PREFACIO
Quién, cuándo, qué, por qué

De niña, crecí en un pequeño pueblo minero al norte de México donde aprendí que las Américas eran una sola, y que compartíamos un hemisferio. Muchos años después, cuando llegué a los Estados Unidos para doctorarme, escuché que “América” significaba Estados Unidos, que había dos hemisferios, norte y sur, y que, aunque México técnicamente perteneciera al hemisferio norte, a menudo la gente lo relegaba al sur como parte de “América Latina”. Años después, observé en el Atlas del mundo ilustrado, de Rand MacNally (1993), de mi hija, a las Américas divididas en tres, y que México y América Central eran llamadas “Centroamérica”, término que consumaba la distancia lingüística que la formación de la tierra se negaba a justificar. Nunca acepté esos constantes intentos de desterritorialización. Reclamo mi identidad “americana” en el sentido hemisférico del término, lo cual significa que he vivido cómoda, o tal vez incómoda, en varios mundos simultáneos.

Mi carrera académica comenzó en una escuela de una sola aula en Parral, Chihuahua, un pueblo pequeño y polvoriento cuya única fama era que el gran líder revolucionario Pancho Villa había sido asesinado ahí. Era una sala pequeña y pobre, con techo de metal corrugado, reservada para los hijos de los mineros. Mi padre, que se había ido de Canadá a los veintiún años, era ingeniero de minas. Mi madre, una estudiante de Northrop Frye cuya eterna vocación era leer novelas detectivescas, me llevaba a la escuela por un camino polvoriento y lleno de curvas. Nunca supimos en qué nivel estábamos. Mágicamente—nos parecía—pasábamos de primero a segundo y de segundo a tercero. Nunca nos pusieron notas, no había reuniones de padres ni libretas de desempeño escolar. Y de aquella manera, mágica, nos graduamos. Yo tenía entonces nueve años.

Me encantaba mi pueblito, y a todas las personas del lugar las consideraba mis amigas. Don Luis era el dueño de la farmacia, y vivía en el segundo piso de su negocio con su linda esposa, que me invitaba a tomar té. Se rumoraba que eran ricos, dueños de miles de millas de espléndidos campos de amapolas y todo tipo de maquinarias refinadoras, lo cual estimulaba la imaginación local. A su asistente, padre de mi amiga de la escuela, lo encontraron muerto una mañana, descuartizado en pedacitos y colgado de la rama de un árbol dentro de un saco. Se trataba de un tipo de mensaje, entonces indescifrable para mí. Don Jacinto era el recolector de basura que rescataba valiosos tesoros para los niños, como tapas de botellas de soda que escondían premios debajo de los revestimientos del corcho. Doña Esperanza, una mujer indigente, llevaba con ella una maletita de metal llena de piedras para lanzarles a sus múltiples enemigos. Ella confiaba en mí. Nos sentábamos juntas en el puente sobre la rambla seca, con las piernas colgando, y entonces abría la maleta de metal para mostrarme sus piedritas. A cambio, yo sacaba las piedrecitas que había guardado para ella en mis bolsillos. Dos veces al año, los Tarahumaras (el grupo indígena que Artaud tanto admiraba) bajaban de la montaña para comprar provisiones. Nuestros mundos no se tocaban, nunca supe por qué. No hablábamos su idioma y poco sabíamos de su forma de vida. Solo los veíamos ir y venir, lo cual era para mí otra lección sobre lo indescifrable.

Mis padres insistían en que para estudiar yo tenía que salir de ahí. “Irás a un internado en Toronto”, decía mi mamá, “te va a gustar allá, estarás cerca de la abuelita, pero debes aprender inglés”. Eso significaba aprender más que la única palabra que ya dominaba, aunque la forma en que la pronunciaba se expandía con tantas sílabas que me parecía una oración completa: sonofabiche. Recuerdo estar ahí de pie, con mis botas vaqueras, mi falda escocesa de tirantes, mi chaqueta de gamuza café con flecos, y las piedrecitas en los bolsillos. Llevaba las trenzas tan apretadas hacia atrás que apenas podía cerrar los ojos, y mis aretes de tijeras de oro, que se abrían y cerraban, colgaban de mis orejas. Entonces prometí: “Sí, mamá. I learna da inglich”. Así que partí a Canadá, mi segundo hogar según lo anunciado, parte de mis Américas.

Mi abuela arrugó la frente en señal de desaprobación. Detestó las botas, la chaqueta, la cola de caballo, y me recordó que solo los salvajes se perforaban el cuerpo. Me advirtió que mi educación apenas comenzaba. Traté de cambiar el tema y entablar una conversación amable: “Abuelita, ¿cómo va tu cáncer?”.

Durante los cuatro años de internado tuve que aprender nuevos idiomas. No solo inglés, francés y latín, que eran también obligatorios, sino que dos veces al día tenía que participar en el ritual de rezar salmos anglicanos. En respuesta a la obligación de donaciones semanales, llenaba de botones la caja de las ofrendas, por lo que luego tenía que sujetar mi falda a la chaqueta con alfileres de gancho. Tuve que esconder a mi Virgen de Guadalupe plástica en una caja detrás de la cómoda. Y también tuve que aprender un nuevo lenguaje corporal: desapareció el atuendo del salvaje oeste y en su lugar se instalaron la chaqueta, la corbata, la falda gris, la blusa blanca abotonada, los zapatos Oxford y las medias hasta la rodilla. Aprendí a comer sentada bien derechita, con un libro sobre la cabeza y un diario doblado bajo cada brazo. Me cortaron el pelo y mis aretes dorados de tijeras que se abrían y cerraban desaparecieron para siempre. Mi cuerpo, mi cabeza, mi corazón y mi lengua estaban bajo entrenamiento, y cada uno de mis pequeños actos de resistencia, inspirados por mi héroe Pancho Villa, se enfrentaban a la máquina disciplinaria. Mis castigos adquirieron tal regularidad que se volvieron parte de mi rutina semanal: a las seis de la mañana tenía que dar veinte vueltas alrededor del colegio corriendo, los fines de semana mientras el resto de las niñas dormía. Mis profesores me golpeaban con cepillos de pelo, me obligaban a masticar aspirinas, y trataron de enseñarme a hilar para que me quedara quieta. La meta, me informó la directora, era convertirme algún día en una respetable anglodama, digna compañera de lo mejor y más brillante de Canadá.

Me encanta reportar que, al menos para mí, el entrenamiento fracasó rotundamente. Sin embargo, cuando regresé a casa con catorce años—esta vez en ciudad de México—si bien sabía que no era canadiense ya no me sentía totalmente mexicana. Como ciudadana de las Américas no era/soy un feliz sujeto del NAFTA, un producto de los mercados “libres” y las zonas culturales. En un mundo codificado en términos de “primer mundo” y “tercer mundo”, “blancos” y “morenos”, “nosotros” y “ellos”, yo no era parte de ellos ni tampoco del nosotros. Ni anglicana ni católica. Irónicamente, quizás, todo esto me llevó a identificarme con todas las cosas (¿antes que con nada?) y, aunque eso suene como si fuera lo mismo, el espíritu subyacente está lejos de ser nihilista. Me desbordé de identificaciones: blanca y morena, anglo e hispanoparlante, anglicana y católica, nosotros y ellos. Mi subjetividad era un enredado exceso, llena de jalones, presiones y placeres. Aún hoy sigo encarnando esos tirones a través de una serie de prácticas conflictivas y tensas.

Dado que me ha sido imposible separar mis compromisos académicos y políticos del enigma de quién soy, los ensayos de este libro reflejan una amplitud de tono e intervención personal en las discusiones. En particular, los tres primeros capítulos mapean las cuestiones teóricas que alimentan el resto: ¿Cómo transmiten la memoria y la identidad cultural los comportamientos expresivos (performance)? ¿Podría una perspectiva hemisférica ampliar los escenarios restrictivos y los paradigmas puestos en marcha por siglos de colonialismo? A pesar de que las implicaciones teóricas no son menos urgentes, el tono de los capítulos subsecuentes se vuelve cada vez más personal. En tanto mis reflexiones surgen desde mi propio papel de participante o testigo de los eventos que describo, me siento interpelada a reconocer mi involucramiento y mi sentido de urgencia, pues, como argumentaré en este libro, aprendemos y transmitimos conocimiento a través de las acciones encarnadas, los agenciamientos culturales y las elecciones que hacemos. Para mí, la performance funciona como una episteme, una forma de saber, y no como un mero objeto de análisis. Al posicionarme como una actora social más en los escenarios que analizo, espero situar mi propia investidura personal y teórica en cada uno de los argumentos. Elegíno suavizar las diferencias en el tono sino, más bien, dar voz a las tensiones entre quien soy y lo que hago.

Escribí este libro durante los cinco años en los que me desempeñé como directora del departamento de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York, y este refleja muchas de las conversaciones que tuvimos alrededor de la extraña y tambaleante mesa, en forma de media luna, de la sala que llamábamos “la pecera”. ¿Cómo definiríamos performance? ¿Qué incluiríamos en un curso de introducción a los Estudios de Performance? ¿Debían los Estudios de Performance—definidos por algunos de nosotros como posdisciplinarios, por otros como interdisciplinarios, y por otros como antidisciplinarios o predisciplinarios—tener un canon? ¿Quién lo definiría? ¿Cómo pensar la performance en términos históricos, si el archivo no es capaz de captar y contener el evento en vivo? Me parece oír esos debates todavía: Fred Moten resistiéndose a cánones de cualquier tipo, mientras que Bárbara Kirshenblatt-Gimblett trataba de organizar las listas de exámenes del área. Richard Schechner y Peggy Phelan debatían alrededor de si se podía hablar de una “ontología” del performance, mientras Bárbara Browning, José Muñoz y André Lepecki se unían al combate desde distintos frentes. Con Ngugi wa Thiongo, una presencia siempre serena, hablábamos de ofrecer un curso sobre políticas del espacio público, o de derechos lingüísticos. Ahí nos sentábamos todos juntos, profesores y a menudo estudiantes, venidos de diferentes áreas académicas y experiencias personales, para aportar de manera diversa a cada uno de los temas. Una de las cosas que más me gustaba de nuestras conversaciones era que nunca llegábamos a estar totalmente de acuerdo y, hasta el día de hoy, aún no logramos formular una postura clara o una línea departamental uniforme. La apertura y el carácter multívoco de los Estudios de Performance son un desafío administrativo (¿cómo diseñar un currículum significativo o una lista de lecturas para los exámenes?), pero ello demuestra, en mi opinión, la mayor promesa del campo. No importando desde dónde nos posicionemos en relación a otras disciplinas, tenemos cautela con respecto a los límites disciplinarios que excluyen conexiones y áreas de análisis. Entonces, hemos seguido dialogando y, aunque las personas alrededor de la mesa cambien, las conversaciones continúan. Es inevitable que estos debates resuenen en el libro, no porque mis colegas y estudiantes sean mis lectores ideales, sino porque han sido mis interlocutores cercanos durante mi proceso de escritura.

Como especialista en Estudios “Latino/americanos”1 ciertas preguntas adquirieron una especial urgencia. ¿Es la performance eso que desaparece o eso que persiste, transmitido a través de un sistema no archivístico de transferencia, que yo he llamado el repertorio? Mi libro Disappearing Acts ya se ocupaba de las políticas de la desaparición: las ausencias forzadas de personas, perpetradas por la dictadura militar argentina, y la paradójica omnipresencia de los “desaparecidos”. Mi compromiso académico y político con estos temas siguió en el Instituto Hemisférico de Performance y Política, un consorcio que organicé y dirigí durante ese mismo periodo [http://institutohemisferico. org]. Académicos, artistas y activistas de todas las Américas trabajamos juntos anualmente en encuentros (festivales y grupos de trabajo de dos semanas), por medio de cursos para posgrados interdisciplinarios y grupos de trabajo virtuales, para explorar el modo en que la performance transmite memorias, produce manifiestos políticos y expresa el sentido de identidad de un grupo. Las implicaciones políticas del proyecto eran evidentes para todos nosotros: si la performance no era capaz de transmitir conocimiento, entonces solo los letrados y poderosos podrían reclamar para sí memoria e identidad social.

Así, este libro establece mi intervención personal en dos campos: los Estudios de Performance y los Estudios Latino/americanos (Hemisféricos), intentando poner en diálogo estas dos áreas. ¿Cómo expande cada área lo que podemos pensar en la otra? ¿Cómo puede ayudarnos la preocupación de los Estudios de Performance, por los límites disciplinarios, a desestabilizar las formas en las que se han constituido los Estudios “Latinoamericanos” en los Estados Unidos? Al igual que los otros estudios de área, los Estudios Latinoamericanos son fruto de los esfuerzos del gobierno de los Estados Unidos hizo, durante la Guerra Fría, para promover la “inteligencia”, la competencia lingüística y la influencia en los países del sur. Por ello, tienden a mantener un foco unidireccional del norte hacia el sur, en el que el analista estadounidense se posiciona en el lugar del observador que no es visto ni examinado. Los Estudios Hemisféricos tiene el potencial de contrarrestar los Estudios Latinoamericanos de mediados de siglo XX y la corriente a favor del NAFTA de la última mitad del siglo XX, al explorar las historias del norte y el sur como profundamente entrelazadas. Nos permiten conectar historias de conquista, colonialismo, esclavitud, derechos indígenas, imperialismo, migración y globalización, por mencionar algunos temas, a lo largo de las Américas. La circulación en las Américas incluye el tráfico militar de personas, armas, drogas, “inteligencia” y experticias. E incluye también la industria cultural: televisión, cine, música. Incluye prácticas relacionadas con lenguas, prácticas religiosas, comida, estilos y performances encarnadas. Si, no obstante, quisiéramos reorientar la forma tradicional de estudiar la memoria social y la identidad cultural en las Américas, con el énfasis disciplinario en los documentos literarios e históricos, y miráramos a través de la lente de comportamientos encarnados y performáticos, ¿qué podríamos saber que ya no sepamos? ¿Cuáles serían las historias, memorias y luchas que se harían visibles? ¿Cuáles tensiones podrían mostrarnos los comportamientos performáticos que no fuesen reconocidas en textos y documentos?

De manera recíproca, los Estudios “Latinoamericanos” (al igual que otras áreas de estudio) tienen mucho que ofrecer a los Estudios de Performance. Los debates históricos acerca de la naturaleza y el papel de la performance en la transmisión de memoria y saber social —que yo rastreo en la Mesoamérica del siglo XVI—nos permiten pensar la práctica encarnada con un marco más amplio, que complejiza concepciones aún prevalecientes. Los Estudios de Performance, debido a su desarrollo histórico, reflejan la conjunción de la antropología, los Estudios Teatrales y las artes visuales de los años sesenta. Asimismo, reflejan una postura predominantemente de habla inglesa y primermundista, pues la mayor parte de la producción académica en el campo ha surgido en los Estados Unidos, Inglaterra y Australia. Sin embargo, no hay nada del campo que sea inherentemente occidental o necesariamente vanguardista. La metodología que asociamos a los Estudios de Performance puede y debe revisarse constantemente al entrar en debate con otras realidades regionales, políticas y lingüísticas. Así, aunque cuestione el provincialismo de parte de algunas personas en los Estudios de Performance, no estoy sugiriendo que simplemente ampliemos nuestras prácticas analíticas a áreas “no occidentales”. Antes bien, propongo un compromiso real entre dos campos que se pueden repensar mutuamente.

Las performances encarnadas siempre han tenido un papel central en la conservación de la memoria y la consolidación de identidades en sociedades alfabetizadas, semialfabetizadas y digitales. No todos llegamos a la “cultura” o a la modernidad a través de la escritura. Creo que es imperativo mantenernos reexaminando las relaciones entre las performances encarnadas y la producción de conocimiento. Podríamos enfocarnos en prácticas pasadas, consideradas por algunos ya desaparecidas; podríamos dedicarnos a las prácticas contemporáneas de grupos a menudo ignorados por considerarse “atrasados” (comunidades indígenas y marginadas). O bien, podríamos explorar la relación que tienen las prácticas encarnadas con el conocimiento, al estudiar el modo en que los jóvenes de hoy aprenden a través de las tecnologías digitales. Si se dice que los pueblos sin escritura han desaparecido sin dejar rastro, ¿cómo pensar el cuerpo invisibilizado online? Es difícil reflexionar en torno a las prácticas encarnadas estando al interior de sistemas epistémicos desarrollados por el pensamiento occidental, en donde la escritura ha sido constituida como garante absoluto de la existencia misma.

Este libro es intensamente personal también en otro sentido. El 27 de enero del año 2001, mis mejores amigos Susana y Half Zantop fueron brutalmente asesinados por dos adolescentes en su casa en Nuevo Hampshire. Era sábado por la tarde, Susana estaba cocinando el almuerzo, Half descansaba haciendo algunas tareas caseras. Y de repente, de la nada… Un poco después, ese mismo año cuando venía saliendo del gimnasio, vi calle abajo el World Trade Center en llamas. Un avión se estrelló contra él, me dijo alguien en la calle, así, de la nada… El terror de esos hechos nos afectó profundamente. Durante los días en que escribía este libro, el mundo cambió para mí y para quienes amo. Dedico este trabajo a Susana y Half, quienes no sobrevivieron al horror. Pero también lo dedico a quienes sí sobrevivieron: sus hijas Verónika y Mariana, mi esposo Eric Manheimer, nuestros hijos Alexei y Marina, y mi hermana Susan. Todavía estamos luchando por aprender a vivir en este nuevo mundo, tan extraño.

Quiero agradecer a mis amigos más cercanos que me han dado sustento con su amor y sus conversaciones durante este periodo y en años pasados. Algunos son mis interlocutores diarios, ya sea en el baño de vapor, en el gimnasio, en el bar de sushi o en el café, y siento su presencia en todo este trabajo: Marianne Hirsch, Richard Schechner, Barbara Kirshenblatt-Gimblett, Leo Spitzer, Sylvia Molloy, Lorie Novak, Faye Ginsburg, José Muñoz, Una Chaudhuri, Mary Louise Pratt, y Fred Myers. Hay otros que veo menos pero son una presencia muy cercana, y hasta me parece escuchar sus comentarios ya antes de que les hable: Doris Sommer, Agnes Lugo-Ortiz, Mary C. Kelley, Silvia Spitta, Rebeca Schneider, Jill Lane, Leda Martins, Diana Raznovich, Luis Peirano, Annelise Orleck, Alexis Jetter y Roxana Verona. ¿Qué haría sin mi familia y mis amigos? Esa es una pregunta que nunca quiero tener que responder.

También agradezco a aquellos que me han ayudado de otras maneras. David Román me alentó para que escribiera un comentario corto, acerca de la tragedia, para un número especial del Theatre Journal que él estaba editando. Esa invitación me hizo escribir de nuevo después del 11 de septiembre, e inspiró el capítulo final de este libro. Quiero agradecer también a mis maravillosos estudiantes y asistentes en NYU, todos mis compañeros estudiosos del horror, especialmente a Alyshia Galvez, Marcela Fuentes, Shanna Lorenz, Karen Jaime y Fernando Calzadilla.

Karen Young y Ayanna Lee, del Instituto Hemisférico de Performance y Política, hicieron que cada día fuese más amable. Ken Wissoker, Christine Dahlin y Pam Morrison de Duke University Press me brindaron apoyo constante.

Como indica la Figura 2 de este estudio (p. 64), la producción de conocimiento es siempre un esfuerzo colectivo, un ir y venir de conversaciones que producen múltiples resultados. El informante de habla nahuatl le cuenta su historia al escribano nahuatl, quien luego se la entrega al traductor para que este se la transmita, a su vez, al escribano en español, quien después se la contará al fraile español, el receptor oficial, organizador y transmisor del documento escrito. Este último entrega, a su vez, su versión, que hará el camino de vuelta hasta llegar al informante nahuatl. El documento también llegará al espacio público, donde será debatido con múltiples posturas: desde la desaprobación absoluta hasta la más profunda gratitud. Se trata de una danza de idas y vueltas. Las versiones cambian con cada transmisión, y cada una crea nuevos deslices, equívocos y nuevas interpretaciones que resultarán ser una suerte de nuevo original. En este estudio, yo también escribo a partir de lo que he recibido de otros, e intento contribuir al debate devolviéndolo al espacio público para que la discusión continúe. Los deslices y errores son, por supuesto, solo míos.