Presentación del Lazarillo

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I. La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, apareció simultáneamente en 1554, en ediciones de Burgos, Amberes y Alcalá. Estas son las tres primeras ediciones conocidas, y la de Alcalá presenta correcciones y añadidos con cuya novedad sin duda se quería competir frente a otras ediciones.

Alberto Blecua, estudiando el problema textual que las primeras impresiones de la novela presentan, ha llegado a estos resultados:

Ninguno de los tres textos de 1554 puede ser fuente de los otros dos.

Alcalá y Amberes son ramas de una misma familia.

Alcalá, Burgos y Amberes proceden de ediciones perdidas y no de manuscritos1.

O, dicho de otro modo: «Un cotejo detenido de las ediciones de 1554 demuestra que existió una edición X perdida de la que deriva Burgos (B) por una parte, y por otra un texto impreso perdido Y del que a su vez proceden Amberes (C) y Alcalá (A)…:

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… Los textos perdidos Xe Y verían la luz muy probablemente en 1553, quizá en 1552, pero no en fecha más temprana»2.

En cuanto al momento de la composición del relato, el cálculo y opinión de la crítica no son unánimes, pero diversos autores coinciden en señalar ese momento poco antes de la edición del texto. Así, Marcel Bataillon escribe: «Nada se opone a que el autor desconocido, personaje importante o no, “cristiano nuevo” o no…, compusiese su libro hacia 1550, poco antes de publicarlo»3. Igualmente se inclina por una fecha cercana a la de la publicación Fernando Lázaro4, y A. Blecua considera esto «lo más plausible»5. En fin, F. Rico sintetiza de este modo el asunto:

Volvemos a encontrarnos con un solo dato indudable: las tres ediciones de 1554. ¿Es realmente concebible que nuestro libro llegara a la imprenta a los veinte o treinta años de haberse escrito? ¿Cabe suponer, con Cavaliere y otros, unas décadas de impresiones perdidas y, de pronto, en 1554, tres ediciones —una de ellas «añadida»—, y en seguida una Segunda Parte? (Nótese bien: las continuaciones empiezan justamente al año de aparición de las por ahora príncipes; y la de Alcalá, acabada el «veinte y seis de febrero», lleva a pensar en 1553 como fecha del arquetipo.) Si la circulación del Lazarillo hubiera empezado hacia 1530, de modo clandestino —según quiere Wagner— y en copias manuscritas, ¿cómo explicar que se imprimiera precisamente por los años en que la Inquisición acrecía su vigilancia? El éxito enorme «desta nonada» inclina a suponer que la composición y desde luego la primera estampa de las fortunas de Lázaro no fueron muy anteriores a 1554; pocos dejarán de suscribir la opinión de Francisco Márquez: «No estamos ante un libro que pueda estar quieto mucho tiempo en gavetas ni estanterías, puesto que ni la dura y peligrosa mano inquisitorial pudo frenar su difusión». Pero, aun así, el problema queda en pie.

De ningún modo descarto que el Lazarillo encontrara en el Baldo castellano [de 1542] alguno o algunos motivos de inspiración, tal o cual sugerencia para crear un organismo narrativo harto más complejo (contaríamos, entonces, con un buen términus post quem)6.

Si el problema de la fecha de composición de la novela queda, como acabamos de ver, en pie, tampoco ha sido posible concluir nada acerca del autor; «el Lazarillo —comenta, en último término; el propio Rico— sigue en su impenetrable anonimato»7. Al correr del tiempo se registran diferentes atribuciones: fray Juan de Ortega, don Diego Hurtado de Mendoza, Juan de Valdés*, Sebastián de Horozco…8; en todo caso, importa la etopeya que del desconocido autor perfila Marcel Bataillon: «Parece evidente —apunta— que, ante todo, pertenece a la gran familia de los espíritus libres y no a la de las almas timoratas»9.

En cuanto a la «invención» del Lazarillo, ya Margarita Morreale tomó como término de comparación los textos de las Cortes de León y de Castilla para mostrar su arraigo en el ambiente social del quinientos10, esto es, el verismo que, transfigurado artísticamente, se desprende de la obra. Alberto Blecua, en la «Introducción», que ya está citada, ha vuelto al tema con acierto y titula el apartado de su trabajo que se refiere a él «Realidad, folklore y verosimilitud»11. En efecto, acaba concluyendo, el Lazarillo constituye un cuadro globalmente verosímil donde se dan cita conjunta datos de la realidad histórica y episodios de la tradición literaria.

El autor, por un lado, «guarda, con exquisito cuidado, la imitación de los tiempos y de las costumbres, precepto muy grato a los escritores renacentistas»12, pero en conjunto superpone (y el resultado final es artístico-verista) esa realidad histórica con la tradición folclórica y literaria culta:

Clérigos amancebados, como el… arcipreste, eran tan frecuentes, que la misma Santa Teresa no siente reparo en contarnos cómo uno de sus confesores «comenzó a declararme su perdición, y no era poca, porque había casi siete años que estaba en muy peligroso estado con afición y trato con una mujer del mesmo lugar, y con esto, decía misa». Este aspecto mezquino de la realidad que aquí hemos señalado no podía pasar inadvertido a los ojos de muchos españoles, y menos aún a los de un espíritu tan agudo y fino como muestra poseer el autor del Lazarillo. Pero nos engañaríamos al creer que este escritor anónimo extrae sus materiales novelescos de la propia vida. En absoluto; la realidad le sirve de marco verosímil —no olvidemos el precepto aristotélico—, pero los episodios que se narran proceden de una muy fértil tradición folklórica.

Los personajes que atraviesan por las páginas del libro pertenecían a la realidad española, pero la tradición se los había apropiado para sí y había trazado con cuatro rasgos distintivos unas figuras esquemáticas, grotescas, cuyos perfiles aprovecha, con mano maestra, el autor. El ciego astuto y avaricioso, el clérigo miserable, el fraile mundano, el escudero pobre y roto, cargado de presunción, el echacuervo o mal buldero, el clérigo amancebado…, todos ellos constituyen un modélico retablo de caricaturas que desfilan por multitud de textos antes de adquirir una forma, aún más precisa, en el Lazarillo. Esta realidad tradicional, esquematizadora de la otra, de la auténtica —de tintes más sombríos aún—, es la que se refleja en el Lazarillo. Realidad deformada por la tradición, magníficamente dispuesta en un marco real, exigido por los preceptos clásicos de la verosimilitud e imitación13.

Digamos también que ya M. Rosa Lida de Malkiel había percibido y mostrado cómo el material folclórico, en la novela, brinda el motivo escueto, mientras que la «invención» del autor va mucho más allá, transformándolo en elemento estructurador de la obra14. En este sentido, ha sido F. Lázaro quien mejor ha señalado la original composición del relato15 (más adelante nos referiremos a ello); él también ha indagado el origen del yo narrativo en el Lazarillo, considerando la acción de varias inducciones simultáneas: un ambiente propicio a las experiencias en el género narrativo que parte del menosprecio por las ficciones caballerescas; «el apogeo del coloquio desencadenado por Erasmo, el modelo de Luciano, los monólogos de este y el entusiasmo que despiertan el Asno de oro y El asno», pero —fundamentalmente— el modelo de la carta-coloquio de la época, epístola no destinada a la imprenta pero escrita para ser comunicada con amplitud en círculos amistosos16.

II. ¿Cuál es la estructura compositiva de la obra, aquel hallazgo novelesco que la distingue en la serie artística? Tal como hoy la entendemos, fue Claudio Guillén el primero en apuntar esa estructura dispositiva17, que arranca de una declaración del propio «Prólogo»: «Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona»18. Lázaro, en efecto, se sumerge en su vida para relatárnosla —advierte C. Guillén— en cuanto las diferentes situaciones de esa vida constituyen el fundamento de su persona; el Lázaro ya hecho, formado (que es el autor del relato), retiene como datos de conciencia aquellas situaciones que dan lugar a los rasgos fundamentales de su persona: «Todo sucede, por lo tanto, como si una memoria, penetrando en sí misma, sacara a la superficie unos elementos básicos y luego los desenvolviese en el tiempo, a lo largo de una duración unilinear»19.

Todo el texto novelesco no es sino una explicación del caso de deshonor en que vive el protagonista-narrador20; así ese caso determina el total de la novela, de modo que, como dice F. Rico, lo que Lázaro cuenta es la razón de que cuente algo: la carta de Lázaro aspira a explicar por qué le han pedido que escriba una carta21. El propio Francisco Rico ha sintetizado con clarividencia envidiable la lógica estructural de La vida de Lazarillo, escribiendo22:

Fijémonos, por de pronto, en el epígrafe del tractado I: «Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue»… El título del tractado… resulta cargado de intención, de ningún modo el postizo descuidado que algunos piensan…, y muestra un criterio selectivo patente en toda la novela: el capítulo narra realmente «cúyo hijo fue» el pregonero de Toledo que escribe su vida —y solo secundariamente quiénes fueron Tomé González y Antona Pérez, padres de Lazarillo—: el ciego le «dio la vida» al enseñarle «la carrera de vivir». Sobre el mismo tractado II —por más que en él se sustituya la trama fragmentada (como en un retablo narrativo) del anterior por una secuencia in crescendo— gravita decisivamente el peso de semejante paternidad moral del ciego: Lázaro, ya vezado a velar por sí, practica en el arca del clérigo iguales sangrías que en el fardel o en el jarrillo de su primer amo; el doloroso fin de su estancia en Maqueda se debe, en rigor, a haberse guardado la llave del arca en la boca, «porque ya, desde que viví con el ciego, la tenía… hecha bolsa»; y el «cruel sacerdote» al ponerle en la calle, recuerda precisamente: «No es posible sino que hayas sido mozo de ciego», no de distinto modo que le había admitido por saber «ayudar a misa…, que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una dellas fue esta». Pero también el capítulo III supone la cristalización práctica de los «castigos y documentos» recibidos del ciego: el principal oficio que Lázaro aprendió con él fue el de pedir limosna, y justamente el pordiosero le acerca a su tercer amo, en tanto «el pan de la mendicidad da pie a la escena más humana, entre el escudero hambriento y su mozo», uno de los momentos capitales de la obra.

No es sorprendente… que al acabar el capítulo III, con un Lázaro desengañado cuyo aprendizaje ha concluido (lo certifica el hecho de que será ya siempre él mismo, por propia voluntad, quien deje a sus amos), con un Lázaro en quien ya están dibujados los rasgos que harán posible «el caso», el ritmo de la obra se acelere notablemente: morosidad o rapidez son dos aspectos de un mismo ideal artístico. Exigir a los tractados IV y VI una andadura más despaciosa no lo creo más procedente que reñir a Lázaro por haber contado, v. gr., el episodio de las uvas de Almorox y no otra cualquiera de las «malas burlas que el ciego burlaba».

A los «cuasi seis meses» en Maqueda se dedica un cumplido capítulo: Lázaro, ya despierto, y bien en guardia, como con el ciego ha aprendido, lucha esforzadamente por la vida (el hambre, tan duramente experimentada en el tractado II, quedará harto satisfecha en el VII, con el trigo, la carne, los bodigos y los convites dominicales, las «mil mercedes» del arcipreste); los dos meses con el escudero, fundamentalmente, enseñan al muchacho lo inútil y engañoso de la honra al uso (por no acatarla acabará logrando el pregonero «paz en… casa»); el trimestre al servicio del buldero, en fin, refuerza otra importante lección: la de callar y quedarse al margen cuando conviene, la del silencio en provecho propio (Lázaro, «en la cumbre de toda buena fortuna», hará juramento de nunca más mentar nada «de aquello»). Como en un silogismo o en un soneto correlativo, los elementos diseminados se recogen al final, con más rico sentido. Un demorado tratamiento corresponde a los momentos decisivos en la forja del talante del futuro pregonero (y el tiempo subjetivo de la experiencia se destaca ocasionalmente con la alusión a la marcha implacable del reloj); «las acciones que ni mudan ni alteran la verdad» psicológica de Lázaro —si bien pudieran apuntalarla algunas veces— no había «para qué escribirlas» (Quijote, II, iii) o bastaba con darlas en los huesos23.

Por otra parte, ya hemos dicho que se debe al mismo F. Lázaro el más sagaz estudio sobre el entrecruzamiento de materia tradicional y novedad artística en nuestro texto24. El anónimo autor, nos enseña el profesor Lázaro, no planeó la originalidad de su empresa en la «invención» de los motivos del libro, sino en la «disposición» de esos materiales, en la urdimbre constructiva del tejido narrativo; de este modo, su trabajo es resultado de un compromiso entre los hábitos de narrador folclórico que poseía y un propósito de trascenderlos hasta llegar a la forma propiamente novelesca25, entendiendo por novela no «la expresión de lo que acontezca a la persona», sino la de «cómo esta se encuentra existiendo en lo que acontece», de tal modo que —por ejemplo— don Quijote «es una vida que se está manteniendo y recreando en la nueva forma de ser elegida por él para su existencia», y así en «creerse» capaz de ser caballero andante, «en el poder serlo o no serlo, consiste el auténtico tema-problema»26.

Por lo que respecta al Lazarillo, su carácter de héroe novelesco deriva de su estar haciéndose causal a lo largo del relato; Lázaro llega-a-ser-el-que-es a través de sus peripecias, existe en lo que le acontece27. Desde el punto de vista técnico-narrativo, partiendo de un viejo método, aplicado en el Asno de Oro y, en la época moderna, en el Till Eulenspiegel (1519), y consistente en atribuir diversas peripecias folclóricas a un personaje único, el Lazarillo lo trasciende con otras iniciativas que constituyen su novedad:

1. Las peripecias, lejos de ordenarse en una sarta inconexa, se articulan entre sí, y no desaparecen del recuerdo de los personajes, sino que, en ocasiones, son aludidas y hasta condicionan su comportamiento posterior.

2. Los materiales se someten a una intención. El autor no los colecciona y ensarta, simplemente, sino que los selecciona del patrimonio circulante, para supeditarlos a determinados propósitos.

3. Ni las estructuras ni los materiales folclóricos se ajustan siempre a sus designios; de ahí que tenga que adaptarlos, darles otras formas u otros significados, y que, en casos especialmente difíciles, se vea forzado a la invención.

4. Esta empresa, que en sí es un hito importante en la historia de la narrativa, se corona con una proeza más: todos los materiales, más o menos mostrencos, que constituyen la vida del protagonista, son aducidos para ilustrar o justificar la situación a que esa vida ha llegado en el momento de rendir cuentas de ella28.

Convergentemente —ya lo hemos visto—, el protagonista nos brinda una completa información («entera noticia») de su vida, con lo que «por vez primera quizá en el relato europeo» se planea la proeza de describir una vida desde el nacimiento hasta la madurez29; para ello, el autor anónimo despliega elementos de unidad interna en la obra (referencias a lances ya narrados, presagios, simetrías) y supera la construcción en sarta sustituyéndola por un tipo de narración trabada: así, un punto de vista subordina a los demás elementos del cuadro30.

Enlaza con los estudios acerca de la naturaleza compositiva del Lazarillo el «realismo» que en él destaca Dámaso Alonso. Don Dámaso llama arte realista al que crea en la mente del contemplador una poderosa impresión o intuición de realidad31; una obra será realista —dice— «por su capacidad de suscitar en la mente del lector una intuición, una imagen a con tales cualidades, tal cohesión interna, es decir, tal concordancia significativa de sus elementos…, que el lector imagine, crea que a es, o puede ser, el auténtico correlato de una realidad»32.

Pues bien, episodios como el del clérigo de Maqueda y el del escudero sobresalen —destaca don Dámaso— en tanto estudios de procesos psicológicos, como sucesión de acciones y reacciones psicológicas y físicas33; esto es «algo nuevo» en la novelística europea34. Probablemente tenemos aquí, pues —concluye—, «en el Lazarillo, especialmente en sus capítulos esenciales, la cima de todo el realismo literario del mundo. Se habrá hecho otras veces así; más intensa, más… sabia… penetración psicológica nunca la ha habido… Cervantes, que está en esta línea, engarza en ella con el Rinconete y Cortadillo y la ensancha hasta hacerla universal en el Quijote»35.

III. Vengamos ahora el sentido de nuestra novela. Hemos consultado las principales interpretaciones propuestas por los diversos estudiosos y, según nuestra percepción del texto, nos encontramos ante algo más que un libro de burlas. Se trata, desde luego, de un hallazgo narrativo nuevo y fecundo36, pero en cuanto al punto de vista de la sustancia del contenido se dan en el Lazarillo varios «niveles de significación»: «Lo fundamental —glosa Francisco Rico— parece el artístico deseo de retratar a un hombre, Lázaro, en su singularidad; para quien sepa leer correctamente se anuncia a la vez “algo” provechoso, “algún fructo” no superficial (pues para hallarlo hay que “ahondar”): fruto, según todas las probabilidades, de contenido social y moral; el incapaz de penetrar más puede quedarse en la corteza de las burlas»37.

¿Cuál es, verosímilmente, este fruto? Creemos que —en efecto— engloba lo moral y lo social. En cuanto a lo primero, el autor desconocido (un alma libre y lúcida y no timorata) nos hace ver que la fortuna es parcial y caprichosa; ella hace a los nobles, como a Lázaro le hace llegar a la deshonra (pues su educación es perpetua lucha contra la miseria): por tanto, toda moral es relativa38. Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso —declara el narrador—, «porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto».

No hay valores —así— sino referidos a la persona39; no hay «valores», sino más bien «vidas»40. «La pluralidad de significados —concreta en última síntesis el propio F. Rico—, … y la ironía me parecen tan consustanciales al Lazarillo, que solo me las explico como hijuelas de un amplio escepticismo (de tejas abajo, si no de tejas arriba) sobre las posibilidades humanas… El yo es la única guía disponible en la selva confusa del mundo: pero —no lo olvidemos— guía parcial y del momento, tan cambiante como el mismo mundo; y, por definición, de ella no cabe extraer conclusiones firmes (no, particularmente, en el dominio de los valores), con pretensiones de universalidad… En ese reconocer la subjetividad como medida de las cosas bulle un impulso propiamente novelesco, a que el anónimo autor del Lazarillo apenas debió resistirse. Cierto, si a fin de cuentas el yo del villano vale tanto como el yo del señor, ¿por qué no iba a ser digna de interés —aunque otra cosa quisiera la tradición literaria— la pobre figura del pregonero?»41.

En la lúcida proclama de relativismo moral por parte del autor desconocido se incluye además una clara denotación de sentido sociológico; cada moral vale por sí misma, relativamente —viene a decirnos—, porque la pertenencia estamental es ineluctable, o, lo que es lo mismo, si la adscripción estamental es ineluctable, no valen valores absolutos, sino vidas. Esta es —nos parece— la última sustancia de contenido de la obra. Ya F. Lázaro apunta —efectivamente— que en la novela «parece existir un grave compromiso moral entre el autor y la “tesis” del irremediable destino que aguarda a un mal nacido»42; por eso, «al autor del Lazarillo le interesa acentuar que la gloria de este mundo es a menudo vanagloria»43, y el personaje del escudero consagra a los ojos del pícaro «el fracaso de una moral de casta: la moral del honor», ya que «linaje y virtud son cosas diferentes»44.

IV. Hemos recogido en estas páginas, de la bibliografía especializada, las cuestiones generales a propósito del Lazarillo. Ordenemos ahora los datos bibliográficos de conjunto para una iniciación a nuestro tema.

El texto de la novela puede leerse en ediciones excelentes, como estas tres:

La vida de Lazarillo de Tormos, y de sus fortunas y adversidades, Ed. de José Caso, Madrid, 1967.

La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, Ed. de Alberto Blecua, Madrid, 1974.

Lazarillo de Tormes, Ed. de Francisco Rico, Barcelona, 1976.

Hay presentaciones generales de la obra en la respectiva «Introducción» de Blecua y Rico, así como en el trabajo, más antiguo, de Marcel Bataillon, Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes» (Salamanca, 19732).

De entre la crítica de mayor altura reciente destacamos el articulo de Claudio Guillén «La disposición temporal del Lazarillo de Tormes» (HR, XXV, 1957, pp. 264-279), y dos libros fundamentales: F. Lázaro Carreter, «Lazarillo de Tormes» en la picaresca, Madrid, 1972, y F. Rico, La novela picaresca y el punto de vista, Barcelona, 1970.

La interpretación de Dámaso Alonso, aún no desarrollada por entero (parece), puede verse en una conferencia suya: Tradición folklórica y creación artística en «El Lazarillo de Tormes» (Madrid, 1973).

En cuanto al texto que aquí se imprime, lo hemos preparado cotejando el de A. Blecua —seguido fundamentalmente— con los de J. Caso y F. Rico, algunas de cuyas interpretaciones nos han parecido preferibles en orden a la mayor sencillez y claridad de la lectura.

F. A. N.




1La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, edición, introducción y notas de Alberto Blecua, Madrid, 1974, pp. 48 y ss. Cfr. asimismo Lazarillo de Tormes, edición, introducción y notas de Francisco Rico, Barcelona, 1976, p. 84, n. 3.

2Blecua, p. 8.

3M. Bataillon, Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes», Salamanca, 1973 2, p. 25.

4F. Lázaro Carreter, «Lazarillo de Tormes» en la picaresca, Barcelona, 1972, p. 16n. Llamamos la atención sobre los tres trabajos recogidos en este libro del profesor Lázaro, pues constituyen —según ha reconocido unánimente la crítica— un testimonio nítido de lo que son los estudios literarios cuando se abordan con rigor.

5Loc. cit., p. 15.

6Loc. cit., pp. XIV-XV, 90.

7Ibídem, p. XXIV.

8Cf., pedagógicamente, J. L. Alborg, Historia de la literatura española, I 2, Madrid, 1970, pp. 772-776.

9Loc. cit., pp. 18-19.

10M. Morreale, «Reflejos de la vida española en el Lazarillo», Clavileño, 30, 1954, pp. 28-31: p. 31 a.

11Loc. cit., pp. 16-22.

12Ibídem, p. 16.

13Ibídem, pp. 20-21, 22. Blecua se refiere sin duda a la doctrina de la Poética de Aristóteles, según la cual «no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad», precepto que el mejor traductor al castellano de Aristóteles, V. García Yebra, desarrolla así: «La unidad de la fábula requiere que los hechos abarcados por ella estén relacionados entre sí de tal modo que, realizado uno, los demás se realicen o bien necesariamente o, al menos, de manera verosímil». Cfr. Poética de Aristóteles, ed. trilingüe por Valentín García Yebra, Madrid, 1974, pp. 157, 273.

14M. R. Lida, «Función del cuento popular en el Lazarillo de Tormes», recogido en El cuento popular y otros ensayos, Buenos Aires, 1976, pp. 107-122: pp. 112-113.

15Op. cit., pp. 59-192.

16Ibídem, pp. 11-57, esp. pp. 41-49, y las advertencias metodológicas de pp. 18-19. Para las fuentes (folclóricas) del Lazarillo, véase además M. Bataillon, Novedad…, pássim, y —por ejemplo— A. Vilanova, «Un episodio del Lazarillo y el Asno de oro de Apuleyo», 1616 (Madrid), I, 1978, pp. 189-197, donde este estudioso deduce también de sus análisis que el Asno de oro de Apuleyo ha constituido para el autor del Lazarillo, junto al influjo simultáneo de muchas otras lecturas, una rica cantera de personajes, situaciones y técnica narrativa morosa y retardataria.

17C. Guillén, «La disposición temporal del Lazarillo de Tormes», Hispanic Review, XXV, 1957, pp. 264-279.

18Ed. de F. Rico, cit., p. 7.

19Guillén, p. 272. Y comparar: «La disposición temporal del Lazarillo es sumamente sencilla. Es un progreso unilinear, continuo, de andadura y velocidad cambiantes. Al principio este progreso, encauzado en una vaga cronología, es muy rápido. La ausencia de todo tiempo personal manifiesta la niñez del héroe, su ignorancia del mundo. Después —capítulos del ciego, del clérigo y del escudero—, la narración fluirá tanto más despacio cuanto más agudo sea el sufrimiento de Lázaro. Junto con este marcado ralentí emerge un tempo lento psicológico, que se perfila contra un fondo de indicaciones cronológicas. Perseguido por su mala fortuna, pero ayudado por el recuerdo de sus experiencias anteriores. Lazarillo vive lenta e intensamente. Con esta conciencia de la temporalidad queda puesto de relieve el carácter angustioso de la vida. Pero Lazarillo crece, aprende, acendra su voluntad. Tras el tercer tratado, observamos un velocísimo proceso de aceleración. Al final Lázaro se siente inestablemente «descuidado»: ni gozoso, en realidad, ni afligido. La rapidez de las últimas páginas subraya la transición del cuidado al «descuido», del vivir en lucha con el mundo al mantenerse a una prudente distancia de él, con objeto de evitar sus escollos materiales, morales y sociales» (ibídem, p. 278).

20«Hasta el día de hoy nunca nadie nos oyó sobre el caso; antes, cuando alguno siento que quiere decir algo della, le atajo y le digo: —Mirá, si sois mi amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace pesar. Mayormente, si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él.

Desta manera no me dicen nada, y yo tengo paz en mi casa». (Edición citada, pp. 79-80.)

21Francisco Rico, La novela picaresca y el punto de vista, Barcelona, 1970, p. 21.

22Extractamos con amplitud estos párrafos de Rico, en la conciencia de que difícilmente sabríamos mejorarlos.

23«Introducción» citada, pp. XLV-XLVIII, y comparar con Maurice Molho, Introducción al pensamiento picaresco, Salamanca, 1972, pp. 30-31: «Este es el estilo de nuestro autor: componer y yuxtaponer con arte. Un hilo secreto, que se ata al final, une las historietas entre sí. Colocada cada una en el sitio justo, contribuyen así al… conjunto». En cuanto al hiato constructivo entre los tres primeros capítulos y los demás, al margen de su pura lógica interna (como explica Rico), parece existir una fatiga o impotencia creadora del autor. Véase F. Lázaro, op. cit., pp. 82-83, 154 ss. y 98 ss.: «Dentro de la serie de amos, el ciego, el cura y el escudero se interrelacionan mucho más fuertemente, y constituyen un conjunto temático y estructural cuya unidad y fortaleza se percibe, justamente, cuando pasamos a los tratados posteriores: la sensación de que el autor ha cambiado de método se impone al lector, y la obrita decae vertiginosamente de interés. Este es el hecho que la crítica ha denunciado o ha intentado paliar.

Sin embargo, parece no haberse advertido el significativo indicio de que sean tres, justamente, los episodios —los amos— en que el escritor ha aplicado un esfuerzo constructivo mayor. Ello parece tener alguna relación con la ley épica del número tres… Parece claro que, en el Lazarillo, coexisten dos esquemas estructurales distintos: el marco general de la sarta de relatos según el modelo del Asno de oro —modelo fundamentalmente literario, libresco—, y la ordenación de los episodios iniciales, fuertemente trabados entre sí, conforme a la ley de tres. Ambos esquemas entran en colisión, por su carácter heterogéneo, y el tránsito entre ellos se produce de modo abrupto: el tema del hambre se ha agotado con el escudero, las referencias internas cesan, en el cuarto tratado se nos escamotea la acción del protagonista, en el quinto se desvanece… Todo da a entender que la extinción de las posibilidades explotadas en los tratados iniciales ha sido seguida, correlativamente, de un franco desánimo por parte del autor. Habiendo cesado la ley de tres, el sistema de “enfilage”, que reaparece, nos suscita en aquel un deseo de trascenderlo».

24Cfr. n. 15. Lázaro declara programáticamente: «Si a la crítica le compete la tarea de ordenar la historia, el valor inequívoco que permite tal ordenación es la originalidad. Después del Lazarillo, fue ya posible otro modo de narrar y, de hecho, se narró de otro modo: en eso estriba su radical importancia histórica» (p. 68).

25Ibídem, pp. 64-65, 64. Emilio Carilla, con oportunidad, incide en que «más allá de la aparente brevedad del Lazarillo (brevedad en las páginas del librito), la obra es —por el relato, desarrollo, personajes— una novela larga» («Cuatro notas sobre el Lazarillo», RFE, XLIII, 1960, pp. 97-116: p. 113).

26Estos entrecomillados proceden de explicaciones de Américo Castro: De la edad conflictiva, I 2, Madrid, 1961, pp. 223-224. Ya que citamos a don Américo, debemos mencionar no solo el volumen colectivo de exégesis y glosa de su pensamiento Estudios sobre la obra de América Castro (Madrid, 1971), sino los artículos —de gran relieve— que sobre el mismo ha escrito Eugenio Asensio: La España imaginada de Américo Castro, Barcelona, 1976.

27«El héroe del relato épico —explica F. Lázaro— era, hasta entonces, un personaje no modificado ni moldeado por sus propias aventuras; son precisamente las dotes y los rasgos connaturales al héroe los que imprimirán su tonalidad a dichas aventuras. En el Lazarillo, por el contrario, el protagonista es resultado y no causa; no pasa, simplemente, de una dificultad a otra, sino que va arrastrando las experiencias adquiridas; el niño que recibe el coscorrón en Salamanca no es ya el mismo que lanza al ciego contra el poste en Escalona; ni el que sirve al hidalgo tolera el trato ni las asechanzas del fraile de la Merced. Y, de este modo, el pregonero que soporta el deshonor conyugal es un hombre entrenado para aceptarlo por la herencia y por sus variados aprendizajes. Es esto lo que, pensamos, hace de Lázaro un héroe novelesco, lo que constituye su modernidad como personaje» (loc. cit., pp. 66-67; cfr. igualmente p. 212).

28Ibídem, pp. 65-66.

29Ibídem, pp. 81-82.

30Ibídem, pp. 84-88. Y comparar, muy agudamente, F. Rico: «Lázaro… ordena su Vida del mismo modo que presenta el encuentro con el hidalgo o el milagro del buldero: a lo largo del libro propone unos datos con interés propio; y en el último capítulo introduce un nuevo elemento —el caso— que da otra significación a los materiales allegados hasta el momento. El pregonero incorpora el pasado a nueva luz, de idéntica forma que Lazarillo, a partir de una experiencia complementaria, reinterpreta lo percibido ingenuamente: la manera narrativa es una versión a escala reducida de la traza general. Así se cumple el proceso de novelización del punto de vista. Y los ingredientes con apariencia de ser tan solo formales (las invocaciones a Vuestra Merced, propias de una carta, por ejemplo) se revelan en posesión de mucha enjundia biográfica (el redactar tal carta es un episodio en la vida de Lázaro); mientras los ingredientes, que en principio se dirían con consistencia autónoma, se descubren plenos de validez estructural, en tanto ahora se les advierte subordinados a un diseño unitario» (La novela picaresca…, p. 40).

31D. Alonso, Tradición folklórica y creación artística en «El Lazarillo de Tormes», Madrid, 1972, p. 30.

32Ibídem, pp. 11-12.

33Ibídem, pp. 19 ss.; «El realismo psicológico en el Lazarillo», ahora recogido también en Antología: Crítica, sel. V. Gaos, Madrid, 1956, pp. 199-205: pp. 199-203.

34Tradición…, p. 21. Y comparar: «En el capítulo del clérigo, la capacidad analítica para el estudio de los procesos psicológicos y de las acciones físicas humanas es la misma que resplandece en casi todo el libro, así como la capacidad para la iluminación de los espacios y tiempos, para la creación de atmósfera viva en torno a los personajes» (p. 24).

35El realismo…, p. 203.

36Véase el luminoso párrafo que a esto dedica F. Lázaro en «Lazarillo de Tormes y El buscón», F. Ynduráin, coord., Literatura de España. Edad de Oro, Madrid, 1972, pp. 169-289: p. 171: «El lector se encontraba ante un relato de palmaria novedad: un protagonista niño, que cuenta cómo va haciéndose hombre luchando contra la miseria y aprendiendo tretas y engaños para sobrevivir, y cómo alcanza la cumbre de la felicidad al casarse con la barragana de un arcipreste. Todo ello, en un marco geográfico y urbano bien real, y expresado con un lenguaje simple, sin perceptibles alardes retóricos. El habitual consumidor de libros de caballerías, cuyos protagonistas —heroicos, nobles, amadores— deambulan por ignotas tierras, acometen desmesuradas hazañas, son cabeza de linajes gloriosos, tuvo que quedar desconcertado ante esta novelita con la cual se inauguraban una serie de experiencias en el relato, a las que esperaba también éxito notable. Unos cinco años después, la Diana, de Jorge de Montemayor, introducía otra fórmula de narrar, la pastoril; y a los once años, aparecía la historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa, con que se inicia la breve serie del género morisco. Otros varios intentos… manifiestan la actividad que, por esos años, despliegan abundantes ingenios españoles para hallar caminos nuevos al arte de narrar. Pero ninguno tan fecundo y original como el abierto por el Lazarillo».

37«Introducción», p. LXIV.

38Cfr. V. G. de la Concha, «La intención religiosa del Lazarillo», RFE, LV, 1972, pp. 243-277; esp. pp. 275-277.

39F.Rico, La novela picaresca…, p. 45.

40Ibídem, p. 50.

41Ibídem, pp. 53-55.

42«Lazarillo de Tormes»…, p. 94.

43Américo Castro, «Perspectiva de la novela picaresca», en Hacia Cervantes, Madrid 3, 1967, pp. 118-142: p. 120.

44 Molho, op. cit., p. 54.