(Descubierto entre los documentos del finado Francis Wayland Thurston, de Boston.)
Es de suponer que tales potencias o entidades hayan sobrevivido… sobrevivido a un periodo inmensamente remoto cuando… cuando la conciencia se manifestó en seres y formas que hace mucho que se retiraron ante la marea de la humanidad en avance… formas de las que tan sólo la poesía y la mítica han podido captar un evanescente recuerdo, llamándolos dioses, monstruos, seres míticos de todas clases y formas…
ALGERNON BLACKWOOD
Lo más misericordioso del mundo, creo, es la incapacidad de la mente humana para relacionar todo cuanto éste contiene. Vivimos en una plácida isla de ignorancia, entre las brumas de negros mares de infinito, y, sin embargo, no vamos muy lejos. Las ciencias, cada una moviéndose en su propia dirección, nos han afectado de momento muy poco, pero algún día, al juntar las piezas de conocimiento disociado, se abrirán vistas tan terroríficas de la realidad, así como de nuestra espantosa posición en ella, que enloqueceremos ante esta revelación o huiremos de su mortífera claridad hacia la paz y la seguridad de una nueva edad oscura.
Los teósofos han palpado la aterradora grandeza del ciclo cósmico en el que nuestro mundo y la raza humana no son sino incidentes. Han insinuado acerca de extrañas supervivencias en términos que helarían la sangre, si no estuvieran enmascarados de suave optimismo. Pero no es de ahí de donde vienen esos pocos atisbos de prohibidos eones, que me hielan cada vez que pienso en ellos y me enloquecen cuando aparecen en mis sueños. Estos atisbos, como todas las temidas ojeadas a la verdad, centellearon de la unión accidental entre hechos separados; en este caso, de un viejo recorte de periódico y las notas de un profesor muerto. Espero que nadie vuelva a casarlos; desde luego, si sobrevivo, nunca añadiré voluntariamente un eslabón a tan odiosa cadena. Creo que el profesor, también, quiso guardar silencio en la parte que le tocaba, y que hubiera destruido sus notas de no haber sido alcanzado tan repentinamente por la muerte.
Entré en conocimiento del asunto en el invierno de 1926-27, a la muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor emérito de lenguas semíticas de la Brown University de Providence, Rhode Island. El profesor Angell era por doquier reconocido como una autoridad en antiguas inscripciones y, con frecuencia, había sido consultado por directores de importantes museos, así que su deceso, a la edad de noventa y dos años, ha de ser recordada por muchos. Localmente, el interés se vio aumentado por lo incierto de la causa de su muerte. El profesor fue golpeado mientras volvía del barco de Newport, cayendo súbitamente, según testigos, tras recibir el empellón de un negro con aspecto de marino que había salido de uno de los extraños y oscuros patios en la empinada ladera de la colina que va desde los muelles a la casa del muerto, en William Street. Los médicos fueron incapaces de encontrar algún daño visible, así que concluyeron, tras debatir perplejos, que la causa debía residir en alguna oscura lesión del corazón, agravada por el enérgico ascenso de tan escarpada colina para un hombre tan anciano, y era la responsable de su fin. Entonces, no vi motivo para disentir de tal dictamen, aunque ahora, tiempo después, me veo inclinado a dudar… y más que dudar.
Como heredero y albacea de mi tío abuelo, ya que había muerto viudo y sin hijos, se esperaba que revisase bastante exhaustivamente sus papeles y, con tal motivo, trasladé todos sus archivos y sus cajas a mi residencia de Boston. La mayor parte del material que ordené será, con el tiempo, publicado por la Sociedad Arqueológica Americana, pero había una caja que encontré de lo más desconcertante, y me sentí remiso a mostrarla a los demás. Estaba cerrada con candado y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero personal que el profesor llevaba siempre en los bolsillos. Entonces conseguí abrirla, pero fue sólo para enfrentarme a un cerrojo más fuerte y más firmemente cerrado. Ya que, ¿cuál podía ser el significado del extraño bajorrelieve de arcilla y las deslavazadas notas, apuntes y recortes que encontré? ¿Había sido mi tío, en sus últimos años, tentado por las más notorias imposturas? Decidí buscar al excéntrico escultor, responsable de esta aparente perturbación de la paz mental de un anciano.
El bajorrelieve era un tosco rectángulo de menos de tres centímetros de grosor y unos doce por quince de superficie de origen obviamente moderno. Sus dibujos, no obstante, estaban lejos de ser modernos; ya que, aunque los caprichos del cubismo y el futurismo son muchos y extraños, no suelen reproducir la críptica regularidad que acecha en las inscripciones prehistóricas. E inscripciones de alguna clase parecían, sin duda, la mayor parte de tales dibujos; aunque mi memoria, a pesar de estar sumamente familiarizado con los documentos y colecciones de mi tío, no pudo identificar su especie en particular o siquiera intuir su más remota filiación.
Encima de esos supuestos jeroglíficos había una figura de intención evidentemente pictórica, aunque su factura impresionista impedía hacerse una idea muy clara de su naturaleza. Parecía ser una especie de monstruo o un símbolo representando a un monstruo, en una forma que sólo una mente enfermiza podría concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, interpretó simultáneamente imágenes de un pulpo, un dragón y una caricatura de humanidad, no sería infiel al espíritu de esa representación. Una cabeza pulposa y tentaculada coronaba un cuerpo grotesco y escamoso, dotado de alas rudimentarias; pero era la impresión general del conjunto lo que le hacía más estremecedoramente espantoso. Tras la figura había una vaga sugerencia de un fondo de arquitectura ciclópea.
El escrito que acompañaba a tal rareza era, junto a un montón de recortes de periódicos, un relato reciente del profesor Angell, y carecía de cualquier pretensión literaria. Lo que parecía ser el principal documento tenía un encabezamiento que rezaba «EL CULTO DE CTHULHU», en caracteres de concienzuda caligrafía, previendo cualquier errónea lectura de una palabra de sonido tan extraño. Este manuscrito estaba dividido en dos secciones; la primera de las cuales decía «1925: sueño y trabajo onírico de H. A. Wilcox. Thomas St. 7, Providence, Rhode Island», y la segunda: «Declaración del inspector John R. Legrasse, Bienville St. 121, Nueva Orleans, Luisiana, a la Convención de la Asociación Arqueológica Americana en 1908, Notas del Mismo, e Informe del Profesor Webb.» Los demás papeles manuscritos eran todos notas breves, algunos de ellos informes sobre extraños sueños de diferentes personas, otros citas de libros y revistas teosóficas (sobre todo de Atlántida y la perdida Lemuria, de W. Scott-Elliot) y el resto comentarios sobre sociedades secretas muy antiguas y cultos ocultos, con referencias a libros sobre antropología y mitología, tales como La Rama Dorada de Frazer y Brujería en la Europa Occidental, de Murray. Los recortes se referían, sobre todo, a casos de locuras e histerias o manías colectivas habidas en la primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal hacía referencia a una historia de lo más peculiar. Tuvo lugar el 1 de marzo de 1925, cuando un joven delgado y moreno, de aspecto neurótico y exaltado, abordó al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, aún húmedo y fresco. Su tarjeta rezaba Henry Anthony Wilcox, y mi tío lo reconoció como uno de los retoños más jóvenes de una excelente familia, superficialmente conocida suya, que últimamente había estado estudiando escultura en la escuela de dibujo de Rhode Island, viviendo por su cuenta en el edificio Fleur-de-Lys, cercano a la institución. Wilcox era un joven precoz de genio reconocido, aunque de gran excentricidad, y había llamado la atención, ya desde su infancia, gracias a las extrañas historias y sueños extravagantes que solía contar. Se catalogaba a sí mismo como «hipersensitivo psíquico», pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo tenía simplemente por «raro». No congeniando con los de su clase, había ido desapareciendo de su círculo social, y en aquel momento era conocido tan sólo por un reducido grupo de estetas de otras ciudades. Incluso en el Club de Arte de Providence, tan ansiosos de proseguir con su conservadurismo, era tenido como sin remedio.
Con ocasión de la visita, decía el manuscrito del profesor, el escultor le había pedido abruptamente ayuda, dados los conocimientos arqueológicos de su anfitrión, para identificar los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba de unos ademanes soñadores y alterados que sugerían una pose y que descartaban cualquier posible simpatía, y mi tío se mostró bastante seco al responder, ya que la obvia frescura de la tabla implicaba una relación con casi cualquier cosa antes que con la arqueología. La respuesta del joven Wilcox, que impresionó a mi tío lo bastante como para recordarla y consignarla literalmente, era de una factura fantásticamente poética que debió ser habitual en su conversación y que a mí me parece sumamente característica de él. Fue:
—Es nueva, cierto, puesto que tuve la noche pasada un sueño sobre extrañas ciudades, y los sueños son más viejos que la meditabunda Tiro o que la contemplativa Esfinge, o que la ajardinada Babilonia.
Fue entonces cuando comenzó a contar la inconexa historia que despertó repentinamente un recuerdo dormido de mi tío, ganándose su enfebrecido interés. Se había producido un ligero temblor de tierra la noche anterior, el mayor en Nueva Inglaterra en algunos años, y la imaginación de Wilcox se vio tremendamente afectada. Después de acostarse, tuvo un sueño sin precedentes, de grandes ciudades ciclópeas, con sillares titánicos y monolitos que rozaban los cielos, todos ellos goteantes de verdes exudaciones, siniestros con latente horror. Jeroglíficos cubrían los muros y columnas, y, de algún punto indeterminado, había surgido una voz que no era una voz, sino una caótica sensación que sólo la imaginación podía convertir en sonido, y de la que él había creído escuchar la casi impronunciable profusión de letras: «Cthulhu fhatagn».
Ese revoltijo verbal fue la llave para el recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minucia científica y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve sobre el que el joven se había descubierto a sí mismo trabajando, helado y vestido con ropas de dormir, cuando despertó atónito. Mi tío achacó a su avanzada edad, según dijo más tarde Wilcox, su lentitud en reconocer los jeroglíficos y los diseños pictóricos. Muchas de sus preguntas le parecieron fuera de lugar al visitante, especialmente las que trataban de conectar a este último con extraños cultos y sociedades, y Wilcox no pudo entender las repetidas promesas de silencio que le brindó a cambio de ser admitido como miembro de algún grupo místico y pagano, ampliamente extendido. Cuando el profesor Angell se convenció de que, en efecto, el escultor era ignorante de cualquier culto o tradición mística, le asedió con peticiones de futuras informaciones sobre sus sueños. Esto dio fruto con regularidad, ya que, tras la primera entrevista, el manuscrito consigna llamadas diarias del joven en el que relata inquietantes fragmentos de imaginería nocturna que involucraban constantemente alguna terrible visión ciclópea de oscuras y rezumantes piedras, con una voz o inteligencia subterránea prorrumpiendo monótonamente en expresiones enigmáticas o indescriptibles para los sentidos excepto en forma de galimatías. Los dos sonidos más frecuentemente repetidos eran aquellos consignados con las palabras «Cthulhu» y «R’lyeh».
El 23 de marzo, según el manuscrito, Wilcox no apareció; al indagar en su apartamento, descubrió que había sido afectado por alguna clase desconocida de fiebre, siendo enviado a casa de su familia, en Waterman Street. Había estado gritando durante la noche, despertando a otros artistas del edificio y, a partir de entonces, había caído en alternancias de inconsciencia y delirio. Mi tío telefoneó en el acto a la familia y, desde ese instante, mantuvo estrecho contacto con el caso, llamando a menudo a la consulta del doctor Tobey, en Thayer Street, ya que supo que él se había hecho cargo del caso. Aparentemente, la enfebrecida mente del joven estaba sumida en asuntos extraños, y el doctor solía estremecerse cuando se mencionaban. Incluía no sólo una repetición de lo previamente soñado, sino también alusiones extrañas a un gigantesco ser de «kilómetros de altura» que caminaba o avanzaba pesadamente. No pudo nunca describirlo bien, pero ocasionales palabras frenéticas, según repetía el doctor Tobey, convencieron al profesor de que debía ser idéntico a la indescriptible monstruosidad que había tratado de representar en su escultura, fruto del sueño. Cualquier referencia a este objeto, añadía el doctor, era invariablemente un preludio de la caída del joven en letargo. Su temperatura, de forma bastante extraña, no era mucho más alta de lo normal, pero todo lo demás, por otra parte, sugería más una fiebre real que un desorden mental.
El 2 de abril, sobre las tres de la tarde, todo rastro de la dolencia de Wilcox desapareció bruscamente. Se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en casa y desconociendo por completo lo que le había sucedido en sueños o en realidad desde el 22 de marzo. Declarado curado por su médico, volvió a sus aposentos a los tres días, pero ya no fue de ninguna ayuda para el profesor Angell. Todo rastro de sueños extraños había desaparecido de su memoria, y mi tío no consigna registro de sueños nocturnos, después de una semana de fútiles e irrelevantes registros de visiones plenamente normales.
Ahí acababa la primera parte del manuscrito, pero algo en las dispersas notas me dio mucho que pensar, tanto que sólo el arraigado escepticismo que entonces era parte de mi filosofía permite entender mi continua desconfianza acerca del artista. Las notas eran aquellas que describían los sueños de varias personas, cubriendo el mismo periodo en el que el joven Wilcox había tenido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había desarrollado rápidamente un prodigiosamente amplio programa de investigaciones entre aquellos de sus allegados a los que podía interrogar sin incomodar, buscando informes nocturnos sobre sus sueños, así como datos sobre cualquier visión notable del pasado. Su petición fue recibida de forma muy diversa, pero, al final, debió recibir más respuestas de la que cualquier hombre ordinario podría haber manejado sin ayuda de un secretario. No guardó su correspondencia original, pero sus notas resultan un resumen completo y verdaderamente significativo. Gente de sociedad y negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dio un resultado casi completamente negativo, aunque aparecen aquí y allá casos dispersos de impresiones nocturnas intranquilas, aunque sin forma, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, el periodo de delirio del joven Wilcox. Los hombres de formación científica se vieron menos afectados, aunque cuatro casos de vaga descripción sugieren atisbos fugaces de paisajes extraños y, en un caso, se menciona el temor a algo anormal.
Las respuestas más precisas proceden de artistas y poetas, y supongo que se hubiera desatado el pánico entre ellos de haber podido cotejar experiencias. Tal como fue, a falta de las cartas originales, sospeché a medias que el compilador pudiera haber guiado las respuestas o haber editado la correspondencia que, previamente, corroborase lo que esperaba encontrar. Por eso seguí pensando que Wilcox, sabiendo de alguna forma de los viejos datos que obraban en poder de mi tío, había engañado al veterano investigador. La respuesta de los estetas narraba una inquietante historia. Del 28 de febrero al 2 de abril una gran proporción de ellos había soñado cosas de lo más extravagantes, siendo la intensidad de los sueños inconmensurablemente mayor durante el periodo de delirio del escultor. Alrededor de una cuarta parte de los que comentaron algo, habla de escenas y una especie de sonidos no muy distintos a los descritos por Wilcox, y algunos confesaban un miedo cerval al ser gigantesco e indescriptible que era visible al fondo. Un caso, que las notas describen con énfasis, resulta de lo más triste. El sujeto, un muy conocido arquitecto con conocimientos de teosofía y ocultismo, se volvió violentamente loco en la fecha del ataque del joven Wilcox, muriendo algunos meses más tarde, tras incesantes peticiones a gritos para ser salvado de algún demonio escapado del infierno. De haberse referido mi tío a tales casos por su nombre, en vez de simplemente por un número, podría haber intentado alguna corroboración e investigación personal; pero, tal como estaban las cosas, sólo pude rastrear unos pocos. Todos ellos, no obstante, corroboraban plenamente las notas. A menudo me he preguntado si todos los sujetos del cuestionario del profesor se sentirían tan desconcertados como los pocos que llegué personalmente a conocer. Será mejor que nunca consigan una explicación del caso.
Los recortes de prensa, tal como he dicho, se referían a casos de pánico, manía y excentricidad durante el referido periodo. El profesor Angell debió contratar a un gabinete, ya que el número de extractos es tremendo y las fuentes se hallan dispersas por todo el globo. Había un suicidio nocturno en Londres, donde un solitario durmiente se había lanzado por una ventana tras un grito estremecedor. Había también una carta deslavazada al editor de una revista de Sudamérica, en la que un fanático deducía un futuro calamitoso a partir de las visiones que había tenido. Un informe de California describe cómo un grupo teosófico vestía en masa ropajes blancos en espera de una «gloriosa culminación» que nunca tuvo lugar, mientras que noticias de la India hablaban con circunspección de graves revueltas entre los nativos a fines de marzo. Las orgías vudú se multiplicaban en Haití, y los corresponsales africanos hablaban de ominosos rumores. Los agentes americanos en las Filipinas encontraron en ese tiempo revueltas en algunas tribus, y la policía de Nueva York anduvo de cabeza la noche del 22 al 23 de marzo, por culpa de algunos histéricos orientales. El oeste de Irlanda, además, estaba lleno de salvajes rumores y leyendas, y un pintor fantástico llamado Ardois-Bonnot colgó un blasfemo «Paisaje onírico» en la exposición de primavera de París, en 1926. Y tan numerosos son los informes sobre problemas en asilos mentales, que sólo un milagro pudo impedir que la clase médica notase extraños paralelismos, sacando falsas conclusiones. Un extraño montón de recortes, en conjunto, y hoy en día apenas puedo comprender el rancio racionalismo con que por aquel tiempo lo desdeñé. Pero, por entonces, yo estaba convencido de que el joven Wilcox conocía los viejos asuntos mencionados por el profesor.
Los antiguos sucesos que habían hecho que el sueño y el bajorrelieve del escultor fueran tan significativos para mi tío formaban la segunda mitad de su largo manuscrito. En una ocasión anterior, al parecer, el profesor Angell había visto la infernal figura de la indescriptible monstruosidad, coronando los desconocidos jeroglíficos, y había escuchado las ominosas sílabas que sólo pueden ser transcritas como «Cthulhu», y todo esto en conexión con sucesos tan inquietantes y horribles que no es milagro que acosara al joven Wilcox con preguntas y peticiones.
La primera de tales experiencias tuvo lugar en 1908, diecisiete años antes, cuando la Asociación Arqueológica Americana realizó su convención anual en St. Louis. El profesor Angell, como correspondía a su autoridad y logros, había sido parte en todas las deliberaciones, y fue uno de los primeros en ser abordado por los diversos curiosos, que aprovechaban la convocatoria para buscar adecuadas respuestas a sus preguntas y soluciones expertas a sus problemas.
El más interesante de todos, y al poco tiempo foco de interés de toda la convención, fue un anodino personaje de mediana edad, que había viajado desde Nueva Orleans en busca de cierta información especial, imposible de obtener en fuentes locales. Su nombre era John Raymond Legrasse, y tenía por profesión inspector de policía. Consigo llevaba el motivo de su viaje: una estatuilla grotesca, repulsiva y, aparentemente, muy antigua, cuyo origen no había conseguido establecer. No se debe pensar que el inspector Legrasse tuviera el más mínimo interés por la arqueología. Antes al contrario, su interés era meramente profesional. La estatuilla, ídolo, fetiche o lo que fuera, había sido capturada algunos meses antes en unos pantanos boscosos, al sur de Nueva Orleans, durante una redada contra una supuesta reunión vudú, y tan singulares y odiosos resultaban los ritos asociados que la policía no pudo por menos que comprender que había topado con un oscuro culto, totalmente desconocido e infinitamente más diabólico que el más negro de los círculos de vudú africano. Nada pudo descubrirse acerca de su origen, aparte de cuentos erráticos e increíbles, arrancados a los miembros presos, de ahí la ansiedad del policía por cualquier conocimiento arqueológico que pudiera ayudarles a emplazar el espantoso símbolo y a rastrear el culto hasta su fuente.
El inspector Legrasse no estaba preparado para la sensación que provocó su descubrimiento. Un vistazo a aquello había bastado para despertar en los científicos congregados un estado de tensa excitación, y éstos no tardaron en arracimarse a su alrededor para contemplar aquella diminuta figura, cuya completa ajenidad y aspecto de antigüedad genuinamente abismal abrían perspectivas tan grandes, por cuanto eran desconocidas y arcaicas. Ninguna escuela conocida de escultura había alumbrado a ese terrible objeto, aunque siglos, e incluso miles de años, parecían haber pasado por su mate y verdosa superficie de desconocida piedra.
La figura, que finalmente fue pasando lentamente de mano en mano para su estudio detenido y cuidadoso, medía entre 15 y 18 centímetros de alto, y era de exquisita factura artística. Representaba a un monstruo de figura vagamente antropomórfica, con una cabeza pulposa cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso y de aspecto elástico, prodigiosas garras, tanto en la extremidades superiores como en la inferiores, y unas alas largas y estrechas a la espalda. Este ser, que parecía rebosante de espantosa y antinatural malignidad, era de una hinchada corpulencia, y se asentaba siniestramente sobre un bloque rectangular, o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas tocaban el borde trasero del bloque, el asiento ocupando el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las extremidades posteriores, flexionadas y agazapadas, asían el borde frontal y se extendían un cuarto de la longitud hacia el borde inferior del pedestal. La cabeza de cefalópodo se adelantaba, por lo que la punta de sus tentáculos faciales rozaban el dorso de las inmensas zarpas anteriores, que aferraban las elevadas rodillas del ser agazapado. El aspecto del conjunto era de anormal realismo y provocaba los más sutiles miedos, ya que su origen era completamente desconocido. Resultaba inconfundible su espantosa e incalculable edad, y, sin embargo, no mostraba ninguna ligazón con cualquier tipo de arte conocido, perteneciente a la juventud de la civilización o incluso a cualquier otro tiempo. Totalmente distinta y aparte, el mismo material en que estaba esculpida era un misterio, ya que aquella piedra untuosa y verdinegra, con vetas y estriaciones doradas o iridiscentes, no tenía parangón en la geología o la mineralogía. Los caracteres de su base eran igualmente desconcertantes, y nadie de los presentes, a pesar de ser una representación de los expertos de medio mundo en estos campos, pudo hacerse la más mínima idea ni siquiera de su más remoto parentesco lingüístico. Como la estatua y el material, los caracteres pertenecían a algo remoto y aparte de la humanidad, tal como nosotros la conocemos, algo que sugería de forma espantosa viejos e impíos ciclos de vida de los que no forma parte nuestro mundo ni nuestras concepciones.
Y, sin embargo, mientras los presentes sacudían severamente sus cabezas, confesando su fracaso ante el problema del inspector, había un hombre en esa asamblea que creyó detectar un toque de extravagante familiaridad en las monstruosas figura e inscripciones, y que se decidió, con cierta renuencia, a hablar de un asunto extraño por él conocido. Esa persona era el finado William Channing Webb, pr