Prólogo a la edición en castellano
Es un honor para mí que, por primera vez, mi libro El archivo y el repertorio esté disponible en español con Ediciones Universidad Alberto Hurtado. Mis interlocutores siempre han sido académicos, estudiantes, artistas y activistas latinoamericanos, por lo que esta traducción me ofrece una línea de comunicación más directa, un acto más claro de transferencia. Quiero agradecer a mi amiga Diamela Eltit por la conexión, a Beatriz García-Huidobro por su experto ojo editorial, aunado a su humor, a mi colega Anabelle Contreras Castro por su maravillosa traducción, y a Koen de Munter, no solo por incluir este trabajo en la Colección Antropológica, sino también por presentarme el término homo performans en su caluroso prólogo.
A menudo se me ha preguntado, y yo me he preguntado, durante los diez años desde que publiqué el libro en inglés, qué es aquello que ahora le cambiaría o corregiría. Empecemos por el título. El nombre que le pondría sería El archivo y y y y el repertorio. Una de las principales lecturas equívocas de esta obra, a mi parecer, es que el “archivo” y el “repertorio” existan de forma binaria, uno opuesto al otro. El archivo, escribí, “existe en forma de documentos, mapas, textos literarios, cartas, restos arqueológicos, huesos, videos, películas, discos compactos, todos esos artículos supuestamente resistentes al cambio”. El repertorio “requiere de presencia, la gente participa en la producción y reproducción de saber al ‘estar allí’ y ser parte de esa transmisión. De manera contraria a los objetos supuestamente estables del archivo, las acciones que componen el repertorio no permanecen inalterables. El repertorio mantiene, a la vez que transforma, las coreografías de sentido”.
Mi punto central en este estudio, es que los cuerpos (como los textos y otros objetos materiales) también transmiten información, memoria, identidad, emoción y mucho más, que puede ser estudiado o transmitido a través del tiempo. Esos actos de transferencia tienen sus propios códigos, sus propia lógica, sus formas propias de autorreproducirse—pensemos tan solo en los “memes”, que toman un nombre (Ché, Marcos, Allende), un rostro, o una canción y que contienen toda la fuerza de una idea, digamos ‘resistencia’ o ‘revolución’. Los memes pueden llegar a representar todo un movimiento—. Pero, como bien lo repito a lo largo de todo el libro, los archivos y repertorios a menudo trabajan juntos. Las cosas entran y salen de ellos. Como ejemplo, usé las fotografías de hijos desaparecidos que llevan las Madres de Plaza de Mayo puestas sobre sus cuerpos. Las fotos pueden ser archivísticas, pero son performadas (o escenificadas) en la arena pública. El uso político de la foto del desaparecido ha sido, globalmente, una estrategia para visibilizar formas de violencia.
Los diferentes sistemas de transmisión posibilitan maneras diferentes de conocer y ser en el mundo; el repertorio brinda apoyo a la “cognición corporalizada”, al pensamiento colectivo y al saber localizado, mientras que la cultura de archivo favorece el pensamiento racional, lineal, el así llamado pensamiento objetivo y universal, y el individualismo. El surgimiento de la memoria y la historia como categorías diferenciadas parece provenir de la división corporalizado/documentado1. Pero estas formas binarias no son estáticas, ni parte de una secuencia temporal pre/pos, sino procesos activos, dos de varios sistemas interrelacionados y colindantes que participan continuamente en la creación, almacenamiento y transmisión de conocimiento.
En segundo lugar, si escribiera de nuevo el libro ahora, subrayaría que las tecnologías digitales constituyen otro sistema más de transmisión que, rápidamente, está complicando los sistemas de conocimiento occidentales, al plantear nuevas cuestiones en torno a la presencia, temporalidad, espacio, corporalización, sociabilidad y memoria (generalmente asociada con el repertorio), y a cuestiones de derechos de autor, autoridad, historia y preservación (ligadas al archivo). Las bases de datos digitales parecen combinar el acceso a vastos reservorios de materiales que normalmente asociamos con los archivos, y lo efímero de aquello que sucede “en vivo”. Cuando colapsa una página web recordamos la fragilidad de esa tecnología. Aunque lo digital no reemplazará a la cultura impresa, como tampoco lo impreso reemplazó a la práctica corporalizada, las maneras en las que lo digital altera, expande, desafía y afecta de otras formas nuestros caminos actuales de conocer y ser, no han sido completamente enfocadas.
Si el repertorio consiste en actos de transferencia corporalizados y el archivo preserva y salvaguarda la cultura impresa y material—los objetos—, ¿qué decir de lo digital que desplaza a ambos, objetos y cuerpos, en tanto transmite más información, mucho más rápida y ampliamente que nunca antes? Quiero argumentar que la era digital, que posibilita acceso casi ilimitado a la información, se desplaza constantemente, no marca el comienzo de la era del archivo ni simplemente una nueva dimensión de interacción para el repertorio, sino algo bastante diferente, que se nutre de ellos y simultáneamente los altera.
De nuevo, yo insistiría en que lo corporalizado, lo archivístico y lo digital se yuxtaponen, trabajan juntos y se construyen mutuamente. Siempre hemos vivido en una “realidad mixta”. Los aztecas realizaban elaboradas ceremonias intentando reflejar y controlar las fuerzas cósmicas que gobernaban sus vidas. Los feligreses experimentan la sensación de estar en sus cuerpos y, simultáneamente, en presencia de lo divino. Claramente, las tecnologías de lo virtual han cambiado más que el concepto de vivir de forma simultánea en espacios contiguos. Perderse en una obra literaria de ficción, ser atrapado en el “como si” de la performance, o entrar en un estado de trance en el Candomblé, han precedido durante mucho tiempo la experiencia de vivir una realidad alternativa proporcionada por el reino virtual en línea.
Así como paradigmas y prácticas cambian en el almacenamiento y la transmisión de conocimiento, estamos viendo atisbos de la gama de implicaciones—desde las más prácticas (cómo y dónde almacenamos nuestros materiales si queremos preservarlos) hasta las más existenciales (el cambio epistémico altera radicalmente nuestra subjetividad)—. ¿Son esos cambios cualitativos o cuantitativos? ¿Se parece el cambio actual a los últimos (digamos la transición de la cultural oral a la escrita) o el movimiento hacia las tecnologías digitales promulga sus propias y específicas presuposiciones sociales y éticas? ¿Y qué hay de esas comunidades, principalmente las indígenas, que nunca habitaron realmente la cultura impresa pero que combinan lo oral y lo digital para crear lo que Beatriz Preciado llama “cultura oral-digital-tecno-indígena?2
Finalmente, añadiría una cosa más: mi gratitud y amor por Mateo Taylor-Loe y Zoe Taylor-Lowe, mis dos nietos, quienes nacieron después de que este libro fuera originalmente publicado. Ellos incorporaron otra dimensión de transmisión, para mí algo muy real, muy corporal, y un milagro de cada día.
DIANA TAYLOR
New York University