Capítulo 2

 

Señora Bancroft? —dijo una suave voz femenina al tiempo que sonaba la campana de la puerta de la casita de campo indicando que había visita—. Soy yo, Ellie Flynn.

—Buenas tardes, Ellie. —Julia salió de la cocina y se fue a la sala de reconocimiento tras coger en brazos al bebé de la joven—. ¿Qué tal se encuentra hoy el señorito Alfred?

—Mucho mejor, señora Bancroft. —La mujer sonrió con cariño a su hijo pelirrojo, que estaba alargando el brazo hacia el gato de Julia—. Ese té de marrubio y miel que me dio le alivió rápidamente la tos.

—Es el remedio para la tos de la duquesa de Ashton. —Julia examinó al pequeño. Éste le devolvió una sonrisa—. El nombre por sí solo ya es la mitad de la cura.

El té era una receta que había aprendido de su amiga Mariah, que por aquel entonces no era duquesa. Mariah había sido criada por una abuela que era curandera de pueblo igual que Julia, pero más entendida en hierbas. Julia había aprendido unos cuantos remedios sencillos de la comadrona que la había formado, pero Mariah conocía muchos más y sus fórmulas habían sido un buen complemento al repertorio de tratamientos de Julia.

Devolvió al pequeño a su madre.

—Está como una rosa. Lo estás criando maravillosamente, Ellie.

—No habría podido hacerlo sin su ayuda. Cuando nació, ¡a duras penas sabía dónde estaba la cabeza y dónde los pies! —Ellie, pelirroja también y que no tenía más de 19 años, le ofreció tímidamente una bolsa de tela gastada—. No sé si los querrá, pero le he traído unos cuantos huevos, frescos y ricos.

—¡Estupendo! Me apetecía un huevo con el té. —Julia aceptó la bolsa y se desplazó hasta la cocina de su casita de campo para sacar los huevos de su colchón de paja y poder así devolver la bolsa. Jamás le daba la espalda a una madre o niño necesitado, de modo que aunque muchos de sus pacientes no podían permitirse pagar en efectivo, Julia y el resto de la casa comían bien.

Después de que la señora Flynn y su pequeño se marcharan, Julia se sentó frente a su escritorio y tomó notas sobre los pacientes que había visto ese día. Bigotes, su gato atigrado, dormitaba junto a ella. Terminadas sus notas, Julia se reclinó y acarició al gato mientras contemplaba su reino.

Rose Cottage tenía dos recibidores en la parte delantera de la casa. Éste lo utilizaba como consulta para tratar a los pacientes y almacenar los remedios. La otra habitación delantera era su cuarto de estar. La cocina, la despensa y una habitación se encontraban en la parte posterior de la casa. Subiendo la estrecha escalera estaba la segunda habitación de techo inclinado, pero amplia.

Detrás de la casita había un establo para su manso poni y un jardín que daba hierbas y hortalizas. Las flores de la parte frontal de la casa estaban allí simplemente porque Julia creía que todo el mundo necesitaba flores.

Julia no había sido criada para vivir en Rose Cottage, pero esa otra vida había resultado ser nefasta. Ésta era mucho mejor. Tenía su propio hogar, amigos, y le ofrecía un servicio fundamental a esta comunidad dejada de la mano de Dios. Sin médicos cerca, ella se había convertido en algo más que una comadrona. Arreglaba dislocaciones y curaba heridas y enfermedades menores. Algunos aseguraban que era mejor que los doctores de Carlisle. Sin duda, era más barata.

Aunque su viaje a Londres varios meses atrás como carabina de Mariah la había dejado inquieta, por lo general en Hartley estaba satisfecha. Jamás tendría hijos propios, pero había muchos niños en su vida y además contaba con el respeto de la comunidad. Le enorgullecía el hecho de haberse creado esta vida con el sudor de su frente.

La puerta principal se abrió y entró apresuradamente una joven con un bebé y una bolsa de tela al hombro. Julia sonrió a los otros dos miembros de la casa.

—Has vuelto pronto, Jenny. ¿Cómo están la señora Wolf y Annie?

Jenny Watson sonrió contenta.

—Sanos y felices. Como asistí yo misma a la señora Wolf en el parto, cada vez que veo a Annie me siento tan orgullosa como si los bebés fueran un invento mío.

Julia se rió.

—Conozco esa sensación. Es una delicia ayudar a que un bebé venga al mundo.

Jenny metió la mano en su bolsa.

—El señor Wolf me ha pedido que le traiga un buen pedazo de panceta.

—Eso será un buen acompañamiento para los huevos de Ellie Flynn.

—Prepararé nuestro té, pues. —Jenny se dirigió a la cocina y dejó a su hija en una cuna junto al hogar. Molly, de 14 meses, dio un bostezo gigante y se aovilló para dormir una siesta.

Julia observó a la niña con cariño. Jenny no era la primera chica embarazada y desesperada que había llamado a la puerta de Julia, pero sí la única que se había convertido en parte de la familia. Jenny se había casado con un hombre en contra de los deseos de su familia. Cuando éste la abandonó, su familia le dio la espalda diciéndole que a lo hecho, pecho.

Al borde de la inanición, Jenny se había ofrecido a trabajar sirviendo a Julia sin cobrar, sólo a cambio de comida y un techo sobre su cabeza. La chica resultó ser lista y trabajadora, y tras el nacimiento de Molly, Julia la ascendió a aprendiz. Iba camino de convertirse en una excelente comadrona, y su hija y ella eran ahora su familia.

Jenny acababa de exclamar: «¡El té esta listo!», cuando alguien empuñó la cadena del badajo de la campana que colgaba en la puerta principal y ésta tintineó.

Julia hizo una mueca de contrariedad.

—¡Ojalá tuviera un chelín por cada vez que me han interrumpido cuando estoy comiendo!

Se levantó... y luego se quedó paralizada al ver a los tres hombres que entraron en su casa. Dos eran desconocidos, pero el corpulento cabecilla con una cicatriz en la cara le resultaba familiar. Joseph Crockett, el mayor granuja que jamás había conocido, la había localizado.

—¡Vaya, vaya, vaya! Con que lady Julia está realmente viva —dijo amenazadoramente mientras extraía un cuchillo reluciente de una vaina que llevaba bajo el abrigo—. Eso tiene arreglo.

Bigotes siseó y salió disparado hacia la cocina mientras Julia, aturdida por el pánico, retrocedía.

Tras haber pasado años tranquilamente escondida, era una mujer muerta.

 

 

La guapa criada que abrió la puerta de la mansión Hartley hizo una reverencia al reconocer al visitante.

—Lo lamento, comandante Randall, pero los Townsend no están en casa. Una sobrina de la señora Townsend se casa en el sur y han decidido asistir al enlace.

Durante la agradable quincena que había pasado con su amigo Kirkland en Escocia, Randall estuvo acariciando la idea de visitar a la familia de Mariah, pero no se decidió hasta llegar a la carretera que seguía la costa de Cumberland en dirección oeste hasta Hartley. Los Townsend le caían bien y no había nada de malo en hacerles una visita, aun cuando no estuviese interesado en hacerle la corte a Sarah. Y si por casualidad veía a Julia Bancroft... tal vez eso lo curara de su desafortunada atracción.

Pero los impulsos no siempre daban resultado. Le dio una tarjeta de visita a la criada.

—Por favor, dígales que he pasado por aquí.

Al ver la tarjeta la chica frunció el ceño.

—Se hace tarde, caballero. El señor y la señora Townsend se disgustarán mucho conmigo si no pasa usted aquí la noche como invitado de la casa.

Randall titubeó tan sólo un instante. Abajo en la aldea había una pequeña posada en condiciones, pero el día había sido largo, le dolía la pierna y viajaba solo, ya que Gordon, su criado y anteriormente ordenanza, había ido a ver a su propia familia. Randall y sus caballos merecían un descanso.

—¿La señora Beckett sigue siendo el ama de la cocina?

La criada sonrió con picardía.

—Sí, señor, en efecto, y estará encantada de tener un hombre hambriento al que alimentar.

—En ese caso acepto su amable invitación con sumo agradecimiento. —Bajó los escalones para llevar su carruaje ligero de equipaje y sus caballos hasta los establos. Si bien no vería a Sarah Townsend, los buenos modales sin duda dictaban que por la mañana le hiciera una visita a la señora Bancroft antes de reanudar su viaje hacia el sur.

¡Qué útiles eran los modales!

 

 

Joseph Crockett se acercó a Julia y le puso la punta del cuchillo en el cuello. Mientras ella permanecía rígida, preguntándose si moriría en ese mismo momento, él gruñó:

—Su señoría se va a venir de viaje con nosotros. Ya sabe quién estará al final del mismo. —Ejerció la suficiente presión en el cuchillo para atravesarle la piel. Mientras una gota de sangre rodaba por la garganta de Julia, añadió—: Procure comportarse o le rebanaré el cuello. Nadie me culpará de matar a una asesina.

Desde la puerta de la cocina se oyó un grito de horror cuando apareció Jenny, atraída por las voces. Crockett blasfemó y se volvió hacia ella con el cuchillo en alto.

—¡No! —Julia le agarró de la muñeca—. Por el amor de Dios, ¡no le haga daño! Jenny es inofensiva.

—Puede que dé la voz de alarma después de llevármela a usted —refunfuñó él.

Molly apareció tambaleándose, su cara redonda fruncida por la preocupación mientras se asía a la falda de su madre. Jenny cogió a la criatura en brazos y regresó a la cocina con la mirada llena de terror.

—¡Cogedla! —ordenó Crockett.

El más joven de los otros dos hombres fue tras Jenny y la cogió del brazo para que no pudiera alejarse más.

—Matar a una madre y su bebé sin duda armaría un revuelo —dijo el hombre—. Puedo atar a la chica de modo que no pueda escaparse hasta mañana. Estaremos muy lejos antes de que alguien note nada raro.

Tras una pausa angustiosamente larga, Crockett dijo de mala gana:

—Muy bien, ata a la jovencita. Nos iremos en cuanto hayas acabado.

Sin la voz del todo firme, Julia dijo:

—Dado que no voy a volver, me gustaría escribir una nota diciendo que le dejo a Jenny la casa y su contenido.

—Siempre ha sido usted una dama generosa —comentó él—. Dese prisa.

Después de garabatear las dos frases que constituían su última voluntad y testamento, Crockett ojeó el papel para ver si Julia había puesto cualquier cosa sobre su suerte. Satisfecho, lo dejó sobre la mesa.

—Coja el chal. Tenemos un largo viaje por delante.

Julia hizo lo que él le ordenó, y cogió su chal cálido y raído y su sombrero. ¿Debería llevarse alguna otra cosa?

Las mujeres muertas no necesitaban nada. Haciendo caso omiso de Crockett, se acercó a la silla Windsor a la que Jenny estaba atada y le dio un abrazo a la chica.

—Te dejo la casa y todo lo demás. —Se agachó y besó a Molly, quien se ocultó detrás de la falda de su madre—. Eres una buena comadrona, Jenny. No te preocupes por mí. He tenido más años buenos de lo que me había imaginado que tendría.

—¿De qué va todo esto? —susurró su amiga, con lágrimas en las mejillas.

—Hay que hacer justicia —soltó Crockett.

—Cuanto menos sepas mejor. Adiós, querida. —Julia se arrebujó en su chal y se dirigió hacia la puerta.

Crockett extrajo unas cadenas enrolladas.

—Es para asegurarme de que su señoría no puede escaparse. —Le cerró una manilla en la muñeca izquierda y tiró de ella hacia sí como si fuera un animal sujeto con correa.

Las cadenas estuvieron a punto de descoyuntar a Julia. Se caería de rodillas y suplicaría por su vida si creyera que serviría de algo. Pero Crockett se reiría de su debilidad. Como la muerte era inevitable, la afrontaría con la cabeza bien alta y la dignidad intacta.

Era lo único que le quedaba.

Julia salió al exterior andando, las cadenas emitían un sonido metálico; allí la esperaba un sencillo carruaje cerrado con un cochero en el pescante. Eran cuatro villanos para una comadrona más menuda de lo normal. No tenía escapatoria.

Crockett abrió la puerta y le indicó que se pusiera en el asiento más alejado de la puerta. A continuación se sentó junto a ella, sujetando firmemente la cadena. Cuando Crockett y sus acólitos se sentaron, el carruaje se puso en marcha.

Julia miró aturdida por la ventanilla mientras recorrían Hartley. Cuando la aldea quedó a sus espaldas, cerró los ojos y reprimió las lágrimas. Había sido feliz aquí, en los confines del mundo.

Aunque estos no habían estado lo bastante lejos.