INTRODUCCIÓN

 ¿Qué sabes de tus emociones?

¿Problemas con las emociones?

CUANDO las emociones dificultan nuestras relaciones de pareja, generan conflictos en el ámbito familiar o laboral, afectan a nuestra salud, en definitiva, menoscaban nuestra felicidad, es necesario poner freno. Quizá, este sea el momento de que aprendas a comprenderlas y manejarlas, sin dejar que sean ellas las que te dirijan a ti —que, si somos sinceros, es lo que, por regla general, suele sucedernos—. Y si actuamos así, es porque, lamentablemente, desconocemos profundamente nuestro complejo mundo emocional. Quizá por ello en tantas ocasiones seamos esclavos de él.
¡Nunca es tarde!
La familia y la escuela son fundamentales en el desarrollo de la inteligencia emocional. Muchas emociones se aprenden en la primerísima infancia, ya que los patrones emocionales se crean en los tres primeros años, por tanto la influencia de los padres sobre los hijos es considerable. A decir verdad, nadie nos enseña a ser felices. Creo que es obvio que la mayoría de nosotros, cuando éramos niños, no tuvimos cerca a alguien que se sentara a nuestro lado y nos preguntara por la forma en la que estábamos procesando y, por extensión, viviendo nuestras primeras emociones. Nuestros padres y entorno familiar se esforzaron por procurarnos una buena formación académica, pero se olvidaron de nuestra educación emocional. Probablemente, porque ellos mismos, en términos generales, carecían de ese aprendizaje y, por lógica, nadie puede dar aquello que no tiene. Pero la buena noticia es que siempre estamos a tiempo para empezar a conocernos mejor, a relacionarnos de manera más saludable con nosotros mismos y con los demás. Nunca es tarde, sea cual sea nuestra edad, para efectuar correcciones y adquirir nuevas habilidades en este terreno. El filosofo alemán Friedrich Nietzsche subtituló su libro Humano, demasiado humano con una sencilla frase, pero llena de significado: «Cómo se llega a ser como se es». Nadie está condenado a ser como es durante el resto de su vida si ha comprobado que los resultados no le satisfacen. Es cuestión de opción. Al final, el secreto de la vida es eso, elegir, fundamentalmente, la forma en la que uno decide sentirse. Y en esa opción nuestras emociones juegan un papel fundamental.
Nunca es demasiado tarde para ser lo que deberías haber sido.
GEORGE ELLIOT
Parafraseando a Serrat en una de sus más estimulantes canciones, hoy puede ser un gran día para empezar a desarrollar nuevas habilidades que te permitan conseguir metas y alcanzar ilusiones. Un proyecto estrechamente relacionado con la educación emocional que, según C. Steiner, está constituida por tres habilidades: «La habilidad de comprender las emociones, la habilidad de expresarlas de una manera productiva y la habilidad de escuchar a los demás y de sentir empatía respecto a sus emociones» [2]. Después de años de investigación y un silencio de siglos en los que se habían relegado las emociones a un lugar irracional e incomprensible, sabemos que uno de los factores fundamentales para que una persona pueda ser feliz es que domine los secretos de las emociones y las relaciones humanas. Si aprendemos a aplicar las herramientas básicas de la inteligencia emocional a nuestras vidas, podemos transformarlas a cualquier edad. Así lo aseguran neurólogos tan prestigiosos como Daniel Siegel.
Si haces lo que siempre has hecho, obtendrás lo que siempre has obtenido.
ANÓNIMO

¿Qué son las emociones?

¡La chispa de la vida! Vivir significa sentir. Aunque lo cierto es que resulta complejo definir una palabra que guarda en sí misma la esencia fundamental del ser humano. «Los sentimientos de dolor o placer, o de alguna cualidad intermedia, son los cimientos de nuestra mente» [3]. Las emociones te aportan información relacionada con tu bienestar. Te envían mensajes acerca de si estás satisfaciendo o frustrando tus necesidades, deseos y metas. Leslie Greenberg, que ha escrito ampliamente sobre el tema explica que «la emoción aporta una información valiosísima que pone a la razón en perspectiva».
Nos relacionamos con el mundo a través de nuestras emociones. Sin ellas no existe posibilidad alguna de disfrutar de una vida plena.
Aunque vivamos de espaldas a ellas, en el fondo todos sabemos reconocer qué es una emoción, ya que las experimentamos físicamente debido a su íntima relación con nuestra fisiología. No te resultará difícil identificar situaciones en las que se han hecho visibles a través de la traspiración de tus manos, las pulsaciones del corazón, la presión sanguínea, la activación de los músculos faciales. Recuerda, mejillas sonrosadas, tez pálida, ojos brillantes, respiración entrecortada… Desde el punto de vista orgánico, cuando experimentamos una emoción, comienza una sucesión de actitudes fisiológicas en las que interviene el sistema nervioso, el sistema endocrino y, dependiendo del procesamiento de la emoción, también el sistema inmunitario [4].
Etimológicamente, la emoción, emotio, apunta a algo que se pone en movimiento. Es en sí misma una combinación de reacciones bioquímicas, energéticas y fisiológicas encargadas de enviar con la rapidez de un rayo información al cerebro para prepararlo para la acción, y este a su vez, de manera mecánica y ultrarrápida, responde. La emoción moviliza a la persona y le crea estados mentales y comportamientos beneficiosos o perjudiciales, provechosos o nocivos. Nos mueven a irritarnos, a sentirnos tristes, a dar saltos de alegría o a hacer lo que sea preciso si estamos asustados. En la experiencia de una emoción generalmente interviene un conjunto de conocimientos, actitudes y creencias sobre el mundo, que utilizamos para valorar una situación concreta y que influyen en el modo en que percibimos dicha situación [5]. «Una característica intrínseca de la emoción incluye siempre un juicio o valoración por parte de quien la vive» [6].
Un abanico de emociones que forman parte de nuestra existencia; no podemos ni debemos evitarlas, ya que representan la respuesta natural del organismo a los acontecimientos de la vida. Provocan el llanto o la risa. Nos hacen estremecer, nos vuelven coléricos o nos llevan al éxtasis. Pueden arrojarnos al barranco del odio, una de las emociones más destructivas y violentas, o sumergirnos en un baño de amor, nuestro sentimiento más arrebatador, el que por sí solo puede dar sentido a nuestra vida. Las emociones nos permiten disfrutar de la vida, aunque, como todos hemos tenido la ocasión de comprobar, también nos precipitan al vacío, la desolación y la tristeza. Pero, aun así, en el peor de los casos, estoy muy de acuerdo con el narrador y poeta estadounidense, Faulkner, quien aseguraba: «Entre la pena y la nada, me quedo con la pena». ¿Puedes imaginarte una vida sin emociones? Inténtalo, la sensación de vació que percibirás será desoladora.
Un ser como el vulcánico Spock, el capitán de la serie Star Trek, representa la racionalidad sin pasiones; muy inteligente, pero carente de emociones. Alguien así solo puede existir en la ficción. De hecho, no cabe la menor duda de que la la selección natural lo habría eliminado mucho antes de llegar a las naves espaciales. Seguro.
Razón y pasión son timón y vela de nuestra alma navegante.
J. GIBRÁN
En nuestra sociedad es común la convicción de que las emociones entorpecen la racionalidad. Este prejuicio, que viene de lejos, lamentablemente ha llevado durante mucho tiempo a un sentido de culpa y de castración de nuestra emotividad como causa inevitable de la pedida de lucidez y, por lo tanto, de errores y fracasos. Sin embargo, precisamente, de los recientes descubrimientos de la neurología, se deduce claramente que las emociones son valiosas aliadas de la razón, especialmente en la elección de las decisiones que tomamos y que pueden afectar a nuestro futuro. Todo empieza con una emoción. Ya lo intuyeron un buen numero de investigadores, pero el descubrimiento mas reciente y revolucionario se lo debemos a científicos como Dylan Evans, de la Facultad de Informática, Ingeniería y Ciencias Matemáticas de la University of the West of England, en Bristol, al demostrar que las decisiones, todas las decisiones, son emocionales.
«En contra de la inmensa mayoría, que cree conocer las razones conscientes que motivan sus decisiones, los neurólogos sugieren que, en última instancia, es una emoción la que inclina la balanza hacia un lado u otro. Si solo contáramos con la razón, no decidiríamos nunca nada, dada la complejidad casi infinita que supone evaluar correctamente la selva de datos disponible» [7], explica Eduardo Punset en Viaje a la felicidad. Por su parte, el catedrático de Psicología de la Universidad de San Francisco y uno de los mayores expertos en esta delicada materia, Paul Elkman, ha explicado que son nuestras emociones las que nos guían cuando necesitamos enfrentarnos a momentos difíciles y tareas demasiado importantes para dejarlas solo en manos del intelecto: los peligros, las pérdidas dolorosas, la persistencia de una meta a pesar de los fracasos, los vínculos con un compañero o la formación de una familia entre otros muchos ejemplos que afectan directamente a nuestra vida.

¿Cómo surgen?

El primer paso para poder trasformar las emociones que nos producen malestar —que, a fin de cuentas, es de lo que se trata— resulta indispensable saber cómo se originan.
Pueden surgir a través de dos vías:
1. Cuando hacemos una valoración mental que atribuye un significado a un suceso externo, según esa valoración podemos sentir rabia, celos, esperanza, alegría, etc.
El día había sido excelente. Nada especial; una jornada de rutina confortable. Decidí ir a casa caminando, cuando toda la calidez del día se desmoronó. A pocos metros de mí, se encontraba un anciano increpando con impotencia al conductor de un autobús para que este le abriera la puerta. El autobús acababa de arrancar de la parada, pero la verdad es que no se había desplazado ni un metro de la marquesina. A todas luces, el conductor se estaba comportando con aquel hombre de una manera grosera e injusta, ya que no le costaba nada atender su demanda. El anciano insistía golpeando la puerta con su paraguas mientras gritaba cada vez mas colérico: «¡Que estaba en la parada, ábrame!». El conductor miraba impasivo, como si el sofoco del anciano no fuera con él. Todo sucedía en medio de un monumental atasco de coches que impedía al autobús moverse en ninguna dirección. Mientras, aquel hombre octogenario continuaba golpeando la puerta y gritando con voz ronca entre el agotamiento y la rabia. Yo me acerqué al autobús de la discordia, para casi rogarle al conductor, con un gesto de compasión, que abriera de una vez a aquel pobre hombre. De poco sirvió, me evitó la mirada. El atasco empezó a despejarse, el autobús pretendió arrancar. El anciano intentó impedírselo situando su frágil cuerpo delante del contundente autobús ante mi mirada atemorizada. Los coches pitaron con más fuerza; un estruendo de sonidos; un corro de gente que observaba la escena; más ruido de claxon; la mueca airada del conductor que pretendía maniobrar sin éxito para esquivar a aquel hombre encolerizado, pero sin consentir en abrirle la puerta. El anciano desistió; los coches dejaron de tocar el claxon; la gente dejó de mirar. El anciano se quedó en la parada. Vi en él una mueca de pesar, de tristeza, de impotencia. Sentí rabia. Ahora era yo quien me sentía colérica.
2. También puede ocurrir que no exista un suceso externo, sino que la emoción surja desde nuestro propio interior, suscitada por recuerdos o imaginación.
Era sábado, un día que suele ser frenético para mí. Disponía de apenas hora y media para cargar el carro del supermercado con víveres para toda la semana, recoger dos chaquetas y una falda en la tintorería, comprar un par de libros que encargaron a mi hijo en el colegio y cruzar media ciudad para dejar el coche en el taller. Me sentía agotada. La verdad es que estaba de un humor de perros. Pero al pasar por delante de una panadería, inesperadamente, todo cambió. Aquel pequeño establecimiento desprendía un aroma que me envolvió en segundos. Se me dibujó una sonrisa en la cara y sentí una reconfortante sensación de bienestar. De pronto, me recordé feliz a la salida del colegio cuando, como cada tarde, Almudena, mi mejor amiga, y yo solíamos comprarnos una bomba de nata en la panadería que, en aquel entonces, estaba situada a pocos metros del cole. El aroma de aquel lugar, ahora perdido en el tiempo, marcaba, en aquellos años, el inicio de camino a casa. Apenas quince minutos que Almu y yo esperábamos cada día con ansiedad para explicarnos, con todo detalle, el universo que durante aquellos años íbamos descubriendo cada día. Fue solo un olor, una esencia que transformó por arte de magia mi estado de ánimo durante todo el día.
Belén

¿Para qué sirven las emociones?

¿Quién no ha respondido con rabia ante alguien cuyo comportamiento le ha sacado de sus casillas? ¿Cuantos de nosotros sentimos tristeza o pena y creemos que somos victimas de nuestra suerte? ¿Cuántas veces hemos sentido ansiedad o miedo ante determinadas situaciones, como hablar en público o una entrevista de trabajo, y lo hemos pasado tan mal que tememos volver a enfrentarnos a circunstancias parecidas? ¿Quién no ha huido de una relación por temor a terminar nuevamente herido?
Reacciones como las descritas son emociones cuya fuerte intensidad nos indica que hay algo que no va bien. Representan una magnífica fuente de información. Cuando recibimos un mensaje emocional indicador de que hay un problema: «Tienes que actuar con conciencia, reflexionar acerca de lo que está ocurriendo y crear soluciones a estas circunstancias que han producido el sentimiento de malestar. Tienes que comenzar el proceso de reorganizar tu mundo conscientemente» [8], aconseja Leslie Greenberg, para quien «las emociones, exponen los problemas para que la razón los resuelva». Representan importantísimas señales que nos avisan de la necesidad de prestar atención a algo o a alguien.
Es con el corazón como vemos correctamente; lo esencial es invisible a los ojos.
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
La inteligencia emocional nos permite percibir y comprender las señales que nos presenta el entorno, controlar nuestra respuesta y, así, tomar decisiones rápidas y emocionalmente más inteligentes. La emoción produce necesariamente una reacción, ahora bien, que nosotros nos mostremos prestos a atenderla o esquivos y la desatendemos, es otra cosa bien diferente. Pero no olvidemos que ¡las emociones nos avisan! Estemos receptivos a sus señales porque pueden llegar a salvarnos la vida. La siguiente historia me parece un ejemplo soberbio de ello.
Hace años un famoso piloto de Fórmula Uno se encontraba disputando las 500 millas de Indianápolis. En ese circuito hay una curva que tiene fama por su extrema dificultad y escasa visibilidad.
Junto a la salida de la curva sucedió un accidente. El piloto en cuestión venía por detrás, a pocos segundos de distancia, por lo que los jueces no tuvieron tiempo de advertirle del percance. Sin embargo, algo sucedió. No se sabe por qué motivo el piloto que iba entrando a la curva dio un giro a su volante y evitó un accidente. Algo le avisó del peligro que estaba por delante.
Cuando se le preguntó al experimentado piloto qué había sucedido, él respondió que lo único que recuerda es que al tomar la curva percibió un entorno diferente al acostumbrado y decidió virar hacia la derecha. ¿Qué fue lo que vio? Lo único que recuerda el piloto es que el panorama le pareció mucho más ¡oscuro!
Buscando una explicación de esto, al revisar los vídeos, el protagonista se percata de que cuando toma la curva, la multitud que observa en las tribunas siempre le dirigía su rostro, lo que se traduce en un entorno de color claro. En el momento del accidente, al entrar a la curva, los rostros estaban vueltos hacia el accidente, y el panorama se tornó oscuro, porque el cabello de los espectadores se dirige hacia él.
El piloto en cuestión tuvo la capacidad de leer en una señal del entorno que algo era diferente y tomó una decisión en pocos segundos. [9]
Y aquí no se han terminado las magníficas funciones de nuestras emociones. Además, ¡importantísimo!, cumplen una función social. Los humanos somos seres sociales, y relacionarnos con los demás es una necesidad básica. Las emociones nos ayudan a adaptarnos a nuestro entorno. Aunque en tantas ocasiones no seamos conscientes de esta influencia, tienen una finalidad con respecto a los demás, y es la de conseguir una mejor relación con quienes nos rodean; por ello, cada emoción procura una acción por parte del otro. Por ejemplo, el enfado busca poner límites, marcar territorio y expresar lo que uno quiere y necesita. La tristeza implica pérdida y busca recogimiento, centrarse en uno mismo y procurar que el otro lo entienda, te acompañe. El miedo activa el organismo para la supervivencia, te moviliza para que puedas defenderte, luchando o huyendo, o te bloquea. La alegría se contagia, te abre para que te relaciones con los demás y disfrutes de ellos.
Todas están ahí para algo muy determinado. El dolor, por ejemplo, que nos puede causar algunas de ellas, nos ayuda a cambiar porque obliga a la introspección, que es la clave para reparar los daños emocionales que arrastramos del pasado. Así lo indican grandes científicos especialistas en emociones, como el neurólogo LeDoux o el psiquiatra Daniel Siegel. Cuando hay una pérdida, la tristeza obliga al organismo a pararse para ver qué ha sucedido y cómo va a afectarnos lo ocurrido. A partir de ahí, reiniciar.
Nunca me he sentido más triste que el día que recibí la noticia de la muerte de mi padre. Aquella tarde entendí el verdadero significado de la desolación. Por cuestiones laborales estaba pasando unas semanas al otro lado del Atlántico. Al otro lado del mundo, del mío, del de él. La relación con mi padre fue una secuencia de desencuentros desde mi adolescencia. Pensándolo bien, quizá desde mi infancia. Me pasé la vida esperando el momento en el que él y yo nos sentáramos para hablar de mí, de él, de nosotros. Sin embargo, los años pasaban y nuestros encuentros familiares y cotidianos se reducían a la intrascendencia del día a día con la que fuimos construyendo años de encuentros por Navidades, cumpleaños y comidas de domingos en familia. Fue inesperado, un diagnóstico ayer, y antes de que pudiera arreglar mis cosas para regresar, la llamada de mi hermana comunicándome que nuestro padre acababa de morir. Mi mujer, mis hijas, mis amigos, todos se empeñaron en sacarme de aquel pozo de tristeza. Sin embargo, estuve instalado en él durante meses. Las palabras de consuelo me parecían frases hechas, vacías, injustas. La insistencia de mi entorno en que debía recuperar la normalidad de mi vida casi a la vuelta del entierro, me ofendía. El típico «es ley de vida», «vamos, no puedes estar así», me irritaba. Las buenas intenciones de todos para sacarme de aquel estado de dolor profundo, lejos de animarme, me abatían más. Me aislé, decidí sin saberlo encerrarme en mí mismo para vivir un sentimiento de tristeza y desolación que solo el tiempo me ha hecho comprender su verdadero significado. Hoy han pasado más de cinco años y valoro muy positivamente la forma en la que me entregué a ese sentimiento de desolación para vivirlo con intensidad. Fue necesario. Lo sé.
Fernando
A modo de resumen, he elegido el utilizado por Leslie Greenberg [10] para definir las funciones más importantes de las emociones:
LAS FUNCIONES DE LA EMOCIÓN
— Representan una señal. Informan.
— Nos prepara para la acción.
— Evalúan si las cosas van bien o todo lo contrario.
— Vigila el estado de nuestras relaciones.
— Sirven de señales para los demás.
— La expresión es importante, pero puede que no siempre corrija lo que está mal.
— Decidir actuar frente a la señal es importante.
— El pensamiento pone la emoción en perspectiva y hace que tenga sentido.
EMOCIÓN, SENTIMIENTO Y ESTADO DE ÁNIMO
— La emoción, como hemos visto, es una reacción biológica, energética y fisiológica de duración breve.
— Los sentimientos son la explicación que damos a las emociones a través de los pensamientos
— Los estados de ánimo podíamos decir que son un paso más alla de las emociones y los sentimientos[11]. Representan una vivencia que experimentamos acompañada de una sensación agradable o desagradable en la persona, y puede ir acompañada de una determinada emoción.

¿Cómo te enfrentas a tus emociones?

En Ética a Nicómaco, la indagación filosófica de Aristóteles sobre la virtud, el carácter, la buena vida, su desafío consiste en administrar nuestra vida emocional con inteligencia.
Según cuenta un relato japonés, un belicoso samurái desafió en una ocasión a un maestro zen a que explicara el concepto de cielo e infierno.
Pero el monje respondió con desdén: «No eres más que un patán. ¡No puedo perder el tiempo con individuos como tú!».
Herido, el samurái se dejó llevar por la ira, desenvainó su espada y gritó: «Podría matarte por tu impertinencia».
«Eso», respondió el monje con calma, «es el infierno».
Desconcertado al percibir la verdad en lo que el maestro señalaba con respecto a la furia que lo dominaba, el samurái se serenó, envainó la espada y se inclinó, agradeciendo al monje la lección. «Y eso», añadió el monje, «es el cielo».
El súbito despertar del samurái a su propia agitación ilustra la diferencia que existe entre quedar atrapado en un sentimiento y tomar conciencia cuando uno es arrastrado por él. Enfrentarse a las emociones significa también, no quedarse suspendido eternamente en el sentimiento que nos hace sufrir. Cuando conseguimos enfrentamos de verdad a nuestras propias emociones, aprendemos a convivir, a aceptarnos y a respetarnos. La célebre frase de Sócrates, «Conócete a ti mismo», confirma esta piedra angular de la inteligencia emocional: la conciencia de los propios sentimientos en el momento en el que se experimentan.
Pero ¿cuál es la mejor manera de enfrentarse a las emociones? Empecemos por respuestas comunes e ineficaces. Suelen ser con las que, lamentablemente, estamos más familiarizados.
  • Podemos ignorarlas, hacer que «aquí no pasa nada», evidentemente esto no las hará desaparecer. Ahí permanecerán hasta que las resuelvas, o te engullirán sin ser resueltas. Pero no se evaporarán, te lo aseguro.
  • Podemos suprimirlas, pero saldrán por otro lado, no tengas duda.
  • Podemos regodearnos en ellas y hundirnos en la autocompasión, pero esto no mejora la situación. Al contrario, el victimismo se alimenta a sí mismo hasta convertirse en un monstruo ingobernable que termina devorándonos.
La actitud más inteligente es descartar la opción de cualquiera de estas típicas opciones. Lo recomendable consiste en saber que es necesario transformarlas, debemos, por muy difícil que nos parezca, enfrentarnos eficazmente a los problemas, sin permitir que se enquisten. Utilizando a nuestro favor la sabiduría que contienen nuestras emociones será más fácil buscar soluciones al problema. Actuar de este modo conlleva un esfuerzo, sí. Es aparentemente más sencillo no hacer nada, desde luego. Como también es infinitamente más cómodo ser desgraciado que feliz. Basta quedarse en un rincón lamentándose del infortunio, lamiéndose las heridas y responsabilizando al mundo de la situación. No hace falta hacer el más mínimo esfuerzo. Pero claro, supongo que merece la pena no ejercer de vago redomado.
No somos responsables de las emociones, pero sí de lo que hacemos con ellas.
JORGE BUCAY
El psicólogo estadounidense John Mayer, que junto a Meter Salovey formuló la teoría de la inteligencia emocional, clasificó a las personas en tres estilos, según cómo respondían a las emociones. Sería interesante que descubrieras cuál es el tuyo. Inténtalo.
1.  Conscientes de sí mismas
  • Conscientes de sus humores en el momento en que los tienen. Son personas independientes y están seguras de sus propios límites, poseen una buena salud psicológica y suelen tener una visión positiva de la vida. Cuando se enfadan, no se agarran a él, al contrario, suelen superarlo muy pronto. No son de los que piensan en su mal humor, ni se obsesionan…
2.  Atrapadas por sus emociones
  • Son personas que suelen sentirse desbordados por sus emociones. No son muy conscientes de sus sentimientos, por lo que hacen poco para tratar de huir de la negatividad. No pueden controlar sus emociones y se convierten en esclavos de sus estados de ánimo.
3.  Aceptan resignadamente sus emociones
  • Por una parte, fenomenal, porque saben lo que sienten, es decir, como los primeros, pero fatal porque, aunque disponen de la información, no están dispuestos a hacer nada por cambiarlos. Son personas bastante volubles.

Reconociendo emociones

Saber reconocer las propias emociones, poder nombrarlas y diferenciarlas, representa uno de los componentes esenciales de la inteligencia emocional. Puede parecer en principio sencillo, pero nada más lejos de la realidad. El mayor problema con el que nos encontramos es que tenemos poca práctica en identificarlas, y a menudo las confundimos y tergiversamos. Conocer, comprender y regular nuestras emociones y los sentimientos de las personas con las que nos relacionamos personal y profesionalmente es uno de los desafíos más difíciles con los que nuestro cerebro puede enfrentarse. Es algo complejo, pero imprescindible para disfrutar de relaciones saludables con los otros y, por supuesto, con nosotros mismos.
Este maravilloso cuento chino ilustra perfectamente la pregunta sobre la naturaleza de las emociones. El anciano y las verdaderas emociones es su título.
Cuentan que, en China, un anciano decidió regresar al lugar donde había nacido y del cual salió siendo muy joven. En el camino, se unió a un grupo de viajeros que llevaban la misma ruta y a los que explicó el motivo del viaje.
Después de varias monótonas jornadas, aquellos hombres decidieron divertirse a costa del viejo.
—Mira anciano, ya estamos llegando a la tierra de tus antepasados, esas montañas eran las que contemplaban tus ojos cuando eras niño —mintieron los viajeros.
El viejo, a pesar de no recordar nada, se sintió dichoso de ver aquellas cumbres. Horas después, llegaron a una casa en ruinas.
—Anciano, seguro que entre estas paredes jugaste en tu infancia.
El viejo, al ver aquel pueblo abandonado en el que creyó haber pasado su niñez, no pudo dejar de emocionarse.
Un poco más adelante cruzaron un cementerio.
—Mira estas tumbas, anciano, seguro que aquí están enterrados tus padres.
Al oír aquellas palabras, el anciano no pudo contener la emoción, y estalló en lagrimas.
Arrodillado frente a aquellas tumbas, al viejo le venían a la memoria mil y un recuerdos de su niñez, le inundaban el corazón viejas y añoradas sensaciones, la nostalgia invadía su alma con un caudal de emociones.
Pero viendo aquella escena, los viajeros se compadecieron del anciano y decidieron contarle la verdad.
—Sentimos decirte esto, pero solo queríamos divertirnos un poco. La realidad es que aún queda mucho viaje hasta que lleguemos a la tierra que te vio nacer. Te rogamos aceptes nuestras disculpas.
El anciano se levantó en silencio, recogió sus cosas y emprendió de nuevo la marcha con la seriedad marcada en el rostro.
Al llegar la noche, y ante el mutismo del viejo, los viajeros volvieron a pedirle perdón y expresarle su pesar por la cruel broma. El anciano los miró y dijo:
—Mi silencio no tienen nada que ver con vosotros, pues la burla está ya olvidada.
—¿Entonces a qué se debe? —preguntaron.
—Se debe a que no he encontrado respuesta a una pregunta que me atormenta: ¿cómo es posible que afloren emociones verdaderas cuando estas provienen de hechos falsos? [12]
El corazón tiene razones que la razón no entiende.
BLAS PASCAL
Conseguir gestionar de manera adecuada nuestras emociones es un trabajo arduo, y en ocasiones es preciso contar con la ayuda de un profesional. Sin embargo, hay algunas sugerencias elementales que, puestas en práctica y, fundamentalmente, adquiriendo conciencia de ellas, pueden sernos de gran ayuda en el manejo de nuestro complejo universo emocional.
En términos generales, gestionar adecuadamente las emociones implica:
  • No someterlas a censura. Las emociones nos hacen paladear la vida, sin duda dan sabor a nuestra existencia. Pero, claro, no todas las emociones suenan tan seductoras como amor, alegría o éxtasis. Sin embargo, a pesar de que otras, como por ejemplo, el miedo, la ira, la culpa o la envidia, puedan parecernos negativas, cada una de ellas tiene su utilidad. Nos han acompañado a lo largo de millones de años de evolución para adaptarnos al ambiente; gracias a ellas, aquí nos encontramos tú y yo. De lo contrario, habríamos sido aplastados por un mamut hace miles de años o engullidos por un león en la misma época, entre una extensa variedad de ejemplos. El problema reside, exclusivamente, en nuestra falta de habilidad para manejarlas, cuya consecuencia, en muchos casos, es el daño que podemos causar a otros y, en tantas ocasiones, a nosotros mismos.
  • Permanecer atentos a las señales emocionales, tanto a nivel psíquico como físico.
  • Investigar cuáles son las situaciones que desencadenan esas emociones suele ser de gran utilidad. Es cuestión, una vez más, de ser conscientes de lo que sentimos y, en este caso, de cuándo y por qué lo sentimos. En un principio, si te decides a ponerlo en práctica, puedas ayudarte de un bloc de notas en las que ir apuntando los pensamientos y sensaciones que rodean tus estados de ánimo.
  • Descargar físicamente el malestar o la ansiedad que nos generan las emociones. La práctica de actividades deportivas siempre son efectivas. El simple hecho de decidir dar un paseo en un momento de estrés emocional ya comporta un gran beneficio, aunque, sin duda, lo recomendable es incorporar la actividad deportiva al resto de rutinas del día. Andar, correr, bailar, jugar a pádel, practicar yoga o montar en bici… las posibilidades son muy numerosas; en el caso de que aún no lo hayas hecho, busca la tuya. Si eres constante, tu mente y tu cuerpo te lo premiarán antes de lo que esperas.
  • No permitir que se enquisten los problemas cualquiera que sea su naturaleza. Para ello es necesario expresar nuestros sentimientos a la persona que ha desencadenado el problema o malestar en nosotros. Sería, además, aconsejable hacerlo de manera natural y sincera. Evitando afectaciones, sin acusaciones y detallando que situación o conducta es la que nos ha molestado. Aclarar las cosas no solo puede representar la fabulosa oportunidad de arreglarlas, sino que, además, nos proporciona la oportunidad de pasar página de manera saludable. En ocasiones no reunimos el valor suficiente para enfrentarnos a una situación que se nos antoja profundamente incomoda y, por ello, argumentamos mil motivos por los que evitarla. Un buen consejo: no esperes a que se dé la situación idónea para comunicar lo que piensas y lo que sientes, toma la iniciativa.

Reglas de oro de las emociones

  1. Resolver los problemas con solución. Las emociones son alarmas, chivatos que nos avisan de la existencia de un problema. Si hay un conflicto, es necesario enfrentarnos a él y resolverlo, porque si no prestamos atención a esas emociones que nos están hablando, es decir, miramos hacia otro lado, con toda seguridad, antes o después, volveremos a encontrarnos con el problema de nuevo y comenzarán a disparase otra vez las alarmas de nuestra mente, con el consiguiente malestar emocional que ello conlleva.
  2. No preocuparse si no hay solución. Si ponemos toda nuestra energía en intentar solucionar un problema para el que ya es tarde ofrecer una solución o, sencillamente, nunca la ha tenido, lo único que conseguimos es disparar nuestro sistema de alarma innecesariamente y hacer un desgaste importante de energía. No porque hagamos un esfuerzo enorme vamos a solucionarlo. Si no se puede, no se puede y, además, es imposible…
  3. Inteligencia emocional. Para desarrollarla es necesario ir adquiriendo un cierto nivel de conocimiento de las emociones y, lo que es vital, aprender a manejarlas de manera saludable. Es decir, conseguir ponerlas a nuestro favor; no olvidemos que ese ha sido, desde hace millones de años, la misión de nuestras emociones. Existen muchos caminos para iniciarse, cada uno deberá elegir el que se ajuste más a su personalidad y expectativas.