PRÓLOGO

No a la sopa negra de los espartanos

LUIS se metió en la cama para no salir en ocho años...
Ni uno menos; ni uno más.
No miento. Acaso solo exagero un tanto, pero hay verbos que tienen un tiempo descarnado como la muda vacía de algunos ofidios.
Como un Bartleby desconcertado, igual que un Gregor Samsa paciente ante su otredad y al modo átono del funcionario Akaki Akákievich, que necesitara su capote de buen paño... Nuestro Luis, encuerpado en su raridad y su extrañeza ante el mundo, no salió en cuatro bienios de su lecho conyugal reconvertido en útero materno.
Es una pequeña hipérbole la que me permito porque bien es cierto que trabajaba algunas horas al día, se tomaba las antidepresivas píldoras y, en ocasiones, llegaba a ingerir comida o recibir amigos. El resto del tiempo se le fue en dormir y pagar a plazos su dolor. Qué feo es todo y qué frío hace fuera, repetía con su boca sucia convertida en festival de lamentos. No llegó nunca a recibir visitas de sí mismo, al igual que le ocurriera a Maupassant, pero descendió como solo algunos pocos saben que puede hacerse, hasta los más fríos abismos de Nevermore. Mes a mes, se distanciaba de sí mismo —siquiera de la interpretación de quien un día fue— mientras su cama olía a espalda quemada y sus ventanas filtraban la dramática luz de Caravaggio. Convertido ya en trozo de carne sin memoria, en alma desordenada que olvidara la existencia de su mujer, sus hijos y hermanos, su trabajo e incluso el lugar que le pertenecía en la geografía de los sentidos. El dolorido macho de hidráulica quejumbre se autoexilió del Mundus Novus que a cada hombre y a cada mujer pertenece por derecho, para entregarse al fondeadero donde habitan las lenguas hostiles y los perros cimarrones. Cortó, sin más, el camino de regreso hacia sí mismo permitiéndose una muerte antes de que la muerte llegara.
Su hija pequeña, de adoración escandalosa hacia el dramático durmiente que había brotado en una cama de su hogar, intentó añadir un nudo a la cuerda de su vida haciéndole una sola pregunta: «¿Qué te sucede, papá?». Fue entonces que su boca se abrió para pronunciar el finisterre de su angustia:
—Nada.
—Na-da —repitió, en una nueva formulación de su dolor.
Inés, extrayendo más significado del que verdaderamente contenía la escueta respuesta de su progenitor, supo lo que ya intuía: que bailaba con las hienas del miedo. Pavor, terror, desasosiego... Que no todos los padres son fuertes ni todos los florentinos cardenales, Inés lo sabía de sobra, por eso decidió abrocharle a la vida intentando restablecer lo que quiera que deba restablecerse en un hombre cuando, en lugar de querer vivir, no sabe qué es vivir.
Lo que ocurrió en medio,
lo que hizo Inés con su padre,
el lenitivo que le aplicó,
el trabajo de sustantivos que ocupó a ambos...
... está hecho de la misma materia con la que María José Bosch ha construido las páginas de este libro (relato, cuentario divulgativo, texto, palimpsesto o paratexto). Para ti, lector, que, como yo, eres adicto a la obsecuencia de las emociones. Llámense ira, miedo, odio, culpa o mil versiones diferentes de aquello que consigue que no hagamos pie. Poco importan las palabras que hay debajo de las palabras, pues solo incumbe saber que se trata de sentimientos malsentados que logran rompernos las persianas del juicio impidiéndonos ejercer el sagrado sacramento de ser nosotros mismos. Trampantojo de personas somos. ¿No lo habías notado?
Con barbárica gratuidad emparejamos una emoción con una vida y una vida con una emoción como si fueran indisolubles, inextirpables. La sed con la que nos saciamos termina por dejarnos siempre sedientos. De restañar emociones habla María José Bosch igual que Inés trabajó con su padre en aquel interludio entre la postración y la vigilia. Y ambas, como una sola voz, nos recuerdan que toda agua turbia debe dejarse reposar, para volverse clara; para no quedarnos condenados a vivir en mitad de una vida como si de un retrato renacentista se tratase. Eso dice la autora desde la ventana salediza de este estudio-tratado-ensayo. En eso se resumen los capítulos que suceden a este prólogo. Aunque, en su verbo ancho, también susurra algo así como:
... Sé de la península de tus miedos.
... No esperes respuestas porque mi abrazo es afectuoso pero pequeño.
... Muere en la emoción, porque solo quien ha muerto una vez no puede tener miedo a morir de nuevo.
Como un hada omnisciente nos tomará de la mano para guiarnos por el mapa de nuestra inoxidable resistencia a los hechos. Después, en el acmé del desconcierto, nos dará un beso para curarnos. Todos somos iguales o, cuando menos, más parecidos de lo que podemos soportar. Por eso me permito decirte: las emociones existen... En nuestra defensa solo se puede alegar que no queremos seguir tomando la sopa negra de los espartanos. ¡No mires con cara de no saber qué hacer con esta evidencia! ¡No tengas opiniones de segunda mano!: lee estas páginas antes de que haga demasiado frío y el gran coro de las cosas se vuelva contra ti.
ÁNGELES LÓPEZ
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