Los actores en escena: partidos políticos, grupos de interés, grupos de presión y movimientos sociales

Los orígenes de los partidos políticos

No podemos entender a los partidos políticos sino como instancias inseparables de la democracia representativa, puesto que son los que materializan la vinculación entre una parte (ya sea que se le denomine pueblo, sociedad civil o ciudadanía) y otra (el Estado). Es a través de estas estructuras políticas que se ha manifestado y organizado la relación entre el pueblo y el Estado, dentro de un marco institucional conformado por profesionales de la política provenientes de los mismos partidos, bajo cierta regla creada por el sistema: la representación. Se podría afirmar entonces que los partidos han sido un elemento esencial en una concepción realista de la democracia en las sociedades modernas.

Este rol imprescindible de mediación ha sido cumplido por los partidos políticos durante más de un siglo, verificándose de formas variadas, pero especialmente cuando los partidos políticos agregan intereses, aportan proyectos que reflejan las necesidades de la gente y que se transforman en políticas públicas, dan formación política a cuadros burocráticos y técnicos y crean redes operativas que se instalan en los gobiernos a los cuales apoyan. Ese rol de mediación se ha mantenido no solo en épocas democráticas de alta calidad, sino también en fases de transición o en regímenes democráticos débiles y en sistemas políticos poco institucionalizados, ya que sus capacidades organizativas han sido claves en la lucha por el poder político formal. Sin embargo, ese rol tradicional de mediación está actualmente en entredicho.

A modo de introducción al tema y solo para aclarar la diferencia conceptual básica entre un partido político y los otros actores o instituciones afines a que estamos haciendo referencia, hay que decir lo siguiente. Un partido político es un grupo que se organiza para acceder al poder y ejercerlo. Esta es la principal diferencia con otros actores que, como los movimientos sociales y los grupos de interés, no participan directamente en el proceso electoral y no estarían interesados en administrar por cuenta propia el poder.

Resulta de importancia apreciar que, históricamente, los partidos políticos han sido un instrumento fundamental mediante el cual grupos sociales crecientemente diversos, y en su mayoría previamente excluidos, han conseguido introducirse de una forma indirecta en el sistema político para expresar sus reivindicaciones y participar en la formación de las decisiones políticas. En su origen, de hecho, los partidos políticos responden a un momento histórico en que se produjo una ampliación de la esfera de actores involucrados en las decisiones políticas. Para institucionalizar y canalizar tal pluralización de la elite nacen estas instituciones, que pasarán a representar a grupos específicos de la sociedad civil a través del ejercicio de variadas funciones. Ese hito, en Occidente, lo podemos ubicar un siglo y medio atrás y corresponde a la ampliación de la democracia mediante el sufragio y su progresivo proceso de ampliación; a la aparición de las prerrogativas parlamentarias y, en general, a la multiplicación de los actores que tenían derecho a participar en las decisiones políticas.

Con anterioridad, en el Estado liberal del siglo XIX, la relación entre los escasos ciudadanos con derecho a voto y los gobernantes era directa. Los partidos o protopartidos tenían escasa importancia, toda vez que no existía el sufragio universal, sino que el voto censitario, de acuerdo con el cual solo un grupo reducido de ciudadanos podía votar. En ese contexto, no imperaba la necesidad de contar con organizaciones que articularan intereses con fines electorales. Los partidos eran entidades de notables; asociaciones locales sin reconocimiento legal, relacionadas a candidatos al Parlamento, o a grupos de la burguesía que demandaban la ampliación del sufragio. El acceso de las elites al poder político no requería, por así decirlo, de mayores mediaciones.

Con la extensión de la ciudadanía producto de la ampliación del sufragio y los procesos sociales que conducen a una pluralización de la elite, surgen los partidos políticos como instituciones. En efecto, los nuevos actores que ingresaron al sistema político fueron los partidos políticos y no la sociedad civil ni el pueblo ni la ciudadanía de forma directa; en función de esta democratización, ellos pasaron a ser representados en el sistema. Son incorporados, si bien de forma mediada.

A continuación intentaremos recorrer el camino del surgimiento e institucionalización de los partidos políticos en Occidente, momento que suele fijarse a principios del siglo XIX y que se reconoce en Inglaterra y en los Estados Unidos de Norteamérica. Junto con entender el sentido y alcance de los elementos que permitieron el nacimiento de los partidos políticos en su forma moderna, nos interesa especialmente poder determinar si, desde ese momento, hay elementos que hayan cambiado en forma tan radical que ya no sería posible sustentar el análisis en los mismos supuestos que operaban al momento del nacimiento de tales instituciones y el rol que se les atribuyó.

Es bastante compartido por los especialistas que la denominación “partido político” únicamente por acomodo o afanes pedagógicos podría ser asimilada a las formaciones que existieron en el mundo antiguo relacionadas con el debate político y la formación de los poderes políticos. Los términos por los cuales se designaban —eterías, stasis, parataxis, en griego, y factio, secta, coniuratio, en latín–, denotan el carácter transitorio de dichas formaciones y asociadas a momentos de convulsión. En el caso griego se trataba de formaciones políticas de base territorial, gentilicia o sectorial, surgidas y vinculadas con una coyuntura particular y destinadas a desaparecer con esta. En el caso de la Roma republicana, la propia estructura de las asambleas políticas y la clasificación de los ciudadanos resultan incompatibles con una institución asimilable a un partido político.

En términos rigurosos, el fenómeno de los partidos políticos ha de analizarse en el contexto del principio de representación, que es de suyo ajeno a la experiencia política del mundo griego que más se analiza y sobre la cual existe mayor número de fuentes disponibles: la Atenas de los siglos IV y V a. C., donde el ejercicio político era desempeñado en forma directa por aquellos que estaban habilitados para hacerlo1. En los textos clásicos existe un escaso debate filosófico en torno a las agrupaciones de corte político. La facción, sobre la cual sí existe reflexión, es considerada como el más grande de los peligros, siendo el término facción la traducción del concepto griego stasis, una de las palabras más sobresalientes que se pueden encontrar en nuestro lenguaje2. Finley asimila la palabra stasis a partido, partido formado con propósitos sediciosos. La idea de facción queda asociada por tanto a nociones como sedición, discordia, división, disenso y también, guerra civil o revolución. La posición política, entendida como posición partidaria “es una cosa mala, que conduce a la sedición, a la guerra civil, y a la disrupción del entramado social”3.

También resulta difícil de explicar por qué el término hetairía, una palabra griega antigua que entre otras cosas significa club o sociedad, haya llegado a significar en el siglo V conspiración u organización sediciosa. Precisamente el término hace referencia al período de las revoluciones oligárquicas en Atenas, específicamente a ciertos comités que se dedicaron a transgredir la Constitución. Es decir, eran más bien células revolucionarias que más tarde fueron prohibidas por las leyes aprobadas entre 410 y 404 a. de C.

Aristóteles dedica una parte importante de La Política4 a describir y clasificar la stasis. En La Constitución de Atenas5 hace referencia a los “partidos de la Costa, dirigidos por Megakles, el Partido del Campo…”, usando para ello la palabra stasis. En su concepto el comportamiento político debía orientarse teleológicamente, de acuerdo con los fines morales que pertenecen al hombre por naturaleza. Aristóteles creía que tales fines se desviaban si los gobernantes tomaban sus decisiones a base de intereses personales o intereses de un grupo o clase. Si bien Atenas se libró en gran parte de formas extremas de stasis, sus líderes políticos sí intentaban eliminar en forma radical a sus enemigos. La técnica más recurrida para estos fines era el juicio político, para lo cual eran esenciales los clubes y los sicofantes. El resultado final de tal juicio estaba representado por la institución del ostracismo o graphe paranomon, es decir, la expulsión física de la comunidad política.

La denominación “partido político” la podemos encontrar en las repúblicas italianas de la Edad Media, especialmente en relación con los güelfos y gibelinos o en conexión con las facciones políticas de las republicas de la Italia renacentista, lo cual, una vez más, dista en gran medida del concepto moderno de partidos políticos, toda vez que surgen en función de poderes de naturaleza más bien abstracta6.

En Maquiavelo también podemos encontrar alguna referencia al término a propósito de su análisis del buen gobierno y la necesidad de poseer y ejercer la virtú tanto por parte del Príncipe como por parte del cuerpo de los ciudadanos. Para el autor, el peligro más grave aparece cuando los ciudadanos permanecen activos en los asuntos de Estado, pero comienzan a promover sus ambiciones personales o lealtades partidistas a costa del interés público. Maquiavelo, siguiendo la teoría política romana, defiende las constituciones mixtas entendidas como la composición del gobierno por elementos aristocráticos, oligárquicos y democráticos7. Su argumento parte del supuesto de que “en toda república hay dos facciones opuestas, la del pueblo y la de los ricos”. Por tanto, piensa que la república se verá corrompida si la Constitución permite el control por parte de alguno de estos dos grupos. Entre los peligros más graves para el equilibrio de una constitución mixta, destaca al ciudadano ambicioso que pueda intentar formar un partido basado en la lealtad a sí mismo en lugar del bien común y analiza esta fuente de inestabilidad en diversos capítulos de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio8. Su concepto de partidos lo asocia a las dos grandes divisiones ya indicadas, las cuales existirían en todo régimen, ya sea monárquico o republicano, afirmando que “los hombres están naturalmente inclinados a tomar partido, allí donde ven una división, prefiriendo una de las dos partes”9.

Como ya hemos dicho, hay bastante consenso en que los partidos políticos se convierten en instituciones o entidades con carácter propio dentro de la sociedad política en Europa, más concretamente en Inglaterra, a principios del siglo XIX, momento en el cual podemos señalar el nacimiento de los partidos políticos en su estructura moderna10. En el caso de los Estados Unidos de Norteamérica, se afirma que los partidos políticos nacen en los primeros años de vida independiente, bajo la influencia de los eventos asociados a la Revolución francesa, provocando el desarrollo del Partido Federalista liderado por Alexander Hamilton y el Partido Republicano encabezado por Thomas Jefferson. Los dos partidos se enfrentaron por primera vez en las elecciones de 1796. En ambos casos (Inglaterra y EE.UU.), el hito más relevante en la aparición de los partidos políticos es cuando pasan a perseguir intereses generales o colectivos de la sociedad política.

Nos interesa precisar entonces cuáles fueron los elementos clave que incidieron en la formación del concepto moderno de partido político.

El inicio de la utilización y construcción conceptual del concepto de partido, en su acepción moderna, se relaciona directamente con el proceso de distinción entre los términos partido y facción. El debate que permite avanzar en esta distinción lo podemos reconocer tanto en Inglaterra como en los nacientes Estados Unidos de Norteamérica.

Uno de los mayores esfuerzos por separar conceptualmente al partido político de la facción corresponde a Sartori11. Un partido político se define como parte de un todo, en tanto la facción es una parte que se considera a sí misma como un todo in fieri, y su éxito radica en conquistar la totalidad e identificarse con ella. Por otra parte, para Sartori los partidos políticos cumplen una función social y sirven fines sociales, en tanto que la facción “estaría dedicada a sí misma”12. En ese sentido se afirma que los partidos políticos persiguen intereses generales, mientras que las facciones obedecen a intereses de una persona o un grupo de personas.

En opinión de Sartori, la distinción conceptual de entonces que permitió distinguir a los partidos políticos como partes de un todo, se vincula con la aceptación de los conceptos de disenso y diversidad13. En esta línea de ideas, los partidos políticos se vincularían con una concepción del interés público, como algo alcanzable mediante el debate a partir de posiciones diferenciadas. El disenso se vuelve algo así como legítimo, en tanto combinación del conflicto y el consenso.

Así, en opinión del autor, se trató de un proceso que permitió “ir aceptando la idea de que un partido no es forzosamente una facción, que no es forzosamente un mal y que no perturba forzosamente el bonun commune”14.

Hay aquí, por tanto, un proceso de legitimación y valorización y un consecuente alejamiento de la negación sistemática de la existencia de divisiones o fracturas múltiples dentro de la sociedad. Más aún, se entendió que tales identidades debían tener un reconocimiento institucional dentro del sistema, lo cual a su vez podía ser útil al gobierno monárquico de entonces. Por tanto, se trata del inicio de una visión más pluralista de la sociedad y en particular del sistema político.

En su origen histórico, la distinción entre los términos de partido y facción lo podemos rastrear hasta Voltaire, cuando dice que “un partido es una facción, un interés o una fuerza que se considera opuesta a otra”15. Agrega que el concepto “partido no es en sí mismo odioso pero el término facción siempre lo es”. A pesar de ello, de la revisión de los textos de Voltaire puede concluirse que la distinción entre ambos términos es apenas tenue, lo cual da cuenta del pensamiento aún predominante en el siglo XVIII en esta materia.

El uso no peyorativo del término recién aparece hacia el siglo XVIII con la obra de Bolingbroke y Hume, que veremos en detalle más adelante, quienes comienzan a asociar el concepto de partidos políticos con las “partes”16 que existen dentro de todo Estado (monarquías o repúblicas), “partes” que además son necesarias. La toma de posición más clara se produce poco después, con Burke, lo que sin embargo no equivale a que se produzca una aceptación generalizada del concepto. Este proceso ocurriría de forma muy lenta, requiriendo el desarrollo de la idea de pluralismo para poder asentarse.

Esta discusión teórica que comienza a distinguir a los partidos políticos como entidades distintas de las facciones, corresponde en la historia política de Inglaterra a la aprobación del Reform Act de 1832 que, al ampliar el sufragio, permitió que los estratos industriales y comerciales del país participaran junto a la aristocracia en la política. Esta reforma liberal de 1832 estableció como requisito contar con diez libras anuales (excluyendo por tanto a los trabajadores y a los pobres), pero permitió a un número importante de miembros de la burguesía comenzar a votar. Aumentó el electorado en alrededor de 750.000 personas sobre un total de población cercana a los 13,5 millones. Posteriormente siguieron las ampliaciones de 1867 y 1884, momento en que se alcanza el sufragio universal masculino en Inglaterra.

En el caso de Estado Unidos de Norteamérica, el debate sobre este tema es conducido por los denominados padres fundadores de la democracia norteamericana, en forma contemporánea al proceso inglés liderado por Bollingbroke y Burke, quienes también influyeron en el debate en el continente americano.

Así, en el caso inglés, el establecimiento de los regímenes parlamentarios a comienzos del siglo XIX suele identificarse como el factor contextual decisivo para la emergencia de estas nuevas instituciones. A grupos, facciones y claques que se formaban alrededor de la aristocracia —príncipes, duques, condes o marqueses— se habrían ido sumando grupos o facciones constituidos alrededor de la burguesía: banqueros, financistas, comerciantes y hombres de negocios. Por tanto, regímenes hasta entonces apoyados exclusivamente por nobles pasaron a tener su respaldo en otra clase de elites, aún pequeña pero con mayor diversidad interna.

Con anterioridad a ese momento no puede hablarse de partidos políticos propiamente tales. En la Inglaterra del siglo XVIII los dos grandes partidos políticos de la aristocracia, presentes en el parlamento, no tenían verdadera relevancia y no contaban con una organización clara; se trataba de nombres que se adoptaban por un grupo no dividido por conflictos de interés o diferencias ideológicas, al que se adhería principalmente por tradiciones locales o familiares. Como afirma Weber, no eran más que séquitos de poderosas familias aristocráticas tanto que “cada vez que un lord, por cualquier motivo, cambiaba de partido todo lo que de él dependía pasaba contemporáneamente al partido opuesto”17.

Desde una visión lineal, algunos han considerado a todas las asociaciones políticas sectoriales anteriores a esa fecha como antecesores de los partidos modernos. Calificarían como protopartidos las fracciones tories y whigs existentes en Gran Bretaña con anterioridad a la reforma de 1832, así como también a las formaciones partidarias de federalistas hamiltonianos y de republicanos jeffersonianos en los Estados Unidos, que son posteriores a la nueva Constitución de las últimas décadas del siglo XVIII.

A propósito del Reform Act comienzan a aparecer los grupos parlamentarios, instituciones que se relacionan directamente con el nacimiento de los partidos políticos Se trataba de organizaciones que pretendían conseguir votos en favor de sus respectivos candidatos y que por tanto, no se formaban en torno a una ideología o pensamiento común, sino que en torno al nombre de un aristócrata o de un burgués con el fin de conseguir sufragios para este. Estas organizaciones comenzaron a alinearse en la misma tendencia de la disputa entre aristocracia y burguesía, donde la primera estaba conformada principalmente por terratenientes y la burguesía por comerciantes, industriales, banqueros, financistas y profesionales.

Estos grupos reunían a un número restringido de personas que se reunían y organizaban solo durante los periodos electorales, asumiendo en la práctica la preparación de los programas electorales y la elección de los líderes partidarios.

Según Ostrogorski18, la corrupción fue determinante en el nacimiento de los grupos parlamentarios británicos, en cuanto los ministros ingleses lograban obtener mayorías comprando los votos de los diputados, y para hacer frente a ello se creó la Patronage Secretary al interior de la Cámara con el fin de poder vigilar los votos de los diputados y los discursos de los mismos.

Puede afirmarse que mientras el sufragio fue limitado y la actividad política fue casi exclusivamente una actividad parlamentaria de la burguesía, no hubo cambios en la estructura de los partidos de elite. De hecho, los grupos parlamentarios han existido siempre que nos referimos a una asamblea o una cámara, ya sea electa o de carácter hereditario o cooptada. Estos grupos parlamentarios no nacieron necesariamente como producto de una comunidad de pensamiento político o de una ideología política, sino que principalmente por la vecindad geográfica de un grupo de parlamentarios o por necesidad de defensa de los propios intereses.

La mejor ilustración de ello es el nacimiento del partido de los jacobinos o los girondinos en Francia, que se origina y se denomina en razón del lugar físico donde se reunían frecuentemente los diputados de las provincias que llegan a Versalles en 1789 a participar en los Estados Generales y que necesitaban conversar para disminuir el aislamiento en que se encontraban y preparar la defensa conjunta de los intereses locales. También tenemos el caso del nacimiento de los partidos en Alemania: el partido del Casino, el partido del Hotel de Wurtenmberg o del Hotel de Augsburgo, los que se reúnen en un mismo lugar físico en función de ciertas ideas comunes y no la comunidad de origen, entendiendo que se trata de ideas y doctrinas no del todo claras e identificables. También es posible identificar el nacimiento de algunos partidos políticos en relación con la necesidad de asegurar la reelección frente a un cambio de sistema de elección como fue el caso de Suiza o Suecia.

Por otro lado, también se le concede una importancia relativa a los comités electorales en el surgimiento de los partidos en su acepción moderna, tema especialmente desarrollado por Duverger, quien vincula la creación de los comités a la posibilidad de “dar a conocer nuevas elites capaces de competir en el espíritu de los electores con el prestigio de las antiguas”19.

A veces el mismo candidato es quien agrupa a su alrededor a sus amigos fieles para asegurar su elección o su reelección, en cuyo caso el comité es prácticamente una facción. En otros casos un pequeño grupo se reúne para presentar un candidato y promover su campaña.

Al contar con procesos electorales más amplios, menos oligárquicos, comienza a participar en el sistema político una parte de la población que antes no lo hacía, para lo cual era necesario crear comités electorales aptos para canalizar la voluntad de los nuevos electores.

Es la vinculación entre los grupos parlamentarios y los comités electorales la que da lugar a los partidos políticos, los cuales una vez formados inician su carrera por crear comités en todos los lugares del país. Duverger considera que es el grupo parlamentario el actor que jugaba un rol esencial en esa etapa, ya que coordinaba la actividad de cada diputado. Cada grupo parlamentario se esmeraba por reforzar sus vínculos con su comité electoral para garantizar su permanencia en el Parlamento.

El momento que hemos estado revisando en la historia de la política del mundo anglosajón, que dio origen entonces a partidos políticos cercanos al concepto moderno, corresponde a la denominación de partidos políticos de notables. Se trataba de grupos que comenzaron a desarrollar la función de participación en el proceso político; esto es, a desarrollar tareas en la organización de las elecciones, el nombramiento del personal político y la contienda electoral.

En cuanto a las funciones sociales, esto es, aquellas de cara a la sociedad, no eran ejercidas por los partidos políticos de notables en forma relevante. Así por ejemplo, no se ocupaban de contribuir a la socialización política; en cuanto a la canalización de la opinión pública, solo lo hacían en lo que se refiere a los intereses de la aristocracia y la creciente burguesía. En términos de la legitimación del sistema político, este tipo de partidos no se vislumbraba a sí mismo como responsable de promover el respeto por las instituciones y procedimientos democráticos; tampoco, de vincular al Estado con la sociedad civil. En cuanto a la representación de intereses, solo podría sostenerse que la ejercían en relación con las necesidades expresas de un sector muy reducido y parcial de la ciudadanía.

A pesar de que el origen de los partidos estuvo marcado por un desprecio generalizado desde la teoría política (en términos de su rol en los nacientes sistemas políticos democráticos), su crecimiento en adherentes y tareas se desarrolló sostenidamente.

En este punto nos encontraríamos frente a un hito en materia de ampliación de la democracia. Se trata de la aceptación de nuevas divisiones dentro de la sociedad y de la necesidad de reconocerlas y canalizarlas en el sistema político, como una situación de facto que no resultaba posible seguir deteniendo u obstaculizando. Es un momento coincidente con el ingreso al sistema político de una parte de la burguesía, a la cual la clase aristocrática o noble está obligada a ceder un espacio dentro del contexto de las cámaras representativas de los parlamentos. Desde el punto de vista de la ampliación del canon democrático, el cambio se produce definitivamente con la extensión del sufragio y por tanto siempre de la mano del concepto de la representación electoral.

El avance sustantivo, por lo mismo, es el rescate del disenso. Si el aumento de la tolerancia política y religiosa ha conducido al robustecimiento de una sociedad pluralista, se consideró y se aceptó que la gestión del disenso, por medio de la institucionalización de grupos diversos, puede resultar positiva para el sistema político. Se propendió a la institucionalización de grupos diversos, a través de asociaciones representativas. Curiosamente, esta idea de aceptar la divergencia y eventualmente el conflicto como parte constitutiva de toda sociedad, marca un cambio radical con las concepciones previas del sistema político; y es desde allí que se comienza a infiltrar la noción de que era necesario abrir las puertas a otros actores de manera institucionalizada. Hoy, que volvemos a discutir sobre la apertura del sistema a nuevos actores en la construcción del discurso político y la toma de decisiones, nuevamente podemos encontrar en los autores más radicales la necesidad de reconocer el disenso, el agonismo, la lucha, como un factor necesario para provocar la revitalización de la política, revitalización que, insistimos, nuevamente ha asumido la entrada de facto de otros actores a un sistema que denota la necesidad de actualizarse según el nuevo contexto social.

A continuación, revisaremos con mayor profundidad el curso de las discusiones sobre teoría política en Inglaterra y en los Estados Unidos, en el entendido que analizar los elementos que estuvieron presentes en el debate al momento de nacer los partidos políticos, nos habilitan para visualizar el contexto específico en que estas instituciones surgieron, en términos de disputa de ideas y de las significaciones que les fueron atribuidas, así como los supuestos que existen tras su reconocimiento, permitiéndonos a su vez contrastar todos estos elementos con la situación actual de nuestras sociedades políticas. Inglaterra es relevante por cuanto gran parte de la elaboración teórica sobre partidos se basa en este caso. El análisis de los Estados Unidos de Norteamérica, en cambio, tiene mérito por la gran disponibilidad de fuentes que permiten entender el debate teórico que, si bien precario, existió a propósito del nacimiento del primer sistema representativo de gobierno, debate que entronca directamente con los partidos políticos, su relevancia como institución política y las funciones que estos han desempeñado tradicionalmente.

El debate en Europa (Inglaterra)

Pese a que, como se dijo, los partidos en su acepción moderna empiezan a contar desde principios del siglo XIX, a fines del anterior, Burke ya había construido lo que sería el primer concepto que claramente se acerca a una concepción moderna de partidos, que se obtiene a partir de la diferenciación teórica clara entre partidos y facciones.

Puede afirmarse que el primer autor relevante que escribió sobre los partidos en su modalidad moderna fue Bolingbroke, quien publica su obra en Inglaterra a mediados de 1700.

> LOS APORTES DE BOLINGBROKE

En la introducción de A Dissertation Upon Parties, Bolingbroke20 parte llamando la atención sobre la necesidad de trabajar en pos de la unidad del país, afirmando que las tribulaciones producto de las divisiones son la expresión del “espíritu de los partidos”, el que en su concepto inspira animosidad y alimenta el rencor. Al referirse a las divisiones políticas del país21 alude a los Whigs y Tories y en ese contexto hace una primera aclaración en el sentido de que una secta o una facción (asimila ambos términos) persigue un interés distinto del interés del todo.

En su Carta III, y en función de la disputa sobre las pretensiones de la mujer de Guillermo de Orange a la Corona, toma el tema de la división del país entre Tories y Whigs, que habría sido buscado expresamente por el Rey como una forma de debilitar el país con el objeto de poder gobernar sin el Parlamento y dejar el trono abierto a su hermano. Entonces Bolingbroke hace referencia al partido del País y dice que este debe ser autorizado por la voz del pueblo y debe estar formado sobre principios de interés común. No puede sustentarse sobre prejuicios particulares como tampoco perseguir los intereses particulares de ningún grupo de personas. Un partido constituido de tal manera estaría impropiamente denominado como partido. Es la nación hablando y actuando bajo el discurso y la conducta de un hombre en particular. Agrega que “cuando los perjuicios e intereses de un grupo particular prevalecen, la esencia del partido del País queda aniquilada”22. Para Bolingbroke, a consecuencia de la disolución del partido del País nace “la nueva división de la nación entre Whig y Tory, lo cual ha producido un extremado daño”23.

Es decir, para este autor los partidos no solo representan divisiones existentes en la sociedad sino, más bien, las producen y reproducen. En ese sentido, habría cierta artificialidad en las distinciones entre partidos, que se articulan precisamente con el objeto de mantener y perseverar tales divisiones: “más que nada tales partidos diferían en principios negativos que positivos, ellos se veían uno al otro bajo una falsa luz y peleaban con fantasmas creados para mantener sus divisiones”.

Bolingbroke insiste en que el antagonismo entre Whig y Tory subsistió aún después que la diferencia real que alguna vez existió ya hubiera desaparecido, alimentado por aprehensiones que cada parte tenía sobre las intenciones de la otra parte, más que por hechos reales: “ambos partidos no eran ni son lo que cada uno creía del otro, ni tampoco como han sido representados por sus enemigos ni por sus amigos”24.

A pesar de esta visión recelosa, en La idea de un rey patriota se refiere a los partidos como limitaciones al poder del rey, señalando que “los límites a la Corona deben ser practicados tan lejos como sea necesario para asegurar la libertad de la gente; y que tales límites pueden subsistir, sin debilitar ni poner en riesgo la monarquía”25.

En este texto podemos encontrar la semilla de una concepción moderna de partido político. La idea principal es que el rey no debe gobernar a través de los intereses de un determinado partido político y que por lo mismo debe trabajar para lograr la mayor unidad que sea posible, esto es, desactivar las divisiones que existan: “Los partidos, aun antes que degeneren en facciones absolutas, son aun una cantidad de hombres asociados para ciertos propósitos y ciertos intereses, que no son o que no están permitidos a las comunidades formadas por otros”26. Es decir, se trata de asociaciones que comparten ciertos intereses. Por definición, los partidos políticos no deben sustentar posiciones que les permitan diferenciarse de otras similares. Es decir, hay un objeto predeterminado de marcar las diferencias y de constituir una “parte” distinta y reconocible frente a los demás.

En sus recomendaciones al rey patriota, se establece que el rey no debe unirse a ningún partido, sino que debe gobernar como el padre común de toda la gente. Si llegase a ceder a la tentación de gobernar para un partido, estaríamos frente al gobierno de una facción, ya sea la facción del príncipe o la facción de sus ministros, lo que siempre termina en la opresión del pueblo. “Puesto que la facción es al partido lo que el superlativo es a lo positivo: el partido es un mal político, y la facción es el peor de todos los partidos”27.

Bolingbroke contempla como factible que un rey pueda no seguir a ningún partido y lograr la unión absoluta. Más que “ponerse a sí mismo a la cabeza de un partido para así gobernar a su pueblo, debe ponerse a sí mismo a la cabeza de su pueblo para poder gobernar, o más propiamente, debe someter (subdue) a todos los partidos”.

¿Qué podría llevar a un monarca en tal situación (haber conseguido unir al pueblo en sumisión a su persona) a querer crear un partido? Para Bolingbroke, solo lo haría por querer contar con más poderes que aquellos que le otorga la Constitución, ya que la forma de lograr tales poderes adicionales sería en tiempos de turbulencia o desorden, lo cual puede ser logrado a través de la contienda entre los partidos28.

Bolingbroke distingue entre las partes (partidos) que aún cuando estén sometidas al Príncipe, presentan una posición propia en materia de principios generales y aquellos que presentan diferencias en materia de medidas particulares adoptadas por el gobierno. Es decir, supone que los partidos políticos cumplen una función en términos de formar oposición al gobierno de turno.

Por último, el autor considera que el surgimiento de los partidos está inscrito, a fin de cuentas, en la naturaleza humana. Fue la depravación de la naturaleza humana la que hizo que el hombre deseara unirse en sociedad y bajo un gobierno con el fin de poder defenderse de manera más eficiente; y sería esa misma depravación de la naturaleza humana la que inspiró a algunos a diseñar el recurso de asociaciones para invadir y perturbar la paz de la humanidad, pudiendo hacerlo con más fuerza y efectividad a través de esos cuerpos colectivos que en forma individual: “por tanto, las facciones… se invaden y roban entre ellas y mientras cada una persigue un interés propio, el interés colectivo es sacrificado por todas ellas”29. Según el autor es consecuencia de la naturaleza humana y un rey por muy sabio que sea no puede evitarlo, solo debe procurar quebrar el espíritu de facción, en vez de tomar parte en una de ellas.

En todo caso, el uso que se da al término partido en el contexto de las ideas de Bolingbroke hace referencia a la idea de parte o de ser parte (partager en francés, partaking, partnership and participation en inglés). Aparece la idea de formar parte de algo y también la de partir o dividir.

Para Sartori resulta justo concluir que Bolingbroke era adversario de los partidos, ya que en su opinión el gobierno de los partidos termina siempre en el gobierno de las facciones y los partidos surgirían de las pasiones y de los intereses, y no de la razón y la equidad; “de ello se sigue que los partidos socavan y ponen en peligro el gobierno constitucional… pero Bolingbroke estableció mejor que nadie antes que él, una distinción entre facciones y partidos”30. Aunque, en sentido estricto, alude a las grandes divisiones entre Tories y Whigs y entre el Partido de la Corte y el Partido del País, que de acuerdo con la concepción aquí analizada son todavía clubes de notables, su largo y enérgico análisis atribuye un primer plano a los partidos y obligó a sus contemporáneos y sucesores en la teoría política a enfrentarse con el tema.

La idea de Bolingbroke de que los partidos responden a divisiones arbitrarias o artificiales, en general la podemos encontrar en la teoría política del siglo XVIII, que parte del supuesto de que el pueblo o los ciudadanos siempre estarían de acuerdo en ciertos principios generales. A la luz de hoy, esta concepción de una sociedad armónica y desprovista de conflicto, aparece como funcional a los intereses que sostenían los autores de la época y quienes intentaban a toda costa reforzar los fundamentos de un gobierno monárquico. En esta agenda, las divisiones y oposiciones al régimen eran consideradas como perturbaciones del sistema. En último término, la posición de estos autores nos remite a la voluntad política del grupo de notables o de la elite que aspiraba a conservar el sistema y que por tanto consideraba nocivo cualquier fenómeno que amenazara este fin. En el contexto de una elite altamente homogénea y poco permeable, donde el poder se concentraba sin trabas ni contrapesos, era aceptable que actores hasta entonces excluidos del poder, ya sea provenientes de la burguesía, o de grupos de disidentes dentro de las posiciones mayoritarias de los nobles, pudieran legítimamente oponerse a la autoridad central en forma sostenida. Una oposición de esta naturaleza era considerada como una fuente de peligro para el sistema, al conducir a una ampliación de la elite que detentaba los privilegios.

> LOS APORTES DE DAVID HUME

Las ideas de Bolingbroke las retoma David Hume, otro autor conservador comprometido con la legitimación de la monarquía en la Inglaterra del siglo XVIII. Al igual que en Bolingbroke, nos encontramos con una alta valoración del consenso político. Es decir, del ideal de la unidad y de la armonía a toda costa, y la construcción de los fundamentos filosóficos para su justificación.

Al analizar la posición de Hume frente a los partidos políticos, es necesario recordar que su crítica de la doctrina del derecho divino de los reyes va de la mano de su crítica a la doctrina del iusnaturalismo y de la teoría del contrato social, desde una posición empirista, relativista y utilitaria. Hume era escéptico frente a los “sistemas políticos especulativos propuestos para este país, tanto el religioso de un partido como el filosófico del otro”31. De hecho, en su ensayo Del contrato original, publicado en 1748, critica la teoría contractualista, a partir de su débil base empírica. El supuesto contrato que habría dado origen a la sociedad y a los deberes recíprocos entre sus miembros, señala, “no está probada por la historia o la experiencia de ninguna época o país”. También pone en duda el estado de naturaleza, aseverando que si los hombres hubieran conocido el perfecto estado de naturaleza al que se refiere John Locke, no habrían surgido los gobiernos, y menos gobiernos que no cuentan con consenso, como los que han existido a lo largo de la historia.

Hume cuestiona la pretensión de derivar la obligación política del deber moral de cumplir una promesa, propia de la postura deísta de la mayoría de los contractualistas. Para él, la obligación política está justificada por su necesidad y utilidad, y es anterior a la obligación moral de tener que cumplir una promesa.

En Hume no hay mayor avance en la distinción entre los conceptos de facción y de partido; más bien hay un uso indistinto de ambos, manteniendo la tradición previa a Bolingbroke.

En el marco de lo contradictorio que puede parecer el comportamiento humano en relación al poder, expresa que “cuando los hombres militan en una facción son capaces de olvidar sin vergüenza ni remordimientos los dictados del honor y de la moral para servir a su partido, y sin embargo, cuando forman bando en torno a un punto de derecho o un principio no hay ocasión en que demuestren mayor empeño y un sentido más decidido de la justicia y la equidad”. Es decir, la actividad política dentro de una asociación es designada por Hume en forma indistinta como facción, bando o partido, pero en todos los casos anteriores la diferencia está en si la asociación se produce o no en torno a una idea, principio o punto de derecho, pues en este caso, los hombres serían capaces de demostrar un mayor sentido de justicia y equidad.

En su ensayo De los partidos en general (1752), Hume analiza más en detalle las asociaciones de carácter político, partiendo por decir que los fundadores de estas merecen el odio “porque la influencia de estas divisiones se opone directamente a la de las leyes”, de las cuales Hume tiene un muy alto concepto: “las facciones subvierten el gobierno, hacen las leyes impotentes y engendran las más fieras animosidades entre hombres de una misma nación, que se deben ayuda y protección mutua”32. Continúa afirmando que los partidos son una especie de mal imposible de erradicar y que están presentes con mayor frecuencia en regímenes libres que en los gobiernos absolutos. Los llamados a mantenerlos a raya serían los legisladores mediante la firme aplicación de “recompensas y castigos”.

Resulta interesante la distinción hecha por Hume entre las facciones personales y reales. Las personales estarían “fundadas en la amistad o enemistad personales de quienes las componen” y las facciones reales serán aquellas “basadas en alguna diferencia auténtica de opinión o intereses”. En este mismo párrafo usa en forma indistinta la palabra partido y la palabra facción, con lo cual queda claro que más que hacer la distinción entre ambos términos, considera en un nivel superior aquellas asociaciones (ya sean facciones o partidos) que se agrupan en torno a una idea, principio, opinión o intereses que puedan ser calificados de auténticos. Considera que existe una tendencia natural en el hombre a dividirse en facciones personales puesto que sentimientos tales como el amor, la vanidad, la ambición y el resentimiento serían causa de divisiones propias de una facción personal.

Hume también remarca que esta tendencia aumenta la propensión a continuar en la división aun cuando la diferencia real haya desaparecido, citando el caso de los Pollia y los Papiria en Roma o de los güelfos y gibelinos en Italia, asimilando estos ejemplos al concepto de facciones personales.

Hume agrega que las facciones reales pueden distinguirse según obedezcan al interés, al principio o al afecto, considerando que aquellas basadas en el interés son las más “razonables y excusables”, puesto que en su opinión la diversidad de intereses es inevitable. Los partidos basados en principios “especialmente en los de carácter especulativo y abstracto, solo han existido en los tiempos modernos y son quizá el fenómeno más extraordinario e inexplicable surgido hasta ahora en los asuntos humanos”.

Por último, por partidos originados en el afecto entiende aquellos fundados en la adhesión a determinadas familias y personas. Hume cree que estas asociaciones son, por naturaleza, violentas.

En su ensayo De los partidos británicos asevera que en Inglaterra hay dos partidos de principios, el Partido de la Corte (Court) y el Partido del País (Country): “así Court y Country, hijos genuinos del modo de gobierno británico, son partidos mixtos influidos tanto por los principios como por el interés. Quienes encabezan ambas facciones suelen estar más movidos por este segundo motivo, los hombres de filas, por el primero”33. Hume explica a este respecto que la mayoría de los hombres se afilia o asocia a un partido sin saber por qué, como por ejemplo por apasionamiento u odiosidad, pero que aún así, “es necesario que exista una causa de división, ya sea de principios o de intereses, pues de otro modo tales personas no encontrarían partidos a los que asociarse”34.

Hume se refiere a los partidos Whig y Tory como nuevos partidos que desde su nacimiento (con Carlos II) “han continuado para confundir y turbar nuestro sistema de gobierno”, dada su compleja naturaleza: a partir de la Revolución “un tory puede ser definido en pocas palabras como amante de la monarquía, aunque sin descuidar la libertad, y partidario de los Estuardo y un whig como amante de la libertad, aunque sin renunciar a la monarquía y partidario de la dinastía protestante de los Hannover”35.

Estas ideas denotan la visión realista y descriptiva de Hume respecto de estas instituciones emergentes, de las cuales dice que serían un fenómeno nuevo y propio de la época. Así, en su ensayo Del contrato original, indica que “como en nuestra época todo partido necesita un sistema de principios filosóficos o especulativos anexo al político o práctico, hallamos que cada una de las facciones en que esta nación se halla dividida ha levantado un edificio de esa especie a fin de proteger y respaldar su plan de acción”36. Claramente el autor está reconociendo el inicio de una nueva época en lo que se refiere al sustento que deben tener tanto aquellos grupos que apoyan a la monarquía como aquellos que la atacan. El caso de los Estados Unidos de Norteamérica, que había venido construyendo su andamiaje filosófico para poder justificar un régimen representativo independiente de la corona inglesa, es un claro ejemplo de lo anterior.

> LAS IDEAS DE EDMUND BURKE

Un paso más allá va Burke, que siendo contemporáneo de Hume, clarifica bastante conceptualmente la idea de partido político. Más allá de la distinción entre partido político y facción, en Burke las asociaciones políticas (o empresas políticas en la terminología weberiana), comienzan a entenderse en su acepción moderna, es decir, con un rol relevante en el ejercicio del poder político, dejando de ser clubes de hombres blancos adinerados pertenecientes a una elite.

En su escrito Pensamientos sobre el actual descontento, publicado en 1790, Burke por primera vez plantea la necesidad y utilidad de los partidos dentro del sistema político.

Burke ataca a los Whig por propagar la siguiente doctrina: “que todas las conexiones políticas son facciosas por naturaleza y como tal deben ser desarticuladas y destruidas; y que la regla para formar una administración es meramente la habilidad personal, medida por el juicio que tenga este grupo sobre ella…”. De acuerdo con los Whig, los términos partido y facción son sinónimos, y así lo han predicado todos aquellos que han estado en contra de la Constitución.

En contra de este argumento, que sintetiza la concepción tradicional y moralmente condenatoria de los partidos políticos, Burke estima que toda asociación de hombres permite comunicar en forma fácil y expedita la alarma sobre cualquier hecho dañino, lo cual pueden analizar en conjunto y hacer oposición mediante la fuerza común. Si los hombres están dispersos, en cambio, la comunicación es incierta, el consejo es difícil y la resistencia es impracticable, siendo “imposible que puedan actuar como una parte pública con perseverancia uniforme o eficacia”37.

Admite que “los partidos pueden degenerar en facción”38 y que las personas dentro de los partidos frecuentemente adquieren un espíritu estrecho, intolerante y excluyente, el cual es proclive a sumergir la idea del bien común en un interés parcial y circunscrito. En esta línea concluye que “las conexiones en la política, son esencialmente necesarias para el desempeño cabal de nuestros deberes públicos, y que accidentalmente pueden degenerar en una facción”39. Afirma que los buenos patriotas en las grandes sociedades siempre han promovido tales conexiones: “En uno de los más afortunados períodos de nuestras historia, este país fue gobernado por una conexión, la cual fue la gran conexión de los Whigs bajo el reinado de la Reina Ana”.

En Burke, cuyos escritos políticos aparecen entre 1770 y 1790, encontramos de hecho la primera definición plenamente moderna y no peyorativa de partido político: “es un conjunto de hombres unidos para promover el interés nacional mediante su esfuerzo colectivo en relación con un principio particular sobre el cual todos están de acuerdo”. Continúa diciendo que toda conexión que sea honorable tendrá como primer propósito perseguir un método que permita que los hombres que sustentan una opinión en términos tales lleven a cabo su plan con todo el poder y la autoridad del Estado.

Afirma que cada una de estas instituciones estarían destinadas a dar la preferencia a sí misma, en todos los aspectos, pero que bajo ninguna circunstancia deben aceptar ofertas de poder en la cual no se incluya a todo el cuerpo, ni tampoco pueden aceptar ser controlados o guiados por aquellos que se contraponen a sus principios. Finaliza diciendo que ello equivale a tener una concepción generosa del poder, la cual se distingue de la lucha vil e interesada para obtener posiciones o pagos. Aclara que en ningún caso un hombre puede seguir ciegamente las opiniones de su partido cuando ellas están en directa oposición a las propias ideas. Para Burke, el curso de los asuntos públicos está relacionado con o depende en gran parte de los principios rectores o principios generales de un gobierno y por tanto es posible concluir que los partidos políticos se ocuparían de estos principios.

Vemos así que en Burke se amalgaman dos ideas importantes en la concepción de los partidos políticos. Por un lado, tenemos el reconocimiento del disenso como un factor positivo dentro de toda sociedad, que conviene canalizarlo a través de vías institucionales y, por otro lado, la noción de que este tipo de asociaciones es capaz de construir y defender principios, lo cual permitiría dar sustento a los gobiernos.

Weber, por su parte, sintetiza todo el proceso revisado señalando que “los grupos de intelectuales típicos de Occidente, los grupos sociales con educación y bienes se dividieron en partidos, determinados en parte por diferencias de clase, en parte por tradiciones de familia y en parte por razones puramente ideológicas”40.

En otras palabras, durante todo el período recorrido no podemos hablar todavía de los partidos políticos en sentido moderno. Los parlamentarios y los notables de cada localidad que todavía tenían una influencia decisiva en la proclamación de los candidatos y los programas, las declaraciones propagandísticas de los candidatos y en parte, la dirección del club o la gestión de estas empresas políticas, quedaba en manos de las pocas personas que, en tiempos normales, se interesaban permanentemente en ellas, para las cuales se trata de un trabajo ocasional que desempeñan como profesión secundaria o simplemente a título honorífico. El partido continuaba teniendo el carácter de simple asociación de notables.

Con la forma moderna de organización de los partidos que aparece posteriormente de la mano del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de hacer propaganda y la evolución hacia una dirección unificada y una disciplina más rígida, la dominación de los notables y el gobierno de los parlamentarios terminó y “la empresa política quedó en manos de profesionales de tiempo completo que se mantienen fuera del Parlamento”41.

Así, en el momento naciente de los partidos políticos, nos encontramos con un debate que gira en torno a ciertos grupos o camarillas que apoyaban a determinadas candidaturas y personajes políticos y frente a ello, asociaciones que pensarían en el bien común o en el interés nacional, siendo este su rasgo esencial.

La idea de estas asociaciones nace vinculada a la dificultad de formar conexiones en un mundo no tecnologizado y donde los intereses de la aristocracia y la alta burguesía eran aún bastante más fuertes y predominantes que el interés de los actuales grupos económicos de poder, los cuales porcentualmente representan una minoría de la población. Es decir, en este análisis todavía no entramos de lleno en el terreno de la representación ya que los partidos políticos estaban pensados en relación con el apoyo de un monarca o un parlamentario y no en relación con la representación de la burguesía en sentido amplio, considerando que el voto tenía aún un carácter censitario.

El debate en los Estados Unidos de Norteamérica

Las ideas revisadas tienen su correspondencia en el continente americano, en el marco del proceso de independencia de los nacientes Estados Unidos de Norteamérica. El debate tiene ciertas características que lo distinguen del europeo, en especial del ocurrido en Inglaterra, que acabamos de revisar.

En primer término, se trata de acordar entre aquellos que tenían más influencia, las reglas institucionales que regirían la nueva república42, distanciándose por tanto de cualquier intento por proteger el régimen monárquico de sus adversarios. Por otro lado, se trata de un país donde no existía una aristocracia o nobleza comparable a la europea, condición que tendía a igualar a los actores. Por último, la sociedad estadounidense se caracterizaba por poseer un cierto carácter asociativo (sobre el cual posteriormente tanto se ha escrito) y que sería el sustento de la diferenciación que fue capaz de producir un sistema de democracia representativa, imitada por el resto de Occidente.

Parece pertinente partir por las reflexiones de Alexis de Tocqueville, autor ligado a la corriente que podría llamarse “asociativista” o “comunitaria” y para quien los Estados Unidos representaban un modelo contrapuesto al francés al contar con una sociedad democrática, donde no existía aristocracia. Tocqueville plantea así, de forma innovadora, la cuestión de las condiciones sociales en que se enraíza el régimen democrático.

Algunas décadas después de la independencia de las colonias americanas, Tocqueville analiza las características de la sociedad norteamericana que habrían facilitado el proceso de democratización, sin recurrir a un proceso revolucionario. Por tanto, habla en un momento en que ya habían nacido en esa nación los partidos políticos en su acepción moderna.

En su libro La democracia en América43 Tocqueville formula preguntas fundamentales: ¿Por qué en Estados Unidos la sociedad democrática es liberal? ¿Cómo un régimen democrático no es revolucionario? En “El Antiguo Régimen y la Revolución” la cuestión por responder será: ¿Por qué Francia tiene tantas dificultades en su evolución a la democracia, para mantener un régimen de libertad? De este modo, libertad, igualdad y revolución son los tres conceptos que articulan el pensamiento de Tocqueville, para quien la acción política desde la sociedad, se expresa en un denso y extendido asociacionismo cívico, donde los individuos despliegan su condición de ciudadanos preocupados por lo público, ejerciendo, utilizando otro concepto más actual: las virtudes del republicanismo. Desde esta perspectiva, la sociedad civil es un espacio en el que se hace política.

Los liberales europeos pensaban que para conservar la libertad había que concentrar las competencias del poder (así lo creían Locke o Constant). Tocqueville descubre en su visita a América que es la distribución del poder lo que garantiza la libertad.

En su opinión, la participación en los asuntos locales asegura el interés de los individuos en lo colectivo. La cuestión es no dejar al individuo solo frente al Estado y para evitarlo es necesario articular toda suerte de vías asociativas que impidan la centralización y su consecuencia más inmediata: la apatía política. El asociacionismo es la mediación principal entre el interés individual y el espíritu público, porque arranca a los individuos de sus quehaceres particulares, disminuye el provincianismo y desarrolla la capacidad de acción colectiva. Pero la combinación entre el principio de la soberanía popular y la participación local puede engendrar un mal propio de la democracia: la tiranía de la mayoría.

La noción Tocquevilliana de la democracia apunta más bien a un estado social, a una manera de comportarse o de vivir diariamente en una sociedad. El punto central del análisis de la democracia es la igualdad de condiciones, que va más allá de la igualdad ante la ley, pero por otro lado no equivale a una igualdad de hecho. Tocqueville la entiende como la inexistencia de diferencias hereditarias de condición y que todas las ocupaciones y dignidades sean accesibles a todos los individuos; se trata de una idea cercana al actual concepto de igualdad de oportunidades, incluyendo la acción asociativa o concertada de la comunidad para poder “defenderse” del Estado. La igualdad de condiciones sería la base de la estructura de deseos del hombre democrático. Más que un estado de cosas real, la igualdad es una “percepción de las relaciones sociales por los mismos actores que constituyen esas relaciones”44. Lo nuevo no es tanto la movilidad social real como de que en América los hombres que viven en condiciones desigualitarias, logran sentirse iguales.

De hecho, en La democracia en América Latina Tocqueville hace referencia al estado social de los norteamericanos como “eminentemente democrático”45, en contraposición a la sociedad europea a la cual él pertenecía. Este elemento lo suma a la homogeneidad que él percibe en los inmigrantes: “el germen mismo de la aristocracia no fue trasladado nunca a esa parte de la Unión…”46. A ello se suma de que en los Estados Unidos de Norteamérica no se habría gestado una verdadera “aristocracia territorial”, puesto que se hizo necesario el trabajo personal de los inmigrantes en la tierra y como consecuencia de ello hubo que fraccionar el terreno en pequeñas parcelas. El autor sostiene que es “en la tierra donde se hace la aristocracia, es en el suelo donde se arraiga y se apoya; no son solo los privilegios de quienes la establecen, no es el nacimiento quien la constituye, sino la propiedad rústica hereditariamente transmitida”47.

Para Tocqueville, la democracia se degrada cuando se destruyen los medios de participación colectiva. Una vez que los individuos se ocupan exclusivamente de sus intereses privados la opinión pública se atomiza en una masa pasiva y el régimen se corrompe hasta sus cimientos. Por eso, para evitar el triunfo del despotismo, Tocqueville recomienda mantener en todo su vigor los cuerpos intermedios —instituciones locales y asociaciones de todo tipo— así como la libertad de prensa, la vitalidad del poder judicial y sobre todo, la participación política en todas sus formas. Solo a través de la continua intervención de los ciudadanos en la arena pública podrá mantenerse viva la libertad.

Por último, en relación con la “omnipotencia de la mayoría” estima que la situación de Norteamérica es privilegiada respecto de otros en cuanto a la aceptación del principio de la mayoría. A ello agrega la especial circunstancia de la homogeneidad de la sociedad americana: “si existiera en Norteamérica una clase de ciudadanos que el legislador quisiera despojar de ciertas ventajas exclusivas poseídas durante siglos, y pretendiera hacerlos descender de una situación elevada para conducirlos a las filas de la multitud, es probable que la minoría no habría de someterse fácilmente a sus leyes”48. Tocqueville reitera que Norteamérica fue poblada por iguales entre sí y por lo tanto no hay disidencia entre ellos.

Esta cuestión no era una preocupación nueva. Había sido central en los debates que siguieron a la independencia, un par de décadas antes, entre aquellos que querían la aprobación de una Constitución de corte federalista y los denominados antifederalistas o radicales. Las ideas de los primeros están expuestas en los conocidos Cuadernos del federalista, un conjunto de artículos orientados a persuadir a la opinión pública sobre la conveniencia de ratificar la Constitución de los EE.UU., escritos principalmente por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay49. La posición antifederalista o radical, asociada a la figura de Thomas Jefferson, está contenidas principalmente en los Cuadernos anti federalistas50 y los Debates sobre la convención constituyente, que también acoplan un número de artículos que representan la opinión contraria representada por personajes como Patrick Henry y Melancton Smith. Las ideas básicas de los primeros era la defensa de una constitución y de un gobierno central fuerte, frente a las ideas de los segundos, que veían en esa Constitución una amenaza a los derechos y libertades recientemente rescatadas de las manos de Inglaterra.

Lo que nos interesa en especial es destacar que también en la naciente democracia norteamericana, con sus importantes diferencias respecto de Inglaterra y en ambas posturas (federalista y antifederalista) podemos encontrar una alerta acerca de la amenaza de la facción, aunque en este caso debido al peligro que representaban para la República, no para la Corona. El debate sobre este tema es conducido por los llamados padres fundadores de la democracia de los Estados Unidos de Norteamérica, en el marco de la primera instauración de un sistema político democrático con un claro carácter representativo. Como hemos dicho, interesa destacar que esta discusión es contemporánea a los planteamientos que hemos revisado de Bollingbroke y de Burke.

En los escritos publicados a propósito de la ratificación de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, se asocia a los partidos políticos con las divisiones atribuidas a las facciones, aludiendo al rol que estas jugaron en el Mundo Antiguo, esto es, en las ciudades-Estados de Grecia, en la República romana y en las repúblicas del Medioevo.

En el Primer Cuaderno del federalista, Hamilton presenta las corrientes opositoras a la aprobación de la nueva Constitución Norteamericana, haciendo referencia a pasiones tales como la ambición, la avaricia, las animosidades personales, que a su juicio incidirían en la formación de la oposición, dado que un “espíritu intolerante ha caracterizado en todos los tiempos a los partidos políticos”51.

El tema es tratado principalmente en los Cuadernos N° 9 y 10, el primero escrito por Hamilton y el segundo por Madison. Hamilton comienza por reivindicar la Unión, aseverando que esta conformará una barrera en contra de las “facciones domésticas y la insurrección”, fundándose en la experiencia de las repúblicas de Grecia e Italia en las cuales, en su parecer, había una constante agitación y sucesivas revoluciones causadas por las “oleadas de sedición y odio partidario”52.

En el Cuaderno N° 10, Madison vuelve a hacer la misma afirmación: “Entre todas las numerosas ventajas que promete una Unión bien construida, ninguna merece ser más precisamente desarrollada que su tendencia a disipar y controlar la violencias de las facciones”53.

Esta afirmación la hace contraponiendo los “gobiernos populares”, o “democracias”, frente a lo que entendían por república, esto es, un gobierno representativo de carácter federal. La inestabilidad, la injusticia y la confusión introducida en las asambleas populares han sido las enfermedades que habrían causado la muerte de los gobiernos populares. La forma de gobierno propuesta por la nueva Constitución evitaría este mal, previniendo en especial que el bien público se vea opacado por los conflictos entre “partidos rivales”, y que “las medidas no sean adoptadas de acuerdo con las reglas de justicia y de los derechos de la minoría sino que por la fuerza superior de una mayoría interesada”54.

Madison define a la facción como “una cantidad de ciudadanos, ya sea que conformen una mayoría o una minoría del total, que se unen y actúan por un impulso de pasión común, o por algún interés, que es contrario a los derechos de los demás ciudadanos, o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad”55. Para Madison la formación de las facciones se encuentra en la naturaleza de los hombres, por lo que siempre se harán presentes en diferentes tipos de actividad. Un afán por tener opiniones diferentes en todas las materias, la práctica de especular, o el apego a determinados líderes que compiten por el poder, “han dividido a la humanidad en partes, inflamado con animosidad mutua y los ha expuesto a vejar y oprimir más que a cooperar por su bien común”56.

La historia habría demostrado que, especialmente en las democracias, esta tendencia es demasiado fuerte para ser erradicada, siendo la causa más frecuente y duradera de la formación de facciones la desigual distribución de la propiedad: “Aquellos que poseen y aquellos que están sin propiedad han formado siempre distintos intereses en la sociedad”. Madison dice que la regulación de los diferentes intereses de la población —propiedad, dinero, industria— constituye la principal tarea y desafío de la legislación, e involucra el espíritu de los partidos y facciones en las operaciones que resultan necesarias y comunes dentro de los gobiernos. En esa medida, les reconoce una función legítima en el marco de los gobiernos, a pesar de sus riesgos, concluyendo que las causas del surgimiento de las facciones no pueden ser eliminadas de nuestras sociedades y que solo queda buscar medios para controlar sus efectos.

El problema no existiría cuando la facción es minoritaria, puesto que el sistema propuesto por los federalistas es que las decisiones sean adoptadas por las mayorías. El problema se presentaría cuando la facción es mayoritaria en el marco de un sistema de gobierno directo al estilo del mundo antiguo, esto es, donde todos los ciudadanos reconocidos como tales tienen derecho a participar en las decisiones políticas de la comunidad. La solución a ello está en la naturaleza misma del gobierno republicano, el cual se distingue del gobierno denominado “democrático” por la delegación del gobierno en unos pocos ciudadanos elegidos por la mayoría, y por contar con un mayor número de ciudadanos y una esfera mayor de territorio sobre el cual se aplica el régimen (tamaño del demos).

Las consecuencias de la primera característica serían “refinar y aumentar las visiones o puntos de vista al pasarlos a través de un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya sabiduría permite discernir mejor sobre el verdadero interés de su país…”.

Sin embargo, persistiría el riesgo de que “los hombres de temperamentos facciosos, con prejuicios locales, o de características siniestras pueden, debido a intrigas, corrupción o por otros medios, obtener los sufragios y entonces traicionar los intereses de la gente”57. Madison concluye que las repúblicas más extensas resultan más favorables a la elección de guardianes apropiados del bien público, al garantizar un sufragio más libre. Adicionalmente, las facciones tendrán menores posibilidades de existir y de imponer su voluntad en repúblicas de tamaño mayor (a diferencia del mundo antiguo), ya que existirá la posibilidad de que existan más intereses y más partidos —por lo tanto, representantes más diversos—. Afirma que “la influencia de los líderes de las facciones podrán prender la llama dentro de un estado en particular pero serán incapaces de extender una conflagración a través de los demás estados”58. Es más difícil que los eventuales miembros de una facción lleguen efectivamente a comunicarse y articularse dentro de un territorio más amplio (al menos en el contexto histórico en el cual escribe Madison).

Efectivamente, el sistema federalista que proponía Madison entre otros, es que justamente se trataba de espacios territoriales acotados donde se aplicara el mismo sistema de control de los distintos poderes del Estado, a través del sistema republicano de contrapesos, disminuyendo la posibilidad de existencia de las facciones.

En el caso Norteamericano, en síntesis, la idea de facción remite a la noción de que los políticos, más allá de sus discursos, en último término organizan y crean los partidos con el fin de captar votos y tomar el poder, amparados en la ficción que se denominó soberanía popular. El partido al que se quiere acusar de estar actuando de esta forma es denominado por los otros “facción”. Por tanto, facción era el concepto que un candidato político usaba para referirse a lo que estaban haciendo sus adversarios y no es cierto que solo implicaba una devoción por el interés privado, sino que también por el uso de la política. Significaba que sus adversarios (la facción) también eran políticos, entendiendo por tales a profesionales con habilidad política que no perseguían necesariamente el interés público y que, de forma evidente hasta entonces, buscaban los integrantes de la aristocracia. Por lo tanto, nuevamente, al igual que el caso inglés, estamos presenciando un debate crítico a la naciente formación de grupos o asociaciones con claros intereses políticos que se oponían a la elite que hasta entonces había dominado el sistema político. Tanto en el debate inglés como en el norteamericano, la idea de facción jugaba así un papel retórico para quienes detentaban el poder o tenían mayor influencia, usado para referirse a los grupos que competían con ellos y desacreditarlos.

La idea de Madison era claramente mantener bajo control a las facciones y a los políticos en los gobiernos de los distintos estados, lo cual se obtendría como resultado del tamaño de la nueva Unión que proponía crear, al volverse cada vez más difícil que los políticos interesados por lo local pudieran reunir una facción mayoritaria. El gobierno de los estados volvería a los integrantes de una clase superior, es decir a aquellos con renombre nacional para ganar las elecciones. Madison no pudo imaginar que unos pocos años después serían los partidos políticos los que gobernarían la Nación y que él mismo sería reconocido como el fundador de uno de ellos (Partido Republicano Democrático): no pensaba en los republicanos como un partido político.

Como es posible concluir de los textos del federalista, su objeto más importante era persuadir a la opinión pública sobre la pertinencia del modelo representativo dentro de un contexto de país federal, donde el tamaño del total de los estados y del número de electores, sumado a la división de poderes vertical (republicana) y horizontal (entre estados), servirían de contrapeso para el triunfo de cualquier espíritu faccioso, considerado siempre como el origen del fin de la democracia. En el pensamiento de los federalistas o fundadores de la democracia norteamericana hay una determinación por lograr la unidad por sobre todas las consideraciones; o dicho de otro manera, la mayor adherencia y falta de discordia en la creación de la nueva República. El sistema propuesto requería el concurso de las grandes mayorías, y anular los intentos en sentido contrario que impulsaran distintas minorías (reales o ficticias), adversarios que, como hemos visto, eran denominados facciones. En este discurso, sin embargo, todavía estamos lejanos de una definición de partido político.

En efecto, no podemos olvidar que la democracia representativa que logra instalarse en los Estados Unidos de Norteamérica nace sin la existencia de partidos políticos organizados, ya que como hemos visto la mayoría de los autores fundadores de este tipo de democracia consideraban entonces a las divisiones de partes, a los partidos, a las facciones, como una amenaza al sistema.

El surgimiento de los partidos políticos en su aspecto moderno ocurrirá con posterioridad a la extensión del voto dentro del sistema representativo. Con esta y casi inadvertidamente los partidos políticos pasan a tomar relevancia en su función electoral y por tanto adquieren un papel en la democracia representativa estadounidense que hasta entonces había prescindido de ellos. Como lo afirma Morgan, los partidos políticos “eran parte de una restructuración de la sociedad que se fue produciendo desde que la Cámara de los Comunes apeló por primera vez a la soberanía del pueblo. Desde el principio las implicaciones igualitarias de la doctrina permanecieron de manera inestable por debajo de la consideración que la mejor clase esperaba del resto de la población, un respeto o deferencia que se suponía instalaba naturalmente a los de la mejor clase en posiciones de autoridad en la Iglesia, en las fuerzas armadas, como también en el Estado”59.

Claramente entonces, por un buen tiempo la soberanía del pueblo no pasó de ser una fórmula (ficción) creada para obtener su apoyo y consagrar un sistema donde las decisiones se adoptarían por los “mejores”. Parecía que nadie podría oponerse a la idea de que las decisiones en la conducción política debían ser adoptadas por aquellos que tradicionalmente habían sido considerados como superiores, más allá de que como enfatiza luego Tocqueville, no existiese aristocracia en Norteamérica.

Es a finales del siglo XVIII que en Estados Unidos y posteriormente en Inglaterra el concepto de liderazgo comenzó a tomar relevancia en la sociedad política, dando lugar a una manera distinta de conformación de las relaciones sociales y una nueva forma de determinar cómo la minoría gobierna a la mayoría. Así surgen los políticos profesionales y por consecuencia los partidos políticos.



Conceptos de partidos políticos

Claramente no hay una sola definición de partidos políticos, pero la mayoría de las que existen pone el acento en el contexto social de los partidos más que sobre su propia organización. Resulta útil recurrir a las dos grandes líneas de conceptualización que podríamos considerar extremas, siguiendo por un lado a Weber y por el otro a La Palombara y Weiner.

Weber nos brinda la definición más inclusiva: “Llamamos partidos a las formas de ‘socialización’ que, descansando en un reclutamiento (formalmente) libre, tienen como fin proporcionar poder a sus dirigentes dentro de una asociación, y otorgar por ese medio a sus miembros activos determinadas probabilidades ideales o materiales (la realización de fines objetivos o el logro de ventajas personales o ambas cosas)”60.

Esta definición pone de relieve el carácter asociativo del partido político; la naturaleza de su accionar dirigida esencialmente a la conquista del poder político dentro de una comunidad; la motivación que explica esta acción política, que sería el poder, y los fines que puede perseguir un partido político, que pueden ser “ideales” o “personales”61.

Es importante considerar que Weber formula esta definición (1921) en un contexto que corresponde al desarrollo de los partidos de masa, que revisaremos más adelante. Weber, un crítico de la masa, estimaba que los partidos políticos expresaban y unificaban en forma institucional intereses económicos y estatus sociales comunes. La ciencia política está de acuerdo en que este tipo de partidos fue capaz de cultivar identidades políticas y movilizar a una nueva ciudadanía con derecho a voto, enfatizando la educación política más que el mero acto del voto, ampliando así el campo de los ciudadanos políticos.

Bajo esta concepción weberiana, un partido político es una asociación que participa en la competencia política y pretende, con la colaboración de sus asociados, monopolizar el derecho de hablar en nombre de los ciudadanos y representarlos, no importando las posibilidades de acceso al poder que tengan sus dirigentes. Esto implica representar a una masa importante de ciudadanos, otorgándoles una identidad política, lo cual resultaba atractivo para el ciudadano común en ese momento.

Max Weber complementa estas ideas en su obra El político y el científico62, que consta de dos conferencias recogidas en un volumen, en el que se completan ideas desarrolladas en Economía y sociedad. Allí se encuentra la descripción de Weber en relación con la burocracia como elemento esencial del Estado moderno, que incluye la formación de funcionarios calificados y, casi paralelamente, la aparición de políticos profesionales, a los que define como el personal que vive para la política y de la política.

Weber describe el partido como una empresa política, que tiene como objetivo su ideología y, sobre todo, el control sobre la distribución de cargos. Cuando la política se transforma en empresa, se hace necesaria la profesionalización del político. El partido, en su condición de empresa, se convierte en “una empresa de interesados”63, que divide a los individuos en dos clases: los interesados (los que participan y acceden a la élite) y los desinteresados o inactivos.

En principio, para Weber los partidos pueden existir tanto en un club como en un Estado; ya que, según él, se caracterizan porque persiguen el poder, por lo que tienden a ejercer influencia sobre acciones comunitarias o a conquistar la dirección de la asociación en la cual se desarrollan.

En otras palabras, el partido sería una asociación (formalmente) voluntaria de individuos con vistas a alcanzar fines políticos y a manejar la estructura de dominación de una comunidad cualquiera. Por otra parte, la acción de los partidos, a diferencia de otras clases y estamentos, comprende siempre una socialización. Supone la unión de intereses con igual motivación y se dirige a fines metódicamente establecidos, sean o no personales. En general, la finalidad de los partidos no sería formar dominaciones políticas nuevas sino influir sobre las comunidades políticas ya existentes. Los medios que emplean son sumamente variados, pero “[…] allí donde el gobierno depende de una elección (formalmente) libre y las leyes se hacen por votación, son fundamentalmente organizaciones para el reclutamiento de votos electorales; y, puesto que se trata de votaciones dentro de una dirección predeterminada, son así partidos legales”64.

Para Weber, la adquisición de poder político puede darse en función de atributos de diverso tipo que fundamentan su legitimidad (carismáticos, tradicionales y racionales). Es decir, el poder político, al igual que el poder social, puede ser consecuencia de cualidades no racionales de los individuos. Sin embargo, habría un tipo de estratificación política que refleja una distribución del poder en función de la racionalidad de las conductas (competencia, eficacia, idoneidad): la jerarquía burocrática correspondiente a la forma de dominación “racional-legal”.

La conquista de los puestos administrativos en favor de sus miembros (por el interés personal en el poder, en los cargos y en el propio acomodo) —agrega— suele ser por lo menos un fin accesorio de todos los partidos, y no es raro que los “programas” objetivos solo sean medios de reclutamiento para los que están fuera. De ahí proviene, al menos en parte, la raíz de la animosidad contra los partidos. Bajo el capitalismo, los partidos están sometidos a un proceso de burocratización comparable al sufrido por el Estado y las organizaciones económicas. Más aún: en las condiciones del sufragio universal, la lucha política asume necesariamente dimensiones masivas, tornándose la disciplina y experiencia por parte de un cuadro permanente de funcionarios un requisito del éxito en las urnas. Como resultado, la dependencia de los candidatos que no pueden financiar sus propias campañas, respecto de la máquina burocrática del partido, es cada vez más notoria.

Así concebida, y distanciada del papel electoral que le cabe a los partidos políticos, la definición de Weber puede comprender formaciones sociales bastante diversas. Al asociar a los partidos políticos con el concepto de empresa política, se incluye desde los grupos unidos por vínculos personales hasta las organizaciones complejas de estilo burocrático e impersonal, cuyo rasgo común sería moverse en la esfera del poder político. Por otra parte, aunque se suele dejar de lado, para Weber otro de los rasgos característicos de una estructura partidaria es la conquista de los puestos administrativos a favor de sus miembros y por tanto el manejo de la distribución de cargos, la consecuente necesidad de la profesionalización del político y la búsqueda por ingresar en el sistema burocrático estatal como forma de control y de retribución personal por su adherencia al partido. De aquí la necesidad de complementar la definición clásica de Weber con lo expuesto en el resto de su obra. La figura del “político profesional”, particularmente, permite contar con elementos clave que distinguen a estas estructuras de otras de corte asociativo, más semejantes a los grupos de interés. La noción weberiana, en ese sentido, no sería tan laxa como suele asumirse.

Una definición mucho más restrictiva de partidos políticos la encontramos en La Palombara y Weiner: “Una organización duradera en la cual la esperanza de vida política es superior a la de sus dirigentes actuales; una organización local bien establecida manteniendo relaciones regulares y variadas a nivel nacional, con la voluntad deliberada de los dirigentes de la organización de tomar y ejercer el poder y no solamente para influenciar el poder; sino que la búsqueda del apoyo popular a través de elecciones o de cualquier otra manera”65.

La definición de La Palombara y Weiner es elaborada medio siglo después de la de Weber y surge en el marco del esfuerzo de los autores por hacer una síntesis de las teorías sobre el origen de los partidos (1966), logrando una agrupación de los distintos enfoques que pueden explicar el nacimiento de estas instituciones. El esquema que construyen permite ubicar y relacionar entre sí las propuestas de Weber, Duverger, Neumann, Sartori, Beyme o Lipset y Rokkan66. Por tanto, se trata de un planteamiento teórico que aparece cuando los partidos tenían ya un considerable recorrido y comenzaba a hacerse cada vez menos clara la distinción entre masas obreras y elites, surgiendo una clase social heterogénea de límites difusos, que se identifica con la clase media. A nivel de partidos, por lo tanto, estaba ocurriendo la transición desde los partidos de masa a los partidos catch-all. También habían cobrado mayor relevancia nuevos actores en el sistema político.

Una vez conformados como tales, los partidos políticos comienzan a desempeñar una serie de funciones. Por un lado están las funciones institucionales, que corresponden a la participación en el proceso político, constituidas por las tareas de organización de las elecciones, el nombramiento del personal político y la contienda electoral. Al asumir esta función, el partido político es sujeto de la acción política, es decir que actúa en el sistema con la finalidad de conquistar el poder y poder gobernar. Por otra parte, están las denominadas “funciones sociales”, que atañen al vínculo con la ciudadanía, e incluyen la socialización política, la movilización o canalización de la opinión pública, la legitimación del sistema político y la representación de intereses67.

La socialización política implica el deber de los partidos de educar a los ciudadanos en democracia. Deliberada o inadvertidamente, los partidos políticos desarrollan procesos por medio de los cuales los miembros de la sociedad aprenden a hacer propios principios, normas, valores y modelos de comportamiento relevantes para la política. Estas pautas son de orden genérico (socialización para la democracia) pero también comprenden una formación acorde con los contenidos ideológicos propios de cada partido. Por ejemplo, en un inicio los partidos de masas fueron de carácter obrero y reclamaban, junto con la habilitación para interactuar en el sistema político, la transmisión de una identidad de clase y la preservación de pautas de comportamiento y valores propios de la clase obrera. Actualmente, la función socializadora de los partidos ha perdido importancia. Por un lado, la sociedad cuenta con mayores niveles de educación y, por otra parte, los grupos de interés y los medios de comunicación colaboran activamente en este sentido, contándose así con mayores fuentes de información y una mayor diversidad de agentes socializadores.

De acuerdo con la tesis clásica de la democracia liberal positivista, a finales del siglo XIX e inicios del XX el Parlamento era el lugar idóneo para que un público razonado e informado (congresales o parlamentarios) discutiera los asuntos públicos y en ese contexto los partidos eran los encargados naturalmente de canalizar la opinión pública, en el sentido de representar y agregar los intereses de la sociedad civil “no ilustrada”, la cual en la práctica no era una contraparte activa en tal proceso.

En cuanto al rol de legitimadores del sistema político, es un tema que está en cuestión actualmente. Uno de los criterios más aceptados en una democracia para medir la legitimidad alude a su capacidad para promover los procedimientos y las instituciones democráticas, y para garantizar y respetar los derechos fundamentales de los ciudadanos. Se entendió tradicionalmente que los partidos desempeñaban una labor relevante en este sentido, al poseer un papel fundamental en la conformación de los órganos del Estado mediante las elecciones y ser, al mismo tiempo, centros de debate. Además, cuando llegan al poder por la vía electoral tienen la obligación de respetar los procedimientos y las instituciones democráticas y velar por el respeto de los derechos fundamentales.

Sin embargo, hoy podemos entender que el rol de legitimación también se refiere al grado de conexión que los partidos políticos logran establecer entre el Estado y la sociedad civil; esto es, su capacidad de construir vinculación política, de la que depende su papel tradicional como articuladores o mediadores. La calidad y exclusividad de esa vinculación ciertamente están hoy en cuestionamiento, puesto que nuevos actores sociales y políticos impugnan la institución de la representación, y más bien tienden progresivamente a la autoexpresión, o bien a la representación no electoral.

A la representación de intereses o de transmisión de la demanda política, pertenecen todas aquellas actividades de los partidos políticos que tienen como finalidad lograr que, en el nivel en el cual se adoptan las decisiones, sean tomadas en consideración las necesidades expresas de la ciudadanía. En el siglo XIX los intereses se vinculaban principalmente con la Iglesia y el Estado; a inicios del siglo XX la representación de intereses tuvo primordialmente un sello de clase. Así, por ejemplo, en su origen, los partidos obreros representaban los intereses de la clase trabajadora; los conservadores a la elite; los socialdemócratas a la clase media. A fines del siglo pasado y actualmente, se representan intereses de diversa naturaleza, en temas tan diversos como el medio ambiente, el feminismo, resultando a veces contradictorios, mezclando en muchos casos posiciones que ideológicamente se han entendido de izquierda o derecha68.

La forma en que los partidos políticos ejercen estas funciones, y la prioridad dada a unas o a otras, son lo que hace en la práctica la diferencia entre los distintos modelos de partidos políticos, objeto de análisis teórico y raíz de muchas de las polémicas sobre los partidos políticos y su funcionamiento.

De hecho, las funciones que hemos descrito son atribuidas por la teoría política a los partidos políticos en forma generalizada, en circunstancias que han sido desempeñadas con mayor o menor énfasis por los distintos tipos de partidos políticos que revisaremos a continuación; es decir, el rol de los partidos tanto respecto del proceso político como de la sociedad ha ido experimentado variaciones en diferentes contextos, dando lugar a diferentes tipos de partido. Claramente, por ejemplo, la función de socialización política fue desarrollada fuertemente por los partidos de masas, pero actualmente no es una función que ocupe gran parte de las labores de los partidos. La función de representación de intereses es la que actualmente se encuentra en un mayor nivel de cuestionamiento, en cuanto pasaría por un período de menoscabo en su cumplimiento desde los partidos políticos, siendo ejercida actualmente en forma conjunta por variados actores que provienen de la concepción tradicional de sociedad civil. Por último y en la dirección contraria, la función de participación en el proceso político ha mantenido su fuerza y, según algunos autores que revisaremos más adelante, se ha fortalecido incluso en las últimas décadas. Un examen detenido de estas situaciones, por tanto, nos permite ir construyendo un panorama mucho más complejo, y no unívoco, sobre el devenir de los partidos políticos como instituciones sociales.

En ese sentido, se puede tratar a los partidos políticos desde la perspectiva normativa, institucional, desde las funciones que desempeñan, desde la tipología que admiten o desde los vínculos que constituyen con otros actores sociales. En este caso particular, nos interesa examinarlos como instituciones clave de nuestras democracias representativas y, desde ahí, analizar el rol que cumplen en el ejercicio de las decisiones políticas y del poder. Esto implica avanzar hacia una comprensión matizada de su carácter como instituciones social y culturalmente construidas. Para ello se precisa hacer distinciones entre tipos de partidos políticos y la forma en que cada uno de ellos enfrenta las funciones clásicas que les han sido asignadas. Pero también historizar los partidos políticos, revisando su origen y cómo sus características, la significación social asociada a estas y las mismas demandas que la sociedad les va formulando, ha ido variando en el tiempo y en diferentes contextos. Muchos de los juicios que hoy se formulan sobre los partidos políticos y su situación de crisis, asumen una falsa unidad en lo que los partidos han sido y son actualmente, despojándolos de su contexto histórico y su capacidad de transformación. Así, por ejemplo, veremos que tiende a homologarse al partido político con el “partido de masas”, modelo que corresponde a un momento histórico específico pero que hoy, claramente, se encuentra obsoleto en relación con los requerimientos de las sociedades contemporáneas. ¿Quiere decir esto que los partidos son hoy absolutamente incapaces de seguir desempeñando sus funciones? No necesariamente.



Tipos de partidos políticos

La literatura es abundante en lo que se refiere a la tipología de los partidos políticos La clasificación más generalizada es la que sigue una secuencia histórica a partir del siglo XIX: 1832, 1880, 1945 y 1976, dividiendo a los partidos políticos en partidos de elite o de notables, partidos de masas, partidos catch-all o multicomprensivos y partidos cartel. Una revisión breve de cada uno de estos tipos nos permitirá identificar las características que han tenido en distintos momentos estas instituciones, para así poder contar con una comprensión de su origen y las transformaciones que han experimentado, incluyendo desde luego cómo ha ido modificándose la manera en que desempeñan las funciones que históricamente se les han asignado. Es conveniente mantener en perspectiva, al mismo tiempo, que aunque los tipos conforman tendencias simplificadas para propósitos analíticos, que han predominado en distintos períodos, las distintas clases de partido han solido coexistir en la realidad.

Tal como ya hemos dicho, el concepto moderno de partidos políticos surge con los partidos de creación interna o partidos de elite o de notables, los cuales coinciden con el momento de afirmación del poder de la burguesía y de las instituciones parlamentarias, o bien con la lucha para lograr la creación de las mismas.

Un segundo momento en este proceso de institucionalización corresponde a la aparición de los partidos políticos de masas, en oposición a los partidos de élite o de notables, que parece haber transformado el concepto de representación tal como fue concebido originalmente. Más que ser reclutados de entre las elites con talento y riqueza, los representantes comienzan a asemejarse más a ciudadanos comunes que alcanzaban la cima de sus partidos a través de la militancia y el liderazgo.

Así, los partidos políticos de masas corresponderían a un nuevo rol de los partidos políticos según lo entienden una serie de autores del siglo XIX (por ejemplo Ostrogorski), identificándolo con la crisis del parlamentarismo de Inglaterra de fines del siglo XIX, entendida como una primera rebelión contra el sistema de representatividad. Habría surgido así una nueva forma de representación, dando lugar al denominado gobierno de los partidos (Party Government o Parteiendemokratie), forma de representación distinta del Parlamentarismo.

Con el surgimiento de los partidos socialistas69, los partidos políticos van incorporando una serie de nuevas características, puesto que se trata más bien de un contingente de masas con un programa, una organización estable y funcionarios remunerados para desarrollar actividades políticas. El concepto de partido de masa, en ese sentido, también puede asociarse al partido de clase referido a la clase obrera y a los partidos marxistas. Desde la izquierda (movimiento socialista, obrero), la masa se veía como sujeto de liberación, ya que era entendida como un conjunto de gente que al unirse podría conseguir una emancipación respecto al poder. Por otro lado, desde la derecha se planteaba la masa como una amenaza de la sociedad.

Efectivamente, en las décadas anteriores al fin del siglo XIX las transformaciones producidas por el proceso de industrialización provocaron la aparición de las llamadas “masas” que se expresaron inicialmente en movimientos de protesta, hasta concluir en la creación de los partidos de trabajadores. Los movimientos socialistas promovían la educación de las masas para hacerlas políticamente activas y conscientes de su posición en la sociedad. Era necesario desarrollar estructuras estables y articuladas para realizar una acción política que involucrara el mayor número posible de trabajadores y que recogiera sus demandas para convertirlas en un programa.

En este sentido, la función de socialización política fue desarrollada con fuerza por los partidos de masas, puesto que se entendía como una labor primordial educar a los ciudadanos, dotarlos de una identidad de clase y preservar los valores propios de la clase obrera.

Los partidos políticos de masas comenzaron su proceso de desaparición a fines del siglo XX. Tal como lo afirma Duverger en su obra clásica70, en varios países la vida política fue transformada por la acción de estos partidos. Fueron capaces de construir asociaciones de miembros interrelacionados a nivel nacional que cultivaron identidades políticas, y consiguieron movilizar a una nueva ciudadanía con derecho a voto. Este tipo de organizaciones en un comienzo apelaba mayoritariamente a la izquierda, pero sus técnicas exitosas fueron prontamente imitadas y adoptadas por partidos de todo el espectro político.

Dado que los partidos políticos de masas enfatizaban el alistamiento y la educación política más que el mero acto del voto, contribuyeron a ampliar el campo de los ciudadanos políticos, proveyendo vínculos concretos entre los políticos y aquellos a quienes decían representar.

Sin embargo, tal como sostiene Michels, la aparición de los partidos de masa no hizo desaparecer el carácter elitista de los gobiernos representativos, sino que hizo aparecer un nuevo tipo de elite. La característica principal del líder ya no es el rango social sino las capacidades de organización y de activismo. En opinión del autor, en las democracias de partidos la gente no vota por personas sino que por partidos. La representación pasó a ser básicamente un reflejo de la estructura social, que originalmente se tradujo en el reflejo de una mayor diversidad social. Sin embargo, las fuerzas sociales que se expresan a través de las elecciones están en conflicto con las demás fuerzas, especialmente con aquellos sectores elitistas que ejercen la mayor cuota de poder real, dentro de los cuales están los partidos. En opinión del autor, esta nueva forma de la representación, el sentido de membresía y de identidad social, determina las actitudes electorales en forma mucho más marcada que las plataformas partidarias.

Por tanto, en su momento los partidos de masa mostraron algo muy distinto de la estructura de partidos que existía hasta entonces. Sin embargo, en una etapa posterior, estando ya vigente la democracia de partidos, la confianza de los votantes no se entrega en respuesta a las medidas propuestas sino más bien al sentimiento de pertenencia y al sentido de la identificación. Las plataformas de los partidos ayudan a movilizar el entusiasmo y la energía de los activistas pero en la democracia de partidos lo que predomina es la expresión de confianza más que la elección de un programa político determinado.

Ahora bien, una cosa es reconocer el momento de la aparición de los partidos de masas y lo que ello significó en el imaginario de los electores; otra es ignorar que dicho momento fue superado, y que a través de los sucesivos modelos de partidos implementados a partir de entonces, se ha ido intensificando la distancia entre la sociedad civil y los partidos.

Otto Kirchheimer71 y Leon Epstein72 sitúan a principios de los años 60 el momento en que la popularidad de estos partidos políticos habría comenzado a debilitarse, de la mano de los cambios experimentados en la sociedad y en la tecnología. A partir de entonces se inician dos grandes líneas de estudio: la crisis de los partidos como un ocaso inminente, y la interpretación de la crisis como revitalización de los partidos.

Kirchheimer teorizó sobre el cambio de los partidos de masas a los catch-all parties, proceso en virtud del cual los partidos cambian sus estrategias, desplazando su centro de poder desde los miembros hacia las elites y compitiendo desde una mirada estrictamente pragmática, en perjuicio de su ideología. Aunque el análisis de Kirchheimer toca una cantidad de temas que no desarrolla en profundidad (crisis de la política, cambio social, cambio cultural, cambio electoral), claramente su aporte fue plantear en las décadas de 1950 y 1960 una hipótesis que iluminó la noción de crisis partidista: el paso de “los partidos de masas de integración clasista a partidos de masas catch-all”, apuesta que formula ya en 1954.

El partido toma todo, catch-all73, o también denominado multicomprensivo, ha tenido como principal objetivo la movilización de los electores, más que obtener inscritos. Se dan una organización similar a los partidos obreros, es decir, suelen contar con secciones, federaciones, dirección centralizada y personal empleado a tiempo completo, proponiendo ante plataformas amplias satisfacer todo tipo de exigencias y la solución de los más diferentes problemas sociales. Justamente por sus objetivos electorales, la participación de los inscritos en la formulación de los programas políticos de los partidos es de naturaleza formal: más que el debate político de base, la actividad más importante es la nominación de los candidatos para las elecciones, quienes deben cumplir una serie de requisitos dirigidos a aumentar el potencial electoral del partido.

En este tipo de partidos políticos no existe, o existe solo de un modo muy atenuado, una disciplina o una acción política unitaria: es llamativo que el partido político presente rostros diferentes según los sectores y las zonas geográficas a los cuales se dirige; y sucede también con frecuencia que su línea política sufre variaciones “tácticas” relevantes vinculadas con momentos políticos particulares. En ese sentido, el partido multicomprensivo se desarrolla de la mano del desalineamiento ideológico; por tanto, sus programas no giran en torno a una propuesta ideológica clara y sostenida. Por este conjunto de características, han sido también definido como partidos políticos “toma todo”. Desde la perspectiva de las funciones de los partidos políticos, este tipo de partidos pone su atención en la denominada participación en el proceso político, centrada en las tareas de organización de las elecciones, el nombramiento del personal político y la contienda electoral. Las funciones sociales, en cambio, ocupan en ellos un lugar evidentemente secundario.

Por último, siguiendo a Katz y Mair74, la generación anterior a la nuestra habría presenciado la emergencia de un nuevo tipo de partido político: el partido cartel, que estaría caracterizado por la interpenetración entre los partidos y el Estado; y, además, por una estructura de colusión interpartidaria. Este tipo de partidos estaría dirigido a explotar los recursos estatales y los cargos públicos para sus propios fines. Por un lado, trabajarían para el Estado, y por tanto serían un agente del mismo, y por otro lado utilizarían los recursos del Estado para asegurar su sobrevivencia. Es decir, por primera vez los partidos políticos habrían quebrado la distinción entre ellos y el Estado, transformándose en agencias de este. Sería esta alianza con el Estado la que permitiría que unos pocos partidos políticos, una vez dentro de la esfera de poder, pusieran todas las barreras posibles para la entrada de nuevos partidos al “mercado político”, al igual como ocurriría en ciertas actividades económicas donde se produciría la “cartelización” de una determinada actividad. Estas barreras estarían constituidas básicamente por las políticas públicas que adoptaría el Estado con el concurso de los partidos políticos “cartelizados”, las cuales impedirían la entrada de los nuevos, siendo la herramienta más utilizada los sistemas electorales que favorecerían la permanencia de unos pocos en desmedro de otros.

Este tipo de partidos estarían dirigidos por políticos profesionales que se promueven y se presentan a sí mismos como portadores de una supuesta eficiencia en la gestión. Detrás de los argumentos en torno a la profesionalización de la política y el reforzamiento del liderazgo político, se encontraría una concepción fuertemente tecnocrática.

Este tipo de partido también tendría como foco principal el desarrollo de las funciones que hemos denominado institucionales, por cuanto su interés principal estaría dirigido a las funciones electorales y a facilitar la acción del Estado. Una vez más, la vinculación principal se produce en relación a este, en desmedro del ejercicio de las tareas respecto de la sociedad. En efecto, no habría mayor esfuerzo de parte de este tipo de instituciones por vincular los intereses de la sociedad civil con el Estado, como tampoco por articular los diversos intereses sociales, ni menos en las labores de socialización política o de canalización de la opinión pública. Los incentivos apuntarían a privilegiar, como función principal, el actuar como una agencia del Estado, al poder compartir con este los recursos públicos y poder penetrar en la estructura estatal colocando a sus militantes y adherentes dentro de las funciones públicas.

Al analizar nuestras sociedades contemporáneas, podemos constatar la existencia de esta estructura de alianza entre los partidos que podríamos denominar “cartel” y el Estado, cuando los gobiernos dedican esfuerzos ingentes por lograr una alianza o acuerdo con los partidos políticos en la implementación de políticas públicas consensuadas entre estos actores, en una lógica de democracia agregativa que tan bien describió Schumpeter75. De esta manera, los diversos intereses que demanda la sociedad civil a través de múltiples identidades colectivas no tienen cabida en este juego; o, si los tienen, es de manera muy marginal.

Por tanto, en la misma lógica de la tesis de Katz y Mair76 que afirma el fortalecimiento de los partidos políticos en los últimas décadas en su relación con el Estado, podría afirmarse al alejamiento de los partidos políticos y la sociedad civil, aumentando la percepción de pérdida de legitimidad de estos en cuanto habría desaparecido el elemento fundacional que les habría permitido su rol de representación de la demanda política de las bases sociales.

Si bien los distintos tipos de partidos políticos que describimos es posible inscribirlos en un orden de sucesión histórico, sería equívoco asumir una lectura lineal o evolutiva de este proceso, ya que no es posible afirmar que un tipo de partidos políticos haya producido otro, con la consecuente desaparición del precedente. Resulta más conveniente, en cambio, hablar de condiciones sociales y políticas que han llevado al surgimiento de una determinada configuración institucional que puede estabilizarse por un cierto tiempo, luego modificarse y también, eventualmente, asumir características absolutamente nuevas. Esto significa, entre otras cosas, que distintos tipos de partidos políticos pueden coexistir dentro del mismo sistema partidario.

> TEORÍAS SOBRE LOS ORÍGENES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

En términos teóricos, hay varias posiciones sobre el nacimiento de los partidos políticos en su forma moderna, según sigamos una u otra teoría, siendo las más revisadas las teorías institucionales, las teorías de crisis y la teoría de la modernización.

La primera interpretación, formulada a inicios del siglo XX por Ostrogorski77 y desarrollada posteriormente por Duverger78 constituye la base de las denominadas teorías institucionalistas que se concentran en la relación de los partidos políticos con el Parlamento, a la cual ya hicimos referencia con ocasión del nacimiento de los partidos políticos en su forma moderna. Como hemos visto, esta concepción se centra en un plano institucional, concretamente en el vínculo Parlamento-emergencia de partidos. Esta línea también es compartida por Sartori79, que sitúa el inicio de los partidos en el proceso de transformación de grupos aristocráticos que revisamos al inicio del libro.

Ostrogorski parte del supuesto que “cuando la sociedad se puso a buscar la igualdad, sometió a sufragio universal, especialmente en Estados Unidos, el mayor número posible de funciones públicas e incluso las relaciones de influencia política extralegal. Con ello, sin embargo, la tarea electoral se complica hasta el punto de que la sociedad pública debe pedir o aceptar los servicios de intermediarios electorales”80. De esta manera, estima que el poder efectivo se puso en manos de agencias electorales quienes se convirtieron así en “amos”, momento que habría que situarlo a mediados del siglo XIX, habiéndose iniciado el sufragio en 1789. “A medida que el sufragio, en principio restringido, se extendió, y que la necesidad de una organización de cara a las elecciones se hizo apremiante, entraron en escena organizaciones libres, creadas sobre la base de los partidos. Esas organizaciones se encargarían, en Estados Unidos y después en Inglaterra, de todo el procedimiento que prepara y determina las elecciones, con un efecto desastroso para los asuntos públicos”81. Es decir, Ostrogorski relaciona directamente la ampliación del sufragio como producto del régimen representativo, con la aparición de los partidos políticos que pasaron a ser una necesidad en tanto intermediarios constituidos, en un primer momento, como agencias electorales.

Desde otra perspectiva también se sostiene que la creación de los partidos políticos tiene como fuente a organismos exteriores a los grupos parlamentarios y a los comités electorales. Es el caso de las sociedades de pensamiento, clubes, periódicos y principalmente los sindicatos. La importancia de las sociedades de pensamiento queda corroborada con el accionar de la “Fabian Society” en el surgimiento del Partido Laborista82. También muchos de los movimientos populares que estuvieron en vigencia en Europa durante el siglo XIX recibieron la influencia decisiva de las asociaciones estudiantiles y de los grupos universitarios. Idéntica influencia tuvieron en la aparición de los primeros partidos de izquierda europeos.

También podemos encontrar el origen de numerosos partidos en las cooperativas agrícolas y grupos profesionales campesinos, las iglesias, los movimientos de resistencia generalmente clandestinos y los grupos de ex combatientes, cuyo papel fue relevante después de la Primera Guerra Mundial en el nacimiento de los partidos fascistas.

En otras experiencias europeas, las organizaciones que han impulsado partidos son: la masonería (en partidos liberales), las organizaciones católicas (partidos democristianos), o los sindicatos (en el fomento de los partidos socialistas o socialdemócratas), a lo largo de distintos momentos históricos.

También es conocida la sociología de los partidos políticos que comenzó a desarrollarse a partir de la posición de Marx y Engels, quienes sostenían que los diversos partidos son la expresión política de las clases o fracciones de clases. La teoría de las divergencias desarrollada por Lipset y Rokkan83 pone la atención en los conflictos y su traducción en sistemas de partidos políticos. Sostienen que solo algunos conflictos y controversias logran polarizar la política dentro de un sistema, lo cual habría ocurrido con las etnias, clases e identidad religiosa, en determinados períodos y países. Así, explican la aparición de los distintos partidos a partir de una serie de crisis y rupturas históricas o “clivajes” que dividieron a las sociedades cuando aún no estaban consolidadas, y provocaron, en cada quiebre, la formación de agrupamientos sociales enfrentados por el conflicto.

Estos autores parten del supuesto de que los sistemas de partidos se estructuran como resultado de divisiones sociales que tengan la capacidad de traducirse en un conflicto político, es decir, grupos organizados políticamente conscientes de la división social. Por consecuencia, el concepto de “clivaje” alude a un conflicto estructural, perdurable en el tiempo en una determinada sociedad, quedando fuera de este concepto las simples divisiones sociales en torno a un tema particular. Debe tratarse de una fractura de características tales que sea capaz de dividir a la sociedad de manera radical en torno a una cuestión, siendo capaz de sobrevivir a una generación. Esa fractura debe traducirse en términos políticos, resultando un comportamiento estable entre grupos sociales.

Estos autores estiman que en las democracias europeas los partidos y sus sistemas surgieron de fracturas históricas. Desde su perspectiva, pueden distinguirse cuatro líneas de división fundamentales (clivajes), que se originarían en dos grandes fracturas ocurridas en la historia: la revolución nacional y la revolución industrial. Las cuatro líneas fundamentales de fractura se relacionan con: i) la división entre el centro y la periferia (partidos nacionales versus regionales); ii) división entre la Iglesia y el Estado, tendencias eclesiásticas (partidos religiosos) y seculares (partidos no confesionales); iii) división entre la ciudad y el campo (partidos urbanos versus campesinos), y iv) división entre el trabajo asalariado y el capital (partidos obreros, socialistas y empresariales, conservadores).

En esta clasificación, los referidos autores estiman que las dos primeras líneas de división se produjeron durante el proceso de creación de los Estados nacionales. La división entre el centro y la periferia, es el resultado de la oposición de construir un Estado central y por otro lado, los habitantes de la provincia y de la periferia, las cuales se diferenciaban además étnica, lingüística o religiosamente.

La división entre Estado e Iglesia opuso a las elites laicas que promovían iniciativas vinculadas con el matrimonio y la educación, con la Iglesia católica representada por partidos conservadores.

La división entre campo y ciudad opuso a los defensores de la protección de los intereses agrarios con comerciantes e industriales interesados en defender la apertura comercial.

La división entre trabajo asalariado y capital es el resultado del enfrentamiento entre empresarios y trabajadores.

La crítica a este enfoque es que limita su pretensión explicativa al hemisferio occidental y principalmente al escenario europeo por ser la principal fuente de la observación de campo. Contrario sensu, esta teorización explicita su carácter contextualmente situado a diferencia de la mayor parte de las otras.

Por último, la teoría de la modernización que levantan La Palombara y Weiner84 adscribe más fielmente a las teorías del desarrollo, entendiendo la aparición de los partidos como una consecuencia natural de la modernización social y de las necesidades funcionales del sistema político. En virtud del proceso de modernización, los ciudadanos decidirían influir en el poder; una parte de la elite gobernante aceptaría ganarse el apoyo público; y los cambios socioeconómicos, la proliferación de clases profesionales, el incremento en los niveles de información o el apogeo de mercados y de la tecnología, harían indispensable la emergencia de los partidos como “manifestación y condición de la modernidad”.

Como en todas las teorías generales, la dificultad de esta aproximación consiste en que las correlaciones detectadas entre las variables no justifican necesariamente un orden causal, ni mucho menos excluyente85.

Con todo, más allá de la teoría que se siga para explicarse el nacimiento de los partidos políticos o bien el tipo de partidos políticos que se trate, es posible constatar que en la últimas tres décadas han aparecido nuevos partidos políticos Cabe preguntarse si estas nuevas agrupaciones responden o no a nuevas divisiones sociales de carácter permanente.

En opinión de Lijphart, las nuevas líneas que complementan las cuatro divisiones tradicionales que hemos visto anteriormente, serían: i) la dimensión de apoyo al régimen democrático; ii) la dimensión de la política exterior (posición frente a la globalización), y iii) la dimensión posmaterialista (partidos ecologistas o verdes)86.

En la práctica, es posible constatar nuevos tipos de divisiones a las cuales los grupos y movimientos sociales van dando identidad colectiva, coherencia y expresión política. Según Manin87, después del Parlamentarismo y de la democracia de partidos, enfrentamos en el período más reciente una democracia de audiencias en la cual el electorado responde a los términos que se han presentado en el escenario político, en una actitud eminentemente reactiva. Por tanto, los políticos ya tendrían la capacidad de construir a su propio arbitrio líneas de clivaje sociales, económicas, políticas, culturales. Los clivajes más efectivos actualmente serían los que corresponden a las preocupaciones del electorado que pueden ser determinadas a través de un proceso de ensayo y error; el candidato o representante propone una línea de división a lo cual la audiencia responde.

Efectivamente, presenciamos el surgimiento de nuevos partidos relacionados con la crisis de confianza en las instituciones y la agrupación y movilización en torno a nuevos temas como la inmigración, la seguridad, el medio ambiente, el género, o los nuevos valores multiculturales. Por un lado, los verdes, conectados con el espectro ideológico de la izquierda y por otro, aquellos ligados con la derecha radical o populista o nueva derecha. Otro buen ejemplo de lo que estamos hablando son los denominados partidos pirata que se han establecido en diferentes países, incluyendo Europa y Latinoamérica, apoyando la defensa de derechos civiles y sociales, mecanismos de democracia directa, liberalización de las leyes de propiedad intelectual, el libre acceso al conocimiento, la neutralidad en la red y la protección y fomento de internet88.

Es difícil poder afirmar que se trata de nuevos clivajes en el concepto revisado de Lipset y Rokkan, puesto que es necesario dar tiempo y observar en qué medida es posible verificar si la fractura materialismo/posmaterialismo, es verdaderamente un nuevo clivaje político, es decir, una nueva división social que confronta a sectores de la sociedad.

Por su parte, Russell J. Dalton89 sostiene que “las posiciones sociales ya no determinan las posiciones políticas”, sino que es el factor expansivo de la educación y el auge de los mass media lo que define las preferencias políticas del votante. En una línea similar a esta, también se sostiene que se ha producido un declive del voto de clase y por tanto que este ha perdido significado actualmente, frente al surgimiento de un voto cultural (cultural voting). Estaríamos transitando hacia un voto guiado por las dinámicas culturales que se origina en las diferencias educacionales. De esta manera, debido a la consolidación del Estado de Bienestar y a un mayor acceso a la educación, es esta la variable fundamental que explicaría la dirección del voto90.

Así también, Kriesi91, desde lo que denomina la dimensión cultural, sostiene el nacimiento de nuevas fracturas derivadas del desarrollo de la globalización en términos multiculturales, en detrimento de las posiciones a favor de la protección de la cultura y ciudadanía nacional.

Kriesi postula la aparición de un nuevo clivaje integrado en una aproximación cultural, surgido a partir de los cambios sociales y económicos que darían origen a nuevos agentes políticos. En el caso europeo, correspondería a los partidos verde y de extrema derecha.

La raíz teórica de Kriesi proviene del trabajo de Ronald Inglehart, quien ha desarrollado en extenso el concepto del nuevo clivaje o fractura que se ha producido en relación con los valores materialistas versus los posmaterialistas92. Este último afirma que indudablemente se ha producido una ampliación de los intereses hacia un rango de temas “posmaterialistas”, tales como medioambiente, estilos de vida, derechos del consumidor, los cuales han atravesado las fronteras políticas. Sin embargo, el matiz en Inglehart es que estos nuevos intereses irían más allá de los alineamientos de los partidos políticos y, por tanto, no son bien representados por estos. Sostiene que los mayores niveles de educación y el proceso de movilización de la sociedad civil en sus diversas manifestaciones, disminuyen el valor del rol que tradicionalmente jugaban los partidos para una ciudadanía que básicamente entendía su participación y su activismo a través del voto.

Inglehart estima que ya no es fácil manipular a gente más educada, con acceso a una variedad importante de ideas; en contraste con las antiguas masas analfabetas que no estaban al tanto de alternativas a la verdad oficial. Las redes sociales y el acceso a internet juegan aquí un papel importante de analizar.

La ciencia política ha dedicado esfuerzos en las últimas décadas al estudio teórico de los factores que hacen posible el surgimiento y el éxito de esta nueva familia de partidos y al conocimiento de las bases sociales de los mismos. Toda esta serie de modelos alternativos que proponen la superación de los clivajes tradicionales no tienen un tratamiento unánime en los estudios disponibles. Como señala Oesch93, los trabajos oscilan entre la tesis de una fluctuación sin tendencia y aquellos que argumentan el general declive del voto de clase.

En el ámbito latinoamericano, en los estudios realizados a partir de los años 50, se ha trabajado sobre la hipótesis de una segmentación según la fractura modernidad/tradición, de acuerdo con la cual el electorado sufre el impacto de un proceso de modernización cultural que permite la subsistencia de núcleos de electores guiados por pautas ligadas a una ética tradicional que explicaría la gran persistencia de movimientos populistas, nacionalistas y personalistas o caudillistas.

Avanzando en el siglo XXI, los datos parecen confirmar que en nuestro continente los sistemas de partidos no se encuentran en un proceso de institucionalización, sino más bien de profundas transformaciones y mutaciones, consecuencia no solo del debilitamiento de los partidos tradicionales, sino que también como resultado de la aparición de nuevos clivajes sociales. En este contexto, en la mayoría de los países latinoamericanos están apareciendo constantemente nuevos partidos o plataformas electorales. La diferencia entre unos y otros no estriba únicamente en la cuota de poder alcanzada por estas nuevas formaciones, sino también en la capacidad de permanencia de partidos de formaciones estables y antiguas. En esta línea, se establecen diferencias importantes entre países en los que la contienda política es conducida casi exclusivamente por estas nuevas formaciones, como Perú o Venezuela, a países en los que el sistema de partidos está apoyado mayoritariamente en partidos muy consolidados, como los casos de Costa Rica, Uruguay, Chile, Paraguay, Honduras o Colombia. También, muchas de las nuevas formaciones representan alianzas de viejos y nuevos partidos94.

En este sentido, cabe considerar que las nuevas divisiones sociales no solo se manifiestan en la aparición de nuevos partidos, sino que esta realidad convive con que el grupo de ciudadanos que en materia de intereses políticos, hoy parece autoexpresarse, es indudablemente mayor que aquel que lo hacía a finales del siglo XIX y a principios del XX. El interés de los ciudadanos de hoy no está necesariamente asociado a la incorporación a estructuras del tipo de los partidos políticos, sino que, por el contrario, se trataría de actuar desde otro lugar, distinto y lejano de las estructuras partidarias tradicionales. Es una mayor participación de la sociedad civil en el proceso de formación de las decisiones políticas acompañada de un progresivo menosprecio del tipo de representación que se estableció con el nacimiento de los partidos de masa y el rol que tradicionalmente representaron los partidos políticos frente a la ciudadanía.

Si en su momento los partidos surgieron de una ampliación de la esfera de actores que involucrados en las decisiones políticas pasaron a representar a la masa, principalmente a través de las funciones de la articulación de intereses o de la transmisión de la demanda política, podríamos afirmar que hoy el debilitamiento de los partidos políticos en relación con la función de transmisión de la demanda, nos enfrenta a un nuevo momento de fractura, de crisis y cambio.

Si los activistas, los movimientos sociales y los medios de comunicación toman el lugar de los notables (antiguas elites), podría pensarse que estamos ante una sustitución o ampliación de los márgenes de las elites, o bien que se está acortando la distancia entre las elites y los ciudadanos corrientes.

Por último, volviendo a nuestra línea argumental central, vale la pena cerrar este capítulo sobre los partidos políticos con algunas reflexiones sobre la llamada “crisis de los partidos”.

Algunos consideran que el valor de los partidos para la democracia radica en que encarnan la competencia entre los actores políticos, sin importar demasiado la calidad de sus ofertas (Schumpeter)95. Para otros, la naturaleza de los partidos destruye los ideales de la democracia (Michels)96. Kirchheimer y Linz han postulado que la apatía de los ciudadanos por la política ha producido como consecuencia el encapsulamiento partidista en intereses reducidos.

Desde nuestra perspectiva, se ha producido un alejamiento progresivo de los partidos respecto de los electores; o más ampliamente considerado, un distanciamiento de la ciudadanía, lo que resulta bastante comprensible si atendemos a las circunstancias en las cuales nacieron los partidos políticos, en contraste con las actuales características de nuestras sociedades.

En efecto, solo concentrándonos en el contexto en el cual surgen históricamente los partidos políticos y el que acompaña al desarrollo de los mismos cabe concluir que ya no existen las características que permitieron su legitimación en el grado que esta alcanzó en algún momento. Sin duda, en el actual contexto es más difícil su aceptación y su rol, especialmente en lo que se refiere a su capacidad de vincular al Estado con la ciudadanía a través del principio de la representación electoral. Claramente, una sociedad civil más plural y educada se siente cómoda con la autoexpresión y en nuevas representaciones no partidarias, donde no hay cabida para una sola concepción de lo que es bueno en cada uno de los diversos temas de la agenda pública. Ya no aparece como necesario adherir a estructuras que, por múltiples razones que revisaremos, no resultan hoy adecuadas en su rol de articular intereses entre las bases y el Estado.

Desde este punto de vista, las razones tras la pérdida en su capacidad para producir vinculación política en el sistema, sobrepasan las características de un tipo u otro de partido. Efectivamente, el contexto social, político y cultural de finales del siglo XIX difiere en múltiples e importantes aspectos de nuestras sociedades del siglo XXI, en las cuales se consolida una clase media que progresivamente se aleja de las formas tradicionales de la política; y, en especial, del concepto de democracia agregativa, optando por autoexpresar intereses de diversa índole, o bien canalizándolos a través de actores no tradicionales que no responden a la lógica electoral, tales como los grupos de interés y los movimientos sociales.



“Nuevos” actores de la sociedad civil: grupos de interés y movimientos sociales

Un tema de amplio debate actual es la aparición de diversas identidades colectivas que se manifiestan a través de grupos de interés, grupos de presión y el resurgimiento de los movimientos sociales, lo cual parece ser una tendencia emergente en relación con la progresiva división de intereses de la población, y la tendencia de involucrarse en una acción política que no responde a la lógica eleccionaria, es decir, que no se materializa necesariamente a través de los representantes tradicionales elegidos por elecciones populares.

Nos interesa poder relacionar el rol más activo que ha ido adoptando la sociedad civil en relación con el ejercicio del poder político, a partir de la aparición y renovada importancia adquirida por grupos de interés, grupos de presión y movimientos sociales.

En este aspecto, resulta interesante la evidencia que demuestra que en la mayoría de los países el monopolio sobre la función de la articulación de intereses que a partir de fines del siglo XIX comenzaron a ejercer los partidos políticos, ha sido amenazada por la creciente actividad de grupos de interés y movimientos sociales: “En una era donde menos ciudadanos están vinculados a partidos políticos en virtud de su identidades de grupo social, están más inclinados a involucrarse en actividades políticas con respecto a temas específicos que les preocupan”97. Aún así, la valoración de este proceso no es unívoca. Si en una primera mirada estos grupos de interés pueden ser más bien vistos como rivales de los partidos políticos, también podrían interpretarse como complementarios a ellos. O también podría entenderse que se trata de un fenómeno que desafía a los partidos políticos, más que constituir un obstáculo a ellos.

En todo caso, conviene aclarar que el fenómeno recién descrito resulta más o menos claro en relación con la función de articulación de intereses. Sin embargo, sobre el tema de la agregación de intereses, debe tenerse en cuenta que algunos autores como Webb y otros son de la idea de que esta función, especialmente en sistemas presidenciales, es desarrollada principalmente por individuos políticos más que por los partidos políticos per se. Estiman que esta función en todo caso no puede ser realizada por grupos de interés, movimientos sociales ni por los medios, ya que “es una tarea que simplemente debe ser realizada por los partidos que compiten por puestos electivos, o bien ser dejada a burócratas no electos”98. En todo caso, concluyen que “la tarea de agregación se ha vuelto intrínsecamente más compleja debido a los cambios sociales que han generado demandas incompatibles de los diversos componentes de las bases y por la emergencia de nuevos clivajes de problemas”99.

Desde nuestra perspectiva puede extraerse que la función de la articulación de intereses ya no es propia o privativa de los partidos políticos, sino que es compartida con la sociedad civil, quien también ejerce dicha función directamente.

Efectivamente, los partidos políticos han perdido influencia en ese aspecto por las diversas razones que presentaremos más adelante, pudiendo uno alinearse con una o varias de ellas. La consecuencia clara de ese fenómeno no es que tal función haya dejado de ejercerse o que esa función haya perdido importancia dentro de nuestras sociedades. Dicha labor es compartida entre los partidos políticos y “nuevos” actores relevantes.

La denominación de “nuevos” actores requiere detenernos en una reflexión. Son sin duda los grupos de interés y los movimientos sociales que siempre han existido y se han entendido desde diversas perspectivas, pero que actualmente, y a partir de al menos medio siglo, han venido haciendo suya una labor que tradicionalmente se entendió que estaba entregada a los representantes tradicionales de una democracia representativa, asumida principalmente por los partidos políticos, en cuanto la función de la representación se generalizó en nuestras sociedades a partir de la formación de los Estados modernos.

La presencia de los grupos de interés y los movimientos sociales ha tomado fuerza desde las últimas décadas del siglo XX en forma transversal, con mayor permanencia en el tiempo, articulándose en torno a un amplio espectro de reivindicaciones denominadas posmaterialistas, tales como el medio ambiente, el feminismo, los derechos de homosexuales, lesbianas, transexuales, las demandas indígenas, campesinas y otras tantas.

Así, estamos diciendo que estos actores no son “nuevos” en rigor, pero adoptan diversas características y funciones. Por un lado, los grupos de interés se han diversificado progresivamente y ya no podemos asociarlos únicamente con los poderes fácticos tradicionales que han existido en nuestras sociedades. Actualmente, también constituyen grupos de interés, individuos que provienen de sectores marginados por las tradicionales razones de pobreza, raza, género, etnia, y que con mediana facilidad dan a conocer sus propuestas, que generan adhesión ciudadana. Por su parte, los movimientos sociales han adoptado mayor protagonismo a partir de la década de 1980 en adelante y en especial en los inicios de este nuevo siglo XXI, siendo su radio de acción el mundo occidental, incluyendo Latinoamérica.

Para poder explicarnos mejor el surgimiento de estos “nuevos” actores, revisaremos algunas ideas sobre el concepto de sociedad civil y cómo ha adquirido un rol más protagónico en nuestras sociedades, llegando a compartir el ejercicio de algunas funciones que tradicionalmente fueron propias de los partidos políticos.

La evolución del concepto de sociedad civil

Hay que partir por señalar que la sociedad civil ocupa una esfera separada de aquella de los partidos políticos. Tradicionalmente, siempre se ha entendido que se trata de ámbitos y conjuntos de actores distintos.

Haciendo una gran generalización y siguiendo la línea de Marx, la sociedad civil puede entenderse como un concepto contrapuesto al de Estado, que alude a aquella esfera donde se relacionan los individuos, los grupos, las organizaciones y las clases sociales, fuera de las relaciones de poder que caracterizan las instituciones del Estado.

La sociedad civil es representada como el terreno de los conflictos económicos, ideológicos, sociales y religiosos, que el Estado tiene que resolver, ya sea mediándolos o suprimiéndo los, o tomándolos como la base donde se originan las demandas que el sistema político debe responder, o como el campo de organización o movilización de las fuerzas sociales.

Una entrada diferente es la que propone Weber, para quien la sociedad civil es el ámbito de las relaciones de poder de hecho, y el Estado, el ámbito de las relaciones de poder legítimo. Esta concepción supone una constante relación e interacción entre sociedad civil y Estado.

Si en los inicios de la era moderna el concepto de sociedad civil sintetiza el esfuerzo de fundamentar el poder en lo secular y en lo terreno, enfrentando el derecho divino de las monarquías europeas, siglos después la noción sería incorporada en la variante gramsciana del marxismo. Su reaparición más reciente e inspiradora, sin embargo, se encuentra en la oposición a los regímenes socialistas de los países de Europa del Este, en la resistencia a las dictaduras militares en los países de América del Sur y, actualmente, en movimientos sociales tales como la “primavera árabe” o “los indignados”.

En las últimas décadas, la invocación a la sociedad civil se asocia con la debilidad de los partidos políticos y, por tanto, con su eventual sustitución, sobre todo en aquellas sociedades donde el quehacer político institucional ha perdido legitimidad. En esos casos, la sociedad civil, a través de sus múltiples manifestaciones, es percibida como una forma no reconocida y alternativa de hacer política.

Esta breve revisión da cuenta de que esta no es una noción precisamente nueva en la teoría política; al contrario. De hecho, se comienza a hablar de sociedad civil muchos siglos antes que aparezcan los partidos políticos. Para intentar clarificar el concepto, entonces, revisaremos las múltiples formas que este ha adoptado y los significados que a él se han asociado.

En un primer intento claro de distinción conceptual, la filosofía política contempló a la sociedad civil como parte de un contrato social que se creó como ficción que permitía fundar la legitimidad sagrada del poder, tesis defendida sobre todo por los teóricos que sustentaron la posición absolutista. Posteriormente, la entendió como la civilidad basada en el arreglo y el consenso frente al recurso ante la violencia y la lucha armada.

Dentro del primer significado del concepto al que aludimos, esto es, en la visión del iusnaturalismo, la sociedad civil es aquella que se contrapone a la sociedad natural, y por lo tanto, es sinónimo de sociedad política. En este modelo sobre el origen del Estado, la sociedad civil nace por contraste con un estado primitivo o de naturaleza de la humanidad, en el cual el hombre vive, precisamente, según las leyes de la naturaleza. Por medio del contrato social o pacto político, el hombre intentará sobrepasar tal estado amenazante y arbitrario, y crear una sociedad civil contrapuesta, por tanto, al concepto de “sociedad natural”, y homologable a la “sociedad política”.

Para entender mejor el primer concepto de sociedad civil, la obra de John Locke resulta altamente clarificadora. En sus Dos tratados de gobierno John Locke expresa su concepto de sociedad civil: “La monarquía absoluta, que algunos tienen por único gobierno en el mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y así no puede ser forma de gobierno civil alguno”100. Por tanto, el poder debe fundarse únicamente en la legitimidad que otorga el consentimiento de la sociedad civil.

Así, la legitimidad del poder viene desde la sociedad civil: “Los que se hallaren unidos en un cuerpo y tuvieren ley común y judicatura establecida a quienes apelar, con autoridad para decidir en las contiendas entre ellos y castigar a los ofensores, estarán entre ellos en sociedad civil”101.

En Locke el poder tiene como misión asegurar la protección y la defensa de los derechos de los individuos libres que constituyen la sociedad civil. Lo que distingue el estado de libertad natural del estado de sociedad organizada es precisamente la existencia de una autoridad legítima: “Esta es el alma que da forma, vida y unidad a la comunidad política; por donde los diversos miembros gozan de mutua influencia, simpatía y conexión”102.

A diferencia de lo que había sostenido Hobbes, para Locke los individuos libres que dan origen a la sociedad no se someten irreversiblemente al Estado, como dicta la recurrida imagen del traspaso que los individuos hacen de su confianza, su obediencia y, en último término, su soberanía, al poder estatal.

Este mismo enfoque que afirma que entre Estado y sociedad hay una directa relación y por tanto que hay continuidad, siguió desarrollándose principalmente por Montesquieu, quien hace referencia a la organización de la sociedad a través de cuerpos intermedios (estamentos) que, por mediante su actividad política, impiden el despotismo del Estado.

Con posterioridad, la noción de sociedad civil adquiriría una connotación nueva. Ya a inicios del siglo XIX, Adam Ferguson plantea que el elemento central de esa sociedad civil reside no ya “en su organización política sino en la organización de la civilización material. Una nueva identificación (o reducción) estaba siendo aquí ya preparada: la de la sociedad civil y económica, eliminando la vieja exclusión aristotélica de lo económico de la politike koinonia”103. En ese contexto histórico la noción de sociedad civil adquiere una marcada resonancia económica, de la que explícitamente había carecido en las versiones clásicas.

Vale decir, en un enfoque de corte liberal, la sociedad civil se identifica con la sociedad económica, pasando a incluir también el espacio del mercado. Para el enfoque liberal, la defensa de la sociedad civil equivale a defender las libertades negativas del individuo. Es apostar por la libertad que tiene cada persona de establecer los lazos permanentes de todo orden, con quien quiera, donde quiera y para lo que quiera. Es la autonomía del individuo frente al Estado. En el enfoque liberal, el Estado es enemigo de la sociedad civil.

En esta secuencia sobre el concepto, Gramsci da un paso especialmente relevante al entender a la sociedad civil como un momento de la superestructura, es decir, del Estado, diferenciándola de la sociedad política. Constituiría una parte del conjunto del aparato ideológico y cultural que media entre las relaciones económicas y las estatales. Así, introduce nuevamente el contenido ético en la noción de sociedad civil, destacando la importancia de la actividad educativa y cultural para el ámbito de lo estatal, que contribuye a elevar la formación de los ciudadanos.

Resulta importante la diferenciación que hace Gramsci dentro del Estado, donde sociedad civil y sociedad política coexisten, pero están claramente diferenciados. De esta manera, ambos términos aparecen ligados en la célebre ecuación: “En la noción general de Estado entran elementos que deben ser referidos a la sociedad civil (se podría señalar al respecto que Estado = sociedad política + sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción)”.

Dentro de la categoría de sociedad civil, Gramsci incluye así la multiplicidad de organismos “vulgarmente considerados privados” (escuelas, Iglesias, órganos de prensa) que corresponden a la función de hegemonía cultural y política que, según Gramsci, el grupo dominante ejerce sobre toda la sociedad.

En este sentido, Gramsci explicita el significado de la sociedad civil y su valor estratégico en la lucha y en el combate político. La visión de Gramsci ha vuelto a cobrar protagonismo en el debate teórico, precisamente porque concibe a la sociedad civil como parte sustancial de un programa político.

Si algo queda claro de la tesis gramsciana sobre la sociedad civil, es el reconocimiento de la importancia de la sociedad civil en las sociedades occidentales, y de la resistencia, que al mismo tiempo esta ofrece, a todas aquellas tentativas de cambios revolucionarios o violentos, incluso en períodos de crisis agudas o prolongadas.

Gramsci privilegia el combate político que se libra en el interior de la misma sociedad civil: la guerra de movimiento, fundada en el asalto rápido y efectivo, debe ceder el paso a la guerra de posiciones; la conquista del consentimiento y la aquiescencia del grueso de la ciudadanía, mediante las armas del convencimiento y la persuasión. Este constituye, a los ojos de Gramsci, un trabajo inevitablemente lento e irremediablemente difícil.

De acuerdo con lo anterior, el concepto actual de sociedad civil y sus actores encuentra un gran apoyo en la posición gramsciana. Efectivamente, al parecer la sociedad civil ha de entenderse dentro de un programa político, puesto que influye y forma parte del sistema político. En la misma medida, la separación y contraposición entre Estado y sociedad civil van perdiendo fuerza y claridad, al entender a la segunda como actor relevante en la “lucha política”, que sin embargo sigue siendo distinta de la sociedad política, también contenida en el Estado.

Tal como lo ha destacado Tester, “gran parte del interés en la sociedad civil durante las postrimerías del siglo XX, ha estado directamente inspirado en la interpretación del problema hecha por Gramsci”104.

En la misma línea de entregar a la sociedad civil un rol clave en la conformación del poder político, tenemos a una de las analistas más agudas de la sociedad civil moderna, Hanna Arendt. Arendt antagoniza con Hegel al cuestionar el concepto de sociedad como espacio intermedio entre lo privado y lo público; entre la vida familiar y la política. Para Arendt, la “sociedad” es el campo de las mediaciones, donde los intereses, actividades e instituciones privados asumen un rol público. Entidades que podrían asociarse desde otro paradigma con la sociedad civil, como son las corporaciones y la policía, para Arendt no estabilizan ni regulan la diferenciación entre lo público y lo privado, sino que más bien disuelven la línea que los separa y amenazan la integridad de ambos. La autora defiende decididamente el modelo de la sociedad política clásica, incluyendo su clara separación de la esfera privada, en contra del Estado moderno (la burocracia) y la sociedad (de masas) moderna.

Arendt se remite a los primeros rastros que encontramos del concepto de sociedad civil en la historia de la filosofía política: la politiké koinonía. La expresión, empleada por Aristóteles en La política, es equivalente a comunidad política: se refiere a la polis, conformada por ciudadanos libres e iguales bajo un sistema de gobierno legalmente definido. En esta concepción existe una identificación bastante profunda de la sociedad civil con la organización política.

En su concepto, no se trata de un conjunto de entidades que se relacionan entre sí, quedando fuera de las relaciones de poder propias de un Estado que monopoliza el poder. Al contrario: la sociedad civil también forma parte de la estructura del poder, y actúa justamente en la denominada “esfera pública”, que es propia del ámbito político. Es en esta esfera donde los ciudadanos son iguales y libres, y por tanto pueden actuar políticamente.

Al respecto, es ilustrativa su frase que vincula constitutivamente a la modernidad con la desaparición de la zanja que los antiguos tenían que saltar para superar la esfera doméstica e involucrarse en la política.

Desde este punto de vista, podríamos entender el fenómeno actual del fortalecimiento de los grupos de interés y movimientos sociales como una reafirmación del rol más activo que, potencialmente, se encuentra por definición en el centro de la ciudadanía, desafiando por tanto el presagio de la desafección ciudadana de la política que tanto se ha sostenido que existe hoy. Quizá el progresivo proceso de individualización, que trajo como una de sus consecuencias la inflación de la esfera privada, dejando los asuntos públicos en manos de una elite de representantes, ha iniciado un retroceso105.

En una tradición teórica diferente de las anteriores encontramos el pensamiento de Michel Foucault sobre sociedad civil. Aunque comparte con Arendt su desconfianza hacia la génesis y el funcionamiento de lo social, su crítica comprende la categoría de sociedad civil. Argumenta que la legitimidad, las leyes, el Estado en su estructura actual, son remanentes obsoletos del sistema aristocrático-monárquico. Para Foucault, es precisamente la aparición de nuevas formas de estratificación y nuevas relaciones de poder lo que hace que el sistema se vuelva anacrónico. La sociedad civil sería un resultado de esta forma de estructura de poder. Para Foucault, las relaciones asimétricas de poder están en todas las estructuras: escuela, fábrica, familia, sociedad… Y el concepto de sociedad civil, producto de las relaciones de poder, no sería sino equivalente a la negatividad de la libertad.

En una línea conceptual semejante encontramos a Mouffe106, quien sostiene entre otras cosas que la democracia es el conflicto en el que se deben dirimir y confrontar los distintos intereses colectivos. Por tanto, existe más democracia cuanto mayor igualdad exista en ese juego del conflicto de intereses, y habrá verdadero pluralismo cuando todos los grupos estén presentes en el espacio público. Así, Mouffe es partidaria de una sociedad civil conformada por grupos libres e iguales en su capacidad de influencia política. En su obra posterior afirma que “el carácter democrático de una sociedad solo puede venir dado por el hecho de que ningún actor social limitado pueda atribuirse la representación de la totalidad y afirmar que tiene el control de los fundamentos”107.

En las últimas décadas (a partir de los 80), en el apogeo del neoliberalismo, el tema ha sufrido importantes variaciones. Lo más notable, en todo caso, resulta ser la operación reduccionista que una vez más en el curso de la evolución de este concepto tendía a identificar la sociedad civil con las relaciones mercantiles, como ya se había intentado en un momento del siglo XVIII. Esto es sintomático de un nuevo momento, donde las posiciones liberales en materia económica pasan a tener una alta preponderancia en la sociedad; incluyendo, por cierto, el ámbito de la política.

A partir de los años 70 y asumiendo el postulado de un mercado autorregulado, y de la tesis doctrinaria de un Estado mínimo, se promovieron el mercado y las privatizaciones; y, aunque solo subsidiariamente, la democracia electoral. Con ello se robusteció la desconfianza en las burocracias y en los políticos, y se estimuló la confianza exclusiva en el sector empresarial de la economía, al mismo tiempo que se rechazaban y descalificaban las reivindicaciones de los sectores subalternos, cuyas demandas eran vistas como expresión regresiva de intereses meramente corporativos.

Un significado muy distinto adquirió la sociedad civil en los procesos de transición democrática experimentados tanto en las sociedades de América del Sur, que vivieron durante la década de los setenta el ejercicio de gobiernos militares, como en aquellas otras sociedades de Europa del Este en la cuales habrían de caer los regímenes de partido único socialistas.

En ambos casos, la sociedad civil llegó a simbolizar la resistencia de sectores subalternos o excluidos, a la arbitrariedad del poder político o militar. En ambos casos, el protagonismo de esa llamada sociedad civil estuvo ligado a la movilización de actores que no tenían injerencia o participación activa en un juego político que los excluía, oprimía o satelizaba. De ahí que O’Donnell y Schmitter hayan ligado ese fenómeno histórico de la imprevista “resurrección de la sociedad civil” al de la progresiva y demandada “reestructuración del espacio público”108.

En el caso de Brasil y del Cono Sur, el desalojo de los militares de las funciones y de las responsabilidades del gobierno se ve precedido por acciones de denuncia o impugnación provenientes del sector académico, de grupos de artistas, de organizaciones profesionales o religiosas, así como de un sinnúmero de comités que defienden los derechos humanos y, más concretamente, a las víctimas o a los prisioneros de dichos regímenes. Asimismo, esa creciente red de resistencia va a permitir la aparición, posterior o paralela, de una multiplicidad de agentes nuevos y de reivindicaciones variadas, sin que resulte ya posible la instalación de ninguna instancia centralizadora estable. El recurso a nuevos valores culturales, y su consiguiente propagación y emergencia a lo largo de toda América Latina, hacen posible la irrupción y el desarrollo de una gran variedad de movimientos sociales, cuyas demandas van a estar marcadas por tintes étnicos, de género, de barrio o de región.

Sin lugar a dudas, la bandera de la sociedad civil cumplió un papel decisivo en los procesos políticos de restablecimiento o de instalación progresiva de las reglas del juego democrático, tanto en América Latina como en Europa del Este. Pero quizás el aporte teórico más novedoso que es posible desprender de esta reaparición de la noción de sociedad civil resida en su expresada voluntad de autolimitación.

La irrupción de este “tercer dominio”109 —como lo denominan Cohen y Arato— permite posiblemente superar la tradicional concepción dicotómica sociedad civil-Estado (o sociedad civil-sociedad política), que con frecuencia, como alguna vez lo apuntó Foucault, conduce imperceptiblemente a una representación más bien maniquea, en la que el Estado se convierte en la principal fuente de los males de nuestro mundo contemporáneo, mientras que la sociedad civil se preserva como el recurso salvífico para sanar las dolencias y descalabros que socialmente hoy nos pueden agobiar.

El telón de fondo que hoy recibimos, tejido a partir de todos esos materiales (neoliberalización, recuperación de la democracia, visión de la sociedad civil como un tercer tercio), ya no presenta la imagen de una sociedad formada en la lucha contra estados totalitarios, sino la de una democracia cuyas instituciones formales se encuentran tremendamente alejadas de la sociedad. Por tanto, la pregunta ya no es cómo impedir que el Estado penetre en la sociedad, sino cómo interpretar el hecho de que la actividad social organizada esté, de facto, influyendo en las políticas que se discuten, o bien, cómo el poder político está influido o permeado por las demandas sociales mediadas por la sociedad civil organizada.

Un cambio en el guion: una sociedad civil más plural y protagónica

Es de nuestro interés poner sobre la mesa y examinar la tesis sobre el mayor protagonismo relativo que ha adquirido la sociedad civil, y sobre la diversificación de los actores que forman parte de ella. También tendremos que entrar en más detalle en cómo se determinan cuáles son las necesidades e inquietudes de estos actores, y cómo recorren el proceso de transformarlas en peticiones concretas para idealmente lograr, por ejemplo, la adopción de una política pública que se haga cargo de tal necesidad.

Al respecto, sostenemos que parte relevante de la función de articular intereses está siendo hoy desarrollada, de facto, directamente por esa sociedad civil. Nos estamos refiriendo específicamente a una tendencia que comienza a desarrollarse hace ya tres o cuatro décadas, con mayor énfasis en algunas democracias occidentales.

El fenómeno comienza a ser estudiado por la academia en la década de los años 50, constituyendo desde entonces un proceso progresivo que ha tomado un nuevo giro a partir del comienzo del siglo XXI, alcanzando otras zonas geográficas que incluyen, incluso, algunos países árabes. Los grupos de interés y los movimientos sociales han tomado nueva fuerza.

El punto que nos interesa destacar aquí en relación con el mayor protagonismo y activismo de la sociedad civil en las últimas dos décadas, es que se encuentra en estrecha relación con su distanciamiento de los partidos políticos. Desde una perspectiva conceptual, podría afirmarse que esta situación se enmarca justamente en una visión contemporánea de la sociedad civil (según la discusión teórica recién revisada), redundando a la vez en el alejamiento de una concepción de democracia agregativa, que ha dominado en la segunda mitad del siglo XX. Dicho “modelo de agregación” entiende a la democracia como un método instrumental asociado a la suma de preferencias individuales. Esto es, la democracia entendida como procedimiento, o arreglo institucional para alcanzar las decisiones políticas, de la forma que tan claramente expresó Joseph Schumpeter110. En su opinión, como producto del desarrollo de la democracia de masas, la soberanía popular entendida según el “modelo clásico de la democracia” se volvió inadecuada, requiriéndose un nuevo modelo de democracia que pusiera la atención en la agregación de las preferencias. Esta labor debían realizarla los partidos políticos, por los cuales la población tuviera la posibilidad de votar en intervalos regulares. En este marco, la democracia no es otra cosa que el régimen político en que las personas tienen la oportunidad de aceptar o rechazar a sus dirigentes mediante un proceso electoral competitivo111.

Desde hace algunos años, sin embargo, esta clase de concepción restringida o minimalista de democracia parece no satisfacer ya las expectativas de la ciudadanía. Resulta bastante claro que nuestras sociedades, básicamente injustas y excluyentes, hoy rechazan la idea de seguir siendo regidas por decisiones entregadas de forma exclusiva a los partidos políticos, sobre el supuesto de que la sociedad civil no es capaz de actuar con racionalidad.

La comprensión de la democracia como un conjunto de procedimientos para enfrentar los intereses de las diversas identidades colectivas, fue cuestionada por la tendencia de la teoría política normativa (democracia deliberativa) que propone John Rawls con su obra Teoría de la justicia en 1971112, quien sostuvo que el futuro de la democracia liberal dependía de que se lograra recuperar su dimensión moral, sosteniendo que era posible alcanzar un consenso más profundo que un “mero acuerdo sobre los procedimientos”; consenso que debería tener un carácter moral.

Existe una serie de versiones de la democracia deliberativa pero en términos gruesos pueden clasificarse en la inaugurada por John Rawls y aquella desarrollada por Jürgen Habermas. Ambas escuelas tienen como objetivo principal asegurar un fuerte vínculo entre democracia y liberalismo, convergiendo además en la idea de fundar la autoridad y la legitimidad en formas de razonamiento público. También comparten la convicción de la existencia de una forma de racionalidad que va más allá de lo puramente instrumental; una racionalidad con una dimensión normativa: “lo razonable” para Rawls y “la racionalidad comunicativa” para Habermas. En ambas visiones el campo de la política se identifica con el intercambio de argumentos entre personas razonables guiadas por el principio de la imparcialidad.

Como hemos dicho, la sociedad civil toma distancia progresivamente del modelo de democracia agregativa, pero también del modelo de democracia deliberativa, desconfiando del supuesto consenso que podrían alcanzar los representantes electorales, en especial los partidos políticos y los gobiernos. Varias son las condiciones que han influido en este alejamiento.

La literatura menciona como factores que favorecen este fenómeno, en primer lugar, la inmediatez y facilidad con que las tecnologías de la información permiten conocer las opiniones y demandas de cada individuo o grupo en forma fácil y sin necesidad de intermediarios. La posibilidad de acceder a las fuentes y sus opiniones en forma directa sin duda ha provocado un cambio importante en la socialización política y en la formación de opiniones por parte de los agentes políticos.

También parece ser de relevancia el aumento del grado de educación de gran parte de la ciudadanía en las últimas décadas. Hoy las personas tienen mayor capacidad de formarse opiniones propias, las que, además, quieren hacer llegar a la esfera pública, consiguiendo muchas veces interpelar a quienes están encargados de impulsar las políticas públicas. Lo anterior debe complementarse con el acelerado desarrollo de las tecnologías de la información y su masificación acelerada en las últimas décadas. El hecho de que un tema pueda colocarse en la agenda pública en forma directa a través de redes sociales, hace que la demanda sea conocida en forma instantánea por una mayoría de los actores.

Sin embargo, desde la teoría política nos interesa explorar las interpretaciones que podemos elaborar para comprender el fenómeno en análisis y la valoración que se puede hacer del mismo, más allá de las condiciones mismas de su surgimiento. Sostenemos que nos encontramos frente a un nuevo avance en materia de pluralismo, que implica un cambio en la estructuración del poder político, donde este comienza a ser compartido en forma progresiva por los actores tradicionales y la sociedad civil, en forma paralela. Este nuevo impulso del pluralismo en nuestras sociedades bien podría entenderse desde la complejización del concepto como también del ejercicio de la democracia, lo cual ha permitido a la sociedad civil agruparse en diversas identidades que demandan el reconocimiento, por parte del conjunto de la sociedad, de sus intereses; y que actúan a través de grupos de interés y movimientos sociales, alejándose de las formas de representación electoral. Esta transformación no tiene una sola interpretación posible. De hecho, puede encontrar respaldo en la teoría del cambio de los valores culturales, en la teoría de la elección racional, o bien en un análisis centrado en las características de los partidos políticos contemporáneos que provocan una progresiva falta de adhesión por parte de la sociedad civil.

¿A qué remite la idea de un nuevo avance en el pluralismo? Siguiendo a Sartori, podríamos afirmar que el nacimiento de los partidos políticos corresponde a una primera aparición del concepto del pluralismo en las sociedades modernas que se inicia con el Iluminismo. Este sería el momento a partir del cual la sociedad entiende y acepta que la diversidad y el disenso no constituyen un peligro para el orden político. Actualmente y en especial a partir del siglo XXI, estaríamos frente a un nuevo hito donde los partidos políticos ya no serían el vehículo principal de la agregación de intereses en el ámbito de la política, sino que esta función también la ejercería, de forma directa, la sociedad civil, a través de grupos de interés, grupos de presión y movimientos sociales.

Así, este nuevo momento de transición del concepto del pluralismo involucraría, por un lado, el reconocimiento de mayores divisiones dentro de la sociedad, que no son susceptibles de ser canalizadas por los partidos políticos; y por otro lado, el rechazo progresivo a la representación electoral como principio exclusivo de la legitimidad democrática.

En este sentido, la aparición en nuestra democracia de “nuevos” actores con carácter político, distintos de los partidos políticos, sería la consecuencia de una profundización en materias de pluralismo y diversidad, que redunda en un distanciamiento del concepto fuerte de representación electoral propio de un momento pasado del sistema político, donde la expresión directa (autoexpresión) de los intereses estaba limitada a una elite más restringida que la actual.

Podemos formular una interpretación del fenómeno desde la lógica propia de la Ilustración, en cuanto a la síntesis de las categorías morales clásicas que se realiza con una mirada secularizada propia del progreso; entonces podríamos decir que se entiende por una vida ordenada el que los hombres no solo vivan bien sino que vivan mejor que en el pasado. Por tanto, frente a nuevos contextos sociales y políticos, necesitamos razones para preferir un conjunto de políticas en vez de otras, para lo cual necesitamos una narración moral coherente que atribuya finalidad a nuestras políticas, de una manera tal que logren trascender. Esas razones parecieran vincularse actualmente con un mayor pluralismo, que reconoce más divisiones entre grupos particulares al interior de nuestras sociedades, los que, en su persecución del reconocimiento de la diversidad de intereses e identidades, optan por la autoexpresión. Ello implica, a su vez, rechazar la idea de la representación encarnada por autoridades de origen electoral —por tanto principalmente vinculadas a los partidos políticos—, que suponen ser superiores intelectual y moralmente.

Si en el contexto de las sociedades contemporáneas la pretensión de superioridad moral o intelectual no resulta aceptable, tampoco lo es la idea de canalizar los intereses y necesidades a través de organizaciones percibidas como elitistas y burocráticas. Por otro lado, como ya hemos mencionado, colocar los intereses de forma directa en la esfera pública resulta cada vez más fácil para los ciudadanos. En este marco, no resulta difícil entender la aparición de más actores relevantes en materia política, operando en paralelo con los partidos políticos e interactuando con ellos.

Esta aparición, sin embargo, no obedece de forma directa al aumento en los grados de tolerancia que se ha ido produciendo en nuestras sociedades y que se refleja en una serie de hechos y avances. Más bien, como consecuencia de tal avance en el pluralismo y la mayor diversidad, el concepto de la representación electoral, principalmente ejercida a través de los partidos políticos, va perdiendo legitimidad. En ese sentido, las labores de articulación y, en parte, de agregación, ya no tendrían que ser necesariamente ejecutadas por los actores tradicionales. En otras palabras, adquiere plausibilidad la idea de que la determinación de cuáles son los intereses de la sociedad puede ser realizada en forma idónea por la propia sociedad. El tradicional imperativo de delegarla en un cuerpo intermedio que finalmente determine la manera de hacer esa agregación y los criterios, fundamentos y categorías morales, religiosas y culturales que deben seguirse en la formación de los intereses, va dejando de ser concebido como imprescindible.

Desde esta perspectiva, la esfera de poder que podemos atribuir a aquellos agentes políticos distintos del Estado está incorporando hoy a una nueva clase de actores. Así, los partidos políticos siguen teniendo un rol protagónico en varias de las funciones que detentan desde su nacimiento en el inicio del siglo XIX; pero, en otras “escenas”, están debiendo aprender a compartir el escenario y el guión. En lo sucesivo, se enfrentan al hecho de que la cuota de su poder está cada vez más compartida y dividida.

En este contexto, vuelve a tomar importancia, en su sentido más estricto, el debate que se produce al momento del nacimiento de los partidos políticos, en torno a la noción de “partir”, “escindir”, ser una “parte de”. Los nuevos actores podrían concebirse como una nueva “parte” de la sociedad política, que debido a sus propias características no aspira a ejercer el poder en forma permanente, ni exclusiva, ni a conformar organizaciones burocráticas, ni a representar a una sección importante de la ciudadanía. Se trata, en cambio, de la manifestación de diversas identidades colectivas con crecientes grados de autoexpresión, que reclaman el respeto y reconocimiento de sus propias visiones y conceptos de lo bueno y lo deseable dentro de la sociedad. Una consecuencia potencial de esto es la fragmentación del sistema, que habría que analizar como fenómeno.

Ciertamente, los partidos políticos siguen simbolizando las divisiones existentes en toda sociedad. Pero actualmente estas no son las únicas divisiones relevantes. Una serie de fenómenos propios de las sociedades postindustriales ha producido una multiplicación en los ejes de división de la sociedad en lo que se refiere a bienes e intereses colectivos.

A diferencia de momentos como el auge de los movimientos sociales en Europa a fines de los años 60, donde el discurso apuntaba a denunciar la excesiva presencia del Estado en una serie de dimensiones en las que la sociedad demandaba mayor autonomía, en la actualidad nos encontramos con una demanda por un Estado refortalecido frente al poder del mercado. A este Estado se le formulan, al mismo tiempo, demandas y exigencias por más y mejor democracia, que incluyen la reivindicación de la igualdad de derechos y también el reconocimiento de la diversidad cultural. En este complejo escenario, en no pocas ocasiones es la misma sociedad civil la que se encarga de canalizar las demandas, sin pasar necesariamente por los partidos políticos.

En esta discusión no podemos dejar de hacer una breve referencia al tema de las elites, que revisaremos con más detalle más adelante, para preguntarse si la aparición de nuevas identidades colectivas, especialmente aquellas que se manifiestan a través de diversos grupos de interés, pueden asociarse al concepto de nuevas elites.

Los autores clásicos no se refirieron a la dicotomía de la elite gobernante y la masa dirigida, comenzando a producirse controversia desde hace varias décadas, sobre la estructura de poder que caracteriza a las sociedades industriales modernas, con el fin de entender si nuestras sociedades están regidas por una elite dominante que controla los principales mecanismos de poder (económico, político e ideológico) o por una pluralidad de elites.

Las nuevas tendencias y estudios dejan en manifiesto la debilidad teórica del concepto clásico de elites para explicar el funcionamiento de nuestras sociedades capitalistas actuales, apuntando a la necesidad de recurrir al análisis de las clases y sus relaciones sociales. Hay cierto consenso en que se puede hablar de pluralidad de elites cuyo poder e influencia se vería en la práctica contrastado y compensado entre sí, alcanzando una especie de equilibrio. Así, se habla de “elite del poder” y de establishment; otros insisten en la existencia de “pluralismo político” y de “equilibrio de poderes”. Ello significa, como han apuntado diversos autores, que en la consideración de la sociedad y sus instituciones debe producirse un desplazamiento de la atención hacia las relaciones y las interconexiones de estas relaciones, que dan lugar a espacios denominados de “posición en la sociedad”. Desde esta perspectiva, existe una serie de posiciones que corresponden a la intersección de las relaciones.

La pregunta que cabe hacerse entonces, es si nuestros nuevos actores corresponden a la producción de nuevas elites que compiten con aquellas de raigambre tradicional (entre ellas los partidos políticos), o bien, no podríamos entender a los nuevos actores como elites propiamente tal.

En esta materia creemos necesario hacer una distinción entre los que podemos entender como elites dominantes vinculadas al poder, que incluyen a grupos de interés que han aparecido en las últimas décadas influyendo o compartiendo el poder político, provenientes principalmente del mundo empresarial y financiero y que han mantenido los intereses en favor de las clases más altas, y la aparición de una serie de identidades colectivas que no tienen como fuente de procedencia el sector empresarial ni el sector financiero, como tampoco pertenecen a clases sociales acomodadas, sino que son individuos o grupos que se vinculan en torno a la defensa de nuevas identidades o nuevos intereses que hasta han sido denegados o ignorados por los gobiernos y en general por la sociedad y, por tanto, están formulando demandas democráticas en forma directa sin recurrir a la representación electoral, a la cual consideran parte interesada del sistema que les ha denegado el reconocimiento y protección de sus intereses. Si bien estamos caracterizando a estos “nuevos” actores de una manera y con una procedencia distinta de la tradicional, igualmente son actores que compiten con las elites tradicionales en lo que se refiere a influir e incidir en el poder político y que, por tanto, ocupan posiciones que dan lugar a múltiples intersecciones de relaciones que han hecho variar la estructura de poder.

Por lo mismo tenemos que referirnos a nuevos actores que intentan asomarse a una estructura social más demandante, más activa y cada vez más alejada de los partidos políticos y que de alguna forma pasan a relacionarse con la pluralidad de elites que inciden en la transmisión de la demanda política.

Grupos de interés y grupos de presión

Entenderemos por grupos de interés aquellos que, sin tener por objetivo el control del poder político, persiguen influir las decisiones de carácter público, en cualquiera de los ámbitos que ello ocurra.

Siguiendo a Hayes (1986)113, se podría definir como grupo de interés a aquel que representa los intereses de individuos diferentes y que trata de movilizar miembros para influir en la política pública con el fin de conseguir estos intereses. Milbrath (1963)114 había señalado anteriormente que el elemento común a todos los grupos de interés es intentar influir en cualquier decisión gubernamental.

El concepto grupo de interés es de vieja data, estando ya presente en Tocqueville, según revisamos anteriormente, y también en referencias de los cuadernos del Federalista o de Ostrogorski. Sin embargo, la teorización sobre el concepto corresponde a un enfoque pluralista del sistema político desarrollado en el siglo XX por Arthur Bentley115 y posteriormente David Truman116, quienes aseveran que existen en la sociedad grupos con distintos valores e intereses que definen los conflictos y negociaciones entre ellos. Truman entendía que los grupos de interés constituyen la respuesta a las actividades que resultan de las decisiones públicas, planteando que, a medida que las sociedades se hacen más complejas, se van volviendo necesarias —y, en consecuencia, van apareciendo— más asociaciones de ciudadanos. Desde este punto de vista, la actividad política sería el resultado de la lucha entre los distintos grupos de interés, y serían los mismos grupos los que organizan políticamente a la sociedad cuando el orden existente es amenazado, de acuerdo con determinados intereses. El sistema político estaría compartido, así, por los partidos políticos y los grupos de interés.

Entre los grupos de interés se encuentran también los grupos de presión, que en la teoría se suelen confundir con los primeros. Entendemos por tales aquellos grupos de interés que no persiguen influir sino presionar en las decisiones de carácter público. De esta manera es bastante fácil confundirlos, considerando además que un grupo de interés puede en un período o frente a temas determinados ir más allá de la influencia, adoptando posturas de presión.

También se suelen usar de forma indistinta el término grupo de interés y la expresión lobby, empleada por Finer117 en 1955 para referirse al rol de intermediación que desarrollaban determinados agentes al poner en conocimiento de los legisladores los intereses de los grupos de presión.

Existen numerosas clasificaciones de grupos de interés, siendo una de las más conocidas la de Von Beyme118, quien diferencia cinco grupos principales: i) empresarios o inversionistas; ii) sindicatos; iii) grupos de profesionales; iv) grupos de promoción de intereses y grupos de interés público; y v) las asociaciones políticas. A todos los anteriores tenemos que entenderlos dentro del concepto de sociedad civil y en el ámbito de la estructura del poder político.

Para efectos de nuestro análisis, excluiremos al primer grupo —empresarios e inversionistas— puesto que como lo hemos indicado antes, hay debate en la teoría política sobre la pertinencia de incluirlo en el concepto de sociedad civil.

Desde la perspectiva del desarrollo teórico del tema, un momento especialmente importante corresponde al desarrollo de la visión corporatista en Europa en la década de los años 60 (que debemos distinguir del corporativismo). Esta mirada destaca la importancia del Estado de Bienestar en su rol de redistribución, entendiendo a los grupos de interés como una forma legítima de representación o de intermediación de intereses.

En este enfoque, los grupos de interés se incorporarían a la esfera pública a través de organizaciones nacionales especializadas, jerárquicas y monopólicas (Lijphart y Crepaz)119, a lo cual agregó Schmitter120 la idea de la concertación, esto es, la incorporación de grupos de interés en el proceso de formación e implementación de políticas. En esta visión corporatista, los grupos de interés son los articuladores del sistema político, junto con los partidos políticos. Tal como lo dijimos, durante la crisis del Estado de Bienestar en los años 70 se produce una disminución de la importancia de estos grupos.

En los últimos años, ha pasado a ser un supuesto dentro de la teoría política que las políticas públicas son el resultado de la colaboración entre el Estado y la sociedad civil. Esta visión ha sido desarrollada por la corriente del neoinstitucionalismo (March y Olsen)121, que pone el énfasis en las redes de políticas públicas, entendiendo que estas son el resultado de la interacción entre las instituciones públicas y los privados, y por tanto la actividad de los grupos de interés también afectaría las decisiones políticas. En este sentido, se afirma que las instituciones tienen influencia en la manera en que se relacionan los intereses de los distintos actores, y en sus dispares capacidades de injerencia en el resultado final. Las instituciones gubernamentales, en ese sentido, son actores políticos que definen y defienden intereses, además de escenarios de confrontación de fuerzas sociales.

Un concepto relevante para estos efectos es el de redes de políticas122, que se refiere a “un conjunto de relaciones relativamente estables entre actores públicos y privados que interactúan a través de una estructura no jerárquica e interdependiente, para alcanzar objetivos comunes respecto de la política”123. Chaqués entiende el estudio de tales redes, más que como una ruptura con los sistemas anteriores, “como la superación de ellos (pluralismo y neocorporativismo), enfatizando la fragmentación y especialización en el análisis de políticas públicas, así como la necesidad de llevar a cabo investigaciones en el ámbito sectorial para captar la diversidad de pautas de interacción entre el Estado y los grupos sociales, y su contingencia a lo largo del tiempo”124. Vale decir que las cuestiones relativas a quién y cómo se gobierna son un asunto práctico que debe enfrentarse a través de casos concretos. Desde este punto de vista, las políticas públicas se analizan poniendo el foco en la interacción entre el Estado y los grupos sociales.

Sin duda que es la corriente del pluralismo político la que más importancia le ha otorgado a los grupos de interés y grupos de presión, siendo Robert Dahl el autor más relevante, quien afirma que el poder político está repartido entre diversos grupos de la sociedad que representan diversos intereses y que las políticas públicas serían el resultado de los procesos de negociación de estos grupos. Es pertinente tener a la vista también la posición de Olsen125, quien supone que los individuos estarán interesados en participar en asociaciones cuando los beneficios superen los costos, dejando de lado la relevancia del desarrollo de las identidades que pueden significar estos grupos. Es decir, para esta clase de análisis la organización de los ciudadanos en grupos de interés claramente es de orden instrumental, más que identitaria.

La teoría política ha abordado el tema de la relación entre los partidos políticos y los grupos de interés, en el sentido de determinar los casos en que algunos sistemas partidistas tenderían a la formación de mayor cantidad de grupos de interés. El debate se ha centrado más fuertemente en los sistemas (anglosajones) de partidos pluripartidistas y bipartidistas, siendo estos últimos los que más fomentarían la aparición de los grupos de interés y los grupos de presión, puesto que en dicho escenario los partidos políticos serían reacios a identificarse con intereses demasiado específicos. Por tanto, serían los propios grupos de interés los que se encargarían de llevar adelante la promoción y defensa de los intereses más específicos.

Movimientos sociales

Habiendo delineado lo que entendemos por grupos de interés, otro componente de la sociedad civil que cabe analizar con detención son los denominados movimientos sociales (MS). Precisamente son estos los que más se destacan en la última década y sobre los cuales hay más notoriedad en lo que se refiere a la conmoción pública.

Actualmente presenciamos que hay mucho cuestionamiento sobre cuál es el rol que le cabe a estos movimientos, qué significan desde la perspectiva política y su relación con los partidos políticos. Incluso hoy se pregunta si estamos frente a una nueva oleada revolucionaria, a causa de los distintos movimientos en el mundo que claramente no se identifican con los partidos políticos, pero que inciden en el sistema político y formulan demandas de mayor democracia, lo cual comprende una serie de elementos difíciles de clasificar.

Un grupo de académicos ha sostenido que los “nuevos” MS son consecuencia principal de la aparición de un nuevo tipo de marginalidad social provocada por el modelo neoliberal, originándose así la protesta social. El análisis de estos movimientos lleva a concluir que no solo aparecen en relación con las demandas de grupos marginales, sino que también en países industrializados que no están en crisis económica y donde aun así diversos grupos se movilizan para incidir en temas de interés público, en un amplio rango. Por otro lado, estos “nuevos” MS no solo pueden entenderse desde la perspectiva de la protesta social, sino que también y en especial para nuestros fines, desde un enfoque vinculado con las identidades colectivas que han surgido y que se insertan en la arena política. Así, son grupos que se movilizan no solo en torno a un interés específico, sino que mantienen una conducta sostenida en el tiempo, dentro del marco de una demanda de mejor democracia, pero a la vez construyendo una nueva identidad colectiva.

Por tanto, parecen vincularse a nuevas dinámicas que se han producido dentro de la sociedad política que hacen que los ciudadanos se agrupen en actos colectivos demandando y presionando por una serie de temas, en una vía paralela a las autoridades e instituciones de raigambre electoral.

Mucho se ha escrito sobre los cambios que provocó el paso de la sociedad industrial a la denominada postindustrial, lo cual devino en cambios en la composición de las clases sociales y en la estructura política de las sociedades. El concepto de movimiento social que se había identificado desde fines del siglo XIX con el movimiento obrero y campesino, como consecuencia de la aparición en los años 60 de otros movimientos colectivos, se comienza a desvincular de los conceptos de lo social y de lo obrero. En este punto, la teoría comienza a distinguir entre los movimientos sociales tradicionales (obreros y campesinos) y los denominados “nuevos” movimientos sociales que agruparían a toda forma de acción colectiva que no tenga una base clasista; es decir, que no se vinculen a reivindicaciones económicas y sociales propias de la era del capitalismo. En todo caso, en el ámbito latinoamericano es difícil encontrar movimientos sociales que no tengan connotación clasista, aunque sea implícita, considerando las marcadas desigualdades y la dominación política de una elite por sobre las mayorías pobres. Respecto de los movimientos indígenas, que han venido a incidir fuertemente en el panorama político de la región, ciertamente existe un predominio de la etnia como eje articulador del discurso, en contraste con tendencias indigenistas previas que habían poseído una fuerte impronta de clase.

El concepto de conducta colectiva que se acuña a propósito de los movimientos sociales de los años 60 (principalmente en la teoría de Neil J. Smelser en su obra Teoría del comportamiento colectivo), partía del estudio de la “acción social” como categoría genérica de las conductas de los MS. Posteriormente, esta visión se ha modificado en el sentido de que los MS presentan conductas o comportamientos que no son atribuibles únicamente a la masa, sino que también a grupos con niveles de educación superior, lo cual facilitó que la sociología reconociera que los “actores sociales” son tan relevantes como las estructuras. A partir de fines de los años 60, los MS pueden asociarse principalmente en nuestras sociedades a grupos de clase media y a estudiantes de educación escolar y superior.

Fue precisamente la situación provocada por el movimiento estudiantil de 1968 la que llevó a revisar la teoría de la acción social en relación con procesos que no están regidos únicamente por la normatividad del sistema ni tampoco provocadas por las “descomposturas” de la conducta colectiva. Esta revisión desemboca en el reconocimiento de la importancia de los sujetos en la determinación de las conductas personales y colectivas. Es Touraine, específicamente, el que da un paso importante en 1965 al focalizar la acción en la capacidad creativa de los sujetos126.

Los movimientos sociales recientes en el mundo árabe formulan demandas relacionadas con los elementos básicos de un régimen democrático. En los países desarrollados europeos se demandan los denominados “derechos culturales o sociales” o “temas valóricos”, como se denominan en Chile, junto con la recuperación de una cierta dignidad de la política democrática (Movimiento de los indignados). Por último, están los movimientos sociales en Latinoamérica que principalmente demandan un crecimiento del Estado, una recuperación de un Estado de Bienestar o bien la lucha por una mayor justicia social, todo ello entremezclado con reivindicaciones que podríamos llamar “posmaterialistas”.

En general, los movimientos sociales que han aparecido en los últimos años tanto en Europa como en Latinoamérica (incluido Chile), no han tenido una conducción política clara ni han desarrollado hasta ahora un proyecto político definido que permita calificarlos de revolucionarios. Sin embargo, han sido tremendamente eficientes, llegando incluso, en otros contextos, a derrocar regímenes autoritarios.

Nos estamos enfrentando, entonces, a formas de organización que siendo parte de la sociedad civil tienen un rol relevante en cuanto al cuestionamiento del Estado liberal, o del Estado autoritario, o de un Estado que no reconoce la diversidad de identidades, ni fomenta una mayor igualdad social. Desde este rol, los MS compiten con los partidos políticos en la función de agregar intereses y, en algunos casos, incluso en su rol de articularlos, mediante la presión ejercida a través de la protesta o de acciones colectivas. Nos interesa comprender cuáles serían los elementos distintivos de los MS en ese rol que de alguna manera ha pasado a compartir con los partidos políticos, produciendo una especie de coexistencia y potencial confrontación entre estos actores del sistema.

El elemento que define a un movimiento social es la formación de redes de acción colectiva en un sector de la sociedad, articulándose en torno a una nueva identidad para expresar su interés, malestar o demanda. Por tanto, no se trata de actores que pretendan tener una presencia permanente en el sistema, ni participar directamente en el proceso electoral o en administrar por cuenta propia el poder político. Sus características determinan una existencia transitoria, de organización veloz e inesperada en torno a un interés determinado, por lo cual constituyen a la vez una nueva identidad colectiva. De esta manera, los MS gozan de características altamente adaptativas a los rasgos actuales de la sociedad civil a los que ya hemos hecho referencia.

Las hipótesis que intentan explicar la aparición de los movimientos sociales son variadas. Algunos sostienen que surgen debido a la debilidad que han demostrado los partidos en su rol de representar intereses y demandas de crecientes sectores sociales (Paramio, 1990127; Offe, 1988128, Flacks, 1994)129; como una manifestación de la crisis de credibilidad de los canales convencionales para “la participación en la vida pública en las democracias occidentales” (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994)130 o como formas alternativas de participación y decisión en los asuntos de interés colectivo (Melucci)131.

Cualquiera que sea el enfoque, todos ellos convergen en reconocerlos como “nuevos” actores que logran instalarse en el sistema político. Siguiendo la misma línea de análisis de la teoría política en relación con el concepto de sociedad civil, la mayoría de los estudios sobre los movimientos sociales se enfocan en la interacción de estos con el Estado y concretamente en su capacidad para alcanzar sus demandas o para lograr el éxito, según los términos de Gamson132.

Más allá de esta convergencia, sin embargo, el análisis difiere en una serie de otros aspectos.

Así, desde la perspectiva según la cual los movimientos sociales representan una identidad compartida, tienen como premisa fundamental la idea de que las relaciones sociales en su forma actual habrían dejado de proporcionar los puntos de referencia que permitan construir la identidad del individuo. Por tanto, según el planteamiento de Hirschman133, se produciría un aumento de la acción colectiva en respuesta a la falta de afección por la vida pública y privada. Es decir, los MS podrían interpretarse como parte de una búsqueda de nuevos valores, relaciones y en especial de sentido de comunidad, en el entendido que los partidos políticos no serían ya estructuras aptas para este tipo de fines, habiéndolo sido en el pasado.

Desde esta perspectiva entonces, el concepto de movimiento social expresa principalmente el proceso de formación de nuevas identidades colectivas como un modo de lograr la integración social de los individuos. Por tanto, no es la representación de intereses lo que definiría a un movimiento social sino que más bien la articulación y expresión de nuevas identidades sociales. Esta visión es sostenida por Melucci134, quien plantea que las personas demandan de forma colectiva el derecho a realizar su propia identidad, lo cual entiende como la posibilidad de disponer de su creatividad personal, su vida afectiva y su existencia biológica.

Melucci define a los movimientos sociales como “el comportamiento conflictivo que no acepta los roles sociales impuestos por las normas institucionalizadas, anula las reglas del sistema político y ataca la estructura de las relaciones de clase en una sociedad dada”.

Destaca tres características de los MS: i) una acción colectiva basada en la solidaridad; ii) una acción que conduce a un conflicto; y iii) que rompe con los límites del sistema. Posteriormente agrega otros elementos, como que el movimiento es un proceso en construcción colectiva en que los actores negocian continuamente su acción y, por otra parte, en tal construcción se crean nuevos códigos culturales y nuevas alternativas simbólicas que permiten definir la identidad del movimiento.

La formulación más radical sobre esta visión de los MS, como expresión de nuevas identidades colectivas, es sustentada por Laclau y Mouffe135, para quienes los movimientos sociales no representan conflictos como expresión de distintos objetivos e ideologías, sino que las mismas prácticas políticas de los movimientos sociales serían las que construyen los intereses que en definitiva pasan a representar. La práctica política, ha sustentado Mouffe, “no puede ser concebida como algo que simplemente representa los intereses de unas identidades previamente constituidas; al contrario, se tiene que entender como algo que constituye las propias identidades y que además lo hace en un terreno precario y siempre vulnerable”136.

Otra aproximación posible a los movimientos sociales es la perspectiva de las teorías de la movilización de recursos. En esta visión, el elemento que definiría a un movimiento social sería la acción de grupos que se movilizan para adquirir recursos137. Esta posición concibe a los movimientos como acciones de respuesta a ciertos agravios sufridos, que pueden entenderse como un menoscabo en un sentido amplio, ya sea de carácter económico, social o cultural. Si bien los agravios son universales, lo que caracterizaría a los movimientos sociales son los recursos que son capaces de movilizar. Con un fuerte influjo de las teorías de elección racional138, que revisaremos en el capítulo siguiente, la acción colectiva es entendida aquí desde la capacidad de los movimientos sociales para poner en movimiento sus capacidades en forma racional y planificada139.

Una tercera mirada se basa en las perspectivas de las estructuras tanto grupales como individuales, en la que los nuevos movimientos sociales serían la expresión de orientaciones compartidas. Desde esta perspectiva, los movimientos son concebidos como acciones que reflejan diversos desajustes y recomposiciones sociales y políticas140. Es decir, en esta visión se enfatizan las condiciones sociales y políticas que permiten a los movimientos sociales tener un impacto político medido en términos de éxito o fracaso. Las versiones más conocidas de esta línea son las de Tilly141 y Tarrow142.

El trabajo de Charles Tilly define los movimientos sociales como “la acción colectiva que reúne a la gente para actuar a favor de sus quejas, esperanzas e intereses compartidos”. Se trataría de una acción colectiva que confronta a oponentes para que estos realicen los intereses del grupo que se moviliza. Tilly también sugiere que los movimientos se desenvuelven en “series continuadas de interacción” con las autoridades. Posteriormente Sidney Tarow propuso el concepto de ciclos de movilización, señalando que los movimientos recurrían a los “repertorios de acción colectiva” (formas de lucha). Estos repertorios de movilización estarían condicionados histórica y culturalmente, por lo cual serían formas conocidas de acción. También introduce el concepto de oportunidad política, aludiendo a que los movimientos sociales tenderían a actuar en contextos políticos más o menos favorables, entendiendo por favorables, por ejemplo, cuando se forjan alianzas porque los opositores se encuentran divididos.

Esta clase de lecturas también ha tenido sus críticas. Touraine143, por ejemplo, las desestima ya que la categoría de “acción colectiva” es excesivamente amplia, pudiendo responder a iniciativas de muy diversa naturaleza. Para él, los MS se vinculan a las clases sociales y por tanto oponen a actores sociales entre sí, ya sea para controlar los recursos más relevantes de la sociedad, o para controlar el proceso histórico de transformación de la sociedad. En ambos casos, se trata de un conflicto entre grupos sociales que va más allá de una lucha de intereses y que pone en tela de juicio el sistema de poder. Para esta perspectiva, los movimientos sociales serían los nuevos actores históricos fundamentales del cambio social en sociedades poscapitalistas.

McAdam, McCarthy y Zald proponen una síntesis de los desarrollos teóricos sobre los MS, poniendo el acento en tres grupos de factores: i) la estructura de oportunidades políticas; ii) las formas de organización tanto formales como informales a disposición de los ciudadanos; y iii) los procesos colectivos de interpretación, atribución y construcción social que median entre la oportunidad y la acción. En síntesis, estiman que lo relevante es la interacción entre los movimientos sociales y la política institucionalizada, lo que puede estar referido a las características de las estructuras institucionales, su mayor o menor permeabilidad a las demandas sociales, el tipo de relaciones de poder, formales e informales, y los usos de la represión.

En este marco toma relevancia la relación entre la acción de los movimientos sociales y las organizaciones políticas tradicionales, tales como el Estado y en especial los partidos políticos, lo cual nos remite a nuestro argumento central. En efecto, si hemos estado refiriéndonos a lo largo del texto a la aparición de actores que inciden en el sistema político de una forma diferente a como lo hicieron antes, también hemos reconocido que ello no significa, hasta ahora, la sustitución de los partidos políticos, sino que más bien se trata de la entrada de otros actores en la misma arena. Formulado este diagnóstico, surge la pregunta de cómo interactúan en dicho espacio los actores tradicionales con los recién llegados: cuáles códigos, cuáles lenguajes, cuál es el repertorio para esa relación, y ello nos lleva a pensar en la forma en que se produce esa interacción. Si hasta ahora las instituciones tradicionales de nuestras democracias representativas, dentro de las cuales incluimos a los partidos políticos, no han tenido la capacidad de ser suficientemente permeables a las nuevas identidades ni a las demandas sociales ahora expresadas por los nuevos colectivos, cabe preguntarse por las herramientas que pueden desplegar para relacionarse con estos actores que hoy llegan hasta su mismo territorio.

En lo que respecta al potencial de conseguir determinados fines políticos, por otra parte, resulta esencial para los MS y eventualmente para los grupos de interés el factor de la “estructura de oportunidades políticas”, que favorecerá u obstaculizará su emergencia, en lo que se refiere al grado de acceso que el grupo tiene en el proceso de toma de decisiones públicas, la configuración de posibles aliados y oponentes entre la ciudadanía y el grado de unidad de la elite. Junto con determinar su aparición, estos elementos condicionarán el fracaso o éxito de un movimiento, según la capacidad que este tenga tanto para ser reconocido como tal como por la posibilidad de lograr satisfacer sus demandas.

Cobra relevancia así el espacio que los actores tradicionales con reconocimiento institucional están dispuestos a ceder a los nuevos actores, lo que se verá influido, entre muchos otros aspectos, por el grado de paz y estabilidad social que persigue un determinado gobierno.

Más allá de las divergencias entre los distintos enfoques, actualmente hay una tendencia mayoritaria a concebir los movimientos como actores políticos (Constain144; Foweraker145; Cardoso)146, tratando de balancear la perspectiva de la identidad con el análisis de los resultados políticos e institucionales que los movimientos sociales logran generar en el sistema político. Se plantea que si bien el paradigma de la identidad desempeña un papel importante en explicar las redes y comunidades que están en la base de los movimientos, la expansión que se ha producido en materia de demandas sociales y la presencia protagónica que tiene el Estado, dejan de manifiesto la importancia de las relaciones de los movimientos sociales con el resto de los actores políticos y tornan esenciales para el análisis las cuestiones de la organización, la estrategia y los recursos.

En particular, los estudios de casos se centran en detallar argumentos sobre la influencia política de los movimientos en lograr cambios en la legislación147. Aunque esta línea, ha sido acusada de una cierta tendencia a sobredimensionar la influencia política de los movimientos, analiza el contexto político y la forma cómo ha favorecido el surgimiento y desarrollo de los movimientos sociales, y también se refiere a los efectos que los movimientos sociales tienen en el sistema político, abarcando desde la idea más básica de la representación de intereses hasta la influencia en la agenda pública.

Entonces, los movimientos sociales habría que entenderlos desde varias perspectivas: desde el efecto que el contexto social y político tiene en el nacimiento de nuevas identidades; la oportunidad política en el surgimiento y desarrollo de los movimientos sociales; la capacidad de los mismos para representar y articular nuevas identidades y demandas en el sistema político; y la relación o conjunto de relaciones que se construyen con el Estado y con los partidos políticos.

Desde nuestra perspectiva, resulta bastante evidente que actualmente en nuestras sociedades contemporáneas conviven nuevas identidades colectivas que reclaman su reconocimiento y protección no solo por parte del resto de la sociedad, sino que también del Estado y que están lejos de sentirse representadas por un partido político. Son expresión de nuevas identidades colectivas en un contexto social y político donde se ha producido mayor conciencia sobre la inequidad social, generándose una insatisfacción acumulada con el sistema político tradicional, que se identifica mayoritariamente con los partidos políticos.

Estos aspectos ponen de manifiesto una importante diferencia con los grupos de interés o grupo de presión, caracterizados más bien por representar intereses y demandas (no identidades) y por tener como objetivo explícito la influencia en la toma de decisiones públicas. Pareciera que otro sello característico de los movimientos sociales versus los grupos de interés es la capacidad de los primeros de articular redes de amplio espectro que no suponen ni siquiera una estructura u organización precaria como sí ocurriría en el caso de los grupos de interés. En general, los MS no se adecuan a los modelos organizacionales convencionales, distanciándose de las nociones de jerarquía o autoridad. A pesar de lo anterior, hay varios casos en que las mismas acciones colectivas pueden ser catalogadas como grupos de interés y como movimientos sociales, dependiendo de la perspectiva.

De hecho, para algunos analistas los movimientos sociales tendrían una cultura propia que difiere de la que sustenta el sistema dominante, la cual intentarían cambiar o sustituir. No sería entonces la ideología la que determinaría las acciones del MS, sino que más bien la cultura social.

En términos de la cultura política de la que son portadores, los MS llevan a plantear la pregunta por las formas posibles para construir una verdadera democracia participativa. Para H. Arendt y otros autores, la asociación comunitaria es considerada como condición social indispensable para la aparición del poder148, pero en el entendido que esa comunidad desarrolle lo que se denomina capital social, aplicándose todo lo que diremos al respecto de esta teoría más adelante. Es decir, la capacidad del movimiento social para construir una red que capitalice los logros alcanzados, será relevante para estimar el impacto que tendrá en el sistema político en el mediano plazo.

Podría pensarse que lo que está en juego es lo que Pierre y Peters149 denominan “el Estado jerárquico”, significando el Estado liberal y los partidos políticos, o sea, el temor de fondo es que la masa destruya el sistema liberal imperante. Por tanto, el problema pasa a ser cómo reformar al Estado, los partidos políticos y el mercado para que se adapten a la creciente influencia de la sociedad civil, que sería consecuencia entre otros aspectos, de la persistencia y fortalecimiento de los MS en un contexto propicio.

Desde nuestro punto de vista, reformar el sistema en esta dirección descomprimiría la presión que se ha ido acumulando, restituyendo también una parte de legitimidad al sistema al darle este cabida a las identidades colectivas y nuevas estructuras conformadas en torno a estas.

Dicho de otra manera, la pregunta es cómo socializar el Estado y los partidos políticos, en el sentido de cómo, y a través de qué mecanismos, conseguir que ellos compartan el poder que detentan a base del principio de la representación con la sociedad civil que los rodea, y cómo esta a su vez, podría compartir con ellos parte del reconocimiento social y la legitimidad con los que hoy cuenta y que son esquivos a los partidos políticos. Se trataría de asumir desde la sociedad en su conjunto la expansión y diversificación que ha experimentado la sociedad civil, dando paso eventualmente a un nuevo orden social con valores de redes, desplazando al Estado, a los partidos políticos y al mercado, quienes en más de medio siglo no habrían sido exitosos en establecer un orden institucional socialmente equilibrado.

En este sentido habría que determinar si se trata de perfeccionar el modelo vigente o bien de cambiar el modelo en su totalidad, pregunta que al parecer es temprano para poder contestar.

Desde nuestra perspectiva, sí se trata de afirmar que los movimientos sociales son un factor importante en el desplazamiento o devaluación de los partidos políticos, que son las instituciones que tradicionalmente han aglutinado las demandas políticas.

Si tomamos la tesis de que los partidos políticos, en un contexto de globalización y postajuste estructural en el caso de la región (en especial los de izquierda), han fracasado en su promesa de cambio social en muchos países de la región, los movimientos sociales han comenzado paralelamente a rearticularse con una participación social amplia150.

Por último, es objeto de gran interés el análisis de las redes de relaciones existentes entre los integrantes de la pluralidad de actores que se conforman; es decir, el entramado de relaciones que pueden darse entre los partidos políticos y los diversos grupos de interés y movimientos sociales que progresivamente ingresan al sistema político, fenómeno que está en pleno proceso de desarrollo.

1 En este sentido, el fenómeno que se relaciona con los partidos políticos y que sí podemos encontrar en ese contexto, es el liderazgo político, que en el caso ateniense de aquellos siglos también era efectuado de manera directa. Así, en los textos disponibles, el ataque a los demagogos siempre está referido a la pregunta: ¿En interés de quién ejerce liderazgo el líder?

2 Finley. M.I. Democracy Ancient and Modern, Edición Revisada, Rutgers University Press, USA, 1985, p. 44.

3 Ibíd., p. 45.

4 Aristóteles, La Política, Editorial Gredos, Madrid, 1988.

5 Aristóteles, La Constitución de los Atenienses, Editorial Gredos, Madrid, 1988.

6 Básicamente se trataría de los partidarios del partido papal y a los defensores de la causa imperial del Imperio Sacro Romano. Ciudades bajo el control del Imperio perseguían la autonomía y buscaban la alianza con el Papa (Milán); mientras que las ciudades bajo la influencia del papado buscaban la ayuda del Imperio. Al interior de las ciudades esto significaba también la lucha entre dos facciones por el control de las mismas.

7 El argumento es central en la Historia de Polibio, en Cicerón y en los humanistas del siglo XV florentino.

8 Maquiavelo, N. Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza, Madrid, 2012.

9 Ibíd., p. 397.

10 Estamos partiendo del supuesto de que los partidos políticos en el mundo griego y romano no eran propiamente partidos políticos.

11 Sartori, G., Partidos y sistemas de partidos. Marco para un análisis, Alianza Editorial, Madrid 2005, p. 61 y ss.

12 Ibíd., p. 61.

13 Sartori, G. Partidos y sistemas de partidos. Marco para un análisis, Vol. I p. 35, Alianza, Madrid, 1980.

14 Sartori, Partidos y sistemas de partidos, p. 27, Alianza Editorial, Madrid, 2005.

15 Encyclopédie, Volumen XIII, p 765, Edición de Ginebra, 1778.

16 En inglés “party” puede traducirse también como “parte” y de ahí derivaría en “partido”.

17 Weber, M. El político y el científico, Colofón, México, p. 38.

18 Ostrogorski, M. La democracia y los partidos políticos, Ed. Mínima Trotta, Madrid, 2008.

19 Duverger M.: Los partidos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, pág. 19. 34

20 Bolingbroke E., A Dissertation upon Parties, en Political Writings, Cambridge University Press, UK, 1997.

21 Usa la palabra división.

22 Ibíd., p. 37.

23 Ibíd., p. 36 y ss.

24 Ibíd., p 44.

25 Bolingbroke E. The Idea of a Patriot King, en Political Writings, Cambridge University Press, UK, 1997. p 233.

26 Ibíd., p. 258.

27 Ibíd., p. 257.

28 Ibíd., p. 258.

29 Ibíd., p. 271.

30 Ibíd., p 33.

31 Hume, D. De la obediencia pasiva en Ensayos Políticos, Ed. Tecnos, 1987, Madrid, p. 116.

32 Hume D., De los partidos en general, en Ensayos Políticos, Ed. Tecnos, Madrid, 1987, p. 44.

33 Ibíd., p. 52.

34 Ibíd., p. 52.

35 Ibíd., p. 57.

36 Ibíd., p. 97.

37 Ibíd., p. 144.

38 Ibíd., p. 145.

39 Ibíd., p. 145.

40 Ibíd., p. 38.

41 Ibíd., p. 41.

42 Llamada por los mismos protagonistas del proceso de independencia como “república”, con el objeto de distinguirla de la “democracia”, la que se asociaba con la democracia directa de los antiguos y por ende con los peligros que representaban las facciones.

43 Tocqueville, A. La democracia en América, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1994.

44 Furet, Introducción a Tocqueville, 1981, p. 31.

45 Ibíd., p. 67.

46 Ibíd., p. 67.

47 Ibíd., p. 55.

48 Ibíd., p. 255.

49 The Federalist Papers, Signet Classics, USA, 2003, Cuaderno N° 1.

50 The Anti-Federalist Papers and the Constitutional Convention Debates, Signet Classics, USA, 2003.

51 Ibíd., p. 29.

52 Ibíd., Cuaderno N° 9, p. 66.

53 Ibíd., Cuaderno N° 10, p. 71.

54 Ibíd., p. 72.

55 Ibíd., p. 72.

56 Ibíd., p. 73.

57 Ibíd., p. 76 y ss.

58 Cuaderno N° 10, p. 79.

59 Morgan, E. La invención del pueblo, Ed. Siglo XXI Editores Argentina, 2006, p. 235.

60 Weber, M. Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2004, p. 228.

61 En su análisis pone de relieve que en las sociedades modernas hay diversos criterios de jerarquización de los grupos sociales. Entre los diversos modos de pertenencia a un grupo, el “grupo de estatus” posee una especial relevancia: es ahí donde se adquieren y se comparten los valores, las normas de comportamiento y las prácticas significativas que los definen. Sostiene que la elección de valores de los individuos es social, elaborada en instituciones que de por sí son jerárquicas.

62 Weber, M El político y el científico, Ed. Colofón, México 2012.

63 Weber, M. Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2004 p. 1081.

64 Weber M., op. cit., p. 229.

65 La Palombara J. y Weiner M., Political Parties and Political Development, Princeton University Press, 1966.

66 Son las tres teorías designadas como la teoría institucional, las teorías de crisis y la teoría de la modernización.

67 Hay diversas formas de clasificar las denominadas funciones de los partidos políticos, siendo la más usual y amplia esta distinción entre funciones sociales y funciones institucionales.

68 Esta función de representar intereses también es entendida en parte por otros autores como la transmisión de la “demanda política” de la sociedad.

69 En Alemania en 1875, en Italia en 1892, en Inglaterra en 1900 y en Francia en 1905.

70 Duverger, M., op. cit. 70

71 Kirchheimer, O., The Transformation of the Western European Party System, en La Palombara, Joseph y Myron Weiner (eds.), Political Parties and Political Development, Princeton, University Press, 1966.

72 Epstein, L., Political Parties in Western Democracies, Nueva York, Praeger, 1967.

73 El partido catch-all es denominado indistintamente como conservative catch-all party; democratic catch-all party; catch-all people party o catch-all mass party, respondiendo a la misma raíz de tipología pero con diferencias en las propuestas programáticas para una elección determinada.

74 Katz, R. y Mair P., Changing Models of Party Organization and Party Democracy. The Emergence of the Cartel Party, Party Politics, Reino Unido, 1995.

75 Schumpeter, J., Capitalismo, Socialismo y Democracia, Aguilar, México D.F., 1952.

76 Esta idea se desarrollará con más extensión más adelante.

77 Ostrogorski. M, La Democracia y los Partidos Políticos, Ed. Trotta, Madrid, 2008.

78 Duverger, M. Los Partidos Políticos, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1996.

79 Sarrtori, op. cit., p. 48.

80 Ostrogorski. M, op. cit., p. 25.

81 Ibíd., p. 28.

82 Hacia finales del siglo XX los intelectuales más relevantes en Inglaterra que hablaban de socialismo eran los fabianos y la Sociedad Fabiana creada en 1884, lo cual dio origen a un partido socialista, con valores igualitaristas y humanistas, buscando la dignidad humana y la libertad.

83 Lipset Seymour y Rokkan Stein (ed) Party Systems and Voter Alignments, Nueva York, Free Press 1967, pp. 1-64.

84 La Palombara Joseph y Weiner Myron (eds.) Political Parties and Political Development, Princeton University Press, 1966, pp. 19-30.

85 Un análisis exigente sobre la génesis de los partidos debería contemplar la medida en que cada caso particular responde a distintos factores, sean estos institucionales, históricos o estructurales; pero una ponderación global de esta clase aún no se ha logrado.

86 Lijphart, A. Modelos de democracia, Barcelona, Ariel, 2000.

87 Manin, B. The Principles of Representative Government, Cambridge University Press, USA, 1997.

88 En el 2013, se registra una red de 60 partidos pirata en el mundo. Se destacan en la representación en los parlamentos nacionales en Alemania con el 2,1% de los votos, República Checa con el 9.1%, Suecia con 7,13%, Islandia 5,1%, Ucrania 9,0%.

89 Dalton, R., Citizen Politics. Public opinion and political parties in advanced democracies. Chatham: Chatham House. 1996, p. 345.

90 Van Der Waal, J. et al. Class Is Not Dead — It Has Been Buried Alive: Class Voting and Cultural Voting in Postwar Western Societies (1956-1990). World Political Science Review: 2007. Vol. 3. (4), p. 417.

91 Kriesi, H. et al. West European Politics in the Age of Globalization$42.00, Cambridge University Press, 2008.

92 Inglehart, R. Modernization and Postmodernization: cultural, economic and political change in 43 societies, Princeton University Press, USA, 1997.

93 Oesch, D., The changing shape of class voting. European Societies, 2008. Vol. 10 (3), p. 33.

94 Sería el caso de Argentina donde la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación —la Alianza— incluye un partido antiguo, la UCR, y un partido reciente, como el Frepaso.

95 Schumpeter, J., Capitalismo, socialismo y democracia, Aguilar, México D.F., 1952.

96 Michels, R. Los partidos politicos, Buenos Aires, Amorrortu, 1969.

97 Webb P., Farrell D. and Holiday I., Ed. Political Parties in Advanced Industrial Democracies, Oxford University Press, USA 2008, p. 447.

98 Ibíd., p. 447.

99 Ibíd., p. 448.

100 Locke, J., Ensayo sobre el Gobierno Civil, Fondo de Cultura Económica, México, p. 55.

101 Ibíd., p. 53.

102 Ibíd., p. 141.

103 Cohen J. y Arato A. Sociedad civil y teoría política, Fondo de Cultura Económica, México D.F. 2000, p. 90.

104 Tester, Keith, Civil Society, Routledge, Londres, 1992, p. 139. 94

105 Así lo sugieren, entre otros, Habermas, para quien el mundo de la vida, con su lógica solidaria y horizontal, debe ser capaz de oponerse a la lógica más bien instrumental y mercantilizadora que proviene del Estado y el mercado, por la vía del fortalecimiento de las redes colectivas de los espacios cotidianos de la vida.

106 Mouffe, Ch. El retorno de lo político, Paidós Ibérica, Barcelona, 1999.

107 Mouffe, Ch., La paradoja democrática, Gedisa, Barcelona, 2003, p. 113.

108 O’Donnell y Schmitter Phillippe, Transiciones desde un gobierno autoritario, Paidós, Buenos Aires, 1988, p. 79.

109 Cohen y Arato, op. cit., p. 18. 98

110 Resulta ilustrativa en este sentido la idea formulada por Schumpeter al definir democracia como “un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para alcanzar decisiones políticas —legislativas y administrativas— y es por lo tanto incapaz de ser un fin en sí mismo”, Schumpeter J. Capitalismo, socialismo y democracia. México D.F.: Aguilar, 1952, p. 242.

111 El modelo schumpeteriano fue posteriormente desarrollado por varios teóricos, entre ellos Anthony Downs en Teoría económica de la democracia.

112 Rawls, J. Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2000.

113 Hayes, M. T. The New Group Universe, en Allan J. Cigler y Burdetta Loomis (eds.), Interest Group Politics, Congressional Quarterly Inc. (2.ª ed.), 1986.

114 Mibrath, L. The Washington Lobbyists, Rand McNally and Company, Chicago, 1963.

115 Bentley, A. The Process of Government, University of Chicago Press, Chicago, 1908.

116 Truman D. The Governmental Process. Political Interests and Public Opinion. Knopf, Nueva York, 1951.

117 Finer S. E. El imperio anónimo, Tecnos, Madrid, 1966.

118 Von Beyme, K. Los grupos de presión en la democracia. Editorial Belgrano, Buenos Aires, 1986.

119 Lijphart, A. y Crepaz, M. Corporatism and Consensus Democracy in Eighteen Countries: Conceptual and Empirical Linkages, en British Journal of Political Science, núm. 21, pp. 235-246, 1991.

120 Schmitter, Ph. Still the Century of Corporatism?, en Review of Politics, núm. 36, pp. 85-131, 1974.

121 March, J. G., y Olsen, J. P. The New Institutionalism: Organizational Factors in Political Life, en The American Political Science Review, vol. 78, 3, septiembre, pp. 734-749, 1984.

122 En inglés “policy network”.

123 Chaqués, L. Redes de política públicas, p. 36, www.fundacionhenrydunant.org.

124 Ibíd., p. 39.

125 Olsen J, P. La lógica de la acción colectiva. Bienes públicos y la teoría de grupos. Limusa, México D.F., 1992.

126 Touraine, A. Sociología de la acción, Barcelona, 1969, Ariel.

127 Paramio, L. Democracia y movimientos sociales en América Latina, en América Latina Hoy, núm. 1, julio 1990.

128 Offe, K. Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1988.

129 Flacks, R. The Party is over: ¿Qué hacer ante la crisis de los partidos políticos?, en Enrique Laraña y Joseph Gusfield (eds.), Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad, CIS, Madrid, 1994, pp. 443-465.

130 Johnston, H.; Laraña, E., y Gusfield, J. Identidades, ideologías y vida cotidiana en los nuevos movimientos sociales, en Enrique Laraña y Joseph Gusfield (eds.), Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad, CIS, Madrid, 1994, pp. 3-42, p. 9.

131 Melucci, A. The new social movements: a theoretical approach, en Social Science. Information sur les sciences sociales, vol. 19, núm. 2, International Social Science Council, Sage Publications, 1980. —The Symbolic Challenge of Contemporary Movements, en Social Research, vol. 52, núm. 4, invierno, 1985, pp. 789-815.

132 Gamson, W. The strategy of social protest, Wadsworth Publ., Belmont (California), 2.ª ed., 1990.

133 Hirschman, A. Shifting Involvements: Private Interests and Public Action, Princeton University Press, Princeton, 1982.

134 Melucci, op. cit.

135 Laclau, E. y Mouffe, Ch. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1987.

136 Mouffe Ch. “La paradoja democrática”, Ed. Gedisa, Barcelona, Espala, 2003, p. 113.

137 Klandermans y Tarrow señalan que “resource mobilization theory has been criticized for focusing too much on organizational, politics and resources while neglecting the structural precondition of movements —that is, for focusing too much on the “how” of social movements and not enough on the “why” (…). The new social movements approach has stimulated the opposite criticisms. Some contend that it focuses in a reductionist way on the structural origins of strain and does not pay enough attention to the “how” of mobilization”.

138 Olson, M. The logic of collective action, Harvard University Press, Cambridge, 1965.

139 Ferree, M. El contexto político de la racionalidad: las teorías de la elección racional y la movilización de recursos, en Enrique Laraña y Joseph Gusfield (eds.), Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad, CIS, Madrid, pp. 151-182, 1994.

140 McAdam, Doug; McCarthy, John D., y Zald, Mayer N. Movimientos sociales; perspectivas comparadas, España Itsmo, 1999, pp. 695-738.

141 Tilly, Charles From mobilization to revolution, The University of Michigan Press, Ann Arbor, 1978. —. “Models and Realities or Popular Collective Action”, en Social Research, vol. 52, núm. 4, invierno, International Quarterly of the Social Science, Nueva York, 1985, pp. 717-748.

142 Tarrow, S. Struggle, Politics and Reform: Collective Action, Social Movements and Cycles of Protest, Cornell University Press, Cornell, 1989. —. Power in Movement. Social Movements, Collective Action and Politics, Cambridge University Press, 251 partidos políticos, 1994. —. States and opportunities: The political structuring of social movements, en Doug McAdam, John McCarthy y Mayer N. Zald (eds.), Comparative Perspectives on Social Movements, Cambridge University Press, Cambridge, pp. 41-61, 1996.

143 Touraine, A. An Introduction to the Study of Social Movements, en Social Research, vol. 52, núm. 4, invierno, International Quarterly of the Social Science, Nueva York, pp. 749-788, 1985.

144 Constain, A. Representing woman: the transition from social movements to interest group, en Western Political Quarterly, núm. 34, 1981.

145 Foweraker, J. Theorizing Social Movements, Pluto Press, Londres, 1995.

146 Cardoso, R. La trayectoria de los movimientos sociales en Brasil, en Síntesis, núm. 23, 1995.

147 Así se puede constatar a propósito de las políticas públicas que se han aprobado en Chile y que han tenido un claro origen en movimientos sociales o grupos de interés de la sociedad civil y no en el Gobierno ni en los partidos políticos. Ver Capítulo V.

148 Arendt. H. La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2004.

149 Pierre J. & Peters G. Governance, Politics and the State, London, Mac Millan Press, 2000.

150 En el caso chileno han logrado posicionar tres temas relevantes: el tema de la desigualdad reproducido por el sistema económico y por el sistema educacional; el tema medioambiental en relación con el centralismo del Estado y el abandono de las comunidades locales; y el reconocimiento de la diversidad de las minorías sexuales y los temas de género.