–En realidad esto debería llamarse Bahía Aburrida –suspiró Naty, tan aburrida como sus dos primas.

–Ajá –le dio la razón Cintia, mientras pintaba florecitas sobre el esmalte rosado que usaba Ariadna en las uñas.

–La idea fue de ustedes –las culpó ella–. Nunca me gustó la onda de dormir en carpa en una playa.

Y tenía razón.

Las tres estaban a poco de cumplir los trece años y lograron convencer a sus padres de que las dejaran irse solas una semana de enero a algún lugar con mar.

“Tenemos teléfonos móviles. Ustedes pueden venir todos los días, pero no es necesario, para asegurarse de que estamos vivas y enteras”, habían dicho cada una en su casa y a fuerza de repetirlo, les dieron el medio sí.

Naty y Cintia buscaron el lugar por internet. En Google pusieron “playa”, “seguro”, “adolescentes”. Así, hallaron la página que promocionaba a Bahía Macabra como “el sitio con mar más seguro para las vacaciones de los adolescentes”.

Parecía ideal, porque además quedaba a 100 km de la ciudad donde ellas vivían. Eso terminó de completar el sí de sus padres y, en la camioneta del papá de Ariadna, llegaron a Bahía Macabra. En las mochilas llevaban lo necesario. Pensaban estar en traje de baño de sol a sol y, en el pequeño pueblo que había frente a las playas, alquilaron una carpa.

El primer día estuvo lleno de alegría y de ansiedad. Pero cuando pasaron dos jornadas en las que no vieron otras personas, mucho menos a jóvenes como ellas, el ánimo se les derritió como un helado sobre una estufa.

Eso solo para empezar. Las playas eran pequeñas, el agua heladísima, las olas tenían la fuerza de una locomotora sin frenos. Se sumaba un vientito eterno que hacía volar la arena rasguñándolas con cada granito; debían andar con suéteres, medias y zapatillas.

Resultado: desde su llegada, se la pasaban en la carpa chusmeando, ensayando maquillajes, contando chistes verdes o panza arriba maldiciendo su destino.

–Salgamos a explorar –propuso Naty–. Algo interesante debe haber.

–Pero no vayamos al pueblo. Está lleno de jubilados y huele a naftalina –condicionó Cintia.

Al menos, contaban con el humor de esa rubiecita llena de pecas, que las hacía reír con cada comentario.

–Mejor llamemos a mi papá para que nos venga a buscar. ¿No les tienta más estar en la pile del club? –intentó detenerlas Ariadna.

No lo logró. Sus primas casi la arrastraron fuera de la carpa y las tres comenzaron a caminar por la playa, mojándose apenas los pies en el agua helada que les llegaba como una marea en miniatura coronada por espuma.

En cierto punto, la playa, que siempre estaba vacía, se interrumpía por un peñón. Una fina franja de arena les permitió pasar al otro lado donde esperaban hallar un balneario rebosante de jóvenes de su edad. Sin embargo, se toparon con una playita que era el umbral de una caverna.

–¡Entremos! –ordenó Naty–. A lo mejor hay un tesoro dentro.

–Tal vez encontremos un trío de chicos –imaginó Cintia–, que entraron a explorar porque estaban tan aburridos como nosotras.

–O toda la basura que debe meter ahí la marea cuando sube –Ariadna era la más cauta y realista de las tres–. Insisto: volvamos y llamemos a mi papá…

–¡No, nena! –se impuso Naty–. Voy a entrar. ¿Me seguís, Cintia?

La chica se sintió tironeada: tenía ganas de vivir alguna emoción, pero sabía que no convenía meterse donde nadie las había llamado.

–No, yo me vuelvo con Ariadna –respondió.

Naty se sintió traicionada. Mascullando algo ininteligible, caminó hacia la boca de la cueva.

Fue la última vez que sus primas la vieron…

 

 

La luz del sol se apagaba a escasos metros de la entrada de la caverna, pero en el fondo una luz movediza doraba las paredes de roca. Naty fue hacia allí y llegó a una alta, cóncava sala; más adelante, el techo se achicaba formando otro túnel que se perdía en el interior del peñón.

El piso era de arena, tachonado con rocas de diversos tamaños y formas, y en el centro ardía una fogata.

–¡Lo sabía! –celebró, creyendo que encontraría a otros de su edad o mochileros que habían escogido la cueva como refugio.

Se equivocaba.

Una pesada mano se apoyó en su hombro.

Giró sobresaltada. Frente a ella había un ser extremadamente alto y grueso. En su rostro solo tenía un par hoyos oscuros donde debía haber ojos y un hueco vacío en lugar de boca.

Lo que más la horrorizó fue que ¡estaba hecho de arena! Una arena gris opaco en algunas partes y arsénico en otras.

–No me haga nada –rogó Naty; se le entrecortaba la voz y temía desmayarse–. Entré de puro metida.

Intentó huir, pero el hombre de arena se le interpuso. Levantó una mano y la salida de esa sala quedó clausurada por una inmensa roca que se movió por sí sola. ¡Estaba atrapada con aquella criatura pavorosa!

–Déjame salir, por favor…

El engendro pareció no escucharla. En cambio, le dijo:

–Voy a mis otras guaridas, debo aumentar mi colección. Pero hay algo en esa olla. Si lo comes, cuando vuelva te dejaré libre.

No le dio tiempo a Naty de decir algo más. El horrendo comenzó a fundirse con la arena del suelo, como si esta se lo tragara, y desapareció por completo.

Desesperada, Naty intentó mover la roca que la mantenía presa, mientras suplicaba por ayuda y llamaba a sus primas.

La roca no se movió ni un milímetro; nadie vino a rescatarla. En ese momento recordó que su teléfono móvil estaba en la mochila, dentro de la carpa, adonde sin duda deberían estar esperándola Cintia y Ariadna.

Sin otra opción, prefirió obedecer al secuestrador de arena. Corrió hasta la olla y al destaparla, lanzó un alarido de espanto y asco.

Dentro bullía un caldo espeso en el cual nadaba ¡una mano!

Debía comérsela para pagar su libertad, pero ¿podría?

El tiempo pasaba.

El hombre de arena volvería en cualquier momento.

Como hacía su perro, Naty cavó en el suelo. Luego, con los ojos cerrados, usando la punta de sus dedos como una pinza, sacó la mano de la olla. La enterró y alisó la arena para no dejar indicios de lo que había hecho.

Sentada con la espalda contra una de las paredes de la caverna y llorando la encontró el hombre de arena cuando resurgió del suelo.

–¿Te comiste la mano?

Ella asintió con un leve cabeceo. El otro la miró con fijeza y repitió la pregunta.

–Sí, me la comí y estaba muy sabrosa –mintió Naty, a la vez que esquivaba la cruel mirada.

El hombre de arena gritó:

–Mano, ¿dónde estás?

El eco amplificó la pregunta. No hubo respuesta, en cambio del lugar donde había enterrado la mano asomó un puño y luego, extendió los dedos como si fuera una araña.

–Me mentiste –bramó el hombre de arena.

La agarró con brutal fuerza y la arrastró aún más profundo en la caverna.

Sus ojos se tiñeron de espanto: adentro había decenas de cadáveres ¡decapitados! En un rincón, se acopiaban las cabezas cortadas de cada uno de ellos.

Su alarido también fue copiado por el eco.

Afuera nadie pudo escucharla.

 

 

Se hizo de noche. Naty no regresaba y Cintia se alarmó.

–Vamos a buscarla –insistió preocupadísima a Ariadna.

–Sigue enojada y quiere mortificarnos –la contuvo–. No es la primera vez que hace algo así.

Sin embargo, no pudo calmar a su prima.

–Voy sola, pero cuando volvamos levantamos todo y nos vamos de acá –aseguró la chica, saliendo de la carpa.

–Te tomo la palabra –le dijo y se recostó a dibujar sombras con las manos, usando la luz de su linterna.

Cintia recorrió el mismo camino de esa mañana. El cielo estaba lleno de estrellas y la luna era rotunda: parecía de día. Por eso, no sufrió ningún percance hasta que llegó a la cueva.

Al entrar tuvo la sensación de penetrar en la boca de un dragón. Pero cuando más adelante percibió los reflejos que una fogata, gritó aliviada:

–¡Naty!

Corrió esperando hallar a su prima, pero a mitad del camino se le cruzó el monstruo de arena.

Aterida de miedo, pretendió huir, pero una roca había tapado la salida. Detrás, percibió la cercanía de la horrenda criatura.

–Sé a quién buscas, está aquí. Como no cumplió con su palabra, es parte de mi colección.

–¿Colección?

–No querrás verla, te lo aseguro –el hombre de arena lanzó una carcajada que partió los tímpanos de Cintia–. Debo irme, pero bajo esa servilleta hay una fuente con tu cena.

–¡No tengo hambre! Quiero irme y llevarme a mi prima.

–Puedo acceder a eso, pero a cambio cuando vuelva deberás haber comido lo que hay ahí…

Empezó a ser absorbido por la arena. Cuando desapareció ni rastros de él habían quedado en el suelo.

Cintia intentó buscar otra salida. Pero debió rendirse y, con desconfianza, levantó la servilleta.

Sobre la fuente había… ¡un brazo!

Retrocedió mareada, a punto de vomitar. Pasó varias horas hecha un nudo en un rincón hasta que se dio cuenta de que su captor regresaría en cualquier momento. Si quería salir de ahí junto a Naty debería acceder a la condición que le había impuesto.

Sin evitar las arcadas, agarró el brazo y, luego de ponerlo en el piso, lo cubrió con varias rocas. Confiaba que así no lo notaría.

Terminó a tiempo para cuando el aberrante hombre resurgió de entre la arena. Acicateándola con su vacía mirada, preguntó:

–¿Te comiste el brazo?

–Sí. Ahora debes dejarnos salir.

El otro esperó unos segundos. Luego, gritó:

–Brazo, ¿dónde estás?

Hubo ruido a rocas que ruedan. Venían del montículo que Cintia había armado para tapar su “cena”. Poco a poco, las rocas fueron moviéndose y el brazo fue una serpiente reptando por el piso.

–¡Mentirosa! Como tu prima y todos los demás –gritó el hombre de arena y la empujó hasta el recinto que había más adentro de la cueva–. Te presento mi colección –le dijo, señalándole los cuerpos decapitados y las cabezas.

Cintia reconoció la de Naty. El fuego del terror la calcinó y antes de desvanecerse, alcanzó a distinguir el filo de una piedra fina y plana como un machete, que iba derecho a su cuello.

 

 

En la carpa, Ariadna se despertó sacudida. Se había quedado dormida jugando con las sombras y calculó que hacía muchas horas que Cintia había salido a buscar a la tercera del grupo.

Estaba preocupada de verdad: de Naty podía esperar una pequeña venganza, pero no de Cintia. Iluminando sus pasos con una linterna, salió y siguió las huellas que la llevaron hasta la caverna.

–¡Cintiaaaaaaa! ¡Natyyyyyyyyyyyyyy! –las llamó sin atreverse a entrar.

No tuvo respuesta. Obligada penetró en la cueva y llegó a la sala donde ardía la fogata.

Nadie.

Avanzó hasta al recinto que había más allá y con la mano tapó su grito cuando divisó lo que había dentro.

–Tus primas y todos los demás me mintieron. Eso recibieron como castigo –le dijo desde atrás el hombre de arena.

Ariadna giró y al verlo, por instinto decidió mostrarse valiente. Sabía que el peor enemigo, se vuelve poderoso con el miedo de los demás.

–Es tu turno –le indicó la monstruosidad–. Voy a mis otras guaridas, tengo que aumentar mi colección. Cuando vuelva, deberás haberte comido lo que hay sobre esa roca. Si no, ya sabes cuál será tu destino –y se desgranó delante de ella.

Canalizando su horror en acción, Ariadna miró sobre la roca y halló lo que debía comer.

–¡Un pie! –Creyó enloquecer–. ¿Mi vida depende de que me coma el pie de un muerto?

Otra vez usó la razón. Agarró una roca igual a una pelota de futbol. Usándola como mortero, aplastó el pie; estaba seco y por eso, quedó a la mitad de su grosor.

Se sacó una media y lo metió ahí dentro. Luego, lo escondió bajo el suéter, a la altura de su vientre.

Trabajó rápidamente, convenciéndose de que esa macabra labor le salvaría la vida.

Y cuando el hombre de arena volvió a materializarse, la encontró parada en actitud desafiante.

–¿Te comiste el pie?

–Sí.

–Pie, ¿dónde estás?

Algo se movió bajo el suéter de Ariadna. ¡Era el pie! ¡Tenía vida propia! Quería escapar de la media, pero daba la sensación de que estaba en el estómago de la chica.

–¿Ves? Me lo tragué. Ahora déjame libre –le exigió.

–¡Te lo comiste! –exclamó el otro, engañado por el timo. Pero eso no trastocó mágicamente su alma asesina–. Te di mi palabra, pero no puedo dejarte ir luego de que viste mi colección.

Del piso, levantó la roca que usaba como machete y le lanzó una cuchillada.

Ariadna fue rápida: dio un salto hacia atrás y apenas recibió un leve corte en una mano.

Sin dejarse turbar, comenzó a arrojarle rocas a su adversario. Una le dio en la frente y le deshizo casi la mitad de su inmensa cabeza.

Comenzó a trastabillar.

Ella aprovechó: halló una piedra igual a una estaca. Se abalanzó contra él y se la encestó en el pecho.

De la herida manó un oscuro y viscoso líquido. Brotaba manchando el suelo, las rocas y las manos de Ariadna.

El hombre de arena aullaba desbocado.

Fuera de control, corrió hacia una de las paredes de piedra. Se estampó contra ella y terminó desintegrándose.

Las partículas que habían formado su cuerpo, permanecieron un instante suspendidas en el aire y cayeron mezclándose con las que había en el suelo.

Ariadna se tiró, rendida, a recuperar fuerzas. Había salvado su cabeza, pero también notó que la herida de la mano estaba cerrada.

–Su sangre la cicatrizó –murmuró y tuvo la idea–: es una incoherencia, pero en Bahía Macabra todo puede suceder...

 

 

Naty y Cintia no recordaban nada. Cuando despertaron, se hallaban rodeadas por otras personas que lucían igual de confundidas. Ariadna les sonreía; sus ojos nublados por la emoción.

No les contó nada. Ni qué les había ocurrido ni cómo ella las trajo de nuevo a la vida.

Apenas salieron de la caverna, Ariadna llamó por el teléfono móvil a su padre que las vino a buscar en el acto. Como pretexto para la urgencia, simuló un extremo dolor de panza.

–Tal vez me comí un pie –bromeó, pero el rictus de su boca delataba que no le causaba nada de gracia su propio chiste.

Mientras volvían en la camioneta, sus primas le contaban al hombre lo aburrida que había resultado Bahía Macabra. Ariadna, en cambio, recordaba la sangre del hombre de arena cerrando la herida de su mano; también recordó cómo se le ocurrió usarla para juntar las cabezas de sus primas con sus cuerpos.

Tal como lo había supuesto, quedaron nuevamente “pegadas”. Y al instante, revivieron. Luego, hizo lo mismo con las demás cabezas y cuerpos.

De regreso en casa, googleó palabras como “caverna”, “arena”, “desapariciones”, “playa” y otras cientos. Finalmente dio con un dato que la horrorizó.

Lo que había ocurrido en Bahía Macabra también se había repetido en otras playas del planeta. Para muchos era solo un mito y, por eso, el autor de aquellas aberraciones tenía varios nombres.

Ella sabía que no era un mito. Además, entendió las palabras del tétrico ser: “Voy a mis otras guaridas, tengo que aumentar mi colección”.

Supuso cuál pudo haber sido el destino de muchos jóvenes que un día decidieron vacacionar solos en las playas y nunca más se supo de ellos.

No podía salvarlos como había hecho con sus primas y los otros que yacían en la caverna de Bahía Macabra.

Al menos estaba segura de que el siniestro hombre de arena no volvería a resurgir para incrementar su espeluznante colección.