ese mismo compañero recuerda a Wallis en una fiesta de despedida acercándose despreocupadamente con una alegre sonrisa y la mano extendida a un directivo al que había dado una patada al principio de su carrera, y que recibiera como respuesta: «No pienso darte la mano hasta que no te la laves». Coleccionaba demandas por difamación como los niños coleccionan monedas: «la Colección Wallis», como la conocían, un guiño a la Colección Wallace de bellas artes en el centro de Londres.

Wallis se dedicaba a irse de copas con los mandamases de la policía. En enero de 2005 convenció al jefe de Scotland Yard, sir John Stevens, recién jubilado, para que escribiera una columna semanal en el News of the World. Resulta que Wallis había estado ofreciendo durante años a Stevens asesoramiento gratuito sobre relaciones públicas y aseguraba haberle ayudado a llegar a la jefatura de la policía. Eso, más las hasta 7.000 libras por columna, más la promesa de llamarlo El Jefe, pese a que Stevens ya no estaba al mando, bastó para engatusarlo.

En algunas salas de redacción, Wallis era conocido como «el hombre lobo», posiblemente debido a un artículo que había escrito en el que aseguraba que el Destripador de Yorkshire era un Jekyll y Hyde que solo mataba cuando había luna llena. En News of the World era conocido como «el ronco imbécil», lo que evocaba en parte su voz entrecortada pero que era también un signo claro de falta de respeto. La verdad era algo más complicada. Había muchos reporteros a los que no les gustaba como persona, que no confiaban en él, y sabían que era de esa clase de cínicos que dan mala fama a los cínicos, pero también sabían que era un periodistilla sumamente eficaz. Era ingenioso y duro. Tenía buenos contactos, sabía contar una historia. Entendía el negocio del periodismo sensacionalista.

Así pues, la exigencia de éxito a toda costa por parte de News Corp se iba transmitiendo verticalmente desde la oficina de Andy Coulson, pasando por las de Kuttner y Wallis, hasta la sección de información y el departamento de opinión y después continuaba con los periodistas que estaban por debajo, y todo ello daba lugar a un determinado estilo de gestión, descrito sencilla y reiteradamente por quienes lo experimentaban como «acoso». Era un lugar difícil para trabajar.

Colgado de la pared en la sección de información había un reloj digital que contaba los minutos que faltaban para la siguiente edición del periódico. Los del departamento de recursos humanos hacían una lista con los nombres de todos los reporteros, y les recordaban con frecuencia que los que bajaran en la tabla de clasificaciones podían ir preparándose para llevarse una bronca o incluso para encontrarse en la siguiente ronda de despidos.

Los reporteros que trabajaban allí hablan de una reunión de «ideas» sumamente desagradable los martes por la mañana en la que se sentaban todos en una de las oficinas buenas mientras Edmondson, Weatherup o alguno de sus subalternos les decían que sus ideas para los artículos no servían para nada, una opinión que a menudo se veía reforzada por un correo electrónico enviado más tarde, a lo largo de la mañana, que les decía que aquellas eran las peores propuestas de artículo que había recibido nunca la sección de información y pedía tres ideas más a cada uno. Edmondson, según dicen los reporteros, era especialmente agresivo. Cuentan, por ejemplo, que intentó colocar un rastreador electrónico en el teléfono de un reportero para comprobar sus movimientos; que hizo llorar en su mesa de trabajo a un veterano reportero porque a su mujer le habían diagnosticado cáncer y Edmondson no lo autorizó a ausentarse un tiempo del trabajo para cuidar de ella; que despidió a un trabajador porque era padre sin pareja y no podía aceptar la idea de Edmondson de que «usted pertenece a News of the World». Cuando estaban fuera, en la calle, aseguran, le gustaba mantener la presión mandándoles mensajes de móvil: «tic tac», o simplemente «??».

Desde que Rupert Murdoch desarticulara los sindicatos de tipógrafos y dejara fuera de juego al Sindicato Británico de Periodistas en 1986, los reporteros no tenían protección de ningún tipo. Algunos se venían abajo. Dicen que uno intentó suicidarse en una fiesta de Navidad. No obstante, la mayoría trasladaban el acoso a la gente con la que trataban. Varios de ellos han descrito cómo se les alentaba a engañar a las fuentes que les vendían las historias.

Algunas fuentes eran muy ingenuas. Contaban su historia antes de tener en sus manos un contrato firmado y, sencillamente, nunca les pagaron. Un reportero fue enviado a entrevistar a una prostituta que había tenido relaciones sexuales con un personaje público, con instrucciones de no pagar más de doscientas cincuenta mil libras por su historia. La mujer empezó diciendo que no hablaría por menos de diez mil. Otra accedió a hablar bajo la promesa de que News of the World le pagaría unas buenas vacaciones. Cuando trató de reclamar su recompensa, Ian Edmondson afirmó que, como era del norte, podía quedarse en una caravana por ciento cincuenta libras. Algunos firmaron contratos y cayeron en una trampa muy simple. El contrato les prometía mucho dinero si la historia salía en primera página. El reportero sabía muy bien que iba a aparecer en el interior del periódico, pero eso se lo callaba. Cuando salía el artículo y la fuente reclamaba algo, lo que fuera, el reportero le ofrecía una suma minúscula y, como señaló uno de ellos, «los agotas y, al final, se conforman con un botón». Unos pocos —entre ellos una mujer a la que había violado un futbolista— fueron víctimas de una cláusula que decía que la fuente tenía que garantizar que, por lo que ella sabía, la historia era cierta: News of the World publicaba la historia, aseguraba que la fuente sabía que había faltado a la verdad en alguna parte de la misma y se negaba a pagar. A los protagonistas de las historias también los trataban sin piedad. Los obligaban a hablar, los ponían en evidencia ante millones de lectores, por ser gays, porque les gustaba el sexo, por tener una nueva pareja, por enseñar las bragas sin querer al salir de un coche, por haber cometido un delito en la adolescencia. Si la verdad no era lo bastante buena para un artículo, podían distorsionarla.

Algunos reporteros dicen que sentían cargo de conciencia, entre otras cosas por la tremenda hipocresía que rodeaba todo aquello. Mientras fuera fustigaban a gente que demostraba un especial interés por el sexo, en la propia redacción de News of the World proliferaban las aventuras amorosas y los casos de acoso sexual, por ejemplo la marcada costumbre durante la época de Andy Coulson de contratar a guapas jovencitas a las que animaban a ir al trabajo con la menor cantidad de ropa posible. Al periódico siempre le había entusiasmado sacar a la luz las orgías, pero hay antiguos periodistas de News of the World que describen algunas de sus fiestas de trabajo como un paradigma de desenfreno sexual con las drogas como carburante. Recuerdan una juerga tremenda que terminó con un editor adjunto que apenas podía andar, a las puertas del Chocolate Bar, en Mayfair, en el centro de Londres, hablando con una reportera mientras se sujetaba la polla con la mano.

El periódico arruinó la vida a toda una serie de hombres más o menos famosos al hacer públicos sus encuentros con prostitutas. Es más, en su afán por encontrar más historias de ese tipo, encargaron a un reportero de News of the World que hiciera contactos entre las trabajadoras sexuales de alto standing con la orden precisa de acostarse con ellas, tomar cocaína con ellas y cargarlo todo a gastos. Y así lo hizo. En otra ocasión, según afirma una fuente, Ian Edmondson quería airear las visitas a prostitutas de un jugador de la Premier League, y pagó a una para que se acostara con él. De la misma forma, eran implacables a la hora de sacar los trapos sucios de cualquier objetivo que consumiera drogas ilegales, pero eran numerosos los periodistas que tomaban esas mismas drogas. Algunos antiguos reporteros cuentan historias sobre un baile de Navidad en el que la pista estaba prácticamente vacía mientras varios invitados acudían a los baños a esnifar cocaína; y sobre una oleada de pánico cuanto The Sun soltó a su perro antidrogas, Charlie el Esnifador, por la sala de redacción. Algunos de los periodistas, incluidos los directivos, estaban cayendo en el alcohol. Unos pocos acabaron en carísimas clínicas de rehabilitación (y vieron la oportunidad de encontrar historias sobre los demás pacientes).

No se trataba solo de hipocresía. También era la clave de una distorsión editorial crucial: indiferente a la realidad del mundo en el que vivía, News of the World hacía creer en sus publicaciones que la vida de la nación se basaba en un ancestral código moral que tachaba de indecoroso todo lo que no era vida ordenada y sexo convencional dentro del matrimonio, y hacía de ello, por tanto, objeto legítimo de desenmascaramiento. Aquello era pura ficción. Y también era la piedra angular de la justificación de su trabajo más destructivo.

No había espacio para la duda o la conciencia. Los sentimientos humanos no tenían nada que ver. News of the World estaba poniendo en evidencia a gente mala; todo en beneficio del interés general. La privacidad no tenía nada que ver. La privacidad era para los pedófilos, como solía decir el exarticulista Paul McMullan. No había escapatoria. Si un personaje público admitía que tomaba cocaína o que le gustaba el sexo, había sacrificado su derecho a la privacidad. Si un personaje público se negaba a admitir que tomaba cocaína o que le gustaba el sexo, estaba engañando al público, así que, para empezar, no tenía derecho a la privacidad. News of the World podía guardar en secreto su propio comportamiento. Pero eso era diferente. Lo importante era conseguir la historia.

Gordon Taylor era un objetivo perfecto para News of the World. No era solo que su trabajo como jefe de la Asociación de Futbolistas Profesionales le daba acceso diario a la vida privada de jugadores famosos, también su vida privada les llamaba la atención.

Todo empezó a principios de 2005, cuando un conocido futbolista retirado contactó con el periódico y consiguió un encuentro con un reportero de la oficina de Manchester en un bar del condado de Merseyside. Allí, el exjugador dio cuenta de un cotilleo escandaloso. Aseguraba —falsamente, como se supo después— que Taylor tenía una aventura con Jo Armstrong, que no solo era la asesora legal de la empresa, sino la exnovia de su hijo. El reportero volvió corriendo a la oficina y fue con el cuento a Greg Miskiw.

Miskiw era una leyenda de News of the World, un hombre que había sacrificado su reputación, su paz interior y su salud al único y glorioso objetivo de vivir la vida de un chaval. Un chaval bebe: Miskiw bebía whisky en lo que a él le gustaba llamar «proporciones de caballero», tales que no necesitaba pedir que le volvieran a llenar el vaso mientras otros sostenían sus pintas en la mano. Un chaval vive aventuras descabelladas: la mejor de Miskiw fue en 1982, cuando intentó entrar a escondidas en la Polonia comunista ocultándose dentro de un saca de correo y mandándose a sí mismo a Varsovia, y acabó detenido y encerrado hasta que el gobierno de la señora Thatcher lo liberó. Un chaval folla: Miskiw estaba enteramente entregado a la causa.

Cuando llegó 2005, la edad estaba empezando a no perdonar. Tenía cincuenta y seis y parecía mucho mayor. Se estaba poniendo gordo. Tantos años de tabaco habían acabado con sus pulmones. Unos meses antes, salía un día de la oficina de Manchester cuando cayó al suelo víctima de un ataque al corazón. Y lo peor era que lo habían marginado. Durante años, desde mediados de los noventa, Miskiw había sido el amo del cotarro en Londres, donde fue director adjunto, encargado de supervisar la sección de información. Era taimado, agresivo, reservado hasta la paranoia... y tremendamente exitoso, a pesar de que se pasaba casi todo el tiempo despotricando con nerviosa energía, algunas veces golpeándose materialmente la cabeza contra la pared, hasta que estaba lo bastante borracho como para calmarse al llegar la noche. También era implacable: era famoso el día en el que dijo a Charles Begley, un joven reportero que se encontraba abatido porque tenía que disfrazarse de Harry Potter como parte de una maniobra publicitaria, que debía aprender a ser fuerte y fijarse en cómo se ganaba la vida News of the World: «Salimos a la calle y destruimos la vida de otros».

Pero a Andy Coulson no le gustaba Miskiw; y a Miskiw no le gustaba Coulson. Así que en 2003, cuando Coulson se convirtió en director, Miskiw fue trasladado a Manchester como director de la edición del norte.

Cuando se enteró de la historia de Gordon Taylor, a principios de 2005, Miskiw hizo algo que a cualquier lego le podría haber sonado muy extraño. Fingió que la pista se la había dado alguien completamente diferente. Incluso redactó un contrato, con fecha de 4 de febrero de 2005, que acabaría cayendo en manos de The Guardian. Con él se comprometía a que si la historia de Taylor se publicaba finalmente, News of the World pagaría 7.000 libras a esa supuesta fuente, que aparecía en el contrato bajo el nombre de Paul Williams. Aquello era ficción tras ficción. No es solo que Paul Williams no existiera. Al igual que «Glenn Williams» y «John Jenkins», ese nombre no era más que una tapadera para uno de los pocos amigos íntimos de Miskiw: Glenn Mulcaire, que se encontraba en apuros. Después de trabajar durante años como prolífica fuente de información para el periódico, el investigador se las veía entonces con el desastroso rumor de que Stuart Kuttner, siguiendo órdenes de Andy Coulson, podía recortar su contrato a la mitad. A Miskiw le venía de perlas desafiar a sus jefes en Londres al encontrar otra vía para asegurarse de que su amigo se llevaba su dinero. Puesto que el exfutbolista que era realmente la fuente de la historia de Gordon Taylor habría sido capaz de comerse su propia pierna antes que admitir que había contado aquel cuento, Miskiw podía afirmar sin peligro que la fuente era su amigo, y le proporcionó unos jugosísimos honorarios.

Fue Greg Miskiw el primero en descubrir a Mulcaire y sus habilidades especiales. La primera impresión que Miskiw tuvo de él fue la de un embaucador que, a finales de los noventa, trabajaba para un investigador llamado John Boyall, que era, a su vez, uno de los tres hombres que acabaron en el banquillo de los acusados junto al embaucador más famoso de la prensa británica, Steve Whittamore. Mulcaire tenía talento natural. Puede que otros estafadores estuvieran mejor entrenados, investigaran más a sus objetivos o idearan mejores guiones para engañar a aquellos con los que trataban, pero para genio espontáneo, natural, innato, avispado, elocuente, ingenioso, nadie como Mulcaire. Había nacido para ir de farol. Y entonces enseñó a Miskiw a pinchar teléfonos. En 1999, según relatan antiguos reporteros de News of the World, Miskiw ya estaba dejando ver claramente a los periodistas que estaba «cien por cien seguro» de que alguna de las pistas era correcta. Muy pronto, otros en la redacción se aprendieron el truco y empezaron a hacerlo ellos mismos, intercambiando números buenos y mensajes útiles igual que los niños intercambiando cromos en el colegio, hablando abiertamente de los mensajes interceptados, y escribiendo artículos que rociaban con declaraciones imaginarias de una fuente imaginaria, a menudo un «colega» anónimo.

No convenía que el objetivo contestara al teléfono, así que se echaban una mano unos a otros: uno llamaba al objetivo y se hacía pasar por el de la compañía de gas para mantener la línea ocupada, mientras el otro llamaba y escuchaba el buzón de voz. Lo llamaban la «doble paliza» (double whacking). A veces, los reporteros hacían ambos trabajos a la vez: se sentaban agazapados en su mesa con un teléfono en cada oreja, uno para entretener al objetivo, el otro para interceptar los mensajes. Esto se conocía como «hacer el teleñeco» (muppeting), por lo estúpida que era la imagen. Resulta irónico que uno de los pocos que se negaran a hacerlo al principio fuera Clive Goodman: pensaba que los móviles nunca se impondrían, así que no quería tener nada que ver con ellos.

A principios de 2000, Miskiw se peleó con John Boyall y se llevó a Mulcaire de la agencia de este para que trabajara directamente para él. En 2001, con el apoyo de Miskiw, Mulcaire había ingresado en la Asociación Británica de Periodistas y tenía un contrato a tiempo completo por valor de noventa y cuatro mil libras al año: una suma enorme, más de lo que cobraba el director de información. No tardó en tener una oficina en Sutton, en la zona sur de Londres, donde estafaba y pinchaba teléfonos a semejante escala que tuvo que contratar a un asistente para que lo ayudara.

En ese momento, a principios de febrero de 2005, Mulcaire iba a trabajar en lo de Gordon Taylor. El 22 de febrero ya había grabado once mensajes que habían dejado en el teléfono de Taylor. Mulcaire pasó la cinta a Miskiw, que se la dio a una secretaria de la oficina de Manchester, que transcribió a máquina los mensajes. Era un sistema bien engrasado.

Miskiw mantenía un contacto casi diario con Glenn Mulcaire: en ocasiones le encargaba sus propias historias, muchas veces le transmitía peticiones de otras personas del periódico. Solo unos pocos periodistas veteranos tenían permiso para tratar directamente con Mulcaire, pero Miskiw se aseguraba de ser el que cortaba el bacalao. Lo hacía en parte porque le otorgaba poder y prestigio dentro del periódico; pero también porque Miskiw no estaba seguro de que alguno no fuera a jorobarla. Él siempre se aseguraba de que el trabajo de Mulcaire siguiera oculto, inventando fuentes ficticias, omitiendo detalles clave, dejando siempre rastros falsos. Muchas veces eso exigía recurrir a un exagente de policía, Derek Webb, que se había hecho experto en vigilancia encubierta, y que se hacía llamar Sombra Silenciosa. Mulcaire localizaba un objetivo utilizando métodos delictivos, Webb lo seguía durante días sin infringir la ley, y después el periódico lo cercaba.

Si la historia era gravemente injuriosa, News of the World negociaba un trato con el objetivo. Como sabían que no podían defenderse ante una demanda por difamación sin admitir que habían conseguido la historia por medios delictivos, llamaban al objetivo, fingían estar dispuestos a publicarla y entonces ofrecían sacar una versión menos dañina si la fuente les daba su confirmación. Así, la actriz confirmaba que había sufrido un aborto si el periódico accedía a no decir que había sido provocado; el futbolista confirmaba haber fumado cannabis, si accedían a no decir que estaba esnifando cocaína. Andy Coulson había hecho muchas llamadas de ese tipo y le gustaba decir con sonrisa burlona: «¡Esto es periodismo sensacionalista! Los delatas por la mañana, y por la tarde te están dando las gracias».

Ninguno de los mensajes de Gordon Taylor revelaba ningún tipo de aventura entre él y Jo Armstrong. Al domingo siguiente, al Liverpool le tocaba jugar contra el Chelsea en la final de la Copa de la Liga en el nuevo Millennium Stadium de Cardiff. Glenn Mulcaire descubrió en qué hotel se hospedaba Taylor antes del partido. Resultado, Taylor tuvo que aguantar que a primera hora de la mañana del domingo un reportero de News of the World encontrara algún pretexto para llamar a su habitación, a ver si contestaba una mujer. Ese mismo reportero estuvo merodeando por los alrededores del hotel, por si una foto podía confirmar la historia. No fue así.

Pero Mulcaire persistió. No era fácil: estaba saturado de trabajo. Los antiguos reporteros de Coulson dicen que los ayudaba con todas y cada una de las historias que estaban cubriendo, aunque no todos sabían que estaba pinchando teléfonos. Incluso en sábado, cuando las noticias que cubría el periódico eran menores, pedían a Miskiw que encargara a Mulcaire que convenciera a las compañías de telefonía de que encontraran a amigos íntimos de una familia que había muerto en el incendio de una casa, o que sonsacara a la Agencia de Matriculación el nombre y la dirección personal de alguien que murió en un accidente de coche. Recurrían a él para confirmar las historias de los que aseguraban haber mantenido relaciones con famosos. El director de una compañía ferroviaria quiso venderles el cuento de su breve aventura con la modelo Kate Moss. Relató que estuvieron en un hotel del centro de Londres después de que él se pusiera a hablar con ella en el bar. Pasaron la noche juntos, dijo, y, cuando se despertó a la mañana siguiente, encontró una nota escrita por ella, en la que le pedía que se vieran otra vez si él volvía a la ciudad y le dejaba su número de móvil. Mulcaire engañó a la compañía telefónica y descubrió que, efectivamente, ese había sido en su día el número de Kate Moss, pero que ya no estaba en uso. Al final, el hombre confesó que se lo había inventado todo, y entonces, para castigarlo, recurrieron a Mulcaire para que encontrara la dirección de su casa y su número de fijo y llamaron a su mujer para que comentara la relación de su marido con Kate Moss.

Todas las historias que permitieron a Coulson conseguir el premio al Periódico del Año se basaban en los buzones de voz interceptados por Glenn Mulcaire. Espió a Sven-Göran Eriksson para poner al descubierto la aventura del seleccionador de Inglaterra con una secretaria, Faria Alam. Espió al futbolista David Beckham para sacar a la luz su aventura con su asistente personal, Rebecca Loos. Por muchas veces que Beckham cambiara de número, por muchas tarjetas SIM que endosara al teléfono, Mulcaire seguía escuchando sus mensajes. Llegado cierto punto, aseguraba Mulcaire, Beckham contrató una carísima agencia de seguridad para asegurarse de que sus teléfonos estaban protegidos, y, según Mulcaire, una hora más tarde había logrado burlar la protección.

Interceptó mensajes grabados por el entonces ministro de Interior, David Blunkett, lo que alentó a Greg Miskiw, que por lo general era sumamente reservado, a alardear ante sus colegas de que, si podían escuchar el buzón de voz del ministro que era responsable directo de los Servicios de Seguridad, seguramente podían escuchar el de cualquiera. Después de salir airoso el año anterior, cuando el periódico desveló la relación de Blunkett con Kimberly Quinn, Mulcaire lo estaba espiando otra vez, en busca de los detalles de una supuesta relación del político con una exagente inmobiliaria llamada Sally Anderson, relación que, en realidad, no tenía ningún componente sexual. Espió a Sally Anderson. Y a su padre. Y a su hermano, y también a su pareja, a su exnovio, a su abuela, a su tía, a su madre, a su primo, a una amiga íntima, a su osteópata y a dos de los asesores especiales de Blunkett.

En mayo de 2005 Ian Edmondson se estaba impacientando por conseguir la historia de Gordon Taylor que Miskiw prometía entregar desde hacía meses. Los mensajes internos muestran que durante el mes de abril Edmondson había intentado hacerse con ella enviando a una reportera, Laura Holland, a que espiara a Taylor en la ceremonia de entrega de premios de la Asociación de Futbolistas Profesional en Park Lane, por si se presentaba de la mano de Jo Armstrong. No consiguió nada (también les encargaron a ella y a un fotógrafo que frotaran los baños para ver si podían encontrar restos de cocaína). Mulcaire había tratado de acceder a la cuenta bancaria de Taylor por si aportaba alguna novedad. No fue así. De modo que Edmondson pidió la intervención de Neville Thurlbeck, reportero jefe, varias veces premiado, héroe de las primicias sensacionalistas, un tipo bastante poco común.

Thurlbeck, que tenía entonces cuarenta y tres años, se crió en Sunderland, una sencilla y cruda ciudad del nordeste de Inglaterra, pero se fue forjando la imagen de ensueño de un anticuado ultraconservador. Estaba obsesionado con los años treinta. Le gustaba llevar tirantes y chaquetas de tweed con un pañuelo cuidadosamente colocado en el bolsillo superior. Se enorgullecía al decir a sus colegas que nunca había llevado vaqueros. Hablaba de su mujer con un tono igual de conservador, alardeando de no haber planchado una camisa en toda su vida. Era fan de George Formby y decía que, como él, tocaba el ukelele. Conducía un Mercedes y consideraba deplorables a los sureños que creían razonable gastarse millones en vivir en adosados victorianos, que para él eran chabolas, y se empeñó en encontrar su propia casa unifamiliar en Surrey, construida, cómo no, en los años treinta. Y sin embargo, bajo esa imagen estirada y algodonosa, había un implacable as del sensacionalismo.

Se hizo famoso —y ganó cuatro premios distintos por la primicia del año— en 2000 por airear la vida privada del par conservador y novelista Jeffrey Archer. Pero ya era conocido por haberse puesto en evidencia mientras trataba de demostrar que una pareja naturista de Dorset, Bob y Sue Firth, ofrecía servicios sexuales a los clientes de su casa de huéspedes. Sin darse cuenta de que sus intentos de convencer a la pareja de que mantuvieran relaciones sexuales delante de él los había hecho sospechar tanto que habían decidido grabarlo en secreto, se desnudó para hacerse pasar por un naturista como ellos y después se entregó subrepticiamente a un acto que le granjeó el apodo de Onan el Bárbaro. A pesar de permitirse muy a menudo el gusto de gastarse el dinero de la compañía en los restaurantes y hoteles más caros, Thurlbeck había ido ascendiendo en el escalafón hasta convertirse en director de información a las órdenes de Greg Miskiw, entre 2001 y 2003, y entonces ya era reportero jefe, el hombre que hacía las grandes historias.

El 9 de mayo de 2005, Thurlbeck recibió la transcripción de los mensajes del buzón de voz de Gordon Taylor que había copiado aquella secretaria en Manchester tres meses antes. Tardó un tiempo entrar en acción. Acababa de sacar a la luz que el comentarista de fútbol en televisión Andy Gray había roto con su novia. También Gray era víctima de las escuchas de Mulcaire y de varios periodistas de News of the World. Era un objetivo fácil: cuando estaba comentando un partido de fútbol en directo, sabían que no podía contestar el teléfono, así que marcaban su número y escuchaban su buzón de voz. Más tarde, antes de empezar a trabajar en lo de Gordon Taylor, Thurlbeck fue enviado a Australia a cubrir el tratamiento médico supuestamente confidencial de Kylie Minogue, a la que habían diagnosticado cáncer de mama. Thurlbeck entregó un extenso artículo desde Melbourne, con citas de su hermano menor, Brendan, «hablando con un amigo de la familia». Brendan Minogue y su hermana, Dannii, estaban siendo espiados por Mulcaire.

En junio, justo cuando Thurlbeck empezaba a trabajar en serio en la historia de Taylor, se produjo un cambio muy significativo en News of the World: Greg Miskiw dejó el periódico. El control sobre Mulcaire, que con tanta astucia había gestionado Miskiw, pasó entonces a Ian Edmondson, que estaba encantado de acoger al investigador, pero que actuaba con muchísima menos sutileza. Empezó a recurrir a Mulcaire para objetivos muy sensibles, como el especialista en relaciones públicas Max Clifford, que hacía de correa de transmisión de las historias de los protagonistas de los escándalos sensacionalistas; periodistas y directores de periódicos rivales, incluida Rebekah Brooks, de The Sun; George Osborne, el más estrecho aliado político de David Cameron, que se convirtió en líder de los conservadores en octubre de 2005; y la familia del primer ministro laborista, Tony Blair. Mulcaire llegó incluso a espiar a periodistas de News of the World, entre ellos a Andy Coulson, y a un comentarista de fútbol, James Fletcher, por si estaba al corriente de los chismorreos sobre la vida privada de algunos jugadores famosos. Se celebró una gran fiesta de despedida para Miskiw en Londres. Glenn Mulcaire estaba invitado, y se codeó con reporteros, con directivos y con Andy Coulson, que más tarde aseguraría no haber visto nunca al investigador.

Edmondson ansiaba desesperadamente la historia de Gordon Taylor. El lunes 27 de junio hizo intervenir a Derek Webb, que reservó un hotel en Manchester y empezó a seguir a Taylor, a observar sus encuentros con Jo Armstrong, sin descubrir en ellos el menor matiz sexual, y a transmitir que, al parecer, la historia no era cierta. Edmondson se negó a abandonar el caso. El miércoles 29 de junio, Glenn Mulcaire proporcionó nuevas grabaciones de mensajes de los teléfonos de Taylor y Armstrong. Los transcribieron y, esa tarde, un reportero de Londres, Ross Hindley, envió por correo electrónico la transcripción de treinta y cinco mensajes a Mulcaire para que este se los pudiera pasar a Neville Thurlbeck. «Hola —escribió Hindley en un mensaje que se convertiría en una prueba central del desenmascaramiento de News of the World—. Esta es la transcripción para Neville».

Dos días después, el viernes 1 de julio, Edmondson envió a un fotógrafo a Manchester para que tratara de hacerse con una instantánea de Taylor con Armstrong. Derek Webb estaba en un restaurante muy pijo situado en un quinto piso, mirando cómo comían sus dos objetivos, cuando el fotógrafo lo llamó para decirle que había llegado a la ciudad. Webb le dijo dónde estaba y, pocos minutos después, vio con espanto cómo el fotógrafo entraba en el restaurante y se sentaba a su lado. Taylor y Armstrong no se dieron cuenta. Y, por pura casualidad, tampoco se dieron cuenta de que el fotógrafo se iba al fondo del restaurante, se daba la vuelta y disparaba descaradamente la cámara varias veces en dirección a ellos. Pero otro cliente sí que se dio perfecta cuenta de lo que estaba pasando, y cuando el fotógrafo se encaminó a la salida y tuvo que esperar al ascensor, el cliente observador fue a avisar a Gordon Taylor y señaló al fotógrafo y a Derek Webb, que estaba claramente relacionado con él.

Taylor se enfureció y fue en busca del fotógrafo, aunque, por muy poco, no consiguió alcanzarlo, pues llegó el ascensor y se lo llevó abajo. Taylor lo siguió. Webb los siguió a los dos, deteniéndose en el ascensor para cambiarse de abrigo y ponerse un sombrero antes de llegar a la calle y ver cómo Taylor se enfrentaba con el fotógrafo, y cómo un policía que pasaba por allí se vio obligado a intervenir en el incidente.Aquella tarde, Edmondson encargó a tres fotógrafos y a dos reporteros más que se sumaran a Thurlbeck para tratar de hacerse con aquella historia para la edición de ese domingo. Thurlbeck, con su estilo habitual, reservó un hotel con muchísimo encanto en medio del campo a las afueras de Manchester. El sábado por la mañana, el equipo se dividió y salieron a realizar careos simultáneos con Jo Armstrong, el hijo de Gordon Taylor y el propio Taylor. Fue un desastre. Jo Armstrong dijo que la historia no era cierta, el hijo de Taylor mandó a la mierda al reportero, y Thurlbeck, que se pegó un buen rato tomando su copioso desayuno, se presentó demasiado tarde ante la puerta de Taylor, se enteró de que se había ido a la ciudad y acabó persiguiéndolo por un centro comercial, después de lo cual Taylor lo mandó a la mierda también a él.

La historia era falsa. Había muerto. O, al menos, eso es lo que pensaron en ese momento los de News of the World. Sin que ellos lo supieran, Gordon Taylor decidió avisar a su abogado, Mark Lewis. Lewis escribió al veterano abogado de empresa de News of the World, un hombre de aire relajado y encantador llamado Tom Crone, que había sacado el título de abogado litigante antes de trabajar para News International, donde trataba de evitar calumnias y desacatos al tribunal y lidiaba con las consecuencias en caso de no conseguirlo. Crone contestó por carta a Lewis, diciéndole que no saldría ningún artículo y que aquello no era más que una legítima investigación periodística.

En aquella redacción sin limitaciones, había una cosa que no se toleraba: el fracaso. Eso constituía un problema para Clive Goodman, que trabajaba para News of the World desde 1986. Era corpulento, pedante y talludito, y su carrera estaba enterrada en la arena.

Después de ser durante años especialista del mundo rosa y de la vida de la familia real, se había quedado sin contactos y empezaba a quedarse sin vigor. En 2005, tenía el presuntuoso título de director de realeza, un reloj de bolsillo, su propia oficina y no muchas esperanzas. Los compañeros en el bar bromearon una vez diciendo que era como la llama eterna, porque nunca desaparecía.

Clive Goodman hacía todo lo posible por tener éxito. Escribía correos a Coulson de tanto en tanto diciendo que necesitaba dinero para pagar a policías que trabajaban en los palacios reales, añadiendo a veces una línea para señalar que aquello era delito. Coulson solía acceder, el pago se registraba en los papeles internos con nombres falsos de los contactos de Goodman, y el dinero se servía en efectivo a través de la red de oficinas gestionada por la agencia de viajes de Thomas Cook.

Goodman también recurría a las habilidades de Glenn Mulcaire, que llevaba espiando por su cuenta a pequeña escala desde enero de 2005, usando un par de números de teléfono y un par de códigos PIN de trabajadores de la Casa Real que Greg Miskiw le había proporcionado. Pero en agosto, Coulson se lo llevó a comer y le dijo que tenía que encontrar nuevas formas de conseguir historias sobre los príncipes Guillermo y Harry... y Goodman sabía cómo hacerlo. Años más tarde afirmaría que fue idea de Mulcaire, que el espía estaba preocupado porque su contrato se iba a recortar y que por eso estaba buscando un acuerdo paralelo añadido. Mulcaire asegura que nunca quiso hacer eso, porque era peligroso y él estaba bajo presión. Fuera cual fuera el origen, el resultado fue que Goodman accedió a encontrar dinero para poner en marcha una operación especial —la llamaban «Proyecto Bumblebee»— para rastrear sistemáticamente los buzones de voz de la familia real y de sus empleados. Goodman resucitaría su carrera. Mulcaire ganaría algo de dinero extra. Durante un par de meses, el investigador empezó a recopilar números de teléfono y códigos PIN de la realeza, dando a entender bastante claramente a Goodman que estaba recibiendo ayuda de una fuente secreta del Servicio de Seguridad.

El único problema que había en el plan de Goodman era Ian Edmondson, que había logrado dejar a un lado a Jimmy Weatherup y hacerse con el control exclusivo de la sección de información. Con Miskiw fuera de escena, Edmondson hacía uso del arma secreta para conseguir gran cantidad de historias (y haciendo que el departamento de opinión, su rival, pareciera tan débil que uno de sus redactores, Dan Evans, ya estaba pinchando teléfonos a todas horas, a la misma escala que Mulcaire, en un intento de no quedarse atrás). Goodman tenía pocas posibilidades de conseguir acceso directo a Mulcaire por su cuenta. Pero tenía la solución. Simplemente puentearía a Edmondson. El 25 de octubre, Goodman fue a ver al director. Coulson era cauteloso. No tenía problemas en infringir la ley o invadir la privacidad de la Casa Real, pero sufría la incesante presión de los gestores de Murdoch para que recortara en gastos editoriales. Sin embargo, si aquello funcionaba, podía incrementar las ventas del periódico y salir rentable. Coulson accedió a que, durante un periodo de prueba de tan solo cuatro semanas, Mulcaire recibiera quinientas libras extra a la semana para espiar los buzones de voz de la Casa Real.

Todos ellos sabían que aquello era muy arriesgado desde el punto de vista legal. Y estuvieron de acuerdo en hacer un esfuerzo especial por mantenerlo en secreto. Pactaron que los pagos a Mulcaire se le enviarían bajo un nuevo nombre falso, David Alexander, con una dirección de recogida que no pudiera relacionarse con él, en Chelsea, en el centro de Londres.

El 26 de octubre, Mulcaire envió un correo electrónico a Goodman —asunto «Bumblebee»— con detalles de catorce números de la Casa Real a los que podía acceder, en el que añadía «¡Guardar carpeta segura!». A partir de aquella tarde, los dos se dedicaron a interceptar sistemáticamente buzones de voz de palacio, Stuart Kuttner firmaba pagos a «David Alexander», y, siguiendo el patrón establecido, Goodman encargaba a Derek Webb que verificara la información obtenida siguiendo en secreto a objetivos de la realeza. Webb reconoció que no era fácil, pero encontró una solución: merodeaba por los alrededores de los palacios y las casas de la familia real, anotando la descripción y la matrícula de los vehículos de protección policial y después, cuando los escoltas seguían a sus protegidos, Webb seguía a los escoltas.

La cosa estaba funcionando, pero, por lo general, solo generaba historias menores, que Goodman prefería publicar en su columna diaria, bajo el pseudónimo de Víbora Negra. El 6 de noviembre de 2005, publicó que el príncipe Guillermo se había desgarrado un tendón de la rodilla jugando al fútbol y había acudido al médico personal del príncipe Carlos para recibir tratamiento. De lo que Goodman no se dio cuenta es de que la rodilla del príncipe se había recuperado y que nunca había ido a ver al doctor: lo único que hizo fue dejar un mensaje en el buzón de voz de uno de sus empleados, diciendo que le gustaría ver al médico. Una semana después, Víbora Negra publicó otra historia menor sobre el director de información política de Independent Television News (ITN), Tom Bradby, que había prestado un equipo de edición portátil al príncipe Guillermo. Goodman dejó un rastro falso en la historia, dando a entender claramente que había obtenido esa información de una fuente de ITN. Lo que él no sabía era que Bradby no se lo había dicho a nadie de ITN, aparte de a su secretario, en quien confiaba. Lo único que hizo fue dejar un mensaje en uno de los teléfonos de la familia real.

Lo que tampoco sabían Goodman y Mulcaire era que aquellos indicios de su actividad estaban siendo tan llamativos y tan claros que la Casa Real había presentado una queja ante el jefe del equipo de policía del Palacio de Buckingham, y este la había transmitido al equipo especializado de operaciones de la Policía Metropolitana, que decidió emprender una investigación.

Concluyeron las cuatro semanas de período de pruebas, y Goodman suplicó a Coulson el pago de un mes más, pero en febrero de 2006 las preocupaciones presupuestarias del director habían aumentado tanto que dio instrucciones a Stuart Kuttner para que dejara de abonar a Glenn Mulcaire la cuota fija por los asuntos de la realeza y empezara a pagarle solo cuando ofreciera resultados. Goodman hizo lo que pudo para reclamar elevados honorarios por cada una de las historias que encontraba el investigador, pero, en su afán por lograr del éxito, ambos se volvieron un tanto temerarios. Para entonces, la policía ya les estaba siguiendo la pista.

El 9 de abril de 2006, Goodman publicó una historia junto con Neville Thurlbeck sobre una disputa entre el príncipe Harry y la que era entonces su novia, Chelsy Davy, después de que él acudiera a un bar de bailarinas. Bajo el titular «Chelsy pone a Harry de vuelta y media»*, no solo se hacía eco del argumento, sino que citaba una versión deliberadamente imprecisa de un mensaje que había dejado en el buzón de voz de Harry su hermano el príncipe Guillermo, en el que imitaba la voz de Chelsy Davy. Una semana más tarde, el 18 de abril, Goodman sacó en primera plana una noticia sobre la borrachera del príncipe Guillermo después del desfile de graduación de su hermano en la academia militar de Sandhurst. Goodman estaba feliz. Mulcaire estaba feliz: le dieron 3.000 libras por su trabajo. Pero la historia tropezó con los cables trampa colocados en el Ejército y en palacio, al reproducir con total precisión una queja que había presentado el jefe de Sandhurst, el general Andrew Ritchie, ante el secretario privado del príncipe Harry, Jamie Lowther-Pinkerton. La queja la había dejado grabada en un mensaje de voz.

Muy poca gente conocía el Proyecto Bumblebee. Pero un montón de gente conocía a Glenn Mulcaire y se daba cuenta de que era un maestro de las artes oscuras. Algunos conocían exactamente las habilidades especiales que podía ofrecer, y o bien las practicaban ellos mismos o veían a otros hacerlo. Hablaban de ello en las reuniones con el director. Se reían de ello en el bar. Algunos sabían que era ilegal. Otros no. Daba igual, siempre y cuando pudieran seguir ocultándolo al resto del mundo. Mulcaire siguió adelante con su trabajo, más atareado que nunca.

La mañana del 8 de agosto de 2006, muy temprano, Goodman y Mulcaire fueron detenidos como sospechosos de interceptar mensajes de voz de la Casa Real. Pocas semanas después, la policía contactó con Gordon Taylor para decirle que habían pinchado su buzón de voz. Taylor se lo contó a Mark Lewis y fue entonces cuando Lewis, como el niño que coge una piedra y provoca un desprendimiento, decidió entablar una demanda.