SONRIENDO A LOS ESTANDARTES

Era un año extraño, de cosas extrañas, pero de gente normal. Normales porque seguían el curso de los acontecimientos y escaramuzaban, igual que peces que aletean dentro de una marejada. 1971... ¡Cómo olvidarlo! Mis 17 años, en aquella turbulencia.

La ciudad de Talca no escapaba un ápice a los decires y sucesos que conmovían al país. En el campo, en las calles, al sur o al norte, la nación entera formaba parte de un mismo proceso. No había quien no comentara o que si escuchaba simplemente, no lo hiciera evidenciando una negación o un asentimiento.

La Escuela Industrial, sus alumnos, los de mi curso, distábamos bastante de ser la excepción. Tampoco los profesores o los apoderados. El bullicio de abejas resonaba por doquier, como una enorme colmena a punto de explotar. Yo, sin embargo, pretendía comprender y para eso era necesario mantenerse lo más imparcial posible. Pero aquello constituía tan solo un propósito; uno de tantos que la gente de mi época decía tener. Los propósitos, cualesquiera que fueran, también arrastraban una especie de determinación. Algo así como estar en uno o en otro lado de la calle... A la izquierda o a la derecha.

Asistíamos a clases y de pronto estas se convertían en un debate exasperante donde con frecuencia los propios maestros hacían de cabeza o cuando menos de moderadores. ¡Y nos encantaba! Francamente, toda materia de estudio guardaba una relación estrecha con la actualidad y esa actualidad era la que nos animaba.

Algunos alumnos, como René Urzúa, por ejemplo, equivalían a verdaderos exaltados; o como Iván Ríos, el presidente de la federación estudiantil, un decidido luchador. En el fondo todos por una u otra razón nos sentíamos en nuestro fuero interno “partidarios”. Los líderes únicamente cumplían con la misión más o menos disimulada en cada caso, de afiliarnos en el rincón de nuestras preferencias y allí adoctrinarnos igual que a boxeadores, para una riña de quien sabe cuántos rounds.

Daba gusto y otras veces rabia ver ganar o perder a nuestros predilectos dentro de una asamblea del Centro de Estudiantes o en cualquier encuentro callejero. Pero lo más agradable, sin lugar a dudas, lo encerraba el hecho de darnos cuenta de lo muy a caballo que estábamos de todo lo que se discutía. Eran intercambios verbales de mucha cabalidad, donde lisa y llanamente se ponía el dedo en la yaga abierta de un país entero. Cada uno de aquellos mozalbetes se sentía de alguna manera un Presidente de la República.

Ninguna ley, ningún mandato, ninguna norma del Estado, pasaba inadvertida o dejaba de ser discernida y discrepada entre la multitud inmensa del pueblo. Yo estaba seguro que mi escuela era de las más participativas y también de las más combativas. Se trataba, al fin y al cabo, de alumnos de la clase modesta y escasamente algunos de la media. Cualquier hijo de rico se contaba con los dedos de una mano, aunque los había, como aquel gordo primogénito del dueño de una gasolinera. Era de los “momios” o lo parecía. Pertenecía cuando menos al pequeño grupo de los que podíamos lucirnos en los fines de semana arriba de un automóvil, aunque fuera uno destartalado. En ese tiempo, el mismísimo director del establecimiento educacional era un peatón. Contar con una citroneta, como hacía yo ocasionalmente y poder exhibirse tontamente delante de aquellos compañeros, equivalía a una ostentación torpe y desusada.

La Escuela Industrial había sido siempre la “universidad” de los hijos de obreros. Se las machacaban allí hasta terminar la secundaria, solo para una vez egresados poder ingresar a un trabajo de medio pelo, con el más bajo de los salarios, en alguna fábrica de la provincia. Así lograban colaborar con el sustento de las crecidas familias de sus padres. Mientras tanto, resultaba usual ver a aquellos muchachos con los pantalones remendados, con sus calzados de suela carcomida y sus chaquetas de mangas cortas capaces de dejar en evidencia, para vergüenza de sus dueños, el uso obligado de años, entre los cuales a menudo se cobijaba el salto de la mocedad a la juventud. Eran chicos pobres, de limitadas aspiraciones. Mi curso estaba lleno de ellos. De los cuarenta, dos o tres proveníamos de una familia de clase media, aunque tal vez para no sentirnos fuera de tiesto, ya nos habíamos hecho el hábito de vestirnos tan desaliñados como el resto. ¡Una especie de solidaridad adolescente!

En lo que a mí respecta, nunca me mal vestí más a gusto que en aquella época. Para mayor fortuna, a mis padres poco y nada les importaba eso. Únicamente la citroneta de los domingos y ciertas amistades ocasionales en otros círculos sociales me distanciaban de aquellos compañeros humildes y peleadores. Para ser sincero, todo aquel tiempo llegué a creer que era una parte integral de ellos. Fui gruñón, a veces grosero, pero por sobre todas las cosas un muchacho alegre. Me sentí como un pobre y compartí cabalmente durante toda mi permanencia en aquella escuela, las esperanzas modestas y ejemplarmente honestas de la mayor parte de sus componentes.

Conocía la vida de cada uno, sus sueños y sus tristezas, como si fueran las mías. Cuarenta muchachos. Algunos eran torpes y otros en extremo inocentes, como Arnoldo Jerez. También los había extremadamente inteligentes, como Rafael Gutiérrez. Sabía tanta matemática y esta le resultaba tan sencilla que ponía habitualmente en aprietos al profesor. Todos pensábamos que estaba pintado para una carrera de ingeniería o algo por el estilo. No obstante, su origen humilde lo condenaba. Su padre, un barrendero municipal, lo enviaba a clases casi con harapos y con no más de medio pan en el estómago. El intelecto del joven brillaba como joya al lado de las grandes roturas de su único pantalón. ¡Pero yo lo admiraba!

Entre los más amigos se encontraba Javier Lira, un “viejo” de 20 años, empecinado en acabar la secundaria en la diurna. Había abandonado los estudios en el Segundo Medio para tentar suerte en la fábrica de fósforos de la ciudad; luego se había casado y procreado dos hijos. Entonces, con el auspicio de su suegro decidió retomar los cursos. Estaba en sus planes después del último grado regresar a su trabajo, posiblemente con un mejor sueldo y con mayores expectativas.

Lo que más me agradaba de él era su madurez a toda prueba. Una y otra vez lo reelegíamos como presidente de “los cuarenta”. Pertenecía al bando de los socialistas. El inspector general de la escuela, un sujeto de voz ronca, también militante activo de ese partido, tenía buenas migas con él. Lira representaba para todos nosotros la solución directa a nuestros problemas. Asimismo él exigía nuestro respaldo absoluto y una lealtad incondicional ante cualquier determinación suya. Estas “determinaciones” invariablemente se medían en política y tenían que ver con huelgas y protestas interminables.

De todos ellos, sin embargo, ninguno llamó tanto mi atención como Ismael Suárez. Delgado, encorvado por costumbre, de nariz algo prominente y con unos profundos y penetrantes ojos negros, sin ser alto ni fornido, estaba muy lejos de pertenecer al tipo de los debiluchos. Obstinadamente reservado, parecía analizarlo todo con un criterio asombroso.

Lo que más me intrigaba de él era su aparente marginalidad política. Aunque los sucesos que acaecerían después, me dejaron convencido que ya para ese entonces maduraba en su mente los ideales que le vería esgrimir un día con pasión. Sabíamos que provenía de un fundo de los interiores de San Clemente y que su padre era el propietario. En consecuencia, se trataba de un latifundista rico y ¡no podía ser otra cosa que un “momio”! Para serlo, no obstante, lucía bastante mal. Vestía una chaqueta corta de mezclilla —nunca le vi sacársela—, desteñida y algo sucia que no contrastaba en lo más mínimo con sus pantalones verdes, largos y bolsudos. Con dificultad se podía apreciar la punta de los zapatos sobresaliendo del paño y esto le hacía objeto de bromas reiteradas y desagradables, como aquella de “grande era el finao” o la otra de “chaqueta de torero”. El permanecía serio. Con su mirada imperturbable nos reprendía con el equivalente a una docena de palabras. Si nos poníamos demasiado molestosos, efectuaba una retirada disimulada y nunca descortés. Su caballerosidad serena y nada ostentosa nos dejaba a menudo avergonzados. No debía tener una edad superior a la mía.

Se presentía de todos modos en su persona un conflicto perturbador. Alguno familiar, quizás, porque a decir verdad no se le conocía ninguna novia. Tampoco se le veía por las calles o los parques de la ciudad en los fines de semana. Muchos suponíamos con justicia que aquel muchacho no sabía lo que era divertirse. No tenía enemigos, en lo aparente; no incomodaba a nadie, ni se incomodaba él con los demás. En los estudios era simplemente fabuloso; poseía una memoria fuera de lo común, de manera tal que podía darse el lujo de presentarse en cualquier examen de súbito, sin haber releído siquiera los textos, seguro de obtener las más altas calificaciones. No faltaban por este motivo los codiciosos que se reñían por sentarse a su lado a la hora de las pruebas, para copiar de sus papeles. En el fondo todos lo respetábamos.

Ninguno, cosa bastante rara entre aquel grupo, se hubiera atrevido a lanzarle un manotón o empujarlo, como hacíamos con frecuencia el resto. Su conducta irreprochable nos tenía desconcertados y no faltaban los que, incluso en su presencia, se sentían disminuidos. Solo Javier Lira se excluía por completo de esta consideración.

Un día un alumno mencionó algo acerca de los latifundistas recalcando los abusos que infligían al campesinado. Todos miramos a Ismael, pensando que podía sentirse aludido y hasta ofendido en lo que tocaba a su padre. No obstante, sin moverse de su asiento se puso a aplaudir estruendosamente, indicando que el comentario se ajustaba perfectamente a la realidad. Enseguida se retiró. Fue la única manifestación que observé en él en aquel tiempo, cercana a la política.

En la clase de taller no cambiaba mucho la cosa. Las tareas en comunidad no hacían de él, precisamente, un virtuoso de las palabras. Cumplía la mano de obra con sobriedad, en silencio y con la eficacia de un especialista. Escondía un goce honesto en la forma en que moldeaba los metales hasta convertirlos exactamente en lo que deseaba. Con sorprendente habilidad construía sillas y una considerable cantidad de otros objetos luego de intensas sesiones de martillo y pulimento. Sus manos, a consecuencia de aquello, lucían siempre sucias y callosas. Lo que seguía de ellas eran unos brazos delgados, pero musculosos.

Todos creían que después de allí se convertiría en un feliz obrero de fábrica. Yo era de los pocos que no lo veía en otra parte que no fuera en la universidad. Un hombre de su procedencia social, después de todo, no podía aspirar a menos. A mediados de año la duda por fin quedó despejada; Ismael asistió como pocos —entre otros yo—, anhelante a dar las pruebas de “aptitud académica”. Le arrojarían, para mérito suyo, los más altos puntajes de la provincia, garantizándole su ingreso a la carrera profesional que deseaba.