Agatha pantha

 

Durante su matrimonio, Agatha Pantha había tratado de evitar en la medida de lo posible el cuerpo desnudo de su marido. Parecía un saltamontes, seco y encorvado. Sus huesos parecían sorprendidos de estar allí, transparentándose a través de su piel como si buscaran una salida. En su noche de bodas, cuando él le bajó la cremallera del vestido con manos húmedas, con esa torpeza que pronto convertiría en insoportablemente familiar, ella le vio el pene, que relucía a la luz de la luna como una espada desenvainada. Agatha había comprendido entonces por qué su marido caminaba siempre como si lo empujaran por detrás. Tenía un pene exageradamente grande en comparación con el resto del cuerpo. Durante el acto sexual, él se desnudó y le mostró su cuerpo como si hiciera un truco de magia. Agatha lo miró con ojos nublados, como tratando de que su cuerpo se fundiera con las paredes. Él lo había interpretado como su Mirada Sensual, la mirada que practicas ante el espejo para el momento en que sospechas que existe algo como el sexo.

Cuando el acto se hubo consumado y él se dirigió hacia el baño, Agatha se tapó con el edredón hasta la barbilla e imaginó que el pene de su marido se balanceaba de una pierna a otra al andar, como un orangután que avanza por la selva balanceándose de un lado a otro. Mientras yacía en la cama, esperando a que él regresara, no se sentía sorprendida, conmocionada ni furiosa, sino tan sólo decepcionada. Decepcionada de que a la Humanidad no se le hubiera ocurrido nada mejor que hacer que un hombre la montara a trompicones, subido encima de ella como una guarnición de espinacas.

Agatha se acordaba de cuando se enteró de que todos los hombres tenían unas monstruosidades colgando entre las piernas. A partir de entonces estuvo varios meses sin poder mirar a un hombre. El mero hecho de saber que existían tantos penes ocultos en el mundo la inquietaba. No comprendía cómo podían vivir las otras mujeres en un mundo así. Se sentía acorralada, atrapada. Los hombres con los que se cruzaba en la calle la saludaban diciendo «buenos días» con un tonillo de suficiencia insoportable, y Agatha clavaba la vista en el suelo, pensando: «Tiene pene, tiene pene, tiene pene».

Más tarde, sin embargo, al observar que el pene de su marido se entristecía con la edad, como les ocurre a todas las criaturas, Agatha fue capaz de mirar a los ojos a los hombres con los que se cruzaba en la calle. «Buenos días», respondía cuando la saludaban, con mirada firme y labios serenos. Pero pensaba: «Me dais lástima, tú y tu pene moribundo».

La progresiva tristeza que experimentaba el pene de Ron fue el primer indicio que tuvo Agatha de que su marido envejecía. El segundo fue cuando observó que tenía unos pelos en las orejas, que se movían agitados por el viento como manos de personas a punto de ahogarse. Observó impotente como el pelo de su marido empezaba a desaparecer de un lugar de su cuerpo para reaparecer en otro. El tercer indicio fue un ictus que hizo que Ron perdiera la sensibilidad en la pierna izquierda. Cuando caminaba tenía que agarrarse el muslo y arrastrar la pierna junto a él.

Hop, arraaastra. Hop, arraaastra. Hop, arraaastra.

El cuarto fue el catéter de plástico que Ron solía guardar en su mesita por las noches, de modo que Agatha empezaba el día con el tenue sonido de la orina de su marido que se agitaba dentro del artilugio mientras él se arrastraba hacia el baño.

Hop, chof, arraaastra, chof. Hop, chof, arraaastra, chof.

Una mañana Agatha cayó en la cuenta de que el zumo de naranja emitía el mismo sonido cuando lo llevaba a la mesa a la hora del desayuno. No volvió a comprarlo.

El quinto indicio fue la aparición de un depósito de grasa que se extendía desde la barbilla hasta la base del cuello de Ron como el buche de un pelícano. Cada palabra que pronunciaba iba acompañada por ese silencioso temblor de carne, que iba en aumento a medida que Ron alzaba la voz. Agatha tenía ante sí día y noche esa trémula papada, que se convirtió en un elemento tan permanente en su vida como el sol. Y, al igual que el sol, no soportaba mirarla.

Fue por esa época cuando Agatha dejó de hablarle a su marido. Emitía gruñidos, suspiros, asentía con la cabeza, señalaba con la mano, con el codo, pero no hablaba nunca. No lo hacía por mala fe, sino porque no tenía nada que decirle. Habían agotado los temas: lo que les gustaba y les disgustaba, sus diferencias, semejanzas, estatura, peso, número de zapatos. Habían pasado cuarenta y cinco años discutiendo, compartiendo opiniones, comentando cómo ganar el concurso El precio justo. Agatha podía predecir, con pasmosa exactitud, lo que él diría, pensaría, haría, se pondría y comería. Lo que le quedaba por decir —como «Ve tú a buscarlo»— podía transmitirlo sin mayores problemas mediante gestos. De modo que comían juntos, se acostaban juntos, se sentaban juntos, respiraban juntos, pero nunca habían estado tan alejados uno de otro.

Cuando murió su marido, los vecinos empezaron a presentarse en su casa sin previo aviso, portando enormes cazuelas llenas de animales muertos, y compasión. Sus hijos llevaban bandejas de bizcocho de coco con gesto malhumorado. Se instalaron en su cocina, como si dirigieran desde allí una campaña política. Aparecían como por ensalmo en el pasillo de su casa, en su dormitorio, en su baño, como si fueran capaces de traspasar los muros, mirándola con la cabeza ladeada y extendiendo las manos hacia ella. Hablaban con sus rostros a escasos centímetros del suyo. «Comprendo lo que sientes», decían, porque Susie/Fido/Henry había muerto el año pasado/la semana pasada o hacía diez años, porque ella/la mascota/él padecía cáncer de pulmón/había muerto atropellada/atropellado por un coche/no había muerto realmente, pero lo estaba para ella porque vivía con una chica de veintiséis años en la Costa de Oro.

—¿Por qué hay diecinueve ramos de flores en mi sala de estar? —preguntó Agatha durante uno de sus frecuentes paseos de habitación en habitación. Nadie respondió. Las flores constituían espectaculares explosiones de cosas, como ramos de fuegos artificiales, congeladas en el tiempo.

Phillip Stone, del número seis, le ofreció una taza de té que ella no quería y apoyó una mano en su hombro. Nunca la había tocado hasta ese momento.

—Tienes que sacarlo, Agatha —le dijo.

El calor de la palma de su mano hizo que Agatha sintiera un desagradable cosquilleo en la piel debajo de su blusa.

—No tengo un gato, si te refieres a eso —contestó, apartándose.

—Estás en la fase de negación —dijo Kim Lim, del número treinta y dos. Sus narices casi se rozaban—. No temas expresar tu tristeza —añadió. Agatha notó que el aliento le olía a bizcocho de coco.

Sorprendió a Frances Pollop, del número doce, en su armario ropero, esgrimiendo un aplicador de cinta adhesiva como si fuera una motosierra. La ropa de Ron estaba guardada en cajas diseminadas por toda la habitación. Agatha y Frances se miraron. El aplicador de cinta adhesiva se estremeció ligeramente sobre la cabeza de Frances. Al cabo de unos momentos, Agatha dio media vuelta y salió, cerrando la puerta del dormitorio tras ella.

De repente, todos desaparecieron. Dejaron tras ellos recipientes, olores extraños y un silencio ensordecedor. Por la ventana, Agatha les vio salir por la puerta de su jardín y regresar a sus casas. Las luces en sus ventanas parecían pupilas. Sus buzones, periscopios. Incluso las flores de sus jardines delanteros parecían haberse congregado en un círculo, murmurando entre sí.

Agatha apagó las luces. Las cajas que contenían la ropa de su marido habían sido colocadas junto a la pared en el pasillo. Pese a la oscuridad, vio la palabra SALVOS escrita en todas las cajas con letras negras, que habían repasados varias veces para que destacaran. Cada caja había sido sellada a conciencia con cinta adhesiva.

Sonó el teléfono en la cocina. El contestador automático se activó. «Éste es el contestador automático de Agatha Pantha —dijo la voz de otra persona—. Por favor, deje su mensaje.» La desaparición del nombre de Ron le produjo vértigo.

—¿Agatha? —dijo otra voz—. ¿Estás ahí?

Agatha no supo qué responder.

Se detuvo en su dormitorio y contempló las zapatillas de su marido. Eso era lo que hacía ahora, deambular de una habitación a otra por la casa. Entonces sintió algo que pugnaba por salir de su garganta. Agatha se agarró a los postes de la cama y tragó saliva repetidas veces hasta que la sensación desapareció.

—Me han llenado la cabeza con su palabrería —dijo a las zapatillas de su marido—. Tratan de convencerme.

Se acurrucó en la cama, abrazándose las rodillas.

—¿Cómo envejecer sin dejar que la tristeza lo invada todo?

Tiempo atrás su madre había sido joven, con su cuerpo ágil y esbelto y sus bonitas manos, pero luego había caído en la tristeza, y se había encogido. Los finales de sus frases empezaron a temblar, y siempre parecía contener el aliento.

Los parientes de Agatha decían que era el «duelo». No pronunciaban la palabra en voz alta, sino moviendo los labios en silencio, como si fuera una palabrota. Agatha, en aquel entonces una mujer adulta, casada, cuyo criterio empezaba a cobrar fuerza en su mente, pensaba que era un término un tanto vago. Ridículo. Ante todo, pensaba que el estado de su madre era algo que podía evitarse, como quien esquiva un charco en la calle.

En aquel entonces, Agatha no había caído en la cuenta de que contemplaba el futuro. Que su madre era ella, que pronto ella sería como su madre. ¿La evolución no consistía en ser mejor que tu madre? Agatha no se sentía mejor que su madre. Ahora veía a su madre en ella, en sus manos cubiertas de manchas de vejez, en las Arrugas de Muerte que surcaban su rostro, en las varices que reptaban por sus piernas como las raíces de un árbol. Sentía la angustia de lo inevitable que era todo. Como si el convertirse en su madre fuera la finalidad de todo.

Agatha entró en la cocina y abrió la nevera. La luz inundó la habitación. Miró dentro del frigorífico, pestañeando para adaptarse al resplandor. Los estantes estaban llenos de empanadas, minibocadillos y cupcakes de color rosa cubiertos con unas cerezas que parecían pezones. Sacó todos los guisos de su casa, uno tras otro, y los volcó en el camino de entrada. Se manchó las pantorrillas de caldo de pollo, zanahoria, cebolla, salsa y trozos de carne, y eso la llenó de una profunda satisfacción. Tomó un montón de bizcochos recubiertos de chocolate y coco y los arrojó desde la puerta de su casa. Aterrizaron en sus rosales, en los parabrisas de los coches aparcados y al pie de unos buzones cercanos. Arrojó una esponjosa tarta de tres pisos alzando el brazo sobre su cabeza como un futbolista al lanzar un saque de banda. La tarta se separó en el aire, y la jalea roja del relleno cayó sobre el camino. Dispuso los bocadillos en fila sobre su pequeña cerca de ladrillo. Anduvo sobre ella de un extremo al otro, con los brazos extendidos, sintiendo cómo aplastaba los bocadillos con los pies. Unas rodajas de pepino salieron volando por el aire. Luego colocó dos cupcakes recubiertos de glaseado rosa sobre su buzón. Tomó un pastel de carne con ambas manos y lo sostuvo sobre la cabeza, dispuesta a arrojarlo. El pastel se deshizo en sus manos. Los cupcakes cayeron en el sendero. Junto a su pie, aterrizó una cereza, que Agatha apartó de una patada.

Lavó los recipientes de plástico, las cazuelas y los contenedores de helado, observando como el agua se elevaba en los lados del fregadero mientras lavaba los cacharros. Los secó con gestos violentos. Luego los apiló, uno sobre otro, en la entrada de su casa. Como el tótem de una antigua y olvidada cultura. El leve bamboleo de la pila de recipientes producía cierta tristeza, que Agatha trató de ignorar.

Puso junto a la pila un cartón que decía: GRACIAS POR VUESTRA AMABILIDAD, con grandes letras negras. Repasó las letras una y otra vez para que destacaran. PERO NO ME HACE FALTA.

En letras más pequeñas, añadió: ADEMÁS, EL COCO NO ME GUSTA.

Se detuvo en la puerta de su casa y al pestañear sintió el sudor que se había depositado sobre sus párpados. Comió un pastel de patata y queso directamente del recipiente de pírex con los dedos, mientras admiraba su obra. ¿Era arte? ¿O guerra? Nunca haba entendido ninguna de esas cosas, pero mientras observaba el río de comida que fluía por la cuneta, pensó que quizá fuera una mezcla de ambas.

Las luces de las casas que la rodeaban se encendieron y apagaron, como señales de advertencia. Agatha se metió un puñado de patata y queso en la boca. Sintió la tensión que se acumulaba en la calle.

—¡Estoy expresando mi tristeza, Kim Lim! —gritó a la noche, mientras unos trocitos de pastel de patata y queso flotaban en el aire a su alrededor.

Entró en casa, cerró la puerta de un portazo y giró la llave en la cerradura. Cerró la puerta trasera con llave. Cerró las ventanas a cal y canto. Corrió todas las cortinas.

—¡Voy a poner la televisión! —gritó, y al hacerlo saltaron unas sombras sobre las paredes. Subió el volumen al máximo. El ruido blanco inundó la habitación. Arrastró un sillón hasta la ventana delantera y se sentó, inclinándose hacia delante. Apartó la cortina para observar la calle. Kssssshhh, dijo el televisor situado al fondo. Empezaba a amanecer—. ¡Me muero de ganas de ver la cara que pondrán! —gritó. Gritar parecía aliviarla.

Han pasado siete años y Agatha no ha salido de su casa desde esa noche. Ni para regar el jardín, ni para tomar el autobús, ni para barrer la entrada. No ha abierto la puerta ni las cortinas de su casa; no ha escuchado la radio ni ha leído los periódicos. No ha apagado el televisor, y el sonido que hace, kssssshhh, es la única verdad de la que Agatha está segura. Su pasillo está inundado de cartas que no abre desde hace siete años, que sortea con cuidado cuando se dirige de su dormitorio a la sala de estar.

—¡El mero hecho de saber mi nombre —les grita— no significa que os deba nada!

Las cartas emiten un crujido seco cuando pasa entre ellas.

Cada lunes, una empleada del supermercado deja una caja de comida debajo de su ventana. Un empleado de la oficina de correos recoge el dinero de las facturas que Agatha deja en el escalón de la entrada y mete las cartas debajo de la puerta cada dos martes. Ella les paga con unos sobres que dicen AQUÍ TENÉIS EL DINERO, que desliza debajo de la puerta de entrada. El césped delantero presenta un aspecto marchito y pardusco, cubierto de polvo. El jardín está lleno de hierbajos. La hiedra cubre los muros de la casa. Agatha abre la ventana delantera y saca la mano para recortar con sus tijeras de costura un boquete en la hiedra y así ver a través de él. No sabe lo que ocurre en el mundo, pero sabe lo que ocurre en la calle donde vive.

Se le ha puesto ese cuerpo fláccido típico de las ancianas, en el que es difícil adivinar dónde empiezan y terminan las cosas. En la barbilla le crecen unos pelos largos y retorcidos. Se los arranca con unas pinzas, pero siempre le vuelven a salir, como si formaran parte de los designios de Dios. Agatha tiene la costumbre de ponerse unas gafas de sol con cristales ahumados desde el momento en que se despierta hasta que se va a dormir. Según ella, el escudo marrón que protege sus ojos actúa como la maicena, espesando y ralentizando el mundo que la rodea.

Un día en la vida de agatha pantha

6.00 h: Agatha se despierta sin necesidad de despertador. No abre los ojos hasta que se pone sus gafas ahumadas. Mira la hora en el reloj de pared que tiene delante. Asiente con gesto de aprobación. Se encamina hacia el baño al ritmo del tictac del reloj. Procura no tropezar con las zapatillas de su marido, que no ha movido desde la última vez que éste se las puso.

6.05 a 6.45 h: Se sienta en la Silla de la Incredulidad y calcula la Elasticidad de las Mejillas, la Distancia entre los Pezones y la Cintura, la Aparición de Pelos Extraños, el Número de Arrugas, la Trayectoria Prevista de las Arrugas y la Flaccidez de los Brazos. Anota los datos en un cuaderno titulado VEJEZ. Va comentando todos los resultados mientras se mira en el espejo.

—¡Estoy calculando la Flaccidez de los Brazos! —grita dirigiéndose a sí misma mientras golpetea con la mano la cara interior del brazo—. ¡Es mayor que ayer! —vuelve a gritar después de comprobarlo—. ¡Siempre es mayor que ayer!

6.46 h: Se permite un prolongado y melancólico suspiro.

6.47 h: —¡Me estoy lavando! —grita. Nunca grita a nada en concreto cuando se ducha.

7.06 h: Se pone la falda de uno de sus cuatro trajes de chaqueta marrones.

—¡Medias! —grita, mientras se las sube hasta el ombligo—. ¡Falda! ¡Blusa! ¡Zapatos!

7.13 h: Se prepara el desayuno, que consiste en dos huevos fritos, una loncha de beicon y dos tostadas de pan integral.

7.21 h: Se sienta en la Silla de Degustación, corta su desayuno en cuadraditos y se los come, de uno en uno.

—¡Estoy comiendo unas lonchas de beicon! —grita entre bocado y bocado.

7.43 h: Se sienta en el Sillón del Discernimiento. Observa la calle a través del hueco en la hiedra, con el cuerpo inclinado hacia delante, las manos sobre las rodillas.

—¡Demasiado pecoso! —grita a un transeúnte, saltando del sillón y alzando el dedo como si jugara al bingo.

—¡Demasiado asiático!

—¡Demasiado calvo! ¡Súbete el pantalón! ¡Que zapatos más ridículos! ¡Demasiadas horquillas! ¡Esos labios, demasiado delgados! ¡Ese traje, demasiado morado! ¡Esa nariz, qué puntiaguda! ¡Esa cara, qué asimétrica! ¡Esas rodillas, qué huesudas!

A veces los insultos se hacen extensivos a los jardines de los vecinos:

—¡Recorta tus setos! ¡Demasiadas flores! ¡El buzón está torcido!

E incluso a los pájaros:

—¡Cantan demasiado! ¡Tienen las patas demasiado cortas!

Las palabras rebotan en las paredes de la habitación, y Agatha levanta la voz más y más, culminando en un último insulto colectivo que nunca tiene el efecto que ella persigue

—¡La humanidad está condenada!

12.15 h: Se desploma, resollando, en el sillón.

12.16 h: Se permite sentirse sudorosa y aliviada.

12.18 h: El almuerzo. Un bocadillo de Vegemite con pan integral. No lo corta en cuadraditos como el desayuno, sino en tiras largas y delgadas.

—¡La variedad es importante! ¡Si quieres conservar la lucidez! —grita mientras se lleva una tira del sándwich a la boca.

12.47 h: La merienda. Un par de tazas de té y una galleta de avena y coco. Se sienta en el pasillo en el Sillón del Resentimiento. Mira las paredes marrones y grita cosas como «¡El cortacésped hace mucho ruido!» y «¡Los vecinos son unos entrometidos!» A veces no se le ocurre nada, y se limita a decir: «¡Paredes marrones!» Mientras da rienda suelta a su resentimiento, tiene la sensación de que su rostro es más afilado que de costumbre, y, por razones que no acierta a comprender, es una sensación que le complace.

—¡Me gusta esta sensación! —confirma a la pared.

13.32 h: Limpia la casa, al grito de «¡Estoy fregando las perchas de la ropa!», o «¡Estoy limpiando las bombillas!»

15.27 h: Se sienta en el Sillón de la Disconformidad, en la sala de estar, y escribe cartas de protesta, que guarda en una caja que dice PARA QUE LAS ENVÍEN CUANDO ACABE TODO ESTO. Subraya la palabra ESTO, pero no especifica qué es ESTO.

16.29 h: Sucede una de dos cosas. Se sienta en el Sillón de Desaparecer, cierra los ojos y escucha el kssssshhh que hace la televisión. O, muy de vez en cuando, se sienta en el Sillón de la Decepción y contempla las zapatillas de su marido.

17.03 h: La cena. Por lo general, un asado. Cubre la carne, las patatas y el brócoli con salsa.

18.16 h: Se sienta en el Sillón de Desconectar. Bebe una taza de caldo Bonox y mira la pantalla en blanco del televisor.

20.00 h: Se quita toda la ropa —«¡Zapatos! ¡Blusa! ¡Medias!»— y la cuelga.

20.06 h: Se sienta en la Silla de la Incredulidad y se mira en el espejo.

20.12 h: Se pone el camisón y apaga la luz.

Sólo en la oscuridad de la noche se quita sus gafas ahumadas. Pero únicamente cuando ya se ha acostado, cuando se tapa la cara con el edredón y cierra los ojos. E incluso entonces siente el mundo demasiado cerca, suspendido sobre ella, a pocos centímetros de distancia. Y en los borrosos segundos que median entre el sueño y la vigilia, esa pequeña rendija de la conciencia cuando uno está lo bastante despierto para darse cuenta y lo bastante dormido para no darse cuenta, hacia las

21.23 h: Agatha Pantha se permite sentirse sola.

Pero hoy, a las 10.36 de la mañana, todo cambia

6.00 h: Agatha se despierta. Busca en la mesita de noche sus gafas ahumadas.

6.05 a 6.45 h: Se sienta en la Silla de la Incredulidad y grita:

—¡Estoy contando las arrugas! ¡No recuerdo haber visto la que tengo en las rodillas hasta hoy!

Debajo del Número de Arrugas escribe: «¡Una arruga nueva!»

6.47 h: —¡Abro el grifo! —grita y se mete en la ducha.

7.06 h: —¡Medias! ¡Falda! ¡Blusa! ¡Zapatos!

7.22 h: —¡Me como unos huevos!

7.56 h: Se sienta en el Sillón del Discernimiento.

—¡Aparca demasiado alejado del bordillo!

8.30 h: —¡Las flores no crecen!

9.16 h: —¡El camino está sucio!

10.12 h: —¡Los cascos no son complementos de moda!

10.36 h: Un coche patrulla pasa lentamente frente a la casa.

—¡Esto es diferente! —grita Agatha.

10.42 h: El mismo coche patrulla circula por la calle en sentido contrario.

—¡Y esto también!

10.47 h: Una niña con el pelo rojo y rizado avanza a la carrera por la calle, abre la puerta del jardín de Agatha, entra en él y se oculta detrás de la verja.

—¿¡Qué!? —grita Agatha.

10.48 h: El coche patrulla pasa de nuevo. La niña se esconde entre los hierbajos, con la espalda apoyada contra la verja. Mira a Agatha.

—¿¡Qué!? —grita Agatha.

10.49 h: La niña asoma la cabeza sobre la verja. Mira a un lado y a otro de la calle. Vuelve a mirar a Agatha. Se levanta, sale por la puerta del jardín de Agatha, atraviesa la calle y enfila el camino de entrada a la casa de enfrente. Trata de abrir la puerta, encuentra una llave debajo del felpudo, se vuelve para mirar a un lado y a otro de la calle. Y desaparece dentro de la casa.

10.50 h: —¿¡Qué!? —grita Agatha.

Agatha ha estado observando la casa. Hace tres meses, vio llegar una ambulancia con las luces apagadas. Vio la sábana blanca sobre la camilla, las líneas imprecisas de un cuerpo. Vio a los vecinos solidarizarse con ellas, llevándoles comida con cara de decir gracias-a-Dios-que-os-ha-tocado-a-vosotras-y-no-a-mí. Vio las furgonetas de los floristas aparcadas en la calle en una larga hilera. Vio a la madre encogerse hasta quedarse en los huesos.

—¡Insisten en que comas! —le gritó una vez, dando unos golpecitos en la ventana.

Vio a la niña. No era más que una niña.

—¡Os dejaré tranquilas! —gritó—. ¡Es lo mejor para vosotras! —Se repantigó en su silla y cruzó los brazos—. ¡Os lo aseguro!

De modo que, cuando Agatha ve a la niña meterse en la casa de enfrente, sabe que el padre de la niña ha muerto y que su madre no está. Hace dos días la madre había mirado a Agatha. A través del hueco de la hiedra, a través del cristal de la ventana, directamente a los ojos. Había metido una maleta en el maletero del coche y sus ojos decían algo a Agatha, algo parecido a una disculpa, como si gritara, como si implorara, algo así como:

«¿Cómo envejecer sin dejar que la tristeza lo invada todo?»

Y el cuerpo de Agatha se había estremecido levemente.

Agatha no sabía qué ocurría, pero intuía que ocurría algo.

—¡Aquí pasa algo! ¡Pasa algo malo! —gritó, levantándose y aplastando un lado de la cara contra la ventana, mientras veía a la madre y a la niña que se marchaban en el coche. Lo intuía. Sucedía algo malo.

11.37 h: Agatha trata de olvidarse del regreso de la niña. Trata de olvidarse del rostro de la madre y de que el coche ya no está aparcado en la entrada de la casa. Trata de concentrarse en todas las casas que alcanza a ver, salvo la de enfrente.

—¡El césped está descuidado! —grita—. ¡Veo hierbajos! ¡Vuestro perro es muy feo! ¡Demasiados niños! ¡También son feos!

Pero de pronto la puerta de la casa de enfrente se abre. Aparece la niña. Agatha la ve cruzar la calle, abrir la verja de Agatha y echar a andar por el camino de entrada.

—¿¡Qué!? —grita Agatha.

La niña llama a la puerta de su casa. Lleva un papel.

—¡No, gracias! —grita Agatha por la ventana—. ¡Ya tengo bastantes papeles!

La niña desaparece y al cabo de unos momentos vuelve con un cajón de embalaje de plástico. Lo coloca delante de la ventana de Agatha y se sube en él para mirar a Agatha cara a cara a través del cristal.

La niña levanta el papel en alto.

—¿Qué es esto? —pregunta.

Agatha mira el papel.

—¿Si te lo digo te marcharás?

La niña asiente con la cabeza.

—Es un itinerario de viaje.

—¿Y eso qué es?

—Un papel que indica adónde va alguien. ¿Ése es el nombre de tu madre?

La niña vuelve a asentir.

—Se ha ido a Melbourne. Hace dos días. —Agatha hace una pausa—. Y dentro de seis se va a Estados Unidos. —Ambas se miran a través del cristal—. Ahora márchate.

Al día siguiente

7.43 h: La niña está ante la ventana de la casa de enfrente, observando a Agatha. Ambas se miran. Los ojos de la niña dicen algo parecido a «¿Cómo te vuelves vieja?»

8.07 h: Agatha cuelga una funda de almohada sobre la ventana para no ver por el hueco de la hiedra.

9.13 h: Alguien golpea con los nudillos en la ventana. Agatha se sobresalta.

—Tengo hambre —dice una vocecita. Agatha sube el volumen del televisor al máximo. Kssshhh.

12.15 h: Agatha retira la funda de almohada. La niña sigue observándola desde la ventana de la casa de enfrente, pero ahora está sentada en una silla.

15.27 h: Agatha trata de escribir unas cartas de protesta, pero lo único que se le ocurre es: «Estimada madre de la niña, ¿quién se cree que es?»

16.16 h: La niña sigue observándola a través de su ventana. Agatha no puede concentrarse. Sólo piensa en el rostro de la madre, el coche que no está aparcado en el camino. Antes de darse cuenta de lo que hace, lee el montón de cartas que se habían acumulado y abre la puerta. Lleva unas galletas y una taza de té. Siente el aire fresco en la cara, en todo el cuerpo. No ha sentido el aire fresco en el cuerpo desde que…, desde que… Lo siente en las piernas, a través de las medias. Siente un cosquilleo en la piel. Contiene el aliento. «¡Esto es diferente!»

Los hierbajos que rodean la puerta de su casa son tan altos como ella, y la saludan como un grupo de personas desnutridas.

—¡No conseguiréis nada de mí! —grita, abriéndose paso a codazos entre ellos. Se detiene ante la verja y observa la calle—. ¡Demasiadas grietas en el camino! —grita—. ¡Voy a cruzar la calle! ¡El seto es demasiado ostentoso! ¡Cuidado, coche, no voy a pararme por ti! ¡Esto no es tan complicado! ¡Se trata sólo de caminar! ¡Lo he hecho un millón de veces! ¡Mientras tenga piernas con las que caminar, más me vale usarlas!

Agatha enfila el camino de entrada a la casa de la niña y llama a la puerta. Abre la pequeña.

—Hola —le dice.

Agatha le ofrece el plato de galletas y la taza de té. La niña mira ambas cosas.

—¿Y bien? —pregunta Agatha. La niña toma el plato, pero no hace caso de la taza—. ¿Has llamado a tu madre?

La niña deposita el plato en una mesa cercana y empieza a comerse una galleta. Evita mirar a Agatha a los ojos.

—Tiene el móvil apagado.

—Pues llama a algún pariente. —Agatha mira la taza de té y bebe un sorbo—. ¿Tienes parientes?

—Mi tía vive en el este —responde la niña—. En Melbourne. —Agatha se siente como una giganta junto a la niña. ¿Fue alguna vez tan menuda como ella?—. Pero mamá dice que no necesitamos a nadie.

—¿Eso dice? ¿Has tratado de llamar a tu tía?

—No sé su número.

—¿No tienes una agenda?

—Mamá la tenía en su teléfono.

—¡Pues míralo en las Páginas Blancas!

—¿Qué son las Páginas Blancas?

—¿Cómo se llama tu tía?

—Judy.

—¿Judy qué más?

—Tía Judy.

—¡Tía Judy! ¡De Melbourne! —Agatha da media vuelta y echa a andar por el camino hacia la calle—. ¿Qué voy a hacer con eso? —Levanta los brazos en señal de impotencia y derrama unas gotas de té.

La niña corre tras ella.

—Mi padre ha muerto.

—¡Ya! —Agatha se vuelve hacia la niña—. ¡El mío también! —Bebe unos sorbos de té con vehemencia.

—¿Cuándo murió? —pregunta la niña.

—¡Hace sesenta años!

—El mío murió hace tres meses.

—¡Esto no es un concurso! ¡Pero si lo fuera, yo he vivido sin mi padre más tiempo que tú! ¡Para que te enteres!

—¿Qué pasó en su funeral?

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

—Mi madre no me dejó ir al funeral de mi padre.

—¡Probablemente fue mejor para ti!

—¿Por qué gritas?

—¿Por qué murmuras tú?

—No murmuro.

—¡Ni yo grito! —Agatha se vuelve para cruzar la calle, pero se detiene en seco. Mira la casa que tiene delante. Bebe otro enérgico sorbo de té—. ¿Yo vivo allí?

La niña asiente con la cabeza.

—Pero si es… —Agatha no puede terminar la frase. Es la casa que asustaría a cualquier niño, que los adultos mirarían con desprecio o lástima. Se vuelve de nuevo hacia la niña—. ¿Estás segura de que vivo allí?

La niña asiente de nuevo.

—¿Puedes ayudarme a encontrar a mi madre? —pregunta.

—¡Desde luego que no! —responde Agatha—. ¡Tengo otras cosas que hacer! ¡Estoy muy ocupada! ¡Ve a la policía!

—No puedo. Quieren darme unos padres nuevos.

—¡Entra en casa! —grita Agatha, encaminándose hacia la suya—. ¡Sigue intentando localizar a tu tía!

18.16 h: Se sienta en el Sillón de Desconectar. Bebe una taza de caldo Bonox y mira la pantalla en blanco del televisor.

18.24 h: La nieve de la pantalla del televisor empieza a adquirir los rasgos de la niña.

18.25 h: Tira el resto de su Bonox por el fregadero.

18.26 h: Se quita toda la ropa —«¡Zapatos! ¡Blusa! ¡Medias!»— y la cuelga.

18.31 h: Se sienta en la Silla de la Incredulidad y se mira en el espejo.

18.33 h: Su cara se convierte en la cara de la niña. Sin querer, tira el reloj portátil de la banqueta del baño, que se estrella contra el suelo.

18.33 a 18.45 h: Contempla el reloj hecho añicos.

18.46 h: Se pone el camisón y apaga la luz.

Y al siguiente

17.36 h: Agatha llama a la puerta de casa de la niña y le entrega un plato de carne asada, patatas, brócoli y salsa.

—Gracias —dice la niña, y empieza a comer del plato con los dedos, de pie.

—¿Qué haces?

—¿Qué quieres decir? —pregunta la niña, con la cara manchada de salsa.

—¡Deberías estar fuera! ¡Jugando! ¡Eres una niña! ¡No debes pasarte el día sentada a la ventana!

—Tú lo haces.

—¡Yo soy vieja! ¡Puedo hacerlo! ¡Puedo hacer lo que quiera! ¡Es lo que ocurre cuando envejeces! ¡Escríbelo! ¡Es importante!

—Me escondo.

—¿De quién?

—De Helen. De Stan. De mis nuevos padres. De la policía.

Agatha la mira con atención.

—¿Qué hiciste?

—No sé —contesta la niña, y rompe a llorar.

20.12 h: Agatha se pone el camisón y apaga la luz. Al ir a acostarse, tropieza con algo blando. Enciende la luz.

20.13 h: Ha pegado una patada a las zapatillas de su marido, que han ido a parar volando al otro lado de la habitación.

20.14 h: Agatha enciende la luz del baño y se mira en el espejo. Empieza a sentirlo de nuevo. Eso que le atenaza la garganta.

—¡Esa niña trata de convencerme! —grita.

Y al otro

6.00 h: Agatha está harta.

7.43 h: Mete todo lo que necesita en su voluminoso bolso. Su Libro de Vejez. Dos relojes de pulsera y un pequeño reloj que funciona con pilas que guarda en el armario. Una muda. Dos blusas. Unas galletas. Su bote de caldo Bonox. Su bloc para escribir cartas de protesta.

8.12 h: Agatha llama a la puerta de la casa de la niña. Sujeta su bolso con firmeza y se ha abrochado la chaqueta.

—¿Has vuelto a tratar de localizar a tu madre? —pregunta a la niña cuando ésta abre la puerta.

La niña fija la vista en sus pies.

—Su móvil sigue apagado.

—¡A la que veas un teléfono, ya la estás llamando!

La niña observa el bolso de Agatha.

—¿Adónde vas?

—¡Y debes seguir llamándola! ¡Tu madre no puede irse de rositas tan fácilmente!

—¿Vas a llevarme a algún sitio?

—¡Si crees que voy a llevarte en uno de esos reactores, estás muy equivocada!

—¿Cómo dices?

—¡Y no puedo llevarte a la policía! ¡Sé lo que hacen con las mujeres como yo! ¿Quién puede vivir en esos lugares? —Agatha señala su casa—. ¡Me encerrarán! ¡Me meterán en una residencia llena de viejos babosos!

La niña no sabe qué decir y no se mueve.

—¡No te quedes ahí como un pasmarote! ¡Recoge tus cosas!

La niña desaparece unos momentos y regresa con una mochila.

—¿Sólo llevas eso?

La niña recoge un objeto alargado de plástico que está en el suelo junto a la puerta, y asiente.

—¿Qué diantres es eso? —pregunta Agatha.

La niña lo estrecha contra su pecho.

—Una pierna.

—¡Cielo santo! ¡Bueno, pues andando! ¡Nos vamos a Melbourne!