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Representantes y espejos

 

«La mayor locura que he hecho en mi vida ha sido actuando
 bajo las órdenes de otro.»

Pat Barker, Regeneration

 

«Cualquier ser en el mundo
 es como un libro y una pintura,
 como un espejo para nosotros.»

Alain de Lille, s. XIII

¿Y si Oliver hubiera vivido a finales del siglo diecinueve en lugar de a principios del veintiuno? Los transeúntes de la época victoriana al verlo aterrado en la ventana de nuestro dormitorio echando espuma por la boca lo habrían tomado por un perro rabioso y lo habrían matado en el acto de un disparo. Y si hubiera nacido varias décadas más tarde, en los umbrales del siglo veinte, los periodistas, los criadores de perros y los viandantes que le habrían visto saltar por la ventana de nuestro apartamento habrían dicho que se había arrojado al vacío a causa de una mortal añoranza o de la desolación.

Las etiquetas que les hemos estado poniendo a los animales con un comportamiento extraño durante los últimos ciento cincuenta años a menudo son como las que empleamos con los humanos. Al igual que nuestros diagnósticos humanos, nunca han sido estables. Veterinarios, cuidadores de zoos, historiadores, granjeros, propietarios de mascotas y médicos han aplicado palabras tan antiguas como histeria y melancolía, y tan nuevas como TOC y trastornos anímicos a otras criaturas. Los diagnósticos llegan y se van como los corsés de barbas de ballena y las gorgueras isabelinas. Es decir, a hombres, mujeres y otros animales los embutían en ellos por más incómodos que fueran, hasta que aparecían otros diagnósticos más acertados o modernos que la gente o los médicos creían que les representaban mejor a ellos o a sus animales.

A principios del siglo veinte los casos de nostalgia y desengaños, por ejemplo, aumentaron junto con una mayor tendencia a medicalizar y tratar la salud mental. A medida que transcurría el siglo, los médicos que trataban las diversas clases de locura1 se fueron especializando y el proceso terapéutico fue arraigando más en la relación personal entre paciente y médico. En el umbral de la segunda mitad del siglo veinte, a esos médicos se les dio el nombre de «psiquiatras».

Los esfuerzos para interpretar la mente de otros animales reflejan estas cambiantes ideas sobre las enfermedades mentales humanas. La gente usa los conceptos, el lenguaje y los razonamientos que tiene a mano para comprender la desconcertante conducta animal. Trastornos como los desengaños mortales y la nostalgia nos parecen hoy curiosos o pasados de moda, pero en los siglos veintidós y veintitrés la adicción a Internet y los trastornos por déficit de atención actuales nos parecerán anticuados a los humanos. Por eso si observamos ejemplos de locura animal a lo largo de la historia y cómo se han atribuido dolencias como la nostalgia, los desengaños mortales, la melancolía, la histeria y la locura a otros seres, es como sostener en alto un espejo que nos muestra la historia de las enfermedades mentales humanas. Y este reflejo no siempre es halagador.

Elefantes, perros y hombres locos

Durante siglos el origen de la locura en los animales ha sido poco claro y difícil de dilucidar. Hasta la palabra locura tiene distintos significados.2 En el siglo dieciséis loco era una palabra muy corriente que equivalía a «perder la razón», pero en el siglo dieciocho adquirió el significado de «rabioso» en Gran Bretaña y más tarde en Estados Unidos. Desde la segunda mitad del siglo diecinueve hasta principios del veinte, cualquier animal que se comportara de forma extraña o agresiva podía ser tildado de loco, tuviera o no la rabia. Solo fue a finales del siglo diecinueve, y en algunos casos a principios del veinte, cuando los animales locos se empezaron a ver como víctimas de una enfermedad física en lugar de una mental.

Los perros rabiosos resultaban en especial aterradores porque la enfermedad al principio era silenciosa, se incubaba durante muchos meses en la persona expuesta, hasta que afloraba de repente causándole un dolor atroz y una muerte cierta. La enfermedad era muy temida porque3 el principal portador, o al menos eso era lo que se creía en aquel tiempo, era el mejor amigo del hombre. Hoy día es difícil imaginar el miedo al contagio que sentían los ciudadanos de finales del siglo diecinueve. Los perros todavía no eran mascotas de modo uniforme. Algunos se parecían sin duda a los acicalados y controlados perros habituales de nuestros parques urbanos contemporáneos, criaturas cuyas tendencias lobunas han ido transformándose en gran parte hasta convertirse en una obsolescencia de orejas caídas y ojos de gacela, aunque a finales del siglo diecinueve y a principios del veinte los canes podían darse el lujo de campar a sus anchas con mucha más libertad que ahora y de hacer lo que les viniera en gana, incluso a costa de contraer la sarna, de una muerte prematura o de pasar hambre. La posibilidad de que se volvieran rabiosos inquietaba a todo el mundo y era más difícil de contener que ahora. Un perro loco podía salir de cualquier parte,4 y aunque el miedo fuera desproporcionado con relación al verdadero riesgo que suponía para la salud pública, era con todo un miedo muy real y paralizante.

La inquietud que los perros rabiosos infundían5 se hacía patente en los enardecedores titulares de los periódicos: «Perros rabiosos corren por los alrededores como enajenados: en Connecticut cunde el pánico a la hidrofobia», «Un perro rabioso se apodera de la casa de sus propietarios», «El pueblo de Lynn vive sumido en el terror», «Los habitantes de las afueras exigen que se sacrifiquen a los perros… Los miembros de una familia se encierran en sus habitaciones mientras los perros rabiosos vagan enloquecidos por los pasillos de la casa».

Solo fue al administrar Louis Pasteur con éxito por primera vez a un niño la vacuna de la rabia en 1885 cuando las extendidas ideas sobre la enfermedad se transformaron en relatos biológicos del contagio. Antes de la vacuna de Pasteur, los síntomas de la rabia se citaban como si fuera un estado de «locura» en vez de las señales de una infección. La historiadora Harriet Ritvo6 ha afirmado que contraer la rabia no solo se veía como una cuestión de mala suerte, sino también como un castigo que el animal infectado se merecía de algún modo y que se había ganado por ser sucio, comportarse de forma pecaminosa, ser demasiado lascivo o tener demasiados deseos sexuales insatisfechos. En Bretaña se consideraba que las mascotas de los pobres corrían un mayor riesgo a contraer la rabia, aunque a las mascotas mimadas y al parecer corrompidas de las clases altas también les pudiera ocurrir.

También se creía que la infección se transmitía de los perros a otros animales7 o de otros animales a los perros. A los caballos en especial solían morderlos los perros fieros y cuando eran víctimas de este tipo de incidentes los ponían en cuarentena para ver si manifestaban signos de hidrofobia. Pero a veces los mataban de un balazo sin más. A principios del siglo veinte un burro mordido por un coyote rabioso mató a un mastín, le pegó un bocado en el cuello a un caballo arrancándole un cacho de carne y atacó a un grupo de mineros en el valle de la Muerte. En 1890, a pocos kilómetros de distancia, un lince rabioso atacó a un caballo, mató a un perro y magulló a otro, hirió a varios cerdos, persiguió a un rebaño de vacas y al final una mujer con un mosquete lo mató de un tiro. En otras ocasiones, los incidentes tenían que ver con animales circenses. En Chicago, Mabel Hogle, una niña pequeña, fue mordida por un mono mientras visitaba un museo de objetos curiosos con su padre. Se dijo que al mono le salía espuma por la boca y, al suponer que sufría hidrofobia, lo sacrificaron.

Sin embargo, no todos esos animales habían contraído la rabia. Como tanta gente usaba la palabra loco para describir tanto la rabia como un estado de locura, no era fácil distinguir una cosa de la otra. A principios de 1760, cuando Oliver Goldsmith publicó el poema8 «Elegía a la muerte de un perro rabioso», no se especificaba si el can había enloquecido por la rabia o por cualquier otra clase de locura. Las siguientes estrofas forman parte del poema: «El hombre y el perro al principio camaradas, / acaban riñendo. / El perro se pone rabioso / y al hombre un mordisco le da». Este perro, sea ficticio o no, no estaba rabioso. Mordió a su compañero humano porque este «lo sacó de quicio».

Etiquetar a un perro de loco no solo era una forma de explicar una ira irracional, sino de describir una extraña conducta, agresividad o alguna otra clase de locura de un animal, como la histeria, la melancolía, la depresión o la nostalgia. Se dijo, por ejemplo, que un perro al que encontraron con un cerdo9 en un bergantín naufragado en medio del océano en 1890 se había vuelto loco por culpa de la soledad. Pero los animales también pueden enloquecer por sufrir maltrato continuo a lo largo de toda su vida,10 como Smiles, el rinoceronte de Central Park del que se dice que enloqueció por esta razón en 1903. La gente sabía que los caballos «trastocados»11 podían echar a galopar de repente por el Central Park o en Williamsburg (Virginia), o en cualquier parte, llevándose consigo los carruajes o arrastrando a los jinetes por el suelo, a menudo con consecuencias mortales. Con frecuencia, los caballos que sufrían «locura equina» podían, en un instante, revolverse contra los mozos de cuadra o los jinetes y pisotearlos hasta matarlos. La locura también se usaba para explicar otras acciones de los animales aparentemente extrañas. En 1909 Henry, el mono mascota de un equipo de béisbol de Nueva Orleans,12 supuestamente enloqueció cuando los hinchas del equipo contrario lo provocaron hasta el extremo de sacarlo de quicio. Se escapó tras romper la jaula instalada en el estadio y trepó a la tribuna, creando una estampida y haciendo que el partido se suspendiera en la séptima entrada. Y en las décadas de 1920 y 193013 seguía habiendo gatos locos maullando en «orgías más locas aún», vacas que enloquecían al llevarlas al matadero, por lo menos un loro perturbado, y varios primates difíciles de controlar de Hollywood. En 1937, pocos meses antes de establecer una alianza con Hitler,14 Mussolini salió en las noticias internacionales al ser embestido por un buey enloquecido durante un desfile para celebrar su llegada a Libia. Salió ileso del incidente y elogió a los libaneses por su apoyo a la Italia fascista.

Tachar a los animales de locos era algo muy corriente en aquel tiempo, pero muchas de las historias más longevas tienen que ver con elefantes.15 Un artículo típico de esta clase de sucesos, publicado en el New York Times en 1880,16 contaba la historia de un elefante indio que un día empezó de pronto a aterrorizar a los aldeanos de los alrededores. La policía que lo siguió se encontró con un rastro de casas destrozadas y cadáveres pisoteados, y con una criatura que se giró en redondo para atacar a sus perseguidores. «[El elefante] no solo estaba embravecido, sino “fuera de sí”, y era tan astuto y cruel como un tipo que ha perdido la cabeza», escribió el periodista. «Pero la locura en sí misma es un tributo a la inteligencia del animal, pues un súbito ataque de locura indica una gran capacidad mental. Los búhos nunca enloquecen. Pueden volverse “memos” o nacer idiotas, pero como Oliver Wendell Holmes dice, una mente débil no reúne la fuerza necesaria para hacerse daño a sí misma».

Un año más tarde, Los Angeles Times publicaba «Elefantes asesinos», un artículo sobre elefantes que enloquecían y mataban a personas.17 A Mogul lo mataron en 1871 al intentar dominarlo, y un elefante llamado Albert del circo de Barnum fue muerto a balazos por soldados en New Hampshire después de haber matado a su cuidador. En 1901 Big Charley mató a su cuidador en Indiana al arrojarlo a un riachuelo dos veces e inmovilizarlo con sus patas hasta que se ahogó. Algunos años más tarde Topsy, una elefanta, fue electrocutada en Coney Island tras matar a tres hombres en otros tantos años, uno de ellos le había dado de comer un cigarrillo encendido. También a Mandarin, Mary Tusko, Gunda, Roger y a otros muchos más los mataron a balazos, los electrocutaron, los colgaron y los estrangularon por arremeter contra sus cuidadores, montadores, acicaladores, domadores o contra transeúntes, a menudo por muy buenas razones.

Aunque los elefantes pudieran en teoría contraer la rabia, la mayoría no estaban físicamente enfermos, sino que lo más posible es que se rebelaran contra los malos cuidados o los maltratos. Esos elefantes enloquecidos eran de interés periodístico no solo por destrozar casas o coches, o por pisotear a gente, sino porque solían expresarse de forma espectacular, eligiendo sujetos en los que descargar su ira o vengarse, aguardando a que surgiera el momento más oportuno y devastador para actuar. Los elefantes cautivos son famosos por estallar de súbito en violentos ataques de furor18 contra sus montadores, cuidadores o domadores. Es tan común que desde el siglo diecinueve se usaban expresiones como comportarse como un enajenado en esta clase de sucesos. Esas historias eran muy corrientes en los siglos diecinueve y veinte, y todavía se siguen dando en el siglo veintiuno.

El 20 de agosto de 1994, ante miles de personas comiendo algodón de azúcar y cacahuetes, Tyke, una elefanta africana de veinte años apareció en la pista del Blaisdell Arena de Honolulú. Llevaba un tocado con estrellas doradas de cinco puntas. Su domador, Allen Campbell, iba vestido con un mono de color azul chillón. Incluso en la temblorosa grabación de un aficionado se aprecia que Tyke estaba agitada. De pronto se puso a trotar en círculos por el borde de la pista iluminada con potentes focos. Campbell frustrado, la empujó y pinchó intentando que dejara de dar vueltas. La elefanta pegando un fuerte bramido, derribó de un trompazo al mozo de cuadra que estaba plantado cerca de la pista. Luego dobló con un rápido movimiento las patas delanteras y lo aplastó contra el suelo con todo el peso de su cuerpo. Después lo hizo rodar y lo pateó como si fuera un tronco de lo más liviano. Campbell intentó detenerla, pero Tyke también lo tumbó y empezó a patearlo con más fuerza aún de la que había empleado con el mozo, y luego doblando las patas intentó aplastarlo contra el suelo. Al volverse la elefanta a levantar, Campbell se desplomó en el borde de la pista con el cuerpo desmadejado.19

«Era como si la elefanta tuviera un muñeco de trapo atado a la pata por la forma en que sacudía la cabeza del hombre», dijo una mujer que había acudido con su hija al circo, en una entrevista para el episodio especial Cuando los animales atacan de un programa televisivo. «De pronto el pánico cundió en la sala. Los espectadores que estaban más cerca de la pista empezaron a darse cuenta de que aquello no formaba parte de la actuación. De que algo iba mal».

En cuanto Allen dejó de moverse, Tyke volvió a meterse con el mozo de cuadra, pateándolo y haciéndolo rodar por el suelo una vez más. Allen parecía estar muerto o inconsciente. Los espectadores se pusieron a chillar despavoridos y empezaron a dirigirse en estampida hacia las salidas. Tyke arremetió enloquecida contra una de las pesadas puertas de madera del circo, arrancándola de cuajo y lanzándola por los aires con una fuerza tan descomunal que cayó seis metros más lejos. Luego se dirigió al aparcamiento adyacente, seguida de un coche de policía, y fue directa a la calle más cercana, donde detuvo el tráfico. Más policías se dirigieron a toda velocidad al lugar, docenas de coches patrulla llegaron de las calles que rodeaban el circo y los agentes apuntaron con sus armas a Tyke.

Mientras Tyler Ralston circulaba con el coche por la calle Waimanu, vio a Tyke corriendo directa hacia él. «Al principio me quedé desconcertado», le dijo Ralston a un periodista del Honolulu Advertiser. «La elefanta iba directa hacia mí con la policía pegada a los talones».

Ralston se apartó de en medio justo a tiempo para ver a Tyke perseguir a un payaso hasta un solar vacío mientras otro empleado del circo intentaba recluirla cerrando un par de entradas con cadenas. Arremetió contra la fina barrera y embistió al hombre con los colmillos destrozándole una pierna. La policía empezó a dispararle. «Entonces fue cuando me dije… “No quiero ver cómo matan a una elefanta”. Y lo siguiente que vi fue al paquidermo corriendo ensangrentado hacia mí».20

La policía le disparó más de ochenta veces. De todas las personas a las que atacó, solo Alan Campbell murió. Después de que se propagaran las noticias de las muertes de Campbell y Tyke, empezaron a salir a la luz más historias sobre la elefanta. Según los informes del Departamento de Agricultura de Estados Unidos y de la policía canadiense, varios años antes Tyke había estado actuando en otro circo donde se había visto a su domador golpearla en público hasta el extremo de que la elefanta se puso a chillar arrodillándose sobre tres patas para evitar que siguiera haciéndolo. A partir de entonces, cuando el domador pasaba por su lado, Tyke se ponía a chillar apartándose de él. Él afirmó estarla castigando21 por intentar embestir a su hermano. Tyke también se había escapado del circo en dos ocasiones. En abril de 1993 se lanzó contra una puerta del Jaffa Shrine de Pensilvania durante la actuación del Gran Circo Americano, arrancó parte de la pared (causando daños materiales por más de 10.000 dólares) y corrió hacia una terraza de la planta superior. Más tarde sus domadores la obligaron a regresar al circo. Y en julio del mismo año, durante una actuación en la feria estatal de Dakota del Norte, se volvió a escapar de su domador, pisoteando a un empleado del espectáculo de elefantes y rompiéndole dos costillas. Tyke pertenecía a la Hawthorn Corporation. La compañía, dirigida por su propietario John Cuneo Jr., se había dedicado a arrendar animales a circos y a otros tipos de espectáculos por todo el mundo durante más de treinta años, como el Circo Vargas y el Circo de los Hermanos Walker. La compañía era conocida por sus terribles violaciones del Acta sobre Bienestar Animal. En el 2003 el Departamento de Agricultura de Estados Unidos le confiscó a Cuneo una elefanta. Era la primera vez en toda la historia que se confiscaba un paquidermo. Se llamaba Delhi y estaba cubierta de abscesos,22 lesiones y graves quemaduras por sustancias químicas: un domador había sumergido sus patas en formaldehído sin diluir. Un año más tarde el Departamento de Agricultura de Estados Unidos23 acusó a Cuneo de diecinueve cargos más de abusos, negligencia y maltratos, y le obligaron a ceder sus dieciséis elefantes.

Los arrebatos de locura de los elefantes macho, además de estar causados por los maltratos también podrían venir, al menos en parte, del musth, un periodo de celo que dura de semanas a meses fomentado por una hormona. Se considera que los machos en celo son más agresivos y tercos, el pene se les pone erecto y de las glándulas de las sienes les rezuma una secreción espesa y pegajosa. Los violentos periodos de celo de los machos se han descrito a veces como brotes pasajeros de locura erótica.

A Chunee, un dócil elefante asiático24 que vivía en Exeter Change, en Londres, a mediados del siglo diecinueve, lo mataron cuando en uno de sus ataques anuales de «excitación sexual» se volvió demasiado violento, inquietando a sus cuidadores. Lo sacrificaron en marzo de 1826 de forma cruel y la ejecución se alargó demasiado. Chunee se negó a comer arsénico, los tres escopetazos que recibió solo le enfurecieron más todavía y las repetidas descargas de los mosquetes del grupo de soldados que llamaron a última hora no consiguieron acabar con su vida. Al final un cuidador lo remató con una espada.

Gunda también era un apacible elefante del Zoo del Bronx que se había convertido en la atracción estrella25 en el umbral del siglo veinte. Pero al llegar a la madurez sexual se volvió «extremadamente problemático y peligroso», según William Hornaday de la Sociedad Zoológica de Nueva York. Sus repetidos «brotes de frenesí erótico» de seis meses le hacían volverse tan violento que cada año durante ese periodo se veían obligados a encerrarlo rodeado de grandes medidas de seguridad. Los neoyorquinos, cautivados por la historia, se entregaron a debates26 sobre qué se debía hacer con él, y en la víspera de la Primera Guerra Mundial la prensa de Nueva York estuvo salpicada de artículos y editoriales sobre la clase de suerte que debía correr el elefante, si era ético mantenerlo encadenado y su posible ejecución. Al final Gunda murió de un disparo a bocajarro en el recinto de los elefantes. Lo ejecutó Carl Akeley, un célebre cazador de elefantes y taxidermista. Se llevaron su piel doblada y deshidratada al Museo de Historia Natural Americano de Nueva York, donde sigue expuesta hasta el día de hoy en una gran estantería metálica debajo del planetario. La ejecución de Gunda por mala conducta fue representativa de muchas otras experiencias de elefantes, cuyo derecho a vivir dependía de cómo los humanos encargados de cuidarlos y mantenerlos recluidos percibían su cordura.

Tip: reformarse o morir

El 1 de enero de 1889, Tip, un elefante asiático de dieciocho años desembarcó del transbordador de la compañía Pavonia y fue andando hasta la calle Veintitrés de Nueva York. Era un regalo del neoyorquino Adam Forepaugh para los habitantes de la ciudad. Forepaugh, propietario de un circo que rivalizaba con el de P. T. Barnum y el de los Hermanos Ringling, había amasado una fortuna vendiendo caballos al gobierno estadounidense durante la Guerra Civil. Los espectáculos de Forepaugh incluían27 acróbatas rusos y vaqueros de Wyoming, «cerdos, burros y canes comediantes», batallas de bicicletas, un museo de salvajes y frikis vivientes, un canguro boxeador llamado Jack y un elefante blanco conocido como La Luz de Asia. En el espectáculo se anunciaban elefantes funambulistas cruzando en triciclo a gran altura sobre alambres y caminando por la cuerda floja, y también noqueando a boxeadores humanos. El espectáculo incluía además a Tip, pero por alguna razón ahora lo donaba a la ciudad de Nueva York (Forepaugh aseguró hacerlo movido por su espíritu generoso) para que fuera el primer paquidermo que la ciudad poseía.

Durante los años siguientes Tip se convirtió al principio en una encantadora celebridad, luego en un ejemplo de violenta locura animal y al final, supuestamente, en un criminal impenitente que dividió a historiadores, cazadores de caza mayor, coleccionistas de animales y a miles de neoyorquinos en apasionados bandos que se hacían oír. Pero en aquella tarde de Año Nuevo Tip parecía ser un apacible elefante cuya presencia estaba a punto de transformar los recintos de los animales de Central Park en un auténtico zoo. Según el hombre que lo ofreció como regalo, Tip era «tan manso como un cordero».28 También valía 8.000 dólares y había sido la estrella del espectáculo de elefantes del circo de Forepaugh. Lo que los primeros artículos de la prensa no cuestionaron era por qué Forepaugh, un sospechoso hombre de negocios que contrataba a carteristas para que robaran a los espectadores de su propio circo, estaba dispuesto a regalar un elefante domado y sano que valía tanto dinero, aunque significara montones de buena publicidad para él. Lo más probable es que Tip no fuera dócil ni por asomo.

Forepaugh había adquirido el elefante del legendario coleccionista de animales y zoólogo Carl Hagenbeck, que a su vez se lo había comprado al rey Umberto de Italia. A Tip probablemente lo habían capturado como otros elefantes asiáticos de aquella época en la selva, obligándole a separarse de su madre al nacer. O tal vez había nacido de una elefanta cautiva y le separaron de ella en cuanto dejó de mamar. De cualquier modo, sus primeros años de vida y su largo viaje primero a Italia, luego a Alemania y, por último, a Estados Unidos no habían sido un camino de rosas. Lo habían estado separando continuamente de las personas y los elefantes con los que estaba familiarizado. Su dieta había consistido en heno y salvado de avena, o a veces vino, en lugar de permitirse darse el lujo de saborear las hierbas para las que estaba hecho. No había podido revolcarse en el barro ni nadar en ríos, sino que tenía que beber de un cubo o de una manguera y pasar largas horas encadenado en el recinto sobre un duro suelo, trasladando quizás el peso de su cuerpo de una pata a otra para aliviar la presión en sus rodillas y tobillos. Lo domaron a base de amenazas y golpes, y los números que hacía, como el del triciclo, no eran fáciles para un elefante. Cuando las hormonas de la adolescencia empezaron a fluir por sus sienes, avivando su deseo de emparejarse con una elefanta, Tip probablemente se sintió incluso más frustrado aún por su rigurosa reclusión.

Durante los primeros años que estuvo en el recinto de los elefantes del Central Park,29 la vida de Tip como atracción fue más bien tranquila. Pero en 1894 el New York Times anunció que Tip «debía reformarse o morir».30 El artículo sostenía que, a no ser que el elefante controlara su genio, lo sacrificarían y sus huesos serían enviados al Museo de Historia Natural de Nueva York, en el centro de la ciudad. Su cuidador, William Snyder, era quien con más vehemencia exigía que lo sacrificaran, convencido de que el elefante estaba loco y que tarde o temprano le atacaría porque se le había metido en la cabeza matarle. Snyder tenía razón. Una mañana, cuando fue a darle el desayuno a Tip,31 el elefante rompió las cadenas fijadas al suelo que le sujetaban los colmillos y le dio un potente trompazo, tumbándolo del golpe, y luego intentó pisotearlo hasta acabar con él. Snyder se puso a gritar y un policía del parque llegó corriendo y tiró de él apartándolo de Tip justo a tiempo.

El elefante esperó pacientemente tres años para intentar atacar a Snyder de nuevo.32 Una tarde, antes de terminar su jornada, el cuidador fue al recinto del paquidermo para añadir una cadena más a sus ya pesados grilletes. Snyder notó enseguida que el elefante iba a abalanzarse sobre él, pero antes de que le diera tiempo a apartarse Tip lo embistió con los colmillos. Snyder salió volando por los aires y fue a parar contra la pared. El elefante aprovechando que su cuidador yacía boca abajo en el suelo, se apresuró entonces a darle un colmillazo. Pero falló, golpeando la pared del recinto con tanta fuerza que el lugar tembló. Snyder huyó arrastrándose por el suelo y a partir de ese momento su odio por el elefante se volvió tan profundo que decidió no descansar hasta verlo muerto.

Los encargados del Central Park estuvieron deliberando una semana entera para decidir la suerte del elefante. A diario la prensa publicaba artículos cubriendo la difícil situación de Tip33 y los pros y los contras de perdonarlo o sacrificarlo. Aumentó la cantidad de visitantes que acudían al zoo, pendientes de las nuevas noticias, para congregarse ante el recinto del elefante. Hagenbeck, el traficante de animales que había vendido a Tip a Forepaugh, estaba a favor de su muerte. Los encargados del Central Park sopesaron la pérdida de la popular atracción del zoo considerando la ganancia que supondría exhibirlo como una excelente pieza en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Uno de ellos señaló que mantener a Tip encadenado en el recinto de los elefantes durante cinco años podía ser la razón de su violento genio, pero añadió que ahora se había vuelto tan peligroso que ya no le podían quitar las cadenas. Los debates giraron en torno a dos cuestiones muy importantes: no había ningún dato de que Tip hubiera intentado atacar a ninguna otra persona aparte de Snyder, pero ¿lo llegaría a hacer? ¿Y se podía culpar a un elefante por querer matar a su cuidador?

Pese al creciente número de artículos tachando a Tip de loco, probablemente estaba más frustrado que perturbado. Era muy poco probable que tuviera la rabia. También era posible que estuviera en celo.34 Tal vez se sentía tan frustrado que intentó cambiar su situación. Quizá pensó que la forma más lógica de hacerlo era matando a su cuidador, el responsable de su extrema reclusión.

Mientras los encargados del Central Park debatían la suerte de Tip, el público también los imitaba. Haciéndose eco del reportero que afirmó que los elefantes eran lo bastante inteligentes como para enloquecer, la gente que veía a Tip como un ser listo y calculador era la que con más furor pedía su muerte. Esos partidarios de «matad a Tip» estaban convencidos de que para querer acabar con la vida de su cuidador, es decir, para poder idear un plan y esperar el momento oportuno para llevarlo a cabo, Tip debía de ser consciente de sus propios actos y capaz de razonar. Al exigir que se reformara o muriera, estaban demostrando que creían que el elefante era inteligente y, al mismo tiempo, culpable de sus acciones. Por otro lado, también había grupos recién creados que defendían los derechos de los animales y activistas que pedían a los encargados del parque que vieran a Tip como una criatura merecedora de compasión a la que no debían culpar por su conducta. Esta forma de ver el caso se parece, en cierto sentido, al alegato de desequilibrio mental de la actualidad.

A finales del siglo diecinueve y principios del veinte surgió una oleada de sociedades nuevas que defendían los derechos de los animales35 haciendo campañas a favor de que algunos en especial recibieran un trato más humano, incluyendo los animales salvajes cautivos y los domésticos. Libros como Belleza negra, publicado por primera vez en 1877, reflejaban estos cambios de actitud sobre la protección de los animales. En el caso de Tip, la gente que quería que lo perdonaran puede que creyera que era demasiado corto de entendederas como para haber enloquecido.

El 10 de mayo de 1894 los encargados del Central Park decidieron por unanimidad36 que el elefante loco debía morir. Sostuvieron que Tip había matado a cuatro personas mientras actuaba en el circo de Forepaugh y que había intentando matar por lo menos a cuatro más en el Central Park. También se mencionó su intento de escapar, su fuerza descomunal, la poca solidez del recinto de elefantes y el testimonio de un empleado del circo de Barnum que dijo que siempre había creído que Tip era un peligro para los espectadores.

El parque se llenó de visitantes,37 todos se congregaron ante el recinto del elefante para despedirse de él o esperando quizás alcanzar a ver su muerte. Las fotos tomadas aquella semana desde el exterior del recinto muestran una multitud de espectadores con bombín y sombreros de fieltro, y chaquetas negras para protegerse del frío primaveral, esperando expectantes la muerte de Tip. El primer intento de ejecutarlo se realizó con una manzana vaciada por dentro y rellenada con cianuro. Tip se negó a comerla. También rechazó zanahorias y pan impregnados con cianuro. Mientras tanto miles de personas se apiñaban alrededor del recinto esperando ver el dramático desenlace. Los representantes del Museo de Historia Natural que habían llevado rifles querían pegarle a Tip un tiro allí mismo, pero el director de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales no se lo iba a permitir. Tip solo sucumbió a la treta cuando Keeper Snyder se presentó con una olla enorme llena de salvado fresco. Snyder mezcló cápsulas de cianuro de potasio con el salvado y lo amasó formando una gran bola. Tip la engulló ávidamente. En cuestión de minutos se mostró agitado y de la boca le cayó un hilo de sangre. El elefante hizo un último y poderoso intento de escapar por la parte del fondo del recinto hacia el verde césped del parque, rompiendo todas las cadenas que lo sujetaban, salvo una, la de alrededor del tobillo. Esa última cadena le hizo dar un traspié y cayó de bruces al suelo, bramando débilmente mientras moría.

Ciento diecisiete años después de la muerte de Tip fui a verlo al Museo de Historia Natural de Nueva York. Tras consultar los libros sobre las adquisiciones de los especímenes, unos volúmenes rectangulares con el lomo rojo desgastado en los que se documentaba cada animal, planta, mineral y artefacto donado al museo desde su fundación en 1869, encontré la entrada de Tip. Había llegado al día siguiente de su muerte en 1894 y se convirtió en el espécimen número 3.891. En los registros oficiales se indica que el 3.891 se compone de un cráneo y una mandíbula. Sus colmillos están guardados en la cámara del marfil del museo. Su esqueleto también se encuentra en el museo, aunque en los libros no se anotó su llegada.

Algunos días más tarde seguí al conservador de mamíferos por una estrecha escalera de metal hasta un espacio de almacenamiento bajo el alero de la primera planta. «Los africanos están aquí», me dijo, «y los asiáticos, arriba». Se estaba refiriendo a la colección de cráneos de elefantes del museo. Los cráneos, imponentes y descomunales, reposaban en bandejas a lo largo del suelo, cubiertos con un plástico para protegerlos de las goteras del techo. Las etiquetas de los dos primeros me hicieron sospechar que pertenecían a una madre y su cría muertos por Teddy Roosvelt y su hijo Kermit en 1909.

En la segunda planta colgaba del techo una sola bombilla. El lugar estaba cubierto de una capa tan gruesa de polvo que parecía nieve gris dotada del mismo efecto envolvente. Una larga hilera de cráneos se extendía en el suelo de punta a punta, y entre ellos yacían más de un siglo de fragmentos óseos acumulados, pedacitos de mandíbulas osificadas y cuencas oculares. Los cráneos más altos casi me llegaban a la cintura. Al final de la hilera estaba el de Tip. Había adquirido un color broncíneo con el paso del tiempo, y donde antes se encontraban los colmillos había ahora dos cavidades, como en un grito ahogado de sorpresa. Había permanecido allí desde que un equipo de hombres transportó su cuerpo en un carro tirado por caballos a un cobertizo cercano y, bajo la luz de lámparas, le arrancaron la piel y limpiaron su esqueleto para exhibirlo. Al contemplar el cráneo de Tip, pensé en su juicio en el parque y en su larga y extraña ocupación tras morir como espécimen. Tip no era solo un ejemplar de Elephas maximus, sino también de una mente frustrada. No lo tacharon de loco por estar rabioso o demostrar haber perdido la razón, sino por actuar violentamente contra el tipo que intentaba controlarlo, mantenerlo encadenado y reducir su vida sensorial, social, física y emocional recluyéndolo en un pequeño recinto. Su desobediencia causó su locura y su locura reforzó su desobediencia. Tip fue víctima de la tendencia humana a castigar lo incomprendido o lo temido. Nueva York era en la última década del siglo diecinueve un mundo donde los elefantes mataban a las personas por venganza y rencor, y donde la locura podía pasar de un animal a un humano. El trato dado a Tip por su conducta, su mundo cada vez más limitado y finalmente su ejecución, reflejan la zozobra de los humanos que lo rodeaban, inquietos por las causas de la locura y por quién era propenso a ella.

Una añoranza mortal en gorilas, geishas y el resto de mortales

Los animales no humanos también estaban plagados de otras formas de contagiosa locura. Algunas de esas enfermedades han desaparecido, sus diagnósticos son ahora como las palomas mensajeras o los dodos extintos. Dos enfermedades en particular, la añoranza y la nostalgia, se apoderaron de hombres, mujeres y una buena cantidad de otros animales, desde leones marinos confinados en acuarios hasta patos domésticos. Durante el siglo diecinueve y hasta bien entrado el veinte, la añoranza se consideraba una enfermedad física como la tuberculosis o la escarlatina. Se creía que debilitaba, mataba e incluso inspiraba el suicidio. La forma de manifestarse la enfermedad reflejaba los miedos de aquella época por la creciente urbanización, la soledad de quienes acababan de trasladarse a una ciudad lejos de sus familias, los traumas psicológicos derivados de la guerra, y el aumento de la inmigración gracias a los trenes y a los barcos de vapor. La palabra nostalgia se podía usar de manera intercambiable con la de añoranza,38 y ambas aflicciones se consideraban potencialmente mortales. Durante la Guerra Civil, por ejemplo,39 el cuerpo de médicos del ejército unionista diagnosticó a cinco mil hombres que padecían añoranza, setenta y cuatro de los cuales murieron por la enfermedad. En algunos casos, a las bandas militares se les prohibía tocar «Hogar dulce hogar» por temor a que la canción causara a los soldados que la oían una añoranza o nostalgia mortales. Tras la guerra, esta clase de dolencias se volvieron más corrientes a medida que los americanos dejaban las granjas para mudarse a las ciudades y millones de inmigrantes de todas partes del mundo llegaban en masa a Estados Unidos en busca de un mejor futuro, echando una gran parte de ellos de menos su tierra natal.

En aquella época se creía que ciertos grupos de personas, como los afroamericanos, los amerindios y las mujeres40 de cualquier raza, eran más propensos a sufrir añoranza que el hombre blanco, y muchos psicólogos y comentaristas sociales sostenían que esto era la viva prueba de la teoría darwiniana sobre la evolución de las especies (es decir, los que sucumbían a la añoranza no tenían la cultura necesaria ni los requisitos para formar parte de la sociedad americana, la cual favorecía a los adaptables y tenaces. El empleado de una organización benéfica observó en 1906: «La nostalgia… es la primera y más eficaz ayuda41 para la selección natural de los inmigrantes deseables».

También se consideró que otros animales podían ser víctimas de la pérdida, la añoranza, el deterioro físico y la selección natural. Los animales les servían a los humanos de prácticos espejos para esta clase de preocupaciones, ya que la mayoría de especies exóticas también se encontraban lejos de sus hábitats naturales. Los animales viajaban en los mismos medios de transporte que les habían permitido a los humanos viajar a finales del siglo diecinueve en una escala inimaginable hasta entonces. La conducta que los animales exhibían en cuanto llegaban a su nuevo hogar le recordaba a la gente la suya.

El gorila nostálgico

Varias plantas más abajo del lugar donde reposan los restos de Tip, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, se encuentra la colección de mamíferos. Sus corredores se parecen a los típicos pasillos de los institutos. Solo que las taquillas, alineadas contra las paredes, en lugar de libros de texto y cuadernos de álgebra, contienen cráneos de gorilas, pieles de orangutanes y dientes catalogados por especies en cajas de cartón. Al abrir las puertas de las taquillas, sale de su interior un ligero olor a formalina.

Al final de una hilera de la sección de simios antropoides, hay una taquilla cuya etiqueta pone «G. gorila. Restos, zoo. Sin fecha». Es donde se encuentra John Daniel. O al menos aquí es donde están las partes suyas que no se exhiben en la sala de los primates, donde los ojos de vidrio de su cuerpo disecado han estado mirando a los visitantes en una especie de postura de simio pensante desde 1921. La extraña y sorprendente vida de John Daniel, un gorila de las tierras bajas occidentales capturado en los bosques de Gabón en 1917 y llevado a Londres para que viviera en el escaparate de unos grandes almacenes, es una parábola de la vida real de la forma en que etiquetas como añoranza y nostalgia se aplicaban a los animales no humanos y de por qué, en casos como los de John, esto tenía sentido.

John Daniel fue una superestrella. Nadie se acuerda ya de él, salvo algunos historiadores circenses y fans empedernidos de gorilas. (Los últimos se llaman a sí mismos gorilófilos y a veces se van juntos de vacaciones viajando por Estados Unidos para ver gorilas en los zoos.) En la década de 1920, John Daniel era famoso por su asombrosa mente y por romper el tópico de simio, de objeto científico y de atracción circense. Su corta y curiosa existencia le sugirió por primera vez al mundo occidental a gran escala que los gorilas no eran seres sanguinarios y brutos, sino criaturas cariñosas e inteligentes que necesitaban recibir buenos tratos y amor, propensas a sufrir el mismo estrés emocional de los humanos cuando se las trataba con brutalidad.

John fue capturado en Gabón después de que un oficial del ejército francés matara a su madre de un balazo en 1915 o 1916. Cuando tenía más o menos dos años, lo embarcaron con rumbo a Inglaterra en compañía de un grupo de monos que el gobierno británico había comprado al traficante de animales John Daniel Hamlyn para experimentar con ellos en los laboratorios. Como era propietario de una tienda de animales en el barrio londinense del East End,42 se dedicaba a comprar y vender animales exóticos capturados en el Imperio británico. También se le atribuye la invención de las reuniones de té de chimpancés. Los espectáculos de chimpancés vestidos con pantalón y camiseta tomando té en tazas sentados en sillas eran muy corrientes en los zoológicos de Occidente hasta principios del siglo veinte. Se dice que los chimpancés que Hamlyn tenía en su casa como si fueran sus propios hijos,43 llevaban ropa y comían con él y su esposa en la mesa. Y también que uno de esos chimpancés les abría a los clientes la puerta de la tienda de animales de Hamyln y luego iba a buscar con presteza a un dependiente para que se ocupara de ellos. Cuando el joven gorila llegó de Gabón,44 Hamlyn le puso enseguida su nombre y lo vendió a los grandes almacenes Derry & Tom’s con la idea de que al cabo de varios meses se convirtiera en una excelente atracción navideña.

Una mujer llamada Alyse Cunningham45 y su sobrino, el comandante Rupert Penny, vieron al gorila en el escaparate de los grandes almacenes. Intrigados por el exótico animal, lo compraron al poco tiempo y se lo llevaron a su casa, en el centro de Londres. El gorila tenía una gripe muy fuerte y Cunningham lo describe como depauperado y enflaquecido. También dijo que se había estado sintiendo muy solo. «Al poco tiempo descubrimos que era imposible dejarlo solo a la hora de acostarse porque ¡la soledad y el miedo lo mantenían chillando durante toda la noche!», escribió Alyse.

Estaba convencida de que esos miedos le venían46 de las largas noches que había pasado solo en los grandes almacenes cuando los dependientes se iban a su casa. Estos le contaron a Alyse que al prepararse al final de la jornada para volver a su hogar, John no cesaba de llorar. Alyse y Rupert supusieron que su terror a quedarse solo por la noche era lo que estaba haciendo que le costara tanto ganar peso y que se comportara tan mal a esas horas. Decidieron construirle una cama para que pudiera dormir en la habitación contigua a la de Rupert. Al gorila le encantó su nuevo lugar para dormir y a partir de aquel día dejó de chillar por la noche. Empezó a desarrollarse adecuadamente y a ganar peso.

Alyse estaba decidida a que John se convirtiera en un miembro más de la familia, como si fuera un niño, y empezó a enseñarle a cepillarse el pelo, a comer con tenedor, a usar un vaso para beber, y a abrir y cerrar los grifos y las puertas. Solo tardó seis semanas en aprender a hacer todas estas cosas, y entonces le dejaron campar a sus anchas por la casa.

John era muy maniático con la comida.47 Alyse no sabía a qué se debía, pero si él hubiera estado con su madre lo más probable es que esta hubiese seguido amamantándolo. Los gorilas maman hasta los tres años aproximadamente. John siempre quería tomar leche, montones de leche, y además se la tenían que calentar en la cocina. También le gustaba mucho la mermelada, sobre todo la recién hecha de limón. No comía nada que hiciera más de varias horas que se hubiese cocinado, aunque no se podía resistir a las rosas. «Cuanto más bonitas eran, más le gustaban», escribió Alyse, pero las marchitas nunca se las comía.

A John también le encantaban los invitados y se excitaba tanto con la llegada de gente nueva a la casa que los recibía ilusionado como un niño pequeño, yéndolos a buscar a la puerta de entrada y acompañándolos cogido de su mano por el salón andando en círculos. Le encantaba corretear por la casa con los ojos cerrados chocando contra mesas y sillas. Según Alyce, se lo pasaba en grande desparramando el contenido de la papelera. Cuando le pedían que lo recogiera todo, lo hacía con cara de aburrido sin dejar un solo papel en el suelo.

Una tarde Alyse se puso un vestido de color claro para salir. John se dispuso a saltar a su regazo como solía hacer, pero ella lo apartó exclamando «¡No!», porque no quería que se lo manchara. Él, ofendido, se echó al suelo y estuvo llorando cerca de un minuto, luego se levantó de pronto, echó un vistazo a la habitación, cogió un diario, lo extendió en el regazo de Alyse y saltó a él. El vestido se le manchó de todos modos con la tinta del periódico, pero ella se quedó demasiado impresionada como para que le importara.

Las historias de las hazañas de John aparecieron en los periódicos de Inglaterra y Estados Unidos, y los relatos de su naturaleza humanoide intrigaron a naturalistas famosos como William Hornaday. Como era el director de la Sociedad Zoológica de Nueva York y del Zoo del Bronx, había estado intentando conseguir un gorila48 para los neoyorquinos desde 1905, y un día recibió una carta de la hija pequeña de un miembro de la Sociedad Zoológica en la que le decía: «Mi padre me ha dicho que tal vez tengamos un gorila. Si es así, me gustaría que le llamara Queso».

Por desgracia para Hornaday, no era fácil adquirir un gorila que viviera lo bastante como para exhibirlo en el zoo. Antes de la llegada de John Daniel se creía que cualquier gorila cautivo moriría inevitablemente al cabo de poco debido a la añoranza, la nostalgia o una mortal melancolía. Uno de los pocos gorilas que había vivido más de algunos pocos meses49 era Dinah, una joven hembra capturada por el profesor R. L. Garner, un popular naturalista y coleccionista de animales que estaba convencido de que los gorilas podían hablar. Durante un viaje a Gabón en 189350 decidió comprobar su teoría. Garnet montó una jaula ideada para el bosque a la que llamó «Fuerte para gorilas», y se metió en ella esperando a que apareciera un gorila dispuesto a charlar con él. Al ver que esto no ocurría, Garner se hizo amigo de un chimpancé al que llamó Moisés, e intentó enseñarle a hablar inglés. Pero tampoco le salió como él esperaba, Moisés no dijo una palabra. Más tarde, en el siguiente viaje que realizó en 1914, Garner se topó con una cría de gorila hembra a la que llamó Dinah y se la llevó a Nueva York. La salud del gorila se debilitó mucho, aunque sobrevivió once meses, el tiempo suficiente para que la llevaran a diario por el Zoo del Bronx en un cochecito, vestida con un gorrito blanco de volantes y mitones rojos. Por lo visto, a aquella cría de gorila le gustaba contemplar a los búfalos.

John Daniel fue el primer gorila que pareció desarrollarse bien entre humanos y a muchos naturalistas les sorprendió que su buena salud no se debiera a la dieta,51 la temperatura de sus habitaciones, ni a ningún otro aspecto físico de su entorno. Más bien parecía deberse a la afectuosa vida familiar que llevaba. Este hecho les chocó a los científicos occidentales y en especial a los directores de zoos. Solo tres años atrás Hornaday había proclamado52 que no había ninguna razón para esperar que un gorila sobreviviera nunca en cautividad. Creía que, cuando los capturaban siendo adultos, su «naturaleza salvaje e implacable» hacía que fuera imposible que vivieran cautivos, y que, aunque se lograra «capturar y civilizar» a una cría, lo más probable era que muriera al poco tiempo. Pero John contradecía su teoría al gozar de una salud envidiable.

Durante más de dos años Alyse y Rupert fomentaron53 el buen desarrollo de John Daniel desafiando y estimulando su mente sin enseñarle a hacer ningún número circense. «Simplemente adquiría conocimientos», dijo Alyse. Se lo llevaban en tren como un pasajero más, sin enjaularlo, encadenarlo ni llevarlo sujeto por una correa, para ir a la casa de campo. A John le gustaba el jardín y los bosques de los alrededores, pero los prados abiertos le daban miedo. También le asustaban las vacas y las ovejas. Sin embargo, las terneras y los corderitos le fascinaban. De vez en cuando se lo llevaban al Zoo de Londres54 para que viera a los animales y se quedara prendado de los otros visitantes.

John Daniel estaba creciendo y pronto se convertiría en un corpulento gorila macho, o espalda plateada. Alyse y Rupert creyeron que ya no les permitirían que un gorila adulto de casi 150 kilos deambulara suelto por las calles. A John tampoco lo podían dejar solo, porque le daban ataques de ansiedad y no paraba de chillar hasta que su familia regresaba. Alyse y Rupert intentaron encontrar a alguien que les ayudara a ocuparse de él, pero acabó siendo imposible, ya que la mayoría de las personas intentaban disciplinar al joven gorila sin conseguirlo. Según Alyse, nunca llegaron a pegarle: «La única forma de manejarlo55 era decirle que se estaba portando muy mal y apartarlo de un empujón de nosotros, entonces se echaba al suelo y lloraba arrepentido, agarrándonos de los tobillos y poniendo la cabeza sobre nuestros pies».

Alyse y Rupert decidieron que tenían que encontrarle un nuevo hogar. No se sabe con certeza por qué no le encontraron un lugar adecuado para vivir56 en Inglaterra, pero lo que sí se sabe con seguridad es que apareció un tipo dispuesto a pagar una buena suma por el joven gorila, diciéndoles que representaba a un parque privado de Florida, y que John viviría como un rey en medio de un jardín. Pero no fue así. Cuando descubrieron que el comprador era un representante del Circo de los Hermanos Ringling, ya fue demasiado tarde. En marzo de 1921 John fue embarcado con rumbo a Nueva York, donde lo alojaron en la torre fría y llena de corrientes de aire del viejo edificio de los jardines de Madison Square para exhibirlo.

Las primeras noticias del deterioro mental y físico de John Daniel aparecieron al poco tiempo de su llegada a Estados Unidos. El New York Times publicó que el gorila echaba de menos su antiguo hogar y que se pasaba casi todo el tiempo «sentado en silencio en un rincón57 mirando a la multitud por si reconocía alguna cara conocida entre quienes iban a verle». «Solo dio muestras de animarse cuando vio al señor Benson [el agente que había viajado con él desde Inglaterra], y entonces sacó los dedos por entre los barrotes de la jaula para estrecharle la mano a su amigo».

La soledad y el aislamiento que John sintió en su jaula de los jardines de Madison Square debieron de ser horribles. Primero lo separaron de su madre gorila, luego lo criaron como a un peludo niño humano y a los cuatro años estaba tan desarrollado como uno de ellos. Lo que John Daniel sintió cuando lo separaron de Alyse y Rupert es lo que un niño de su misma edad hubiera sentido al separarlo de sus padres y del único hogar que conocía para obligarlo a vivir en un frío recinto con la única compañía de la mirada de desconocidos. John entendía el inglés. Tenía cultura. Conocía una versión simiesca del amor y el afecto. Y también de la tristeza.

Al poco tiempo tanto los espectadores del circo como la prensa dijeron58 que el joven gorila se estaba muriendo literalmente de soledad. Alyse decidió viajar a Nueva York en un barco de vapor en cuanto vio lo que le había sucedido a John, pero llegó demasiado tarde. John Daniel murió a las tres semanas de llegar a Nueva York. Los periodistas del Times afirmaron que la añoranza, la reclusión y la negligencia habían acabado con él. Al principio un periodista sostuvo que había muerto de una pulmonía. Es posible que ambas cosas fueran ciertas, porque el sistema inmunológico de John seguramente se había debilitado por la soledad y el aislamiento. Varias semanas antes de su muerte59 se había negado a comer, pasando todo el tiempo echado en su cama de hierro cubierto con una manta, de espaldas a la parte delantera de su jaula y a los visitantes que iban a verle. La mujer de uno de los artistas circenses empezó a pasar tiempo con él, poniéndole compresas calientes en la frente y prodigándole las atenciones que John ansiaba, pero ya era demasiado tarde. Un empleado del circo de los Hermanos Ringling que conocía al gorila dijo que lo habían tratado como un espécimen más de un museo y que ahí estaba el problema. «Creo que si le hubieran dejado llevar la vida a la que estaba acostumbrado no habría muerto».

Pero había una razón por la que no se la dejaron llevar: para lucrarse con él. Durante las tres semanas que los Hermanos Ringling exhibieron a John60 en Nueva York, incluso teniendo en cuenta que estaba apático, triste y de cara a la pared —lo cual no era un espectáculo circense demasiado animado que digamos—, la compañía recuperó los 32.000 dólares que había pagado por él. De haber vivido y seguido atrayendo a la misma cantidad de visitantes, John les habría hecho ganar unos 500.000 dólares anuales en la década de 1920, una cantidad que equivale en la actualidad a más de 5,6 millones de dólares.

Alyse debió de sentirse desolada por la muerte de su querido gorila. Y, sin embargo, su interés por los simios no disminuyó. Al poco tiempo de la muerte de John Daniel, adquirió otra cría de gorila a la que llamó John Sultan. A este también se la llevó a su apartamento de Londres y a su casa de campo, pero esta vez no se separó de él. Firmó un contrato con el Circo de los Hermanos Ringling y con el de Barnum y Baley autorizándoles a exhibir al gorila bajo el nombre de John Daniel II, aunque estipulando que ella seguiría siendo su propietaria y que además debería siempre viajar con John. También exigió que se alojarían juntos en hoteles y que el gorila viajaría con ella como un pasajero más en coches, trenes y barcos, en lugar de hacerlo en una jaula como los otros animales circenses.

John Daniel II y Alyse llegaron a la ciudad de Nueva York el 24 de abril de 1924. John tenía tres años. A diferencia del primer John Daniel, que había cruzado el Atlántico metido en una jaula, John Daniel II compartió un camarote con Alyse. En cuanto llegaron, se alojaron en el lujoso Hotel McAlpin, entre la calle Treinta y cuatro de la parte oeste y Broadway, donde le dejaron jugar en el tejado para que hiciera ejercicio. Al gorila lo exhibieron en el circo como habían hecho con su predecesor, pero esta vez Alyse estaba cerca de él y al terminar la jornada volvían juntos a casa, en taxi. También se lo llevó a visitar el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde le mostraron morbosamente el cuerpo disecado del primer John Daniel. El famoso primatólogo Robert Yerkes acudió aquel día al museo61 para conocerle, junto con médicos de la Universidad de Columbia y el famoso cazador de caza mayor y taxidermista Carl Akeley, responsable de los espectaculares dioramas del museo, como el de una familia de gorilas de montaña paralizados ante la pintura de un volcán rodeado de neblina en la sala de los mamíferos africanos. Un periodista del New York Times que fue a visitar a John Daniel II en el Hotel McAlpin señaló que «William Jennings Bryan no habría ido a verlo, pero que Darwin en cambio habría disfrutado haciéndolo. Porque John… era la viva prueba de todo lo que62 Darwin había afirmado y Bryan negado». El legendario Juicio de Scopes sobre los monos en el que el fiscal Jennings Bryan expuso con vehemencia sus argumentos en contra de que en las escuelas públicas americanas se enseñara la teoría de la evolución se celebró solo varios meses después de que John volviera a Inglaterra.

Mientras John Daniel II estuvo actuando en el circo, viajando por Estados Unidos y luego por Europa, y en los años que pasó con Alyse en Inglaterra, siguió siendo un animalito juguetón de mirada ingenua proclive a sufrir «tensión nerviosa» cuando estaba rodeado de demasiadas personas. Se relajaba jugando con los payasos en los descansos entre las actuaciones, era amable con los niños pequeños y solo mordía a su dueña de vez en cuando.63 Pese a los cuidados recibidos en Londres de un especialista en medicina tropical a modo de médico personal, John Daniel II murió en 1927. No sé dónde reposa su cuerpo ni si Alyse, al saber que su primer gorila había sido disecado y estudiado,64 decidió no desprenderse de él y enterrarlo en los campos de los alrededores de su casa rural en Gloucestershire.

Casi cien años después de su muerte,65 los neoyorquinos todavía siguen visitando al primer John Daniel. Su cuerpo disecado está en una vitrina de la tercera planta del Museo de Historia Natural de Nueva York, al lado de Meshie el chimpancé, otro simio criado como un niño, cuyo «padre» fue el famoso anatomista comparativo y cazador de gorilas Harry Raven. John ha estado allí desde su muerte y en su etiqueta, que pone «Gorilla gorilla», no se menciona nada sobre su sorprendente vida. En la planta de arriba, en la taquilla de metal donde están guardados su cráneo y sus huesos, hay una cajita naranja de hojalata con una etiqueta escrita a mano. Contiene sus dientes de leche. Supongo que es la misma cajita en la que Alyse los guardó cuando se le cayeron y que donó al museo al morir John. La letra en cursiva escrita a mano es hermosa y esmerada. Los pequeños dientes de John apenas han amarilleado con el paso del tiempo.

La vida de John en Inglaterra y el viaje que realizó después a Estados Unidos tuvieron lugar tras la conclusión de la Primera Guerra Mundial. Los efectos psicológicos de la guerra66 existían a una escala que antes hubiera sido inimaginable: 3,9 millones de estadounidenses participaron en el ejército y el 72 por ciento de ellos habían sido reclutados. Muchos soldados echaban de menos su hogar y les habían tenido que tratar en el frente por problemas emocionales. Se creía que la añoranza persistente además de ser peligrosa en sí, indicaba la aparición de una inminente crisis nerviosa o de la «fatiga de combate» Durante la guerra y varios años más tarde,67 los periódicos publicaron historias marcadas por la añoranza o intentaron reunir fondos para comprarles a los soldados que estaban en el frente instrumentos musicales a fin de aliviar su dolor emocional. La añoranza y la nostalgia también se usaban para explicar las deserciones sin verlas como actos de cobardía. Lejos del frente, las esposas recién casadas de los soldados68 se suicidaban inhalando gas o lanzándose con sus bebés a la bahía de San Francisco al no soportar estar separadas de su marido.

La añoranza no era una nueva dolencia. El Oxford English Dictionary la cita por primera vez en 1748, pero a principios de siglo ya se tenía constancia de una oleada de muertes por esta causa, y durante la Primera Guerra Mundial no hicieron más que aumentar los casos diagnosticados. Se creía que los jóvenes campesinos que se mudaban a las ciudades69 eran especialmente proclives a sufrirla, pero muchas otras personas también podían sentirla, desde las geishas llevadas de Japón a la Feria Mundial de 1904 en Chicago, hasta un hombre que echaba tanto de menos su hogar que robó un loro para que le dijera cosas cariñosas.

Otros animales también murieron de añoranza y nostalgia. Un caso en 1892 tuvo que ver con una mula70 enviada en tren a una granja cerca de la población de Independence, en Luisiana. A las tres semanas se dice que la melancólica mula regresó a Tennessee, recorriendo más de 600 kilómetros para volver a su hogar. Los perros que lloriqueaban de nostalgia71 eran noticia en la prensa de Chicago y a principios del siglo veinte se decía que Jocko, un mono mascota72 adquirido por la Marina de Estados Unidos durante la guerra contra España, echaba tanto de menos a la tripulación española con la que había vivido que intentó ingerir veneno. Su muerte se atribuyó a la mortífera melancolía que sintió a bordo. El mismo año, Jingo, un elefante africano73 fletado en una caja de madera de Inglaterra a Nueva York para reemplazar a Jumbo en el circo de Barnum, se negó a comer y murió a bordo. Su cuerpo fue arrojado al mar y se dijo que su muerte podía haberse debido a un posible caso de añoranza. Y al poco tiempo de morir John Daniel, una joven gorila hembra de montaña llamada Congo74 que había sido objeto de extensos estudios por el primatólogo Robert Yerkes, murió en la finca de John Ringling al sur de Florida. El New York Times señaló: «Se desconoce la causa de la muerte,75 pero podría perfectamente deberse a la soledad, la desolación y el deseo nostálgico de estar rodeada de los de su misma especie».

Incluso las aves se consideraban propensas a sufrir esta clase de dolencias. Hacia finales de la Primera Guerra Mundial, la familia de un niño pequeño de San Francisco76 dejó su casa rural para mudarse a un piso, con lo que el pequeño se vio obligado a desprenderse de Waddles, su pata mascota. El niño la llevó al parque Golden Gate y la dejó allí. Después de estar la pata buscándolos durante días sin dejar de graznar, el San Francisco Chronicle afirmó que Waddles se había muerto de nostalgia al haberse separado de su compañero. El artículo se publicó al lado de otro titulado: «Un soldado se arroja por la ventana abatido por sus heridas».

John Daniel fue embarcado en un arca de Noé abarrotada de animales nostálgicos que echaban de menos su vida anterior, como les sucedía a los humanos de principios del siglo veinte alejados de su hogar a los que tal vez no les resultaría fácil adaptarse a la nueva situación. El hecho de que esos animales pudieran padecer este tipo de dolencias parecía implicar la idea cada vez más extendida de que las mulas, los gorilas y otras criaturas eran conscientes de sí mismas y se daban cuenta de haber dejado atrás una vida más feliz.

Esos relatos de añoranza —y nostalgia— relacionados con la muerte de seres se usaban también a veces para justificar las jerarquías raciales que colocaban al hombre blanco por encima de los demás, tratando con condescendencia al resto de los mortales e intentando injustamente hacer que algunos humanos, así como ciertos animales, parecieran emocionalmente ser más frágiles que otros. Ota Benga, un pigmeo africano77 llevado a Estados Unidos a principios del siglo veinte y exhibido durante un tiempo en el recinto de los simios del Zoológico del Bronx, fue un ejemplo de ello. Se pegó un tiro en 1916, en Lynchburg (Virginia). Su muerte fue vista como una prueba de que no se había adaptado a la vida estadounidense por culpa de una nostalgia y añoranza que acabaron siendo mortales.

Osos, hombres y madres con el corazón roto

A finales del siglo diecinueve y principios del veinte un popular diagnóstico que se aplicaba a modo de comodín en las conductas y las muertes desconcertantes era la desolación. Al igual que la añoranza o la nostalgia, la desolación se consideraba un problema médico potencialmente letal que afectaba tanto a humanos como a otros animales. Además, un corazón roto no solo era malo en sí, sino que también podía llevar a la melancolía y a otras clases de problemas mentales. Un tratado de 1888 sobre este tema afirmaba: «Los manicomios de este país y los de cualquier otro78 están llenos de los destrozos mentales ocasionados por esos ciclones emocionales».

Desde la perspectiva del siglo veintiuno, muchas de las muertes atribuidas a la desolación79 podrían haber sido suicidios, pero hasta principios del siglo veinte socialmente era mucho más aceptable achacarlas al desconsuelo, y además de ese modo resultaba mucho más fácil cobrar la póliza del seguro de vida del difunto. Pese a los escépticos que se reían de las autopsias que confirmaban la muerte por desolación, la prensa publicaba a diario esta clase de historias, como la de unos amantes cuyos corazones habían dejado de latir80 a la misma hora, o la de una mujer que se murió de pena al descubrir que su pareja se había fugado con una chica más joven, o la de banqueros que sufrían un infarto al desplomarse el mercado en picado o perder todo el dinero invertido, y la de madres y padres que se quedaban destrozados al ahogarse sus hijos en las aguas congeladas al quebrarse la capa de hielo de la superficie en la que patinaban o al ser arrollados por un tren o secuestrados. Incluso una de las esposas de Brigham Young, el líder mormón, se murió al parecer del disgusto que se llevó cuando su marido la acusó de estar acostándose con otro. Los veteranos deprimidos y los derrotados también sucumbían a esta clase de destino, así como los inmigrantes atrapados en el limbo de la Isla Ellis. Al igual que las mujeres que tenían a su marido cumpliendo una larga condena en la prisión de Sing Sing y por lo menos una princesa india que murió de mal de amores.

El diagnóstico surgió de una idea compleja y moralizadora que tenía que ver con los riesgos de una mala conducta o con el precio del amor. También era una forma conveniente de explicar las conductas extrañas y los efectos fisiológicos del sufrimiento emocional que, a diferencia de ahora, todavía no se medicalizaba como una depresión o un impulso suicida. Y además no hay que olvidar que las historias le resultaban muy amenas a la gente.

Como ocurría con la añoranza, la prensa popular y a veces también la científica hablaban de animales desolados, muchos de los cuales eran perros. Las muertes caninas causadas por el desconsuelo no eran un fenómeno nuevo. Desde la antigüedad las historias de sabuesos leales que se morían de pena y tristeza81 cuando sus dueños o compañeros abandonaban este mundo se han estado loando como un modelo de fidelidad. Greyfriars Bobby,82 un skye terrier, estuvo al parecer catorce años pegado a la tumba de su dueño fallecido en el Edimburgo de la época victoriana hasta morir. Se dice que otros perros perecieron poco después de morir un animal del que se habían hecho amigos. En 1937, Teddy, un pastor alemán, dejó de comer83 al morir el caballo con el que convivía. Permaneció en el establo durante tres días hasta morir. Los caballos también se mueren de desolación,84 algo que a las mulas por lo visto no les pasa. Según datos de la Primera Guerra Mundial, un caballo atrapado en un hoyo lleno de agua abierto por un obús «forcejeará y se debatirá para salir de él85 hasta morir de desolación. En cambio, las mulas no se mueren porque, al no tener imaginación ni la misma visión de la vida, se quedan aguardando con calma y filosofía a que alguien llegue y las saque del lugar».

Además de las historias de a finales del siglo diecinueve y principios del veinte de perros fieles86 y de otras mascotas, los relatos de animales de zoos y circos que se morían de desolación eran muy habituales en aquella época porque esos seres también vivían cerca de la gente y no estaban destinados a convertirse en la cena de nadie. Tal vez no habría sido tan estimulante reconocer en un futuro bistec o en una pechuga de pollo la capacidad humana de otros seres de morir de desconsuelo. Desde finales de la década de 1880 hasta 1935 también se dijo que animales como Bomby, un taciturno rinoceronte del Central Park, un león marino ciego llamado Trudy, y un pingüino emperador que se negó a que lo alimentaran a la fuerza tras morir su pareja, murieron en Washington D. C. debido al desconsuelo. También se consideraba que los animales salvajes podían a veces morir por la misma causa,87 pero sobre todo estaba relacionada con su captura. Y en el siglo veinte la incapacidad de mantener con vida a muchos animales en cautividad, desde leones hasta pájaros cantores,88 también se atribuía a la desolación. En 1966 una orca llamada Namu89 fue la segunda que se pudo apresar viva. La llevaron al Acuario de Seattle, donde los espectadores la contemplaban mientras embestía con la cabeza el borde del tanque y chillaba desesperada. Sus llamadas eran a veces respondidas por las orcas que pasaban por el estrecho de Puget. Se ahogó después de quedar atrapada en una red, una muerte que el New York Times achacó a la desolación. A la cría de orca que acababan de capturar para que le hiciera compañía la enviaron al SeaWorld de San Diego. Se convirtió en la primera orca Shamu.

Muchos cuidadores de zoológicos del siglo veinte han relatado los riesgos de la soledad, el desconsuelo y la desolación que habían presenciado en su lugar de trabajo y los problemas psicológicos que según ellos conllevaban. Belle Benchley, directora del Zoológico de San Diego90 de 1927 a 1953, dijo en una ocasión: «La soledad les provoca melancolía a la mayoría de animales. Se consumen y mueren de pura soledad, lo cual explica muchas de las extrañas amistades que entablan». Una de esas amistades, en el Zoológico de Berlín91 en 1924, animó a un mono melancólico. Los cuidadores le ofrecieron un puercoespín.

Monarca

Hasta que los objetos expuestos se cambiaron por otros con las renovaciones de 2012, junto a la entrada de la cafetería de la Academia de Ciencias Naturales de California, en San Francisco, había en una vitrina el imponente cuerpo disecado de un oso pardo macho. Los visitantes pasaban por su lado para comprar sopa y porciones de pizza, sin saber que se hallaban ante toda una leyenda. En vida, el oso no tenía ni por asomo un aspecto tan dulce como el de ahora y encima la forma en que el taxidermista lo había disecado era para ponerse a llorar. Le había quitado hasta la última gota de ferocidad para reemplazársela por sangre de horchata, contrayéndole el rostro con una extraña sonrisita forzada, la clase de mueca que uno hace al charlar con alguien al que está deseando perder de vista. Y lo peor de todo es que los osos no sonríen. Las únicas partes de su cuerpo que había respetado eran las garras que, por cierto, estaban armadas de unas uñas corvas demasiado largas. Se ve que era un oso que no hacía demasiado ejercicio que digamos.

Se llama Monarca y ha estado expuesto en la Academia de Ciencias Naturales desde que murió en su jaula en el parque Golden Gate en 1911. En los años cincuenta el cuerpo disecado de Monarca sirvió como uno de los modelos92 para rediseñar la bandera de California. Los legisladores del estado decidieron que el oso que figuraba en la original se parecía mucho más a un jabalí que a una majestuosa figura decorativa. Desde entonces se han hecho miles de copias de la imagen de Monarca, que ha ilustrado desde bóxers y logos de bancos, hasta tazas para llevar de viaje y tatuajes. Y, sin embargo, son muy pocas las personas que saben que ese oso fue un ser vivo93 que respiraba y rasguñaba, y menos aún las que recuerdan que en una ocasión se dijo de él que había perdido las ganas de vivir hasta el extremo de correr el peligro de morir de desolación.

Monarca, el único ejemplo conocido de un oso pardo californiano disecado para ser exhibido, es una peluda metonimia de las drásticas transformaciones ecológicas y sociales que tuvieron lugar en el estado durante y después de la fiebre del oro, y una metáfora en forma de oso de las cambiantes actitudes de los sanfranciscanos hacia los espacios naturales que los rodeaban hasta mediados del siglo diecinueve. Los estadounidenses que pasaban por delante de la jaula de Monarca o que leían relatos sobre él en el periódico interpretaban su conducta de un modo que reflejaba la época en la que vivían, al igual que ocurrió con Tip y John Daniel. Monarca era el icono de unos espacios naturales que acababan de ser castrados,94 y la preocupación por su salud emocional reflejaba la nueva actitud romántica de la sociedad estadounidense respecto a las tierras salvajes de la nación, cada vez más «domadas» por medio de la matanza y el exterminio de los nativos americanos y de los temidos depredadores como Monarca que las habitaban.

Hasta la segunda mitad del siglo diecinueve, los bosques, los prados y las riberas de California estuvieron plagados de osos pardos. Cuando alguien sabía lo que se hacía, le resultaba muy fácil capturar uno. En 1858 un sheriff de Sacramento95 vendió un oso pardo salvaje por 15,50 dólares, y uno domado por 20,50. Cuando el trampero George Yount llegó a California en 1831 y se asentó en el Valle de Napa, dijo: «Hay osos por todas partes96 —en las llanuras, los valles y las montañas, e incluso merodeando por los campamentos—, por eso muchas veces en un día he llegado a matar cinco o seis, y en veinticuatro horas es muy normal haber visto cincuenta o sesenta».

En la década de 1850, Grizzly Adams, el famoso cazador de osos97 y empresario del espectáculo, viajaba con dos osos domados, Lady Washington y Ben Franklin, y exhibía a muchos más, a docenas, en una especie de zoo en San Francisco. Como a Ben Franklin lo habían capturado cuando todavía era un osezno lactante, Adams se lo dio a una hembra de galgo que acababa de tener una camada de cachorros para que lo alimentara, cubriendo las garras del osezno con manoplas de gamuza para que no la lastimara. La perra estuvo dando de mamar a Benjamin durante semanas, hasta que Adams empezó a alimentarlo con carne. Ambos osos viajaban cientos de kilómetros con Adams, algunas veces encadenados al carromato, y otras andando sueltos al lado, y de vez en cuando montados en él con Adams y la perra. Lady Washington también llevaba una mochila, arrastraba un trineo y movía árboles madereros, y ambos osos ayudaban a Adams a cazar osos pardos y otras piezas de caza que compartían a la hora de la pitanza.

Hasta bien entrada la década de 1860 se podían ver en las estaciones de ferrocarril osos encadenados o enjaulados98 realizando números circenses o comiendo los dulces y pasteles ofrecidos por los pasajeros que esperaban el tren. Se hablaba de un oso que tocaba la flauta. La gente también compraba entradas para ver a osos enfrentándose a toros. Algunos californianos incluso los adquirían como mascotas. La actriz y bailarina Lola Montez tenía dos descomunales osos pardos encadenados en la entrada de su casa de campo en Grass Valley. Pero a finales del siglo diecinueve a duras penas quedaban osos y los pocos que seguían con vida permanecían en las zonas más profundas de los bosques. Los que no habían sido abatidos99 se habían vuelto más precavidos y los cautivos ya no abundaban tanto como antes. Los animales que solo hacía varios años se encontraban por todas partes ahora los habían cazado hasta el punto de estar casi en peligro de extinción.

William Randolph Hearst, el excéntrico magnate californiano de la prensa,100 viendo sagazmente que los osos eran cada vez más escasos, decidió explotar el interés de sus lectores por la inminente extinción de un animal tan carismático. En 1889 contrató a Allen Kelly, un periodista con una cierta experiencia como cazador y trampero, para que capturara a un oso pardo con el fin de convertirlo en la mascota de uno de sus periódicos, el San Francisco Examiner, conocido como el «Monarca de los Diarios». Hearst esperaba que las ventas se dispararan al publicar el relato de la captura de uno de los últimos osos pardos del estado. Lo llamaría Monarca, como el diario.

Kelly empezó a poner trampas por las colinas que se alzaban detrás de Santa Paula, en el condado de Ventura, pero los osos las eludieron. Las semanas se convirtieron en meses,101 y seguía con las manos vacías. El director del diario para el que trabajaba lo despidió. Sin embargo, Kelly continuó intentándolo sin inmutarse. A los pocos meses un mexicano que había capturado a un enorme oso pardo102 en las montañas de San Gabriel del condado de Los Ángeles, le ofreció a Kelly vendérselo. El oso intentó furiosamente escapar de la trampa de madera, mordiendo y rompiendo los barrotes, y embistiéndola con su pesado cuerpo. Se pasó una semana entera enfurecido, negándose a comer.103 Les llevó todo un día atar una cadena a una de sus patas. Al final lo obligaron tirando de él a subirse a un tosco trineo para que lo transportara un grupo de asustados caballos. El resto del largo viaje a San Francisco lo hicieron en un carromato y luego en tren.

Incitados por los adornados relatos sensacionalistas104 del Examiner sobre su captura, acudieron veinte mil personas a ver a Monarca en su primer día en los Jardines de Woodward, un parque de atracciones del distrito de Misión. Vivió allí en una jaula de metal durante cinco o seis años, hasta que los visitantes perdieron el interés por él. Hearst decidió regalar el oso al nuevo parque Golden Gate en 1895. Pero poco tiempo después de la llegada de Monarca, los encargados del parque se empezaron a preocupar por una serie de temas más acuciantes que el oso, como las bicicletas, las nuevas máquinas que la dirección del parque temía que asustaran a los caballos o que causaran violentas colisiones. En el informe anual de los encargados del parque no aparecen más que dos escuetos comentarios relacionados con la llegada de Monarca. El voluminoso regalo del Examiner al principio «estaba descontento con su nuevo entorno e intentó escapar, pero ahora parece haberse resignado a su suerte y es una atracción muy popular».

Con el paso del tiempo, sin embargo, Monarca se acabó convirtiendo en algo que deprimía ver. En 1903 se pasaba todo el día metido en un hoyo105 que había escarbado en el centro de su recinto, entre dos grandes rocas. Con su gigantesca cabeza apoyada sobre sus garras, se pasaba el día entero contemplando el exterior por entre los barrotes de la jaula con la mirada perdida. Tal vez se escondiera para protegerse de las curiosas miradas de los visitantes, o a lo mejor le gustaba sentir el frescor de la tierra recién removida, pero como en febrero en San Francisco todavía no hace calor, ese hecho parecía evidenciar un largo y lento cambio en su conducta. Los encargados del parque declararon que Monarca desde hacía un tiempo «no era el mismo de siempre» y que parecía estar sufriendo un caso extremo de hastío vital. También sostuvieron que tal vez echara de menos106 su antigua vida de oso salvaje, cuando vivía rodeado de sus congéneres, y sugirieron que quizá corriera el peligro de morir de desconsuelo.

Y así fue, ya que en 1903 este oso pardo adulto, que de haber vivido en libertad habría recorrido a sus anchas un área de docenas, por no decir centenares, de kilómetros cuadrados, y que se habría alimentado de una variedad de hierbas, bayas silvestres, roedores, larvas, peces y de vez en cuando algún animal de mayor tamaño, había vivido durante catorce años metido en una pequeña jaula de metal y luego en otro espacio yermo que, pese a ser algo más grande, no dejaba de ser una jaula. El cambio de vida tan extremo de pasar de ser un oso salvaje que cazaba y buscaba los alimentos que le gustaban a convertirse en uno en cautividad con una dieta totalmente distinta sin poder hacer ejercicio, en un lugar repleto de humanos escandalosos en el que solo le llegaba de vez en cuando el olorcillo llevado por el viento de los bisontes del parque, probablemente le bastó para cambiar de conducta. Cómo la interpretaran los visitantes tenía más que ver con ellos mismos que con el oso.

Los sanfranciscanos que pasaban por delante de la jaula de Monarca en el parque y que leían historias sobre él en los periódicos e intentaban entender su mirada perdida también estaban cambiando, o al menos lo hacía el mundo que les rodeaba. Durante los años que precedieron a la captura del oso y mientras vivió en cautividad, se construyeron una gran cantidad de carreteras, canales, redes ferroviarias y barcos de vapor. La desmotadora de algodón de Whitney y otras invenciones recientes habían revolucionado la agricultura. Por primera vez en la historia de Estados Unidos había más americanos viviendo en ciudades que en las zonas rurales, y esas ciudades eran lugares inquietantes, plasmados en libros como La jungla de Upton Sinclair, publicado en 1906. Las tierras salvajes del Lejano Oeste se habían transformado en prados, granjas y pastizales, y en pueblos y ciudades más grandes; los búfalos habían desaparecido, las manadas de lobos se habían reducido y animales como el oso pardo californiano se habían extinguido. Los nativos americanos, con la población diezmada, fueron expulsados de las tierras que les quedaban sin poder hacer nada para seguir deteniendo la urbanización, la minería, la tala, la agricultura o la adquisición de tierras de pastoreo.

Esos grandes cambios,107 junto con la minería y la tala intensivas, y la expansión industrial, ayudaron a que Estados Unidos se convirtiera en una potencia económica a finales del siglo diecinueve. En 1896, siete años después de la llegada de Monarca a San Francisco,108 el historiador Frederick Jackson Turner anunciaba el cierre de las fronteras estadounidenses. Sostenía que las fronteras no solo habían hecho que Estados Unidos cambiara, sino que fuera un lugar mejor.

Desde hacía muchos años había un gran número de personas como Thomas Jefferson que se enorgullecían de las tierras salvajes y de la fauna y flora de su país,109 pero fue solo en las décadas de 1880 y 1890 cuando una creciente cantidad de estadounidenses empezaron a ver que tal vez fuera necesario proteger ese motivo de orgullo. Mientras Monarca permanecía con la cabeza apoyada sobre sus garras en el parque Golden Gate, John Muir viajaba por la cadena montañosa del estado y fundaba Sierra Club, el primer grupo conservacionista. Mucha gente se unió a la recién fundada Sociedad Audubon para la conservación de la naturaleza, y Turner, Roosevelt, Muir, Gifford Pinchot y otros lamentaron la pérdida de las tierras salvajes del país y los posibles efectos que podría tener en el carácter nacional, una cuestión sobre todo racista y masculina. Se crearon muchos parques nacionales nuevos, desde el Parque Nacional de los Glaciares hasta el de Yosemite.

La nostalgia por la vida salvaje de los colonos fue lo que inspiró a los hombres que podían darse ese lujo a acampar, cazar y realizar otras actividades al aire libre en las montañas Adirondacks o a explorar con guías las Grandes Llanuras. En 1910, el último año entero que Monarca pasó en el parque, Ernest Thompson Seton ayudó a fundar los Boy Scouts de América para enseñar a los jóvenes a desenvolverse en medio de la naturaleza e impedir que se volvieran demasiado urbanitas. Los turistas adinerados procedentes de las ciudades y los deportistas visitaban los nuevos parques nacionales, equipados con hoteles lujosos, balnearios, guardabosques y guardas forestales. Las ideas del Lejano Oeste americano se volvieron cada vez más idílicas.

Pero para asegurarse de que realmente fuera así, se hizo una limpieza de imagen de su historia. Lugares como Yosemite y Yellowstone ahora se podían ver como antídotos110 de las ciudades cada vez más insalubres y contaminadas, porque los espacios naturales ya no seguían siendo un campo de batalla o un lugar plagado de depredadores. Ahora se podían ver como parajes para renovar las energías, al menos para las personas con poder adquisitivo. Los esfuerzos para proteger y ensalzar esos espacios naturales111 eran, en cierto modo, un intento de proteger el mito del origen de Estados Unidos y el de los colonos individualistas que lo crearon. No había una mejor figura para las contradicciones inherentes a esta nueva idea de los espacios naturales que Monarca. El feroz animal que podía haber devorado fácilmente al típico visitante del parque Golden Gate estaba ahora enjaulado. Su voluminoso cuerpo se había reducido por la falta de ejercicio y sus garras se habían curvado de no usarlas. Visitarlo era divertido, resultaba más económico que ir a un hotel balneario de Montana. Como los osos grises ya no suponían una amenaza para los californianos, Monarca era la nostálgica figura del último ejemplar de su especie. Ahora los osos grises, en lugar de inspirar miedo daban pena. Al advertir la apatía, la desgana y la aparente tristeza del oso, los encargados del parque ordenaron la captura de una osa para que la antigua mascota tuviera una pareja.

Por desgracia, como en 1903 ya no quedaban osos grises en libertad en California, se capturó una osa en Idaho. Cuando descargaron la jaula en la que la transportaban en el recinto contiguo al de Monarca, él se levantó de pronto, escarbó la tierra y olfateó el aire. Un espectador dijo que la nueva osa «era la viva imagen de la expresión112 “ser gruñón como un oso”. Era feroz y le irritaban los fotógrafos… Tal vez hubiera sido mejor para el viejo Monarca llevar la desganada vida de siempre». Pero al final el oso y la osa parda idahonesa congeniaron de maravilla. Se aparearon y justo antes de las Navidades de 1904 nacieron dos oseznos.

Y, sin embargo, los ligeros problemas mentales de Monarca no desaparecieron con la gozosa llegada de Montana, su «mujer», como la prensa la llamaba, ni con el exultante nacimiento de los oseznos. Al igual que la gente había visto una actitud humana de hastío en Monarca, cuando uno de los oseznos murió a los tres días de nacer, el Chronicle tachó de mala madre a su pareja: «El pobre osezno ha muerto113 por una combinación de falta de atenciones y de hastío vital». Era una historia melodramática de una madre fría, egoísta y negligente que se negaba a prodigarle a su hijo ningún tipo de cuidados o de cariño. Los encargados del parque habían intentado enseñar a Montana a ser una madre responsable con sus diminutos y peludos retoños, pero al ver que era inútil los retiraron de su lado para hacerse cargo de ellos. Cuando un osezno enfermó y murió al cabo de poco, los periódicos dijeron que «había perdido las ganas de vivir».

Con el paso de los años Monarca dejó de ser el centro de atención de la gente, con una sola excepción. Tras el terremoto de 1906 y los violentos incendios que redujeron la ciudad a una pila de humeantes escombros, aparecía en un póster diseñado por un artista el oso suspendido a lo Godzilla sobre las ruinas de San Francisco con una flecha clavada en el lomo y un gruñido en los labios, alentando a los residentes a ser fuertes y reconstruir la ciudad devastada.

Cuatro años más tarde, se confirmó que Monarca114 era el único oso pardo californiano, cautivo o libre, que quedaba, aunque no sería por mucho tiempo. En 1911, tras vivir veintidós años en cautividad,115 la dirección del parque estimó que Monarca estaba decrépito y lo sacrificaron. Se anunció que su piel se expondría el Día del Trabajo en el museo del parque. Su esqueleto, salvo la mayor parte del cráneo disecado, se enterró en las inmediaciones. Más tarde se exhumó, se limpió y se entregó al Museo de Zoología de Vertebrados de la Universidad de California (Berkeley), donde sigue hasta el día de hoy. Monarca, como John Daniel, Tip y otros innumerables animales que le precedieron, se ha convertido en un espécimen. Pero, a diferencia de John Daniel y Tip, vivió tantos años gracias a su fortaleza, su salud de hierro, su determinación y su buena suerte. No se puede decir que hubiera llevado una vida de ensueño, pero al menos sobrevivió.

De niña, uno de mis libros preferidos era La telaraña de Carlota de E. B. White. En el rancho donde crecí vivía Mac, el hosco burro enano, pero también había gatos, pollos, alguna que otra cabra, varios conejos, burros de tamaño normal y un poni llamado Medianoche. Durante más tiempo del debido estuve convencida de que los animales cuchicheaban y discutían entre ellos cuando yo no podía oírlos. Y que si me acercaba andando de puntillas al corral de los burros o hasta detrás del gallinero, oiría lo que decían. Nunca llegó a suceder, pero estaba segura de que, si los hubiera pillado hablando, habría oído algo como lo que Wilbur, el cerdito parlante, dijo sobre que se iba a morir del disgusto.

En una dramática escena del penúltimo capítulo del libro, Wilbur está intentando salvar los huevos de la araña Carlota, su moribunda amiga. Wilbur le suplica a Templeton, la egoísta rata, la mala de la novela, que vaya a toda prisa al tejado para rescatar la bolsa de huevos de Carlota.

Templeton —dijo Wilbur desesperado—,116 si no dejas de hablar y te pones manos a la obra, todo se perderá y yo moriré del disgusto. ¡Por favor, sube!

Templeton estaba tendida panza arriba sobre la paja. Perezosamente, metió sus patas delanteras bajo su cabeza y cruzó las traseras, en una actitud de completa calma.

—Moriré del disgusto —repitió burlona—. ¡Vaya, vaya, qué enternecedor!

Hasta los animales ficticios han empezado a ser un poco cínicos en cuanto a la idea de sentirse uno desolado.

No me imagino lo que el veterinario conductista me habría respondido si yo, mientras él examinaba el cuerpo dolorido y magullado de Oliver tras saltar por la ventana de nuestro apartamento, le hubiera preguntado qué se podía hacer para curar su corazón roto. Me imaginé los titulares sobre Oliver en los periódicos: «Perro enfermo de amor al sentirse rechazado se arroja por la ventana de un edificio en busca de su familia», «Durante meses ha estado languideciendo como alma en pena», «A duras penas sobrevive a una espantosa caída de quince metros de altura», «Los dueños están desesperados por las facturas del veterinario».

Curiosamente, mucho después de que a algunos animales se les diagnosticara por primera vez que tenían el corazón roto, la idea se negó tercamente a desaparecer. Todavía se esgrime de vez en cuando como una forma de explicar las muertes misteriosas de animales. Y mientras la mayoría de veterinarios optan por no escribir «corazón roto» en la ficha de sus pacientes, existen historias de animales que se mueren por esta razón, así como relatos de animales aquejados de dolencias más modernas como la depresión, o de trastornos anímicos generalizados.

En el año 2010 dos viejas nutrias macho117 que habían sido inseparables durante quince años, murieron con una hora de diferencia la una de la otra en el zoo de Nueva Zelanda. Solo una estaba enferma. Sus cuidadores creyeron que la segunda había muerto de pena. El etólogo Marc Bekoff también escribe sobre animales desconsolados. En La vida emocional de los animales narra la historia de Pepsi, un schnauzer mini118 que un veterinario le regaló a su padre. El perrito y el anciano se volvieron inseparables, durante años estuvieron compartiendo la misma comida, la misma silla y la misma cama. Pero cuando el perrito tenía ocho años el anciano se suicidó. A partir de entonces Pepsi fue debilitándose y encerrándose en sí mismo, sin llegar a recuperarse nunca de la muerte de su compañero, y al final murió. El veterinario estaba convencido de que había fallecido de pena; es decir, tras la desaparición de su dueño, el schnauzer mini había perdido las ganas de vivir.

En marzo del 2011 otra historia de corazones rotos119 se propagó por Internet. El cabo Tasker, un soldado del Cuerpo Veterinario del ejército británico, murió en un tiroteo en Helmand, Afganistán. Theo, su perro, un springer spaniel adiestrado para olfatear explosivos, lo presenció todo. A Theo no lo hirieron en el tiroteo, pero a las pocas horas pereció de un ataque epiléptico mortal causado, según los testigos, por el estrés y el dolor por la pérdida de su compañero.

Estas historias contemporáneas, como los relatos anteriores sobre animales desolados, tratan tanto de ellos como de nosotros, los humanos, porque nos ponemos en la piel de un perro o nos imaginamos lo que le está rondando por la cabeza y lo que está sintiendo una nutria. Le damos sentido a su conducta al ver reflejados en los animales nuestros propios sentimientos y miedos. Aunque sea sin duda una especie de antropomorfismo, también es muy legítimo atribuírselo. Nos imaginamos cómo, de estar en su misma situación, también podríamos languidecer y morir de pena al perder a un ser querido. La mayoría de personas conocemos a alguien al que le ha ocurrido.

A comienzos de la década del 2000 la cardióloga Barbara Natterson-Horowitz de la UCLA se topó con su primer caso de cardiomiopatía de takotsubo, un síndrome recientemente identificado caracterizado por un fuerte dolor torácico y unos niveles de catecolaminas anormalmente altos. Llevaba a toda prisa a sus pacientes a que les hicieran un angiograma esperando encontrar coágulos de sangre o signos de cardiopatía, pero no había nada que les estuviera taponando las arterias coronarias. Esos hombres y mujeres no estaban teniendo un infarto, la única anomalía de su corazón era unos bultos extraños en forma de bombilla en el ventrículo izquierdo que impedía a los órganos contraerse con fuerza.

Los cardiólogos japoneses llamaron al síndrome120 a mediados de la década de 1990 «trampa de pulpos» porque el tejido bulboso, en lugar de recordarles la forma de una bombilla, les parecía más bien un takotsubo, los recipientes redondos de cerámica con los que los pescadores japoneses capturan a los cefalópodos. El área fofa hinchada del músculo del corazón hace que el ventrículo se contraiga de manera arrítmica y débil, bombeando la sangre en espasmos intermitentes. Esto es lo que les produce un dolor torácico tan intenso a los pacientes que acuden a urgencias después de sufrir un súbito problema cardíaco. Pero lo que más le sorprendió a Natterson-Horowitz fue que el takotsubo no venía de una cardiopatía ni de un defecto congénito en el corazón, sino de un gran estrés y dolor emocional. Los pacientes se presentaban en el hospital sufriendo contracciones débiles tras haber presenciado la muerte de un ser querido, antes de ser enviados a la cárcel, o después de haber perdido los ahorros de toda una vida o de haber sobrevivido a un terremoto. En Zoobicuidad, el libro que coescribió junto con la periodista Kathryn Bowers, afirma que este nuevo diagnóstico es la prueba de la poderosa conexión121 entre la mente y la salud del corazón, confirmando una relación causal que muchos médicos consideraban «más metafórica que diagnosticable». Ella y Bowers señalan varias fascinantes estadísticas sobre salud pública,122 como un mayor índice de paradas cardíacas entre los israelíes angustiados por los misiles Scud lanzados durante la Guerra del Golfo de 1991, estadísticas que sugieren que el pánico y el pavor que les infundían mataron a muchas más personas que los propios misiles.

Durante los días siguientes a los ataques terroristas del 11-S perpretados por Al Qaeda, en los pacientes estadounidenses con marcapasos se dio un aumento de un 200 por ciento en la cantidad de arritmias que pueden llegar a ser mortales. Y en 1998 cuando Inglaterra perdió la Copa Mundial al ganar Argentina en un emocionante penalti lanzado en el último minuto, la tasa de infartos en el Reino Unido aumentó un 25 por ciento en un solo día. A partir de entonces otros estudios europeos han corroborado la relación entre el estrés de los espectadores y la salud del corazón. Irónicamente, los juegos con finales reñidas y emocionantes123 son especialmente peligrosos para los fans.

En la primavera del 2005 el veterinario jefe del Zoo de Los Ángeles le pidió por teléfono a Natterson-Horowitz que viniera para consultarle sobre Spitzbuben, un tamarino emperador que sufría una parada cardíaca. Esos monitos tienen un enorme bigote blanco a lo Fu Manchú que hace que hasta las hembras jóvenes parezcan unos sabios ancianos. Natterson-Horowitz, entusiasmada por la oportunidad de conocer a uno, intentó establecer contacto visual con el tamarino hembra para tranquilizarla, como habría hecho con un paciente humano. Pero el veterinario le advirtió que no lo hiciera porque le podría provocar una «miopatía por captura», matándola antes de que les diera tiempo a intubarla. Cuando los animales, sobre todo las presas nerviosas como los ciervos, los roedores, los pájaros y los pequeños primates como Spitzbuben se descubren entre los dientes de un depredador, atrapados en una trampa o con un veterinario mirándoles fijamente a los ojos, lo cual para ellos es una escena tan aterradora como las otras, son inundados por una oleada de adrenalina y otras hormonas del estrés. Y este torrente hormonal es tan potente que a veces puede dañarles las cámaras de bombeo del corazón, por lo que las contracciones se vuelven tan débiles que la sangre deja de circular y el animal puede llegar a morir. La primera persona en reconocer una miopatía por captura fue un cazador hace más de un siglo. Animales de caza mayor como las cebras o los alces americanos a veces morían después de una larga persecución, aunque los cazadores no hubieran conseguido dar en el blanco. Desde entonces la muerte súbita de animales aterrados124 se ha estado observando por todas partes del reino animal, desde las langostas de Noruega pescadas en el lecho marino y los caballos salvajes aterrorizados por las rondas de los helicópteros del Departamento de Territorio y Sostenibilidad, hasta la versión del Tännhauser de Wagner interpretada por la Orquesta Real Danesa en un parque de Copenhague a mediados de la década de 1990 que hizo que un okapi en cautividad de seis años que la podía oír a lo lejos caminará nerviosamente de un lado a otro para intentar escapar del recinto hasta que murió. Sus veterinarios citaron la miopatía por captura como la causa de su fallecimiento.

Observar las distintas formas de describir el bienestar emocional y las enfermedades a lo largo de los años nos ofrece una especie de historia paralela de cómo se ha interpretado la mente y el corazón de los seres humanos. No solo revela la inutilidad de intentar separar los traumas emocionales de la fisiología, sino también la imposibilidad de desvincular las enfermedades de la historia. Donde las generaciones anteriores veían locura, añoranza, nostalgia y desconsuelo, los veterinarios y médicos de la actualidad ven trastornos por ansiedad y del estado de ánimo, trastornos obsesivo-compulsivos, depresión y miopatía por captura. De igual modo, los miedos debilitantes que infundían los carros de bomberos tirados por caballos o las oscilantes lámparas de gas, apenas nos asustan ahora a nosotros o a nuestros animales de compañía, pero tal vez lo hicieran en el pasado.