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Una tranquila charla en el Two Chairmen
Situado como estaba en una silenciosa callejuela de Westminster, el Two Chairmen era desde hacía tiempo reino de funcionarios y subsecretarios, que llegaban atraídos hasta allí no precisamente por su buena cerveza, sino por lo rápido que servían la comida. Salvo quizá por los pocos e infrecuentes clientes que ocupaban la Casa de los Lores, la actividad gubernamental no esperaba a nadie, por muy hambriento que estuviera.
Ese día especialmente lluvioso, sir George Grey se abalanzó sobre un grueso bistec de jamón como un hombre que no tenía tiempo que perder.
Royden Napier, sin embargo, llevaba varios días inapetente y se limitaba a repartir desganadamente la comida por el plato, como si con ello pudiera descubrir alguna pista sobre los misterios que tan recientemente habían llegado para atormentarle.
Y la conversación… en fin, también resultaba amenazadora, sin duda. El ministro del Interior no había invitado a almorzar a un subordinado con él a una taberna cualquiera como ésa simplemente para hablar del tiempo.
—¿Qué? ¿No les ha gustado? —preguntó la agobiada camarera que recogió los platos sin miramientos.
Napier esbozó una tensa sonrisa.
—He desayunado tarde.
Con un insolente encogimiento de hombros, la muchacha se marchó, sosteniendo en alto los platos sucios de ambos mientras serpenteaba entre la multitud que ahora entraba a raudales por la puerta. En el último momento, no obstante, se volvió de espaldas para sonreír al ministro del Interior.
—¿Otra pinta, sir George?
Él levantó dos dedos e inclinó la cabeza hacia Napier.
En cuanto la muchacha estuvo lo bastante lejos como para no poder oírles, sir George se reclinó en su silla y sus enormes y canosas patillas parecieron hundirse cuando se pasó una mano de largos dedos por la cara hacia el cuello. No era un hombre feliz.
—No me gusta, Royden —dijo, y no era la primera vez—. Ya ha pasado una semana. ¿Cómo es posible que ese periodista se haya desvanecido en el aire?
—En el aire, no. En el agua. —Napier esbozó una sonrisa tímida—. Encontramos el nombre de Jack Coldwater en el registro de pasajeros de un carguero con destino a Boston. Zarpó dos días después de la muerte de sir Wilfred.
Napier odiaba mentir, aunque, estrictamente hablando, eso era exactamente lo que él había visto. Aun así, sospechaba que ese nombre había sido invención de lord Lazonby o de alguien a su servicio. ¿Cuánto podía costar sobornar a un simple administrativo para que anotara el nombre de un pasajero imaginario?
—¡Hum! —dijo sir George—. De vuelta a Estados Unidos, ¿eh? Bien, tendremos entonces que dar con él allí. No podemos tener asesinos, ni siquiera asesinos accidentales, huyendo de la justicia de la reina, ¿no os parece?
—No, señor. Por supuesto que no.
«Aunque a éste —se dijo—, no lograremos atraparlo jamás.»
Sir George negó con la cabeza.
—Yo sentía un gran respeto por su padre, Royden —dijo—. Debéis saberlo. Pero, santo Dios, ¿cómo pudo manejar tan mal este viejo caso de asesinato?
Napier era demasiado orgulloso para avergonzarse.
—No lo sé, señor —dijo una vez más—. Yo mismo estoy intentando aceptarlo.
Por decirlo finamente.
—Y ahora tenemos a Rance Welham —o lord Lazonby, debería decir— exonerado tras años sometido a la pública humillación y al acoso de la prensa—. Y el auténtico asesino, sir Wilfred Leeton, viviendo una vida de lujos… ¡y siendo nombrado caballero por ello! Diantre, es demasiado.
Napier no sabía qué creer.
El caso había empezado años atrás, cuando dos jóvenes caballeros se habían enfrentado a causa de una partida de cartas en casa de sir Wilfred. Había quien decía que la disputa había sido más provocada por una mujer que por las cartas, pero independientemente de cómo hubiera empezado, había terminado con el hijo del duque acusando a Lazonby, que en aquel entonces era simplemente el señor Welham, de hacer trampas. Al día siguiente, habían encontrado al hijo del duque apuñalado en sus habitaciones.
Pero ahora, si había que creer a Lazonby, sir Wilfred había sido el asesino… y había recibido como pago una cuantiosa suma de dinero de manos de unos hombres muy peligrosos para deshacerse de Lazonby, cuya fortuna en las mesas de naipes había resultado intolerablemente buena.
La historia contenía apenas el crédito suficiente como para incomodar a Napier.
—Recordad, señor, si tenéis a bien, que en aquel entonces, y han pasado ya muchos años, hubo un testigo, un portero del Albany, que identificó a lord Lazonby como el asesino.
—Un testigo, sí. —Sir George le miró fijamente desde el otro lado de la mesa de madera salpicada de marcas—. El mismo que se retractó en su lecho de muerte. Y el mismo que, según Lazonby, fue sobornado por alguien. Y creo que vos y yo sabemos quién fue ese alguien.
—Sir Wilfred, según todo parece indicar. —Napier se aclaró la garganta un poco toscamente. Tenía la sensación de que algo se le había quedado atravesado: quizá su integridad—. Bien —añadió por fin—, pondremos a nuestros amigos del otro lado del charco tras la pista del señor Coldwater. Yo he calmado a la pobre lady Leeton lo mejor que he sabido. Creo que todavía no ha podido calibrar el grado de perfidia de su esposo.
—Ciertamente. ¿Y quién puede?
—Así es, sí. Y bien… ¿qué más esperáis que haga, señor?
Sin embargo, ambos sabían que ésa era una pregunta retórica. El caso original de asesinato de la Corona era tan antiguo que los distintos archivos prácticamente habían enmohecido. Un hombre apuñalado y otro muerto por obra de su propia mano, y todo por una partida de naipes que se había puesto fea. Y de pronto, años más tarde, sir Wilfred se había confesado al parecer autor del apuñalamiento y había muerto víctima de un disparo accidental.
Supuestamente accidental.
En cualquier caso, no podía hacerse nada más. Todos salvo Lazonby, y ahora también la turbadora hija de sir Arthur, estaban muertos o habían desaparecido. Y Lazonby había obstaculizado inteligentemente los subsiguientes esfuerzos de Napier por investigar como llevaba años haciéndolo.
Pero para ser justos, ¿había dejado la Corona otra elección a Lazonby?
Oh, él odiaría eternamente a ese arrogante diablo. Le irritaba admitir, incluso ante sí mismo, que podía haber estado equivocado respecto al hombre.
No, no había estado equivocado, maldición. No del todo.
Ni tampoco su padre. En sus años de juventud, Lazonby había sido un tahúr de la peor calaña. Eran legión los hombres que habían opinado que el rufián había tenido su merecido.
—Y esa testigo, la tal Elizabeth Ashton —prosiguió sir George—, se fue a Norteamérica y adoptó el apellido de su tía, ¿eh?
—Al parecer la hermana de sir Arthur se casó con un tal señor Ashton, dueño de un periódico en apuros, el Boston Examiner, creo que era. Pero los Ashton no tenían hijos, así que quizás ése fuera el motivo.
Napier se abstuvo de comentar la tendencia de la dama a alterar su apellido siempre que convenía a sus propósitos. Hasta el momento le conocía ya tres, estaba más que convencido, y seguía sumando.
—Espero y deseo que no sea una alborotadora como su hermano —dijo sir George—. Por cierto, ¿de dónde ha salido Jack Coldwater? Creía que sir Arthur Coldburne sólo tenía hijas.
Napier alzó un hombro y contó otra de sus casi mentiras.
—Según declaró Lazonby, es un bastardo, el hijo de una actriz cuyo nombre nadie recuerda —dijo—. La señorita Ashton afirma que su padre reconoció al niño como parte de la familia cercana. Dice que perdió el contacto con Coldwater durante un tiempo y que él apareció después en Boston y entró a trabajar en la empresa periodística de los Ashton.
Dice, afirma, declara.
Santo cielo, se había rebajado al nivel de Lazonby. ¡Patrañas y más patrañas, sin duda alguna!
—Un hijo ilegítimo —murmuró sir George—. No puedo decir que me sorprenda. Conocí a sir Arthur Colburne de pasada… un rufián encantador, siempre al borde de la ruina. ¿Cómo es la hija?
Napier se mostró inexplicablemente reticente a responder. Lo cierto es que había intentado no acordarse, a pesar de que acordarse de todo era su trabajo. Pero la dama en cuestión era un misterio envuelto en la sombra de un enigma. Desafortunadamente, nada podía gustarle más que un misterio.
Quizá fuera esa dicotomía —los ojos inteligentes y casi despiadados y la boca testaruda de la dama en contraste con esa piel luminosa y el seductor aroma— lo que había llamado de ese modo su atención. Y lo que había despertado sus recelos.
¿Cómo era ella? «Etérea» era la palabra que primero le vino a la mente. Y, sin embargo, «etérea» implicaba «celestial», y Elizabeth Ashton no tenía nada de angelical.
—Es una dama —dijo a regañadientes—, y muy alta y llamativa.
—¿Llamativa? —Sir George inclinó a un lado la cabeza—. ¿En qué sentido?
Frustrado, Napier negó con la cabeza
—Tiene unos ojos de un extraordinario tono de verde —dijo—. O quizá sea azul. Como los de un… gato. Y el rostro… es casi luminoso, como los de los retratos de Romney. Y su pelo es muy…
Guardó silencio de pronto, consciente de que no sabía de qué color tenía exactamente el pelo.
—¿Muy qué? —le apremió sir George.
—… hermoso —concluyó Napier, visiblemente incómodo.
Sir George arqueó una ceja.
—Diantre, Royden. Oyéndoos, cualquiera diría que estáis enamorado.
Napier abrió la boca para soltar una réplica, pero en ese instante recordó cuál era su lugar y volvió a cerrarla.
—En absoluto —respondió por fin—. No le quito ojo, eso es todo.
—¿Sí? —preguntó sir George, casi esperanzadamente—. ¿Con qué propósito?
Los hombros de Napier se encogieron.
—Sin ningún propósito, señor, la verdad sea dicha —respondió por fin—. Todo parece apuntar a que este caso jamás se resolverá. Y creo que ambos lo sabemos.
Sir George suspiró hondo.
—Aun así, el Ministerio del Interior debe dar la impresión de que se toma este asunto muy en serio —dijo—. Haced… algo, Royden.
—¿Como qué?
Su sonrisa de respuesta fue débil.
—Volved a interrogarla —dijo—. Y encargaos personalmente del asunto… aunque con amabilidad, naturalmente. Al menos nos verán llamar a la puerta de la dama.
—Vive en Hackney —respondió secamente Napier—. No creo que nadie vaya a reconocerme.
La muchacha regresó con dos jarras y las dejó sobre la mesa con un fuerte ruido metálico, un sonido de auténtica irrevocabilidad.
—Entonces, asunto resuelto. —Sir George levantó las manos—. Sir Wilfred era culpable, lord Lazonby no; nuestra policía ha sufrido una humillación y Jack Coldwater ha huido para no ser capturado. ¿Resume eso este maldito entuerto?
Napier no se atrevió a responder. El clamor que reinaba en el pub había subido de volumen, aunque no lo bastante como para acallar su propia culpa.
Por fin, sir George le dedicó una tímida sonrisa.
—En fin, vos no tenéis la culpa de nada de todo esto.
—Ha ocurrido bajo mi responsabilidad —replicó Napier—. Y también bajo la de mi padre.
—Ah, sí. Vuestro padre. Y eso me recuerda otro asunto. —Sir George pareció de pronto incómodo—. He recibido otra carta de vuestro abuelo. De lord Duncaster.
Napier se tensó. Su abuelo paterno, Henry Tarleton, sexto conde de Duncaster, era un anciano agrio que desde hacía largo tiempo se había distanciado de su propio hijo. A decir verdad, él jamás había visto a su abuelo hasta el otoño anterior, cuando sir George le había enviado a la inmensa propiedad que la familia poseía en Wiltshire a fin de investigar una curiosa carta.
—¿Inmiscuyéndose una vez más? —gruñó Napier.
Sir George agitó la mano, como si el asunto careciera de importancia.
—Presume de la vieja amistad que une a nuestras familias. ¿Sabéis?, creo que soy a día de hoy la única persona relacionada con la Policía Metropolitana que estaba absolutamente convencido de los nobles vínculos familiares de vuestro padre.
—Tal y como era el deseo de mi padre —dijo Napier muy tenso.
Sir George puso las palmas de las manos sobre la mesa y se aclaró la garganta.
—Duncaster os reconoce ahora como su heredero, Royden —dijo por fin—. Lord Saint-Bryce, el hermano mayor de vuestro padre, murió hace dos meses, que Dios le acoja en su seno, de modo que ahora vos sois todo lo que queda. Y, para simplificarlo, Duncaster quiere que volváis a casa.
Napier se tensó de nuevo.
—La única casa que he conocido jamás, señor, es Londres.
—¿Y de quién fue esa elección? —preguntó sir George con voz queda—. Yo me interesé especialmente por vuestro padre, no porque fuéramos amigos, pues no era así. Nadie lo era. Ya se ocupó él de eso. Pero la larga amistad que une a nuestras familias… ah, eso fue algo que vuestro padre no pudo alterar. Nicholas quizá pudo cambiar su apellido por el de Napier, pero ¿y la sangre de los Tarleton? Oh, la sangre es inmutable… más de lo que a vos os gustaría admitir.
—De todos modos, lo cierto es que eso nunca me ha preocupado demasiado —dijo Napier.
—Creo que la verdad es otra muy distinta —replicó con suavidad sir George—. Volvisteis a casa el año pasado, respondiendo a la orden de lord Hepplewood.
—En dos ocasiones —respondió Napier firmemente—. Fui en dos ocasiones a Wiltshire. La primera cumpliendo con vuestra orden de que investigara esa extraña e inconexa carta que él os envió, a vos, no a mí. Y sí, volví semanas más tarde para asistir a su funeral. Yo… yo sigo sin saber por qué fui.
El rostro de sir George se endureció.
—Royden, perdéis el tiempo aquí, en Londres. Y ahora vuestra vida tiene un propósito más elevado.
—¿Cómo podéis hablar así, señor? —Napier retiró su silla con un estridente chirrido—. Por Dios, he entregado mi vida a este departamento y a esta ciudad. ¿Cómo puede haber propósito más elevado que la verdad y la justicia?
Pero la pregunta sonó hueca incluso a sus propios oídos. Napier había aspirado siempre a seguir los pasos de su padre Nicholas. Y ahora… y ahora ni tan siquiera sabía cuál era significado de la verdad. Ni de la justicia.
Peor aún: estaba empezando a preguntarse si había llegado en algún momento a conocer a su padre.
Napier siempre había creído que al aceptar cualquier cosa que Duncaster pudiera ofrecerle estaría rechazando todo aquello por lo que su padre se había sacrificado al desvincularse de la familia y cambiar su apellido. ¿No era acaso honroso vivir del propio ingenio? ¿O querer triunfar sin el apoyo de una familia rica y poderosa?
Pero ¿qué era exactamente lo que había sacrificado Nicholas Napier?
¿Seguro que no era su honor? ¿Seguro que no había pretendido simplemente castigar a lord Duncaster a causa de una disputa? ¿Podía un hombre ser tan orgulloso —y tan proclive a las represalias— como para sacrificar su propia moral por dinero? ¿O como para dejarse sobornar y condenar a un hombre inocente?
No, eso era sin duda del todo imposible.
—No debería haber empleado la expresión «un propósito más elevado» —rectificó sir George, sacando a Napier de sus cavilaciones—. Dejémoslo simplemente en «un giro inesperado». Lord Hepplewood era el mejor amigo de Duncaster. Y ahora, en el plazo de seis meses, Duncaster ha perdido también al último de sus tres hijos. Sobrevivir a tus propios hijos… ¡Santo cielo! Soy incapaz de imaginar un dolor así. Ahora a vuestro abuelo no le queda nadie.
Napier frunció el ceño.
—Le queda una hermana viuda, lady Hepplewood, que sigue aún felizmente instalada bajo sus propias narices —dijo—. En cualquier caso, ella jamás se ha rebajado a dirigir una palabra amable a mi rama pobre de la familia.
Sir George abrió expresivamente las manos.
—Escuchadme: como ya os he dicho, no llegué a conocer bien a Nicholas, vuestro padre.
—Cierto.
Las palabras de Napier sonaron más afiladas de lo que había sido su intención.
—Así es —dijo sir George más amablemente—. Nicholas Napier era un hombre que no se dejaba aconsejar por nadie y que hacía su trabajo con implacable eficacia. No quería saber nada de su familia. Pero, ¿de verdad era Duncaster, su padre, el ogro que él pintaba? Y, de ser así, ¿puede un hombre ablandarse con la edad?
—¿Ablandarse con la edad? —repitió Napier—. Duncaster es casi tan blando como una botella de brandy. Además, el hombre no sólo debe de tener un pie en la tumba, sino prácticamente los dos.
Sir George se inclinó ligeramente sobre la mesa.
—Razón de más para que vayáis —dijo con voz queda—. Quizá vuestro abuelo desee reconciliarse con vos. Debe de rondar los ochenta años, Royden. Sois su único nieto. Su heredero. Y alguien… alguien tiene que hacerse cargo de las cosas.
—No veo por qué ese alguien tengo que ser yo.
Pero hacía ya un tiempo que sabía que no podía ser nadie más.
¿Acaso había imaginado quizá que podría evitarlo?
Los tres hijos de Duncaster habían fallecido. El mayor había muerto sin dejar descendencia. Y ahora el mediano, que sólo había tenido hijas, había pasado a disfrutar de su gran recompensa… a tan sólo unas semanas de volver a casarse, con la esperanza puesta en tener un heredero que acabara definitivamente con la vergonzante rama del árbol familiar de Nick Napier.
Napier le había deseado todo lo mejor a su tío en su empresa. De hecho, se consideraba ya descartado.
Pero su tío, lord Saint-Bryce, había cumplido ya los cincuenta y el jubiloso entusiasmo por casarse con una hermosa mujer a la que le doblaba la edad había podido con el pobre hombre. O eso, o las incesantes quejas de lady Hepplewood. Por lo poco que había podido saber, el viejo dragón había seguido de cerca los pasos de su sobrino, decidida a casar de nuevo al pobre diablo.
Entonces pensó una vez más en la súplica peculiarmente garabateada que Hepplewood había escrito a sir George muchos meses antes. Las vagas nociones del anciano sugerían que alguien de la inmensa propiedad familiar le guardaba encono. Así que, cediendo a la insistencia de sir George, había ido por fin a Wiltshire para ver qué vileza se pergeñaba allí.
Sin embargo, no había habido vileza alguna. Hepplewood se había mostrado prácticamente insensible a su aparición y nunca había llegado a recuperarse. Según afirmaba lady Hepplewood, simplemente había empezado a padecer la maldición familiar: la senilidad.
Otro misterio resuelto.
Napier negó con la cabeza. No necesitaba otro.
Sir George sacó una carta y la deslizó sobre la mesa.
—Le prometí a Duncaster que os lo suplicaría —dijo—, y eso es lo que hago—. Suplicároslo. Id y por lo menos apaciguadle. Yo me encargaré de que vuestras responsabilidades aquí, en Londres, queden atendidas hasta que toméis una decisión.
—¿Hasta que tome una decisión, decís? —Napier le miró sin disimular su incredulidad—. ¿Para hacer qué?
—Para quedaros aquí y desperdiciar vuestra sangre y vuestro talento —respondió sir George— o volver a casa y cumplir con vuestra obligación como heredero de lord Duncaster.
—¡Heredero! —Napier escupió la palabra—. No soy más que el hijo de un burócrata.
—Bobadas —le reprendió sir George—. Tenéis los modales, la educación y el porte de un caballero. En efecto, sois un caballero de nacimiento.
Napier volvió a negar con la cabeza y sintió que sus labios se contraían.
—No es más que un anciano, Royden. Seguramente frágil y a punto de morir. ¿No deseáis oír su versión de lo ocurrido?
No, maldición, no lo deseaba.
O, al menos… no lo había hecho hasta entonces.
No hasta que Lazonby había enturbiado su vida con lo que él tan desesperadamente ansiaba creer que eran mentiras sobre su padre. Sin embargo, estaba empezando a cuestionar todo aquello en lo que creía: que su padre era un héroe estoico, un implacable cruzado en defensa de la bondad sobre la maldad. Que su bisabuelo era un déspota rico y poco razonable, rodeado de sicofantes en una casa llena de pomposos y parásitos dependientes.
Como con todas las cosas, la verdad anidaba en algún punto situado entre ambos extremos.
Napier suspiró.
—Dadme la carta —dijo, alargando bruscamente una mano.
Colocando el dedo índice en el centro del papel doblado, sir George lo empujó un par de centímetros más, luego vaciló.
—Hay una cosa más.
—Sí, con esa gente siempre la hay. —Napier volvió a reclinarse en la silla—. Os escucho. ¿De qué se trata?
—Lady Hepplewood, vuestra tía abuela, esto es… —Sir George parecía de pronto presa de la timidez—. Tiene una dama de compañía, o… ¿una especie de chaperona?
—¿La pretendida esposa de Saint-Bryce? —Napier le dirigió una extraña mirada—. Sí, hay ahí un difuso vínculo familiar. Creo que era prima de Hepplewood.
Sir George desvió la mirada, lo cual no era nunca buena señal.
—Bien, lady Hepplewood le ha dicho a Duncaster que ha depositado todas sus expectativas en que la muchacha se convierta en la próxima baronesa de Saint-Bryce.
—Ah, ésa será una misión más difícil con Saint-Bryce en la tumba —replicó secamente Napier—, aunque le deseo a lady Hepplewood todo el éxito del mundo.
—Sin duda le aliviará saberlo. Porque, Royden… en fin, vos sois Saint-Bryce.
—No digáis bobadas.
—Técnicamente lo sois —dijo sir George.
—No —replicó una vez más Napier—. Técnicamente, soy inspector adjunto de la Policía Metropolitana… a menos que tengáis intención de cesarme tras la debacle del caso Coldwater.
—Pero es que el de barón de Saint-Bryce es el título secundario del vizconde Duncaster —apuntó sir George—. El título de cortesía tradicionalmente ostentado por el heredero.
—Y si él me lo ofreciera —dijo Napier, apretando los dientes—, lo rechazaría, maldita sea.
Sir George se encogió de hombros, sin convicción.
—Me temo que lady Hepplewood y él ya se refieren a vos como tal.
—Santo Dios.
—Oh, dudo mucho que vuestro abuelo comparta los planes de boda de su hermana menor —dijo sir George, intentando consolarle—. A fin de cuentas, Duncaster es mucho mayor que ella y… bueno, es un hombre, Royden. Sin duda se sentirá satisfecho simplemente con vuestra presencia.
—Me temo que ambos van a llevarse una desilusión —dijo fríamente Napier—. Además, nunca están satisfechos. Bien que lo sé.
—Pero lady Hepplewood… —Sir George se inclinó de pronto hacia delante—. En fin, muchacho, ya pasasteis varios días en su compañía. ¿No os intimida? Siempre me ha parecido una mujer aterradora.
Napier levantó un hombro.
—La dama apenas me miró —aseveró con toda franqueza.
Sir George se echó hacia atrás en la silla.
—Pues ahora va a dedicaros algo más que una simple mirada, muchacho —le advirtió—. Hace años que conozco a la dama, Napier, y os sugiero encarecidamente…
—¿Qué?
—Que os preparéis —dijo—. Quizá… quizá no deberíais ir solo.
—Sois muy amable, señor —replicó Napier con cierta sombra de acidez en el tono—. Disfrutaré enormemente de vuestra compañía durante el largo viaje a Wiltshire.
Sir George palideció.
—No, no, me refería a…
—¿Sí?
—Bueno, da la casualidad de que os he visto recientemente en la ópera —dijo—, en compañía de una viuda de extraordinaria belleza.
Napier le miró amenazadoramente.
—¿Os referís a lady Anisha Stafford?
—Así es, y parece una mujer elegante y dueña de sí misma. —Ahí estaba de nuevo la sonrisa tímida—. No sé si sabréis que su difunto marido era uno de los Stafford de Dorset. Indudablemente, sus raíces escocesas son nobles y rancias.
Napier cayó en la cuenta de que sir George pasaba de puntillas por la madre rajput de Anisha. Pero no le dio importancia.
—¿Qué queréis decir exactamente, señor?
—Nada —respondió sir George—. Pero, según tengo entendido, habéis estado disfrutando de la compañía de la dama. Y habéis cenado recientemente en su casa y ella ha visitado ocasionalmente vuestra oficina. Y simplemente se me ha ocurrido que, si hay algo entre ambos, quizá sea éste el momento de anunciarlo…
—No hay nada de nada —le cortó bruscamente Napier—. Apenas una ligera amistad. En cuanto a los sentimientos más elevados de lady Anisha, creo que están ya comprometidos.
—Oh. —El rostro de sir George se descompuso y de pronto pareció agotado—. Oh, qué infortunio.
Napier pensó que sir George no opinaría lo mismo si hubiera estado al corriente de la implicación de Anisha en la muerte de sir Wilfred. Sintió una punzada de culpa por haber hecho uso de su influencia para mantener apartado el nombre de ella de la lista de testigos. Pero no ponía en duda la amenaza de Lazonby. El hombre habría restregado el nombre de Napier por el fango para siempre, destruyendo con ello el legado de su padre.
Eso, sin embargo, no había sido ni de lejos el factor decisivo. De hecho, realmente no tenía ningún deseo de implicar a Anisha. Oh, ya no encontraba en ella salvo a una amiga estimada. Toda su atención estaba concentrada en el caso que tenía entre manos.
Y en la dama de gris.
Santo Dios. Intentó sacudirse de encima una vez más la imagen de Elizabeth Ashton.
Pero incluso en ese momento sintió los fríos ojos de la dama atravesándole, el calor de su mano en la de él cuando había vuelto a depositarla en el banco. Era tan distinta de Anisha como la luna lo era del sol.
—En fin —dijo sir George, visiblemente preocupado—. Naturalmente, habría sido ideal llevar a una futura esposa a visitar a vuestro abuelo.
—¿Una esposa? —replicó Napier—. Pero si apenas tengo tiempo para desayunar. Mucho menos para tener esposa.
—Me temo que nada menos que eso hará desistir de sus propósitos a lady Hepplewood.
—Los propósitos de lady Hepplewood no son de mi incumbencia —dijo Napier.
—Hum. —Sir George parecía preocupado—. Lo veremos.
Pero la mención de los planes de lady Hepplewood había fortalecido la resolución de Napier.
—No, no lo veremos —respondió—. No tengo tiempo para tomarme la molestia de ir hasta Wiltshire para bailar al son de un anciano y de sus caprichos.
Por fin, la irritación asomó en el rostro de sir George.
—Royden, por el amor de Dios, sed razonable —siseó bajo el clamor de la sala—. ¿Qué ocurrirá cuando Duncaster muera? Creéis acaso por un instante que el inspector Mayne os mantendrá en Scotland Yard? ¿O que querrá siquiera que sigáis en el cuerpo? Y debo deciros que no seré yo quien le obligue a hacerlo. No se puede ir por ahí renunciando a propiedades y títulos así como así. Lo que se espera de nosotros es que cumplamos con nuestras obligaciones con la Corona.
—Yo no he pedido esto —masculló Napier—. Santo cielo, ¡ni siquiera había soñado con ello!
—Ni vos ni nadie —dijo muy serio sir George—. Pero será mucho mejor que vayáis ahora y hagáis con Duncaster algo parecido a las paces… y que os pongáis un poco al día de cómo funcionan allí las cosas. Si esperáis a que muera para hacerlo, muchacho, el servicio, los agentes inmobiliarios y ese montón de nietas aduladoras os verán como un simple neófito. Seréis un completo ignorante… y blanco del odio en el negocio.
Napier se encogió de hombros.
—Ya me ven simplemente como una piedra en sus proverbiales zapatos.
Al oírle hablar así, la boca de sir George se contrajo.
—Bien —dijo, empujando la carta hacia el otro extremo de la mesa—. Entonces será para vos como un día cualquiera en la oficina, ¿no os parece?
Al parecer, las nubes de lluvia que habían visitado Hackney en las altas horas de la madrugada se habían tomado un largo receso. A media tarde, el tráfico que pasaba por delante de la pulcra casa de campo de Elizabeth Asthon había quedado reducido al traqueteo de un ocasional carruaje y a un carro de granja con un anciano carretero envuelto en una mojada manta marrón que, tristemente encogido, mostraba un enorme parecido a una rata ahogada.
Elizabeth se inclinó en el mirador y apartó con la yema de un dedo los finos visillos para mirar quizá ya por quinta vez a su pequeño pero empapado jardín delantero. Las cañerías que rodeaban la casa seguían regurgitando y la lluvia no había dejado de rebotar en el sendero de losas como gravilla caída del mismísimo cielo. Elizabeth temía tener que salir. Sin embargo, tuvo que reprimir el deseo casi abrumador de hacerlo.
Correr. No, huir.
Tirarse de cabeza a algo, lo que fuera, que pudiera llevarla lejos de allí.
O quizá, lejos de sí misma.
Reacia a quedarse ahí quejándose sin poner solución a su aprieto, cerró la mano sobre los bordes del chal. Independientemente de adónde decidiera ir, no podía hacerlo todavía. Había invertido los días previos en convocar a su abogado y poner en orden sus asuntos. En cualquier caso, todavía disponía de un poco de tiempo. Quizá muy poco, aunque se había vuelto toda una experta en el cálculo del riesgo y de la oportunidad.
Soltó el visillo, se volvió de espaldas a la ventana y a punto estuvo de llamar para que encendieran la chimenea. Pero mucho se temía que ningún fuego pondría fin al frío que la atenazaba. Era un frío del alma… que ella misma se había buscado.
El anciano que en ese instante escribía un documento en las profundas sombras del salón se estiró hacia delante para hundir la pluma en el tintero y el crujido de su silla devolvió a Elizabeth al presente. El señor Bodkins regresó a sus esfuerzos con absoluta concentración, como ajeno por completo a la presencia de su clienta en la habitación.
De pronto, unos pasos presurosos y ligeros bajaron por la escalera y Fanny, la criada de Elizabeth, asomó la cabeza por la barandilla, sosteniendo una gran maleta de mimbre por su asa de cuero.
—Disculpe, señorita Lisette. ¿Le parece bien ésta para los sombreros? —preguntó—. ¿O prefiere las cajas?
Elizabeth parpadeó, intentando volver a concentrarse en las apremiantes tareas que tenía entre manos y borrar de su mente el pálido cadáver de sir Wilfred, la mirada cómplice de lord Lazonby, y los ojos negros y desalmados de Royden Napier. Sin embargo, todo ello había empezado a atormentar sus noches.
—La de mimbre, creo —respondió vagamente.
—Y… ejem… hemos recogido también las cosas del señor Coldwater. —Una sombra de algo que bien podía ser compasión tiñó el rostro de la criada—. ¿Desea la señora que las guarde en los baúles?
Las manos de Elizabeth siguieron inmóviles sobre su chal.
—No tendremos espacio suficiente —dijo por fin—. Llévalas a St. John’s. El Comité de Damas de la Parroquia sabrá qué destino darles.
Fanny estudió con la mirada al visitante.
—Esas viejas gatas quizá quieran hacer preguntas, señora —le advirtió.
—Deja las cosas del señor Coldwater en la sacristía —dijo Elizabeth sin más—. Si alguien te pregunta por qué, actúa como si hubieras enmudecido.
Dicho esto, Bodkins cerró con un chasquido el pasador de su caja de escritura de palisandro y se levantó de la mesa del salón con una arruga de preocupación cruzándole el centro de la frente. Elizabeth reparó en que durante los últimos veinte años la arruga en cuestión se había convertido en un rasgo permanente.
—Bien, asunto terminado, Lisette —dijo el hombre, acompañando sus palabras con una anquilosada inclinación de cabeza—. Ahora, si sois tan amable de firmar…
Ella se acercó a la mesa y apresuradamente garabateó su firma sobre las líneas mientras él iba pasando papeles y señalándoselas.
—Muy bien —dijo Bodkins cuando Elizabeth dejó por fin la pluma sobre la mesa—. Todo está ya firmado y vuestras cuentas al día. Ahora bien, en cuanto al alquiler de la casa…
—Gracias, Bodkins —se adelantó Elizabeth—, pero estoy firmemente convencida de dejar Hackney.
El ceño de Bodkins ganó en profundidad al mirarla por encima de sus anteojos de montura de plata.
—Pero ¿adónde iréis, querida mía, si me permitís haceros la pregunta? —dijo, visiblemente incómodo—. Me costó mucho conseguir esta casa… y lo hice sólo por lo mucho que insististeis. Además, Hackney es un pueblo tranquilo y precioso, y tenéis la ventaja de disfrutar aquí de un gran confort.
—Gracias —dijo ella—. No obstante, insisto.
Bodkins negó con la cabeza.
—Pero, querida, ¿adónde pensáis ir? —insistió—. ¿Y cuándo?
—Pasado mañana —respondió ella con sequedad—. En cuanto a donde… —Aquí fue su frente la que se arrugó—. ¿Dónde habéis dicho que estaba ubicada esa vieja mansión?
—¿La que heredasteis hace diez años?
—¿Hay otra acaso? —replicó Elizabeth mordaz—. Cielos, si hubiéramos tenido tantas, quizá papá habría vendido una y habría pagado a los administradores en vez de tomar la triste decisión de pegarse un tiro en la boca.
Bodkins palideció.
—No creo que debáis tomaros a broma los fracasos de vuestro padre, Lisette. Y menos aún su muerte.
Los ojos de Elizabeth se abrieron como platos.
—Por supuesto que no —concedió con un tono bruscamente ronco—. No seré yo quien lo haga, pues fui yo la que le encontró y quien tuvo que limpiar la sangre después, puesto que Elinor no se vio capaz de hacerlo —nunca podía hacer frente a esa clase de cosas, valga decir—, y los criados se negaron en redondo. Es que no les habían pagado. Y como tampoco tenían ninguna esperanza de que les pagaran, todos salvo Nanna nos dejaron.
—Oh. —El rostro de Bodkins se ensombreció—. Oh, me temo que guardáis todavía mucha amargura, querida.
—Y vos sois muy astuto —respondió ella—, a la par que muy bienintencionado, no me cabe la menor duda.
—Pero os habéis vuelto cínica, Lisette. Me parte el corazón oíros hablar así.
Bodkins se enfrentó a la mirada de Elizabeth durante un instante y luego, aparentemente convencido de que eso era todo lo que iba a oír, prosiguió:
—De todos modos, la mansión pasó a vuestras manos hace diez años, tras la muerte de vuestra abuela, puesto que tanto vuestra hermana como vuestra madre fallecieron antes que vos —dijo—. Como ya le expliqué a la hermana de vuestro padre, la señora Asthon, la casa era el único legado que vuestro abuelo materno no controlaba, porque los acuerdos del matrimonio de vuestra abuela estipulaban…
—Sí, gracias —le interrumpió Elizabeth—. Entiendo perfectamente los acuerdos matrimoniales. Pero vos… ¿pretendéis decirme acaso que escribisteis a Norteamérica… a tía Ashton… sobre esta herencia?
Bodkins volvió a ser presa de la confusión.
—De lo contrario habría cometido un descuido en el cumplimiento de mis obligaciones con la familia de vuestra difunta madre, Lisette, ¿no os parece? —dijo—. Hasta esta mañana, creía que lo sabíais.
Elizabeth le miró sin comprender.
—¿Y cuál fue la respuesta de tía Ashton?
—Que la vendiera —respondió Bodkins con aspereza—, y que os mandara el dinero, bueno, en realidad, que se lo mandara al señor Ashton, a Boston. Pero me negué en redondo a hacerlo hasta que vos hubierais alcanzado la mayoría de edad y me hubierais dado instrucciones personalmente. No volví a tener noticias al respecto y simplemente dejé que las rentas fueran acumulándose, aunque sea una suma ridícula.
Elizabeth agitó la mano como si no tuviera importancia, pero de pronto se sintió profundamente agradecida a Bodkins.
—Gracias —dijo, esta vez con un tono más amable—. Gracias por cuidar de mí, Bodkins. Creo que habéis sido mi único amigo en Inglaterra. Y ahora decidme: ¿dónde está situada la mansión?
—Bueno, está en… Caithness.
—¿Caithness? —Sus cejas se juntaron—. ¿Y dónde está eso?
—En Escocia, señorita.
—Ah, entonces está lejos de Londres —murmuró—. Excelente.
—En el norte de Escocia, querida mía. —Bodkins parecía nuevamente alarmado—. Para ser más exactos, en el extremo más remoto de ese miserable lugar.
—¡Oh, vamos! —Elizabeth se obligó a sonreír—. ¿Cuán miserable puede ser?
—Mi querida niña, ¡ni siquiera hay un camino que llegue hasta allí!
—Oh, Bodkins. ¡No seáis ridículo! Hoy en día los caminos llegan a todas partes, e incluso casi los trenes.
—Lisette, querida, me temo que habéis pasado demasiado tiempo en las colonias.
—En Estados Unidos, Bodkins —le recordó ella secamente—. Según creo, hace décadas que dejaron de ser colonia. Y no, de hecho allí los caminos no llegan a todas partes. A decir verdad, la mayor parte del país es un infierno incivilizado. Pero Escocia… es una parte de Gran Bretaña, a menos que haya ocurrido un enorme cambio desde que dejé la pequeña aula de mi escuela de Londres.
—Sí, sí, sin duda —respondió Bodkins—. Pero prácticamente pueden verse las Orkneys desde Caithness, señora. Y no, no hay caminos que lleven hasta allí.
Pero Elizabeth se había sumido en sus propias cavilaciones. El norte de Escocia sonaba en efecto desalentador. Pero ¿qué alternativa tenía? Habiéndose colocado en esa desgraciada tesitura, no podía esperar que nadie salvo ella misma la sacara de ella. Debía alejarse de la definitiva venganza de Lazonby —que se había ganado a pulso— y de la investigación más inmediata de Napier.
Quizá también eso se lo había ganado a pulso. Quizá debía entregarse de una vez. Contarlo todo. Pero ¿cómo contar lo que una apenas comprendía? Santo cielo, ¿qué le había ocurrido? Elizabeth giró la cabeza y luchó por contener las lágrimas.
Maldición. Ella no lloraba.
Y, sin embargo, sentía el corazón como uno de esos globos de aire caliente, en su día magníficamente hinchados con el fuego de la honesta indignación y ahora abandonado a su suerte, renqueante y a la deriva. Había alcanzado nobles y vertiginosas alturas en sus ansias de venganza, elevando sus alas al viento por el odio a lord Lazonby. Y ahora se había precipitado al suelo, contra la aplastante realidad de sus propios errores.
Quizá también de su propia locura.
Quizás ése era el frío espantoso que la atenazaba: el de la demencia al colarse en las grietas de su alma.
Oh, ¡tenía que escapar de todo!
—¿Cuánto tardaré en llegar hasta allí, Bodkins?
—¡Semanas! —respondió él estridentemente—. Si es que conseguís llegar desde aquí, cosa que dudo sinceramente. Además, la casa lleva años deshabitada. Pensad en cómo la encontraréis. Y en el clima. De verdad, querida, es algo totalmente impensable.
—Pero, Bodkins…
Bodkins la interrumpió.
—Y si mi consejo os parece presuntuoso —intervino, levantando un dedo—, recordad que llevo al servicio de la antigua y noble familia de lord Rowend desde hace casi dos décadas y de vuestra propia madre, lady Mary Rowend, hasta que se casó con vuestro padre. Vuestro bienestar es para mí un asunto muy serio.
Elizabeth sintió que algo chasqueaba dentro de ella.
—Sois muy amable, Bodkins —dijo, cerrando de nuevo la mano—, pero no puedo evitar preguntarme dónde estaba la preocupación de lord Rowend cuando me quedé huérfana a los doce años y tanto lo necesitaba.
El anciano caballero retrocedió como si acabaran de abofetearle.
—Os ruego que me disculpéis.
Elizabeth volvió a sentir la caliente presión de las lágrimas.
—No, sois vos quien debéis disculparme, señor —dijo, esta vez en un tono más afable—. Yo… hoy no sé qué me ocurre. Y naturalmente soy consciente de que no fuisteis vos quien eligió que me envolvieran y me vendieran como una bala de lana. Ni tampoco que mi hermana muriera en mitad del Atlántico, arrojada después por la borda como una simple pieza de un viejo equipaje.
—¡Pero mi querida Lisette! —Bodkins retrocedió un par de centímetros—. La familia de lady Mary… simplemente no estaba en situación de acoger a dos revoltosas nietas. Y la familia de vuestro abuelo parecía en cambio decidida a teneros con ella en Norteamérica. De hecho, suplicaban que fuerais.
—¿Es eso lo que os ha dicho lord Rowend? —Elizabeth se dirigió despacio hacia la puerta del salón, como animando con ello al anciano a despedirse—. ¿Que no tenía tan siquiera el más pequeño rincón en esa grande y magnífica mansión en el que su nieta huérfana pudiera haber vivido? Bien, no seré yo quien lo ponga en duda.
Bodkins, no obstante, se mantuvo firme junto a la mesa con los carrillos temblando un poco.
—Creo que el tal Coldwater os ha turbado en demasía —dijo con acritud—. ¡En menudo escándalo os ha implicado con este espantoso asunto del tiroteo! Y sí, es cierto que lord Rowend no sentía ninguna simpatía por vuestro padre, como lo es que no tenía el menor deseo de que se lo recordaran, pero…
—¿Y nosotras no éramos más que simples recordatorios? —intervino Elizabeth—. ¿Elinor y yo?
El anciano se incorporó, visiblemente indignado.
—Quizá fue un error de juicio enviaros con la familia de vuestro padre —concedió—. Aun así, nadie podía sentir lástima por vuestro abuelo. La pobre lady Mary fue seducida por sir Arthur y su fortuna se dilapidó como el agua. Tanto afligió el asunto a lord Rowend, que renegó de cualquier vínculo con el marido de su hija.
Elizabeth estaba demasiado agotada emocionalmente como para debatir el significado del término «seducida».
—Es cierto que padre era un hombre encantador —dijo—. Y que ambos disfrutaban de los lujos. Pero siempre hablaba de madre como del gran amor de su vida.
Elizabeth sabía, sin embargo, que tanto su padre como su madre habían vivido muy por encima de sus posibilidades. Y en cuanto a lo del gran amor de la vida de su padre… en fin, habían sido legión, tanto antes como después de su madre. Quizás incluso durante. Aunque rezaba para que no fuera así, sabía que Bodkins estaba en lo cierto. Su yo mayor y más sabio había terminado por hastiarse.
En cuanto a lady Mary Colburne, había muerto tan joven que lo más probable era que jamás hubiera sido consciente de la pobreza a la que sus hijas habían sido condenadas. Elizabeth apenas conservaba de ella el recuerdo propio de una niña, pero Elinor, su hermana mayor, siempre había pintado el matrimonio de sus padres como un maravilloso romance.
Elinor, por su parte, se había parecido mucho a padre. Vivaracha y cautivadora. Eternamente optimista, a menudo hasta el punto de resultar inocente. Y ah, sí… hermosa.
—Bodkins —dijo Elizabeth con una voz sorprendentemente clara—, ¿no sabíais que mi abuelo había pagado a tía y tío Ashton para que nos acogieran?
Bodkins pareció de pronto culpable.
—Una decisión que me gustaría pensar que lord Rowend terminó por lamentar —respondió—. A fin de cuentas, os ha legado una pequeña pensión; suficiente para alquilar esta casa y disfrutar de una vida decente y poder permitiros cosas bonitas. ¿Carece eso de valor?
A juzgar por sus palabras, el anciano parecía realmente ofendido.
Elizabeth suspiró. ¿Quizá lo ocurrido había sido en alguna medida culpa de Bodkins?
—Oh, intentad comprender, señor —dijo ella, esta vez más quejumbrosamente—. Simplemente no puedo seguir aquí por más tiempo. ¡Sencillamente no puedo!
Bodkins le lanzó una mirada cómplice.
—¡Ese endiablado Coldwater! —dijo gravemente—. De haber sabido simplemente de la existencia de ese canalla, os habría aconsejado encarecidamente que os librarais de él. A fin de cuentas, no podéis considerarle realmente parte de la familia.
—No —dijo Elizabeth, incapaz de sostenerle la mirada—, quizá no.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Bodkins—. Y ahora vais a dejar vuestra casa por culpa de este escándalo urdido por él. Lo sé, querida mía. Sé que por eso estáis tan decidida a marcharos.
Su casa.
Sí, la suya. Aunque había llegado allí sola y todavía desolada, Elizabeth había encontrado allí cierta dosis de paz. Un lugar que sentía suyo… el primero desde la muerte de su padre. A pesar de todos los años que había vivido bajo el techo de tía Ashton, jamás se había sentido allí en su casa.
Parpadeó presurosa y recorrió con la mirada el gran salón bellamente amueblado, con sus anchas vigas ennegrecidas por el paso del tiempo, el papel pintado de color amarillo pálido, salpicado de rosas, y el delicado pianoforte del que tanto había disfrutado… en las raras ocasiones en que había relajado la mente lo bastante como para olvidarse momentáneamente de la misión que se había encomendado.
Destruir a Rance Welham, lord Lazonby.
El hombre que con su egoísmo había sido el artífice todo lo que había destrozado a su familia.
Salvo que… no había sido él.
Dios de cielo. Lazonby no le había destrozado la vida. No había sido él quien había apuñalado al pobre Percy, el rico prometido de Elinor… el hombre que iba a sacarles a todos del borde de la bancarrota. No, no había sido él quien había empujado a su padre al suicidio, ni el que había provocado que Elinor muriera de pena y de fiebre. Lo más probable era que ni siquiera hubiera hecho trampas jugando a las cartas.
Elizabeth había regresado a Londres en su implacable búsqueda de represalias… contra el hombre equivocado.
El frío espanto de esa idea volvió a recorrerla y el ansia de huir se abrió paso en su pecho como el pánico, amenazando con dejarla sin aliento.
Dios bendito, no podía quedarse allí esperando a que Lazonby se tomara la revancha.
Durante más de un año le había hecho pasar por un auténtico infierno, difamándole en los periódicos y acosándole sin descanso, pisándole una y otra vez los talones. Había espiado a sus amigos, sobornado a sus criados y aparentemente había llevado a lady Anisha a hacer preguntas peligrosas, en un desesperado intento por demostrar la inocencia de su amante.
Había llegado incluso al punto de rebuscar en los cubos de la basura de Lazonby en su esfuerzo por hallar algo, cualquier cosa, que pudiera devolverle a la cárcel.
Eso era todo lo que había sabido hacer. El odio y la amargura habían sido su único consuelo durante esos largos y solitarios años en Boston. La acuciante necesidad de vengar a la familia que había perdido y el deseo de lograr que Lazonby pagara por todo lo que le había quitado. Papá. Elinor. Percy. En suma, toda su existencia.
Y de pronto todo había terminado.
Toda su raison d’être acababa de derrumbarse sobre su cabeza.
No, Lazonby no estaría dispuesto a permitir que nada de eso siguiera en pie… y mucho menos cuando hubiera tenido tiempo para pensar y hubiera lavado su nombre. Y aunque no fuera así, ese inspector de policía de ojos negros y nariz de halcón sin duda no lo consentiría. Quizá Lazonby fuera un bribón risueño e irresponsable, pero Napier era otro perfil totalmente distinto.
Napier era implacable, y eso era algo que rezumaba por todos sus poros. Y estaba decidido a que en algún momento alguien pagara por la muerte de sir Wilfred…
De pronto, fue como si el suelo del salón vibrara levemente bajo sus pies.
—¿Lisette? —dijo Bodkins y se movió como para cogerle el brazo.
Elizabeth volvió en sí y se apartó.
—Estoy… estoy bien, gracias.
Bodkins bajó la mano.
—Bien, os pido que reconsideréis la idea de marcharos —dijo afablemente—. Estoy seguro de que el escándalo pasará. Naturalmente, deberéis evitar a lady Leeton, pero habrá otra escuela que se alegrará de contar con vuestra labor de voluntariado.
Elizabeth forzó una sonrisa.
—Os lo agradezco, Bodkins, pero os preocupáis en vano por mí. He decidido dejar Hackney de inmediato. La señora Fenwick se quedará para cerrar la casa.
Bodkins suspiró.
—Veo que no hay modo de convenceros —dijo—. Pero os lo suplico: a Escocia no. ¿Quizá podríais considerar… París?
Elizabeth vaciló.
—No me parece que esté tan lejos —dijo, pensando en los ojos negros y en el largo brazo de Napier.
Bodkins sonrió.
—Entonces el sur de Francia, o quizá la costa italiana —sugirió—. ¿Una casita en el Camin deis Anglés, quizá, con vistas al mar?
—Pero no quiero volver a alquilar —le advirtió Elizabeth—. Estoy cansada de viajar, señor Bodkins. Quiero… quiero un hogar. Una casa mía, de la que nadie pueda echarme ni alejarme a su antojo.
El anciano suspiró.
—Dadme unos días, Lisette —dijo—, y veré lo que se puede hacer.
Al final de una tarde saturada por un sinnúmero de citas y cargado bajo el peso del propio conflicto interno, Royden Napier llegó a su casa de Eaton Square y fue recibido por un hall delantero benditamente silencioso y el olor a pollo asado procedente de las cocinas: la eficiente señora Bourne, naturalmente, pues era el primer martes de mes, lo cual era sinónimo de gallina de Guinea en su jugo con grasa de beicon y un mantecoso puré de nabo, zanahoria y patata.
El aroma era alentador, incluso a pesar de su ausencia de apetito.
Y es que bajo la afable mano de la señora Bourne, toda la casa de Napier funcionaba como un reloj. Para algunos quizás habría resultado una vida de aburrida previsibilidad, pero en su profesión se encontraba a menudo vadeando por el caos de la vida y de sus trágicas secuelas. En su vida privada, luchaba por mantener el orden y la calma serena, un objetivo que había logrado en líneas generales, salvo por la ocasional aparición de alguna mujer en su vida.
Lady Anisha Stafford había sido exactamente esa mujer, o podría haberlo sido. Napier la había conocido hacía unos meses y al instante había quedado cautivado por su calidez. Cuando ella por fin había pedido ver el viejo caso de Lazonby, él había accedido, quizás atolondradamente. Sí, se sentía atraído por ella… y lady Anisha no se había mostrado indiferente hacia él. Esa atracción, sin embargo, rápidamente había quedado en nada, y quizá fuera mejor así. La dama gozaba de una posición que estaba muy por encima de la suya.
¿O quizá no?
Maldiciendo entre dientes, Napier arrojó el sombrero a un lado, concentrándose nuevamente en la peculiar conversación que había tenido con sir George. Si hubiera dado a conocer que era el nieto del vizconde de Duncaster y, también de forma repentina, el aparente heredero del título, ¿habría mirado lady Anisha con mejores ojos su cortejo?
Indudablemente, lord Ruthveyn, el hermano mayor de la dama, sí lo habría hecho.
Sin embargo, Napier nada le había dicho a lady Anisha. Y se conocía lo suficiente como para no caer en la tentación de malinterpretar sus propios motivos. Sí, había querido que ella le deseara por el hombre que era, no por lo que era. No obstante, una parte de él simplemente no había querido restar a su trabajo el tiempo que requerían las exquisiteces de un cortejo de rigor.
Aunque en esta ocasión en particular, había estado a punto de rendirse a la tentación. A la tentación de renunciar a su inquebrantable calma en aras de algo que él percibía, sí, un poco como un caos.
Pero le había dado largas al tema y al parecer la dama había optado por compartir su fortuna con Lazonby.
Ah, en fin. A la magnífica edad de treinta y cuatro años, Napier iba camino de convertirse en un redomado solterón, para desgracia de su tía Hepplewood, a menos que alguna lozana y hermosa viuda apareciera para calentarle el lecho y le convenciera luego para que se comportara como un auténtico idiota. En cualquier caso, no sería nunca una mujer elegida por lady Hepplewood, de eso estaba condenadamente seguro. La rama de los Wiltshire de la familia llevaba cuatro décadas sin imponer su voluntad a los Napier de Londres, y él no tenía la menor intención de que empezaran a hacerlo ahora.
Tras sacar con brusquedad el archivo de sir Wilfred Leeton de la cartera, se dirigió por el pasillo que conectaba a ambos lados con sus recibidores delanteros. Presa de un ánimo extrañamente reflexivo, se detuvo a contemplar con nuevos ojos los lustrosos suelos de madera, las aterciopeladas alfombras Wilton barridas hasta el punto de parecer casi nuevas, y la reluciente porcelana, el mármol y los destellos dorados que adornaban las estancias.
¿Podía desear algo más?
No era opulencia lo que le rodeaba, no, pero sí una elegancia propia como poco de la alta clase media, y allí había vivido desde que era niño, con toda la seguridad y la certeza que proporcionaba una vida sin estrecheces.
Sí, a pesar de los defectos de Nicholas Napier, a su hijo no le había faltado prácticamente de nada. Y, como había apuntado el propio sir George, a toda esa seguridad y a una elegante casa en Belgravia había que sumarle una educación que rivalizaba con la de cualquier caballero. Y todo eso a pesar de que Nicholas Napier había sido en sus comienzos poco más que un burócrata de baja escala casado con la hija de un funcionario del gobierno.
Y de pronto se preguntó cómo se lo había podido permitir. No sólo la casa, sino toda esa forma de vida. Por lo que él podía recordar, su difunta madre vestía con la elegancia propia de una dama. Habían comido bien —en ocasiones incluso pródigamente—, y habían llegado a tener invitados algunas veces.
¿Cómo? ¿Cómo había podido ser? En el fondo siempre se lo había preguntado.
Quizá ya no era necesario que siguiera haciéndolo.
Presa de un arrebato de indignación, arrojó el archivo a un lado y se dirigió al salón para servirse una generosa copa de brandy, mandando a Lazonby al infierno.
No era posible. No iba a pensar en ello.
Volvió a dejar el decantador en la mesilla auxiliar con un golpe sordo. Tras tomarse el brandy con un deleite ligeramente exagerado, cogió su ejemplar vespertino de la Gazette y empezó a revisar el correo que siempre recibía ordenadamente amontonado detrás.
Salvo un par de facturas rutinarias —el orden de cuentas del sastre y del vinatero— ya abiertas y desplegadas para que las revisara, junto con una invitación a una velada musical en casa de un superintendente de la Oficina General del Registro, un tipo cuyos medios quedaban con mucho superados por sus aspiraciones sociales, no había nada.
Esa suerte de invitaciones habían llegado regularmente desde que los difusos rumores sobre los vínculos de la familia de Napier habían empezado a correr por Whitehall. Su amistad con lady Anisha no había hecho más que añadir gasolina a los fuegos de la especulación, puesto que el hermano de la dama era, además del favorito personal de la reina, marqués.
Aun así, el hecho de que de pronto requirieran su presencia le provocó una carcajada. Dejó la invitación a un lado para ver lo que había debajo, y se quedó un poco frío.
—¡Jolley! —gritó.
Al instante se oyeron pasos que bajaban discretamente las escaleras, y momentos más tarde apareció el criado, que parecía un fantasma con su nube de pelo blanco, las lanudas patillas blancas y un largo delantal blanco sobre su austero traje negro. El suyo era sin duda un aspecto engañoso. Jolley pertenecía del todo a este mundo.
—¿Sí, señor?
—Esta carta. —Napier puso un dedo sobre el ofensivo papel—. ¿Cuándo ha llegado?
—Con el correo de la mañana.
Jolley pareció desconcertado.
—¿Y nadie se ha preguntado a quién iba dirigida?
Jolley se acercó a mirar la carta.
—¡Dios bendito!
Napier volvió a mirarla. Alguien se mofaba de él desde el papel.
Lord Saint-Bryce
22 Eaton Square
Londres
—No la has abierto —apuntó Napier.
—No, señor —dijo—. Me ha parecido que era de orden personal.
Napier cogió un abrecartas cercano, despegó el sello y abrió la carta sin miramientos. Su mirada barrió la apretujada letra que se escoraba ostensiblemente hacia estribor y que llenaba sólo el tercio superior de la página:
Mi señor:
Me pregunto si no deberíais volver a Burlingame. Si podemos de algún modo convenceros de que lo hagáis, sería sin duda para bien. Indudablemente Londres ofrece Grandes Diversiones, pero aquí siguen ocurriendo cosas extrañas desde las misteriosas Muertes, y Algunos de nosotros estamos Muy Preocupados de que esté gestándose alguna Maldad.
Vuestro humilde servidor,
Un Ciudadano Preocupado
—¿Un ciudadano preocupado? —Napier volvió a arrojar la carta al suelo con un gesto brusco—. ¿Maldic…?
—Si me permitís, señor.
En respuesta a la breve inclinación de cabeza de Napier, Jolley pasó por delante de él y la recogió.
—Bien —dijo después de leerla—, por lo menos no es un montón de sandeces sin sentido alguno como lo era la del pobre anciano Hepplewood.
—No, pero está igualmente llena de insinuaciones —gruñó Napier.
—Y ése es precisamente un asunto que sigue sin gustarme —dijo Jolley—. Los caballeros como Hepplewood sin suda se crean enemigos.
—Pero Saint-Bryce no tenía ninguno —apuntó Napier—. Era como cualquiera de esos caballeros de campo que se pudren en Wiltshire: con su barriga, calvo, y obsesionado con deambular sobre la hierba mojada disparando a cosas. ¿Qué maldad hay en eso?
La frente de Jolley se colmó de arrugas.
—No habrá relación alguna entre los títulos, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a que, de ser así, señor… o, dicho de otro modo… vos seriáis el único beneficiario de la muerte de Saint-Bryce.
—Sólo tú, Jolley, tienes los arrestos de sugerir la posibilidad de que soy un asesino —dijo Napier sin inmutarse—. Pero no, Hepplewood era simplemente el amigo de mi abuelo, además de su cuñado. Su muerte no me reportó nada. Y el testamento de Saint-Bryce no me traerá nada salvo tristeza.
Jolley dejó la carta sobre la mesa.
—En cualquier caso, ¿quién podría escribir algo así?
Napier volvió a coger la carta.
—Supongo que debe de tratarse de algún desesperado prácticamente analfabeto —gruñó—. Probablemente no sea más que alguna suerte de malvada falsificación. Debería quemarla.
—No es una falsificación, señor —replicó Jolley—. Si no existe una voluntad manifiesta de fraude, señor, la ley sostiene que no existe tal cosa. Nadie ha pretendido ser quien no es, ni tampoco os han pedido dinero.
—No, todavía no. —Napier le dedicó una mirada ceñuda—. Y ahórrame tus elaborados sofismas legales, Jolley. Como bien sabes, fue precisamente eso lo que te trajo aquí.
—Sí, eso decís, señor. Eso decís.
Jolley se alejó arrastrando los pies y se puso a inspeccionar las mechas para la noche.
Napier volvió a centrar su atención en la carta, extrañamente preocupado.
—No, quizá no se trate de un analfabeto —murmuró—. La estructura de las frases es correcta, y la forma no está mal… salvo por el hecho de que quien la ha escrito no sabe deletrear y parece confundido sobre cómo dirigirse a mí.
Después de haberle acompañado a Wiltshire durante la enfermedad de lord Hepplewood, Jolley comprendía cuáles eran sus vínculos familiares.
—Aun así, señor, no puedo evitar pensar en la bizarra divagación que enviaron al ministro del Interior. ¿Queréis que las compare?
Era una buena idea.
—Sí, gracias. —Napier extrajo una llavecilla de su chaleco—. Está en el segundo estante del buró del salón.
Jolley encontró el documento sin demora y lo acercó a las ventanas. Napier le siguió, esperando su opinión de experto con más inquietud de la que le habría gustado admitir. ¿Por qué enviar una carta como ésa? ¿Y por qué a él?
¿Porque era el heredero?
¿O porque estaba en la policía?
—Hum —dijo Jolley.
—La llave —ladró Napier, tendiendo la mano.
Jolley puso los ojos en blanco y se la devolvió.
Napier volvió a guardársela en el bolsillo. A pesar de su aspecto angelical, Jolley había sido en su día el más infame de los copistas, un experto falsificador de documentos.
Había sido además un hombre dotado de un gran talento. En efecto, Jolley había amado su oficio como una forma de arte, falsificando cosas incluso cuando no era realmente necesario y magros los beneficios que podían resultar de ello, simplemente para ver si podía salir victorioso de la empresa: testamentos, letras de cambio, certificados de bonos… cualquier forma de instrumento legal se convertía en un juego de niños en la hábil mano de Jolley.
Poseía además un conocimiento digno de abogado de la jurisprudencia pertinente, y a menudo se colaba en los tecnicismos como la mantequilla en las hendiduras de un bollo caliente. Sin embargo, años atrás se había enfrentado a un cargo contra el que poco o nada había podido hacer, pues había sido blanco de una trampa por parte de una nueva y más burda clase de competidores del East End. Y ya no era un hombre joven.
Napier le había ofrecido a Jolley una alternativa amigable a una muerte lenta en Newgate: algo parecido al viejo adagio que aboga por tener cerca a tus amigos y a tus enemigos aún más cerca. Y funcionó. Jolley podía eliminar su acento de East End a voluntad e imitar los modales propios de un caballero cuando era necesario. Se convirtió en camarero personal y en ayudante perfectamente servicial, siempre que se le tuviera bien vigilado.
Jolley había sacado una vieja lupa de joyero de su bolsillo y se la había colocado en el ojo.
—Hum —volvió a decir—. Han arrancado el papel de una hoja más grande, como si hubieran cortado el membrete, antes de volverlo del revés y haber escrito en él.
—¿Y? —le apremió Napier al tiempo que el viejo criado colocaba el documento más antiguo contra la luz.
—Pero no hay similitudes en cuanto a la tinta, la pluma y el papel —dijo Jolley—, y desde luego tampoco en cuanto a la letra. Aun así, las dos cartas parecen haber sido enviadas desde Wiltshire. Los matasellos son auténticos.
Caviloso, Napier se rascó la mandíbula con la mano. En el fondo de su mente algo le atosigaba, algo que tenía relación con lord Hepplewood.
En su día, Hepplewood había sido un hombre poderoso, un político de raza, además de preboste del más alto orden. Había ocupado embajadas e incluso había llegado a servir en el Consejo Privado del rey Guillermo. Esa clase de hombres sabía cosas… a menudo cosas peligrosas.
Pero Saint-Bryce no había sido más que un afable caballero rural cuya obra más controvertida había sido juzgar las conservas de fruta en la feria del condado. La expresión «muy extraño» no parecía aplicable en su caso. Hepplewood había sido viejo. Saint-Bryce había sido un poco corpulento. Esa clase de hombres morían y eso era todo.
Pero Jolley había colocado las dos hojas de papel contra el cristal de la ventana con una expresión de confusión en el rostro.
—Pero ésta, la nueva, señor —dijo, entrecerrando el ojo mientras la estudiaba con ayuda de la lupa—, presenta una curiosa filigrana.
—¿Una filigrana?
—Sí, señor, está hecha con un dandy roll de una máquina de papel continuo.
—Sé perfectamente lo que es una filigrana, Jolley —replicó Napier visiblemente irritado.
—Bien. En ese caso, echad un vistazo, señor. —Jolley se quitó la lupa y se la ofreció—. Es la filigrana de la Doncella de Dort.
—¿Dort? ¿Qué es eso?
—Se refiere a Dordrecht, señor. Significa que el papel no fue fabricado aquí, sino en Holanda.
—Entonces, ¿no es papel inglés? —Napier pegó el papel contra el cristal para apreciar mejor el discreto relieve—. No necesito la lupa, gracias. ¿Qué demonios tiene en la mano? ¿Un sombrero? ¿O una vara? Y… ¿una especie de criatura?
—Exactamente, señor —dijo Jolley, empleando el tono que se emplea para enseñar a un niño—. Es la Doncella de Dort, y ha arponeado el casco de su enemigo. Y su león… ¿lo veis, justo aquí?... tiene algunas flechas y una espada. Es una especie de advertencia, señor, para los enemigos de Holanda. Y si encontráis un papel con esta filigrana, quizá sepáis entonces quién ha escrito la carta.
—Interesante —masculló Napier—. Debe de ser un papel relativamente poco común, ¿me equivoco?
—No es común, no. —Jolley le devolvió la vieja carta de Hepplewood—. ¿Qué pensáis hacer, señor?
Napier arrojó las dos cartas encima de la mesa y clavó en ellas la vista durante un largo instante, todavía pensando en la muerte y, si era sincero consigo mismo, en las viles acusaciones proferidas por Lazonby contra su padre. De hecho, había sido la señorita Ashton quien había formulado las acusaciones, aunque él seguía convencido de que era Lazonby quien estaba detrás.
Sentía como si tuviera delante un mar de círculos que daban vueltas alrededor de otros círculos. O unas cartas que, sucediéndose las unas a las otras, sugerían una cosa y exigían otra.
Maldición, no tenía tiempo para nada de todo eso. Tras maldecir entre dientes, volvió a servirse otro brandy —esta vez tres dedos—, viendo cómo el oro líquido resplandecía en un rayo de sol que ya se desvanecía.
Volvió a dejar el decantador en la mesilla, olvidando que estaba abierto. La vocecilla que no dejaba de murmurarle en algún rincón de su cabeza y esa duda espantosa y oscura no remitían. Y lo más frustrante de todo era que la verdad de todo ello estaba en Burlingame Court.
—Jolley —dijo por fin—, ¿tú crees que a la señora Bourne le gustaría ir a pasar un par de semanas a Hull a visitar a su hermana?
—Oh, imagino que sí.
Jolley alargó la mano para tapar el decantador.
—Bien, viejo amigo mío. —Napier hizo una pausa para exhalar despacio—. Quizá tú y yo deberíamos hacer un pequeño viaje juntos.
—Ohhh, señor, otra vez a Wiltshire no. —Jolley esbozó de soslayo una mueca de fastidio—. Nunca me ha gustado demasiado el campo.
Napier se encogió de hombros.
—Me temo que eso carece por completo de importancia —dijo, volviendo a coger las ofensivas cartas—. Has elegido el arresto domiciliario… y es a mí a quien corresponde elegir la casa en que debes cumplirlo.