Introducción

“Una misma cosa es el amor a la técnica
y el amor a la humanidad”.

Hipócrates de Cos

Confieso que cada vez siento mayor incomodidad al constatar que, en diferentes contextos de reflexión, se tiende a equiparar la humanización con el trato cálido, acogedor, en las relaciones asistenciales. Casi como si lo más genuinamente humano estuviera en estas cualidades de las relaciones de ayuda.

Hablar de humanización, en cambio, es mucho más comprometedor: reclama la dignidad intrínseca de todo ser humano y los derechos que de ella se derivan.

Fácilmente se tiende a describir el fenómeno de la deshumanización de la práctica sanitaria asociado al desarrollo tecnológico y a la despersonalización. Si por un lado parece fácil adherirse a la lamentación por este proceso, no parece tan fácil, por otro lado, definir, aclarar, profundizar, sobre el significado de una seria humanización del mundo de la salud, siendo así que es el problema bioético fundamental.

A mi juicio, vivimos en una sociedad más humana respecto a la del pasado. Vivimos en un momento de la historia en el que la dignidad de la vida humana está más considerada a la vez que grandemente violada.

El Diccionario del Uso del Español de María Moliner dice que humanizar es una palabra moderna que ha sustituido a humanar, lo formula así: “Hacer una cosa más humana, menos cruel, menos dura para los hombres”. Hablar de humanizar algunos ambientes supone partir de una idea: cómo debería vivir el ser humano para realizarse plenamente como tal.

Humanizar una realidad significa hacerla digna de la persona humana, es decir, coherente con los valores que percibe como peculiares e inalienables, hacerla coherente con lo que permite dar un significado a la existencia humana, todo lo que le permite ser verdadera persona.

Ser rico en humanidad consiste en restituir la plena dignidad y la igualdad de derechos a cualquier persona que se vea en dificultades y no pueda participar plenamente en la vida social. La riqueza de humanidad es un compromiso con las capas débiles y los sujetos frágiles, que finalmente configura la propia personalidad. Quien tiene la cualidad de la humanidad mira, siente, ama y sueña de una manera especial. La riqueza de humanidad transforma y cualifica la propia sensibilidad personal: no mira para poseer, sino para compartir la mirada; y, en lugar de creer que el individualismo posesivo es la última palabra, piensa que solo la sociedad cooperativa, convivencial y participativa es digna de ser deseada.

La conocida segunda formulación del principio categórico de Kant es evocada como “principio de humanidad”. Dice así: “Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza”.

La pre-ocupación por el otro vulnerable constituye la fuerza motora de la humanización. Ya no solo es ocuparse de él aquí y ahora, sino anticipar esta ocupación, pensar en él, prever sus necesidades; en definitiva, ocuparse con antelación, y esto es, precisamente, preocuparse. Esta preocupación por el otro puede articularse de una doble manera: el cuidado competente y el cuidado personal. Gabriel Marcel diría que “lo humano no es verdaderamente humano más que allí donde está sostenido por la armadura incorruptible de lo sagrado. Si falta esta armadura se descompone y perece”.

Humanizar el mundo de la salud es un proceso complejo que comprende todas las dimensiones de la persona y que va desde la política hasta la cultura, la organización sanitaria, la formación de los profesionales de la salud, el desarrollo de planes de cuidados, etc.

En el mundo sanitario, humanizar significa hacer referencia al hombre en todo lo que se realiza para promover y proteger la salud, curar las enfermedades, garantizar un ambiente que favorezca una vida sana y armoniosa a nivel físico, emotivo, social y espiritual.

En los ambientes de salud se habla más humanamente del hombre cuando los cuidados suministrados, a todos los niveles, revelan a las personas devastadas por la enfermedad física o mental la palabra fundamental que pueda pronunciarse: “Tú eres una persona”. Decir esta palabra que “humaniza”, que da “significado” a un ser fácilmente condenado a la insignificancia, compromete a la comunidad no solo a nivel teórico, sino también y en primer lugar a nivel de las actitudes de fondo.

La humanización a introducir en la práctica sanitaria es más radical que la simple recuperación de los aspectos filantrópicos que hay que tener en cuenta, o que la cualificación de las relaciones profesionales; va más allá de la competencia profesional en la relación con el enfermo y la familia.

Un primer aspecto humanizador de la salud se centra en el respeto a la unicidad de cada persona. Cada persona es irrepetible, no puede ser generalizada, y responde con un estilo propio a las crisis de la vida. El peligro es que todo el tiempo sea absorbido por la enfermedad y que no quede nada para las personas. En segundo lugar, el contacto debe intentar reconocer el protagonismo de los pacientes y familiares en los procesos de salud. Para convertirse en protagonista, el enfermo debe ser ayudado a comprender su situación con una información clara y precisa. Además, para poder asumir responsabilidades, el enfermo tiene derecho a conocer las opciones terapéuticas disponibles; de lo contrario, solo desempeñará un papel pasivo de dependencia.

Con frecuencia hablamos de la importancia del concepto de calidad de vida, vinculado con el de dignidad de la vida humana. Atender a la calidad de vida es una exigencia moral innegable si con ello nos referimos a cualquier tipo de acción orientada a crear condiciones más favorables para la expansión y desarrollo de cualquier ser humano… Una comprensión global de la calidad de vida que mire a las condiciones de vida que respondan a la dignidad humana para el mayor número posible de personas merece una consideración moral seria.

La calidad de vida nos hace referir la vida, verla de manera comparativa consigo misma en otras circunstancias o con otros. Por eso, humanizar las relaciones es parte del principio de responsabilidad al que se refiere Hans Jonas.

La responsabilidad ha de extenderse a todos los seres humanos, porque, hemos de decirlo, también los más débiles tienen el peligro de plegarse ante las dinámicas perversas que los esclavizan o que los hacen objetos, en lugar de sujetos de su propia historia. Los frágiles, los enfermos, los pobres, deben pasar de la resignación y pasividad a la confianza en sí mismos y a la colaboración solidaria en el camino a la salud. El individualismo puede ser también en ellos el peor enemigo para su sanación. Todos los hombres y mujeres, todos los pueblos, sanos y enfermos, incluidos los más débiles, tienen derecho a ser sujetos activos y responsables en el desarrollo de sí mismos y de la creación entera.

Humanizar la vida cuando esta se presenta en situaciones de precariedad significa, ante todo, comprometerse por erradicar las injusticias, sus causas y sus consecuencias, las condiciones no saludables –en cualquiera de las dimensiones de la persona– de vivir los límites de la naturaleza, responsabilizándose al máximo de la propia historia y de la de los semejantes. También en situaciones de extrema precariedad, como nos ha ayudado a tomar conciencia Vicktor Fankl, mostrando cómo se puede ser libre y responsable en medio de la esclavitud.

En el mundo de la acción social y de la salud, donde nos encontramos con la dignidad humana que nos interpela presentándosenos vulnerable y precaria, la humanización consistirá en promover al máximo la responsabilidad en los procesos de integración y de salud, evitando que las relaciones de ayuda se conviertan en intervenciones paternalistas y sustitutorias allí donde la responsabilidad del individuo pueda participar –en mayor o menor medida– en la lucha por la dignidad no solo como algo debido, sino también como algo conquistado.

De ahí que haya tantas situaciones que denunciar y que interpelan las relaciones interpersonales en la práctica sanitaria, necesitada de humanización no solo en clave de cordialidad y ternura, sino en clave de verdadero respeto de los derechos de todos los seres humanos en virtud de su dignidad. Hablar de humanización es también hablar de derechos. Sin duda, también el derecho a una relación de ayuda adecuada a la situación de cada uno.

Desde hace años me intereso por la humanización del mundo de la salud desde el Centro de Humanización de la Salud que dirijo, de los religiosos camilos. Desde esta atalaya, desde donde contemplo y participo de la realidad de la salud y de la enfermedad en diferentes países y continentes, constato que la lamentación por la deshumanización constituye una realidad universal.

La conciencia de que la persona enferma no es siempre tratada con la dignidad que le es inherente, la tenemos siempre que se producen procesos de despersonalización en las relaciones, siempre que las necesidades no son satisfechas a la medida del hombre, siempre que la tecnología anula o reemplaza la insustituible importancia del encuentro interpersonal, siempre que los criterios economicistas impiden que los valores más genuinamente humanos estén en el centro de los programas y servicios que tienden a prevenir, a curar, a cuidar, a proteger en la dependencia…

Por tanto, el deseo de humanizar, de hacer de cuanto tiene que ver con la salud y la enfermedad algo digno de la condición humana, es también universal. Por eso, aquí y allá, en los países pobres y en los ricos, con un sistema sanitario o con otro, en todo el mundo se siente la importancia de la humanización.

Quizás sea esta la tarea fundamental del hombre: la de tender hacia ser realmente persona, persona en relación, capaz de encontrarse con los demás en la vulnerabilidad y acompañarles a ser personas también en medio de la “estación oscura de la vida”.

El imperativo de humanizar lo experimentamos especialmente al contemplar “la desnudez del rostro” humano que, como dice Lévinas, es indigencia1. Reconocer al otro es reconocer a un hombre. “El rostro se me impone sin que yo pueda permanecer haciendo oídos sordos a su llamada, ni olvidarle”2, es decir, sin que podamos dejar de sentirnos responsables de su miseria y actuar en consecuencia.

Si la lamentación por la deshumanización y el deseo de humanizar es sentido universalmente, menos fácil es encontrar una reflexión articulada en torno al significado de humanizar. Ciertamente humanizar no es una tarea que tenga que ver exclusivamente con el mundo de la salud. Afecta a la cultura, a la política, a la educación, a la economía. En realidad afecta a todos los ámbitos en los que el ser humano se realiza y despliega su ser.

Pero el mundo de la salud y del sufrimiento producido por la enfermedad es un lugar donde se siente especialmente esta necesidad. Quizás sea justamente la vulnerabilidad impuesta por la naturaleza y la fragilidad experimentada ante la enfermedad la que desencadena el sano deseo de responder ante el otro a la medida del hombre.

Cuando la respuesta a la fragilidad del otro que nos interpela y nos necesita permite hablar de justicia, de salud protegida, creada y vivida como experiencia biográfica, de salud física, relacional, emocional, mental y espiritual, de salud en el modo de vivir el límite y la relación en medio de la impotencia, de soporte emocional y cuidado paliativo, entonces sentimos el orgullo de ser hombres, de ser personas llamadas a hacernos ser unos a otros.

Razón y corazón han de dialogar sabiamente con una inteligencia ética integrada que supere el racionalismo y el emotivismo para humanizar la vida, porque no es lo mismo ser humano que vivir humanamente y precisamente esta última es la tarea que nos ha sido encomendada a cuantos vivimos.

1 . LÉVINAS, E., Humanismo del Otro Hombre, Caparrós Editores, Madrid 1993, p. 98.

2 . LÉVINAS, E., Humanismo del Otro Hombre, Caparrós Editores, Madrid 1993, p. 46.